EL VIAJERO IN EXTREMIS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Tal vez ninguna otra condición humana haya sido tan equiparada al viaje como la locura misma--El Gran Viaje. El extravío. La deriva. Las asociaciones abundan: de La Nave de los Locos que escribiera Sebastián Brant y luego pintara el Bosco para que, más tarde, analizada de manera magistral por Michel Foucault, sirviera de primer capítulo para La historia de la locura, al tren de los dementes que, según crónicas varias, recorría el campo brasileño sin encontrar estación de arribo, la locura es, desde sus inicios y sobre todo, un No Lugar. El sitio de difícil o temeraria identificación. Lo que se va. Lo eternamente suspendido. Lo incesantemente en movimiento. El viaje, en este caso, carece de las connotaciones benignas de aventura, relajación o conocimiento que caracterizaron, por ejemplo, a las expediciones de naturalistas, las exploraciones trasatlánticas o las travesías emprendidas con fines de esparcimiento por instruidos integrantes de la elite, o aquellas que dieron inicio para saciar cierta curiosidad por lo exótico de algún exegeta imperialista en proceso de gestación. No se trata de un viaje provechoso o productivo, sino, en sentido estricto, de una pérdida, es decir, de un extravío. Acaso una perdición. El viaje, en este caso, en el caso de la locura es, sobre todo, una travesía impuesta por el lugar que la define, en brutal oposición, como el No Lugar por excelencia. Así, tal como alguna paciente se enfrentó a las puertas cerradas de los conventos a los que se acercó con religioso anhelo, la nave de los locos, que carece de proa y popa porque carece de dirección, también se ve forzada a continuar en su deriva delirante de puerto en puerto, sin posibilidad alguna de encalle. Viajar por obligación, verse forzado a continuar con una travesía no elegida es, en sentido estricto y bien mirado, más una expulsión permanente que una oportunidad para enfrentarse con lo desconocido. Un afuera por prescripción, en este caso, médica. Un destino ex/céntrico. Un entrar en lo desconocido mismo.
Es un punto de vista más o menos generalizado identificar a la gran movilización geográfica que detonó la Revolución Mexicana de 1910 como el origen un tanto dramático y definitivamente político del viaje popular. Las fotografías de la época no dejan mentir: ahí, sobre trenes en movimiento o como parte de vastos regimientos terrestres, hombres y mujeres se deslizan a través del territorio nacional, fundándolo en el acto mismo de deslizarse en su a través. Hay campesinos morelenses desayunando en el muy urbano restaurante de Los Azulejos en el centro de la ciudad de México. Hay soldados norteños que, después de haber tomado el camino del sur bajo el mando del general Francisco Villa, se pasean victoriosos por las calles de la capital. El combate revolucionario como una agencia de viajes en pleno delirio. Acaso no fue una casualidad, y sí una ironía histórica, que los zapatistas de inicio del siglo XX se alojaran en el Manicomio General cuando entraron a la ciudad en 1915, llevándose con ellos, por cierto, a más de un converso al término de su estancia en el lugar. Pero, en este sentido, estos viajeros políticos pueden considerarse herederos de esos otros viajeros in extremis que fueron los yaquis expulsados de Sonora a fines del siglo XIX para servir como esclavos, la terminología es de John Kenneth Turner en su México bárbaro, en las haciendas de henequén en la península de Yucatán. Y lo son también, acaso por antonomasia, los locos que avanzan por el territorio nacional tratando de llegar, seguramente sin saberlo, a la categoría médica que los convertiría en enfermos mentales. Internos.
El viajero in extremis recorre, así, el territorio de la nación y, a diferencia de los otros viajeros, deja pocas evidencias de su trayecto. No se conservan diarios de sus travesías, ni cartas remitidas a toda prisa desde lugares populosos, ni telegramas que, en su brevedad, trasmitan la gravedad de los hechos. A diferencia de aquellos que emprendieron viajes con una finalidad específica –del gozo al conocimiento, por mencionar dos extremos– el loco, que en general tiene poco que decir porque hay pocos oídos que escuchen, tiene aún menos que expresar en relación con sus errancias geográficas, a sus sinuosos extravíos, sus devaneos. Sin la mirada puntual del que reconoce lo que no le resulta familiar, sin la responsabilidad de entregar un reporte de los hechos a fin de justificar el financiamiento de su partida, sin el afán del coleccionista de momentos epifánicos o simplemente curiosos, el loco carece, en su mayor parte, del cuaderno en el que podrían ir a parar, si fuera otro, si tuviera además la habilidad de leer y de escribir, la descripción de sus experiencias en el camino. Lo que se conserva, sin embargo, lo que no se puede borrar, es un punto de partida y, sobre todo, luego de algún tiempo, un punto de llegada. Entre uno y otro: el desplazamiento del viajero marginal que, como el exiliado de nuestros días, cambia de lugar más por voluntad ajena que por voluntad propia, más por necesidad que por gusto. Entre el punto de partida y el punto de llegada, pues, la experiencia del viaje periférico que, en su circunvolución o zigzagueo, también funda la narrativa racional, que es lo mismo que decir la narrativa sedentaria, de la modernidad mexicana de inicios de siglo XX. La nave de los locos finalmente ha encallado en un puerto.
