Wednesday, September 21, 2011

USUFRUTO

[notas para una lectura septembrina de Pedro Páramo]

El usufructo (del latín usus fructus, uso de los frutos) es un derecho real de goce o disfrute de una cosa ajena. El usufructuario posee la cosa pero no es de él (tiene la posesión, pero no la propiedad). Puede utilizarla y disfrutarla (obtener sus frutos, tanto en especie como monetarios), pero no es su dueño. Por ello no podrá enajenarla ni disminuirla sin el consentimiento del propietario.


«¡Vaya!
Yo un niño.
-No, patrón.
No me atreví.
-¿Y las leyes?
-Eres un niño.
Está conforme.
A mí me consta.
Ésa es la verdad.
-Está bien, patrón.
Había pocas nubes.
Con 55 años encima.
-Sí, hay uno que otro.
-¿Cuáles leyes, Fulgor?
El cielo era todavía azul.
Que estuvo mal calculado.
-Pues dile que se equivocó.
-Él hizo bien sus mediciones.
Le dije que no se preocupara.
Y le dices que recorra el lienzo.
-No quise quebrarle su contento.
-Ya está pedida y muy de acuerdo.
Derrumba los lienzos si es preciso.
Ha invadido tierras de la Media Luna.
-La semana venidera irás con el Aldrete.
Y recuérdale que Lucas Páramo ya murió.
Que conmigo hay que hacer nuevos tratos.
Le dije quese le darían a su debido tiempo.
-Pues mándalos en comisión con el Aldrete.
-¿No le pediste algo adelantado a la Dolores?
Le prometí que le mandaríamos una mesa nueva.
Dice que usted nunca va a misa. Le prometí que iría.
La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros.
¿Tienes trabajando en la Media Luna a algún atravesado?
Y desde que murió su abuela ya no le han dado los diezmos.
Estaba tan contenta que no quise estropearle su entusiasmo.
Él apenas comenzando a vivir y yo a pocos pasos de la muerte.»
El aire soplaba allá arriba, aunque aquí abajo se convertía en calor.
Le levantas un acta acusándolo de «usufruto» o de lo que a ti se te ocurra.
El padre cura quiere sesenta pesos por pasar por alto lo de las amonestaciones.
Él dice que le hace falta componer el altar y que la mesa de su comedor está toda desconchinflada.

--crg
PEQUEÑA TRADUCCIÓN NOCTURNA


Digamos que Ariadna gira con las Nueva Canciones,
gira y canta, la primera
para el cuerpo, la segunda para la caza,
las que restan para los segundos, los minutos,
la horas del día, las semanas de los meses,
el vuelo de los años, el hilo de las vidas,
el llamado en esos pasillos tan negros como la noche.

Digamos que es el cuerpo en el tiempo lo que ella gira,
el cuerpo en un puente que canta
y que el giro es la oscuridad,
los amantes en la oscuridad
entrelazados por el tiempo y confundidos por la oscuridad
y el secreto en su corazón.
Y si lloviera aquí en Cnosos

como en otros lugares y tiempos,
y si la cola del cometa,
en noches claras, colgara
sobre el agua en el cielo de este,
y si en efecto los amantes no dijeran nada
mientras ellos hablan y ella gira,
no dijeran nada dos veces y dos veces otra vez

un momento y el que sigue, una nota
en Cnosos mientras llega la tarde,
mientras la noche insegura desciende
sin significado y sin arte,
entonces acaso esa canción
tendrá de repente más sentido
y, si no, lo podemos fingir.

"Digamos (4)", en Michael Palmer, Thread.


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Tuesday, September 20, 2011

TOMORROWLAND ES OTOÑO ES TOMORROWLAND

&NOW is a festival of fiction, poetry, and staged play readings; literary rituals, performance pieces (digital, sound, and otherwise), electronic and multimedia projects; and intergenre literary work of all kinds, including criti-fictional presentations and creatively critical papers. We particularly encourage pieces that promote linguistic and genre transgressions, along with literary artworks that promote interdisciplinary explorations and conversations with past, present, or future literary concerns and movements.

&NOW 2011: Tomorrowland Forever! is especially interested in literary artistic and literary critical works that circle ideas of innovation, experimentation, newness, and not-yetness; in futurisms of all kinds; in queries about progress, technology, market practices, and identity in relation to them; and in the possibilities of interrelationship between arts and other disciplines and engaged practices. For more information, please see the Call for Proposals.

El programa aquí: &Now Festival of New Writing: Tomorrowland forever!

En UCSD/Creative Writing, Octubre 13-15. ¡No falten!

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EL INQUILINO DE MÁRAI

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

Es difícil explicar por qué o para qué visita uno las casas de los escritores muertos. Tal vez sólo sea la necesidad de ver el mundo justo desde el ángulo en que fue visto, y escrito, por él o por ella. Quizá sea la carnal curiosidad del cuerpo que quiere experimentar lo que es ser cuerpo en el lugar donde fue y estuvo el otro cuerpo. Acaso todo se reduzca al deseo de toparse, casi como al azar, con su fantasma. Un último encuentro. Una plática. Lo cierto es que una tarde, ya cuando el sol se estaba metiendo, tomé el coche sólo para buscar la dirección de la casa donde Sándor Márai, el escritor húngaro que se vio forzado a abandonar su patria en 1943, y que se suicidó un 21 de febrero de 1989. Todo eso aquí, en San Diego.

Sabía ya desde tiempo atrás el dato de su muerte, pero no fue sino hasta hace un par de días que una rápida búsqueda en internet me proporcionó la dirección de su último domicilio. Un último encuentro, me dije, repitiendo el título de uno de sus primeros libros que leí. Siempre había pensado que Márai habría vivido en algún suburbio de casas siempre iguales —cosa que explicaría con relativa facilidad cualquier suicidio— o más bien cerca de la costa, en alguna morada con vista al Pacífico, pero no fue así. El escritor y Lola, su esposa, vivieron en el 2820 de la Avenida Sexta, justo enfrente del Balboa Park —lugar donde ahora se encuentran buenos restaurantes, los mejores museos de la ciudad, así como uno de los zoológicos más famosos del mundo—. Seguramente los alrededores no eran lo mismo hace 30 o 40 años, pero su cercanía del centro histórico y su posición frente al parque debió haber causado siempre algo de movimiento. En todo caso, la historia es la misma: exiliado de su lengua y de su país, Sándor Márai se dio un tiro en la cabeza aquí, cuando era ya viudo y estaba casi ciego y se encontraba solo.



Al hombre que estaba sentado sobre las escaleras de la entrada de la casa de los Márai le pregunté eso. Le pregunté si sabía que el escritor famoso, de cuya existencia lo puso al tanto la administradora del edificio pero cuyo nombre nunca supo, se había suicidado ahí. Movió la cabeza de izquierda a derecha y, luego, de derecha a izquierda sin abrir la boca. Su negativa, se entiende, iba acompañada de un súbito estado de meditación. Antes, cuando le pedí permiso para tomar un par de fotos, había dejado sobre el piso una computadora portátil, unas cuantas hojas desordenadas, y una copa de vino. No se esperó a que terminara mi labor documental para hacer sus preguntas. ¿Quién era el autor? ¿Con quién había vivido ahí? ¿Qué libros de él le recomendaba leer? Finalmente se atrevió a preguntar lo que de verdad le interesaba: ¿Cómo había muerto?

Le conté brevemente lo que sabía sin dejar de tomar las fotografías. Le hablé del cómo la instauración del régimen comunista en Hungría en 1948 lo había vuelto invisible como autor y un fantasma, a través del exilio, como persona. Le pedí que tomara en cuenta que Márai, quien alguna vez, durante sus primeros años, intentó escribir en alemán, había declarado en sus diarios que “para mí esa lengua y esa literatura significan una vida plena, porque sólo en esta lengua puedo decir lo que quiero decir (y sólo en esta lengua puedo callar lo que deseo callar). Porque sólo soy verdaderamente yo mientras pueda traducir mis pensamientos en palabras húngaras”. Le dije que, en Budapest, Márai había vivido en la calle de Mikó, en un barrio llamado Kisztinavarós —pero el inquilino no tenía forma de saber el guiño tremendo que significaba ese dato—. Puse énfasis en el hecho de que tres años antes de su muerte, Márai había perdido a su esposa y casi a toda su familia. Le conté que, en sus diarios, hizo anotaciones someras acerca del número de personas que llegaba a San Diego con la intención de suicidarse. También le dije que, luego de perderlo todo, Márai había conseguido una pistola que permaneció resguardada en su nochero.

—¿Así que fue de un disparo en la cabeza? —preguntó una vez más, como para cerciorarse. Le dije que sí. Luego, ya con la cámara dentro de la bolsa, no pude evitar preguntarle sobre su experiencia en uno de los departamentos que ahora conforman el 2820 de la Avenida Sexta.

—¿Sus sueños? —le pregunté—. ¿Cómo son sus sueños desde que vive aquí?

El inquilino de Márai guardó silencio. Luego, sin comentar todavía nada, se regresó al borde de las escaleras para alcanzar su copa de vino.

—Lo único raro —me dijo finalmente con la copa en la mano pero todavía sin llevársela a los labios— es la ventana del baño.

El sol se ocultó de repente. ¿Y era eso que atravesaba la calle una verdadera parvada de cuervos o una estampida de monjas pequeñísimas? Las palmeras se balanceaban apenas contra el aire. Un movimiento tan pequeño. El leve rechinido del mundo.

—No da hacia fuera —me explicó—. No da hacia nada. Da, de hecho —se corrigió—, a una serie de cables. Puros cables. Un montaplatos, ¿sabe lo qué es?

