Y CONTANDO
Según estadísticas oficiales, durante el primer mes del 2007 se han cometido ya 14 feminicidios en el Estado de México.
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Tuesday, January 30, 2007
MY LIFE DE LYN HEJINIAN
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[nota introductoria para el libro My Life/Mi Vida de Lyn Hejinian, editorial Bonobos, traducción de Brian Whitener y Sergio Tellez, revisión de Jen Hofer]
Cuando la poeta californiana Lyn Hejinian tenía 37 años de edad escribió un texto autobiográfico al que tituló, de manera por demás obvia y por demás sucinta, My life. Tal texto se componía de 37 secciones hechas, a su vez, de 37 líneas. Ocho años después, cuando se publicó la segunda edición, My life alcanzó las 45 secciones, cada una de las cuales incluía, naturalmente, 45 frases.
My life, se sobreentiende, no es una autobiografía convencional.
Predeterminada y altamente personal al mismo tiempo, la estructura de My life encarna, como alguna vez lo quisiera Gertrude Stein de toda escritura, la materia misma del escrito. Esta decisión estética muestra dos de las características más importantes en el trabajo poético de Hejinian. Por una parte está ahí, en efecto, la vocación irreverente y experimentalista que tanto caracterizó a los poetas que formaron parte del L=A=N=G=U=A=G=E, un grupo disímbolo de creadores vanguardistas que convergieron en las páginas de la revista del mismo nombre hacia el último tercio del siglo XX y sobre todo en la costa oeste de los Estados Unidos. Charles Bernstein, poeta y teórico que tanto discurrió sobre la necesidad de extrañizar los efectos de la escritura y de resaltar la mediación ineludible del lenguaje a través del resaltamiento de su propia opacidad, es tal vez el nombre más conocido entre todos ellos. Aunque también se reconoce como poeta del lenguaje, aunque un tanto incómodamente, a Michael Palmer, entre tantos otros. Por cierto tiempo, Lyn Hejininan fue la cabeza femenina de tal grupo sin grupo.
Por otro lado, aparece también en My life la motivación personal e intransferible que le da a esta autobiografía una inteligibilidad de la que carecen algunos de los otros trabajos seminales de los poetas L=A=N=G=U=A=G=E. La forma de My life, cuya medida no sólo es la edad de la autora sino también, y por consecuencia, los cambios en la edad de la autora, emerge como principio de composición de una manera imposiblemente natural.
Podría hasta creerse, por ejemplo, que la estructura de la autobiografía nace de forma directa del tiempo vivido por la autora—una especie de absceso corporal que, concentrando la materia vivida, la despliega, sin embargo, de otra forma que es, por supuesto, la forma de la escritura. Queda claro así el vínculo entre la vida vivida de Lyn Hejinian (todos esos años) y el proceso de escribir la vida vivida como escritura.
Maria Zambrano que dijo tantas cosas bien, diferenció también entre la violencia del pensamiento filosófico que empieza como pasmo ante las cosas y termina, si termina en algo, arrancándose de ellas, y la vocación heterogénea y múltiple de la poesía. “El poeta enamorado de las cosas se apega a ellas”, sugería Zambrano, “a cada una de ellas y las sigue a través del laberinto del tiempo, del cambio, sin poder renunciar a nada: ni a una criatura ni a un instante de esa criatura, ni a una partícula de la atmósfera que la envuelve, ni a un matiz de la sombra que arroja, ni del perfume que expande, ni del fantasma que ya en ausencia suscita”.
La criatura de My life, se sobreentiende, es una de esas criaturas irrenunciables.
En The Language of Inquiry, la colección de ensayos publicada en 1997, Hejinian se refirió a la poesía como el lenguaje que investiga el lenguaje. Argumentaba ahí también en contra de los sistemas cerrados y favorecía la función de la línea por sobre la preponderancia de la palabra propagada por cierta poesía moderna. Estos y otros temas de relevancia teórica constituyen objetos de exploración y principios de composición en My life, problematizando así la división a menudo artificial entre el lenguaje de la experiencia y la experiencia del lenguaje. De ahí, por ejemplo, la aparición y repetición e intercalación de líneas que, tal como lo afirmaba Ron Silliman en The New Sentence, no se siguen ni tendrían por qué seguirse lógicamente la una de la otra, pero que, ya atropellándose o desdiciéndose, ya batiéndose a duelo o adelantándose a lo que sigue, logran producir efectos intrigantes de sentido.
Esas líneas que inician en el margen izquierdo de la página y continúan hasta arribar al margen derecho de la misma ocupan el espacio que el ojo lector le asigna, con pasmosa frecuencia, a la prosa. Como esas líneas, por el contrario, no desarrollan una anécdota de manera lineal ni, de hecho, de ninguna otra manera, la mente lectora no tiene alternativa más que referirlas al mundo de la poesía. Así, ya materialmente o ya semánticamente, las secciones de My Life configuran una versión no normalizada de lo que se da en llamar prosa poética. En este caso tenemos a una prosa que se compone como poesía y una poesía que se despliega como prosa: ambos campos se piden prestado y, al entregarse, se combinan. Tal combinación, sin embargo, no resulta en una mezcla lista para una nueva forma de vigilancia estética sino en una tensión francamente irresuelta. Se trata, quiero creerlo así, de lo que Zambrano denominaba la “frágil unidad lograda” del saber poético. Se trata de “ese temblor que queda tras de todo buen poema y esa perspectiva ilimitada, estela que toda poesía deja tras de sí y que nos lleva tras ella; ese espacio abierto que rodea a toda poesía”.
Aunque algunos de los poemas de Lyn Hejinian ya habían sido traducidos al español, por ejemplo por la poeta tapatía Laura Solórzano, esta es la primera traducción al español, en forma de libro, de este clásico de la poesía contemporánea norteamericana. Se trata, pues, de la primera vez en que La vida de Lyn Hejinian cruza la frontera sur del estado en que reside y llega, gracias al compromiso delirante por la poesía que distingue desde siempre al catálogo de Bonobos, gracias a los traductores y, especialmente, gracias a la incansable labor y la radical generosidad de la poeta californiana Jen Hofer, hasta nuestros ojos. Hejinian, quien además de poeta y ensayista y profesora universitaria es una meticulosa traductora, debe saber que estamos a punto de iniciar un largo viaje. En un mundo en que el gobierno de los Estados Unidos ha mostrado un compromiso espantoso a favor de la violencia, es justo que los lectores de ese mundo podamos volver las páginas de un libro que, viniendo como viene de los Estados Unidos, encarna, sin embargo, los valores críticos e irreductibles del fenómeno poético. Zambrano, por supuesto, lo decía mucho mejor. Decía: Desde que el pensamiento consumó su “toma de poder”, la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada diciendo a voz en grito todas las verdades inconvenientes; terriblemente indiscreta y en rebeldía.”
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[nota introductoria para el libro My Life/Mi Vida de Lyn Hejinian, editorial Bonobos, traducción de Brian Whitener y Sergio Tellez, revisión de Jen Hofer]
Cuando la poeta californiana Lyn Hejinian tenía 37 años de edad escribió un texto autobiográfico al que tituló, de manera por demás obvia y por demás sucinta, My life. Tal texto se componía de 37 secciones hechas, a su vez, de 37 líneas. Ocho años después, cuando se publicó la segunda edición, My life alcanzó las 45 secciones, cada una de las cuales incluía, naturalmente, 45 frases.
My life, se sobreentiende, no es una autobiografía convencional.
Predeterminada y altamente personal al mismo tiempo, la estructura de My life encarna, como alguna vez lo quisiera Gertrude Stein de toda escritura, la materia misma del escrito. Esta decisión estética muestra dos de las características más importantes en el trabajo poético de Hejinian. Por una parte está ahí, en efecto, la vocación irreverente y experimentalista que tanto caracterizó a los poetas que formaron parte del L=A=N=G=U=A=G=E, un grupo disímbolo de creadores vanguardistas que convergieron en las páginas de la revista del mismo nombre hacia el último tercio del siglo XX y sobre todo en la costa oeste de los Estados Unidos. Charles Bernstein, poeta y teórico que tanto discurrió sobre la necesidad de extrañizar los efectos de la escritura y de resaltar la mediación ineludible del lenguaje a través del resaltamiento de su propia opacidad, es tal vez el nombre más conocido entre todos ellos. Aunque también se reconoce como poeta del lenguaje, aunque un tanto incómodamente, a Michael Palmer, entre tantos otros. Por cierto tiempo, Lyn Hejininan fue la cabeza femenina de tal grupo sin grupo.
Por otro lado, aparece también en My life la motivación personal e intransferible que le da a esta autobiografía una inteligibilidad de la que carecen algunos de los otros trabajos seminales de los poetas L=A=N=G=U=A=G=E. La forma de My life, cuya medida no sólo es la edad de la autora sino también, y por consecuencia, los cambios en la edad de la autora, emerge como principio de composición de una manera imposiblemente natural.
Podría hasta creerse, por ejemplo, que la estructura de la autobiografía nace de forma directa del tiempo vivido por la autora—una especie de absceso corporal que, concentrando la materia vivida, la despliega, sin embargo, de otra forma que es, por supuesto, la forma de la escritura. Queda claro así el vínculo entre la vida vivida de Lyn Hejinian (todos esos años) y el proceso de escribir la vida vivida como escritura.
