HISTORIAR Y FICCIONAR: Notas para leer documentos históricos en modo etnográfico II
Todo junto, todo a la vez: el collage como principio de construcción de la página. Desde que escribo historia, que es mucho después de que empezara a escribir novelas, tuve la sospecha de que el público en general no lee libros de historia porque la gran mayoría, independientemente del tema que traten o la anécdota que intenten desarrollar, van escritos de la misma forma. Me refiero, por supuesto, a los libros de historia académica, a los libros académicos de historia que suelen explorar, por cierto, temas de suyo interesantes y anécdotas por demás amenas o escandalosas. Sin embargo, organizados de acuerdo a principios inculcados, ya subrepticia o ya de manera evidente, por manuales de reglas metodológicas o libros de consejos acerca de cómo escribir una tesis, muchos de estos textos se conforman de acuerdo a, y de paso confirman, una narrativa lineal en modo aristotélico, la cual incluye, a saber, tres pasos: la elaboración de un contexto estable y debidamente documentado; la descripción, de preferencia en gran detalle, del conflicto y/o hecho que ocurre en dicho contexto; y la producción de una resolución final. Esta narrativa, que tiende a reproducir una idea lineal, es decir, secuencial, es decir visual, de lo narrado, tiene como consecuencia el ocluir el sentido de impermanencia y de simultaneidad tan asociadas a las labores del oído y la presencia. Una escritura histórica en modo etnográfico, luego entonces, precisará de estrategias narrativas que contrarresten este fenómeno y abran las posibilidades dialógicas del texto. Y aquí es donde los consejos de Walter Benjamín, y sus peculiares notas para una filosofía de la historia, vuelven a hacer su aparición: el collage como estrategia para componer una página de alto contraste cuyo resultado es el conocimiento no como explicación del "objeto de estudio" sino como redención del mismo.
El expediente de Matilda Burgos, como otros tantos del Manicomio General La Castañeda, está compuesto, de hecho, de acuerdo a un principio semejante. Aunque firmado por un médico, el diagnóstico no es ni lineal ni definitivo. Todo lo contrario: una lectura detallada de este material textual pone en evidencia que el diagnóstico, como el expediente mismo, es un constructo multi-vocal y, además, contradictorio. Para muestra basta un botón. En la boleta de admisión, la primera hoja del expediente de Matilda Burgos, se responde a la pregunta acerca de la causa de su admisión con las siguientes dos alternativas: Confusión mental amoralidad. Demencia precoz hebefrénica. La primera de estas anotaciones está conspicua y significativamente tachada. A manera de palimpsesto o de capa geológica, el expediente acoge ésta y otras revisiones pero sin borrar las notas precedentes y, de más importancia para el lector en modo etno-historiográfico, sin incorporar las nuevas versiones a las anteriores, es decir, sin normalizarlas. El texto, en este sentido, no sólo es una colección de marcas sino una colección de marcas o inscripciones en permanente y perpetua competencia. Una escritura histórica en modo etnográfico, una escritura histórica que se pensara ante todo como escritura, tendría que proponerse como reto el encarnar en la página del libro este sentido de composición competitiva y tensa, esta estructura dialógica propia de e interna al documento mismo. El collage, así, no sería una medida de representación arbitraria o externa al documento, sino una estrategia que, en ciertos casos, en casos como el de Matilda Burgos, contribuiría a llevar al papel su historia y la manera en que esa historia fue compuesta a inicios de siglo XX dentro de las instalaciones del Manicomio General La Castañeda. Así entonces, no basta con identificar "todas" las versiones posibles y rechazar sólo una, la versión final, sino que habría que mostrarlo.
La función el collage es sostener tantas versiones como sea posible, colocándolas tan cerca una de la otra como para provocar el contraste, el asombro, el gozo—ese conocimiento producido por la epifanía no enunciada sino compuesta o fabricada por el mero tendido del texto, su arquitectura.