Le pedí que me explicara.

—Una especie de pequeño elevador que comunica a la cocina con el comedor —dijo—. Un montacargas —añadió.

—Pero dice que éste termina en el baño —dije, para saber si lo había entendido bien.

—Exactamente —concluyó, dándole el primer sorbo a su copa.

Me senté por un momento a su lado para ver el mundo desde su ángulo de visión. El silencio entre extraños no suele ser tan cómodo como lo fue ahí, frente al parque. Ya no quedaba nadie sobre el pasto, sino las sombras.

—Me fijaré en lo que sueño de ahora en adelante —me dijo cuando me despedí.

—Así es —le respondió el eco.


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Monday, September 19, 2011

QUITARSE EL SOMBRERO

El Maestro ha olvidado su sombrero.
Sin su sombrero no puede volar.
Sin su sombrero se le escapan los sueños.

Sin su sombrero no puede inclinar
el sombrero ante la mujer que pasa
a quien recuerda
de algún lado, como en un sueño,

un cuarto en un sueño o tal vez una playa,
una playa cerca del mar,
deslumbradoramente blancos,
sin sombreros, él y ella.

Michael Palmer, "The Classical Study (3), Thread, p. 5


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Sunday, September 18, 2011

A GYERTYÁK CSONKIG ÉGNEK

Lo que veía Sándor Márai al entrar en su casa de San Diego:




Lo que veía Sándor Márai al salir de su casa de San Diego:




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Friday, September 16, 2011

HOY

Feria del Libro de Saltillo
Presentación/Lectura de Verde Shanghai

¡Nos vemos por allá!

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Wednesday, September 14, 2011

CROSS-GENRE, EXPERIMENTAL, COLLEGIAL

Escritores del mundo, he aquí: MFAProgram in Writing/UCSD

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MORE ABOUT: GMAIL POETRY--THE RIGHT MARGIN

Loops
Lectura y escritura
Lectura de manos
(recetas de verdura)
Drum and bass loops
Alma
Tonos de cabello
Dreadlocks
Sombras de colores para los ojos
Alma de camisa
Contrato
Lectura de tarot
Lectura y escritura
Drum and bass loops

More about these links

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Tuesday, September 13, 2011

LA LECTORA SEVERA

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

Decían Deleuze y Guattari, en aquel multicitado ensayo sobre Kafka, que para llamarse “menor” una literatura tendría que reunir las siguientes tres condiciones: la desterritorialización de la lengua, la articulación de lo individual en lo inmediato-político, y el dispositivo colectivo de enunciación. Luego, y convirtiéndolo tácitamente en un objetivo de toda literatura revolucionaria, añadían que se trataba de “[e]scribir como un perro que escarba un hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso: encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto”.

Hace no mucho me dio por hablar de un libro que acababa de leer con bastante gusto como “una novelita”. La mención no iba con sorna, sino con una admiración acaso un tanto cuanto íntima. Se trataba de una referencia con la que quería dejar por sentado lo entrañable que había sido del proceso de la lectura. Lo cercano. No la califiqué como un novelón, que es lo que queda muy por encima o muy lejos (y con frecuencia no importa), ni como la novela que se ve a la distancia exacta. Tampoco sentí preciso el uso implícitamente snob de “nouvelle”, ni el despreciativo “noveleta”, ni el meramente descriptivo “novela corta”. El libro en cuestión no era nada de eso, me convencía. O, para ser preciso, siendo todo eso, el libro era nada más “una novelita”. No era la primera ocasión que utilizaba el término de ese modo, y la frecuencia del acontecimiento me aguzó los sentidos. De ahí la cita de Kafka. Por una literatura menor. De ahí también, eso creo yo, el uso del diminutivo.

El libro en cuestión, Severina de Rodrigo Rey Rosa, es en efecto un libro de no muchas páginas que se lee, como se dice, de una sentada. También lo son, por cierto, Estrellas muertas, de Álvaro Bisama, o Bonsái, de Alejandro Zambra, o El jardín devastado, de Jorge Volpi. Pero esas características, digamos, físicas, no son las que necesariamente transforman a un texto corto de aliento narrativo en “una novelita”. Lo que lo hace parecer un texto escrito por ese mítico perro que escarba un hoyo, o por esa filosófica rata que hace su kafkiana madriguera, lo que lo vuelve ejemplo de una literatura menor en todo caso, son dos cosas: se trata de un texto que abreva de una tradición de la así llamada baja cultura, de la cultura popular, en este caso el de la novela rosa o la novela sentimental; y se trata de un texto que, a sabiendas de que lo sentimental es un lugar común, en el sentido en que es común el sentido común, por ejemplo, sutilmente subvierte sus características para entregar, de manera “aparentemente sencilla”, una liebre por un gato.

La historia de Severina no es difícil de imaginar. Es más: se trata de una historia contada miles de veces. Es el encuentro entre la mujer inaccesible, mejor conocida en tiempos pasados como la femme fatale, y el hombre altamente sentimental. Están ahí, sin duda, los elementos básicos que han dado pie a más de una gran novela romántica del XIX y a más de una novela rosa del XX (incluyendo el repertorio inabarcable de Corín Tellado). Pero, tal como lo investiga Aníbal González en su reciente Love and Politics in the Contemporary Spanish American Novel, la novela neo-sentimental latinoamericana tiene sus raíces bien firmes en la era del post-boom, cuando distintos autores y autoras (Gonzáles incluye en su lista a autores tan distintos como Elena Poniatowska y Alfredo Bryce Echenique, Isabel Allende y Gabriel García Márquez, Miguel Barnet y Luis Rafael Sánchez, entre otros) introdujeron, y no de manera aleatoria ni secundaria, el tema del amor en sus libros. Para distinguirla de otro tipo de novelas, González argumenta que el amor del que tratan las nuevas novelas sentimentales es del tipo que pretende sanar “las divisiones y el rencor generado por décadas de movilización social y política”, más cercano al ágape (el amor hacia el vecino) que a la pasión súbita y carnal que tantas veces dominó el espectro emocional de otras muchas novelas.

Así entonces, Severina, la del título de Rey Rosa, es legítimamente una femme post-fatale. Tal como lo exige el estereotipo, la joven mujer es, en efecto, misteriosa e inaccesible, bella (y para eso el autor recurre a minuciosas descripciones de vestuario que dan mucho en que pensar) y complicada, pero, a diferencia de las fatales de antaño, que solían ser mortíferas y dejar marcas indelebles a través del daño, esta Lolita light, esta mujer joven y sin documentos y perfectamente ataviada, es sobre todo una lectora. Lo que es más: Severina es una lectora severa. Con ella establecerá el narrador una relación sexual, pero en realidad lo que más hacen es leer libros y, sí, platicar. No es fácil, y lo sabrán los lectores que se fijan en estas cosas, convertir a una mujer severa, esa construcción con la que se ha asociado históricamente a las abuelas enérgicas, las amargadas sin motivo y las solteronas frígidas, en un objeto de deseo ni en una musa palpitante ni mucho menos en la heroína de una novela neo-sentimental. Tampoco fue fácil, en el mismo sentido y por ejemplo, hacer de un lector voraz el héroe de una novela escrita por un latino, Junot Díaz, que ganó el Pulitzer justo una década después de que el héroe de la novela latina ganadora del mismo premio fuera un latin lover. Y porque no es fácil es que engatusa la serie de arabescos culturales a los que hay que recurrir para poder dar, en toda su arriesgada extensión y en toda su subversiva carga, la mítica liebre por el gato de pacotilla. En efecto, la “aparente sencillez” de Severina no está en la manufactura de las oraciones o en el uso austero del lenguaje (esas oraciones y ese lenguaje son, en efecto, sencillos), sino en la serie de complicadas estrategias (tanto o más que las utilizadas por el autor en su trabajo anterior, El material humano), la serie de estratégicas apelaciones (el formato de la novela rosa, entre otras) que hacen posible que exista, a inicios del XXI y en la literatura latinoamericana, una Severina que es, a la vez, encantadora y humana, terrestre, viva.

Requeriría más espacio desarrollar algunas ideas acerca de la repetición significativa del término “vanidad” a lo largo de este libro. La vanidad, por ejemplo, del hombre solo, de la que el narrador se deshace gustosa y planeadamente al dejar que la historia sentimental tome precedencia sobre cualquiera de sus otras historias; y la vanidad de esos hombres y mujeres que ya sólo existen por y para y entre los libros que se consumen, en este caso a través del desvío de la circulación comercial que presupone el robo. Que ambas condiciones sean tildadas de vanidad hace que esta novelita no sea uno más de esos artefactos hechos para la autoglorificación de la alta cultura y consecuente santificación del status quo, sino un libro que hace pensar de manera crítica en el lazo que va de las relaciones de intercambio, ya sea mercantil o amoroso, con el estado de todas las cosas. Lo neo-sentimental, así, no deja de ser político.

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Sunday, September 11, 2011

EL BOTÍN DE SAN LUIS

Ignacio Betancourt, José María Facha. El modernista desconocido. Erotismo y revolución.
Juan de Alba, Poesía y prosa. Edición bilingüe.
Juan de Alba, Dios existe. Poematrices. Poesía.
Luis Alberto Arellano, Plexo
Alexandro Roque, Olimpotosí
Anubis, De cuando escuchas pasar el tren y Julian (video).
Santiago Matías, Espectro
Arturo Carrera, aA Momento de simetría
Metrópolis, No. 36, Poesía alemana reciente
Los perros del alba, No. 7

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Friday, September 09, 2011

ALGUNOS EJERCICIOS CURATORIALES DE LA POETA SARA URIBE

melancolía de la nube que se vuelve ahora mismo bruma: La Cristina Rivera Garza mía de mí: Bajo la influencia musical de  The Koln Concert  de Keith Jarret, estos cuatro/cinco ejercicios curatoriales sobre tres novelas ( Lo Anterior, La cresta de Ilión, La muerte me da) y tres libros de poesía (La más mía, Yo ya no vivo aquí, ¿Ha estado usted alguna vez en el mar del norte?), son el resultado de un ejercicio jazzístico de curaduría.