Maria Zambrano que dijo tantas cosas bien, diferenció también entre la violencia del pensamiento filosófico que empieza como pasmo ante las cosas y termina, si termina en algo, arrancándose de ellas, y la vocación heterogénea y múltiple de la poesía. “El poeta enamorado de las cosas se apega a ellas”, sugería Zambrano, “a cada una de ellas y las sigue a través del laberinto del tiempo, del cambio, sin poder renunciar a nada: ni a una criatura ni a un instante de esa criatura, ni a una partícula de la atmósfera que la envuelve, ni a un matiz de la sombra que arroja, ni del perfume que expande, ni del fantasma que ya en ausencia suscita”.
La criatura de My life, se sobreentiende, es una de esas criaturas irrenunciables.
En The Language of Inquiry, la colección de ensayos publicada en 1997, Hejinian se refirió a la poesía como el lenguaje que investiga el lenguaje. Argumentaba ahí también en contra de los sistemas cerrados y favorecía la función de la línea por sobre la preponderancia de la palabra propagada por cierta poesía moderna. Estos y otros temas de relevancia teórica constituyen objetos de exploración y principios de composición en My life, problematizando así la división a menudo artificial entre el lenguaje de la experiencia y la experiencia del lenguaje. De ahí, por ejemplo, la aparición y repetición e intercalación de líneas que, tal como lo afirmaba Ron Silliman en The New Sentence, no se siguen ni tendrían por qué seguirse lógicamente la una de la otra, pero que, ya atropellándose o desdiciéndose, ya batiéndose a duelo o adelantándose a lo que sigue, logran producir efectos intrigantes de sentido.
Esas líneas que inician en el margen izquierdo de la página y continúan hasta arribar al margen derecho de la misma ocupan el espacio que el ojo lector le asigna, con pasmosa frecuencia, a la prosa. Como esas líneas, por el contrario, no desarrollan una anécdota de manera lineal ni, de hecho, de ninguna otra manera, la mente lectora no tiene alternativa más que referirlas al mundo de la poesía. Así, ya materialmente o ya semánticamente, las secciones de My Life configuran una versión no normalizada de lo que se da en llamar prosa poética. En este caso tenemos a una prosa que se compone como poesía y una poesía que se despliega como prosa: ambos campos se piden prestado y, al entregarse, se combinan. Tal combinación, sin embargo, no resulta en una mezcla lista para una nueva forma de vigilancia estética sino en una tensión francamente irresuelta. Se trata, quiero creerlo así, de lo que Zambrano denominaba la “frágil unidad lograda” del saber poético. Se trata de “ese temblor que queda tras de todo buen poema y esa perspectiva ilimitada, estela que toda poesía deja tras de sí y que nos lleva tras ella; ese espacio abierto que rodea a toda poesía”.
Aunque algunos de los poemas de Lyn Hejinian ya habían sido traducidos al español, por ejemplo por la poeta tapatía Laura Solórzano, esta es la primera traducción al español, en forma de libro, de este clásico de la poesía contemporánea norteamericana. Se trata, pues, de la primera vez en que La vida de Lyn Hejinian cruza la frontera sur del estado en que reside y llega, gracias al compromiso delirante por la poesía que distingue desde siempre al catálogo de Bonobos, gracias a los traductores y, especialmente, gracias a la incansable labor y la radical generosidad de la poeta californiana Jen Hofer, hasta nuestros ojos. Hejinian, quien además de poeta y ensayista y profesora universitaria es una meticulosa traductora, debe saber que estamos a punto de iniciar un largo viaje. En un mundo en que el gobierno de los Estados Unidos ha mostrado un compromiso espantoso a favor de la violencia, es justo que los lectores de ese mundo podamos volver las páginas de un libro que, viniendo como viene de los Estados Unidos, encarna, sin embargo, los valores críticos e irreductibles del fenómeno poético. Zambrano, por supuesto, lo decía mucho mejor. Decía: Desde que el pensamiento consumó su “toma de poder”, la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada diciendo a voz en grito todas las verdades inconvenientes; terriblemente indiscreta y en rebeldía.”
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Sunday, January 28, 2007
Friday, January 26, 2007
PREGUNTAS QUE ATORMENTAN (con desatormentadoras respuestas rápidas incluídas)
¿Existe, todavía, el papel tamaño oficio?
[Sí existe. Las Hojas Tamaño Oficio viven sanas y salvas en todos los lugares por donde no transito. Sus parientes cercanas, las Tamaño Legal, andan por los tribunales, eso dicen los que me dicen].
¿Qué le pasó a todos los vochos que había en México? ¿Hay, en algún sitio, un gran cementerio donde descansan, esperemos que en paz, los miles y millones de vochos que alguna vez poblaron la ciudad? ¿Se han camuflageado todos ellos, haciéndose pasar por otra cosaanimalpersona frente a nuestras narices?
[Se fueron todos a Guerrero, me dicen los que dicen, donde se han convertido todos en taxis sin puertas]
--crg
¿Existe, todavía, el papel tamaño oficio?
[Sí existe. Las Hojas Tamaño Oficio viven sanas y salvas en todos los lugares por donde no transito. Sus parientes cercanas, las Tamaño Legal, andan por los tribunales, eso dicen los que me dicen].
¿Qué le pasó a todos los vochos que había en México? ¿Hay, en algún sitio, un gran cementerio donde descansan, esperemos que en paz, los miles y millones de vochos que alguna vez poblaron la ciudad? ¿Se han camuflageado todos ellos, haciéndose pasar por otra cosaanimalpersona frente a nuestras narices?
[Se fueron todos a Guerrero, me dicen los que dicen, donde se han convertido todos en taxis sin puertas]
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Tuesday, January 23, 2007
LAS ESCALAS DE LA PESADILLA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Vi por primera vez el trabajo de Juan Muñoz en el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles, California. Debió haber sido 2001, tal vez 2002. Había tomado un autobús desde un vasto centro de convenciones donde se llevaba a cabo una extraña compra-venta masiva de libros porque, durante la comida, un amigo mío me había jurado y perjurado que algo le iba a faltar a mi mundo si me iba de L.A. sin ver la retrospectiva del artista español. “Yo sé lo que te digo”, me dijo antes de lanzar un beso oloroso a pernod al aire y cerrar la puerta de su auto. Cuando terminó por desaparecer entre el tráfico, regresé al estante donde se supone que tendría que pasar el resto de la tarde y dejé una nota. My apologies. No suelo hacer cosas así.
A todo mundo que tuvo a bien oírme después de esa día (hacía sol, eso recuerdo, debió haber sido abril) le describí muchas de las muy variadas maneras en que el trabajo de Juan Muñoz me había afectado. Fue un encuentro, si cabe la palabra, atroz. Primero estuvo ahí, casi en la puerta, el reconocimiento, algo que tuvo que ver con los colores, o la falta de los mismos, y con la utilización del espacio. Y, luego, poco a poco, a medida que avanzaba entre las piezas como quien se mueve dentro de un sueño propio, apareció toda entera la incredulidad y, más tarde, la confirmación. Esto, cualquier cosa que fuera lo que me pasaba, tenía que ver con las escalas –la relación que existía entre las peculiares dimensiones de sus piezas y las dimensiones del cuerpo que se paseaba entre ellas–. Cuando me enteré de que Juan Muñoz había fallecido no hacía mucho tuve que buscar un lugar más o menos solitario donde sentarme para empezar a vivir mi duelo. Mi amigo me conocía bien después de todo: vivo convencida hasta el día de hoy de que, si no hubiera presenciado el trabajo de Juan Muñoz, mi mundo habría sido distinto. Acaso no peor, con seguridad no mejor, pero sí distinto. Le habría faltado, en definitiva, algo.
Se exhibían en ese museo de Los Ángeles piezas lúdicas que me hicieron esbozar sonrisas que yo bien sabía provenían de la infancia. Frente a “Esperando a Jerry”, una apertura iluminada en la base de la pared blanca, quise creer que de un momento a otro aparecería el diminuto ratón perseguido, claro está, por el malévolo gato. Quise decirle adiós a alguien que no estaba en los balcones de metal que colgaban de las paredes. Dos fueron los momentos en los que, después de guardar el aire en los pulmones, experimenté lo que Sloterdijk denomina como “la libertad de la respiración”. El primero fue ante la “Pieza tartamudeante”, un pequeño ensamble de dos figuras hechas de resina y cartón que, de eso uno se daba cuenta sólo si se acercaba lo suficiente, repetían una y otra vez algo que no era fácil de entender. Con el tiempo, cediendo a la fascinación, queriendo, de hecho, vivir en ella, escribí una novela alrededor de esta pieza. El segundo momento se llevó a cabo entre las figuras humanas, de lejanas aspiraciones orientalistas, de “Muchas Veces”. Fui de una a otra pieza varias veces tratando de entender el origen de mi atracción. Uno, como se sabe, nunca llega a entender el origen de sus atracciones (a menos que quiera que ya no lo sean), así que eso, al menos, no lo entendí. Pero en el trayecto que, conforme pasaba la tarde, se volvía más y más circunspecto, más introspectivo, me di cuenta de que me encontraba, sin quererlo así, sin desearlo de alguna manera, en el espacio de un sueño. Para ser más exacto: comprendí, de repente, que estaba dentro de una de mis pesadillas.