--crg
Saturday, February 24, 2007
EN BUENA COMPAÑÍA
El hilo del minotauro. Cuentistas mexicanos inclasificables (México: FCE, 2006).
Selección y prólogo de Alejandro Toledo.
Efrén Hernández, El señor de palo; Francisco Tario, La noche de los cincuenta libros; Guadalupe Dueñas, Al roce de la sombra; Amparo Dávila, El entierro; Inés Arredondo, La Sunaminta; Salvador Elizondo, El desencarnado; Pedro F. Miret, "24 de diciembre de 19..."; José de la Colina, El cisne de Umbría; Gerardo Deniz, Circulación cerebral; Angelina Muñiz-Huberman, Iordanus; Jesús Gardea, Acuérdense del silencio; Esther Seligson, Por el monte hacia el mar; Adela Fernández, La jaula de la tía Enedina; Hugo Hiriart, Disertación sobre las telarañas; Guillermo Samperio, Manifiesto de amor; Daniel Sada, La averiguata; Samuel Walter Medina, Tríptico de la torre-VI-T5-77; Emiliano González, La última sorpresa del boticario; Humberto Rivas, Falco; Daniel González Dueñas, La llama de aceite del dragón del papel; Verónica Muguía, El ángel de Nicolás; Luis Ignacio Helguera, Rotaciones; Javier García-Galiano, La espada y el relicario; Cristina Rivera-Garza, La alienación también tiene su belleza; Pablo Soler Frost, Birmania.
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El hilo del minotauro. Cuentistas mexicanos inclasificables (México: FCE, 2006).
Selección y prólogo de Alejandro Toledo.
Efrén Hernández, El señor de palo; Francisco Tario, La noche de los cincuenta libros; Guadalupe Dueñas, Al roce de la sombra; Amparo Dávila, El entierro; Inés Arredondo, La Sunaminta; Salvador Elizondo, El desencarnado; Pedro F. Miret, "24 de diciembre de 19..."; José de la Colina, El cisne de Umbría; Gerardo Deniz, Circulación cerebral; Angelina Muñiz-Huberman, Iordanus; Jesús Gardea, Acuérdense del silencio; Esther Seligson, Por el monte hacia el mar; Adela Fernández, La jaula de la tía Enedina; Hugo Hiriart, Disertación sobre las telarañas; Guillermo Samperio, Manifiesto de amor; Daniel Sada, La averiguata; Samuel Walter Medina, Tríptico de la torre-VI-T5-77; Emiliano González, La última sorpresa del boticario; Humberto Rivas, Falco; Daniel González Dueñas, La llama de aceite del dragón del papel; Verónica Muguía, El ángel de Nicolás; Luis Ignacio Helguera, Rotaciones; Javier García-Galiano, La espada y el relicario; Cristina Rivera-Garza, La alienación también tiene su belleza; Pablo Soler Frost, Birmania.
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Tuesday, February 20, 2007
LA COMPLICIDAD DEL VENTRÍLOCUO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El dicho previene contra acciones riesgosas, tales como casarse o embarcarse, pero por más que busqué en los confines más bien flexibles de mi memoria no encontré ninguna máxima que prescribiera: el martes 13 no vayas a ver al Buki. Aunque, me corrigieron, sería más preciso decir el ex Buki, puesto que ya no forma parte de la banda del mismo nombre y, ya en un arranque de perfección cultural, esto también fue producto de las lecciones recibidas in situ, todavía sería mejor decir, nada más, Marco Antonio Solís, asumiendo, claro está, que todo mundo sabe que se trata del cantante popular nacido en el estado de Michoacán al que con mucha frecuencia, sin embargo, se le denomina como Latino.
Al tanto, pues, de que no trasgredía ninguna de las estrechas limítrofes que establece el martes 13, no lo pensé mucho cuando apareció la invitación y, más pronto que tarde, me encontré formando parte de uno de esos eventos multitudinarios en los que se refrendan, a mi entender, dos cosas: una idea (y una práctica) de lo popular como Lo Diverso, y un momento de ventrilocuismo social que traviste las relaciones de género. Me explico.