Lo que esto significa en términos de la posición del autor dentro del texto, especialmente en una era en que se experimenta con la muerte de la muerte del autor, es importante. El historiador en modo etnográfico que escribe de acuerdo a los principios del collage no puede preservar su posición hermenéutica como intérprete de documentos o como descifrador de signos. No se trata de un historiador que ande en busca de la verdad escondida de las cosas. Este otro historiador, y aquí utilizo un símil del mundo de la música contemporánea, cumplirá más bien las funciones de compositor o, aún mejor, de director de orquesta gestual muy a la Boulez. Lo cito: "El director debe tener en todo momento disponible en su cabeza, y de manera instantánea, el dibujo de la disposición, tanto más cuanto que los acontecimientos que se quieren suscitar no se producen de raíz de una secuencia fija, o porque dicha secuencia puede ser improvisada y puede cambiar en cualquier momento. Hay que "tocar" a los músicos, como si fueran las teclas de un piano". Hay que "tocar" a los documentos, parafraseo ahora, como si fueran las teclas de un piano.
--crg
Thursday, August 17, 2006
AS IF IT WERE NO LONGER THE PRESENT
It seems likely at this stage that the truest way to treat a piece of the past is as such: as if it were no longer the present.
James Agee, Let’s Praise Famous Men
He aimed at utmost concreteness: he failed.
The Ur-Jack Keruac
over whom all the Jack Keruacs of the world were later based.
The naturalist of objects
lost in the forest of description and disbelief
a beat of a heart under the eyelid.
The communist who drank cheap gin and longed for the immediacy of a tree.
The hunter of syncopated silhouettes
seeing music in rusted machinery and freshly printed newspapers
hearing the colors accumulated in cotton fields
the land, in its largeness: stretches: is stretched:
James Agee dove into objects the way other men dive into themselves.
In Alabama amongst cotton sharecroppers
under heavy rectangles of southern light
he placed his eyes on the surface of shapes
listening to the language of symmetry and vertigo
bare artifice
morbid imprints of time.
He found philosophy in the wrinkles of a calico dress
truth in the sudden movement of approximation.
He dissected the ingredients of odors:
The odor of pine lumber, wide thin cards of it, heated in the sun, in no way doubled or insulated, in closed and darkened air. The odor of woodsmoke, hickory, oak, and cedar. The odors of cooking. Among these, most strongly, the odors of fried salt pork and fried and boiled pork lard, and second, the odor of cooked corn. The odors of sweat in many stages of age and freshness. The odors of sleep, of bedding and of breathing, for the ventilation is poor. The odors of all the dirt that in course of time can accumulate in a quilt and mattress. Odors of staleness from clothes hung or stored away, not washed.
He described the contours of a spoon with the gestures of an unrequited lover.
The minimalist
the man who died at forty five in a New York taxi cab
knowing that objects look back and flee (the backward gaze)
knowing that the courtship of language is destined to unfinish
the book. The big-hearted one
walked on the slippery pastures of meaning
seeking joy and finding joy and failure
the quietness of water broken within
his eyes.
I invoke James Agee’s eyes in this night vault
I want to see the nocturnal
choreography of man, woman, and tree
in utmost concreteness
in lingering actuality.
I try and see
nothing but the angle of approximation
the speed.
James Agee tells me:
Watch from the crackling mattress how the stars, through the roof, though strong, are yet so tired.
--crg
It seems likely at this stage that the truest way to treat a piece of the past is as such: as if it were no longer the present.
James Agee, Let’s Praise Famous Men
He aimed at utmost concreteness: he failed.
The Ur-Jack Keruac
over whom all the Jack Keruacs of the world were later based.
The naturalist of objects
lost in the forest of description and disbelief
a beat of a heart under the eyelid.
The communist who drank cheap gin and longed for the immediacy of a tree.
The hunter of syncopated silhouettes
seeing music in rusted machinery and freshly printed newspapers
hearing the colors accumulated in cotton fields
the land, in its largeness: stretches: is stretched:
James Agee dove into objects the way other men dive into themselves.
In Alabama amongst cotton sharecroppers
under heavy rectangles of southern light
he placed his eyes on the surface of shapes
listening to the language of symmetry and vertigo
bare artifice
morbid imprints of time.
He found philosophy in the wrinkles of a calico dress
truth in the sudden movement of approximation.
