LA COSTUMBRE HEROICAMENTE INSANA
Algo extraño pasa cuando uno oye a alguien hablar solo. Algo entre promiscuo y travieso. Una especie de dúctil transgresión. Ahí está Alguien platicando con uno de sus Sí Mismos, entretendídisimo además, ríendose incluso, y uno pasa frente a la puerta abierta como una visitación de la Así Llamada (Realidad) a interrumpir ese multiloquio de fantasmas. Algo sucede entonces, algo como la colisión descarada de dos mundos que, siendo opuestos, embonan y se besan. Uno, en todo caso, se detiene, niño tras la puerta, mano que tiembla, tratando de identificar una palabra, un guiño; intentando arrebatar un eco, un latido de ese otro mundo que, en voz baja, se aleja. Y uno observa, de la manera más discreta posible, apenas con el rabillo del ojo, los gestos que ese Alguien que habla solo le dedica al interlocutor animado y sensible que aviva la conversación con giros ignotos y bromas secretas. En ese momento extraño y promiscuo uno se siente tentado a pensar que ahí está, presa aún del "contradictorio prestigo del almidón", la prima Águeda--sus mejillas rubicundas, el timbre "caricioso" de su voz, toda ella avanzando por el "sonoro corredor" de la vieja casa de provincia. Uno se convence de que, ahí, a unos cuantos pasos de distancia, protegida por la transparencia de una conversación extraña, se encuentra, "su polícromo cesto de uvas y manzanas". Y en ese instante, convocada por el gesto y la concentración que vienen desde el futuro, Águeda, en efecto, está atendiendo, sensata y juiciosa, cálida y medio distraída a la vez, la plática de Alguien que ha caído en "la costumbre heroicamente insana de hablar solo", el hombre o la mujer por quien guarda desde entonces, desde antes de que la persona misma naciera, ese "temible luto ceremenioso".
--crg
Thursday, September 21, 2006
RAZÓN POR LA CUAL SIEMPRE SOSPECHÉ DEL SANTO OLOR DE LAS PANADERÍAS
"Gracias a la Real Ordenanza del 4 de diciembre de 1782, se les confirió a los alcaldes de cuartel facultades y jurisdicciones para remitir a las mujeres a figones y panaderías donde purgarían con algunos días de servicio faltas leves y de poca consideración, que no merecían la formación de proceso. Desde entonces se impuso, como medida correctiva, el depósito de las esposas que tenían problemas con los marido; dichos establecimientos terminaron por convertirse en correccionales de carácter ilegal y efímero en el que las mujeres eran obligadas a trabajar y prestar sus servicios. Para los policías se volvió común castigar a las esposas encerrándolas varios días o meses en dichas casas comerciales donde servían como cocineras, meseras, limpiadoras y moledoras de maíz. Estos castigos eran considerados medidas terapéuticas que corregían a las esposas inquietas".
Ana Lidia García Peña, El fracaso del amor, 172.
"Gracias a la Real Ordenanza del 4 de diciembre de 1782, se les confirió a los alcaldes de cuartel facultades y jurisdicciones para remitir a las mujeres a figones y panaderías donde purgarían con algunos días de servicio faltas leves y de poca consideración, que no merecían la formación de proceso. Desde entonces se impuso, como medida correctiva, el depósito de las esposas que tenían problemas con los marido; dichos establecimientos terminaron por convertirse en correccionales de carácter ilegal y efímero en el que las mujeres eran obligadas a trabajar y prestar sus servicios. Para los policías se volvió común castigar a las esposas encerrándolas varios días o meses en dichas casas comerciales donde servían como cocineras, meseras, limpiadoras y moledoras de maíz. Estos castigos eran considerados medidas terapéuticas que corregían a las esposas inquietas".
Ana Lidia García Peña, El fracaso del amor, 172.
Wednesday, September 20, 2006
EL FRACASO DEL AMOR
No lo digo yo, por supuesto. Lo dice Ana Lidia García Peña. Y lo dice muy bien. Lo dice en: El Fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo XIX mexicano (México: El Colegio de México/UAEM, 2006)
El análisis de 292 juicios de divorcio del siglo XIX, de los cuales 212 (73%) fueron promovidos por mujeres y sólo 61 (20%) por hombres, le da pie a la historiadora para argumentar que el divorcio fue desde el inicio un arma de resistencia femenina para escapar del yugo matrimonial, especialmente de la violencia verbal y física que lo caracterizaba. No es éste el caso, añade cautelosa García Peña, de heroínas libertarias en busca de cambiarlo todo, sino de mujeres comunes y corrientes, de diversas clases sociales (la gran mayoría de los divorcios decimonónicos le corresponden, por clase, a los grupos medios de la sociedad) que "no buscaron la independencia o ser iguales a los hombres; en realidad, no querían cambiar las relaciones de poder entre los géneros sino que simplemente utilizaron instituciones ya existentes que las protegían, para desobedecer a sus violentos maridos" [92]. Yo no sé que se encierra con exactitud dentro de la palabra "simplemente" en la cita anterior, pero los pocos, por desgracia muy pocos, casos extraídos del expediente y citados de manera literal en el texto de análisis histórico, dejan una materia ominosa sobre el adverbio.
“Hace doce años”, dice María Rita de la Vega en 1817, “que soy casada con el indicado mi marido y puede decirse que en todos ellos no he tenido un solo día de gusto o de descanso en la pésima vida que paso con él. De día y de noche, esté enferma o sana, me halle grávida o parida, en mi casa o en la ajena, jamás se pasa un periodo de 24 horas en que no me golpee lo menos dos o tres veces, pero esto ¿con qué rigor? Con cintazos, palos, cuartas, reatas, a mordida, bofetadas, pellizcos. No desconoce mi cuerpo ningún género de crueldad o padecimiento porque todos lo ha ejercido en él mi verdugo”.
“A cada instante acecha mi vida”, dice Dolores Aceituno en 1877, “como últimamente lo hizo que me encerró en un cuarto y después de golpearme con la espada y marro hasta que se cansó, me tomó de los hombros y me echó a la calle. Repetidas veces, mi marido espera las altas horas de la noche en que estregada yo al sueño me toma con sus manos por el cuello y descarga sobre mí puros golpes aun estando grávida, por lo que tengo siete cicatrices en la cabeza”.