Es de todos sabido que, para que un cantante la haga en grande, para que tal cantante se vuelva verdaderamente popular, es necesario que reclame como propia la experiencia de lo que le es ajeno. Los grandes héroes populares, de Pedro Infante a Cuauhtémoc Blanco, son populares porque convocan no sólo a los símiles sino también, acaso sobre todo, a los disímiles. Como argumenta bien la historiadora Anne Rubenstein, en Del Pepín a los agachados, cómics y censura en el México posrevolucionario, que no hace mucho publicara el FCE, uno de los grandes logros del régimen priista que resultara de la Revolución Mexicana de 1910 fue la producción de la cultura, entendida como cultura popular, en tanto arena flexible, apto terreno de incorporación de Lo Diverso. Siendo a la vez uno y su contrario, como argumentara tan hábilmente Cantinflas y, antes de Cantinflas, la Divina Trinidad, Lo Diverso pudo congraciarse con más o menos todo, asegurando así su permanencia. Algo parecido, pero escenificado en cuerpos, sucedía ese martes 13 alrededor de la figura piernilarga, cubierta de terciopelo azul (¿había ahí un príncipe ídem?), del ex Buki. Lo Diverso no sólo se notaba en los asientos repletísimos del lugar –jóvenes y no tan jóvenes, mujeres y hombres y mujeres sin hombres, señoras de estola sobre los hombres y jovencitas con el rubor del primer enamoramiento– sino también sobre el escenario. Acompañado de la sección de cuerdas de la Sinfónica del Distrito Federal, un piano de cola (en el que Raúl Di Blasio tocó una melodía), mariachi y banda, Solís se aprestó a seguir un programa signado por cambios radicales de ritmo, transformación súbita de líricas y, consecuentemente, altibajos de carácter más o menos emocional: melodías quejumbrosas seguidas, por ejemplo, de ritmos trepidantes en los que la amada de la canción precedente, se convertía, y todo esto de súbito, en la recién despreciada. Moviéndose con singular ligereza, pues, por entre las regiones musicales del territorio nacional, Solís no tuvo empacho en extender sus dominios más allá de las fronteras, ya hacia el sur, aunque sobre todo hacia el norte, zona en el que ya de este o del otro lado de la frontera, aunque siempre en español, Solís tiene un buen porcentaje de seguidores.
A diferencia de los ídolos de multitudes que llenan, a fuerza de carisma, el escenario que pisan, Solís basa su fuerza en establecer una relación de sojuzgado (¿femenino?) respeto con el público. Jugando con poses de obvias reminiscencias religiosas (Solís termina sus interpretaciones clave con los brazos en cruz, ofreciendo el pecho al respetable), Solís también ensaya una caballerosidad muy del siglo XIX con sus seguidoras (cuando ellas se aproximan, por ejemplo, él establece cierta elegante distancia al besarles la mano). Combinando gestos de amor y paz de los setenta (los dedos en V, además del típico cabello largo) con breves discursos sobre la relevancia del amor (que consiste, en resumen, en sentirlo todo sin pensar), el ex Buki también expresa de manera no por variada menos continua su fe en un único y máximo creador.
Pero por sobre todo esto, Solís y su masculinidad suave –más dolorida que violenta, más abierta que pasiva– participan de un acto de ventrilocuismo social en el que la complicidad con las mujeres –que son su público– resulta fundamental. Como tantos baladistas románticos, Solís enuncia lo que las mujeres desean escuchar: no hay nada más difícil, en efecto, que vivir sin mí. Él ruega, además, pide perdón, implora, comprende, llora, espera, extraña. Sirviendo de vehículo (¿o es parapeto?) para un mensaje femenino que se dirigen las mujeres a sí mismas, el cuerpo masculino de Solís cumple otra función importante: salvaguardar el entramado heterosexual del envío. Así, producido por mujeres, el mensaje sólo puede ir de regreso a su lugar de origen, que son las mujeres, es decir, a la audiencia, después de haber pasado, cual garita de migración identataria, por vías del cuerpo masculino de Solís. Así, cuando las bailarinas exóticas (ataviadas muy globalizadamente en banderas latinoamericanas) irrumpen sobre el escenario rebosando de carnes, uno no puede sino sonreír ante el esfuerzo monumental que nos cuesta organizar un guiño colectivo: aquí, sobre este escenario, hay una mujer disfrazada de hombre para tranquilidad y gran gusto de las mujeres del respetable. Está bien, lo diré en palabras más dulces, que es lo que le corresponde a mi género, diré: aquí hay un hombre de masculinidad suave dispuesto a acatar, en su espacio físico y discursivo, los extraños mensajes y más extrañas voluntades de las mujeres. A cambio, además de recibir la devoción de las que se saben acatadas, Solís acumula discos de platino en algunos de esos trozos de su alma.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El dicho previene contra acciones riesgosas, tales como casarse o embarcarse, pero por más que busqué en los confines más bien flexibles de mi memoria no encontré ninguna máxima que prescribiera: el martes 13 no vayas a ver al Buki. Aunque, me corrigieron, sería más preciso decir el ex Buki, puesto que ya no forma parte de la banda del mismo nombre y, ya en un arranque de perfección cultural, esto también fue producto de las lecciones recibidas in situ, todavía sería mejor decir, nada más, Marco Antonio Solís, asumiendo, claro está, que todo mundo sabe que se trata del cantante popular nacido en el estado de Michoacán al que con mucha frecuencia, sin embargo, se le denomina como Latino.