He dissected the ingredients of odors:
The odor of pine lumber, wide thin cards of it, heated in the sun, in no way doubled or insulated, in closed and darkened air. The odor of woodsmoke, hickory, oak, and cedar. The odors of cooking. Among these, most strongly, the odors of fried salt pork and fried and boiled pork lard, and second, the odor of cooked corn. The odors of sweat in many stages of age and freshness. The odors of sleep, of bedding and of breathing, for the ventilation is poor. The odors of all the dirt that in course of time can accumulate in a quilt and mattress. Odors of staleness from clothes hung or stored away, not washed.
He described the contours of a spoon with the gestures of an unrequited lover.
The minimalist
the man who died at forty five in a New York taxi cab
knowing that objects look back and flee (the backward gaze)
knowing that the courtship of language is destined to unfinish
the book. The big-hearted one
walked on the slippery pastures of meaning
seeking joy and finding joy and failure
the quietness of water broken within
his eyes.
I invoke James Agee’s eyes in this night vault
I want to see the nocturnal
choreography of man, woman, and tree
in utmost concreteness
in lingering actuality.
I try and see
nothing but the angle of approximation
the speed.
James Agee tells me:
Watch from the crackling mattress how the stars, through the roof, though strong, are yet so tired.
--crg
Wednesday, August 16, 2006
HISTORIAR Y FICCIONAR: Notas para leer documentos históricos en modo etonográfico
Muchas cosas suceden cuando intento leer un documento histórico como-si estuviera entrevistando a un muerto. Ésta es una de ellas:
No como pasó, sino como refulge en un momento de peligro. La frase, refulgente en sí misma, le pertenece a Walter Benjamín, más específicamente a sus tesis sobre la filosofía de la historia. La recuerdo ahora para señalar que éste, como todos los momentos en que se enuncia un deseo, es uno de esos momentos de peligro. Otro presente. Otro presente-ahora. No me interesa en este presente-ahora, como nunca me interesó en otros presentes-ahora, contar la vida de Matilda Burgos como pasó. Quiero decir que reconocí, desde el inicio, que ésa era una tarea o verdaderamente imposible o irremediablemente condenada al fracaso. En este presente-ahora en el que, o través del cual, busco esbozar algunas cuestiones sobre la aproximación, en el sentido más enigmático del término, entre lector y el texto histórico, voy hacia ese expediente que, de hecho, viene ahora de regreso de su viaje, y estancia, en la ficción. Vuelvo al expediente para oírla a ella. Y sucede, por supuesto, por principio de cuentas, que no me encuentro con ella, sino con ellos: los policías, los médicos, los laboratoristas, los comisarios, y las internas junto con quienes produjo el expediente y, dentro del expediente, la entrevista que es todo diagnóstico. No sé si todo expediente es, efectivamente, una entrevista, es decir, un punto de confluencia, un cruce de caminos, una negociación, pero sí sospecho que toda pieza escrita lo es. En el caso de los expedientes clínicos, éstos ofrecen al ojo histórico una colección de textos elaborados desde puntos de vista muy diversos. Ahí están, para empezar, las preguntas que formuló un equipo interdisciplinario, financiado por la Beneficencia Pública, las cuales constituyen El Cuestionario oficial de la institución. Y están, también, las respuestas transcritas, es decir, citadas textualmente, por un médico y, con menos frecuencia, escritas por los pacientes mismos. Las respuestas, además, vienen de distintas fuentes: los agentes de policía, los médicos que se ha consultado con anterioridad, el interno mismo, los parientes o amigos del interno. Estas respuestas tan diversas son, además, copiadas una y otra vez, especialmente cuando se trata de un interno peculiar, por los médicos del establecimiento: de letra manuscrita a la letra que produce una máquina de escribir, por ejemplo. Todas estas escrituras que conforman el expediente, las escrituras ya "originales" o ya "copiadas", incorporan cambios de perspectiva que impiden cualquier posibilidad de formular sin duda alguna la manera en como pasaron los hechos.