Un regalazo, aquí, en San Luis.

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HOY EN SAN LUIS POTOSÍ

¿Por qué escribir experimentalmente hoy?
El Colegio de San Luis
12:30 hrs

Charla/Lectura con Sara Uribe y Luis Alberto Arellano
El Colegio de San Luis
17:00 hrs

Nos vemos por ahí.

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Thursday, September 08, 2011

LA CÁMARA VERDE



Una manera de hacer las cosas. La Cámara Verde en Periódico de Poesía, No. 42, Septiembre 2011


En mayo de 2011, una serie de artistas y escritores firmaron una vez más un manifiesto Fluxus. Que la palabra venga del latín y que quiera decir “flujo”, es sólo una de las razones por las cuales el manifiesto aparece ahora en La Cámara Verde de septiembre. Tal vez de mayor importancia para una sección que ha puesto atención a las formas de escritura generadas por y desde las plataformas 2.0 es que, desde sus orígenes, Fluxus privilegió una forma de arte-diversión que, desde fuera de los circuitos del mercado, lidiaba por igual con los “temas triviales” que configuran la vida cotidiana, transformándola idealmente en una forma de arte en sí misma. Más que un arte: una manera de hacer las cosas. En palabras de George Maciunas, uno de sus fundadores: “Fluxus-arte-diversión debe ser simple, entretenido y sin pretensiones; debe tratar temas triviales, sin necesidad de dominar técnicas especiales ni realizar innumerables ensayos y sin aspirar a tener ningún tipo de valor comercial o institucional”. No es, habrá que aclararlo, una definición de la escritura en twitter, pero bien podría serlo. Bibiana Padilla, una de las firmantes del manifiesto hacia el XXI, poeta y artista conceptual, así como cofundadora de los proyectos de literatura experimental AVTEXTFEST Y AVTEXTPRESS, nos ofrece la traducción de este documento al español. Además de mantenerse activa en la exploración de narrativas visuales paralelas a textos literarios y políticos, así como la indagación sobre el sentido del cuerpo en las sociedades contemporáneas, Bibiana Padilla ha publicado Equilibrios, 1992; Instrucciones para cocinar, 2001; Los demonios de la casa mayor, 2002; Los impersonales, 2002; 25ScoreS25, 2009; Mini Poemas, 2009; Scores para MCA-Chicago, 2011. También ha realizado exposiciones, performances, residencias, intervenciones y colaborado en distintas antologías, revistas y periódicos alrededor del mundo.

Podría decirse que un espíritu similar al de fluxus, ese aliento que oscila entre la diversión y el trabajo interdisciplinario, y el apego a lo mundano, forma parte del Cuaderno de imágenes que nos envía Javier Raya. Entre la crónica de un encuentro de poesía y la poesía misma, la sección del TimeLine de @Javier_Raya nos hace partícipes del viaje y el azoro del viaje. También estamos ahí en la reflexión y en el encuentro. Al final de todo, las imágenes nos traen así mismo de regreso. Javier Raya (Ciudad de México, 1985) hace spokenword, tuits y escritura de varia disponibilidad, lo que antes se llamaba poesía, narrativa, teatro, periodismo y ensayo. Ha publicado los libros de poesía El libro de Pixie con Torre de Babel en 2010, Por los rasgos una bayoneta en la colección La Ceibita (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2011) y Ordalía en la colección Limón Partido (2011). Forma parte del consejo editorial de la gaceta Literal. Impartió el seminario de investigación poética en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM durante 2010.

Septiembre, en checo, se dice září, que quiere decir brillo. No conozco una mejor definición para el mes que cobija al equinoccio de otoño. Esa puerta.

[mientras escuchaba Siouxsie Soux, Heaven And Alchemy, Mantaray album]


Metepec/Ciudad de México
Agosto 23, 2011

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Wednesday, September 07, 2011

DESDE VERDE SHANGHAI

recuerdos inútiles: Entrevista a Cristina Rivera Garza: Verde Shangai, memoria en fuga, en continuo proceso de desaparición y de recreación. Javier Moro Hernández.

Tania Campos, antropóloga y crítica, escribió sobre Verde Shanghai, aquí.

Graciela Romero escribió "El mejor de los verdes posibles", para Bonsái, p.24-26.


--crg

Tuesday, September 06, 2011

YO TAMBIÉN SÉ DE LO QUE SE DESVANECE

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

La mujer sale a toda prisa: la taza de café en una mano, las llaves del auto en la otra, el cabello mojado.

Es evidente, desde el futuro, que se le hace tarde.

Sé lo que piensa la mujer porque la mujer soy yo, naturalmente: dentro de la cabeza da vueltas “El guardián del hielo”, un poema del peruano José Watanabe, y, tal vez por asociación contraria, aparece entonces, casi de inmediato, la tonada de PJ Harvey: Love too soon. ¿Se ama demasiado rápido y, por consiguiente, todo se deshace bajo el sol o hay que amar rápido porque todo se deshace bajo el sol? El dilema me entretiene. El dilema, que me permite encender el auto, no me deja ver en realidad la carretera. El tiempo. Lo que pasa.

Mientras tanto (siempre hay un mientras tanto): la montaña.

Mientras tanto (siempre sigue el mientras tanto): los sonidos de Warpaint en espacio cerrado del auto.

¿Por qué si todos sabemos que las máquinas de los automóviles funcionan con gasolina, esa mujer, que soy yo, no lo sabe?

Las cosas ocurrirán así: la mujer hace una serie de cosas reales, terrestres, amables durante el día (una de ellas, por ejemplo, incluye la lectura súbita de poesía en voz alta cuando nadie lo espera o lo requiere pero, ya se sabe, la obsesión, pero este vivir en el mundo de al lado). Eventualmente, como resulta obvio siempre pero sólo desde el futuro, la mujer regresa. Hay que atravesar un bosque en sentido inverso para hacer eso, regresar. La carretera a veces parece infinita. Las nubes: iridiscentes. El bienestar a pesar del malestar. El parabrisas.

Y sucede, claro, de repente: la luz roja sobre el tablero. La curiosidad y, de inmediato, la respuesta: ah, no tengo gasolina.

Vean el contexto: se está haciendo de noche en una carretera concurrida. Se trata de un país donde, sólo hace unos días, 52 mujeres y hombres (cifra oficial) murieron asesinados en un atentado que las autoridades califican de terrorista pero que es en realidad uno de muchos más. Hace no tanto desenterraron los cuerpos de 25 o 27 no muy lejos de aquí. ¿Y cuántas mujeres terminan decapitadas o desaparecidas en el Estado de México?

Me detengo, pues, en una fonda que todavía tiene la luz encendida antes de tener que pararme a las orillas de la carretera que está a las orillas de un bosque. Un par de señoras con largas trenzas negras me ofrece comida: tacos de cecina, chorizo, chicharrón. Una pareja taciturna ocupa una mesa sobre cuyo mantel de plástico de pequeños cuadros rojos y blancos yacen dos platos vacíos. Un hombre come solo en otra mesa que apenas si se deja ver en la penumbra. Se los digo a las dos mujeres como si existiera el alivio: me quedé sin gasolina. El padre de las mujeres sale de un cuarto todavía más oscuro y sugiere: haga esto o aquello. Veo el auto de judiciales en el estacionamiento, esto en el reojo de las cosas. Alguien pasa diciendo que hay un accidente en la carretera, algo horrible. Un muerto. Tal vez dos. Le digo al hombre que no puedo hacer esto o aquello que me sugiere porque no tengo gasolina y supongo que, mientras se lo digo, lo veo con pesar o angustia o desolación. Él, amable, se ofrece a ir a la gasolinera más cercana a comprar unos litros. La noche se cierra en un pequeño nudo tenso. ¿Y si el hombre que ha terminado de comer y ahora se sube a una enorme pick up roja que, sin embargo, no enciende, es en realidad un asesino a sueldo? ¿Y si lo que emerge de esa otra camioneta grande, gris, con placas de otro estado, no es un hombre enorme que pide tacos para llevar sino un sicario hambriento? ¿Y si los policías judiciales se vuelven locos y empiezan a disparar? ¿Y si las mujeres de trenzas tan largas y negras dejan sus delantales y me atan las manos y cubren la boca con tape? ¿Y si el hombre de la gasolina nunca regresa? ¿Y si no puedo salir de aquí nunca, nunca, nunca, atada a una pequeña fonda de la carretera por razones inenarrables? ¿Y si llueve? ¿Y si graniza? ¿Y si el súbito dolor de cabeza se vuelve dolor de mano y de pie y de anginas? ¿Y si este temblor que se apodera de la punta de los dedos y luego de los dedos y más tarde de las manos codos brazos no cesa?

Todo esto que, sin duda, continúa, sólo se detiene cuando la mujer de las trenzas murmura: no se preocupe, señorita, ya llegó mi papá.

Y, en efecto, el hombre que fue por la gasolina está ahí ya, con el viejo sombrero de paja sobre la cabeza, y cinco litros del preciado líquido en la mano izquierda (debe ser zurdo).

