EL INOCENTE
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Todo cambia, es cierto, pero El Inocente, como la materia, permanece. Cada fin de año, de manera por demás ritual, el canal de las estrellas vuelve a pasar la famosa película en blanco y negro que unió en la pantalla a Pedro Infante (nótese aquí la coincidencia entre el apellido del actor principal y el título de la película) en papel de mecánico pobre pero honrado, seductor pero respetuoso, y a Silvia Pinal en el rol de la hija rubia y mimada de un matrimonio de la elite mexicana en el que la madre (Sara García) lleva los pantalones—una disfuncionalidad ampliamente demostrada cada vez que la matriarca impide que su esposo exprese opinión alguna con su proverbial, repetido hasta el cansancio, “ tú no opinas nada”. Las risas, todavía no pregrabadas, que provoca esta comedia de mediados de siglo XX mucho tienen que ver con los conflictos de clase y de género que los dos monstruos del cine mexicano logran normalizar hacia el final de la película: los ricos tienen que aprender a respetar a los pobres y las mujeres tienen que aprender a respetar a los hombres.
Tengo la impresión de que cualquiera que tenga una televisión en casa y/o haya crecido en México se sabe la trama a la perfección, pero aquí va una versión resumida nada más para no dejar. Mané está comprometida con un hombre claramente disfuncional—un hijo de mamá y, para colmo, algo afeminado (risas) que no sabe controlar a su prometida (risas). Después de una pelea de enamorados en la cena de fin de año, la voluntariosa de Mané (risas) decide manejar sola hasta Cuernavaca. De noche. En un carro al que no le ha puesto agua o aceite. La hija desobediente y caprichosa, por supuesto, no logra llegar a Cuernavaca (risas) y, en su lugar, se encuentra sola, de noche, sobre un carro desvielado en medio de la carretera. Entonces aparece Cruci quien, qué tiempos aquellos, no intenta propasarse con ella y ni siquiera trata de sacarle dinero (risas). Al contrario, comportándose con cortesía y suma caballerosidad, el mecánico acepta acompañarla a su casona de Cuernavaca porque todo le resulta a ella “dificilísimo” (risas).
En la casa vacía (los criados se han tomado la noche libre) el mecánico y la niña mimada se dan a la tarea de beber como cosacos. Cantan. Bailan. Y hasta se dan tiempo de platicar. En una escena memorable, por ejemplo, Cruci equipara a Mané con un coche nuevecito que todavía “no ha sido manejado” y Mané, con cara de clara congoja, acepta que ya tiene “comprador” (risas). Esta profunda conversación no les impide seguir bebiendo y pasársela de lo lindo hasta que Mané cae dormida de borracha y Cruci tiene a bien arrastrarla por el barandal de la escalera hasta el piso de arriba (risas) y depositarla, castamente (risas), en la cama de la recámara principal. Ella, porque está borracha, medio se desnuda y, él, como está borracho, hace más o menos lo mismo y se tiende a su lado. Los dos están profundamente dormidos. Y así los encuentran los padres la siguiente mañana (risas). El escándalo explota de inmediato. Y el vía crucis de Cruci da inicio.
Todos suponen que “algo” grave ha sucedido y, para salvar el honor de la familia, Mané y Cruci se casan en una austera (risas) ceremonia civil. Luego, los recién casados van en coche a Valle de Bravo donde él espera que el matrimonio se consume (risas) y donde ella sabe que los esperan sus padres (risas). El plan de la familia de Mané es el siguiente: dos meses de un matrimonio de apariencia, un divorcio discreto y la posibilidad de iniciar una nueva vida. Cruci, porque está enamorado y es decente a toda prueba, acepta el trato al inicio, aunque no sin reticencia. Y, de la misma manera, se sobrepone a las continuas humillaciones que le inflinge su nueva familia de abolengo. Hasta el proverbial día en que saca la casta y, pobre pero honrado, seductor pero respetuoso, aguantador pero no sin orgullo, decide acabar con todo y regresar a su taller mecánico. El único problema, el problema que cambiará el balance de poder entre la familia de medios y el pobre mecánico, es que Mané necesita un divorcio que sólo él puede darle. Por eso la madre de Mané se ve forzada a visitar a Cruci en su taller mecánico y, ahí, él se da el lujo de poner a la matriarca en su lugar: no hablará con ella. Las mujeres gritonas, entiende el espectador, tienen que aprender a callarse. Cuando le toca el turno a Mané y ésta, ya con ciertos indicios de una mansedumbre inédita, le pide el mentado divorcio, Cruci sólo le pone una condición: que sea realmente su mujer (risas) aunque sea por un día. Mané, por supuesto, acepta (risas).
La escena de la domesticación femenina se lleva a cabo en la pobre pero limpia vivienda de Cruci. El está estudiando cuando ella toca a la puerta. Vestida como una mujer avergonzada (con lentes oscuros y pañoleta en la cabeza), Mané viene dispuesta (¿deseosa?) a todo. Y he aquí que Cruci, decente hasta la saciedad pero igualmente ávido de propinarle una lección, no le pide que se acueste con él sino que le caliente el café (risas), le lave la ropa (risas), le cocine y sirva el desayuno (risas), le pregunte cómo le fue ese día (risas), y le diga con entera sinceridad que lo ama (risas). En fin, le exige que se comporte como una mujer de a de veras: servil, sacrificada, hacendosa, dócil, callada, talentosa, profundamente enamorada. Ella lo intenta, es cierto, pero cuando nada da resultado, cuando ella está dispuesta a “entregarse” a cambio del famoso divorcio (risas), Cruci la exime de su tarea y, porque él es decente ante todo, la deja ir (silencio especular).
