Saturday, November 30, 2013

FERIA DEL LIBRO DE GUADALAJARA 2014

DOMINGO 1
17:00
Presentación de Desterrados, de Eduardo Antonio Parra
[con Elmer Menodza]
Salón José Luis Martínez

19:00
Presentación de Los muertos indóciles: Necroescrituras y Desapropiación
[con comentarios de Fabrizio Mejía Madrid]
Salón Elías Nandino

20:00
Presentación de Rigo es amor
[con Elmer Mendoza]
Salón I


LUNES 2
18:00
Presentación de Allí te comerán las turicatas
Colección Ilustres de editorial Caja de Cerillos

MIERCOLES 4
19:00
Presentación de Desocupados, de Vivian Abenshushan

JUEVES 5
20:00
Otras voces, nuevas voces II
Salón Mariano Azuela

--crg


Wednesday, November 20, 2013

LOS MUERTOS INDÓCILES EN CIUDAD JUÁREZ


Una clínica de escrituras documentales y una charla con Rosario SanMiguel sobre Los Muertos Indóciles. Todo esto en Ciudad Juárez, cómo no. 



--crg

Friday, November 15, 2013

LOS MUERTOS INDÓCILES: TORREÓN


Por acá andamos, cómo no.

--crg

Thursday, November 07, 2013

LOS MUERTOS INDÓCILES: PUEBLA



Me dará mucho gusto platicar con ustedes en la presentación poblana de Los Muertos Indóciles. ¡Nos vemos por ahí!

--crg

CONGRESO INTERNACIONAL DE LITERATURA HISPANOAMERICANA: PUEBLA

La Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, la Universidad de Potiers, la Universidad Autónoma de Barcelona, la Universidad de Valencia y la Universidad Iberoamericana-Puebla, todas participaron en la organización de este Congreso Internacional en torno a mis libros. Honradísima, por supuesto. 

Puebla, allá voy. 



--crg



Tuesday, November 05, 2013

LA MANO OBLICUA SE DESPIDE

[La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Las manos se lanzan al aire y, oblicuas o no, se despiden. Todos los ciclos se cumplen, en efecto. Hace 7 años, un 28 de noviembre, inicié esta columna con un Elogio a la Siniestra (que es con la que escribo), el mismo artículo con el que vuelvo a darles las gracias a todos hoy. Ha sido un viaje largo y hermoso. Y seguimos, cómo no. 

• • •
“¿Estamos seguros de que la mano valga menos que el cerebro o el corazón?”, se preguntaba no hace mucho Don Alfonso Reyes en ese cuento-ensayo que es “La mano del comandante Aranda”. Me siento tentada a apostar la diestra, y también la siniestra, que es con la que escribo, a que no estamos seguros de eso en absoluto. En todo caso: sé que no lo estoy. La mano hace. Al contrario del cerebro o, incluso, del corazón, la mano existe en su concreto hacer. Material y, para colmo, femenina, la mano no puede escapar del aquí y ahora que la funda. Por eso la mano es lo mismo que la escritura. Y eso, que yo sepa, vale más que el cerebro y que el corazón, y más que las dos cosas juntas. En clara (y expresa) referencia a Maupassant y Nerval, Reyes se lanza en delirante persecución de esa diestra que, amputada del cuerpo del comandante Benjamín Aranda en acción de guerra, hace de las suyas en casa. No sólo le crecen las uñas, razón por la cual hay que contratar a la manicura, sino que, a medida que cobra más conciencia de sí, adquiere una independencia (que a otros les parecerá ingobernabilidad) y un carácter tan propios que casi se convence de que es una persona, “un inventor de su propia conducta”. Ahí anda La