Al tanto, pues, de que no trasgredía ninguna de las estrechas limítrofes que establece el martes 13, no lo pensé mucho cuando apareció la invitación y, más pronto que tarde, me encontré formando parte de uno de esos eventos multitudinarios en los que se refrendan, a mi entender, dos cosas: una idea (y una práctica) de lo popular como Lo Diverso, y un momento de ventrilocuismo social que traviste las relaciones de género. Me explico.
Es de todos sabido que, para que un cantante la haga en grande, para que tal cantante se vuelva verdaderamente popular, es necesario que reclame como propia la experiencia de lo que le es ajeno. Los grandes héroes populares, de Pedro Infante a Cuauhtémoc Blanco, son populares porque convocan no sólo a los símiles sino también, acaso sobre todo, a los disímiles. Como argumenta bien la historiadora Anne Rubenstein, en Del Pepín a los agachados, cómics y censura en el México posrevolucionario, que no hace mucho publicara el FCE, uno de los grandes logros del régimen priista que resultara de la Revolución Mexicana de 1910 fue la producción de la cultura, entendida como cultura popular, en tanto arena flexible, apto terreno de incorporación de Lo Diverso. Siendo a la vez uno y su contrario, como argumentara tan hábilmente Cantinflas y, antes de Cantinflas, la Divina Trinidad, Lo Diverso pudo congraciarse con más o menos todo, asegurando así su permanencia. Algo parecido, pero escenificado en cuerpos, sucedía ese martes 13 alrededor de la figura piernilarga, cubierta de terciopelo azul (¿había ahí un príncipe ídem?), del ex Buki. Lo Diverso no sólo se notaba en los asientos repletísimos del lugar –jóvenes y no tan jóvenes, mujeres y hombres y mujeres sin hombres, señoras de estola sobre los hombres y jovencitas con el rubor del primer enamoramiento– sino también sobre el escenario. Acompañado de la sección de cuerdas de la Sinfónica del Distrito Federal, un piano de cola (en el que Raúl Di Blasio tocó una melodía), mariachi y banda, Solís se aprestó a seguir un programa signado por cambios radicales de ritmo, transformación súbita de líricas y, consecuentemente, altibajos de carácter más o menos emocional: melodías quejumbrosas seguidas, por ejemplo, de ritmos trepidantes en los que la amada de la canción precedente, se convertía, y todo esto de súbito, en la recién despreciada. Moviéndose con singular ligereza, pues, por entre las regiones musicales del territorio nacional, Solís no tuvo empacho en extender sus dominios más allá de las fronteras, ya hacia el sur, aunque sobre todo hacia el norte, zona en el que ya de este o del otro lado de la frontera, aunque siempre en español, Solís tiene un buen porcentaje de seguidores.
A diferencia de los ídolos de multitudes que llenan, a fuerza de carisma, el escenario que pisan, Solís basa su fuerza en establecer una relación de sojuzgado (¿femenino?) respeto con el público. Jugando con poses de obvias reminiscencias religiosas (Solís termina sus interpretaciones clave con los brazos en cruz, ofreciendo el pecho al respetable), Solís también ensaya una caballerosidad muy del siglo XIX con sus seguidoras (cuando ellas se aproximan, por ejemplo, él establece cierta elegante distancia al besarles la mano). Combinando gestos de amor y paz de los setenta (los dedos en V, además del típico cabello largo) con breves discursos sobre la relevancia del amor (que consiste, en resumen, en sentirlo todo sin pensar), el ex Buki también expresa de manera no por variada menos continua su fe en un único y máximo creador.