Entre tantas otras, pues, María Rita de la Vega y Dolores Aceituno utilizaron el recurso de la narrativa--detallada y personal, con descripciones puntuales, uno se atrevería a calificarlas de realistas, de sus cuerpos--dentro de un discurso de victimización femenina para, de manera acaso no simple, servirse de las instituciones que existían, al menos oficialmente, para su protección.
Aún sin pretender la igualdad o buscar la independencia, las mujeres decimonónicas lograrían hacer del divorcio, que hasta 1859 era eclesiástico y desde entonces hasta el 1914 fue civil aunque no vincular, una estrategia de resistencia—un acto digno de llamar la atención especialmente en un medio que, tanto legal como socialmente, insistía en restarles, no aumentarles, derechos. García Peña argumenta, pues, que, hecho por y para hombres, el proceso de individuación que se llevó a cabo a través de la reforma liberal enfatizó la construcción del sujeto masculino, excluyendo del mismo concepto de individuo, y sus derechos, a las mujeres. De ahí que García Peña sostenga que los únicos los beneficiados del reformismo individualista borbónico y liberal hayan sido los hombres.
Sostener lo anterior no es difícil, quitarle el velo de lo evidente y descubrir, no por debajo, como harían los hermeneutas de la sospecha, sino en la misma construcción de la tautología, los escabrosos medios a través de los cuales esto fue posible, es lo que hace leíble, es decir, disfrutable a El fracaso del amor, uno de los pocos libros académicos de historia que me ha mantenido volviendo sus páginas sin saber a ciencia cierta, que es una manera exquisita de experimentar el asombro, qué me espera a la vuelta de la frase. ¿Qué se descubre cuando se descubre que la ausencia de cualquier mención de violencia doméstica en los códigos civiles del 66, 71 y 84 se registró mientras los juzgados liberales también evitaban, a toda costa, la incorporación de los relatos del maltrato conyugal que esgrimían las esposas al demandar el divorcio?
Un fenómeno que había sido, y de manera legítima y amplia, de interés público y social durante la época colonial, el maltrato conyugal, tan abrumadoramente presente en los divorcios iniciados por mujeres, se convirtió en un asunto privado y, por lo tanto, mudo, gracias a una reforma liberal que abogó por los derechos y la libertad del individuo. La violencia doméstica, que era una violencia masculina, se privatizó y, además, se estereotipó, como es posible comprobar en cualquier novela o tratado de nuestros próceres liberales, como una patología de los pobres. La privatización de la violencia conyugal, además, implicó la exclusión de las narrativas del conflicto doméstico, casi todas ellas autor-izadas y esgrimidas por mujeres, casi todas ellas elaboradas a partir de las inscripciones que la violencia misma dejaba en el cuerpo, de los juzgados liberales, cuyos abogados preferían ceñirse a las fórmulas jurídicas que encubrían, en muchos casos, hasta la causa misma de la petición de divorcio.
Lo privado, así entonces, al menos en sus orígenes decimonónicos mexicanos, parece ser un parapeto. En honor a la precisión: lo privado es un parapeto que resguarda narrativas de violencia masculina elaboradas por mujeres. Silenciado, oscurecido, vuelto materia íntima y, luego entonces, materia muda, lo privado, que había sido cosa pública en juzgados coloniales todavía aquejados de manera obsesiva por la culpa y el pecado y la expiación, entrará en su fase subterránea, en su fase secreta, es decir, en su fase femenina. Lo privado, pues, no es, sino que deviene, a través de un impulso liberal, en femenino. Lo femenino no es, sino que deviene, privado.
[continuará…]
--crg
No lo digo yo, por supuesto. Lo dice Ana Lidia García Peña. Y lo dice muy bien. Lo dice en: El Fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo XIX mexicano (México: El Colegio de México/UAEM, 2006)
El análisis de 292 juicios de divorcio del siglo XIX, de los cuales 212 (73%) fueron promovidos por mujeres y sólo 61 (20%) por hombres, le da pie a la historiadora para argumentar que el divorcio fue desde el inicio un arma de resistencia femenina para escapar del yugo matrimonial, especialmente de la violencia verbal y física que lo caracterizaba. No es éste el caso, añade cautelosa García Peña, de heroínas libertarias en busca de cambiarlo todo, sino de mujeres comunes y corrientes, de diversas clases sociales (la gran mayoría de los divorcios decimonónicos le corresponden, por clase, a los grupos medios de la sociedad) que "no buscaron la independencia o ser iguales a los hombres; en realidad, no querían cambiar las relaciones de poder entre los géneros sino que simplemente utilizaron instituciones ya existentes que las protegían, para desobedecer a sus violentos maridos" [92]. Yo no sé que se encierra con exactitud dentro de la palabra "simplemente" en la cita anterior, pero los pocos, por desgracia muy pocos, casos extraídos del expediente y citados de manera literal en el texto de análisis histórico, dejan una materia ominosa sobre el adverbio.
“Hace doce años”, dice María Rita de la Vega en 1817, “que soy casada con el indicado mi marido y puede decirse que en todos ellos no he tenido un solo día de gusto o de descanso en la pésima vida que paso con él. De día y de noche, esté enferma o sana, me halle grávida o parida, en mi casa o en la ajena, jamás se pasa un periodo de 24 horas en que no me golpee lo menos dos o tres veces, pero esto ¿con qué rigor? Con cintazos, palos, cuartas, reatas, a mordida, bofetadas, pellizcos. No desconoce mi cuerpo ningún género de crueldad o padecimiento porque todos lo ha ejercido en él mi verdugo”.
“A cada instante acecha mi vida”, dice Dolores Aceituno en 1877, “como últimamente lo hizo que me encerró en un cuarto y después de golpearme con la espada y marro hasta que se cansó, me tomó de los hombros y me echó a la calle. Repetidas veces, mi marido espera las altas horas de la noche en que estregada yo al sueño me toma con sus manos por el cuello y descarga sobre mí puros golpes aun estando grávida, por lo que tengo siete cicatrices en la cabeza”.
Entre tantas otras, pues, María Rita de la Vega y Dolores Aceituno utilizaron el recurso de la narrativa--detallada y personal, con descripciones puntuales, uno se atrevería a calificarlas de realistas, de sus cuerpos--dentro de un discurso de victimización femenina para, de manera acaso no simple, servirse de las instituciones que existían, al menos oficialmente, para su protección.