El espectador criado en México y con televisión en casa sabe que ella regresará, de otro modo ninguna de las risas anteriores tendría sentido. Para que la comedia de fin de año funcione, Mané tiene que dejar atrás su vida de mimos y caprichos, su vida de inutilidad doméstica, su vida de hacer lo que se le de la gana. Para que todo México pueda reír a gusto Mané tiene que enamorarse de verdad y dejar la casa paterna (aquí más bien Materna, a decir verdad) para irse a compartir su vida con un hombre verdadero, viviendo de su sueldo (eso lo repite Infante varias veces) y, mientras tanto, cocinarle y apapacharlo y prometerle que va a cuidar bien de sus chilpayates. Todo eso ahora le resulta a Mané “facilísimo” (risas). Así, ya con los roles de género y de clase bien re-estructurados, armónicamente delineados, todo mundo puede esperar en paz el nuevo año (risas).
Pero ojo. La genialidad de la película y, de hecho, de la programación de televisa es que este tradicional artefacto cultural de fin de año se pasa usualmente el 28 de diciembre, el día de los santos inocentes, es decir, el día en que todos los mexicanos nos dedicamos a jugarle bromas crueles a quien se deje o quien se las crea. Supongo que de ahí vienen las dos cosas: el título de la película y la programación cruel y burlona de televisa. ¡Inocente para siempre!
--crg
Saturday, December 23, 2006
LA TRIBU DE LAS LENGUAS MORADAS
Se cuenta que, durante un verano demasiado largo demasiado caliente demasiado, formaron parte de un Laboratorio Fronterizo en las Tierras del Cruce Constante en el año 2006 A.D. También cuenta la leyenda que, meses después, reunidos por el azar y el gusto en lugar de las Tierras Altas de cuyo nombre no debo acordarme, quedaron así: lenguas moradas. Nadie sabe a ciencia cierta qué ocasionó el peculiar color en zona tan diestra de la cavidad bucal, pero note, amable lector, la conspicua presencia de botellas alargadas y de difuminado color verde a sus espaldas.
Algo raro, se cuenta, les pasó por allá. Algo que los dejó con esta festiva carcajada y esta gozosa cercanía. Ese algo, esto suele asegurarse con devota convicción, es y seguirá siendo Algo Celebrable.
En la primera imagen conocida hasta el momento de tan singular tribu: josé ramón santillana, paty blake, crg.
--crg
Se cuenta que, durante un verano demasiado largo demasiado caliente demasiado, formaron parte de un Laboratorio Fronterizo en las Tierras del Cruce Constante en el año 2006 A.D. También cuenta la leyenda que, meses después, reunidos por el azar y el gusto en lugar de las Tierras Altas de cuyo nombre no debo acordarme, quedaron así: lenguas moradas. Nadie sabe a ciencia cierta qué ocasionó el peculiar color en zona tan diestra de la cavidad bucal, pero note, amable lector, la conspicua presencia de botellas alargadas y de difuminado color verde a sus espaldas.
Algo raro, se cuenta, les pasó por allá. Algo que los dejó con esta festiva carcajada y esta gozosa cercanía. Ese algo, esto suele asegurarse con devota convicción, es y seguirá siendo Algo Celebrable.
En la primera imagen conocida hasta el momento de tan singular tribu: josé ramón santillana, paty blake, crg.
--crg
LABORATORISTA FRONTERIZO (QUE VIVE EN OCOYACAC) OBTIENE BECA
Cálido abrazo desde las muy frías y muy altas Tierras Altas para Abraham Morales, laboratorista irredento con cierta propensión a desbrujularse en territorio fronterizo y ahora becario del Centro Toluqueño de Escritores. Ajúa, puesn.
La nota del periódico Milenio del 21 de diciembre anunció:
Obtiene Abraham Morales Beca de invierno para prosa poética
Considerado el premio más antiguo del Estado de México otorgado por el Centro Toluqueño de Escritores tuvo 21 aspirantes.
México, DF.- Con el proyecto “En cuanto al mar”, Abraham Morales Moreno, joven poeta y estudiante de la Universidad Iberoamericana, obtuvo la Beca de invierno para prosa poética, que otorga el Centro Toluqueño de Escritores.
Morales, con residencia en Ocoyoacac, Estado de México, aborda con espíritu lúdico los problemas de identidad y territorio, destaca el fallo dado a conocer hoy aquí.
El joven ha formado parte del taller de la escritora Cristina Rivera Garza, dentro del cual participó en la antología “Romper el hielo: novísimas escrituras al pie del volcán”. Asimismo ha tomado talleres de poesía de Reynaldo Jiménez y Jen Hoffer.
--crg
Cálido abrazo desde las muy frías y muy altas Tierras Altas para Abraham Morales, laboratorista irredento con cierta propensión a desbrujularse en territorio fronterizo y ahora becario del Centro Toluqueño de Escritores. Ajúa, puesn.
La nota del periódico Milenio del 21 de diciembre anunció:
Obtiene Abraham Morales Beca de invierno para prosa poética
Considerado el premio más antiguo del Estado de México otorgado por el Centro Toluqueño de Escritores tuvo 21 aspirantes.
México, DF.- Con el proyecto “En cuanto al mar”, Abraham Morales Moreno, joven poeta y estudiante de la Universidad Iberoamericana, obtuvo la Beca de invierno para prosa poética, que otorga el Centro Toluqueño de Escritores.
Morales, con residencia en Ocoyoacac, Estado de México, aborda con espíritu lúdico los problemas de identidad y territorio, destaca el fallo dado a conocer hoy aquí.
El joven ha formado parte del taller de la escritora Cristina Rivera Garza, dentro del cual participó en la antología “Romper el hielo: novísimas escrituras al pie del volcán”. Asimismo ha tomado talleres de poesía de Reynaldo Jiménez y Jen Hoffer.