No detesto mis pesadillas, aclaro esto. Las investigo con el mismo cuidado con el que investigo los sueños que escapan a ese estigma. De hecho, creo que fue en ese momento, viendo el trabajo de Juan Muñoz, que por fin entendí que las pesadillas eran diferentes a los otros sueños debido, sobre todo, a una cuestión de escalas. Mientras los sueños normales, por más delirantes que estos fueran, representaban al mundo en una proporción humana, las pesadillas se llamaban así porque ahí, aun cuando el desarrollo de sus líneas narrativas no fuera estrambótico, las dimensiones de los personajes y de los objetos no podían embonar en una maqueta cotidiana. Si había arena, por ejemplo, tenía que ser demasiada arena. Torrentes de arena. Tanta arena como para llenar un cuarto y enterrar un cuerpo. Si había plantas, éstas eran de un tamaño demencialmente enorme, lo suficiente como para transportar a cualquier otro personaje del ensamble alucinatorio a las tierras que, según Jonathan Swift, visitó alguna vez Samuel Gulliver. Bastaba con que un objeto familiar cambiara su tamaño acostumbrado, un zapato increíblemente pequeño o un anillo pasmosamente grande, para que el sueño en cuestión adquiriera, justo en ese instante, la pátina desahuciada de la pesadilla: ese palpitar que más temprano que tarde concluirá en grito o gemido o súbito despertar. Por eso al caminar entre las figuras de “Muchas veces”, cuerpos de resina y pigmento que, sin ser de enanos, no llegaban a cumplir con las dimensiones de lo humano, al menos no en su versión occidental, no pude evitar el estremecimiento. La desorientación era sutil, en efecto, pero también escalofriante. De hecho, era más escalofriante entre más sutil. No había nada ahí de qué agarrarse. El marco de referencia se había perdido. Estaba dentro de una pesadilla y, para confirmarlo, escuchaba las dos voces tartamudas que surgían, insistentes e ínfimas, de algún otro lado.
Pensé por mucho tiempo en esa desorientación que Juan Muñoz me regaló en una tarde de pinta en Los Ángeles. Lo pensé poco a poco también, como quien tienta un objeto desconocido en la más absoluta oscuridad. No supe a ciencia cierta lo que escribo ahora, sin embargo, hasta que, gracias al consejo de un par de amigos, me topé con las esculturas hiperrealistas de Ron Mueck, el artista australiano que reside en Londres: adolescentes gigantescos cuyos miembros amenazan la estructura del edificio que los contiene, viejecitas diminutas que transforman a los espectadores en legendarios monstruos de dimensiones descomunales, mujeres enfermas a quienes hay que rodear para ver en cama. Menos sutil pero igual de efectivo, Mueck trabaja con al menos uno de los conceptos que me volvieron tan entrañable el trabajo de Muñoz: la dimensión o, mejor dicho, la escala. ¿Qué sucede cuando algo reproducido fielmente altera, gracias a sus dimensiones, nuestro sentido de lo real? Sucede, al menos en mi caso, que uno se introduce en ese sueño sin asidero, en ese sueño de vértigo, al que resulta fácil decirle pesadilla. Y, que alguien más sepa con tanta claridad lo que eso es, suele producir el tipo de estremecimiento que deja tras de sí la presencia casi imperceptible de los fantasmas. Una hoja que cae.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Vi por primera vez el trabajo de Juan Muñoz en el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles, California. Debió haber sido 2001, tal vez 2002. Había tomado un autobús desde un vasto centro de convenciones donde se llevaba a cabo una extraña compra-venta masiva de libros porque, durante la comida, un amigo mío me había jurado y perjurado que algo le iba a faltar a mi mundo si me iba de L.A. sin ver la retrospectiva del artista español. “Yo sé lo que te digo”, me dijo antes de lanzar un beso oloroso a pernod al aire y cerrar la puerta de su auto. Cuando terminó por desaparecer entre el tráfico, regresé al estante donde se supone que tendría que pasar el resto de la tarde y dejé una nota. My apologies. No suelo hacer cosas así.
A todo mundo que tuvo a bien oírme después de esa día (hacía sol, eso recuerdo, debió haber sido abril) le describí muchas de las muy variadas maneras en que el trabajo de Juan Muñoz me había afectado. Fue un encuentro, si cabe la palabra, atroz. Primero estuvo ahí, casi en la puerta, el reconocimiento, algo que tuvo que ver con los colores, o la falta de los mismos, y con la utilización del espacio. Y, luego, poco a poco, a medida que avanzaba entre las piezas como quien se mueve dentro de un sueño propio, apareció toda entera la incredulidad y, más tarde, la confirmación. Esto, cualquier cosa que fuera lo que me pasaba, tenía que ver con las escalas –la relación que existía entre las peculiares dimensiones de sus piezas y las dimensiones del cuerpo que se paseaba entre ellas–. Cuando me enteré de que Juan Muñoz había fallecido no hacía mucho tuve que buscar un lugar más o menos solitario donde sentarme para empezar a vivir mi duelo. Mi amigo me conocía bien después de todo: vivo convencida hasta el día de hoy de que, si no hubiera presenciado el trabajo de Juan Muñoz, mi mundo habría sido distinto. Acaso no peor, con seguridad no mejor, pero sí distinto. Le habría faltado, en definitiva, algo.
Se exhibían en ese museo de Los Ángeles piezas lúdicas que me hicieron esbozar sonrisas que yo bien sabía provenían de la infancia. Frente a “Esperando a Jerry”, una apertura iluminada en la base de la pared blanca, quise creer que de un momento a otro aparecería el diminuto ratón perseguido, claro está, por el malévolo gato. Quise decirle adiós a alguien que no estaba en los balcones de metal que colgaban de las paredes. Dos fueron los momentos en los que, después de guardar el aire en los pulmones, experimenté lo que Sloterdijk denomina como “la libertad de la respiración”. El primero fue ante la “Pieza tartamudeante”, un pequeño ensamble de dos figuras hechas de resina y cartón que, de eso uno se daba cuenta sólo si se acercaba lo suficiente, repetían una y otra vez algo que no era fácil de entender. Con el tiempo, cediendo a la fascinación, queriendo, de hecho, vivir en ella, escribí una novela alrededor de esta pieza. El segundo momento se llevó a cabo entre las figuras humanas, de lejanas aspiraciones orientalistas, de “Muchas Veces”. Fui de una a otra pieza varias veces tratando de entender el origen de mi atracción. Uno, como se sabe, nunca llega a entender el origen de sus atracciones (a menos que quiera que ya no lo sean), así que eso, al menos, no lo entendí. Pero en el trayecto que, conforme pasaba la tarde, se volvía más y más circunspecto, más introspectivo, me di cuenta de que me encontraba, sin quererlo así, sin desearlo de alguna manera, en el espacio de un sueño. Para ser más exacto: comprendí, de repente, que estaba dentro de una de mis pesadillas.
No detesto mis pesadillas, aclaro esto. Las investigo con el mismo cuidado con el que investigo los sueños que escapan a ese estigma. De hecho, creo que fue en ese momento, viendo el trabajo de Juan Muñoz, que por fin entendí que las pesadillas eran diferentes a los otros sueños debido, sobre todo, a una cuestión de escalas. Mientras los sueños normales, por más delirantes que estos fueran, representaban al mundo en una proporción humana, las pesadillas se llamaban así porque ahí, aun cuando el desarrollo de sus líneas narrativas no fuera estrambótico, las dimensiones de los personajes y de los objetos no podían embonar en una maqueta cotidiana. Si había arena, por ejemplo, tenía que ser demasiada arena. Torrentes de arena. Tanta arena como para llenar un cuarto y enterrar un cuerpo. Si había plantas, éstas eran de un tamaño demencialmente enorme, lo suficiente como para transportar a cualquier otro personaje del ensamble alucinatorio a las tierras que, según Jonathan Swift, visitó alguna vez Samuel Gulliver. Bastaba con que un objeto familiar cambiara su tamaño acostumbrado, un zapato increíblemente pequeño o un anillo pasmosamente grande, para que el sueño en cuestión adquiriera, justo en ese instante, la pátina desahuciada de la pesadilla: ese palpitar que más temprano que tarde concluirá en grito o gemido o súbito despertar. Por eso al caminar entre las figuras de “Muchas veces”, cuerpos de resina y pigmento que, sin ser de enanos, no llegaban a cumplir con las dimensiones de lo humano, al menos no en su versión occidental, no pude evitar el estremecimiento. La desorientación era sutil, en efecto, pero también escalofriante. De hecho, era más escalofriante entre más sutil. No había nada ahí de qué agarrarse. El marco de referencia se había perdido. Estaba dentro de una pesadilla y, para confirmarlo, escuchaba las dos voces tartamudas que surgían, insistentes e ínfimas, de algún otro lado.