Ahí donde La Situación Típica clama, entonces, por una explicación, un recuento de daños, una versión en singular entre todas las posibles versiones plurales de los hechos, vuelvo a elegir, ahora con plena, y buscada, conciencia las varias escrituras que, por serlo, se convierten al instante en las escrituras entredichas y, luego entonces, en las escrituras cuestionadas. Y ese, ése y no otro, es el punto de partida para producir el efecto de impermanencia que me invita a sentir como-si-estuviera entrevistando a un grupo de personas. Como-si-estuviera oyéndolas. Sospecho que tal efecto tiene algo que ver tanto con identificar y aceptar todas las versiones accesibles del caso, como con rechazar una, sólo una: la versión final. Retrasar, desviar, posponer, rodear esa versión final debe ser una de las principales tareas de la escritura histórica en modo etnográfico.
En otras palabras: el momento de peligro es un fulgor, no una luz.
--crg
Muchas cosas suceden cuando intento leer un documento histórico como-si estuviera entrevistando a un muerto. Ésta es una de ellas:
No como pasó, sino como refulge en un momento de peligro. La frase, refulgente en sí misma, le pertenece a Walter Benjamín, más específicamente a sus tesis sobre la filosofía de la historia. La recuerdo ahora para señalar que éste, como todos los momentos en que se enuncia un deseo, es uno de esos momentos de peligro. Otro presente. Otro presente-ahora. No me interesa en este presente-ahora, como nunca me interesó en otros presentes-ahora, contar la vida de Matilda Burgos como pasó. Quiero decir que reconocí, desde el inicio, que ésa era una tarea o verdaderamente imposible o irremediablemente condenada al fracaso. En este presente-ahora en el que, o través del cual, busco esbozar algunas cuestiones sobre la aproximación, en el sentido más enigmático del término, entre lector y el texto histórico, voy hacia ese expediente que, de hecho, viene ahora de regreso de su viaje, y estancia, en la ficción. Vuelvo al expediente para oírla a ella. Y sucede, por supuesto, por principio de cuentas, que no me encuentro con ella, sino con ellos: los policías, los médicos, los laboratoristas, los comisarios, y las internas junto con quienes produjo el expediente y, dentro del expediente, la entrevista que es todo diagnóstico. No sé si todo expediente es, efectivamente, una entrevista, es decir, un punto de confluencia, un cruce de caminos, una negociación, pero sí sospecho que toda pieza escrita lo es. En el caso de los expedientes clínicos, éstos ofrecen al ojo histórico una colección de textos elaborados desde puntos de vista muy diversos. Ahí están, para empezar, las preguntas que formuló un equipo interdisciplinario, financiado por la Beneficencia Pública, las cuales constituyen El Cuestionario oficial de la institución. Y están, también, las respuestas transcritas, es decir, citadas textualmente, por un médico y, con menos frecuencia, escritas por los pacientes mismos. Las respuestas, además, vienen de distintas fuentes: los agentes de policía, los médicos que se ha consultado con anterioridad, el interno mismo, los parientes o amigos del interno. Estas respuestas tan diversas son, además, copiadas una y otra vez, especialmente cuando se trata de un interno peculiar, por los médicos del establecimiento: de letra manuscrita a la letra que produce una máquina de escribir, por ejemplo. Todas estas escrituras que conforman el expediente, las escrituras ya "originales" o ya "copiadas", incorporan cambios de perspectiva que impiden cualquier posibilidad de formular sin duda alguna la manera en como pasaron los hechos.
Ahí donde La Situación Típica clama, entonces, por una explicación, un recuento de daños, una versión en singular entre todas las posibles versiones plurales de los hechos, vuelvo a elegir, ahora con plena, y buscada, conciencia las varias escrituras que, por serlo, se convierten al instante en las escrituras entredichas y, luego entonces, en las escrituras cuestionadas. Y ese, ése y no otro, es el punto de partida para producir el efecto de impermanencia que me invita a sentir como-si-estuviera entrevistando a un grupo de personas. Como-si-estuviera oyéndolas. Sospecho que tal efecto tiene algo que ver tanto con identificar y aceptar todas las versiones accesibles del caso, como con rechazar una, sólo una: la versión final. Retrasar, desviar, posponer, rodear esa versión final debe ser una de las principales tareas de la escritura histórica en modo etnográfico.