--crg
Tuesday, December 19, 2006
BREVE CATÁLOGO DE GESTOS INVERNALES
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[para Amaranta Caballero Prado: solsticio de invierno: 33]
Los dedos que se entrecruzan al rodear el cuerpo de la taza del café humeante. El pie derecho sobre el izquierdo, el izquierdo sobre el derecho, intermitentemente: todo esto en una parada de autobús, una mañana. Atisbo de danza. La suave inclinación de la espalda cuando se quiere cueva o esquina más lejana del mundo o escudo contra la ventisca o montaña. Los labios semiabiertos por los que emerge, sin mediación alguna de la consciencia, el vaho de la respiración. Los hombres, aunque especialmente los niños, que esconden los puños en las mangas del suéter. La prisa del transeúnte que, unida a las otras prisas de los otros transeúntes, hace de las calles navideñas un eterno fast-forward. La mano derecha que soba la izquierda y viceversa. El espanto en los ojos de quien se introduce por primera vez bajo las sábanas frías. El titiritar de los dientes. Ese leve ruido. El temblor incontrolable de la rodilla. El temblor incontrolable de la mano que, fuera del bolsillo del abrigo o del pantalón, se suspende en el aire para intentar detener un taxi. Las mejillas rojísimas de los niños que corren a campo traviesa, de bajada, un mediodía. El punto de contacto entre la barbilla y el esternón bajo la bufanda. La arruga en el entrecejo ante el cierre atorado: el fin de la chamarra favorita. La placidez del que duerme sobre el pasto, con los brazos abiertos, bajo la vertical luz del mediodía. Los ojos que, temiendo el enfrentamiento con el viento, se concentran con natural convicción sobre la punta de los zapatos. Un universo ahí, entero. El cuerpo hecho bolita bajo las cobijas, especialmente cuando suena el despertador y, al abrir los ojos, queda comprobado que todavía es de noche. La manera en que se cierra la puerta, rápido y de golpe, para evitar que se introduzcan las ráfagas de diciembre en la cocina. Las manos de la mujer bajo las axilas del hombre: escena inolvidable de Confesiones de un payaso, de Henrich Böll. La mirada inmóvil detrás de una ventana de un segundo piso, una tarde de viernes (con espía). El cuenco que forman las manos frente a la tibieza de la boca. La premonición de la parte posterior de los muslos justo antes de posarse sobre el asiento de la taza del baño. La frente sobre el volante cuando los limpiabrisas no pueden hacer nada contra el hielo que cubre el parabrisas y uno tiene prisa y todo se destruye alrededor. La placidez casi divina en el rostro del que toma el primer trago de té o de ponche (de preferencia con piquete). Los abrazos de rigor cuando ya no son de rigor. Esos. El salto que provoca la mejilla helada que roza la mejilla tibia en el momento del beso social. Ese roce. La energía caliginosa del cuerpo que sale de la regadera a las 6 de la mañana mientras afuera llueve o nieva o pasa el viento racheado. La boca que produce el vaho que empañará el vidrio sobre el cual el niño escribirá mensajes en clave a sus fantasmas secretos. El asombro que provoca el pasto congelado bajo la primera luz matutina. Un reflejo. Un brillo. Un relámpago. El súbito rechazo, acompañado de grito, cuando la lengua se escalda con el chocolate caliente o el atole hirviendo. Esa serenidad, acaso primitiva o acaso posthumana, en la mirada del que oye con mucho cuidado, con total atención, el ruido del fuego en la chimenea, el bosque, el barrio. La súbita parálisis en brazos y piernas al despojarse de la pijama y entrar, de esa forma intempestiva y cruel, a la ropa de diario. La manera indescriptible en la que se observa la majestuosidad de algo como un volcán muerto y cubierto del color blanco. Las manos juntas, en una cercanía acaso religiosa, entre los muslos. La inclinación pensiva de la cabeza cuando se constata que los alcatraces y los geranios sobrevivieron, contra toda probabilidad, la helada. El gesto de generosidad de la madre naturaleza, eso. El niño que trata de tocar las alas de las mariposas monarca (no confundir, por favor, con las mariposas bien narcas) cuando llegan, en bandada, a sus santuarios en las Tierras Altas. Las palmas de las manos sobre las orejas rojas. La rigidez de los dedos bajo el chorro de agua verdaderamente fría (en la mañana, muy temprano, o después de comer o de cenar, después de ir al baño). La mirada ansiosa del que espera lo que está por caer de la piñata herida. La desesperación ante los días cortos. El lento regusto ante las noches largas. La sensación de alivio que produce el pan recién hecho (el bolillo, la telera, la concha) en las manos, en los labios, en el paladar, en el estómago. La sonrisa ésa de placer idiota cuando el pie entra en un calcetín caliente. El zumo de las cáscaras de mandarina en el ojo derecho (Amaranta Caballero dixit). Esa manera de tallar las palmas de las manos una contra otra como si se trataran de las piedras con las que el primitivo que habita dentro de nosotros estuviera a punto de producir fuego. Una chispa. El dolor cuando los labios secos se extienden en el afán imprevisto de la carcajada compartida. Un cierto gris. Ese gris múltiple. Este.