Diestra, pues, captando “formas fugitivas”, cambiando cosas de sitio o rompiendo ventanas sin obedecer a nadie, burlona y traviesa. Porque eso también es la mano: la algarabía del hacer que se hace a sí mismo. Esa extraña especie de humor. No por nada La Diestra del comandante “pellizcaba las narices de las visitas, abofeteaba en la puerta a los cobradores, se quedaba inmóvil, “haciendo el muerto”, para dejarse contemplar por los que aún no la conocían, y de repente les hacía una señal obscena”. No hace falta decirlo pero lo digo: la mano pronto se volvió incómoda. La familia se desmoralizó frente a su quehacer constante: el manco caía en extremos de melancolía, la señora se hizo recelosa y asustadiza, los hijos se volvieron negligentes. Porque la mano, cuando es mano de a de veras, también puede causar eso: incomodidad, zozobra, duda extrema. ¿Y qué más importante para la creación que salir de nuestros lugares favorables y ventajosos? ¿Qué mejor definición de la escritura (que es pura crítica) que la mismísima incomodidad?
También eso me gusta de la mano: su radical materialidad, sí, su quehacer y su travesura, por supuesto, pero, por sobre todas las cosas, ese movimiento continuo que le impide embonar. Su don, digámoslo así, de la oblicuidad: esa manera sinuosa y descreída de posarse sobre el mundo como si no existiera el plano frontal. Ver como uno ve cuando ve de lado: yéndose, o a punto. La fuga que eso implica: la mano cuando rebana el aire y dice adiós. Me gusta, quiero decir, que la mano se meta en todo (sin pedir permiso) y que, muy en el tenor de Deleuze, pueda preguntarse o se pregunte: “¿Por qué no tendría yo derecho a hablar de medicina sin ser médico si hablo de ella como un perro? ¿Por qué no podría hablar de la droga sin ser drogadicto si hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier cosa, incluso aunque se trate de un discurso completamente irreal o artificial, sin que se me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan?”.
En contra de los pensamientos que aspiran a convertirse en jueces de lo pensado, elitistas por vocación y jerarquizadores por mero instinto de réplica, autorizadores por gracia del poder que buscan ejercer, si es posible con violencia, Deleuze (y la mano de Deleuze) pasa a apoyar el pensamiento que se hace en términos de incertidumbre e improbabilidad. Un pensar no especializado ni especializador; un pensar que busca el punto de fuga que es, con frecuencia, el punto del placer; un pensar que es un pensar-con-otro, en su contra, y de vuelta. Un pensar que es, en verdad, un tocar y, aún más, un tocar por dentro. Un pensar que no avanza en dirección a la identidad (yo soy esto) sino en contrachoque a la identificación (yo deseo ser lo otro).
Lo confieso, pues, y así termino: yo deseo ser mi mano. Aunque, al contrario de Reyes que elogia a La Diestra, yo deseo ser mi mano izquierda. Mi propia siniestra. Todavía no creo, como lo creía Don Alfonso, que la Siniestra es la mano femenina del binomio. Tan lenta ella, tan llena de virtudes prehistóricas. En todo caso, y en esto sí coincido por completo con este habitante de mi inconsciente, es una verdadera suerte, sobre todo en estos tiempos, que “no tengamos dos manos derechas”.