En otras palabras: el momento de peligro es un fulgor, no una luz.
--crg
Monday, August 14, 2006
LA PRIMERA DAMA
Publicado originalmente en la columna del Colectivo La Primera Dama
El Universal, Agosto 11, 2006
Tijuana, la diurna
I. Al amanecer, ya cuando se fueron los últimos seres nocturnos, la Revo es ese mítico paisaje después de la batalla. La Cahuila. La Sexta. Algo borroso o gris. El viento que arrastra minucias. Una especie de Neo-Comala, a juzgar por los murmullos. Hay una apenas luz bajo la cual una extraña soledad, una soledad de ropas diluidas y pesados miembros, se entretiene pateando bolsas de plástico sobre las aceras. Nadie canta.
II. Ahí cerquita, bajando por la Juárez y casi sin tocar la vía rápida, las colas de autos en espera de cruzar al otro lado son las mismas. A eso también se le llama la Línea Exponencial. A cualquier hora, sin menoscabo alguno por horarios de invierno o de verano. Una constatación del infinito. Una imagen de la incesante repetición. Lo que pienso: Dios existe, o debería. El calor aumenta: los motores encendidos, el uso del clutch . Aquí siempre es la hora de los espejismos.
III. El coche parece deportivo, pero no lo es. Un buen trabajo de pintura, algo que ver con la afinación. Aquí se simula. El brazo montado sobre la puerta, el codo por fuera: ese tipo de postura. Una cadena de oro. Un cigarro encendido. Los lentes: oscuros. La música a todo volumen, en inglés. Acaso por eso me extraña que el muchacho que maneja haga tanta alharaca para llamar a la anciana que, parada en la esquina, vende chicles. Un rectángulo apenas. Algo casi vacío. Se aproxima: cabellos grises, blusa desabotonada, boca sin dientes. El hombre le sonríe mientras toma la mercancía.
-Pero deme su bendición, jefita -le pide antes de colocar algunas monedas sobre su palma abierta. Ya con ellas en la palma cerrada, la anciana extiende el brazo derecho y, con los dedos en cruz, marca la frente, las sienes y, al final, los labios. Lentamente. La sonrisa chimuela. El semáforo en verde. Algo que se desvanece.
IV. Es el restaurante donde la Tijuana-de-Alcurnia celebra sus cumpleaños. Dos por visita, al menos. Con frecuencia tres. Recomiendo el atún local sellado con ajonjolí, la lonja de pez espada de las costas de Baja California. Todas y cada una de sus ensaladas. Por sobre todas las cosas recomiendo su carta de vinos: un homenaje a las vitivinícolas del Guadalupe, un valle enclavado entre lomas áridas salpicadas de rocas extraterrestres por donde alguna vez pudo haberse extraviado un mudo. Recomiendo, ya en plano de la más absoluta honestidad, el Jardín Secreto, una botella de la casa Adobe -donde se combinan los sabores de las uvas cabernet y grenache- firmada por el enólogo Hugo D´Acosta (el mismo, en efecto, de los vinos Casa de Piedra). Un expresso cortado, después. El trío de chocolate. Al salir, todavía con los ecos del último happy-birthday en la cabeza, no es posible dejar de ver la obra reciente de Jaime Ruiz Otis sobre las paredes del bar -retazos de maquila, viejos destellos dorados, el mundo de más allá.
V. Lo bueno de Tijuana es que, cuando todo se acaba, uno puede darse el lujo de ser literal. Ahí está siempre el mar, el mar al que he llamado, por puro cariño y de manera por demás errónea, el Mar-del-Norte. ¿Ha estado usted alguna vez? Me gusta cuando es mercurial. Me gustan las familias que se extienden-ruidosas, en movimiento, pura energía sobre la arena. Los niños. Los partidos de futbol que congregan. Me gustan los elotes con sal y limón o con queso y chile; los tostilocos; los vasos de frutas. Un clamato preparado, dicen. Me gusta verlo de lejos, en paz. Gris sobre gris. El delfín de rigor. Un horizonte más presentido que real. Es la orilla de la orilla. Es el fin. El monumento lo expresa, litoralmente y en pura piedra, límite de la República Mexicana. Es, bien visto, el principio. Yo ya no vivo aquí (dixit).