Aún sin pretender la igualdad o buscar la independencia, las mujeres decimonónicas lograrían hacer del divorcio, que hasta 1859 era eclesiástico y desde entonces hasta el 1914 fue civil aunque no vincular, una estrategia de resistencia—un acto digno de llamar la atención especialmente en un medio que, tanto legal como socialmente, insistía en restarles, no aumentarles, derechos. García Peña argumenta, pues, que, hecho por y para hombres, el proceso de individuación que se llevó a cabo a través de la reforma liberal enfatizó la construcción del sujeto masculino, excluyendo del mismo concepto de individuo, y sus derechos, a las mujeres. De ahí que García Peña sostenga que los únicos los beneficiados del reformismo individualista borbónico y liberal hayan sido los hombres.
Sostener lo anterior no es difícil, quitarle el velo de lo evidente y descubrir, no por debajo, como harían los hermeneutas de la sospecha, sino en la misma construcción de la tautología, los escabrosos medios a través de los cuales esto fue posible, es lo que hace leíble, es decir, disfrutable a El fracaso del amor, uno de los pocos libros académicos de historia que me ha mantenido volviendo sus páginas sin saber a ciencia cierta, que es una manera exquisita de experimentar el asombro, qué me espera a la vuelta de la frase. ¿Qué se descubre cuando se descubre que la ausencia de cualquier mención de violencia doméstica en los códigos civiles del 66, 71 y 84 se registró mientras los juzgados liberales también evitaban, a toda costa, la incorporación de los relatos del maltrato conyugal que esgrimían las esposas al demandar el divorcio?
Un fenómeno que había sido, y de manera legítima y amplia, de interés público y social durante la época colonial, el maltrato conyugal, tan abrumadoramente presente en los divorcios iniciados por mujeres, se convirtió en un asunto privado y, por lo tanto, mudo, gracias a una reforma liberal que abogó por los derechos y la libertad del individuo. La violencia doméstica, que era una violencia masculina, se privatizó y, además, se estereotipó, como es posible comprobar en cualquier novela o tratado de nuestros próceres liberales, como una patología de los pobres. La privatización de la violencia conyugal, además, implicó la exclusión de las narrativas del conflicto doméstico, casi todas ellas autor-izadas y esgrimidas por mujeres, casi todas ellas elaboradas a partir de las inscripciones que la violencia misma dejaba en el cuerpo, de los juzgados liberales, cuyos abogados preferían ceñirse a las fórmulas jurídicas que encubrían, en muchos casos, hasta la causa misma de la petición de divorcio.
Lo privado, así entonces, al menos en sus orígenes decimonónicos mexicanos, parece ser un parapeto. En honor a la precisión: lo privado es un parapeto que resguarda narrativas de violencia masculina elaboradas por mujeres. Silenciado, oscurecido, vuelto materia íntima y, luego entonces, materia muda, lo privado, que había sido cosa pública en juzgados coloniales todavía aquejados de manera obsesiva por la culpa y el pecado y la expiación, entrará en su fase subterránea, en su fase secreta, es decir, en su fase femenina. Lo privado, pues, no es, sino que deviene, a través de un impulso liberal, en femenino. Lo femenino no es, sino que deviene, privado.
[continuará…]
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Monday, September 18, 2006
LA ARQUITECTURA DE LA NOVELA
Dice Hal Foster que pocos arquitectos han respondido como Zaha Hadid al llamado futurista de abrir la estructura en el espacio, de interpenetrar el interior y el exterior, de intensificar la "figura" y el "medio ambiente". Nacida en Iraq y residente de Londres, ciudad en la que no existe ningún edificio suyo, Zaha Hadid ha cultivado una reputación de arquitecta radical que no ha podido borrar ni el prestigioso premio Priztker, el cual recibió en el 2004. Su alianza con los suprematistas y, especialmente, con la arquitectura futurista coloca frente a mí un espacio que, entre más lo pienso, o entre más lo veo y menos lo pienso, más se parece al espacio que produce la novela--un tipo especial de novela, quiero decir.
Una estructura volcada hacia afuera, un texto que no "encierra" a la así llamada realidad en un universo hermético, sino que, abriéndose, invita a la Así Llamada a salirse de sí misma. No es, pues, una novela abierta en el sentido convencional del término, sino una novela que se abre o, mejor aún, que abre. Una vez abierta, esta novela no invita a entrar, sino a salir. He aquí el puente. Otra estructura, estrecha o zigzagueante o vertical, no importa, pero un puente a través del cual se desliza, titubeante si fuera necesario, trastabillante si no hubiera de otra, la Así Llamada hasta producir otro puente, otro afuera, o hasta que se decide a saltar, desde el más imaginario de los trampolines, hacia las aguas. La novela como la intensificación, por supuesto, de la figura, entendida, aquí, como la silueta o, mejor, como el hilvane que dejará hilos sueltos (una pre-forma) (una forma como proceso) desde la Así Llamada hasta el Medio Ambiente (que por algo es medio y no completo y nunca fin).
Se trata, y lo puedo ver exactamente como un plano, de una novela que, de súbito, se vuelve red, transformándose a sí misma con las protuberancias del caso. Contemporánea, claro. Un presente congelado, a punto de saltar. Un salto a punto de volverse cabeza estrellada. Una cabeza abierta, sangre alrededor. Unos cachitos sobre el pavimento. Una novela que es una cierta utilización de un espacio especialmente producido para la intervención de una red. Algo así. Algo como lo que Hadid piensa que es el objetivo de la arquitectura: la liberación de las fuerzas detectadas en cada proyecto o sitio a partir de las cuales se podrán desarrollar estructuras, espacios, y funciones hasta entonces inéditas.
No me resulta nada extraño, y tampoco deja de darme cierta retórica risa, pues, que algunos críticos bienpensantes se hayan referido al trabajo de Hadid en los siguientes términos: "Hadid es un miembro arquetípico del reducido grupo de arquitectos internacionales que actúan, en gran medida para su propio círculo, como una especie de circo ambulante, símbolos de una arrogancia arquitectónica de la que el público ha aprendido a desconfiar" Colin Amery, en el Financial Times de 1994.
--crg
Dice Hal Foster que pocos arquitectos han respondido como Zaha Hadid al llamado futurista de abrir la estructura en el espacio, de interpenetrar el interior y el exterior, de intensificar la "figura" y el "medio ambiente". Nacida en Iraq y residente de Londres, ciudad en la que no existe ningún edificio suyo, Zaha Hadid ha cultivado una reputación de arquitecta radical que no ha podido borrar ni el prestigioso premio Priztker, el cual recibió en el 2004. Su alianza con los suprematistas y, especialmente, con la arquitectura futurista coloca frente a mí un espacio que, entre más lo pienso, o entre más lo veo y menos lo pienso, más se parece al espacio que produce la novela--un tipo especial de novela, quiero decir.