–Si le hubiera hablado al seguro– dice el hombre enorme que ha salido a fumar–, se hubieran tardado horas. Y usted ahí, sola –añade. Luego, sin pensarlo mucho, me pide que le cuide su cigarro para ayudar al anciano que forcejea con la manguera y la gasolina. En el futuro diré: Y estaba yo, con el cigarrillo de un extraño consumiéndose entre los dedos que no dejaban de temblar, mientras un hombre amable le ponía cinco litros de gasolina al coche. El ruido de los autos al pasar. El rumor del bosque. El frío.

¿Por qué si todo mundo sabe que el universo se mueve a través de transacciones económicas que, en la era del tardocapitalismo, se rigen por el intercambio de dinero, la mujer ésa no lleva un quinto en la bolsa? El misterio, ah, el misterio, que sólo puede resolver un guardián del hielo. Las gracias son a veces tan poca cosa.

Cuando finalmente llego a la gasolinería más cercana ya es muy noche. Las manos todavía no han dejado de temblar. La frente sobre el volante: un día de estos, la distracción me va a matar. Qué triste es sentir tanto miedo en tu propio país y qué difícil es admitirlo. La vergüenza.

Debería escribirle todo esto a Watanabe, que está en el cielo. Debería decirle: mira, ya ves, todo por vivir en tu “ardiente y perverso reino”. Todo por seguir en estas “formas puras, como de montaña o planeta que se devasta”. Debería decirle, “tan desesperada como inútil”, yo también, José, yo también soy la guardiana de todo esto. Yo también sé de todo lo que se desvanece. El hielo.


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Monday, September 05, 2011

COME AVVENTURA ESTREMA

Una nota de Raul Schenardi, traductor de Nadie me verá llorar y La cresta de Ilión al italiano: Edizionisur.it

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Friday, September 02, 2011

SEPTIEMBRE

Nos sentamos ya tarde, y vemos desplegarse lentamente a la oscuridad:
Ningún reloj cuenta esto.
Cuando los besos se repiten y los brazos aprietan
No importa dónde está el tiempo.

Es la mitad del verano: las hojas cuelgan enormes y quietas:
Detrás del ojo, una estrella,
Bajo la seda de la muñeca, un mar dice
El tiempo no está en ningún lado.

Permanecemos: las hojas no han medido el verano.
Ningún reloj necesita
Decir que sólo tenemos lo que recordamos:
Los minutos que hacen rodar nuestras cabezas

Como las de los desafortunados rey y reina
Cuando gobierna la muchedumbre insensata:
Y los árboles quietos reflejan sus coronas
En las albercas.

September, Ted Hughes

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Tuesday, August 30, 2011

ALLÍ TE COMERÁN LAS TURICATAS/ II

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

La mujer me miraba con sus grandes ojos negros y, angustiada, contestaba cosas que yo no podía traducir. Me desesperé, naturalmente. Intenté incorporarme para salir y seguir buscando el regreso a la vereda del monasterio, pero ella me atajó. Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes de que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, una cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día. Es difícil saber a veces cómo pasa el tiempo. Me volvía a sentar, sin remedio. El hombre apareció entonces y se colocó junto a ella. Algo le dijo. Algo discutieron frente a mí, como si estuvieran solos. Al final, él desapareció por un rato y luego volvió con un plato hondo entre las manos. Con movimientos rápidos y hoscos, colocó el plato sobre la mesa que era una puerta. Se trataba de una sopa caliente donde naufragaban apenas unos cubos de papa y unos huesos blancos. Una cuchara de plata vieja me ayudó a llevarme el líquido caliente a la boca abierta. Sonreí. La sensación de bienestar que llegaba al estómago me obligó a verlos con agradecimiento. Ahí estaban los dos, detenidos el uno dentro de los brazos del otro, viéndome, esperando un veredicto.

—¡Qué rica! —exclamé, como si me entendieran. Y ellos, a juzgar por las expresiones de sus rostros, lo hicieron. Algo se dijeron entonces con algarabía y algo me dijeron en el mismo tono antes de ir hacia el equipal donde descansaban sus ropas. Me estaban ofreciendo un par de sábanas raídas y, por el gesto, supuse que me invitaban a dormir. Les dije que no con la cabeza; se los agradecí, colocando la mano derecha sobre el corazón e intentando una pequeña inclinación del torso. Por más que quise no encontré las señas adecuadas para hacerles entender que alguien me esperaba allá arriba, no muy lejos de ahí, dentro de un cuarto rentado.

—Hay alguien del otro lado del bosque —dije varias veces, cada vez en tono más bajo, hasta que la frase se transformó en un puro eco.

Ellos no me entendieron o fingieron no entenderme y me llevaron del codo hacia la cama de otate que yacía en un extremo de la casa, la parte donde sí había techo. Juntos los dos, como si se tratara de un par de ancianos preocupados por el bienestar de un hijo pequeño, me empujaron hasta que no me quedó más remedio que sentarme y, luego, acostarme, sobre las sábanas raídas. La almohada era una jerga que envolvía pochote o una lana tan dura o tan sudada que se había endurecido como leño. Supuse que la palabra con la que se despedían de mí era “descansa” y que alguien dentro de mí los entendía a la perfección porque, en efecto, cerré los ojos. No supe cuál de los dos depositó un beso pequeño, un beso más bien efímero, sobre la frente. Tampoco supe quién fue el que me tocó los labios.

Esa noche soñé otra vez con los monociclistas que llegaban a través de un jardín de árboles frutales en largas limusinas negras. Como si no hubiera pasado el tiempo, pensé de nueva cuenta que tenían su encanto. Los veía y no dejaba de sonreír: Una serenata que era solamente una coreografía. Los monociclistas se movían de un lado a otro con extraña presteza, desarrollando un plan preconcebido con arabescos exactos.

El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. Allá afuera aclaraba el día. El día desbarataba las sombras. Las deshacía. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Cuando desperté ya los dos estaban alrededor de la mesa tomando algo caliente de un par de jarros. Seguían desnudos y hablaban. No paraban de hablar. Hablaban en el mismo tono en que lo habían hecho a lo largo de la noche. Supuse que parte de su charla se refería al extraño huésped en que me había convertido porque, en cuanto se dieron cuenta que había abierto los ojos, vinieron a saludarme.

—Esta mesa es una puerta —dije, sabiendo que no me entenderían, confirmando lo obvio. Irritada. Tenía que salir de ahí pero no sabía cómo. Ellos no parecían lo suficientemente fuertes como para detenerme, pero justo como el día anterior yo no sólo me sentía débil sino también pesada. Algo me ataba al asiento de la silla sobre la que descansaba. Algo brotaba de las plantas de mis pies. Algo me retenía ahí, junto a ese hombre y esa mujer. Miré el jarro de líquido caliente con desconfianza y, a ellos, con suspicacia u odio. Luego, sabiéndome derrotada, miré por la apertura del techo: el cielo era igual a sí mismo. Las nubes, no más que un antifaz. ¿Qué se sentiría quedarse a vivir en ese sitio para siempre? La pregunta, por sí misma, me espantó. Traté de incorporarme de nueva cuenta pero, como había ocurrido con las anteriores, no pude. La mujer, de repente, se hincó frente a mí, colocando su frente sobre mis muslos. Por un momento imaginé que rezaba, pero sólo murmuraba algo incomprensible. Sayula, alcancé a reconocer esa palabra. Contla. Era evidente que trataba de comunicarme algo de cierta importancia. Me tomó de la mano y, como si me hubiera convertido en una inválida o una convaleciente, me llevó con gran lentitud a la cama de ocote junto al piso, y ahí me depositó. Me recargué contra la pared de adobe y abracé las piernas dobladas. Coloqué la barbilla sobre las rodillas. En esa posición observé cómo se fue vistiendo mientras continuaba con su perorata o confesión. Una falda de lana. Una camiseta blanca. Un abrigo largo. Una bufanda de colores. Un gorro. No supe cuánto tardó todo eso. Cuando hubo terminado parecía otra mujer. Alguien distinto. Tal vez lo era. Esa otra persona tomó un atado con sus pocas pertenencias y cruzó la misma puerta que, no hacía tanto, había tocado yo con cierto entusiasmo. La vi partir en silencio. Del otro lado de la puerta estaba la línea de montañas y, luego, la más remota lejanía. Me costó un esfuerzo enorme alzar una mano, decirle adiós. Inmediatamente después, caí otra vez sobre las sábanas raídas.

Supuse que caí dormida en el acto porque, al despertar, era ya de noche y yo no hacía otra cosa más que volver a contar el sueño de los monociclistas. Un cierto encanto, repetía esa frase y los veía. Los seguía viendo.

No volverá — me interrumpió una voz masculina que venía de lejos —. Se lo noté en los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para irse — aseguró con pesadumbre, con ira. ¿Tragaba saliva? Luego guardó silencio por un rato tan largo que pensé que se había quedado dormido. Pero él carraspeó un par de veces antes de continuar.

Ahora tú te encargarás de cuidarme —dijo.

Como antes bajo la niebla, no supe qué hacer. Iba a contestarle algo pero las palabras se me quedaban, pesadas, en el estómago, negándose a ascender. La boca. No hice otra cosa más que oírlo perpleja, en silencio.

¿O qué, no quieres cuidarme? — preguntó, iracundo—. Vente a dormir aquí conmigo.

Aquí estoy bien —le contesté, sintiendo bajo mi cabeza la textura de leño de la almohada. Todavía me alcanzó el tiempo para recordar las paredes de adobe del monasterio. La noria vacía. Los tordos a lo lejos. Todavía pude recordar los tantos años que había pasado allá afuera entre monociclistas, sonriendo.