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[para Amaranta Caballero Prado: solsticio de invierno: 33]
Los dedos que se entrecruzan al rodear el cuerpo de la taza del café humeante. El pie derecho sobre el izquierdo, el izquierdo sobre el derecho, intermitentemente: todo esto en una parada de autobús, una mañana. Atisbo de danza. La suave inclinación de la espalda cuando se quiere cueva o esquina más lejana del mundo o escudo contra la ventisca o montaña. Los labios semiabiertos por los que emerge, sin mediación alguna de la consciencia, el vaho de la respiración. Los hombres, aunque especialmente los niños, que esconden los puños en las mangas del suéter. La prisa del transeúnte que, unida a las otras prisas de los otros transeúntes, hace de las calles navideñas un eterno fast-forward. La mano derecha que soba la izquierda y viceversa. El espanto en los ojos de quien se introduce por primera vez bajo las sábanas frías. El titiritar de los dientes. Ese leve ruido. El temblor incontrolable de la rodilla. El temblor incontrolable de la mano que, fuera del bolsillo del abrigo o del pantalón, se suspende en el aire para intentar detener un taxi. Las mejillas rojísimas de los niños que corren a campo traviesa, de bajada, un mediodía. El punto de contacto entre la barbilla y el esternón bajo la bufanda. La arruga en el entrecejo ante el cierre atorado: el fin de la chamarra favorita. La placidez del que duerme sobre el pasto, con los brazos abiertos, bajo la vertical luz del mediodía. Los ojos que, temiendo el enfrentamiento con el viento, se concentran con natural convicción sobre la punta de los zapatos. Un universo ahí, entero. El cuerpo hecho bolita bajo las cobijas, especialmente cuando suena el despertador y, al abrir los ojos, queda comprobado que todavía es de noche. La manera en que se cierra la puerta, rápido y de golpe, para evitar que se introduzcan las ráfagas de diciembre en la cocina. Las manos de la mujer bajo las axilas del hombre: escena inolvidable de Confesiones de un payaso, de Henrich Böll. La mirada inmóvil detrás de una ventana de un segundo piso, una tarde de viernes (con espía). El cuenco que forman las manos frente a la tibieza de la boca. La premonición de la parte posterior de los muslos justo antes de posarse sobre el asiento de la taza del baño. La frente sobre el volante cuando los limpiabrisas no pueden hacer nada contra el hielo que cubre el parabrisas y uno tiene prisa y todo se destruye alrededor. La placidez casi divina en el rostro del que toma el primer trago de té o de ponche (de preferencia con piquete). Los abrazos de rigor cuando ya no son de rigor. Esos. El salto que provoca la mejilla helada que roza la mejilla tibia en el momento del beso social. Ese roce. La energía caliginosa del cuerpo que sale de la regadera a las 6 de la mañana mientras afuera llueve o nieva o pasa el viento racheado. La boca que produce el vaho que empañará el vidrio sobre el cual el niño escribirá mensajes en clave a sus fantasmas secretos. El asombro que provoca el pasto congelado bajo la primera luz matutina. Un reflejo. Un brillo. Un relámpago. El súbito rechazo, acompañado de grito, cuando la lengua se escalda con el chocolate caliente o el atole hirviendo. Esa serenidad, acaso primitiva o acaso posthumana, en la mirada del que oye con mucho cuidado, con total atención, el ruido del fuego en la chimenea, el bosque, el barrio. La súbita parálisis en brazos y piernas al despojarse de la pijama y entrar, de esa forma intempestiva y cruel, a la ropa de diario. La manera indescriptible en la que se observa la majestuosidad de algo como un volcán muerto y cubierto del color blanco. Las manos juntas, en una cercanía acaso religiosa, entre los muslos. La inclinación pensiva de la cabeza cuando se constata que los alcatraces y los geranios sobrevivieron, contra toda probabilidad, la helada. El gesto de generosidad de la madre naturaleza, eso. El niño que trata de tocar las alas de las mariposas monarca (no confundir, por favor, con las mariposas bien narcas) cuando llegan, en bandada, a sus santuarios en las Tierras Altas. Las palmas de las manos sobre las orejas rojas. La rigidez de los dedos bajo el chorro de agua verdaderamente fría (en la mañana, muy temprano, o después de comer o de cenar, después de ir al baño). La mirada ansiosa del que espera lo que está por caer de la piñata herida. La desesperación ante los días cortos. El lento regusto ante las noches largas. La sensación de alivio que produce el pan recién hecho (el bolillo, la telera, la concha) en las manos, en los labios, en el paladar, en el estómago. La sonrisa ésa de placer idiota cuando el pie entra en un calcetín caliente. El zumo de las cáscaras de mandarina en el ojo derecho (Amaranta Caballero dixit). Esa manera de tallar las palmas de las manos una contra otra como si se trataran de las piedras con las que el primitivo que habita dentro de nosotros estuviera a punto de producir fuego. Una chispa. El dolor cuando los labios secos se extienden en el afán imprevisto de la carcajada compartida. Un cierto gris. Ese gris múltiple. Este.
Tuesday, December 12, 2006
ESTOY PENSANDO QUE TE ESTOY ESCRIBIENDO UNA DE ESAS CARTAS QUE LES DICEN DE AMOR. PERO NO TE CREAS, ESTA CARTA ES DE PUROS NEGOCIOS (en carta de Juan Rulfo a Clara Aparicio, 4 de septiembre de 1947).