Una estructura volcada hacia afuera, un texto que no "encierra" a la así llamada realidad en un universo hermético, sino que, abriéndose, invita a la Así Llamada a salirse de sí misma. No es, pues, una novela abierta en el sentido convencional del término, sino una novela que se abre o, mejor aún, que abre. Una vez abierta, esta novela no invita a entrar, sino a salir. He aquí el puente. Otra estructura, estrecha o zigzagueante o vertical, no importa, pero un puente a través del cual se desliza, titubeante si fuera necesario, trastabillante si no hubiera de otra, la Así Llamada hasta producir otro puente, otro afuera, o hasta que se decide a saltar, desde el más imaginario de los trampolines, hacia las aguas. La novela como la intensificación, por supuesto, de la figura, entendida, aquí, como la silueta o, mejor, como el hilvane que dejará hilos sueltos (una pre-forma) (una forma como proceso) desde la Así Llamada hasta el Medio Ambiente (que por algo es medio y no completo y nunca fin).
Se trata, y lo puedo ver exactamente como un plano, de una novela que, de súbito, se vuelve red, transformándose a sí misma con las protuberancias del caso. Contemporánea, claro. Un presente congelado, a punto de saltar. Un salto a punto de volverse cabeza estrellada. Una cabeza abierta, sangre alrededor. Unos cachitos sobre el pavimento. Una novela que es una cierta utilización de un espacio especialmente producido para la intervención de una red. Algo así. Algo como lo que Hadid piensa que es el objetivo de la arquitectura: la liberación de las fuerzas detectadas en cada proyecto o sitio a partir de las cuales se podrán desarrollar estructuras, espacios, y funciones hasta entonces inéditas.
No me resulta nada extraño, y tampoco deja de darme cierta retórica risa, pues, que algunos críticos bienpensantes se hayan referido al trabajo de Hadid en los siguientes términos: "Hadid es un miembro arquetípico del reducido grupo de arquitectos internacionales que actúan, en gran medida para su propio círculo, como una especie de circo ambulante, símbolos de una arrogancia arquitectónica de la que el público ha aprendido a desconfiar" Colin Amery, en el Financial Times de 1994.
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LA PRIMERA DAMA: colectivo, columna semanal, blogspot
Se trata de la columna de un colectivo formado por hombres y mujeres que incluyen a: Vizania Amezcua, narradora mexicana; Juan Carlos Bautista, poeta; Ishtar Cardona, doctoranda en sociología por la Escuela de Altos Estudios de París; Alberto Chimal, narrador mexicano; Gloria Hazel Davenport, militante; Adriana González Mateos, narradora y doctora en letras por la NYU; Noé Morales Muñoz, dramaturgo; Saúl Gutiérrez, doctorando en sociología por la New School for Social Research; Cristina Rivera Garza, narradora y doctora en historia por la UH.
Se trata de una columna semanal que aparece los viernes, en las páginas de cultura del periódico mexicano El Universal.
Se trata de una columna bipartita, bifurcada, bicameral. Cada semana, dos integrantes del colectivo, comparten espacio para intercalar, oponer, complementar, desviar sus ideas en 2,500 caracteres más o menos (hay rollo para más, por supuesto, pero las limitaciones del periódico, ya saben).
Por sobre todas las cosas: En La Primera Dama se vale disentir y se vale estar de acuerdo y se vale tomar las cosas con humor y con la seriedad del caso.
Se trata, desde esta semana, de un blogspot: www.laprimeradama.blogspot.com
--crg
Se trata de la columna de un colectivo formado por hombres y mujeres que incluyen a: Vizania Amezcua, narradora mexicana; Juan Carlos Bautista, poeta; Ishtar Cardona, doctoranda en sociología por la Escuela de Altos Estudios de París; Alberto Chimal, narrador mexicano; Gloria Hazel Davenport, militante; Adriana González Mateos, narradora y doctora en letras por la NYU; Noé Morales Muñoz, dramaturgo; Saúl Gutiérrez, doctorando en sociología por la New School for Social Research; Cristina Rivera Garza, narradora y doctora en historia por la UH.
Se trata de una columna semanal que aparece los viernes, en las páginas de cultura del periódico mexicano El Universal.
Se trata de una columna bipartita, bifurcada, bicameral. Cada semana, dos integrantes del colectivo, comparten espacio para intercalar, oponer, complementar, desviar sus ideas en 2,500 caracteres más o menos (hay rollo para más, por supuesto, pero las limitaciones del periódico, ya saben).
Por sobre todas las cosas: En La Primera Dama se vale disentir y se vale estar de acuerdo y se vale tomar las cosas con humor y con la seriedad del caso.
Se trata, desde esta semana, de un blogspot: www.laprimeradama.blogspot.com
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LECTURA COMO DUELO COMO ESCRITURA: Historiar y Ficcionar (la melancolía del expediente)
Lo dice Helene Cixous: “Each of us, individually and freely, must do the work that consists of rethinking what is your death and my death, which are inseparable. Writing originates in this relationship.” Lo dice la narradora experimental norteamericana Camilla Roy: “In some sense, the writer is always already dead, as far as the reader is concerned”. Lo dice Margeret Atwood en su libro de ensayos sobre la práctica de la escritura titulado, aptamente, Neogitating with the Dead. Los ejemplos abundan, pero creo que, por ahora, estos bastan para decir que no sólo existe una relación estrecha entre el lenguaje escrito y la muerte, sino que, además, se trata de una relación reconocida, ya de manera sucinta o de manera poética o de manera práctica, por escritores de la más variada índole—entre los que no abundan, sospechosamente, los historiadores.
Una relación que involucra de tal manera a la muerte no puede ser ni experimentada ni enunciada sin un ritual de duelo a través del cual se reconozca y se asuma, ya personal y ya socialmente, la pérdida. La pérdida del caso. El libro es, entre todos, el elemento si ne qua non de este duelo—un artefacto de comunicación con los muertos que pone de manifiesto el anhelo, por lo demás imposible, de conexión con mundos ultraterrenos y desconocidos y, acaso, incognoscibles. Así entonces, una relación que implica de tal manera a la pérdida—y la menor de todas no es la pérdida de la presencia del cuerpo—no puede ser enunciada ni resucitada, pues, sin el asomo de la melancolía. La melancolía de quien sabe, de entrada, que su tarea es imposible (hacer hablar a los muertos); la melancolía de quien, al tanto de tal imposibilidad, continúa sin embargo leyendo; y la melancolía, también, del expediente mismo—acaso olvidado por años, acaso inmóvil, lleno de polvo, extraviado.