Es mejor que te subas a la cama —insistió—. Allí te comerán las turicatas.

Sus palabras no tenían sentido, eso era cierto. Pero cuando intenté voltear el torso para incorporarme, las vi: formaban una larga columna que avanzaba en sigilo pero sin tregua. Las hormigas son, a veces, un ejército en marcha. La palabra pequeñísima. El adverbio lentamente. Iba a gritar, pero me contuve a tiempo. Las parejas que han vivido cerca por mucho tiempo tienden a comportarse así, pensé.

Entonces fui y me acosté con él.

—Donis —dije, antes de abrazarlo. Antes de caer, dormida.


--crg

Sunday, August 28, 2011

UN BARCO A VENUS

¡Qué gusto encontrar la primera novela de Carlos Zermeño en la red!

Dice la descripción: Darren Crownsley, interno en el hospital Vania Valtrei con clave G283.4672-7A, tiene en su expediente reportes falsificados que lo declaran clínicamente loco. Otto, un alumno de preparatoria, es percibido por sus compañeros como el inadaptado social que pasa las clases retraído en su pupitre. Xocátl Ehueyán está dispuesto a dar la vida por defender a su pueblo de la gente de metal; y Alset_1, Alset_2, hermanos gemelos, deberán decidir quién de los dos puede ser el único Alset. Cuatro universos cuya conexión sería imposible en cualquier lugar fuera de esta novela, que llevará al lector en un viaje introspectivo entre caminos de filosofías ya construidas y veredas que invitan a generar otras propias. Una advertencia: si se emprende con éxito el viaje, la travesía durará poco, porque el libro se lee de un tirón.

--crg

Saturday, August 27, 2011

PROSEGUIR

La jarra
permaneció un instante
en silencio
inclinada
como una mujer pensativa.
Luego prosiguió hasta quebrarse
en el piso
como una mujer pensativa.

"La jarra", Banderas detrás de la niebla, José Watanabe, 42.

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EL BOTÍN DE LIMA

César Calvo, Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonia
Luis Valcárcel, Machu Picchu
Hiram Bingham, Lost City of the Incas. Machu Picchu
José Watanabe, Cosas del cuerpo
Elma Murrugarra, Cuentos de domingo
Octavio Vicens, La distancia
Julia Wong Komt, Un pequeño bordado sobre la vergüenza
José Antonio Villarán, La distancia es siempre la misma
Miguel Vitagliano, El otro de mí
Antonio José Ponte, Las comidas profundas
Enrique Prochazka, Un único desierto
Mario Montalbetti, Llantos Elíseos
José Watanabe, Banderas detrás d la niebla
Agathós, No.1, Fanzine de historietas de Águeda
Miguel Vitagliano, Cuarteto para autos viejos
Gustavo Faverón Patriau, El anticuario
Mauricio Málaga, El malabarista
Gabriela Wiener, Nueva lunas
Pierre Castro, Un hombre feo
Rodrigo Núñez Carballo, Sueños Bárbaros

--crg

Tuesday, August 23, 2011

ALLÍ TE COMERÁN LAS TURICATAS

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]

Había soñado que alguien tocaba a la puerta y se presentaba con una pequeña tarjeta donde se alcanzaba a ver el dibujo de un monociclo. Era de noche. Justo en ese momento un par de autos con los faros encendidos atravesaba el jardín de árboles frutales. De las limusinas bajaban una serie de hombres delgados que, de inmediato, se montaban en sus monociclos. Pronto estaban ya moviéndose dentro de una coreografía que no dejaba de tener su encanto. Una serenata, entendía yo por fin, sonriendo. Una serenata en monociclos.

Eso le alcancé a decir, susurrando, en medio de la noche, justo cuando me despertó el ruido que provocaba la lluvia al tocar el techo. Luego me volví a dormir. Cuando logré despertar otra vez, la cama estaba vacía. Una nota en su lugar: Bajé al monasterio.

Habíamos ido a ese pueblo remoto en la cima de una montaña para visitar, en efecto, un antiguo monasterio del siglo XVI. Las ruinas de un monasterio, sería más preciso decir. Todo se reducía, tal como lo habíamos visto el tarde anterior, a unas cuantas paredes de adobe, un par de cuartos con algunas reliquias de piedra y madera. Una noria ya seca en el centro de un patio. Algunas flores. Pero el lugar, lejano de todo y rodeado de pinos, tenía su magnetismo. Un raro encanto. Pude entender a la perfección que se levantara temprano y que cerrara con mucho cuidado la puerta de la habitación que habíamos rentado con tal de ir de regreso a ese sitio. Supuse que querría tomar fotografías o hacer los dibujos del caso. Tal vez solo quería admirar las ruinas a solas, rodearse de su silencio. Las parejas que han pasado mucho tiempo cerca suelen comportarse así. Por eso dejé pasar un rato antes de vestirme y tomar café y salir en la misma dirección. Por eso me estiré con gusto y, al enfrentar el paisaje, me sonreí. El aire de la sierra sobre la cara. Las manos dentro de los bolsillos. El ruido de las botas al caer sobre el pastizal seco, amarillo. Pensaba en todo eso mientras avanzaba por la vereda terriza que terminaba, eso lo habíamos comprobado el día anterior, justo ante las pesadas puertas del monasterio.

Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.

No supe en qué momento me perdí. Primero llegó la niebla a cubrirlo todo y, luego, de inmediato casi, la vereda desapareció bajo mis pies. A momentos me resultaba casi imposible ver la punta de las botas. Si seguí avanzando fue porque no se me ocurrió hacer otra cosa. Uno nunca sabe en realidad qué cosa hacer exactamente entre la niebla. Cuando por fin pasó, cuando abrió su manto y pude distinguir algo otra vez, el paisaje no había cambiado. Ahí estaba la línea de montañas y, más allá, la más remota lejanía. Los pinos seguían señalando algún punto del cielo. Los pájaros, que parecían tordos, volaban y cantaban al mismo tiempo. Lo que no alcanzaba a divisar, lo que ya no estaba por ningún lugar, era el monasterio al que me dirigía. Caminé todavía más, como si todavía me encontrara bajo la niebla, confiando en que pronto retomaría la vereda. Caminé al mismo paso veloz, primero con la boca cerrada, aspirando y exhalando por la nariz pero, al cabo de un rato, el corazón latiendo con prisa a causa de la altura, no tuve más remedio que abrir los labios. Resoplar es un verbo atroz. Por un momento pensé que me echaría a llorar o que caería de rodillas sobre el pastizal o que vomitaría a causa del esfuerzo. Iba a gritar su nombre cuando divisé una casucha a lo lejos. Era una cabaña de cuya chimenea emergía un humo blancuzco que me recordó mi estado de agotamiento. Incluso así, extenuada y miedosa, tuve fuerzas para correr. Ir es siempre ir a un encuentro. No dudé en tocar a la puerta. Supuse que ahí me dirían cómo regresar al monasterio o al poblado de donde había partido no hacía mucho. Supuse tantas cosas. Pero la mujer que abrió la puerta me miró con espanto y, luego, cuando se recuperó, dijo unas palabras que no entendí. Yo repetí mi nombre y extendí la mano. Aprisa, con una emoción que apenas podía controlar, le describí mi situación. Ella guardó silencio al inicio y, luego, mirándome con lo que parecía ser una paciencia infinita, volvió a decir algo que fui incapaz de comprender. Fue ella la que se dio cuenta primero que no hablábamos la misma lengua. Fue ella la que colocó su mano derecha sobre mi hombro mientras volvía la cabeza hacia en interior del recinto y se dirigía a un hombre que pronto estuvo también bajo el dintel de la puerta. Sus palabras me resultaron igualmente indescifrables. De todos modos, con ayuda de señas, me invitaron a entrar. Y entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Y en la otra mitad un hombre y una mujer. Fue entonces que noté que ambos iban desnudos.

—¿Pero cómo es que no tienen frío? —fue lo único que alcancé a balbucir antes de que ella colocara un vaso de leche sobre la mesa que era, apenas lo notaba entonces, una puerta. Dudé en tomarlo, pero ella me conminó a hacerlo. Cuando me resistí, colocó el vaso bajo mis labios y gruñó algo. El hombre nos miraba con atención desde su puesto frente a la chimenea. Un par de avecillas entraron por el agujero del techo y, luego de posarse momentáneamente sobre una escoba, salieron otra vez, en silencio. No sabía donde estaba y tenía miedo. Miedo y curiosidad. Miedo y un cansancio mayúsculo. Miedo y ganas de entender qué hacían ese hombre y esa mujer desnudos, dentro de una cabaña medio derruida que estaba cerca de un monasterio rodeado de bosque y de la lejanía. No sabía donde estaba y el miedo me obligaba a revisar con todo cuidado el contorno destrozado del interior de la cabaña. Una nuez. Una nuez seca o vacía.