Pero por sobre todo esto, Solís y su masculinidad suave –más dolorida que violenta, más abierta que pasiva– participan de un acto de ventrilocuismo social en el que la complicidad con las mujeres –que son su público– resulta fundamental. Como tantos baladistas románticos, Solís enuncia lo que las mujeres desean escuchar: no hay nada más difícil, en efecto, que vivir sin mí. Él ruega, además, pide perdón, implora, comprende, llora, espera, extraña. Sirviendo de vehículo (¿o es parapeto?) para un mensaje femenino que se dirigen las mujeres a sí mismas, el cuerpo masculino de Solís cumple otra función importante: salvaguardar el entramado heterosexual del envío. Así, producido por mujeres, el mensaje sólo puede ir de regreso a su lugar de origen, que son las mujeres, es decir, a la audiencia, después de haber pasado, cual garita de migración identataria, por vías del cuerpo masculino de Solís. Así, cuando las bailarinas exóticas (ataviadas muy globalizadamente en banderas latinoamericanas) irrumpen sobre el escenario rebosando de carnes, uno no puede sino sonreír ante el esfuerzo monumental que nos cuesta organizar un guiño colectivo: aquí, sobre este escenario, hay una mujer disfrazada de hombre para tranquilidad y gran gusto de las mujeres del respetable. Está bien, lo diré en palabras más dulces, que es lo que le corresponde a mi género, diré: aquí hay un hombre de masculinidad suave dispuesto a acatar, en su espacio físico y discursivo, los extraños mensajes y más extrañas voluntades de las mujeres. A cambio, además de recibir la devoción de las que se saben acatadas, Solís acumula discos de platino en algunos de esos trozos de su alma.
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Tuesday, February 13, 2007
NO PARE DE SUFRIR
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En The Body Artist, la novela que el escritor estadunidense Don DeLillo publicó en 2001, una joven viuda vive un duelo singular en una casa solitaria cerca de una costa que me empeño en ver de color gris. Acompañada por un hombrecillo que puede o puede no estar ahí, la mujer se dedica a entrenar su cuerpo, convirtiéndolo en una especie de tabula rasa, y a escuchar las oraciones desgajadas de sentido que pronuncia su improbable acompañante en su propio tono de voz. Después de pasar días así, después de pasar acaso un tiempo inconmensurable de esa forma, la artista corporal llega a plantearse la siguiente pregunta: ¿Por qué la muerte del ser que amas no debería hundirte en una ruina espeluznante? Provocativa y enrabiada al mismo tiempo, la pregunta no sólo resulta extraña en el contexto de una cultura occidental que de manera vehemente rechaza cualquier interacción con la experiencia del dolor, sino que resulta tan inconcebible como para resultar inverosímil en el contexto de la vida actual de los Estados Unidos, una sociedad comprometida hasta el tuétano con la dictadura de la felicidad, de preferencia aquella de corte universal.
La pregunta que se plantea la solitaria viuda en aquella casona frente al mar tiene la virtud de cuestionar, entre otras tantas cosas, el acomedido rechazo hegemónico y la repugnancia normativa que produce la experiencia del dolor. Valdría la pena (uno se vuelve tan literal a veces) considerar esta interrogante frente a los anuncios de neón de las nuevas religiones que piden, ¿o acaso ordenan?, “pare de sufrir”; junto a los consejos de los bienpensantes, ya sean expertos con título o amigos de paso, que aconsejan ahorrarse o de plano saltarse la experiencia del sufrimiento. ¿En nombre de qué decimos que el “show tiene que continuar”? ¿De verdad es mejor que nada cambie durante o después de que la represión se lleva a los que protestan de una calle que es suya? ¿Hay algo mejor que caer, el ruido de las rodillas que se quiebran, cuando lo inconcebible acontece frente a nuestros ojos incrédulos? ¿Por qué no abrir los ojos frente a los ojos abiertos de la víctima? Para plantearse de mejor manera estas preguntas, que no para responderlas, es que sirve leer un ensayo como el de Santiago Kovadloff, “El enigma del sufrimiento”, uno de los artículos que componen el volumen La ética ante la víctima.
Diferenciando entre la experiencia del dolor, ese Intruso que viene a cuestionar la unidad ficticia del Único, y el sufrimiento, el destino interpretativo que se le da al dolor, Kovadloff asegura que sólo donde hay sufrimiento se lleva a cabo el duelo y, por lo tanto, donde hay sufrimiento hay política. A diferencia del doliente, cuya subjetividad ha sido abolida por el Intruso, devorándolo a menudo, el que sufre ha decidido tomar al dolor en sus manos, permitiéndole que lo desdoble una o dos o cuantas veces sea necesario para que sea posible asumir el trabajo que significa todo sufrimiento. Tal término aquí, el de trabajo, no sólo denota la actitud activa frente o con el suceso doloroso, sino la circunstancia plural, implicativa, de dicho proceso. Sólo hay una manera de traspasar la experiencia aislante del dolor, a decir de Santiago Kovaldoff, y ésta es, precisamente, a través del sufrir que nos implica, y esto de manera a su vez irremediable y privilegiada, con ese Intruso que nos transforma en varios, es decir, que nos vuelve otros. Esta interpretación, que sin duda se asienta y a su vez rebasa nociones religiosas, especialmente las de corte católico, produce lazos significativos entre el sufrimiento y la redención, ya individual o social. La misma asociación hace eco con las palabras que alguna vez utilizara Borges para concluir aquel ensayo sobre el arte de contar historias: “Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados, y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota [o al sufrimiento] que a duras penas corresponde a la victoria [o a la felicidad].” 1
Así las cosas
Oír el llanto y el ruego. Responder al llamado que es todo rostro, como lo definiera Levinas. Extender la mano. Caer. Seguir cayendo. No dejar de caer. Ver el mundo a través de la lágrima que todo lo difumina y, por lo tanto, lo cuestiona todo. Ver la herida y, luego, colocar la mano sobre la herida. Sentir el pálpito. Sentir el pánico. Un ave que se va. Conmoverse. Seguir cayendo. Interpelar y ser interpelado. Preguntarse una y otra vez por qué, por qué no. Amar.