Pero tal acumulación de melancolía, uno de cuyos elementos intrínsecos, según Freud, es el empobrecimiento del yo, bien puede jugar un papel estratégico en abrir paso para ese otro deseo, el deseo de vivir en asombro. El deseo de vivir asombrosmente. Pues si bien, como lo sustenta Cixious, “la escena de la escritura es una escena de inconmensurable separación”, también Katy Acker tiene razón cuando argumenta que “[w]henever we talk about narration, about narrative structure, we´re talking about political power. There are no ivory towers. The desire to play, to make literary structures that play into and in unknown or unknowable realms, those of chance and death and the lack of language, is the desire to live in a world that is open and dangerous that is limitless. To play, then, both in structure and in content, is to desire to live in Wonder.” Acaso ese deseo y ese asombro, ese deseo de vivir asombrosamente, nos remita a las implicaciones políticas de estos textos históricos en modo etnográfico: algo debe pasar en el mundo real y verdadero (la frase es de Matilda Burgos) cuando se ponen de manifiesto los métodos de construcción de los textos a través de los cuales reconstruimos socialmente la memoria plural de nuestros contextos presentes. Algo debe suceder en el mundo real y verdadero, insisto, en el mundo de los ciudadanos de carne y hueso, cuando nuestros textos memoriosos asuman el reto—sintáctico, cultural, político—de encarnar las estrategias narrativas de los documentos en los cuales se basan, y cuando asuman el reto de, tal como lo prometen hasta nuestros días, hacer-como-si fueran escuchados en ese justo momento. Este.
--crg
Lo dice Helene Cixous: “Each of us, individually and freely, must do the work that consists of rethinking what is your death and my death, which are inseparable. Writing originates in this relationship.” Lo dice la narradora experimental norteamericana Camilla Roy: “In some sense, the writer is always already dead, as far as the reader is concerned”. Lo dice Margeret Atwood en su libro de ensayos sobre la práctica de la escritura titulado, aptamente, Neogitating with the Dead. Los ejemplos abundan, pero creo que, por ahora, estos bastan para decir que no sólo existe una relación estrecha entre el lenguaje escrito y la muerte, sino que, además, se trata de una relación reconocida, ya de manera sucinta o de manera poética o de manera práctica, por escritores de la más variada índole—entre los que no abundan, sospechosamente, los historiadores.
Una relación que involucra de tal manera a la muerte no puede ser ni experimentada ni enunciada sin un ritual de duelo a través del cual se reconozca y se asuma, ya personal y ya socialmente, la pérdida. La pérdida del caso. El libro es, entre todos, el elemento si ne qua non de este duelo—un artefacto de comunicación con los muertos que pone de manifiesto el anhelo, por lo demás imposible, de conexión con mundos ultraterrenos y desconocidos y, acaso, incognoscibles. Así entonces, una relación que implica de tal manera a la pérdida—y la menor de todas no es la pérdida de la presencia del cuerpo—no puede ser enunciada ni resucitada, pues, sin el asomo de la melancolía. La melancolía de quien sabe, de entrada, que su tarea es imposible (hacer hablar a los muertos); la melancolía de quien, al tanto de tal imposibilidad, continúa sin embargo leyendo; y la melancolía, también, del expediente mismo—acaso olvidado por años, acaso inmóvil, lleno de polvo, extraviado.
Pero tal acumulación de melancolía, uno de cuyos elementos intrínsecos, según Freud, es el empobrecimiento del yo, bien puede jugar un papel estratégico en abrir paso para ese otro deseo, el deseo de vivir en asombro. El deseo de vivir asombrosmente. Pues si bien, como lo sustenta Cixious, “la escena de la escritura es una escena de inconmensurable separación”, también Katy Acker tiene razón cuando argumenta que “[w]henever we talk about narration, about narrative structure, we´re talking about political power. There are no ivory towers. The desire to play, to make literary structures that play into and in unknown or unknowable realms, those of chance and death and the lack of language, is the desire to live in a world that is open and dangerous that is limitless. To play, then, both in structure and in content, is to desire to live in Wonder.” Acaso ese deseo y ese asombro, ese deseo de vivir asombrosamente, nos remita a las implicaciones políticas de estos textos históricos en modo etnográfico: algo debe pasar en el mundo real y verdadero (la frase es de Matilda Burgos) cuando se ponen de manifiesto los métodos de construcción de los textos a través de los cuales reconstruimos socialmente la memoria plural de nuestros contextos presentes. Algo debe suceder en el mundo real y verdadero, insisto, en el mundo de los ciudadanos de carne y hueso, cuando nuestros textos memoriosos asuman el reto—sintáctico, cultural, político—de encarnar las estrategias narrativas de los documentos en los cuales se basan, y cuando asuman el reto de, tal como lo prometen hasta nuestros días, hacer-como-si fueran escuchados en ese justo momento. Este.
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Friday, September 15, 2006
MANTENER LA CABEZA
Publicado, en versión jíbara, en la columna colectiva La Primera Dama, en la sección cultural de El Universal, viernes 15 de septiembre, 2006.
Vi mi primer decapitado en una carretera de la China. Iba hacia el aeropuerto de Beijing cuando, de repente, el flujo vehicular se detuvo. El taxista, a quien no entendía en lo más mínimo, pronunció en su idioma, y de esto estoy plenamente convencida, las mismas palabras que yo pronunciaba en ese momento en español: ¡pero si se trata de un cuerpo! Nos tomó a ambos más o menos el mismo tiempo, es decir una eternidad, hacer un cuerpo de las piezas varias que veíamos sobre el pavimento. Luego continuamos nuestro camino contritos, meditabundos. En Xian, que era hacia donde me dirigía aquella mañana nublada, vi los soldados de terracota--los asombrosos cuerpos completos y, también, los decapitados por el paso del tiempo, el paso de la guerra, todo esto. Un par de semanas después llegué a Tijuana y ahí me recibió la noticia del hallazgo de un par de cabezas a las puertas de una institución a cargo del orden público. Más tarde me enteré, como todos, del depósito de cabezas en la pista de baile de Uruapan, Michoacán.