Supuse que ellos tendrían sus preguntas también. Al menos ella. En todo caso fue ella la que se sentó frente a mí al otro lado de la mesa y, mientras volteaba de cuando en cuando, con aparente nerviosismo, hacia el lugar donde ya no estaba el hombre, se puso a hablar. Por las señas y el tono de la voz entendí que quería que viera las manchas sobre su cuerpo, especialmente sobre la cara. Parecía que entenderlo, o que al menos aparentara que lo entendía, era de alguna relevancia para ella. Llegó incluso a tomar mi mano y dirigirla hasta su mentón para que comprobara que ahí había algo. Hubo un momento en que colocó su cabeza sobre la mesa para que pudiera ver mejor lo que, de cualquier manera, no distinguía. Entonces moví el rostro de arriba hacia abajo, admitiéndolo, confirmando que ahí había algo, y entonces ella se calmó. Su charla continuó pero en un tono distinto ahora. De algo se quejaba, eso me quedaba claro. Se señalaba los senos y, luego, dirigía la mirada a su pubis mientras abría las piernas. Algo decía en voz muy baja que le causaba un temblor apenas perceptible en los labios. Algo le producía las lágrimas chiquitas que luego le escurrían por las mejillas huecas. Debía tener hambre o tener muchos años. Fue el instinto, supongo, el que arrojó mi mano hacia la de ella, tocándola. Pocas veces había estado tan desorientada en mi vida. El miedo del inicio había dado lugar a un miedo distinto. Sentía frío, en efecto, y el cansancio, que no había amainado con la casa y la leche y la plática, me jalaba hacia el piso. Estar exhausta es esto, pensé, tener raíces.

—¿Desde cuándo estás aquí? —le pregunté a sabiendas de que no obtendría respuesta—. ¿Quién es ese hombre? —insistí—. ¿Te tiene aquí a la fuerza?

[continuará]

--crg

Thursday, August 18, 2011

NOT OTHERWISE SPECIFIED

Les Figues Press NOS Book Contest
(NOS = not otherwise specified)

A prize of $1,000 and publication by Les Figues Press will be given for the winning poetry or prose manuscript. Sarah Shun-lien Bynum* will judge. Submit a manuscript of 64-250 pages with a $25.00 entry fee by September 9th, 2011. Electronic submissions only. All entrants will receive one copy of a Les Figues TrenchArt Series title of their choosing.

Eligible submissions include: poetry, novellas, prose poems, innovative novels, anti-novels, short story collections, lyric essays, hybrids, and all forms not otherwise specified.

Please note: The winning manuscript will be published in a design and format reflective of its content, i.e., it will not be part of the TrenchArt series, with its tall and slim format.

The winning manuscript will be announced in December 2011, with a fall 2012 publication date.


SUBMISSION LINK: http://lesfiguespress.submishmash.com/submit


Yo digo que le entren, puesn.

--crg

Tuesday, August 16, 2011

EL VERANO RECORRE LAS ISLAS

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]

Judith Schalansky nunca ha estado ni estará en ninguna de las 50 islas que describe y explora en Atlas of Remote Islands, un libro escrito originalmente en alemán en el 2009 y publicado en una hermosa edición de pasta dura por Penguin en 2010. Cada pequeña sección incluye el mapa de la isla en cuestión, los datos básicos de longitud y latitud, el número de habitantes, una serie de líneas pespunteadas que representan las distintas distancias que las separan (o las unen, dependiendo del punto de vista) de otros puntos en el orbe, así como también una breve cronología de su historia. De Floreana, también conocida como las islas Galápagos en las costas de Ecuador, adonde fueron a parar un dentista harto de la civilización y una maestra en 1929, a Fangataufa, en el archipiélago de Tuamoto, en la que el gobierno francés hizo estallar alguna vez una devastadora bomba de hidrógeno, las islas muy reales que se abren en este libro son también producto de la más salvaje imaginación. Tropicales o cubiertas de hielo, ya desiertas o apenas habitadas por un puñado de daltónicos, las islas son sobre todo historias. He traducido con algo de libertad apenas dos, pero todas y cada una de ellas merecería un comentario aparte. Mientras eso pasa, aquí viaja la historia de un amor que inicia dentro de los linderos de un lenguaje desconocido, y la historia también de unos cuantos isleños a los que irrita “toda esa charla insulsa sobre las glorias del color”.

UN LENGUAJE APRENDIDO EN SUEÑOS
Dicen que “en un pequeño pueblo en las laderas de Vosges, hubo un niño de seis años que tenía sueños en los que se le enseñaba un lenguaje completamente desconocido. El pequeño Marc Liblin pronto empezó a hablar ese idioma sin saber si existía o no de verdad. Se trataba de un niño dotado pero solo, con cierta sed de conocimiento. En su juventud se alimentaba de libros en lugar que de pan, por ejemplo. A los 33, habiéndose convertido ya en un outsider que vivía en los márgenes de la sociedad, se volvió el objeto de la atención de unos investigadores de la Universidad de Rennes. Querían descifrar y traducir su lenguaje. Por dos años, introdujeron los extraños sonidos que él hacía en computadoras gigantes. Todo en vano. Eventualmente, los investigadores decidieron visitar la zona de los bares en el muelle para ver si algún marinero había escuchado ese lenguaje alguna vez. Marc Liblin dio, de hecho, un performance en un bar de Rennes, un espectáculo que consistía en un monólogo que se desarrollaba frente a un grupo de tunecinos. El administrador del bar, un hombre que había estado en la marina, interrumpió la función diciendo que había escuchado esa lengua antes, en una de las más remotas islas de la Polinesia y que conocía una mujer que hablaba ese idioma. Se trataba de una mujer divorciada de un oficial del ejército que ahora vivía en los suburbios. El encuentro con la mujer de la Polinesia cambió la vida de Liblin, por supuesto. Cuando Meretuni Make abrió la puerta de su casa, Marc la saludó en el idioma que aprendió en sueños, y ella le contestó de inmediato en el viejo rapa de su patria. Marc Liblin, que nunca había estado fuera de Europa, se casó con la única mujer que entendía su lengua y, en 1983, se fue con ella a vivir a la isla donde se hablaba ese idioma”.

Es una historia de Rapa Iti, una isla austral de la Polinesia francesa también conocida como Rapa, anteriormente denominada isla Oparo. Se encuentra en el 27o 36’ S, 144o 20’ O. Mide 40 kilómetros cuadrados y tiene 482 habitantes. Está a 1, 180 km de Tahití; a 3, 620 km de Nueva Zelanda, a 1, 440 km de las islas Pitcairn. Fue avistada por primera vez en 1791, por George Vancouver. Marc Liblin murió en Rapa Iti, víctima de cáncer, el 26 de mayo de 1998, a la edad de 50 años. La historia no dice qué le pasó a la mujer.

ACROMATOPSIA
“Incluso los puercos en esta isla son de color blanco y negro. Es como si los hubieran creado especialmente para las 75 personas que viven en Pingelap que no pueden distinguir colores: ni el salvaje rojo crimson del atardecer, ni el azul del océano, ni el amarillo de las papayas maduras, ni el omnipresente verde profundo de la selva repleta de palmas y manglares. Una pequeña mutación del octavo cromosoma y el tifón Lienkieki, que devastó a las islas hace años, son los responsables de tal hecho. Sólo 20 habitantes de Pingelap sobrevivieron al tifón y la subsecuente hambruna; uno de ellos llevaba el gen recesivo que pronto se hizo notorio debido a la reproducción endémica. Hoy, 10% de la población de Pingelap es completamente daltónica, comparado con uno entre 30 mil que es el promedio en otros lugares. Se les reconoce por la forma en que inclinan las cabezas y parpadean constantemente, por la manera en que sus pestañas aletean y achican los ojos casi siempre, por las arrugas en la parte superior de la nariz. Evitan la luz, evaden el día, y con frecuencia sólo salen de sus chozas en el crepúsculo. Muchos dicen que recuerdan sus sueños y otros dicen que pueden reconocer los cardúmenes de peces en las aguas profundas del océano en la noche –los identifican con la ayuda de la pálida luz de la luna y el reflejo sobre sus aletas. El mundo puede ser gris, pero ellos insisten en que pueden ver cosas imposibles de discernir para aquellos que sí distinguen los colores: miles de tonos y de matices con frecuencia inimaginables. Las charlas insulsas sobre las glorias del color los enervan. El color, dicen, los distrae sólo de lo que es esencial: la riqueza de las figuras y las sombras, las formas y los contrastes”.

Esto en Pingelp, también conocida como las islas Carolina de la Micronesia. Se encuentra en el 6o 13’N y 160o 42 E. Mide 1.8 kms y tiene 250 habitantes. Está a 780 km de Bikini Atoll, a 1, 990 km de Papua Nueva Guinea y a 1,250 km de Banaba. El tifón Lienkieki devastó la isla en 1775, fue descubierta en 1792 por Thomas Musgrave y, en 1820, se detectaron los primeros casos de daltonismo. No fue sino hasta el año 2000 que el gen de la acromatopsia fue descodificado.

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Friday, August 12, 2011

HOY

Universidad Autónoma de Querétaro
Auditorio Fernando Díaz Ramírez, CU

Presentación de Verde Shanghai
18:00 hrs

Entrada libre

Nos vemos por allá

--crg

Tuesday, August 09, 2011

MIS EMILYS DICKINSONS

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

Decía Roberto Bolaño en el prólogo de Las aventuras de Huckleberry Finn (Ediciones DeBolsillo) que, "todos los novelistas americanos, incluidos los autores de lengua española, en algún momento de sus vidas consiguen vislumbrar dos libros en el horizonte, que son dos caminos, dos estructuras y, sobre todo, dos argumentos. En ocasiones dos destinos. Uno es Moby Dick, de Herman Melville, el otro es Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain". Se entiende que el horizonte del que habla Bolaño es el de la narrativa norteamericana en modo, digamos, universal, y que el tiempo al que se refiere es, sin duda, el siglo XIX, que es otro manera de decir el origen de la modernidad. Pero en esa bifurcación tan equidistante, tan bien comportada, tan dada a las comparaciones con aspiraciones a aparecer como naturales o inevitables, se le olvidaba a Bolaño la incómoda, la inclasificable, la con frecuencia alterada tercera vía. Se saltaba, por decirlo así, el tercer libro y, siguiendo a pie juntillas sus palabras, el tercer argumento y, sobre todo, el tercer destino. Se olvidaba de Emily Dickinson. Sí, Emily Dickinson, la poeta que pocas veces salió de casa y cuyos retratos suelen capturarla vestida de negro y con el cabello estrictamente recogido en un moño. La habitante de una cuarto de Amherst, donde leyó todo lo que había y podía leer, por cierto; la inédita. Habrá que recordar que ningún mapa de la literatura norteamericana de ese tiempo estaría completo sin la poeta que consideraba el “no” la más salvaje de todas las palabras. Junto a Allan Poe o Whitman, donde usualmente se le coloca en recuentos respetuosos de los cotos de género (literario), pero también, y por derecho propio, en el espacio que creara Bolaño para Twain y Melville, ahí Dickinson. Por ahí, a través de la escritura de Emily Dickinson, entra la revisión de formas poéticas heredadas del viejo mundo y la invención de otras nuevas. Por ahí entra la ruptura con la linealidad cronológica, la rima y ritmo singulares, la dislocación de los sentidos del verso, los experimentos con la puntuación, especialmente su memorable uso del guión largo. Por ahí entra el riesgo.