--crg

Friday, November 01, 2013

DESDE LOS MUERTOS INDÓCILES


La palabra sin patente, de Christian Lagunas en Malinche, Noviembre 2013.

--crg

Thursday, October 31, 2013

PRIX ROGER CAILLOIS 2013



Se siente bien, muy bien, requetebién, cómo no: Premio Roger Caillois 2013

Gracias por todas y cada una de sus felicitaciones y abrazos. Muchas gracias.

--crg

Tuesday, October 29, 2013

EL READYMADE Y EL TRABAJO

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Una de las maneras más simples, y más extendidas, de cuestionar el valor estético de mucho arte contemporáneo consiste en poner en duda la cantidad y calidad del trabajo que se consume en su elaboración. En efecto, todo aquél que ha exclamado alguna vez el proverbial “pero si hasta yo podría hacer esto” frente a una obra de arte que no basa su valor en la utilización de las habilidades manuales asociadas al trabajo artesanal se ha sumado, sabiéndolo o no, a ese gran contingente. ¿Qué decimos en realidad cuando decimos que una obra que utiliza elmontage, la reproducción literal, o la cita y la re-contextualización de textos/imágenes de otros, no incorpora trabajo?
De acuerdo a John Roberts, el autor de The Intangibilities of Form. Skilling and De-skilling in Art alter de Readymade, decimos que desconocemos el lugar y la función del trabajo, especialmente del trabajo artístico como trabajo productivo en su modo de trabajo inmaterial en la producción de obras de arte, al menos desde que los readymades de Duchamp invitaron a considerar el trabajo artístico no como un reflejo de la habilidad manual de algunos, sino como el lugar de la cita (su famoso concepto de rendezvous) entre los límites del trabajo artesanal y la expansión del uso de la técnica y los procesos tecnológicos de la producción capitalista.
Decimos, pues, que, a pesar de siglos de dominación de producción industrial (y, al menos desde la década de los 70, de producción post-industrial), todavía creemos que la única forma de trabajo válida como trabajo artístico es la artesanal. Decimos que estamos dispuestos a calificar como artístico solo a aquel trabajo que, bajo la pretensión de autenticidad, escapa de la capacidad de reproducción de las formas tecnológicas que, al menos desde mediados del siglo XIX y de manera ascendente a los largo del XX, se han convertido en formas de producción hegemónicas. Decimos, pues, que estamos dispuestos a obviar que el arte, en tanto trabajo productivo, establece relaciones materiales y prácticas con sus comunidades de origen y de recepción, sobre todo en lo que respecta a las transformaciones en las relaciones laborales a través de las cuales producimos valor, estético o no.
Por eso, al preguntarse qué vio el espectador cuando, en 1913, Duchamp colocó una rueda de bicicleta sobre la tapa de un banco de cocina y la denominó arte, Roberts se niega a aceptar que, aunque alimentada claramente de un espíritu rebelde y lúdico, el espectáculo era solo una puntada más, una broma ideada por un listillo con ganas de poner una bomba de tiempo entre las filas delestablishment. También se niega a ver ahí, en ese entramado de objetos producidos por el trabajo alienado de la producción taylorista, solo a un consumidor seducido por el poder absoluto de las mercancías y el deseo, nunca satisfecho, que provocan. Lo que el espectador vio en 1913, y esto es lo que aduce Roberts con base en la teoría de trabajo marxista, fue “la ausencia palpable de trabajo artístico, la presencia palpable del trabajo de otros, y la presencia del trabajo inmaterial o intelectual”. Y es precisamente en este triángulo que se mueve en tres direcciones a la vez que Roberts encuentra la propuesta más radical de Duchamp: “primeramente, el readymade pone en entredicho el lugar privilegiado del artesanado en la producción artística; en segundo lugar, revela el lugar del trabajo productivo en el trabajo artístico; y, finalmente, expone la capacidad de las mercancías para cambiar su propia identidad a través del proceso de intercambio”.
Los primeros readymades duchampianos, en los cuales la participación de la mano y el trabajo manual todavía no es preponderante (como sí lo será más tarde en La Cámara Verde o en el Gran Vidrio, sus trabajos de los 30s), muestran, y esto de una manera radicalmente transparente, el proceso a través del cual una mercancía (resultado del trabajo productivo alienado característico de la producción capitalista) se transforma en otro tipo de mercancía (trabajo productivo artístico). Y lo hacen tanto como un reconocimiento explícito a las transformaciones materiales del entorno que produce la obra de arte (la creciente descualificación del trabajo artesanal), como también en tanto lectura crítica, potencialmente libertaria, de esas condiciones singadas por la explotación y la inequidad.
Así entonces, tal y como el readymade cuestionó el imperio de las habilidades manuales en la producción del arte (de ahí que Duchamp declarara muerta a la pintura, por ejemplo), al mismo tiempo hizo un llamado implícito por la consideración de una nueva suerte de habilidades, dentro de las cuales la relación del ojo y la mano no respondían a principios imitativos o miméticos. La era de la reproducción mecánica, y luego digital, vino con su propia serie de procesos prácticos que, a su vez, requirieron y valoraron nuevas habilidades artísticas: estas habilidades son las propias del trabajo inmaterial. Y ahí, en ese ámbito, es donde ocurre, de acuerdo a Roberts, el proceso de re-cualificación del trabajo artístico a partir del cual es posible pensar a movimientos enteros, tales como el arte conceptual, desde su raíz más material: el trabajo que los hace posible y les da significado cultural.
Tomar en cuenta esta economía política de las prácticas artísticas no solo permite ir más allá de valoraciones basadas en el gusto cuando se trata cuestiones estéticas, también invita, en sus momentos más críticos, a una reconsideración radical del trabajo artístico, y del trabajo asalariado/productivo con el cual se entrelaza de maneras relevantes tanto política como estéticamente. Un gesto nada menor en 1913, justo también como ahora, un centenar de años después.
--crg