Pensé por mucho tiempo en esa desorientación que Juan Muñoz me regaló en una tarde de pinta en Los Ángeles. Lo pensé poco a poco también, como quien tienta un objeto desconocido en la más absoluta oscuridad. No supe a ciencia cierta lo que escribo ahora, sin embargo, hasta que, gracias al consejo de un par de amigos, me topé con las esculturas hiperrealistas de Ron Mueck, el artista australiano que reside en Londres: adolescentes gigantescos cuyos miembros amenazan la estructura del edificio que los contiene, viejecitas diminutas que transforman a los espectadores en legendarios monstruos de dimensiones descomunales, mujeres enfermas a quienes hay que rodear para ver en cama. Menos sutil pero igual de efectivo, Mueck trabaja con al menos uno de los conceptos que me volvieron tan entrañable el trabajo de Muñoz: la dimensión o, mejor dicho, la escala. ¿Qué sucede cuando algo reproducido fielmente altera, gracias a sus dimensiones, nuestro sentido de lo real? Sucede, al menos en mi caso, que uno se introduce en ese sueño sin asidero, en ese sueño de vértigo, al que resulta fácil decirle pesadilla. Y, que alguien más sepa con tanta claridad lo que eso es, suele producir el tipo de estremecimiento que deja tras de sí la presencia casi imperceptible de los fantasmas. Una hoja que cae.
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Thursday, January 18, 2007
Tuesday, January 16, 2007
LA VIDA DE MADRUGADA
(en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura)
Hace ya mucho que no soy una noctámbula, pero no es sino hasta hace muy poco que me he convertido en una madrugadora en el sentido estricto de la palabra. No sólo han quedado atrás las pantagruélicas horas de lectura alumbradas por la luz meditabunda de una lámpara o las fiestas, a las que no sé por qué ahora mismo se me antoja calificar de diccionáricas, que con frecuencia no terminaban en la vía pública, sino que también han ido desapareciendo esas horas plurales y bienpensantes que son las horas de la mañana. El momento de la muchedumbre. El despertar colectivo. Ahora, para mí, todo sucede aún antes. Cuando me levanto, si pongo atención, puedo alcanzar a ver el talón del Príncipe de Velaquia mientras le da la vuelta a la última esquina de la noche, cerrando de esa manera otra de sus ajetreadas jornadas de trabajo. Por ahí andan también los licántropos, ofreciéndole el postremo alarido a una luna que casi deja de serlo, junto a los porfíricos y los sonámbulos que se preparan, por fin, para descansar. Sin paz. Por ahí andan los grillos, los gallos, los trenes. Arriba: el cielo que se abre. Abajo: la tierra llena de extraños ruidos. Entre ellos: la inestabilidad de los colores en el proceso de convertirse en ellos mismos. Una mano que se introduce, poco a poco, en su propio guante.
La madrugada, se sabe, es un proceso. Algo que palpita. Una llegada puntual.
A diferencia de la noche, que ha tenido incondicionales apasionados y febriles al menos desde el romanticismo, e incluso al contrario del crepúsculo que, en su suave transición, ha encontrado sus propios prosélitos, pocos son los verdaderos seguidores de la madrugada. No falta, por supuesto, quien le cante a la alborada de refilón, apenas como un sucedáneo del verdadero tiempo trasgresor que es la noche. No falta el himno al amanecer, pero siempre y cuando sea “entre tus brazos”, lo que es lo mismo que decir que en realidad se habla aquí de la noche y no, digámoslo así, del alba. No falta quien diga, como Joaquín Sabina, “Peor para el sol”. Pero ensalzadas así, esas madrugadas no representan más que el punto final del encanto. Una postergación o un eco. Unos pobres puntos suspensivos dejados ahí como a la distraída o al azar. De hecho, entre los pocos exaltadores de la madrugada, aún más pocos han logrado, como Bram Sotker, capturar su inquietante punto de quiebre, su corazón más íntimo.
En la madrugada, como sabemos, suceden cosas raras.
Cuando me levanto de madrugada y, todavía somnolienta, corro la cortina, suelo avizorar la imagen del otro lado del vidrio: allá abajo, en algún lugar no muy lejano, está el acantilado de Whitby. Ya ha quedado muy atrás la una de la mañana y ahora una espléndida “luna llena y unas nubes espesas y negras se desplazan rápidas, proyectando sobre el paisaje un diorama fugaz de luces y sombras”. Ahí, bajo todo eso, debe encontrarse la mujer de blanco que, cerca de esa otra criatura sedienta de brazos largos (acaso un animal, acaso un hombre) pierde gota a gota de lo que fue hasta ese momento su vida. Veo la longitud erótica de su cuello femenino y veo también el efímero fulgor que cae sobre el colmillo que, con lentitud ultraterrena, perfora la piel y se introduce en la carne hasta llegar a la vena. El torrente de la sangre. El origen de la vida. Podría ser fácil confundirlos, desde mi puesto de observación, con una pareja apasionada a la que se le han ido las horas en un goce muy privado sobre una banca. Pero habiendo leído el clásico de 1897, sé que Lucy, la tierna Lucy Westenra, regresará a sus aposentos ya vuelta otra. Dos pequeñas marcas circulares sobre la cálida piel del cuello. Contagiada y maldita, desde ese momento Lucy esperará con iguales dosis de terror y deseo ese tiempo liminal, indeciso, vampírico, en que todo parece estar a punto de ser y de no ser como aquella temblorosa y terca vela de Tarkovsky. La madrugada será para ella el momento de la liberación, en efecto, pero también será para la otra que ya también es ella el punto de su abandono. Desde ese momento, luego entonces, Lucy encarnará la ambivalencia que provoca la madrugada.
La sabiduría popular también parece entretener una visión más bien oscilante de esas horas tempranas. Si, por una parte, todos sabemos que, como reza el dicho, “al que madruga Dios lo ayuda”, por otra también tenemos la certeza de que “no por mucho madrugar amanece más temprano”. Con la madrugada, todo parece indicarlo, no se juega.
Lo cierto es que hay un regusto perverso en hacer algo, cualquier cosa, así sea lavarse lo dientes, mientras la mayoría, incluso la mayoría trasgresora, duerme. Hay algo de suyo intrigante en ir midiendo los cambios graduales del paso del tiempo hasta que, acumulados ya, dan el salto cualitativo (que siempre es un salto de luz) con el que se anuncia el fin de la oscuridad nocturna. Como un amante posesivo, al madrugador le corresponde disfrutar la incauta sensación de tener el mundo para sí solito. Habiendo empezado el día mucho antes que los otros, el madrugador suele vivir, también, en otra zona de tiempo. Como si las costumbres humanas en su vasta transparencia no le pertenecieran, el madrugador se devela durante las arduas horas del día como el verdadero alienígena. “¿De dónde vienes?", se le puede preguntar, y si contesta que viene de muy lejos, que definitivamente viene de otro lugar, habrá que creerle. La madrugada siempre empezó mucho tiempo atrás.
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(en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura)
Hace ya mucho que no soy una noctámbula, pero no es sino hasta hace muy poco que me he convertido en una madrugadora en el sentido estricto de la palabra. No sólo han quedado atrás las pantagruélicas horas de lectura alumbradas por la luz meditabunda de una lámpara o las fiestas, a las que no sé por qué ahora mismo se me antoja calificar de diccionáricas, que con frecuencia no terminaban en la vía pública, sino que también han ido desapareciendo esas horas plurales y bienpensantes que son las horas de la mañana. El momento de la muchedumbre. El despertar colectivo. Ahora, para mí, todo sucede aún antes. Cuando me levanto, si pongo atención, puedo alcanzar a ver el talón del Príncipe de Velaquia mientras le da la vuelta a la última esquina de la noche, cerrando de esa manera otra de sus ajetreadas jornadas de trabajo. Por ahí andan también los licántropos, ofreciéndole el postremo alarido a una luna que casi deja de serlo, junto a los porfíricos y los sonámbulos que se preparan, por fin, para descansar. Sin paz. Por ahí andan los grillos, los gallos, los trenes. Arriba: el cielo que se abre. Abajo: la tierra llena de extraños ruidos. Entre ellos: la inestabilidad de los colores en el proceso de convertirse en ellos mismos. Una mano que se introduce, poco a poco, en su propio guante.
La madrugada, se sabe, es un proceso. Algo que palpita. Una llegada puntual.
A diferencia de la noche, que ha tenido incondicionales apasionados y febriles al menos desde el romanticismo, e incluso al contrario del crepúsculo que, en su suave transición, ha encontrado sus propios prosélitos, pocos son los verdaderos seguidores de la madrugada. No falta, por supuesto, quien le cante a la alborada de refilón, apenas como un sucedáneo del verdadero tiempo trasgresor que es la noche. No falta el himno al amanecer, pero siempre y cuando sea “entre tus brazos”, lo que es lo mismo que decir que en realidad se habla aquí de la noche y no, digámoslo así, del alba. No falta quien diga, como Joaquín Sabina, “Peor para el sol”. Pero ensalzadas así, esas madrugadas no representan más que el punto final del encanto. Una postergación o un eco. Unos pobres puntos suspensivos dejados ahí como a la distraída o al azar. De hecho, entre los pocos exaltadores de la madrugada, aún más pocos han logrado, como Bram Sotker, capturar su inquietante punto de quiebre, su corazón más íntimo.
En la madrugada, como sabemos, suceden cosas raras.