--crg
Publicado originalmente en la columna del Colectivo La Primera Dama
El Universal, Agosto 11, 2006
Tijuana, la diurna
I. Al amanecer, ya cuando se fueron los últimos seres nocturnos, la Revo es ese mítico paisaje después de la batalla. La Cahuila. La Sexta. Algo borroso o gris. El viento que arrastra minucias. Una especie de Neo-Comala, a juzgar por los murmullos. Hay una apenas luz bajo la cual una extraña soledad, una soledad de ropas diluidas y pesados miembros, se entretiene pateando bolsas de plástico sobre las aceras. Nadie canta.
II. Ahí cerquita, bajando por la Juárez y casi sin tocar la vía rápida, las colas de autos en espera de cruzar al otro lado son las mismas. A eso también se le llama la Línea Exponencial. A cualquier hora, sin menoscabo alguno por horarios de invierno o de verano. Una constatación del infinito. Una imagen de la incesante repetición. Lo que pienso: Dios existe, o debería. El calor aumenta: los motores encendidos, el uso del clutch . Aquí siempre es la hora de los espejismos.
III. El coche parece deportivo, pero no lo es. Un buen trabajo de pintura, algo que ver con la afinación. Aquí se simula. El brazo montado sobre la puerta, el codo por fuera: ese tipo de postura. Una cadena de oro. Un cigarro encendido. Los lentes: oscuros. La música a todo volumen, en inglés. Acaso por eso me extraña que el muchacho que maneja haga tanta alharaca para llamar a la anciana que, parada en la esquina, vende chicles. Un rectángulo apenas. Algo casi vacío. Se aproxima: cabellos grises, blusa desabotonada, boca sin dientes. El hombre le sonríe mientras toma la mercancía.
-Pero deme su bendición, jefita -le pide antes de colocar algunas monedas sobre su palma abierta. Ya con ellas en la palma cerrada, la anciana extiende el brazo derecho y, con los dedos en cruz, marca la frente, las sienes y, al final, los labios. Lentamente. La sonrisa chimuela. El semáforo en verde. Algo que se desvanece.
IV. Es el restaurante donde la Tijuana-de-Alcurnia celebra sus cumpleaños. Dos por visita, al menos. Con frecuencia tres. Recomiendo el atún local sellado con ajonjolí, la lonja de pez espada de las costas de Baja California. Todas y cada una de sus ensaladas. Por sobre todas las cosas recomiendo su carta de vinos: un homenaje a las vitivinícolas del Guadalupe, un valle enclavado entre lomas áridas salpicadas de rocas extraterrestres por donde alguna vez pudo haberse extraviado un mudo. Recomiendo, ya en plano de la más absoluta honestidad, el Jardín Secreto, una botella de la casa Adobe -donde se combinan los sabores de las uvas cabernet y grenache- firmada por el enólogo Hugo D´Acosta (el mismo, en efecto, de los vinos Casa de Piedra). Un expresso cortado, después. El trío de chocolate. Al salir, todavía con los ecos del último happy-birthday en la cabeza, no es posible dejar de ver la obra reciente de Jaime Ruiz Otis sobre las paredes del bar -retazos de maquila, viejos destellos dorados, el mundo de más allá.
V. Lo bueno de Tijuana es que, cuando todo se acaba, uno puede darse el lujo de ser literal. Ahí está siempre el mar, el mar al que he llamado, por puro cariño y de manera por demás errónea, el Mar-del-Norte. ¿Ha estado usted alguna vez? Me gusta cuando es mercurial. Me gustan las familias que se extienden-ruidosas, en movimiento, pura energía sobre la arena. Los niños. Los partidos de futbol que congregan. Me gustan los elotes con sal y limón o con queso y chile; los tostilocos; los vasos de frutas. Un clamato preparado, dicen. Me gusta verlo de lejos, en paz. Gris sobre gris. El delfín de rigor. Un horizonte más presentido que real. Es la orilla de la orilla. Es el fin. El monumento lo expresa, litoralmente y en pura piedra, límite de la República Mexicana. Es, bien visto, el principio. Yo ya no vivo aquí (dixit).