Tuesday, October 22, 2013

UN VOCABULARIO INFINITAMENTE PEQUEÑO

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


En una de las cartas que forman parte de After Lorca, el libro que el poeta norteamericano Jack Spicer le dedicó a la obra de Federico García Lorca en 1957, es posible leer lo siguiente: “Querido Lorca: Cuando traduzco uno de tus poemas y me encuentro con palabras que no entiendo siempre adivino sus significados. Y siempre estoy en lo correcto. Un poema realmente perfecto (y nadie ha escrito uno así todavía) puede ser traducido por alguien que no conoce el lenguaje en el que está escrito. Un poema realmente perfecto está escrito en un vocabulario infinitamente pequeño”. Entre otras cosas, este proceso de adivinación correcta es posible porque Spicer está convencido de que, a diferencia de la prosa, que sólo sabe inventar, a la poesía le toca mostrarse. Aún más, los poetas no hacen otra cosa más que intentar, con la paciencia que sólo tienen, y eso a veces, los muertos, escribir el mismo poema una y otra vez, siendo una vez y otra, por supuesto, un poema distinto.
El vocabulario, visto así, es en efecto infinitamente pequeño.
Más que libres, las traducciones que Spicer hace de la poesía de Federico García Lorca son poemas nuevos. No intentan, por supuesto, “preservar las palabras contra el tiempo”, sino hacer algo a la vez más lúdico y más imposible. Lo que Spicer quiere es “llevarlas a través del tiempo”. Se trata, pues, del tipo de lectura muy atenta de la que resultan versiones personales que, siguiendo la impronta del autor original, llevan también consigo las señas del autor-lector o, para ser más precisos, del autor-re-escritor. “Las palabras son lo que los palospara lo real. Los usamos para empujar lo real, para arrastrar lo real hasta el poema. Son de lo que nos sostenemos, nada más. Las palabras son tan valiosas en sí mismas como una cuerda sin nada a qué amarrarse. Lo repito: un poema perfecto está escrito en un vocabulario infinitamente pequeño”.
La libertad con la que Spicer “traduce” el material Lorquiano seguramente se relaciona también a su teoría de las correspondencias. “Las cosas no se conectan”, asegura Spicer en otra carta dirigida a su querido Lorca, “sino que se corresponden entre sí. Por eso es posible que el poeta traduzca objetos reales; por eso es posible que los traiga a través del lenguaje, como a través del tiempo”. Por eso es posible que el objeto viva en la página, palpitante.
En algo similar debió haber pensado Jerome Rothenberg cuando, en 1990, publicó sus The Lorca Variations, un libro cuyo primer poema anuncia el espíritu de reconocimiento a través del tiempo y de las tradiciones literarias: Empezando con los olvidos. // Sombras.// Empezando con los gallos.// Cristal.// Empezando con las castañuelas y las almendras.// Peces.// Este es un homenaje a España.//
Tal como lo explica en el posfacio del libro, su relación con el duende lorquiano empezó temprano en la vida, justo en el camino sinuoso de la adolescencia cuando sus palabras se convirtieron en verdaderas “cargas eléctricas”. Él tenía 15 años, y Lorca había dejado este mundo atrás apenas 11 años antes. Fue sólo tiempo después, habiendo pasado por el proceso de la traducción de partes importantes de su obra al inglés, que Rothenberg desarrolló ese concepto de composición a través de imágenes al que llamó “imagen profunda” también en relación a la poesía de García Lorca. Aún así, guardaba Rothenberg otras traducciones que no pudo publicar y otros escritos que no necesariamente corresponderían a lo que se designa con la palabra traducción. La frustración tal vez, el deseo de ver esos escritos publicados, llevó a Rothenberg a componer otros poemas, a los que llamó variaciones, escritos con el espíritu de la traducción a cuestas, e imbuidos también con el aura del homenaje. Las gracias.
Los poemas son y no son suyos, eso lo explica también Rothenberg sin problema alguno. Han tomado, en efecto, los sustantivos y los adjetivos del vocabulario de Lorca (y están ahí, para comprobarlo, las lunas y los espejos y los limoneros y las altas estrellas azules), pero los ha reorganizado de acuerdo a principios que le son íntimos y personales. Sus métodos “se parecen a las operaciones del azar pero con un margen de flexibilidad, y con total libertad en el caso de los verbos y los adverbios, añadiendo la ocasional referencia a Lorca dentro de ellos”. Más que traducciones, se trata de poemas nuevos, de poesía en sí, de poesía escrita de otro modo. Se trata, luego entonces, de poesía escrita en traducción.
Tal vez Spicer tenía razón cuando decía que no le preocupaban los poemas que, extrovertidos, pronto encontraban lectores en todos lados. Se trataba, en sus propias palabras, de los poemas a los que les resulta fácil ligar. Lo que Spicer no quería olvidar eran esos otros poemas discretos, acaso introvertidos: esos que “tienen que ser seducidos”. Tal vez tenía razón cuando creía que sólo una lectura desde la traducción como correspondencia podía llegar a eso real “encriptado” en el corazón del lenguaje. Su anhelo, en todo caso, era tan material como infinito. Al final del verano que pasó escribiendo esos poemas a la manera de Lorca, Spicer tuvo que despedirse. Era octubre ya. “Despedirse de un fantasma es más definitivo que despedirse de un amante”, aseguró al final de su correspondencia con ese hombre muerto que era García Lorca. “Incluso los muertos regresan, pero el fantasma que, una vez amado, se va, no volverá a reaparecer nunca más”.
He aquí, sin embargo, que Jack Spicer erraba en esto. Es octubre, como en su carta de despedida, y aquí está, sí, ese amado fantasma que, tanto en su correspondencia como en ésta, todavía se llama Federico García Lorca.
--crg