Resulta obvio, pues, que esta clase de homicidio espectacular, esta también tortura milenaria, esta lección y esta advertencia que se inscribe brutalmente en el cuerpo, desgajándolo en el acto, ha cobrado nuevos bríos, y esto a nivel mundial, en los últimos tiempos. Me pregunto, como muchos otros, acerca del porque. ¿Cuál es, de serlo, el mensaje? ¿Qué es lo que produce, específicamente, este horror? Y me respondo, con el lento horror de caso, que la visión de la cabeza separada del cuerpo me resulta especialmente horrísona no tanto porque viole un precepto básico de la vida occidental, sino porque, al contrario, lo cumple de manera extrema, de manera, y acaso sea ésta la fuente más precisa del terror, de manera literal.
El que decapita separa las funciones principales del todo humano: por un lado la cabeza; por otro, un charco de sangre de por medio, el cuerpo. Cual individuo racional, el que decapita no pierde, sino que conserva la cabeza: conserva dos o más. Cual filósofo de la ilustración literalmente enloquecido, el que decapita literaliza el pienso-luego-existo descartiano—ese érase-que-se-era, ese érase-una-vez con que dan inicio las narrativas del mundo así llamado moderno. El que decapita y arroja la cabeza al lugar de los pies, como sucedió en la pista de baile de Uruapan, lleva a cabo una reversión capital de jerarquías igualmente capitales--de ahí el horror, digamos, estructural. Como en el caso de los deseos cumplidos, habrá que tener cuidado de las narrativas fundacionales cuando éstas se realizan, cuando éstas llegan a su fin último que es, además o por principio de horrísonas cuentas, un fin lógico. El horror que experimento cuando veo un cuerpo separado de su cabeza es un horror, luego entonces, original.
--crg
Publicado, en versión jíbara, en la columna colectiva La Primera Dama, en la sección cultural de El Universal, viernes 15 de septiembre, 2006.
Vi mi primer decapitado en una carretera de la China. Iba hacia el aeropuerto de Beijing cuando, de repente, el flujo vehicular se detuvo. El taxista, a quien no entendía en lo más mínimo, pronunció en su idioma, y de esto estoy plenamente convencida, las mismas palabras que yo pronunciaba en ese momento en español: ¡pero si se trata de un cuerpo! Nos tomó a ambos más o menos el mismo tiempo, es decir una eternidad, hacer un cuerpo de las piezas varias que veíamos sobre el pavimento. Luego continuamos nuestro camino contritos, meditabundos. En Xian, que era hacia donde me dirigía aquella mañana nublada, vi los soldados de terracota--los asombrosos cuerpos completos y, también, los decapitados por el paso del tiempo, el paso de la guerra, todo esto. Un par de semanas después llegué a Tijuana y ahí me recibió la noticia del hallazgo de un par de cabezas a las puertas de una institución a cargo del orden público. Más tarde me enteré, como todos, del depósito de cabezas en la pista de baile de Uruapan, Michoacán.
Resulta obvio, pues, que esta clase de homicidio espectacular, esta también tortura milenaria, esta lección y esta advertencia que se inscribe brutalmente en el cuerpo, desgajándolo en el acto, ha cobrado nuevos bríos, y esto a nivel mundial, en los últimos tiempos. Me pregunto, como muchos otros, acerca del porque. ¿Cuál es, de serlo, el mensaje? ¿Qué es lo que produce, específicamente, este horror? Y me respondo, con el lento horror de caso, que la visión de la cabeza separada del cuerpo me resulta especialmente horrísona no tanto porque viole un precepto básico de la vida occidental, sino porque, al contrario, lo cumple de manera extrema, de manera, y acaso sea ésta la fuente más precisa del terror, de manera literal.
El que decapita separa las funciones principales del todo humano: por un lado la cabeza; por otro, un charco de sangre de por medio, el cuerpo. Cual individuo racional, el que decapita no pierde, sino que conserva la cabeza: conserva dos o más. Cual filósofo de la ilustración literalmente enloquecido, el que decapita literaliza el pienso-luego-existo descartiano—ese érase-que-se-era, ese érase-una-vez con que dan inicio las narrativas del mundo así llamado moderno. El que decapita y arroja la cabeza al lugar de los pies, como sucedió en la pista de baile de Uruapan, lleva a cabo una reversión capital de jerarquías igualmente capitales--de ahí el horror, digamos, estructural. Como en el caso de los deseos cumplidos, habrá que tener cuidado de las narrativas fundacionales cuando éstas se realizan, cuando éstas llegan a su fin último que es, además o por principio de horrísonas cuentas, un fin lógico. El horror que experimento cuando veo un cuerpo separado de su cabeza es un horror, luego entonces, original.
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Monday, September 11, 2006
LA PRIMERA DAMA
Publicado originalmente en la columna colectiva La Primera Dama, El Universal, sección cultural, 8 de septiembre, 2006.
La cruz de mi plutonismo
Me pongo a pensar en lo que estará sintiendo la pobre de Proserpina. Mira que pasar toda una eternidad, cual fronteriza irredenta, entre el Hades y Gea (seis meses aquí, seis meses allá) para venir a descubrir en el 2006 A.D., equipo de astrónomos de por medio, que el poderoso señor que la raptó era nada menos y nada más que un verdadero fiasco. ¿O tendré que decir, en honor a la verdad y con la precisión del caso, que el señor era un pequeño fiasco? Para ser justos, he de confesar que también me pongo a pensar en el pobre de Plutón, degradado universalmente frente a los ojos muy abiertos del, éste sí de a de veras hasta donde sabemos, planeta Tierra. ¿Cómo se sobrepone algo o alguien a una situación tan dramática y tan universal, especialmente cuando no hay precedentes? Hay golpes en la vida, decía Vallejo, sin duda recapacitando de antemano en lo que, en un día de un futuro no muy lejano, le pasaría a Plutón. Hay golpes en la vida tan fuertes.