--crg
Wednesday, August 02, 2006
AHORA QUE VIVO EN EL ORIENTE
Yo vivía en el nombre de una heroína. Cuando alguien me preguntaba mi dirección tenía que recurrir, forzosamente, a la historia libertaria del país. Una causa independentista. Me gustaba que su nombre implicaba, de manera nada subliminal, un rugido y que su apellido, azarosamente, también le pertenecía a Diamantina, La Verdadera. La ficción que se vuelve ficción, aunque por doble partida.
Todo eso cambió ya. Mientras no estaba, le cambiaron de nombre a mi calle. Ahora vivo en el oriente. Así. Sin más. Asepsia.
Supongo que son los signos de los tiempos. Así también se hace la política.
Lo que me recuerda la silenciosa y no por ello menos cruenta guerra de denominaciones que sufrieron (¿o gozaron?) las calles de la ciudad de México a fines del silgo XIX. Deseosos de tener la última palabra, gobiernos de distintas índoles se dieron a la tarea de marcar el territorio de la urbe con la orina del nombre. Una lectura con consecuencias. La exégesis de la inscripción. Por debajo de todo ello, ya con anuncio o ya sin él, seguramente por la fuerza de la costumbre que es una verdadera fuerza, transeúntes y locatarios, vecinos y visitantes, siguieron llamando a las calles, a sus calles, de las maneras íntimas o consabidas. Resistencia pasiva (dirían algunos teóricos). Tradición oral (dirían otros más). Fanatismo. Será el sereno, digo yo, pero a uno no le pueden cambiar el nombre de su calle así como así. Mucho menos in absentia. I´d rather not, contestaba Bartelby a toda provocación. No, gracias, digo yo en eco apropiadamente mexicano. Las buenas maneras. O lo que es lo mismo: aunque oficialmente yo me encuentre en el oriente del mundo, y mi correo llegue en efecto ahí, prefiero seguir habitando en la calle que me recuerda, entre otras tantas anécdotas, a una mujer que hizo de un tacón un arma política.
--crg
Yo vivía en el nombre de una heroína. Cuando alguien me preguntaba mi dirección tenía que recurrir, forzosamente, a la historia libertaria del país. Una causa independentista. Me gustaba que su nombre implicaba, de manera nada subliminal, un rugido y que su apellido, azarosamente, también le pertenecía a Diamantina, La Verdadera. La ficción que se vuelve ficción, aunque por doble partida.
Todo eso cambió ya. Mientras no estaba, le cambiaron de nombre a mi calle. Ahora vivo en el oriente. Así. Sin más. Asepsia.
Supongo que son los signos de los tiempos. Así también se hace la política.
Lo que me recuerda la silenciosa y no por ello menos cruenta guerra de denominaciones que sufrieron (¿o gozaron?) las calles de la ciudad de México a fines del silgo XIX. Deseosos de tener la última palabra, gobiernos de distintas índoles se dieron a la tarea de marcar el territorio de la urbe con la orina del nombre. Una lectura con consecuencias. La exégesis de la inscripción. Por debajo de todo ello, ya con anuncio o ya sin él, seguramente por la fuerza de la costumbre que es una verdadera fuerza, transeúntes y locatarios, vecinos y visitantes, siguieron llamando a las calles, a sus calles, de las maneras íntimas o consabidas. Resistencia pasiva (dirían algunos teóricos). Tradición oral (dirían otros más). Fanatismo. Será el sereno, digo yo, pero a uno no le pueden cambiar el nombre de su calle así como así. Mucho menos in absentia. I´d rather not, contestaba Bartelby a toda provocación. No, gracias, digo yo en eco apropiadamente mexicano. Las buenas maneras. O lo que es lo mismo: aunque oficialmente yo me encuentre en el oriente del mundo, y mi correo llegue en efecto ahí, prefiero seguir habitando en la calle que me recuerda, entre otras tantas anécdotas, a una mujer que hizo de un tacón un arma política.
--crg