TEC NARRATIVO
Inicia el ciclo: Fronteras Intermitentes: Cruces Regionales y de Género en el México Contemporáneo
con
Luis Felipe Lomelí
La violencia en los cuerpos y en las ciudades
en Ella sigue de viaje (Tusquets, 2005).
Comenta: Ileana García
Miércoles 24 de agosto, 2005
18:00 hrs
AUD II
ENTRADA LIBRE!
--crg
Thursday, August 18, 2005
Wednesday, August 17, 2005
LA MÁS TRAMPOSA DE TODAS SUS MISIVAS
Estoy bajo el agua, escribe.
Escribo en este momento desde abajo del agua, escribe. Cuando me río, me salen burbujas de la boca. A no ser por el ruido de las burbujas, todo es silencio, Cristina, escribe.
Podría morir así y, esto también lo escribe, podría vivir toda la vida así.
Luego escribe otras cosas. Asunto mórbidos. Asuntos obscenos. Describe, por ejemplo, una caída desde un doceavo piso a la que denomina “mi accidente”. La narración es confusa, más llena de omisiones que de hechos. Menciona el nombre de lugares como “Pátzcuaro” y “Roma” y “Almoloya de Juárez”. Luego describe una lucha cuerpo a cuerpo, la aparición rutinaria de la sangre, el ruido de los huesos, los cabellos enredados entre los dedos, los rasguños. Entonces, sin explicar el motivo, sin entrar en detalles, habla de la caída. Súbita y poco creíble. Súbita y demasiado oportuna. Súbita y casi invisible. Supe lo del doceavo piso porque, hacia el final de su misiva, lo refiere como una anotación en su expediente médico.
Esto es lo que sé de la Mujer Vampiro. Lo digo aquí para todos aquellos y aquellas que me preguntan por ella. Podría transcribir ésa, su última carta o, para ser más precisos, su carta más reciente, pero por alguna razón (una de tantas razones que no atino a comprender) no me siento con la fuerza o el gusto de hacerlo. Se trata, creo, de una misiva tramposa: acaso de La Más Tramposa de Todas sus Misivas. Pareciera ser que se comunica, pero en realidad no lo hace. De hecho, no sería del todo exagerado aseverar que lo que esta carta hace es no contar. interrumpir, con su existencia, lo que verdaderamente no existe: encarnar ese no-contar: ponerlo en mis manos para que yo, y he aquí la trampa, para que yo lo cuente. Por eso, y no por otra cosa, no me siento con deseos de publicar su carta. Porque si no quiere contar qué fue lo que pasó en realidad en ese doceavo piso, ¿con qué objetivo publicar un texto en que finge contarlo? No encuentro motivos suficientes para hacerme cómplice de sus medias verdades, de sus medias mentiras.
Pero miento también, como pueden deducirlo. Si no quisiera ser su cómplice, ¿por qué escribirlo?
--crg
Estoy bajo el agua, escribe.
Escribo en este momento desde abajo del agua, escribe. Cuando me río, me salen burbujas de la boca. A no ser por el ruido de las burbujas, todo es silencio, Cristina, escribe.
Podría morir así y, esto también lo escribe, podría vivir toda la vida así.
Luego escribe otras cosas. Asunto mórbidos. Asuntos obscenos. Describe, por ejemplo, una caída desde un doceavo piso a la que denomina “mi accidente”. La narración es confusa, más llena de omisiones que de hechos. Menciona el nombre de lugares como “Pátzcuaro” y “Roma” y “Almoloya de Juárez”. Luego describe una lucha cuerpo a cuerpo, la aparición rutinaria de la sangre, el ruido de los huesos, los cabellos enredados entre los dedos, los rasguños. Entonces, sin explicar el motivo, sin entrar en detalles, habla de la caída. Súbita y poco creíble. Súbita y demasiado oportuna. Súbita y casi invisible. Supe lo del doceavo piso porque, hacia el final de su misiva, lo refiere como una anotación en su expediente médico.