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace no mucho, Ricardo Piglia expresaba en una entrevista su interés por reconstruir la historia de la literatura desde la perspectiva más ajena a la tesis de la autonomía del arte: investigando las múltiples maneras en que sus autores se ganan la vida. Se trataba, así lo quise interpretar, de una propuesta que, sin ser sorpresiva, sí era, y es, radical. Y lo es porque al preguntarse acerca de la manera en que los autores producen sus vidas, que es otra manera de preguntarse por las condiciones que permiten o limitan la producción de sus textos, Piglia está regresando la escritura, o llevándola según sea el caso, a la esfera camaleónica y humana y política de la práctica cotidiana. La escritura, así entendida, no sería tanto la respuesta a un llamado divino o inexplicable como una forma de vida; no sólo una profesión u oficio sino también, y sobre todo, una experiencia o, con mayor precisión, un experimento que involucra, irremediablemente, corazón, cerebro y mano. La pregunta, sólo inocente apariencia, ataca de lleno concepciones esencialistas o románticas del Autor como un ser sin adjetivos. La pregunta, que critica la pretensión de autonomía del arte, le hubiera resultado interesantísima, en eso también tiene razón Piglia, a Tolstoi y Brecht y Artl. Sospecho que para seres que se quieren o imaginan sin contexto, sin circunstancia e, incluso, sin cuerpo, y luego entonces sin género, muy en la pose de Autor Puro o Maldito o Muerto, dependiendo del andamiaje teórico del que se parta, no puede existir pregunta más soez y violenta y burda que la siguiente: ¿Y usted cómo se gana la vida? A la que naturalmente (si lo natural existiese, claro está), le seguirían: ¿A qué horas se levanta? ¿Tiene que salir de su casa para trabajar? ¿Con qué tipo de gente se las tiene que haber en su rutina diaria? ¿Son esas personas distintas a usted en términos de generación, raza, género o clase? ¿Se desarrolla usted en un medio hostil propicio a la autocrítica y, con frecuencia, al desánimo, o dentro de una campana de cristal donde el halago y la seguridad constituyen su alimento diario?
Hay, en efecto, una complicidad extraña entre el Autor y la Historia de la Literatura: esa renuencia a hablar sobre la materialidad crónica de la existencia. Se habla, y mucho, sobre todo en fechas más recientes y en el ámbito de la narrativa, acerca de adelantos millonarios o premios que involucran bolsas de seis cifras, pero no se toca el tema del trabajo: el trabajo que es escribir. No es raro, especialmente en América Latina, encontrar opiniones de escritores sobre temas de la más diversa índole en periódicos y programas de televisión. Cada vez es más común, incluso, que los periodistas pregunten y los autores respondan, con generosidad, a interrogantes respecto a sus procesos creativos: la hora en que empiezan a trabajar, la identificación puntual de las manías, el espacio elegido (con referencias, casi siempre poéticas, a la calidad de la luz), sus lecturas, sus subrayados, sus notas. La inspiración está bien; pero no así el dinero. Como si el mero tema los ensuciara, casi ningún autor que se respete se rebajara a hablar sobre algo tan terrestre y mundano, algo tan constante y sonante, como las monedas que se gana con, como se dice, el sudor de su frente. Las alusiones a premios o becas o algún trabajo más o menos remunerado obedecen más a ciertas nociones de prestigio que a explicaciones acerca de la manera en que se ganan sus vidas. Al callar, los escritores nos vuelvemos cómplices de una narrativa que excluye de manera sistemática cualquier rudimento que vincule a la escritura con el trabajo, a la escritura con procesos cotidianos de producción simbólica y material.
Hay muchas evidencias, sin embargo, de que las monedas terrestres y los alimentos concretos no son una parte meramente aleatoria o periférica de las vidas creativas. Para muestra basta un botón. Empecemos, nada más por empezar en algún lado, con los grandes. Empecemos con Juan Rulfo, por ejemplo. Entre 1944 y 1950, Rulfo le escribió 81 cartas a Clara Aparicio, su novia formal y, luego, su prometida y, más tarde, su esposa. Las cartas son documentos íntimos repletos de giros sentimentales en los que, según Alberto Vidal, prologuista de las mismas, es posible vislumbrar los complejos vasos comunicantes que van de “la materia cruda de la vida” a la consumación de los “acontecimientos literarios”. En estas cartas que son cartas de amor hay, además, y de manera preponderante, una larga lista de negocios, como parece ser que le llamaba Rulfo a los asuntos de la vida cotidiana, especialmente a los relacionados con el matrimonio.
Entre los “tu muchacho”, “mujercita”, “chiquitina”, “Juan el tuyo”, con que abren o cierran las misivas, se cuela aquí y allá una noción de la pareja que se acerca más a la idea moderna de compañerismo que a su contraparte romántica. En esos negocios que él quiere resolver, no sólo está la puntual mención a su empleo, como vendedor de llantas, y la ecuanimidad con la que informa sobre sus posibles y eventuales aumentos de sueldo o la rabia con la que trata instancias de injusticia laboral, sino también, quizá sobre todo, la serie de preocupaciones mundanas que dependen del dinero que tiene o que, de manera más precisa, no tiene: la renta del apartamento, su ¿desesperada? compra de 10 boletos de lotería con los cuales no se saca nada, la petición de esa mítica lista de enseres que se requerirán en la cocina, la descripción detallada del vestido de novia, hasta la feliz noticia de que “la tía Lola ya nos regaló una olla presto”.