Cuando me levanto de madrugada y, todavía somnolienta, corro la cortina, suelo avizorar la imagen del otro lado del vidrio: allá abajo, en algún lugar no muy lejano, está el acantilado de Whitby. Ya ha quedado muy atrás la una de la mañana y ahora una espléndida “luna llena y unas nubes espesas y negras se desplazan rápidas, proyectando sobre el paisaje un diorama fugaz de luces y sombras”. Ahí, bajo todo eso, debe encontrarse la mujer de blanco que, cerca de esa otra criatura sedienta de brazos largos (acaso un animal, acaso un hombre) pierde gota a gota de lo que fue hasta ese momento su vida. Veo la longitud erótica de su cuello femenino y veo también el efímero fulgor que cae sobre el colmillo que, con lentitud ultraterrena, perfora la piel y se introduce en la carne hasta llegar a la vena. El torrente de la sangre. El origen de la vida. Podría ser fácil confundirlos, desde mi puesto de observación, con una pareja apasionada a la que se le han ido las horas en un goce muy privado sobre una banca. Pero habiendo leído el clásico de 1897, sé que Lucy, la tierna Lucy Westenra, regresará a sus aposentos ya vuelta otra. Dos pequeñas marcas circulares sobre la cálida piel del cuello. Contagiada y maldita, desde ese momento Lucy esperará con iguales dosis de terror y deseo ese tiempo liminal, indeciso, vampírico, en que todo parece estar a punto de ser y de no ser como aquella temblorosa y terca vela de Tarkovsky. La madrugada será para ella el momento de la liberación, en efecto, pero también será para la otra que ya también es ella el punto de su abandono. Desde ese momento, luego entonces, Lucy encarnará la ambivalencia que provoca la madrugada.
La sabiduría popular también parece entretener una visión más bien oscilante de esas horas tempranas. Si, por una parte, todos sabemos que, como reza el dicho, “al que madruga Dios lo ayuda”, por otra también tenemos la certeza de que “no por mucho madrugar amanece más temprano”. Con la madrugada, todo parece indicarlo, no se juega.
Lo cierto es que hay un regusto perverso en hacer algo, cualquier cosa, así sea lavarse lo dientes, mientras la mayoría, incluso la mayoría trasgresora, duerme. Hay algo de suyo intrigante en ir midiendo los cambios graduales del paso del tiempo hasta que, acumulados ya, dan el salto cualitativo (que siempre es un salto de luz) con el que se anuncia el fin de la oscuridad nocturna. Como un amante posesivo, al madrugador le corresponde disfrutar la incauta sensación de tener el mundo para sí solito. Habiendo empezado el día mucho antes que los otros, el madrugador suele vivir, también, en otra zona de tiempo. Como si las costumbres humanas en su vasta transparencia no le pertenecieran, el madrugador se devela durante las arduas horas del día como el verdadero alienígena. “¿De dónde vienes?", se le puede preguntar, y si contesta que viene de muy lejos, que definitivamente viene de otro lugar, habrá que creerle. La madrugada siempre empezó mucho tiempo atrás.
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Wednesday, January 10, 2007
DIVERSOS Y DIVERSAS: LITERATURA, COMUNICACIÓN Y SOCIEDAD
El ciclo enero-mayo del 2007 de la Cátedra de Humanidades del ITESM-Campus Toluca los invita a asistir a los siguientes eventos:
***
DAVID MIKLOS: presenta Gente Extraña y la revista de reciente creación Cuaderno Salmón
Febrero 7, 13:30 hrs, AUD I
***
RAFAEL BARAJAS, EL FISGÓN, El cartón político en la historia de México
Febrero 13, 7:30 hrs (así es, 7 y media de la madrugada), AUD II
***
DESBORDAR EL CANON proyecto financiado por el FONCA/ITESM-Campus Toluca/Universidad Iberoamericana/UAEM/UAM-I. Se presentan los libros:
Josefina Vicens. Un vacío siempre lleno, coordinado por Maricruz Castro y Aline Pettersson
Elena Garro. Recuerdo y porvenir de una escritura, coord. por Luzelena Gutiérrez de Velasco y Gloria Prado
Nellie Campobello. La revolución en clave de mujer, editdo por Laura Cázares H.
Rosario Castellanos. De Comitán a Jersualen, editado por Luz Elena Zamudio y Margarita Tapia.
Maria Luisa Puga. La escritura que no cesa, editado por Ana Rosa Domenella
Marzo 2, 13:30, AUD I
***
TODAS LAS MUJERES: LECTURAS CALLEJERAS
Marzo 6, 13:30 hrs, entre Aulas II y Aulas III
***
HÉCTOR MANJARREZ: Hombres románticos, dioses que pasan en silencio y actos propiciatorios
Marzo 12, 13:30 hrs, AUD II
***
EDUARDO GAMBOA: La música en el cine mexicano
Marzo 22, 13:30 hrs, AUD I
***
MAGALI TERCERO: presenta Cien Freeways: el DF y alrdedores
Abril 11, 13:30 hrs, AUD I
***
LAS REINAS DEL TRÓPICO: La revista, los personajes, las exóticas
Fecha por anunciar en abril
***
LIBRO LIBRE: CULMINACIÓN I
Abril 23, 13:30 hrs, entre Aulas II y Aulas III
Entrada Libre!
--crg
El ciclo enero-mayo del 2007 de la Cátedra de Humanidades del ITESM-Campus Toluca los invita a asistir a los siguientes eventos:
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DAVID MIKLOS: presenta Gente Extraña y la revista de reciente creación Cuaderno Salmón
Febrero 7, 13:30 hrs, AUD I
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RAFAEL BARAJAS, EL FISGÓN, El cartón político en la historia de México
Febrero 13, 7:30 hrs (así es, 7 y media de la madrugada), AUD II
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DESBORDAR EL CANON proyecto financiado por el FONCA/ITESM-Campus Toluca/Universidad Iberoamericana/UAEM/UAM-I. Se presentan los libros:
Josefina Vicens. Un vacío siempre lleno, coordinado por Maricruz Castro y Aline Pettersson
Elena Garro. Recuerdo y porvenir de una escritura, coord. por Luzelena Gutiérrez de Velasco y Gloria Prado
Nellie Campobello. La revolución en clave de mujer, editdo por Laura Cázares H.
Rosario Castellanos. De Comitán a Jersualen, editado por Luz Elena Zamudio y Margarita Tapia.
Maria Luisa Puga. La escritura que no cesa, editado por Ana Rosa Domenella
Marzo 2, 13:30, AUD I
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TODAS LAS MUJERES: LECTURAS CALLEJERAS
Marzo 6, 13:30 hrs, entre Aulas II y Aulas III
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HÉCTOR MANJARREZ: Hombres románticos, dioses que pasan en silencio y actos propiciatorios
Marzo 12, 13:30 hrs, AUD II
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EDUARDO GAMBOA: La música en el cine mexicano
Marzo 22, 13:30 hrs, AUD I
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MAGALI TERCERO: presenta Cien Freeways: el DF y alrdedores
Abril 11, 13:30 hrs, AUD I
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LAS REINAS DEL TRÓPICO: La revista, los personajes, las exóticas
Fecha por anunciar en abril
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LIBRO LIBRE: CULMINACIÓN I
Abril 23, 13:30 hrs, entre Aulas II y Aulas III
Entrada Libre!
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Tuesday, January 09, 2007
OROZCO Y EL CRÍTICO SEVERO
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[para Héctor De Hoyos, por los hombros del caso]
El Crítico Severo tiene 8 años de edad. De su acervo se conocen frases tan lapidarias como la expresada, a la edad de 5, después de haber presenciado un espectáculo de marionetas especialmente pobre en un teatro enclavado en la colina de un parque gigantesco: “Nunca jamás en mi vida quiero que me vuelvas a traer a ver algo parecido”. También han pasado a la historia comentarios suyos de un encomio acaso desmedido dichos, éstos últimos, cuando la sala de cine todavía no perdía el misterio de la oscuridad: “Quiero ver esta película todos y cada uno de los días de mi vida”.
Debí haber estado fuera de mí (diciembre usualmente me pone así) para invitar a tal Crítico a visitar la exposición de Gabriel Orozco en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. Tan pronto como cruzamos la puerta y el Crítico Citado mostró una necesidad ineludible por beber agua comprendí que la idea no sólo había sido descabellada sino también, con toda seguridad, desastrosa. Me esperaba, pensé, una media hora de ese tipo de sufrimiento que, con mucha frecuencia, ha producido creyentes devotos o, cuando menos, conversos radicales. El Crítico bebió su botellita de agua y, con desgano, más por complacerme que por genuino interés, me dio la mano y siguió mis pasos.