1 Jorge Luis Borges, “El arte de contar historias,” Arte Poética. Seis conferencias (Crítica, 2001), 63. Los corchetes son míos.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En The Body Artist, la novela que el escritor estadunidense Don DeLillo publicó en 2001, una joven viuda vive un duelo singular en una casa solitaria cerca de una costa que me empeño en ver de color gris. Acompañada por un hombrecillo que puede o puede no estar ahí, la mujer se dedica a entrenar su cuerpo, convirtiéndolo en una especie de tabula rasa, y a escuchar las oraciones desgajadas de sentido que pronuncia su improbable acompañante en su propio tono de voz. Después de pasar días así, después de pasar acaso un tiempo inconmensurable de esa forma, la artista corporal llega a plantearse la siguiente pregunta: ¿Por qué la muerte del ser que amas no debería hundirte en una ruina espeluznante? Provocativa y enrabiada al mismo tiempo, la pregunta no sólo resulta extraña en el contexto de una cultura occidental que de manera vehemente rechaza cualquier interacción con la experiencia del dolor, sino que resulta tan inconcebible como para resultar inverosímil en el contexto de la vida actual de los Estados Unidos, una sociedad comprometida hasta el tuétano con la dictadura de la felicidad, de preferencia aquella de corte universal.
La pregunta que se plantea la solitaria viuda en aquella casona frente al mar tiene la virtud de cuestionar, entre otras tantas cosas, el acomedido rechazo hegemónico y la repugnancia normativa que produce la experiencia del dolor. Valdría la pena (uno se vuelve tan literal a veces) considerar esta interrogante frente a los anuncios de neón de las nuevas religiones que piden, ¿o acaso ordenan?, “pare de sufrir”; junto a los consejos de los bienpensantes, ya sean expertos con título o amigos de paso, que aconsejan ahorrarse o de plano saltarse la experiencia del sufrimiento. ¿En nombre de qué decimos que el “show tiene que continuar”? ¿De verdad es mejor que nada cambie durante o después de que la represión se lleva a los que protestan de una calle que es suya? ¿Hay algo mejor que caer, el ruido de las rodillas que se quiebran, cuando lo inconcebible acontece frente a nuestros ojos incrédulos? ¿Por qué no abrir los ojos frente a los ojos abiertos de la víctima? Para plantearse de mejor manera estas preguntas, que no para responderlas, es que sirve leer un ensayo como el de Santiago Kovadloff, “El enigma del sufrimiento”, uno de los artículos que componen el volumen La ética ante la víctima.
Diferenciando entre la experiencia del dolor, ese Intruso que viene a cuestionar la unidad ficticia del Único, y el sufrimiento, el destino interpretativo que se le da al dolor, Kovadloff asegura que sólo donde hay sufrimiento se lleva a cabo el duelo y, por lo tanto, donde hay sufrimiento hay política. A diferencia del doliente, cuya subjetividad ha sido abolida por el Intruso, devorándolo a menudo, el que sufre ha decidido tomar al dolor en sus manos, permitiéndole que lo desdoble una o dos o cuantas veces sea necesario para que sea posible asumir el trabajo que significa todo sufrimiento. Tal término aquí, el de trabajo, no sólo denota la actitud activa frente o con el suceso doloroso, sino la circunstancia plural, implicativa, de dicho proceso. Sólo hay una manera de traspasar la experiencia aislante del dolor, a decir de Santiago Kovaldoff, y ésta es, precisamente, a través del sufrir que nos implica, y esto de manera a su vez irremediable y privilegiada, con ese Intruso que nos transforma en varios, es decir, que nos vuelve otros. Esta interpretación, que sin duda se asienta y a su vez rebasa nociones religiosas, especialmente las de corte católico, produce lazos significativos entre el sufrimiento y la redención, ya individual o social. La misma asociación hace eco con las palabras que alguna vez utilizara Borges para concluir aquel ensayo sobre el arte de contar historias: “Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados, y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota [o al sufrimiento] que a duras penas corresponde a la victoria [o a la felicidad].” 1
Así las cosas
Oír el llanto y el ruego. Responder al llamado que es todo rostro, como lo definiera Levinas. Extender la mano. Caer. Seguir cayendo. No dejar de caer. Ver el mundo a través de la lágrima que todo lo difumina y, por lo tanto, lo cuestiona todo. Ver la herida y, luego, colocar la mano sobre la herida. Sentir el pálpito. Sentir el pánico. Un ave que se va. Conmoverse. Seguir cayendo. Interpelar y ser interpelado. Preguntarse una y otra vez por qué, por qué no. Amar.