Yo no sé si una lectura detallada de estas cartas pueda dar lugar a establecer vínculos definitivos entre esa “materia cruda de la vida” y el “acontecimiento literario” (y no es ése tipo de lectura el que me interesa aquí) pero creo, como Piglia, que explorar las maneras en que Rulfo se ganaba la vida ayudaría a contemplar de otra manera a las estrategias materiales y, por lo tanto, políticas, que nuestro gran experimentalista utilizó para construir esa figura reacia a complicarse con (¿hacerse cómplice de?) el medio literario del cual, de otro modo, en el modo de la escritura, claro está, formaba parte. No creo, por supuesto, que la relación sea directa y simple, de causa-efecto, o de sobredeterminación. Pero siendo indirecta y compleja, como suelen ser estas cosas, me interesa la posibilidad de explorarla con la rigurosidad con que se adentra uno en un misterio. Acaso justo como las cartas ésas que les dicen de amor, ni la historia de la literatura ni los cánones varios ni la supuesta autonomía del arte sean otra cosa más que negocios, en el sentido que Rulfo le imprime al término en sus cartas ésas que les dicen de amor, negocios a los que habría que atender con la integridad y la resolución y del caso.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace no mucho, Ricardo Piglia expresaba en una entrevista su interés por reconstruir la historia de la literatura desde la perspectiva más ajena a la tesis de la autonomía del arte: investigando las múltiples maneras en que sus autores se ganan la vida. Se trataba, así lo quise interpretar, de una propuesta que, sin ser sorpresiva, sí era, y es, radical. Y lo es porque al preguntarse acerca de la manera en que los autores producen sus vidas, que es otra manera de preguntarse por las condiciones que permiten o limitan la producción de sus textos, Piglia está regresando la escritura, o llevándola según sea el caso, a la esfera camaleónica y humana y política de la práctica cotidiana. La escritura, así entendida, no sería tanto la respuesta a un llamado divino o inexplicable como una forma de vida; no sólo una profesión u oficio sino también, y sobre todo, una experiencia o, con mayor precisión, un experimento que involucra, irremediablemente, corazón, cerebro y mano. La pregunta, sólo inocente apariencia, ataca de lleno concepciones esencialistas o románticas del Autor como un ser sin adjetivos. La pregunta, que critica la pretensión de autonomía del arte, le hubiera resultado interesantísima, en eso también tiene razón Piglia, a Tolstoi y Brecht y Artl. Sospecho que para seres que se quieren o imaginan sin contexto, sin circunstancia e, incluso, sin cuerpo, y luego entonces sin género, muy en la pose de Autor Puro o Maldito o Muerto, dependiendo del andamiaje teórico del que se parta, no puede existir pregunta más soez y violenta y burda que la siguiente: ¿Y usted cómo se gana la vida? A la que naturalmente (si lo natural existiese, claro está), le seguirían: ¿A qué horas se levanta? ¿Tiene que salir de su casa para trabajar? ¿Con qué tipo de gente se las tiene que haber en su rutina diaria? ¿Son esas personas distintas a usted en términos de generación, raza, género o clase? ¿Se desarrolla usted en un medio hostil propicio a la autocrítica y, con frecuencia, al desánimo, o dentro de una campana de cristal donde el halago y la seguridad constituyen su alimento diario?
Hay, en efecto, una complicidad extraña entre el Autor y la Historia de la Literatura: esa renuencia a hablar sobre la materialidad crónica de la existencia. Se habla, y mucho, sobre todo en fechas más recientes y en el ámbito de la narrativa, acerca de adelantos millonarios o premios que involucran bolsas de seis cifras, pero no se toca el tema del trabajo: el trabajo que es escribir. No es raro, especialmente en América Latina, encontrar opiniones de escritores sobre temas de la más diversa índole en periódicos y programas de televisión. Cada vez es más común, incluso, que los periodistas pregunten y los autores respondan, con generosidad, a interrogantes respecto a sus procesos creativos: la hora en que empiezan a trabajar, la identificación puntual de las manías, el espacio elegido (con referencias, casi siempre poéticas, a la calidad de la luz), sus lecturas, sus subrayados, sus notas. La inspiración está bien; pero no así el dinero. Como si el mero tema los ensuciara, casi ningún autor que se respete se rebajara a hablar sobre algo tan terrestre y mundano, algo tan constante y sonante, como las monedas que se gana con, como se dice, el sudor de su frente. Las alusiones a premios o becas o algún trabajo más o menos remunerado obedecen más a ciertas nociones de prestigio que a explicaciones acerca de la manera en que se ganan sus vidas. Al callar, los escritores nos vuelvemos cómplices de una narrativa que excluye de manera sistemática cualquier rudimento que vincule a la escritura con el trabajo, a la escritura con procesos cotidianos de producción simbólica y material.
Hay muchas evidencias, sin embargo, de que las monedas terrestres y los alimentos concretos no son una parte meramente aleatoria o periférica de las vidas creativas. Para muestra basta un botón. Empecemos, nada más por empezar en algún lado, con los grandes. Empecemos con Juan Rulfo, por ejemplo. Entre 1944 y 1950, Rulfo le escribió 81 cartas a Clara Aparicio, su novia formal y, luego, su prometida y, más tarde, su esposa. Las cartas son documentos íntimos repletos de giros sentimentales en los que, según Alberto Vidal, prologuista de las mismas, es posible vislumbrar los complejos vasos comunicantes que van de “la materia cruda de la vida” a la consumación de los “acontecimientos literarios”. En estas cartas que son cartas de amor hay, además, y de manera preponderante, una larga lista de negocios, como parece ser que le llamaba Rulfo a los asuntos de la vida cotidiana, especialmente a los relacionados con el matrimonio.
Entre los “tu muchacho”, “mujercita”, “chiquitina”, “Juan el tuyo”, con que abren o cierran las misivas, se cuela aquí y allá una noción de la pareja que se acerca más a la idea moderna de compañerismo que a su contraparte romántica. En esos negocios que él quiere resolver, no sólo está la puntual mención a su empleo, como vendedor de llantas, y la ecuanimidad con la que informa sobre sus posibles y eventuales aumentos de sueldo o la rabia con la que trata instancias de injusticia laboral, sino también, quizá sobre todo, la serie de preocupaciones mundanas que dependen del dinero que tiene o que, de manera más precisa, no tiene: la renta del apartamento, su ¿desesperada? compra de 10 boletos de lotería con los cuales no se saca nada, la petición de esa mítica lista de enseres que se requerirán en la cocina, la descripción detallada del vestido de novia, hasta la feliz noticia de que “la tía Lola ya nos regaló una olla presto”.