Mi empatía termina, sin embargo, cuando me pregunto, con la suspicaz curiosidad tan típica de estos electoreros tiempos, cómo le hizo. Sí, ¿cómo le hizo Plutón para hacerse pasar por un planeta de a de veras por tanto tiempo? ¿De qué tipo de fraude se sirvió para que la rigurosa aunque algo errática comunidad científica de la tierra cayera en su juego de esa manera? Porque si Plutón fue capaz de raptarse, unicornio de por medio según la imagen de Durero, a Proserpina, dejándonos de paso con sólo con seis meses de buen tiempo, yo a ese señor lo creo capaz de todo. Pudo, por ejemplo, granjearse el favor de los científicos por medios, digamos, no ortodoxos (recuérdese que se está hablando del mismísimo Señor del Subsuelo). Pudo, ya sea por medios cibernéticos o a la antiguita, colocar lentes especiales en los telescopios de los crédulos. Pudo haber organizado una campaña de terror entre los otros planetas del sistema, obligándolos, con rudas estratagemas mediáticas, a refugiarse en la mera idea de su existencia. Pudo haber utilizado su natural grisura, su posición última, su pequeña dimensión, su errática órbita, para ocultar la naturaleza enana de su condición primigenia. Pudo haberse quedado calladito (aunque no se viera más bonito), ahí, agazapado, dejando que todo mundo pensara lo que quisiera. Pudo haber hecho tantas cosas.
Por todo eso, pero especialmente por todas esas otras innombrables cosas que con toda seguridad también hizo Plutón, propongo adoptar el adjetivo “plutónico” para calificar a todo engaño de larga duración. Los amores, ésos, ya no serán platónicos, sino plutónicos. ¿Las elecciones? ¡Plutónicas! Yo, que he vivido casi siempre en el mundo de la ficción, creyéndola además, no podré negar la cruz de mi plutonismo. Plutónico será, sin duda alguna, el personaje Calderón en guisa de presidente de un cuerpo celeste de dudoso status económico. Plutónico siempre ha sido el final feliz y el érase una vez y el érase que se era. Plutónica la mirada que se asoma a la realidad a ver, con demasiada frecuencia, lo que se le da la gana.
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Publicado originalmente en la columna colectiva La Primera Dama, El Universal, sección cultural, 8 de septiembre, 2006.
La cruz de mi plutonismo
Me pongo a pensar en lo que estará sintiendo la pobre de Proserpina. Mira que pasar toda una eternidad, cual fronteriza irredenta, entre el Hades y Gea (seis meses aquí, seis meses allá) para venir a descubrir en el 2006 A.D., equipo de astrónomos de por medio, que el poderoso señor que la raptó era nada menos y nada más que un verdadero fiasco. ¿O tendré que decir, en honor a la verdad y con la precisión del caso, que el señor era un pequeño fiasco? Para ser justos, he de confesar que también me pongo a pensar en el pobre de Plutón, degradado universalmente frente a los ojos muy abiertos del, éste sí de a de veras hasta donde sabemos, planeta Tierra. ¿Cómo se sobrepone algo o alguien a una situación tan dramática y tan universal, especialmente cuando no hay precedentes? Hay golpes en la vida, decía Vallejo, sin duda recapacitando de antemano en lo que, en un día de un futuro no muy lejano, le pasaría a Plutón. Hay golpes en la vida tan fuertes.
Mi empatía termina, sin embargo, cuando me pregunto, con la suspicaz curiosidad tan típica de estos electoreros tiempos, cómo le hizo. Sí, ¿cómo le hizo Plutón para hacerse pasar por un planeta de a de veras por tanto tiempo? ¿De qué tipo de fraude se sirvió para que la rigurosa aunque algo errática comunidad científica de la tierra cayera en su juego de esa manera? Porque si Plutón fue capaz de raptarse, unicornio de por medio según la imagen de Durero, a Proserpina, dejándonos de paso con sólo con seis meses de buen tiempo, yo a ese señor lo creo capaz de todo. Pudo, por ejemplo, granjearse el favor de los científicos por medios, digamos, no ortodoxos (recuérdese que se está hablando del mismísimo Señor del Subsuelo). Pudo, ya sea por medios cibernéticos o a la antiguita, colocar lentes especiales en los telescopios de los crédulos. Pudo haber organizado una campaña de terror entre los otros planetas del sistema, obligándolos, con rudas estratagemas mediáticas, a refugiarse en la mera idea de su existencia. Pudo haber utilizado su natural grisura, su posición última, su pequeña dimensión, su errática órbita, para ocultar la naturaleza enana de su condición primigenia. Pudo haberse quedado calladito (aunque no se viera más bonito), ahí, agazapado, dejando que todo mundo pensara lo que quisiera. Pudo haber hecho tantas cosas.
Por todo eso, pero especialmente por todas esas otras innombrables cosas que con toda seguridad también hizo Plutón, propongo adoptar el adjetivo “plutónico” para calificar a todo engaño de larga duración. Los amores, ésos, ya no serán platónicos, sino plutónicos. ¿Las elecciones? ¡Plutónicas! Yo, que he vivido casi siempre en el mundo de la ficción, creyéndola además, no podré negar la cruz de mi plutonismo. Plutónico será, sin duda alguna, el personaje Calderón en guisa de presidente de un cuerpo celeste de dudoso status económico. Plutónico siempre ha sido el final feliz y el érase una vez y el érase que se era. Plutónica la mirada que se asoma a la realidad a ver, con demasiada frecuencia, lo que se le da la gana.
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HISTORIAR Y FICCIONAR: Notas para leer documentos históricos en modo etnográfico
Señalar el vacío, señalar lo inexplicable. La crisis de representación que ha dado vida a tanto arte contemporáneo—del arte procesual al conceptual, del minimalismo a la instalación—no sólo condujo hacia una crítica radical del objeto a través de la desmaterialización de la obra sino que también, y por lo mismo, resaltó, en lugar del objeto, el proceso artístico, concibiéndolo ahora como una relación ya con el sitio ya con el espectador. Más que “objeto” de lectura o de interpretación, estos productos artísticos contemporáneos pasaron a ser, así, objeto de deseo o de apropiación. Algo similar pasa, o debería pasar, con la escritura histórica en modo etnográfico. Una escritura histórica cabalmente contemporánea.
Entre más vuelvo al expediente de Matilda Burgos, por ejemplo, más me asombra la manera en que se han multiplicado mis preguntas acerca de ella, acerca de su experiencia y de su historia. ¿Fue ella quien en verdad dijo que su madre había sido asesinada? ¿Tuvo tratos con bolcheviques y anarquistas como lo hacen suponer los escritos contenidos en sus Despachos Diplomáticos? ¿Consumía éter? ¿A qué sabe el éter? ¿Cómo adquiría su ropa? ¿Cómo la lavaba? ¿Cómo limpiaba su cuerpo, su cabello, su boca? ¿Qué tipo de relaciones logró establecer, si alguna, con otras o con otros internos del establecimiento? ¿De qué manera miraba a los doctores que insistían en hacerla hablar? ¿Insistían de verdad, estos doctores, en hacerla hablar? ¿Se comunicaba con alguien más, alguien de fuera? ¿Qué relación tenía con Consuelo Díaz, la mujer a quien le fue entregado su cuerpo en 1953? Las preguntas son, de hecho, infinitas. Pocas tienen respuestas. Pero carecer de respuestas no medra su valor; al contrario, lo acrecienta. Estoy convencida de que el asombro que me provoca constatar que mi conocimiento de ella disminuye o se tambalea con el paso del tiempo no es un asunto personal o privado, sino que eso, ese no-saber amplificado, constituye la materia misma de cualquier escritura acerca de su persona y de su lugar en el mundo.