1 Jorge Luis Borges, “El arte de contar historias,” Arte Poética. Seis conferencias (Crítica, 2001), 63. Los corchetes son míos.
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Friday, February 09, 2007
Wednesday, February 07, 2007
CUENTO TANGENCIALMENTE ERÓTICO (Y, ADEMÁS, DE TEMPORADA)
La Sonrisa Vertical
Cuentos eróticos de San Valentín
AA. VV., Novedad de Febrero de 2007
España (01/02/2007)
ISBN: 978-84-8310-377-7
208 pág.
13,46 € (IVA no incluido)
Después del éxito de los Cuentos eróticos de Navidad y Cuentos eróticos de verano, la colección La Sonrisa Vertical lanza un nuevo volumen de relatos, en esta ocasión en torno al día de San Valentín, el 14 de febrero. Precisamente en una fecha que celebra el enamoramiento y el amor, retamos al lector a que viva sus ritos y sus tópicos desde una perspectiva diferente, unas veces sensual, otras provocativa y aun divertida, y se vea arrastrado por las historias que diez autores han escrito especialmente para que, en adelante, el día de San Valentín sea una fecha inolvidable.
El lector sucumbirá a la voluptuosidad de una Lolita que mantiene intacta su pasión veinte años después; disfrutará de los avatares de un hombre casado que celebra ese día con su amante en un hotel bastante concurrido; subirá a un avión en el que cambiará su vida; seguirá los atrevidos pasos de una detective que encuentra un sensual anillo que fue un regalo del día de los Enamorados; se impacientará con la anhelosa espera de una mujer que aguarda en el aeropuerto la llegada de su novio; se sumergirá en las ensoñaciones eróticas de un enfermo al que operan ese día concreto; se sorprenderá de lo que le ocurre a un hombre que planea regalar a su amante algo sorprendente; se desesperará con la deseosa treintañera que quiere descubrir a su admirador secreto; vivirá con Eurípides su última gran pasión, y se dejará arrastrar por la morbosa trampa que un hijo tiende a su madre, separada y con ganas de pasárselo bien.
Éstas son algunas de las experiencias que nos proponen, en los más variados tonos y registros, y en las más variopintas situaciones, los autores de estos cuentos.
Elena Medel (Córdoba, 1985), Conocimiento del medio; Daniel O´Hara (Barcelona, 1968), Rapsodia metropolitana; Rafael Reig (Asturias, 1963), Mamá ya no se pinta; Horacio Castellanos Moya (Honduras, 1957), Paredes delgadas; Cristina Rivera Garza (México, 1964), Simple Placer. Puro Placer; Albert Andreu (Barcelona, 1974), San Ballantine´s; Carlos Marzal (Valencia, 1961), Siempre tuve palabras; Esther Cross (Buenos Aires, 1961), El favor; Javier Azpeitia (Madrid, 1962), Una pasión de Eurípides; Carmina Amorós (Valencia, 1975), La medalla del amor.
--crg
La Sonrisa Vertical
Cuentos eróticos de San Valentín
AA. VV., Novedad de Febrero de 2007
España (01/02/2007)
ISBN: 978-84-8310-377-7
208 pág.
13,46 € (IVA no incluido)
Después del éxito de los Cuentos eróticos de Navidad y Cuentos eróticos de verano, la colección La Sonrisa Vertical lanza un nuevo volumen de relatos, en esta ocasión en torno al día de San Valentín, el 14 de febrero. Precisamente en una fecha que celebra el enamoramiento y el amor, retamos al lector a que viva sus ritos y sus tópicos desde una perspectiva diferente, unas veces sensual, otras provocativa y aun divertida, y se vea arrastrado por las historias que diez autores han escrito especialmente para que, en adelante, el día de San Valentín sea una fecha inolvidable.