Escribo este texto porque la tarde de diciembre en que ocurrieron los hechos aquí relatados estuvo, por supuesto, llena de sorpresas. La primera fue observar la sonrisa iluminada del Crítico mientras preguntaba, una vez más, qué exactamente era una acícula. Cuando el término fue definido y el Crítico pudo identificar la presencia de tales acículas en su vida (una vida, por cierto, rodeada de montañas), entonces puso una atención característicamente desmedida a la descripción de los componentes y el proceso que hicieron posible Acícula II (grafito sobre papel japonés, una mesa, el roce). Cuando, en contra de todas las expectativas, el Crítico Severo dio varias vueltas alrededor de las mesas de trabajo de Gabriel Orozco, identificando alguno de los elementos (las piedras, los balones ponchados, los caracoles marinos, las vértebras de ballena) o riéndose de otros (¡pero si eso es un huevo estrellado!) supe que el artista mexicano había encontrado a un lector jubiloso y participativo. Cuando pidió que se le colocara sobre los hombros del Segundo Acompañante para poder observar con todo cuidado, y desde un ángulo más, los objetos que componían las mismas mesas de trabajo, sospeché de la manera ésa en sí misma sospechosa con que uno atisba por primera vez la presencia de una certeza irracional y por eso mismo indiscutible, que Gabriel Orozco había producido las famosas mesas especialmente para el goce personal y privado del Crítico. He de confesar que en más de una ocasión hubo que refrenar el impulso de la mano derecha del Crítico de 8 que, seguramente sin pasar por el embudo de la conciencia, se dirigía hacia los objetos de las mesas como si intentara comprobar que algo así estaba ahí, todo junto, todo a la vez, y todo a su alcance. El espacio vuelto tiempo y el tiempo vuelto súbita aproximación. Lo arrebatador que es eso. Cuando el Crítico ahora Divertidísimo se esforzó en hacer embonar la sombra de su propia mano en el espacio vacío que para tal parte del cuerpo dejaban las cucharas de madera de Mi mano es la memoria del espacio, entendí todo lo que de otra manera podría resultar sesudo comentario de originalidad más bien dudosa: que un espíritu lúdico irrefrenable y contagioso recorre de manera fundamental el trabajo y el proceso de trabajo y el proceso de percepción del trabajo de Gabriel Orozco. La invitación al juego, en este caso, fue aceptada sin cortapisa. El juego, con su adrenalina y su gozo y su riesgo, se llevó cabo. Estaban ahí, para probarlo, las distintas posiciones del cuerpo, sus ángulos variables, sus velocidades distintas, su movimiento constante, y la sonrisa, a veces de descreimiento y otras de lujuria, con que el Crítico Severo festejaba su propia interacción con los objetos o con los espacios vacíos que, de manera por demás provocadora, inauguraban los objetos.
Ajeno a todas las discusiones que ha suscitado el polémico “regreso a la pintura” de Orozco en fechas recientes, el Crítico Atento también analizó, a distintas distancias, los Árboles del Samurai. Señalando cada transformación percibida con el índice de la mano derecha, dedicó un buen rato de su visita a detectar, con el tipo de disciplina que ha hecho casi natural el apelativo de severo en su caso, a dónde había migrado el color azul o dónde aparecía, después, y aún después, el dorado. ¿Ya viste en cuantos lugares distintos aparece el rojo?, preguntaba una y otra vez. Como si tuviera el asiento privilegiado dentro de un caleidoscopio en rotación constante, el Crítico Multicitado identificó pues, el diagrama invariable que sirve de eje a las 672 permutaciones de la serie. Inútil es decir que desde aquí envío mi profundo agradecimiento a los curadores de la exposición porque, de haberse encontrado todas y cada una de las piezas de la serie en el recinto, el Crítico habría tratado de identificar, su mente vuelta programa de computadora, todas y cada una de las variantes. Todavía estaríamos ahí, quiero decir, viendo pasar, y eso apenas de reojo, a enero o marzo por las ventanas del edificio.
Orozco ha dicho que no le interesa la fotografía como documento; que la pasividad que provoca el residuo fotografiado está muy lejos de lo que él hace o de lo que aspira a hacer cuando el deseo de “hacer algo presente” vuelve inevitable el proceso fotográfico. Siendo como son “el testigo de una intimidad”, sus fotografías convocan al tipo de complicidad del que, sin haber estado, ha estado ahí, en el corazón del fenómeno, su proceso. Acaso por eso las fotografías en el segundo piso del Palacio de Bellas Artes suscitaron otro juego interesante entre el Artista Ausente y el Crítico Más Divertido de la Historia. Se trató de un juego de corte nominal o, mejor dicho, titular. Todo empezó cuando al mirar la imagen en la que aparece una carretilla de cabeza sobre la cual se han colocado, de manera entrecruzada, algunos tablones rectangulares, el Crítico exclamó: “Esto es un helicóptero”. Bastó con que le informara que ése era el “verdadero” título de la pieza para que se lanzara con singular vehemencia en carrera descomunal en contra (¿o a favor?) del lenguaje. “Esto es un papel verde como en la selva”, dijo de la fotografía intitulada “Papel verde”. “Pelota ponchada con agua en forma de pájaro o avión”, exclamó frente a la fotografía que responde al título, menos afortunado en mi humilde opinión, de “Pelota ponchada”. “Hoja espacial como detenida”, dijo de lo que en la pared del museo es “Hoja suspendida”. Vuelta testigo de esta interacción jocosa y, acaso, inenarrable, resultaba fácil imaginarse a esos niños pervertidos del dadaísmo que, al decir de Orozco, se cagan y se orinan en la mesa o, dicho un poco de otra manera, hacen de las suyas mientras parecen hacer otro sinfín de cosas. Resultaba fácil, quiero decir, creerle a Orozco cuando declara sentirse más interesado en un arte que encarne “la experiencia de la niñez” que en la autoexploración y la autoindulgencia de un arte que, como el norteamericano de la segunda mitad del siglo XX, está más vinculado con la adolescencia.
“En realidad no me interesó tanto”, dijo categórico el Crítico Hambriento cuando ya nos encontrábamos en la calle y le importaba más encontrar un lugar donde comer que hacer comentarios, sesudos o no, sobre lo recién visto. Yo asentí, claro está, en signo de respetuosa camaradería. Pero luego, cuando lo he pescado respirando muy cerca de la laca negra del piano no he podido evitar guiñarme un ojo, de preferencia el izquierdo, y preguntarle, ya sin guiño, qué es lo que hace. “Una obra de arte” me ha respondido ya dos veces. Y eso, se da por hecho, sin inmutarse.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[para Héctor De Hoyos, por los hombros del caso]
El Crítico Severo tiene 8 años de edad. De su acervo se conocen frases tan lapidarias como la expresada, a la edad de 5, después de haber presenciado un espectáculo de marionetas especialmente pobre en un teatro enclavado en la colina de un parque gigantesco: “Nunca jamás en mi vida quiero que me vuelvas a traer a ver algo parecido”. También han pasado a la historia comentarios suyos de un encomio acaso desmedido dichos, éstos últimos, cuando la sala de cine todavía no perdía el misterio de la oscuridad: “Quiero ver esta película todos y cada uno de los días de mi vida”.
Debí haber estado fuera de mí (diciembre usualmente me pone así) para invitar a tal Crítico a visitar la exposición de Gabriel Orozco en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. Tan pronto como cruzamos la puerta y el Crítico Citado mostró una necesidad ineludible por beber agua comprendí que la idea no sólo había sido descabellada sino también, con toda seguridad, desastrosa. Me esperaba, pensé, una media hora de ese tipo de sufrimiento que, con mucha frecuencia, ha producido creyentes devotos o, cuando menos, conversos radicales. El Crítico bebió su botellita de agua y, con desgano, más por complacerme que por genuino interés, me dio la mano y siguió mis pasos.
Escribo este texto porque la tarde de diciembre en que ocurrieron los hechos aquí relatados estuvo, por supuesto, llena de sorpresas. La primera fue observar la sonrisa iluminada del Crítico mientras preguntaba, una vez más, qué exactamente era una acícula. Cuando el término fue definido y el Crítico pudo identificar la presencia de tales acículas en su vida (una vida, por cierto, rodeada de montañas), entonces puso una atención característicamente desmedida a la descripción de los componentes y el proceso que hicieron posible Acícula II (grafito sobre papel japonés, una mesa, el roce). Cuando, en contra de todas las expectativas, el Crítico Severo dio varias vueltas alrededor de las mesas de trabajo de Gabriel Orozco, identificando alguno de los elementos (las piedras, los balones ponchados, los caracoles marinos, las vértebras de ballena) o riéndose de otros (¡pero si eso es un huevo estrellado!) supe que el artista mexicano había encontrado a un lector jubiloso y participativo. Cuando pidió que se le colocara sobre los hombros del Segundo Acompañante para poder observar con todo cuidado, y desde un ángulo más, los objetos que componían las mismas mesas de trabajo, sospeché de la manera ésa en sí misma sospechosa con que uno atisba por primera vez la presencia de una certeza irracional y por eso mismo indiscutible, que Gabriel Orozco había producido las famosas mesas especialmente para el goce personal y privado del Crítico. He de confesar que en más de una ocasión hubo que refrenar el impulso de la mano derecha del Crítico de 8 que, seguramente sin pasar por el embudo de la conciencia, se dirigía hacia los objetos de las mesas como si intentara comprobar que algo así estaba ahí, todo junto, todo a la vez, y todo a su alcance. El espacio vuelto tiempo y el tiempo vuelto súbita aproximación. Lo arrebatador que es eso. Cuando el Crítico ahora Divertidísimo se esforzó en hacer embonar la sombra de su propia mano en el espacio vacío que para tal parte del cuerpo dejaban las cucharas de madera de Mi mano es la memoria del espacio, entendí todo lo que de otra manera podría resultar sesudo comentario de originalidad más bien dudosa: que un espíritu lúdico irrefrenable y contagioso recorre de manera fundamental el trabajo y el proceso de trabajo y el proceso de percepción del trabajo de Gabriel Orozco. La invitación al juego, en este caso, fue aceptada sin cortapisa. El juego, con su adrenalina y su gozo y su riesgo, se llevó cabo. Estaban ahí, para probarlo, las distintas posiciones del cuerpo, sus ángulos variables, sus velocidades distintas, su movimiento constante, y la sonrisa, a veces de descreimiento y otras de lujuria, con que el Crítico Severo festejaba su propia interacción con los objetos o con los espacios vacíos que, de manera por demás provocadora, inauguraban los objetos.