Tuesday, October 15, 2013

UN MODERNISMO RADICAL


[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Cuenta Jacques Rancière que, en 1939, el Partisan Review rechazó un texto del periodista estadunidense de claras convicciones comunistas James Agee, pero que en el siguiente número publicó el artículo que catapultó a Clement Greenberg como uno de los críticos de arte más influyentes de su tiempo. El texto de Greenberg, con el que justo como Agee contestaba a una serie de preguntas sobre las condiciones imperantes del arte y sus relaciones con la sociedad capitalista, es el ya famoso “Vanguardia y Kitsch” que sirvió para valorar ese movimiento doble a través del cual cierto arte contemporáneo se alejaba conscientemente de su relación con la experiencia directa mientras se volvía, simultáneamente, sobre sí mismo, es decir, sobre sus medios. No por nada Greenberg es usualmente reconocido como el hacedor, más que el comentarista, del arte abstracto.
El arte difícil, el arte culto y para cultos, sin embargo, tenía un gran enemigo por vencer a decir de Greenberg: el kitsch, esa producción cultural que el capitalismo industrial y la reproducción mecánica había puesto al alcance de las masas semiletradas haciéndose pasar por arte y haciéndolas pasar a ellas, a las masas, por ciudadanos capaces de reconocer una obra artística. Doble farsa. Un Rancière suspicaz, que a lo largo de 14 capítulos de su reciente libro, Aisthesis, ha revisado con obsesivo detalle al menos 14 escenas en las que se traza el origen popular, y luego entonces tenso y conflictivo, del arte moderno, interpreta las declaraciones de Greenberg como el momento en que el modernismo no solo le da la espalda a las clases trabajadoras, sino que las declara, además, como su principal enemigo.
En la competencia por el dinero de los poderosos (las palabras son de Greenberg, no de Rancière) se notaba ya desde entonces que “ese arte y literatura comerciales y populares”, dentro de las cuales caben ahora, como entonces, desde las películas de Hollywood hasta las baladas románticas y, a decir de Greenberg, los “cromotipos, cubiertas de revista, ilustraciones, anuncios, publicaciones en papel satinado, cómics, y zapateados”, estaba ganando la partida. Y por goliza. La solución, que a Greenberg, un crítico marxista de su tiempo, por cierto, le parece casi natural, es (esto en interpretación de Rancière) “dejar atrás cierta América, la América del arte errante y políticamente comprometido que caracterizó a la era del New Deal y, de manera más profunda, el arte de la democracia cultural que parte de Withman”. Rancière, por su parte, interpreta este giro como el momento en que el modernismo traiciona su herencia histórica, a saber, “la idea de un arte en sincronía con todas las vibraciones de la vida universal; un arte capaz de enfrentarse a los veloces ritmos de la industria, la sociedad y la vida urbana y, al mismo tiempo, de dar resonancia a los más ordinarios minutos de la vida cotidiana”. La ironía, por supuesto, y con esta línea terminaAisthesis, es que “la posteridad le dio el mismo nombre a esta voluntad de dar por terminado un proyecto así como a la sustancia que estaba tratando de destruir: modernismo”.
Esa tremenda ambivalencia y descarnada lucha en el terreno de la percepción, la sensibilidad y la interpretación que en todo régimen estético se nota, sobre todo, en el capítulo que Rancière le dedica a James Agee y su Let Us Praise Famous Man —un reportaje que, pronto, se convirtió en un libro arriesgado, demencial, apasionante—. En efecto, la revista Fortune había comisionado un reportaje para una sección dedicada a explorar la manera en que vivía el promedio de los estadunidenses cuyo título era “La vida y las circunstancias de…”. Agee, junto con el fotógrafo Walker Evans, se dirigieron a Alabama en 1936 y se inmiscuyeron en las vidas de lossharecroppers (aparceros o medieros) pobres de una región especialmente golpeada por la crisis de los 30. El resultado fue un libro inclasificable con el cual Agee ponía en cuestión la capacidad del texto para enunciar de manera crítica y radical la experiencia de estas vidas en condiciones límite. Bajo la influencia de una poética objetivista que le debe tanto a Withman como a Proust, Agee no solo describió en un detalle casi demencial los objetos, y otros elementos sensoriales, que distinguen los hogares de estos hombres y mujeres explotados brutalmente por el capitalismo, sino que además lo hizo sin caer en las tentaciones del sentimentalismo o la condescendencia, utilizando en su lugar estrategias sintácticas peculiares dentro de un libro estructurado con muy poca consideración por nociones convencionales tanto de narrativa como de reportaje. Y lo hizo así porque, en opinión del comunista Agee, lo que contaba era “la actitud de la mirada y el discurso que no está propiciado por autoridad alguna y que, a su vez, no propicia ninguna autoridad; un estado tal de conciencia que rechaza cualquier especialización para sí y debe también rechazar cualquier derecho a seleccionar lo que le conviene a su punto de vista en el entorno de los desposeídos sharecroppers, para concentrarse en el hecho esencial de que cada una de estas cosas es parte de una existencia que es tremendamente real, inevitable, e irrepetible”.
El dilema de James Agee, quien murió en 1955, a la edad de 45 años, en un taxi en Nueva York, es el dilema más humano y el más político en el corazón mismo del modernismo. Su derrota, esto parece indicar la lectura que hace Rancière de su obra fundamental, es la derrota de la legitimidad de un arte estéticamente relevante y políticamente comprometido. Las dos cosas a la vez. Lo que siguió después, es decir, lo que inauguró Greenberg con su muy elitista argumentación a favor de un arte culto vis à vis ese arte falso, es decir, popular, que denominó como kitsch, es la versión conservadora que todavía sustenta tanta discusión sobre la autonomía del arte y su separación “natural” de la experiencia cotidiana y popular, es decir, política, dentro de la cual (y en esto estoy con Rancière) se origina.