Esto es lo que sé de la Mujer Vampiro. Lo digo aquí para todos aquellos y aquellas que me preguntan por ella. Podría transcribir ésa, su última carta o, para ser más precisos, su carta más reciente, pero por alguna razón (una de tantas razones que no atino a comprender) no me siento con la fuerza o el gusto de hacerlo. Se trata, creo, de una misiva tramposa: acaso de La Más Tramposa de Todas sus Misivas. Pareciera ser que se comunica, pero en realidad no lo hace. De hecho, no sería del todo exagerado aseverar que lo que esta carta hace es no contar. interrumpir, con su existencia, lo que verdaderamente no existe: encarnar ese no-contar: ponerlo en mis manos para que yo, y he aquí la trampa, para que yo lo cuente. Por eso, y no por otra cosa, no me siento con deseos de publicar su carta. Porque si no quiere contar qué fue lo que pasó en realidad en ese doceavo piso, ¿con qué objetivo publicar un texto en que finge contarlo? No encuentro motivos suficientes para hacerme cómplice de sus medias verdades, de sus medias mentiras.
Pero miento también, como pueden deducirlo. Si no quisiera ser su cómplice, ¿por qué escribirlo?
--crg
EL PAISAJE Y LOS SENTIDOS (TRES)
1) La manera en que las gotas aparecen y desaparecen del campo de visión.
La lluvia como una pura gota interrumpida.
Esa sensación.
Ese centelleo.
2) La manera en que las gotas tocan las mejillas--un choque más que una caricia. Nade que se designe con el verbo resbalar.
3) El sonido de las gotas: Oleadas.
Agua hirviendo dentro de un caso.
Fritura. Aceite que salpica.
El ruido sucio de la televisión.
Oleadas. Como si se tratara de un organismo vivo que respira. ¿Es esto, entonces, el cuerpo de la lluvia? Una biología.
Lo que también llega a mis pies: Douglas Maxi. Pastillas de caramelo. Sabor: Mora azul. ¿Por qué sólo 9? ¿Por qué no 10 o 13?
4) La manera en que se ensombrece el piso: puntillismo en expansión. Otro paisaje.
Los pasos de los transeúntes, asombrosamente lentos. Las risas de las muchachas, como en sordina.
Gota contra lago.
Gota contra hoja de árbol.
A lo lejos: el trueno. O los coches que pasan.
La soledad del paraguas y, luego, su contrario--la súbita cercanía a la que obliga su estrecho espacio.
Lo dicho: a 2, 500 metros (más o menos) sobre el nivel del mar y esto es una pura osamenta pluvial.
5) La tinta: endeble: desapareciendo. El paisaje que se va.
--crg
1) La manera en que las gotas aparecen y desaparecen del campo de visión.
La lluvia como una pura gota interrumpida.
Esa sensación.
Ese centelleo.
2) La manera en que las gotas tocan las mejillas--un choque más que una caricia. Nade que se designe con el verbo resbalar.
3) El sonido de las gotas: Oleadas.
Agua hirviendo dentro de un caso.
Fritura. Aceite que salpica.
El ruido sucio de la televisión.
Oleadas. Como si se tratara de un organismo vivo que respira. ¿Es esto, entonces, el cuerpo de la lluvia? Una biología.
Lo que también llega a mis pies: Douglas Maxi. Pastillas de caramelo. Sabor: Mora azul. ¿Por qué sólo 9? ¿Por qué no 10 o 13?
4) La manera en que se ensombrece el piso: puntillismo en expansión. Otro paisaje.
Los pasos de los transeúntes, asombrosamente lentos. Las risas de las muchachas, como en sordina.
Gota contra lago.
Gota contra hoja de árbol.
A lo lejos: el trueno. O los coches que pasan.
La soledad del paraguas y, luego, su contrario--la súbita cercanía a la que obliga su estrecho espacio.
Lo dicho: a 2, 500 metros (más o menos) sobre el nivel del mar y esto es una pura osamenta pluvial.
5) La tinta: endeble: desapareciendo. El paisaje que se va.