Ajeno a todas las discusiones que ha suscitado el polémico “regreso a la pintura” de Orozco en fechas recientes, el Crítico Atento también analizó, a distintas distancias, los Árboles del Samurai. Señalando cada transformación percibida con el índice de la mano derecha, dedicó un buen rato de su visita a detectar, con el tipo de disciplina que ha hecho casi natural el apelativo de severo en su caso, a dónde había migrado el color azul o dónde aparecía, después, y aún después, el dorado. ¿Ya viste en cuantos lugares distintos aparece el rojo?, preguntaba una y otra vez. Como si tuviera el asiento privilegiado dentro de un caleidoscopio en rotación constante, el Crítico Multicitado identificó pues, el diagrama invariable que sirve de eje a las 672 permutaciones de la serie. Inútil es decir que desde aquí envío mi profundo agradecimiento a los curadores de la exposición porque, de haberse encontrado todas y cada una de las piezas de la serie en el recinto, el Crítico habría tratado de identificar, su mente vuelta programa de computadora, todas y cada una de las variantes. Todavía estaríamos ahí, quiero decir, viendo pasar, y eso apenas de reojo, a enero o marzo por las ventanas del edificio.
Orozco ha dicho que no le interesa la fotografía como documento; que la pasividad que provoca el residuo fotografiado está muy lejos de lo que él hace o de lo que aspira a hacer cuando el deseo de “hacer algo presente” vuelve inevitable el proceso fotográfico. Siendo como son “el testigo de una intimidad”, sus fotografías convocan al tipo de complicidad del que, sin haber estado, ha estado ahí, en el corazón del fenómeno, su proceso. Acaso por eso las fotografías en el segundo piso del Palacio de Bellas Artes suscitaron otro juego interesante entre el Artista Ausente y el Crítico Más Divertido de la Historia. Se trató de un juego de corte nominal o, mejor dicho, titular. Todo empezó cuando al mirar la imagen en la que aparece una carretilla de cabeza sobre la cual se han colocado, de manera entrecruzada, algunos tablones rectangulares, el Crítico exclamó: “Esto es un helicóptero”. Bastó con que le informara que ése era el “verdadero” título de la pieza para que se lanzara con singular vehemencia en carrera descomunal en contra (¿o a favor?) del lenguaje. “Esto es un papel verde como en la selva”, dijo de la fotografía intitulada “Papel verde”. “Pelota ponchada con agua en forma de pájaro o avión”, exclamó frente a la fotografía que responde al título, menos afortunado en mi humilde opinión, de “Pelota ponchada”. “Hoja espacial como detenida”, dijo de lo que en la pared del museo es “Hoja suspendida”. Vuelta testigo de esta interacción jocosa y, acaso, inenarrable, resultaba fácil imaginarse a esos niños pervertidos del dadaísmo que, al decir de Orozco, se cagan y se orinan en la mesa o, dicho un poco de otra manera, hacen de las suyas mientras parecen hacer otro sinfín de cosas. Resultaba fácil, quiero decir, creerle a Orozco cuando declara sentirse más interesado en un arte que encarne “la experiencia de la niñez” que en la autoexploración y la autoindulgencia de un arte que, como el norteamericano de la segunda mitad del siglo XX, está más vinculado con la adolescencia.
“En realidad no me interesó tanto”, dijo categórico el Crítico Hambriento cuando ya nos encontrábamos en la calle y le importaba más encontrar un lugar donde comer que hacer comentarios, sesudos o no, sobre lo recién visto. Yo asentí, claro está, en signo de respetuosa camaradería. Pero luego, cuando lo he pescado respirando muy cerca de la laca negra del piano no he podido evitar guiñarme un ojo, de preferencia el izquierdo, y preguntarle, ya sin guiño, qué es lo que hace. “Una obra de arte” me ha respondido ya dos veces. Y eso, se da por hecho, sin inmutarse.
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Tuesday, January 02, 2007
LOS INICIOS TITUBEANTES
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Mucho se ha escrito alrededor de La Primera Frase: Que debe ser deslumbrante o sólida o seductora o enigmática o sucinta o, en todo caso, definitiva. La Primera Frase, esto es lo que se dice, atrapa, envuelve, engancha. Cuando funciona, cuando se trata en efecto de la primera, no deja ir. Conteniendo de forma enmascarada la totalidad del libro, la Primera Frase también debe contener su final. Tautológica de alguna manera, teleológica también, ésa es la frase que se muerde la cola. Como si un libro de verdad comenzara con su primera oración, es decir, como si un libro no fuera la continuación de otro o la expansión de algo más, no resulta extraño oír decir, a menudo con convicción solemne, que a un libro se le conoce por su arranque. Un frenólogo del siglo XIX hablaría, en estos casos, de la función inaugural del rostro; un manual de éxito urbano del XX trataría con parecida solicitud el apretón de manos. Los partidarios de las Primeras Frases suelen argumentar que ahí, en la apertura de la primera página, se establecen las reglas de juego de la lectura por venir. Si el lector, esa criatura ávida de principios, encuentra suficientes motivos, entonces comenzará a leer. Y con su comienzo, luego entonces, comenzará, en sentido estricto, el libro. Para estos partidarios de los inicios fulminantes existen un par de citas textuales que, debido a su repetición, podrían contender ya por el estatuto de clásicas: Leon Tolstoi abriendo esa catedral imponente que es Ana Karenina con “Todas las familias felices son similares; cada familia infeliz es infeliz a su propio modo ”; Juan Rulfo invitándonos a llegar junto con Juan Preciado a Comala porque le dijeron que acá, y no allá, vivía su padre; Franz Kafka convocándonos a departir de su súbita escarabajización.
Pero comenzar, tal como lo escribe Peter Sloterdijk en el comienzo de “La poética del comenzar”, el segundo capítulo de Venir al mundo, venir al lenguaje. Las lecciones de Frankfurt, “comenzar es cosa extraña”. ¿Cuál es, en sentido estricto, la primera página de un libro? Si el comienzo y comenzar desde el comienzo son, efectivamente, dos cosas distintas, ¿qué hacemos en realidad cuando leemos la así llamada primera frase después de haber leído el título sobre la cubierta y luego su repetición en las hojas subsecuentes, y más tarde la dedicatoria, y hasta el epígrafe? ¿Comenzamos a leer un libro cuando, después de un centenar de páginas leídas más por disciplina que por gusto, encontramos por fin esa frase luminosa y avasalladora que era, lo sabremos a ciencia cierta entonces, el punto de llegada y no el punto de partida del texto? ¿Y queremos en realidad leer un texto que, después de una frase, es sólo un no-inicio? Otra manera de plantearse todas estas preguntas podría ser: ¿es posible, o deseable, iniciar un texto, o la vida, titubeantemente?
El lector en este momento debe preguntarse si no estará ante una denostación mal disimulada de la hegemonía de la Primera Frase. Ese lector, lo aviso para que nada de esto se preste a interpretaciones de otro tipo, estará en lo correcto. Acaso tal actitud oscilante sólo se deba a que nací bajo la influencia de un signo zodiacal, para colmo repetido en ascendente, al que le caracteriza la indecisión y la duda (así es: soy libra), o a mi muy particular proclividad por las segundas oportunidades, el recalentado, los terceros o cuartos matrimonios, el loop, la secuela, pero me parece de suyo pertinente comenzar un nuevo año fomentando un pequeña insurrección contra la dictadura de la Primera Frase (las mayúsculas son a propósito, por supuesto), que es otra manera de cuestionar la mera idea, una idea conservadora, por cierto, del inicio. En su lugar, y por tratarse en definitiva del comienzo de un nuevo año, me gustaría considerar, o reconsiderar puesto que nada comienza cuando comienza, a esa otra tradición alternativa y con frecuencia subterránea que es la de los inicios con titubeo o con discreción o con tropiezos varios o con desvarío o sin deseos, a final de cuentas, de convertirse en El Inicio. Aquí una pequeña muestra de mi colección privada: Henning Mankell produce el inicio-como-falso-inicio en “La muerte del fotógrafo”, uno de los seis textos que componen el libro La Pirámide. Ahí, Mankell comienza con una descripción bastante detallada de una cierta característica obsesiva del fotógrafo que, eventualmente, aparecerá muerto. Mankell sabe, claro está, que el lector acostumbrado a Las Primeras Frases, que acaso es el mismo lector que gusta de los trucos de las novelas de detectives, tratará de identificar en tan minuciosa descripción algo que anticipe el desenlace del texto, algo que lo traicione, pero, a medida que la trama se complica, tiene que darse cuenta que aquello que interpretó como El Inicio, con todo su cargamento de intriga, fatalidad o teleología, no era más que un desvío porque la historia, como la vida o el significado, siempre está en otra parte. En un caso de inicio-como-proliferación, el narrador puertorriqueño José Liboy Erba comienza el primer cuento de “Cada vez te despides mejor”, título también del libro completo, con el siguiente párrafo: “La noche se hundía en su blanco marasmo con sabor a jabón de lavar ropa. Yo me encontraba en un especie de fortaleza. Se me instruyó que podía hacer todo lo que quisiera y recordé el monasterio en Telema, donde la única regla era ésa. No es que pudiera hacer todo lo que quisiera. El único problema es que yo llegué allí sin ningún deseo. Estaba vacío de deseos. No quería nada.”. No tengo que comentar, aunque lo hago tan brevemente como puedo, que este apretón de manos metafórico puede salir disparado hacia cualquier sitio, propagando y no ciñendo, o peor: anticipando, los sentidos de la lectura. Al inicio de La muerte en Venecia, Thomas Mann sólo anota un par de datos: “Von Aschenbach, nombre oficial de Gustavo Aschenbach a partir de la celebración de su cincuentenario, salió de su casa en la calle del Príncipe Regente, en Munich, para dar un largo paseo solitario, una tarde primaveral del año 19…”. Un inicio en un tono tan bajo y tan discreto (ni siquiera tenemos derecho a saber el año exacto en que ocurre la acción) que casi parece una frase-de-en-medio.