Saturday, October 12, 2013

LOS VIVOS INDÓCILES

Los muertos indóciles es un libro indócil.

No me asombra tanto un pensamiento cimbrado de lecturas, coloreado por ellas, asombrosamente expuesto con el fervor del profesor versado, como sí lo hacen la creación de conceptos; destellos de luz y precisión en la opacidad de la saturación informativa. Eso fue lo primero que encontré en Los muertos indóciles. Un poema de Roque Dalton convertido en un concepto. Esos muertos no descansan, viven, están entre nosotros. Suscitan “cadáveres textuales”, una “necroescritura”. En paralelo a estos términos, el de “necropolítica” palpita en el entorno en el que intentamos crear; es una política que ya se anunciaba en Dolerse; un modo discursivo impregnado de indiferencia y omisiones, en el que las voces de los muertos —siempre vivos—, se nos acaban por olvidar. Frente a este entendimiento inhumano está la escritura entre/para los muertos —no una escritura muerta, sino una muy vivaz y resistente.

El resto de "Los vivos indóciles", una reseña de Ingrid Solana de Los muertos indóciles: aquí.

--crg 

Tuesday, October 08, 2013

ARTE ES APROPIACIÓN (DE LO QUE NO ES ARTE)

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Una cierta visión elitista y autocomplaciente de la historia del arte sitúa sus orígenes en los orígenes mismos de la humanidad, como si se tratara de una emanación concomitante a la condición humana, es decir, como si el régimen de la creación artística fuera ahistórico y, luego entonces, casi natural. Cada recuento de obras maestras, organizadas en grados variables pero siempre ascendentes de perfección corresponde, más o menos, a esta perspectiva. Cuando el tema se limita a la historia del arte moderno, la situación no varía mucho. En general, los distintos modernismos (o vanguardias, como con frecuencia se le denomina en América Latina para distinguirlos del modernismo propiamente dicho) son presentados como el triunfo de la creciente autonomía del arte, es decir, de la especialización por sobre la interdisciplina y el intercambio, y de la separación de la producción artística respecto a los asuntos de la experiencia cotidiana. En su contra-narrativa del modernismo, Jacques Rancière está listo para presentar una visión opuesta de la historia del arte, al menos de la que va, en su libro, de fines del siglo XVIII a inicios del XX.
En Aisthesis. Scenes from the Aesthetic Regime of Art, una reciente traducción al inglés hecha por Zakir Paul y publicada por la editorial Verso, Rancière presenta y analiza detalladamente 14 escenas que demuestran cómo el contacto y la incorporación de experiencias no artísticas marca el inicio de lo que denominamos arte hoy en día.
El libro argumenta paso a paso que el “régimen de percepción, sensación e interpretación del arte se constituye y se transforma al incorporar imágenes, objetos y performances que parecían lo más opuesto a la idea de las bellas artes”. Y de ahí el interés del autor por investigar no los grandes momentos avalados por las historias oficiales y oficialistas, sino esos menudos instantes en que el interés, la seducción, el contacto y, eventualmente, la incorporación, tomó lugar. Desde el momento en que el anticuario e historiador Joachim Winchelmann decide presentar la estatua mutilada de Hércules como ejemplo irrefutable de un nuevo arte, esto en 1764 y en Dresden, hasta el minuto en que un tremendamente apasionado y tremendamente comprometido James Agee incorpora sus detalladísimas descripciones de los objetos que conforman la vida de los campesinos pobres de Alabama en 1936 en su ahora muy reconocido libroLetUsPraiseNowFamousMen (hay traducción al español), Ranciére persigue ese libro que nadie leyó en su tiempo, la performance que todos criticaron por populares o cursis, las pinturas que disgustaron a la mayoría por su naivité o falta de pericia, para alumbrar, uno a uno, esas escenas constitutivas del modo de la experiencia que llamamos arte. Es una argumentación material, ciertamente, puesto que analiza formas de producción y de distribución de este trabajo, pero también es una argumentación acerca de “los modos de percepción y los regímenes de emoción, las categorías que los identifican, y los patrones de pensamiento que los categorizan y los interpretan”.