Eso lo sabía, y lo sabía muy bien, la poeta norteamericana Susan Howe cuando publicó, en 1985, My Emily Dickinson, el libro que se encarga de re-contextualizar la obra de Dickinson dentro de las tradiciones de lectura y escritura y re-escritura del siglo XIX norteamericano, recuperándola así para el campo de la experimentación. Se trata, sin duda, de un ensayo de poeta sobre poeta en su versión más rigurosa y más fina. Cualquiera que haya tenido la oportunidad de ver los manuscritos de Howe, una vasta colección de hojas amarillentas escritas a máquina que se hospedan en el Archivo de Poesía Moderna de las Colecciones Especiales de la biblioteca de la Universidad de California-San Diego, habrá podido registrar las múltiples huellas de los distintos niveles de revisión de la obra original. Susan Howe, autora ella misma de libros de poesía memorables que, al menos en sus versiones más recientes, tales como That, This, combinan iguales dosis de re-escritura, copia, reciclaje y autobiografía, se inmiscuyó en los documentos originales de Dickinson y, lejos de acudir al estereotipo de la escritura femenina como explicación omnipresente, aunque sin olvidar el omnipresente asunto del cuerpo sexuado como campo de producción, organizó una máquina interpretativa donde Dickinson es hábil lectora y sagaz, cuando no feroz, re-escritora de los libros de su tiempo. Las conexiones que va urdiendo Howe alrededor y a través de las obras de Dickinson tienen el añadido valor de extraer a la autora de Amherst del margen, donde a veces por comodidad se coloca a lo inclasificable y lo excéntrico, para ubicarla en el eje de una visión literaria que continúa viva y crítica hasta nuestros días. La reciente traducción al español de este importante libro, a cargo de Ana María Matute y en versión de ediciones Magenta, ha puesto por fin al alcance de los lectores hispanoamericanos no a una, sino a dos poetas norteamericanas imprescindibles.

Mientras Susan Howe trabajaba afanosamente en la composición de My Emily Dickinson, una autora de corte muy distinto y en otra lengua también merodeaba los linderos vitales y escriturales de la poeta norteamericana del XIX: Marguerite Duras. El año era 1987 y el título de la novela sigue siendo Emily L. Ahí, en la terraza de un café, hay una pareja. La mujer quiere escribir un libro sobre esa pareja, pero no sabe cómo o por qué. De esa imposibilidad que se lleva a cabo a finales de un verano, en el café de Ouillebeauf, nace la observación constante y densa que produce a otra pareja entrada ya en años, un capitán inglés y su esposa, esa extraña mujer que bebe con constancia y que, siendo poeta, rara vez menciona su trabajo. El lector sabe que la Emily del título durasiano es nuestra Emily porque una de las líneas recurrentes en la novela tiene su origen en uno de los poemas más famosos de Emily Dickinson: “there´s a certain slant of light”. Se trata, en la imaginación de la narradora francesa, de un poema necesariamente inacabado o, peor, de un poema y/o de una obra consumida por el fuego, quemada hasta lo más seco de sus cenizas, por un marido que rechaza, ¿qué se encela de?, la escritura que no lo menciona y que, al no mencionarlo, lo invisibiliza. A Emily L. se le podría leer como el manual de las relaciones imposibles de pareja, eso es cierto. Pero algo sucede cuando la lectora se topa con párrafos como el siguiente: “Te dije también que había que escribir sin corrección, no necesariamente deprisa, a toda velocidad, no, sino según uno mismo y según el momento que atraviesa uno mismo, en aquel momento, lanzar la escritura fuera, maltratarla casi, sí, maltratarla, no quitar nada de su masa inútil, nada, dejarla entera con el resto, no enjuiciar nada, ni rapidez ni lentitud, dejarlo todo en su estado de aparición.” Imposible no creer, con una convicción casi adolescente, que Emily L. es también, acaso sobre todo, el original de un libro que Marguerite Duras no publicara sino hasta 1992 y que lleva por título el escueto verbo Escribir. En efecto, Emily L. también es un ensayo, en modo de ficción y de escritora a escritora, sobre la práctica de la escritura.

Pero las respondencias baudelairianas que Emily Dickinson no deja de urdir con el presente siguen apareciendo. Hace apenas un par de meses, en mayo del 2011 por ejemplo, el compositor británico David Sylvian incluyó dos adaptaciones de poemas de Emily Dickinson—el misma que afectó tanto a Marguerite Duras y que constituyó un tema recurrente en Emily L., “there´s a certain slant of light”, así como también “I should not dare (to leave my friend)”—en un trabajo que ha sido muy bien recibido por la crítica: Died in the Wool. En colaboración con compositores e intérpretes como Dai Fujikura y Christian Fennesz, David Sylvian logra conjurar, que es otra forma de decir actualizar, el fraseo intermitente y el ambiente entre abstracto e íntimo de la poeta del XIX.

La proliferación contemporánea de la Dickinson, sin embargo, no cesa. Emily Dickinson visitó la Ciudad de México justo en el comienzo de este verano que es, desde su inicio, el más largo en siglos. La mujer, vestida de negro, llegó puntual a una lectura que se llevaba a cabo en la Casa del Poeta. La mujer se sentó como en su casa de Amherst y escuchó, en un silencio inmóvil, la voz del poeta mexicano Jorge Esquinca. Es otra, en efecto, la Emily Dickinson que va emergiendo en su libro en preparación, y es, ineludiblemente, la misma. Sus lectoras, que aguardamos el libro de Esquinca con entusiasmo, también.

--crg

Friday, August 05, 2011

NOTICIAS DESDE VERDE SHANGHAI

Alfredo Godínez Palacios escribió sobre Verde Shangahi en su columna "El guardián del diván" de la revista Sexenio: De cómo el recuerdo-memoria te puede volver loco.

Rafael Lemus escribió sobre Verde Shanghai en la revista Letras Libres: Verde Shanghai.

Daniel Emilio Pacheco escribió sobre Verde Shanghai en Hojeando Libros: Verde Shangai

Eve Gil escribió sobre Verde Shanghai en La Trenza de Sor Juana: Penetrar las palabras.

Pues eso.


--crg

Wednesday, August 03, 2011

LA CÁMARA VERDE



Los lenguajes extraídos, Periódico de Poesía 41, Agosto 2011

"¿Qué es el inglés hoy, ante las masivas migraciones globales, las devastaciones ecológicas, los giros y las revueltas en las identificaciones de género y trabajo? ¿Cómo podrá(n) la(s) dicción(es), los registro(s), la(s) inflexión(es), así como las varias situaciones afectivas que han y que se seguirán filtrando al “inglés”, ser tomadas en cuenta? ¿Qué implicaciones tiene escribir en este momento, precisamente en esta “América”? ¿De qué forma practicar y volver plural lo escrito y lo hablado: gramáticas, sintaxis, texturas, entonaciones...?"

Estas son preguntas que se hace la poeta coreano-americana Myung Mi Kim al final de su libro Commons. De manera por demás sintomática, éstas aparecen ahora mismo en la traducción al español que el poeta mexicano Hugo García Manríquez hace de esas preguntas en la glosa que ha decidido titular Registro fósil del polen. Originadas en inglés por una hablante, al menos, bilingüe, las preguntas podrían hacerse acerca de o dentro de los límites de otras lenguas, especialmente de aquellas que acompañan a los procesos de globalización tanto en el pasado como en el presente.

Los poetas que continuamente se mueven entre (al menos) dos idiomas tienen que plantearse, por fuerza o por gozo, por obligación o por placer, estas interrogantes. Pero estas son, en realidad, preguntas propias de todo aquel que vea en la poesía una práctica que trastoca los límites de lo real: los inmigrantes que han dejado la lengua materna atrás para adoptar una madrastra; los emigrantes que, a contracorriente, deciden continuar produciendo en una lengua que no practican en la vida diaria; los nativos que deciden poner en duda los hábitos de sus propias codificaciones; los que infiltran, subvierten, filtran, extirpan.