Yo no sé si una lectura detallada de estas cartas pueda dar lugar a establecer vínculos definitivos entre esa “materia cruda de la vida” y el “acontecimiento literario” (y no es ése tipo de lectura el que me interesa aquí) pero creo, como Piglia, que explorar las maneras en que Rulfo se ganaba la vida ayudaría a contemplar de otra manera a las estrategias materiales y, por lo tanto, políticas, que nuestro gran experimentalista utilizó para construir esa figura reacia a complicarse con (¿hacerse cómplice de?) el medio literario del cual, de otro modo, en el modo de la escritura, claro está, formaba parte. No creo, por supuesto, que la relación sea directa y simple, de causa-efecto, o de sobredeterminación. Pero siendo indirecta y compleja, como suelen ser estas cosas, me interesa la posibilidad de explorarla con la rigurosidad con que se adentra uno en un misterio. Acaso justo como las cartas ésas que les dicen de amor, ni la historia de la literatura ni los cánones varios ni la supuesta autonomía del arte sean otra cosa más que negocios, en el sentido que Rulfo le imprime al término en sus cartas ésas que les dicen de amor, negocios a los que habría que atender con la integridad y la resolución y del caso.
--crg
Tuesday, December 05, 2006
ALGO LES SUCEDE A LAS MUJERES CUANDO SE ENAMORAN
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico Milenio]
Algo les sucede a las mujeres cuando se enamoran, algo poderoso y, a juzgar por el destino de los tres personajes femeninos de Alta infidelidad, la novela más reciente de Rosa Beltrán, algo enigmático. Algo, en todo caso, difícil de explicar. Por lo mismo, porque es algo que, a pesar de ser frecuente, o tal vez por lo mismo, puede llegar a ser inexplicable, es que vale la pena merodearlo con el cuidado y la anticipación con que se camina sobre un campo minado. No es una simple coincidencia, pues, que el tradicional “Había una vez” o el popularísimo “Érase que se era” de todos los cuentos, se convierta aquí en un “Se enamoró”, la frase iniciática, y por eso mismo sucinta, con que se inaugura el discurso femenino y el discurrir agudo y jocoso de la novela.
En una escritura que combina el fraseo corto y el discurso indirecto, la sapiencia literaria y la ironía que, siendo punzante, no deja de ser ligera y veloz, deambulan por estas páginas Marcela, la practicante de estudios de género que prepara el estudio definitivo sobre ciertas Mujeres Ilustres; Silvina, la exitosa representante de México en el extranjero; y Sabine, la jovencísima anestesióloga que sabe de químicos más por los hobbies de su edad que por los cursos universitarios que ha más o menos tomado. Las tres, tal como reza el abracadabra del inicio, “se enamoraron”, aunque cada cual a su manera, y las tres, en efecto, cambiaron (y no siempre, claro, para bien). Las tres se enamoraron, además, del mismo filósofo “de mal tono muscular y bolsas debajo de los ojos”. Por eso uno de los principales personajes de este libro son, en primera instancia, los celos: una trasgresión ciertamente menor que no alcanza el estatuto de pecado mortal y que, además, en algunos casos, como el legendario entre Tolstoi y Sonia, pudiera haber sido más productiva que letal. “Algunos dirán:”, nos recuerda Beltrán, “Lev Tolstoi produjo a pesar de Sonia, lo habría hecho con o sin ella. Pero esto es una especulación. El hecho irrefutable es que lo hizo con ella.” Acaso, como lo hace el personaje de Marcela, valdría la pena preguntarse: “¿Habrá que creer que la pasión opera en nuestro favor a pesar nuestro?”. Y ahí, en ese revés que pone de cabeza algo que ya había sido puesto de pie después de haber sido puesto de cabeza, se encierra una clave tanto temática como estructural de la novela: lo que acontece no es ni natural ni esperado ni lo mismo (aunque cabe la posibilidad de que lo parezca).
Habría sido en verdad fácil construir un rígido retrato con estos ingredientes pero, justo como David Toscana o Guillermo Fadanelli, escritores de la misma generación con nuevo libro bajo el brazo, la más reciente entrega de Rosa Beltrán muestra a una autor en control, como se dice, de sus poderes creativos. Lejos de dibujar a sus tres personajes femeninos con el trazo agreste del estereotipo, Beltrán logra producir a tres mujeres complejas y contradictorias, seres humanos que no siempre toman decisiones a su favor. Ni infalibles ni malditas. Ni víctimas ni vampiras fatales. ¿A quién echarle la culpa, después de todo, de que tanta Mujer Ilustre haya donado su tiempo y energía, por ejemplo, para pasar en limpio borradores del Amor En Turno o, de plano, como Marcela, que se haya tomado lo que no parece ser molestia para escribir y mandar un artículo en nombre del Amado carece de la disciplina necesaria para hacerlo por sí mismo? Y ahí donde hubiera sido casi menester ensañarse con un personaje masculino cuyo sentido de la fidelidad es, por así decirlo, amplio, Beltrán crea un hombre enmarañado pero entrañable, dúctil pero atormentado que “no podría renunciar ni a ella ni a las mujeres presentes o futuras porque la vida es una suma de pérdidas y a partir de cierta edad, su edad, pesan más las pérdidas que las ganancias”. Se trata de un hombre que, al estallar en una crisis que lo lanza en el arremedo de una fuga en carretera, provoca el siguiente comentario: “Cuando Kant daba su acostumbrado paseo vespertino la gente ponía su reloj a la hora, en cambio cuando él pasó frente a una casucha uno de los hombres que estaba parado frente al dintel de la puerta dijo: ¿y este loquito, qué querrá?”.