Aunque Rancière lo enuncia de un modo claro y hasta amable, su argumentación va contra el corazón de muchas interpretaciones de los modernismos del siglo XX: “el movimiento que pertenece al régimen estético, ese que sostuvo los sueños de la novedad artística y la fusión entre el arte y la vida que está subsumida dentro de la idea misma de modernidad, tiende a borrar las especificidades de las artes y a deshacer las fronteras que las separaban entre ellas y a ellas de la experiencia ordinaria de la vida”. Contaminación, pues. Intercambio constante. Apropiación. Un proceso de circulación que va del quehacer básico de la vida cotidiana de las clases populares a los pasillos de lo que luego, en sesudos libros en busca de autoconfirmación, se llamará arte, ocultando así el conflicto social y la tensión colectiva en una serie de obras reconocidas después como de ruptura, es decir, ejemplares.
Un ejemplo. Rancière sigue a Mallarmé, modernista por excelencia, pero en lugar de analizar una vez más esos dados que juegan con el azar y la representación, elige convocar un escrito de singular aunque menor importancia sobre una bailarina peculiar: Loïe Fourier. Como algunos otros críticos culturales de la época, Mallarmé se había acercado al Folies Bergère, “un lugar que hasta ese momento habían dejado para el disfrute de una audiencia vulgar”, como quien se aproxima a contrapelo a un renacimiento estético. En contacto con e incorporando actividades que pocos entonces aceptaban como artísticas propiamente, el artículo de Mallarmé da muestras de la construcción de sus conceptos de figura, sitio y ficción. “La figura es el potencial que señala un sitio y lo construye como un lugar propicio para las apariciones, sus metamorfosis, y su evaporación. La ficción es el despliegue regularizado de estas apariciones”. Vista así, la historia del simbolismo (y, en un capítulo adyacente, del trascendentalismo) es en realidad una historia de apropiación de actividades e ideas que, en un inicio, formaron parte tanto de las vidas cotidianas como de las formas de producción y diversión de las clases populares.
Porque cree que el surgimiento de las artes en occidente ocurre precisamente cuando las jerarquías establecidas entre las artes mecánicas (artesanales) y las bellas artes (el pasatiempo de hombres libres) empiezan a vacilar, Rancière busca ese momento, o el eco de ese momento, en cada escena analizada. No es ésta la visión del que persigue lo marginal o raro por su valor exótico, sin de quien busca colocarlo en su justo sitio: ahí donde se decidieron poco a poco y en contextos de gran tensión social y cultural qué es arte o a qué tipo de prácticas y saberes le llamaríamos así con el tiempo. “Las figuras vulgares de pinturas menores, la exaltación de las actividades más prosaicas en el verso liberado de la métrica, los números del music-hall, los edificios industriales y los ritmos de las máquinas, el humo de los trenes y los barcos reproducidos mecánicamente, los extravagantes inventarios de los objetos de las vidas de los pobres”, todo ello atrae nuestra atención no como raros ejemplos de lo que se quedó en el pasado, sino como esos instantes en que se reta y se transforma a la experiencia de lo sensible, los modos en que percibimos y nos vemos afectados por lo que percibimos. Es una historia alternativa, en efecto. Una historia alternativa que, como diría Benjamin, no puede decirnos a ciencia cierta qué pasó, pero sí puede alumbrar eso que pasó como nos importa ahora, en este momento de peligro.
--crg