De entre todos ellos, llega a la Cámara Verde de agosto Craig Santos Pérez, un poeta nacido en Guam pero residente en California que, tanto en su labor creativa como editorial y docente, ha explorado con singular rigor y punto de vista crítico los distintos procesos a través de los cuales se incorporan los territorios (y los lenguajes) más lejanos. Tanto en sus plaquettes constellations gathered along the ecliptic (Shadowbox Press, 2007), all with ocean views (Overhere Press, 2007), and preterrain (Corollary Press, 2008), pero sobre todo en sus dos libros más recientes from unincorporated territory [hacha], publicado por Tinfish Press in 2008, y from unincorporated territory [saina], publicado por Omnidawn Publishing en 2010, Craig Santos Pérez ha intentado crear un “espacio extraído”, no tanto des-territorializado como re-territorializado, en el espacio del cuerpo y de la página. Ahí, entre el océano de palabras en inglés, encontrarán sus sitios movedizos y procesionales algunas del nativo Chamorro que no logró aprender (ni olvidar del todo) en los sistemas escolares de las Islas del Pacifico. La selección que se presenta aquí viene de su primer libro y se mueve del inglés hacia el español gracias a las labores de traducción de John Pluecker y Marco Antonio Huerta, ambos poetas por derecho propio, ambos compartiendo ese espacio fronterizo que une y tensa los límites que van desde Tamaulipas, en el noreste de México, y Texas. Ambos, pues, en el continuo proceso de construcción de sus propios “espacios extraídos”. Más de Craig Santos Pérez, aquí: http://craigsantosperez.wordpress.com

Desasido de género alguno y obediente sólo a la regla de sus 140 caracteres, el lenguaje de Twitter se expande, eso es cierto, y también se resiste en sus casos más felices a una simple incorporación a formatos más familiares o legibles. La experimentación lúdica entre y con lenguajes varios no es nueva en la obra del narrador tijuanense Rafael Saavedra (Tijuana, 1967). Autor de una obra ya extensa que incluye pero no está limitada a Lejos del Noise (Moho, 2006) y Crossfader. B-sides, hidden tracks & remixes (relatos, Atemporia Heterodoxos/Nortestación Editorial 2009), Rafa se define a sí mismo (con justa razón y en orden más o menos de importancia) como tijuanero, fanzinero, dj, creador de programas de radio alternativo, bloguero, entre otras cosas. Por todo eso, no es de extrañarse que su participación en Twitter venga signada por un experimento que involucra el trabajo colectivo, la lectura señera, la intervención a ultranza, la re-escritura o re-composición, el reciclaje y, faltaba más, la diversión. A expresa invitación de La Cámara Verde, Rafa nos mandó una serie de sus tuitmix/poetry. Su metodología, tal como él mismo la señala, no es complicada pero sí rigurosa: “1) Leo el timeline de Twitter, 2) Selecciono una palabra o una frase por tuit, 3) Hago una mezcla al azar con ellas, 4) Reviso, y 5) Tuiteo una suerte de verso descompuesto (en colaboración con la gente que sigo y me sigue)”.

Vamos hacia agosto y se trata ya del verano más largo en siglos. Todas la estaciones están incorporadas a un largo calendario de actividades y deberes y deber seres, eso se sabe. Pero, de entre todas, acaso el verano sea la estación más lejana, el lugar extraído por excelencia. Va esta Cámara Verde con el deseo de que así sea.

Julio, 2011
Metepec/Ciudad de México

[mientras escuchaba Tricky, Mixed Race, Come to me]

--crg

Tuesday, August 02, 2011

SIEMPRE ES OTRO EL QUE QUIERE

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Me dijo que quería que le diera el corazón para romperlo y darme el suyo. Lo miré por un largo rato sin decir nada. Un popote de plástico entre los labios. La mosca contra el ventanal. Supongo que lo meditaba bien o que consideraba, al menos, algunas de las posibilidades. El dolor, por ejemplo. El lugar donde pasaría la recuperación. Los días libres que tendría que pedir en mi trabajo. Eso sin tomar en cuenta el engorroso asunto de las compatibilidades. Los estudios. Los idas y venidas al laboratorio. De repente, sin que existiera una verdadera decisión de por medio, me desabotoné la blusa y señalé, con una pequeña navaja de bolsillo, el lugar de la incisión. La temporada se prestaba para los grandes gestos.

—Sería aquí, ¿verdad? —dije. Debí haber tenido una cara angelical durante el proceso.

El sonrió, complacido. Y luego empujó un poco mi mano hacia la derecha.

—Aquí —corrigió. ¡La delicadeza de su gesto! Nunca antes una mano más verosímil o más leve. Sus cinco dedos.

Las ganas de sacarme el corazón se multiplicaron en el acto. Lo besé. Es mejor decir: tomé su boca. Labios contra labios, dientes. Introduje mi lengua por la hendedura de su boca y, luego, embarrada de su saliva, procedí a besar su ojo derecho, su oreja, su mejilla. Besar es en realidad lamer a veces. La lengua sobre su cuello y, luego, sobre la nuca y, más tarde, sobre las vértebras cervicales. Una. Dos. Tres. Temblaba. Cuando comprobé que temblaba, arremetí con más fuerza. El trepidar de la sangre. El latir bajo la piel de las sienes o de las muñecas. Más que una decisión, un contagio. Le pedí que levantara su brazo para pasar la lengua sobre los vellos de la axila.

—Aquí —dijo luego, señalándose el pecho. Y guió la mano que todavía empuñaba la navaja de bolsillo hacia su tetilla izquierda. Ir de un punto a otro. Dirigirse a. Deslizarse por. Los mapas se hacen de líneas pequeñísimas.

No dejaba, mientras tanto, de considerar la posibilidad. Lo besaba, eso es cierto, con cierta voracidad. Lo tocaba palmo a palmo, la mano convertida en una especie de marca de agua sobre la misiva de su torso y de su tórax y de su escápula anterior, y no dejaba, mientras eso sucedía, de considerar la posibilidad. Los corazones se rompen todo el tiempo después de todo, me decía. Hay miles de canciones al respecto. Hay poemas. La industria cinematográfica se alimenta de eso. La mano sobre su espina dorsal, el glúteo medio, el trocanter mayor. Incluso cuando nadie los pide con antelación, se rompen. Incluso cuando el corazón se queda ahí, solitario cazador, latiendo entre las vértebras dorsales, las costillas y el esternón, se rompe. La pelvis contra la pelvis; el abrazo de las piernas. A cada rato, en efecto. Por razones nimias. Sobre todo cuando no hay nada con que sustituirlo, cuando no hay nada que poner en su lugar, sobre todo en esas circunstancias, se rompe. Ve uno a tanta gente con la caja torácica en vilo por las calles. ¿Por qué no darle el corazón en esas circunstancias a alguien que me lo pedía con cierto decoro y que, al hacerlo, me decía sin tapujos lo que haría con él?

Pensé en el regadero de sangre. Las moscas. Las miradas de los pordioseros y de los niños. El súbito arribo de la ambulancia.

—Pero si me das tu corazón, qué pondrás ahí —pregunté, verdaderamente intrigada. Las preguntas clave suelen surgir justo en el penúltimo momento. El dedo índice sobre su pecho, estático. La mirada directamente sobre sus rodillas. Un hueco es un hueco es.

La interrogante pareció incomodarlo. Bajó el brazo y desenrolló la camiseta hasta volver a cubrir una vez más su axila. Luego de carraspear un poco, se incorporó.

—Pues me pondré otro —dijo como al descuido, tratando de ocultar cierto tono de hartazgo en la voz. Fue entonces que aprovechó para encender un cigarrillo.

—Pero ¿de quién? —pregunté a mi vez. Tal vez era el sabor de su sudor dentro de mi boca lo que me forzaba a seguir adelante. Un ejército en marcha. Un regimiento decidido a conquistar una ciudad. El lema: No hay que tomar prisioneros. Los trenes a veces se descarrilan de esa manera.

—De alguien; no sé —mencionó en voz muy baja. Balbucir, eso es lo que hacía. La mirada en el techo o el cielo, imposible saberlo a ciencia a cierta. Su mano, de repente, sobre mi cerviz. Una mujer que se inclina—. Haces demasiadas preguntas —añadió.

—Pero con eso dentro de ti —dije y alcé la cabeza al mismo tiempo—, ¿cómo podrás? —no fui capaz de seguir. El pudor suele causar más interrupciones de las que creemos. La vergüenza. La vergüenza que, según el diccionario, no es más que una “turbación del ánimo, que suele encender el color del rostro, ocasionada por alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena”. Del latín verecundîa.

—¿Cómo podré qué? — preguntó, tomándome el rostro con ambas manos, obligándome a verlo de frente —. ¿Cómo podré quererte así, quieres decir?

Tuve que asentir. Lo único que puedo argumentar a mi favor es que lo hice en silencio y que pensaba, mientras tanto, en otra cosa. Pensaba, de hecho, más que nada, en su barbilla. Pensaba en lo hermosa que era, desde ese ángulo preciso, su barbilla. El nacimiento abrupto del vello. La boca.

— Siempre es otro el que quiere — aseguró —. Siempre es así, ¿no te habían dicho?

Dejó mi rostro de lado entonces y sonrió. Luego, se incorporó de la mesa sin dejar su cigarrillo. Expulsó el humo. El humo formó cuerpos que chocaron contra el ventanal. La mosca se asustó. Un popote rodó por el suelo. Todo pasó tan rápido que apenas si pude abotonarme la blusa y colocar la navaja de bolsillo en el interior de mi bolsa.

La vergüenza también designa las partes externas de los órganos humanos de generación. Eso dice el diccionario. Las definiciones son absurdas con frecuencia, juro que eso fue lo único que pensé cuando crucé el umbral de la puerta y subí el cuello de mi abrigo y coloqué la mano derecha sobre el pecho que latía. Aún.

[mientras escuchaba “You look so fine”, en versión de Garbage y Fun Lovin’ Criminals Mix]


--crg