--crg
Wednesday, August 03, 2005
INICIO COMO FALSO INICIO
Henning Mankell hace algo al inicio de "La muerte de un fotógrafo", uno de los textos incluidos en La Pirámide, el libro que, recientemente, le ha publicado Tusquets, que siempre he querido hacer: escribir un inicio que poco o nada tenga que ver con el texto restante pero sin el cual el texto en cuestión, aunque entendible y lógico e incluso hermoso, lo perdiera todo.
El inicio como acoso. El inicio como tema recurrente y obsesivo e inútil. El inicio como cita (¿sólo textual?) que no ocurrirá jamás.
El fotógrafo del texto Mankelliano muere, es decir, es asesinado. Wallander, el entrañable detective descubre, precisamente al inicio del relato, cierta información perturbadora de la personalidad de la víctima que, de hecho, prohibe cualquier relación de simpatía o identificación. El lector sospecha. El lector, que sospecha, continua leyendo, buscando de manera algo desesperada la vinculación entre esa cierta información perturbadora y las causas del crimen. La vinculación esperada por el suspicaz lector, sin embargo, no llega. Es más: no llega nunca.
Es sólo hacia el final, en el final mismo, que el lector comprende que ha sido acosado por la habilidad del escritor y su idea, digamos singular, del inicio. Entonces el lector piensa, o en todo caso debe pensar, que ésta es otra función del inicio: introducir lo que no pasará, mostrar lo que no viene al caso, evidenciar lo excedente que, siéndolo, sin embargo, nimba la narración de principio a fin con una sospecha no por pertinaz menos equivocada.
Ese ruido interno (que viene de las páginas). Esa tensión personal (que es toda propia). Esa oscuridad presentida (¿o invocada?). Esa anticipación nerviosa. Esa persecución irracional (por lo incesante). Todos esos y otros tantos estados más los consigue Mankell produciendo un inicio que es, en realidad, un falso inicio que es, en todo caso, un cruce de caminos. Una rosa de los vientos. Un viento que se va a otro lado.
Siempre he querido hacer eso: lo confieso. Siempre he querido ser eso (pero esto, por pudor, no lo confieso).
--crg
Henning Mankell hace algo al inicio de "La muerte de un fotógrafo", uno de los textos incluidos en La Pirámide, el libro que, recientemente, le ha publicado Tusquets, que siempre he querido hacer: escribir un inicio que poco o nada tenga que ver con el texto restante pero sin el cual el texto en cuestión, aunque entendible y lógico e incluso hermoso, lo perdiera todo.
El inicio como acoso. El inicio como tema recurrente y obsesivo e inútil. El inicio como cita (¿sólo textual?) que no ocurrirá jamás.
El fotógrafo del texto Mankelliano muere, es decir, es asesinado. Wallander, el entrañable detective descubre, precisamente al inicio del relato, cierta información perturbadora de la personalidad de la víctima que, de hecho, prohibe cualquier relación de simpatía o identificación. El lector sospecha. El lector, que sospecha, continua leyendo, buscando de manera algo desesperada la vinculación entre esa cierta información perturbadora y las causas del crimen. La vinculación esperada por el suspicaz lector, sin embargo, no llega. Es más: no llega nunca.
Es sólo hacia el final, en el final mismo, que el lector comprende que ha sido acosado por la habilidad del escritor y su idea, digamos singular, del inicio. Entonces el lector piensa, o en todo caso debe pensar, que ésta es otra función del inicio: introducir lo que no pasará, mostrar lo que no viene al caso, evidenciar lo excedente que, siéndolo, sin embargo, nimba la narración de principio a fin con una sospecha no por pertinaz menos equivocada.
Ese ruido interno (que viene de las páginas). Esa tensión personal (que es toda propia). Esa oscuridad presentida (¿o invocada?). Esa anticipación nerviosa. Esa persecución irracional (por lo incesante). Todos esos y otros tantos estados más los consigue Mankell produciendo un inicio que es, en realidad, un falso inicio que es, en todo caso, un cruce de caminos. Una rosa de los vientos. Un viento que se va a otro lado.
Siempre he querido hacer eso: lo confieso. Siempre he querido ser eso (pero esto, por pudor, no lo confieso).
--crg