Monday, October 07, 2013

ESCRITURADIRECTA


Tuesday, October 01, 2013

CONMIGO NO

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Llegué al campamento, sinceramente, porque estaba aburrida. Ese día no nos tocaba electricidad en casa y solo quedaba lo de siempre: oír las peroratas de los adultos o encender una vela para leer algo. Se me acabaron las velas, así que, con el abrigo sobre la espalda, salí a la calle.
Los había visto antes, por supuesto. Se establecieron ahí, a un costado de la colina, bajo un gran árbol de jacarandas, durante la primavera. Nadie les dijo nada porque eran, en realidad, muy limpios. Despejaron bien un terreno baldío para levantar ahí sus tiendas de campaña y, antes de ponerse a trabajar en sus hortalizas, colocaron tendederos entre los árboles que todavía quedaban en pie. Lo que necesitaban desechar, que era en realidad poco, lo vendían en los centros de reciclaje. De eso me di cuenta el día que bajé a vender toda una caja llena de latas de cerveza.
—¿Tomaste mucho ayer? —me dijo uno de ellos, bromeando. Tenía los ojos color de miel y por eso lo contesté.
—¡Cómo crees! —murmuré con un poco de risa, bajando la mirada—. Las junté todas durante un mes.
La recolección de las latas despertó su interés, supongo, porque luego se vino siguiéndome loma arriba hasta llegar a la puerta de mi casa.
—Aquí junto fue donde amaneció un cadáver, ¿verdad? —señalaba un punto en la calle apenas a unos metros de distancia.
Asentí con la cabeza.
—El disparo en la nuca, ¿no es cierto? —preguntó, aunque en realidad lo estaba afirmando.
—Sí, ya sabes —le dije y, luego, viendo con temor hacia las casas del otro lado de la calle, ya no pude decir más.
—Entiendo —dijo él. Y luego me extendió la mano. Yo la vi por un rato sin saber en realidad qué hacer. Estrechar una mano: qué propuesta más arcaica.
—Camarada —pronunció al final. Una gran sonrisa en sus labios. Era la primera vez que escuchaba esa palabra.
La siguiente ocasión en que lo vi me regaló una blusa blanca.
—Es de algodón natural —aseguró—. Así no tendrás que usar esos vestidos que destruyen la tierra.
Me volví a ver mis ropas: un pantalón, una camiseta, pantaletas, brasier. Todas mortíferas. Sonreí. La blusa parecía más bien un costal pero me quedó bien. De hecho, era la que llevaba puesta la noche en que tomé el abrigo y salí de casa a toda prisa, como si huyera de algo. Me movía más el hartazgo que la rabia en todo caso. Todos los días el mismo espectáculo. El mismo acontecimiento una y otra vez, todos los días. La queja. La resignación. La queja. La carrera rápida, de todos modos, duró poco. Disminuí el paso tan pronto como distinguí las sombras de los soldados; sus voces. Me extrañó ver el retén militar tan cerca. Estaba acostumbrada a verlo, en efecto, pero un poco más abajo, casi hasta llegar a la zona pavimentada. Me extrañó el sonido tan cercano de las aspas de los helicópteros. Imaginé lo peor. Supuse que habrían encontrado otro cadáver o muchos cadáveres en el mismo sitio en que había aparecido el ejecutado anterior. Pero no vi nada. Me detuve. Merodeé la zona con los ojos. En lugar de detenerme o preguntarme algo, los soldados me conminaron a avanzar. Cuando lo hice, no pude evitar una última mirada. El viraje del torso. Hubo, alguna vez, una mujer que hizo lo mismo que yo y se volvió famosa. Yo, en cambio, solo atiné a ver las mantas que colgaban de los muros y que contenían, en grandes letras rojas, la palabra venganza. La pronuncié varias veces, esa palabra. La dije en voz muy baja cada que el talón de mis zapatos tocaba el camino. Venganza. Entonces me acordé de la celebración. Algo se había celebrado, en efecto, en la zona pavimentada, hacia el otro lado de la ciudad, el día anterior. Había confeti en el lodo de las calles. Algo como un aroma de alimentos fritos se colaba en el aire. Un trozo de serpentina se me enredó en el tobillo.
Me detuve a verlo todo desde arriba, meditabunda. De noche, alumbrada por cientos de lámparas públicas, la ciudad es un enjambre de luciérnagas. Me gusta esa palabra: luciérnagas. La busqué en el diccionario y, luego, encontré una imagen en internet. Bonita, de verdad, la palabra luciérnagas, que alumbra. De día, la ciudad es otra cosa. De día, el enjambre es gris y lo que sobrevuela las casas y las calles no son más que moscas y cucarachas. Las gaviotas, que son aves de rapiña. Los helicópteros y sus aspas. Allá, no muy lejos, se divisan los cuatro muros fronterizos que, uno detrás del otro, enmarcan el espectáculo cotidiano del No Pasarán. Supongo que estamos encerrados aquí. Supongo que, en verdad, no saldremos.
Tal vez fue un súbito ataque de claustrofobia o, como ya lo decía, el aburrimiento, pero continué. Decidí que no pararía hasta llegar a los campamentos. La decisión pareció darme ánimos porque, a pesar del jadeo, retomé el ritmo anterior. En un par de ocasiones me tropecé con piedras y pensé que caería. No lo hice. Es difícil caer después de todo. Pasé por enfrente de las casas como una sombra. Supongo que eso era. Una sombra. La sombra de una sombra. Los perros y los gatos me miraron de soslayo. Asustados o divertidos, a saber. La sombra, en todo caso, se detuvo antes que yo. La sombra se enteró de todo mucho antes que yo. Y se quedó muda. Sus cuerpos formaban un mapa extraño sobre la superficie de la tierra. Sus cuerpos. Sus manos.
Regresé corriendo, naturalmente. Los soldados y los perros y los vecinos de enfrente espiaron mis pasos con recelo pero inmóviles. Acaso esperaban algo. Acaso siguen esperando algo. Yo entré a casa con la buena noticia de que, a raíz de los festejos, se había suspendido el raciocinio y tendríamos, luego entonces, televisión. Cuando lo dejé todo atrás —otra vez ese gesto de la mujer famosa— solo alcancé a ver sus nucas, alumbradas por los destellos de las imágenes. Un hombre de frac sonreía en el recuadro y me daba la cara. Los dientes muy blancos. El pelo engominado. Contamos contigo, anunciaba. Contamos, insistía. Entonces la mujer de Lot le dio, en definitiva, la espalda.
--crg