La verdadera pregunta, la pregunta que Beltrán, acertadamente, no explicita ni contesta pero sí plantea en la novela es: ¿por qué? ¿Por qué el amor que, según el discurso dominante, debería ser el causante de tanto bien en el mundo, termina por afectar de tal manera las vidas, siempre complicadas, de las parejas? ¿Por qué tres mujeres aparentemente sensatas y exitosas se enamoran, y perdidamente, de ese individuo que, como lo descubrirán dos de ellas en ocasión por demás escandalosa, no tiene ni siquiera la imaginación para hacerles el amor de manera distinta? La respuesta, de existir, le corresponde enteramente a ese lector que será llevado de país en país y de drama en drama hasta no saber si todo eso se debe sólo a “la soledad que las había hecho aferrarse a él” o a que “uno de los grandes problemas del amor es que una vez enamorados no sabemos (no sabremos jamás, en realidad) si el ser amado ya era así o si cambió a causa del enamoramiento”.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico Milenio]
Algo les sucede a las mujeres cuando se enamoran, algo poderoso y, a juzgar por el destino de los tres personajes femeninos de Alta infidelidad, la novela más reciente de Rosa Beltrán, algo enigmático. Algo, en todo caso, difícil de explicar. Por lo mismo, porque es algo que, a pesar de ser frecuente, o tal vez por lo mismo, puede llegar a ser inexplicable, es que vale la pena merodearlo con el cuidado y la anticipación con que se camina sobre un campo minado. No es una simple coincidencia, pues, que el tradicional “Había una vez” o el popularísimo “Érase que se era” de todos los cuentos, se convierta aquí en un “Se enamoró”, la frase iniciática, y por eso mismo sucinta, con que se inaugura el discurso femenino y el discurrir agudo y jocoso de la novela.
En una escritura que combina el fraseo corto y el discurso indirecto, la sapiencia literaria y la ironía que, siendo punzante, no deja de ser ligera y veloz, deambulan por estas páginas Marcela, la practicante de estudios de género que prepara el estudio definitivo sobre ciertas Mujeres Ilustres; Silvina, la exitosa representante de México en el extranjero; y Sabine, la jovencísima anestesióloga que sabe de químicos más por los hobbies de su edad que por los cursos universitarios que ha más o menos tomado. Las tres, tal como reza el abracadabra del inicio, “se enamoraron”, aunque cada cual a su manera, y las tres, en efecto, cambiaron (y no siempre, claro, para bien). Las tres se enamoraron, además, del mismo filósofo “de mal tono muscular y bolsas debajo de los ojos”. Por eso uno de los principales personajes de este libro son, en primera instancia, los celos: una trasgresión ciertamente menor que no alcanza el estatuto de pecado mortal y que, además, en algunos casos, como el legendario entre Tolstoi y Sonia, pudiera haber sido más productiva que letal. “Algunos dirán:”, nos recuerda Beltrán, “Lev Tolstoi produjo a pesar de Sonia, lo habría hecho con o sin ella. Pero esto es una especulación. El hecho irrefutable es que lo hizo con ella.” Acaso, como lo hace el personaje de Marcela, valdría la pena preguntarse: “¿Habrá que creer que la pasión opera en nuestro favor a pesar nuestro?”. Y ahí, en ese revés que pone de cabeza algo que ya había sido puesto de pie después de haber sido puesto de cabeza, se encierra una clave tanto temática como estructural de la novela: lo que acontece no es ni natural ni esperado ni lo mismo (aunque cabe la posibilidad de que lo parezca).
Habría sido en verdad fácil construir un rígido retrato con estos ingredientes pero, justo como David Toscana o Guillermo Fadanelli, escritores de la misma generación con nuevo libro bajo el brazo, la más reciente entrega de Rosa Beltrán muestra a una autor en control, como se dice, de sus poderes creativos. Lejos de dibujar a sus tres personajes femeninos con el trazo agreste del estereotipo, Beltrán logra producir a tres mujeres complejas y contradictorias, seres humanos que no siempre toman decisiones a su favor. Ni infalibles ni malditas. Ni víctimas ni vampiras fatales. ¿A quién echarle la culpa, después de todo, de que tanta Mujer Ilustre haya donado su tiempo y energía, por ejemplo, para pasar en limpio borradores del Amor En Turno o, de plano, como Marcela, que se haya tomado lo que no parece ser molestia para escribir y mandar un artículo en nombre del Amado carece de la disciplina necesaria para hacerlo por sí mismo? Y ahí donde hubiera sido casi menester ensañarse con un personaje masculino cuyo sentido de la fidelidad es, por así decirlo, amplio, Beltrán crea un hombre enmarañado pero entrañable, dúctil pero atormentado que “no podría renunciar ni a ella ni a las mujeres presentes o futuras porque la vida es una suma de pérdidas y a partir de cierta edad, su edad, pesan más las pérdidas que las ganancias”. Se trata de un hombre que, al estallar en una crisis que lo lanza en el arremedo de una fuga en carretera, provoca el siguiente comentario: “Cuando Kant daba su acostumbrado paseo vespertino la gente ponía su reloj a la hora, en cambio cuando él pasó frente a una casucha uno de los hombres que estaba parado frente al dintel de la puerta dijo: ¿y este loquito, qué querrá?”.
La verdadera pregunta, la pregunta que Beltrán, acertadamente, no explicita ni contesta pero sí plantea en la novela es: ¿por qué? ¿Por qué el amor que, según el discurso dominante, debería ser el causante de tanto bien en el mundo, termina por afectar de tal manera las vidas, siempre complicadas, de las parejas? ¿Por qué tres mujeres aparentemente sensatas y exitosas se enamoran, y perdidamente, de ese individuo que, como lo descubrirán dos de ellas en ocasión por demás escandalosa, no tiene ni siquiera la imaginación para hacerles el amor de manera distinta? La respuesta, de existir, le corresponde enteramente a ese lector que será llevado de país en país y de drama en drama hasta no saber si todo eso se debe sólo a “la soledad que las había hecho aferrarse a él” o a que “uno de los grandes problemas del amor es que una vez enamorados no sabemos (no sabremos jamás, en realidad) si el ser amado ya era así o si cambió a causa del enamoramiento”.
--crg