En todo caso, un libro de historia que aceptara como propia la crisis de representación que permea el arte contemporáneo y la vida cotidiana de inicios de siglo XXI tendría por fuerza que detenerse con todo cuidado, con el cuidado del caso, en ese no-saber que obstaculiza, pospone, desvía y opaca la versión final o definitiva de su experiencia como sujeto histórico, es decir, de su experiencia como ciudadana de un país en acelerado proceso de modernización bajo los principios de un régimen así llamado revolucionario. Un libro de historia en el modo etnográfico tendría que hacer lo que el poeta y teórico estadounidense Charles Bernstein reconoce en los escritos que él denomina como anti-absorbentes: “Rather than making the langauge as transparent as posible…the movement is toward opacity/denseness—visibility of language through the making translucent of the medium”. Para el caso de la lectura y escritura que ahora me ocupa, ese movimiento bernsteiniano hacia la opacidad es, sobre todo, un movimiento hacia el obstáculo o la desviación que impide que la anécdota fluya como si constituyera la versión final de sí misma. Es un movimiento hacia la escritura, hacia las estrategias narrativas, artificiales y políticas, que, cual cortina en ventana abierta, hacen que se sepa que ahí, efectivamente, pasa el aire. Que ahí, efectivamente, sucede algo, y algo de suyo interesante.
En tanto texto procesual opaco y densificado, el libro histórico en modo etnográfico se convertiría así en un espacio apto para albergar la marca de lo que no se entiende o de lo que cada vez se entiende menos o de lo que se entiende cada vez con mayor incertidumbre. Ese libro es en realidad una pregunta exponencial y, en tanto tal, es el negativo del libro. Se trata del libro que se hace y, al hacerse, hace visible su método de hacerse. Es un libro sin explicación, pero con enigma. Es un libro de enigmas compartidos. Un campo minado.
--crg
Señalar el vacío, señalar lo inexplicable. La crisis de representación que ha dado vida a tanto arte contemporáneo—del arte procesual al conceptual, del minimalismo a la instalación—no sólo condujo hacia una crítica radical del objeto a través de la desmaterialización de la obra sino que también, y por lo mismo, resaltó, en lugar del objeto, el proceso artístico, concibiéndolo ahora como una relación ya con el sitio ya con el espectador. Más que “objeto” de lectura o de interpretación, estos productos artísticos contemporáneos pasaron a ser, así, objeto de deseo o de apropiación. Algo similar pasa, o debería pasar, con la escritura histórica en modo etnográfico. Una escritura histórica cabalmente contemporánea.
Entre más vuelvo al expediente de Matilda Burgos, por ejemplo, más me asombra la manera en que se han multiplicado mis preguntas acerca de ella, acerca de su experiencia y de su historia. ¿Fue ella quien en verdad dijo que su madre había sido asesinada? ¿Tuvo tratos con bolcheviques y anarquistas como lo hacen suponer los escritos contenidos en sus Despachos Diplomáticos? ¿Consumía éter? ¿A qué sabe el éter? ¿Cómo adquiría su ropa? ¿Cómo la lavaba? ¿Cómo limpiaba su cuerpo, su cabello, su boca? ¿Qué tipo de relaciones logró establecer, si alguna, con otras o con otros internos del establecimiento? ¿De qué manera miraba a los doctores que insistían en hacerla hablar? ¿Insistían de verdad, estos doctores, en hacerla hablar? ¿Se comunicaba con alguien más, alguien de fuera? ¿Qué relación tenía con Consuelo Díaz, la mujer a quien le fue entregado su cuerpo en 1953? Las preguntas son, de hecho, infinitas. Pocas tienen respuestas. Pero carecer de respuestas no medra su valor; al contrario, lo acrecienta. Estoy convencida de que el asombro que me provoca constatar que mi conocimiento de ella disminuye o se tambalea con el paso del tiempo no es un asunto personal o privado, sino que eso, ese no-saber amplificado, constituye la materia misma de cualquier escritura acerca de su persona y de su lugar en el mundo.
En todo caso, un libro de historia que aceptara como propia la crisis de representación que permea el arte contemporáneo y la vida cotidiana de inicios de siglo XXI tendría por fuerza que detenerse con todo cuidado, con el cuidado del caso, en ese no-saber que obstaculiza, pospone, desvía y opaca la versión final o definitiva de su experiencia como sujeto histórico, es decir, de su experiencia como ciudadana de un país en acelerado proceso de modernización bajo los principios de un régimen así llamado revolucionario. Un libro de historia en el modo etnográfico tendría que hacer lo que el poeta y teórico estadounidense Charles Bernstein reconoce en los escritos que él denomina como anti-absorbentes: “Rather than making the langauge as transparent as posible…the movement is toward opacity/denseness—visibility of language through the making translucent of the medium”. Para el caso de la lectura y escritura que ahora me ocupa, ese movimiento bernsteiniano hacia la opacidad es, sobre todo, un movimiento hacia el obstáculo o la desviación que impide que la anécdota fluya como si constituyera la versión final de sí misma. Es un movimiento hacia la escritura, hacia las estrategias narrativas, artificiales y políticas, que, cual cortina en ventana abierta, hacen que se sepa que ahí, efectivamente, pasa el aire. Que ahí, efectivamente, sucede algo, y algo de suyo interesante.
En tanto texto procesual opaco y densificado, el libro histórico en modo etnográfico se convertiría así en un espacio apto para albergar la marca de lo que no se entiende o de lo que cada vez se entiende menos o de lo que se entiende cada vez con mayor incertidumbre. Ese libro es en realidad una pregunta exponencial y, en tanto tal, es el negativo del libro. Se trata del libro que se hace y, al hacerse, hace visible su método de hacerse. Es un libro sin explicación, pero con enigma. Es un libro de enigmas compartidos. Un campo minado.
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