Si, como lo afirma Sloterdijk, somos “algo así como medios cuyo modo de ser se puede definir como un poder comenzar-ya-comenzado”, habría que continuar cuestionando el lugar preponderante de la Primera Frase y sus triquiñuelas exactas. Podría resultar más divertido en su lugar, especialmente a inicio de año, producir ese otro tipo frases (ese otro tipo de vidas) que, ya a través el titubeo o de la proliferación, la generosidad o la simple distracción, se niegan a salir del inicio. Principiantes eternas, esas frases y esas vidas suelen echar a andar algo de lo que después se alejan porque siempre hay otra cosa, algo más, en su poder comenzar-ya-comenzado. A-punto-de, inacabadas, suspendidas, entrecortadas, esas frases (insisto: esas vidas) no nos dejarían mentir: “comenzar es cosa extraña”. Seguir, también.
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[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Mucho se ha escrito alrededor de La Primera Frase: Que debe ser deslumbrante o sólida o seductora o enigmática o sucinta o, en todo caso, definitiva. La Primera Frase, esto es lo que se dice, atrapa, envuelve, engancha. Cuando funciona, cuando se trata en efecto de la primera, no deja ir. Conteniendo de forma enmascarada la totalidad del libro, la Primera Frase también debe contener su final. Tautológica de alguna manera, teleológica también, ésa es la frase que se muerde la cola. Como si un libro de verdad comenzara con su primera oración, es decir, como si un libro no fuera la continuación de otro o la expansión de algo más, no resulta extraño oír decir, a menudo con convicción solemne, que a un libro se le conoce por su arranque. Un frenólogo del siglo XIX hablaría, en estos casos, de la función inaugural del rostro; un manual de éxito urbano del XX trataría con parecida solicitud el apretón de manos. Los partidarios de las Primeras Frases suelen argumentar que ahí, en la apertura de la primera página, se establecen las reglas de juego de la lectura por venir. Si el lector, esa criatura ávida de principios, encuentra suficientes motivos, entonces comenzará a leer. Y con su comienzo, luego entonces, comenzará, en sentido estricto, el libro. Para estos partidarios de los inicios fulminantes existen un par de citas textuales que, debido a su repetición, podrían contender ya por el estatuto de clásicas: Leon Tolstoi abriendo esa catedral imponente que es Ana Karenina con “Todas las familias felices son similares; cada familia infeliz es infeliz a su propio modo ”; Juan Rulfo invitándonos a llegar junto con Juan Preciado a Comala porque le dijeron que acá, y no allá, vivía su padre; Franz Kafka convocándonos a departir de su súbita escarabajización.
Pero comenzar, tal como lo escribe Peter Sloterdijk en el comienzo de “La poética del comenzar”, el segundo capítulo de Venir al mundo, venir al lenguaje. Las lecciones de Frankfurt, “comenzar es cosa extraña”. ¿Cuál es, en sentido estricto, la primera página de un libro? Si el comienzo y comenzar desde el comienzo son, efectivamente, dos cosas distintas, ¿qué hacemos en realidad cuando leemos la así llamada primera frase después de haber leído el título sobre la cubierta y luego su repetición en las hojas subsecuentes, y más tarde la dedicatoria, y hasta el epígrafe? ¿Comenzamos a leer un libro cuando, después de un centenar de páginas leídas más por disciplina que por gusto, encontramos por fin esa frase luminosa y avasalladora que era, lo sabremos a ciencia cierta entonces, el punto de llegada y no el punto de partida del texto? ¿Y queremos en realidad leer un texto que, después de una frase, es sólo un no-inicio? Otra manera de plantearse todas estas preguntas podría ser: ¿es posible, o deseable, iniciar un texto, o la vida, titubeantemente?
El lector en este momento debe preguntarse si no estará ante una denostación mal disimulada de la hegemonía de la Primera Frase. Ese lector, lo aviso para que nada de esto se preste a interpretaciones de otro tipo, estará en lo correcto. Acaso tal actitud oscilante sólo se deba a que nací bajo la influencia de un signo zodiacal, para colmo repetido en ascendente, al que le caracteriza la indecisión y la duda (así es: soy libra), o a mi muy particular proclividad por las segundas oportunidades, el recalentado, los terceros o cuartos matrimonios, el loop, la secuela, pero me parece de suyo pertinente comenzar un nuevo año fomentando un pequeña insurrección contra la dictadura de la Primera Frase (las mayúsculas son a propósito, por supuesto), que es otra manera de cuestionar la mera idea, una idea conservadora, por cierto, del inicio. En su lugar, y por tratarse en definitiva del comienzo de un nuevo año, me gustaría considerar, o reconsiderar puesto que nada comienza cuando comienza, a esa otra tradición alternativa y con frecuencia subterránea que es la de los inicios con titubeo o con discreción o con tropiezos varios o con desvarío o sin deseos, a final de cuentas, de convertirse en El Inicio. Aquí una pequeña muestra de mi colección privada: Henning Mankell produce el inicio-como-falso-inicio en “La muerte del fotógrafo”, uno de los seis textos que componen el libro La Pirámide. Ahí, Mankell comienza con una descripción bastante detallada de una cierta característica obsesiva del fotógrafo que, eventualmente, aparecerá muerto. Mankell sabe, claro está, que el lector acostumbrado a Las Primeras Frases, que acaso es el mismo lector que gusta de los trucos de las novelas de detectives, tratará de identificar en tan minuciosa descripción algo que anticipe el desenlace del texto, algo que lo traicione, pero, a medida que la trama se complica, tiene que darse cuenta que aquello que interpretó como El Inicio, con todo su cargamento de intriga, fatalidad o teleología, no era más que un desvío porque la historia, como la vida o el significado, siempre está en otra parte. En un caso de inicio-como-proliferación, el narrador puertorriqueño José Liboy Erba comienza el primer cuento de “Cada vez te despides mejor”, título también del libro completo, con el siguiente párrafo: “La noche se hundía en su blanco marasmo con sabor a jabón de lavar ropa. Yo me encontraba en un especie de fortaleza. Se me instruyó que podía hacer todo lo que quisiera y recordé el monasterio en Telema, donde la única regla era ésa. No es que pudiera hacer todo lo que quisiera. El único problema es que yo llegué allí sin ningún deseo. Estaba vacío de deseos. No quería nada.”. No tengo que comentar, aunque lo hago tan brevemente como puedo, que este apretón de manos metafórico puede salir disparado hacia cualquier sitio, propagando y no ciñendo, o peor: anticipando, los sentidos de la lectura. Al inicio de La muerte en Venecia, Thomas Mann sólo anota un par de datos: “Von Aschenbach, nombre oficial de Gustavo Aschenbach a partir de la celebración de su cincuentenario, salió de su casa en la calle del Príncipe Regente, en Munich, para dar un largo paseo solitario, una tarde primaveral del año 19…”. Un inicio en un tono tan bajo y tan discreto (ni siquiera tenemos derecho a saber el año exacto en que ocurre la acción) que casi parece una frase-de-en-medio.
Si, como lo afirma Sloterdijk, somos “algo así como medios cuyo modo de ser se puede definir como un poder comenzar-ya-comenzado”, habría que continuar cuestionando el lugar preponderante de la Primera Frase y sus triquiñuelas exactas. Podría resultar más divertido en su lugar, especialmente a inicio de año, producir ese otro tipo frases (ese otro tipo de vidas) que, ya a través el titubeo o de la proliferación, la generosidad o la simple distracción, se niegan a salir del inicio. Principiantes eternas, esas frases y esas vidas suelen echar a andar algo de lo que después se alejan porque siempre hay otra cosa, algo más, en su poder comenzar-ya-comenzado. A-punto-de, inacabadas, suspendidas, entrecortadas, esas frases (insisto: esas vidas) no nos dejarían mentir: “comenzar es cosa extraña”. Seguir, también.
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