El lector sucumbirá a la voluptuosidad de una Lolita que mantiene intacta su pasión veinte años después; disfrutará de los avatares de un hombre casado que celebra ese día con su amante en un hotel bastante concurrido; subirá a un avión en el que cambiará su vida; seguirá los atrevidos pasos de una detective que encuentra un sensual anillo que fue un regalo del día de los Enamorados; se impacientará con la anhelosa espera de una mujer que aguarda en el aeropuerto la llegada de su novio; se sumergirá en las ensoñaciones eróticas de un enfermo al que operan ese día concreto; se sorprenderá de lo que le ocurre a un hombre que planea regalar a su amante algo sorprendente; se desesperará con la deseosa treintañera que quiere descubrir a su admirador secreto; vivirá con Eurípides su última gran pasión, y se dejará arrastrar por la morbosa trampa que un hijo tiende a su madre, separada y con ganas de pasárselo bien.
Éstas son algunas de las experiencias que nos proponen, en los más variados tonos y registros, y en las más variopintas situaciones, los autores de estos cuentos.
Elena Medel (Córdoba, 1985), Conocimiento del medio; Daniel O´Hara (Barcelona, 1968), Rapsodia metropolitana; Rafael Reig (Asturias, 1963), Mamá ya no se pinta; Horacio Castellanos Moya (Honduras, 1957), Paredes delgadas; Cristina Rivera Garza (México, 1964), Simple Placer. Puro Placer; Albert Andreu (Barcelona, 1974), San Ballantine´s; Carlos Marzal (Valencia, 1961), Siempre tuve palabras; Esther Cross (Buenos Aires, 1961), El favor; Javier Azpeitia (Madrid, 1962), Una pasión de Eurípides; Carmina Amorós (Valencia, 1975), La medalla del amor.
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Tuesday, February 06, 2007
LAS MASCULINIDADES DÚCTILES
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[para Bernardita Llanos y Fernando A. Blanco, todavía bajo la nieve]
Hace no mucho tiempo, cuentan Michel Hurst y Robert Swope en la introducción a ese magnífico libro de imágenes travestidas que es Casa Susanna, encontraron una enorme caja de fotografías en un mercado de pulgas de Nueva York.1 Lo que vieron ahí terminó electrizándolos: hombres vestidos de mujer en el estilo más conservador de fines de los años 50 e inicios de los 60, mucho antes de que la así llamada liberación sexual y la performatividad de los géneros entrara en boga. En una casa evidentemente de la clase media, con todo y sillón forrado de plástico para evitar que los niños manchen el tapiz, con todo y chimenea y grandes pantallas curvas de televisión, aparecen ahí las residentes de fin de semana de Casa Susanna con collares de perlas, tacón de aguja y guantes blancos. De picnic sobre la hierba o brindando con la elegante copa de martini en la mano derecha, las mujeres de las imágenes parecen acoplarse con pasmosa naturalidad a los tradicionales rituales de las mujeres acomodadas de los suburbios neoyorquinos: cenan juntas, fuman, nadan, tejen, brindan, dan pequeños paseos por los alrededores, platican en torno de la mesa, posan. Y posar, ya lo decía Silvia Molloy en "The politics of posing" no es un acto neutro o inocente. Si la pose en sí puede convertirse en una práctica oposicional que provoca y desafía la mirada del poder, el acto de posar, especialmente si el que posa es un cuerpo travestido, no sólo constituye un momento en que el cuerpo es un ser-para, sino también, acaso sobre todo, también es el acto de un ser-contra.
Desafiando la estructura binaria de la normatividad sexual a base de maquillaje y guiños, las residentes de Casa Susanna parecen cumplir lo que el crítico Héctor Domínguez descubre en el travestimiento de vestido y el travestimiento discursivo del escritor y performer chileno Pedro Lemebel: un movimiento que disiente tanto de “(la heterosexualidad que se estructura sobre el principio del deseo del opuesto femenino-masculino y la del homosexual que se realiza en el plano del cuerpo similar), [reorientándose] hacia un juego de suplantaciones, un deslizamien to de una superficie a otra”.2 Una, entre las múltiples imágenes de Casa Susanna, pone en escena tal punto de fuga de manera especialmente clara. Los cuerpos travestidos están en la cocina. Una es la mujer hacia la que se apuntan las cámaras de tres mujeres más, quienes de manera oblicua y también jocosa no miran hacia ese objetivo aparente, que es la primera mujer, sino hacia el otro: el punto ciego desde el cual un fotógrafo escondido, que está en lugar del lector del libro, aprieta el botón. Es, luego entonces, una pose de una pose de una pose. Una imagen para un ojo para otro ojo. Una representación de la representación de la representación. En el abismo inaugurado por este ejercicio en los linderos más dúctiles del artificio aparece, es inevitable, la carcajada festiva, puntual, cómplice. El gusto de encontrarse ahí. El regusto de verlo todo. Yo no tengo la menor idea de lo que las residentes de Casa Susanna hacían después del fin de semana o fuera de ella, pero sé, tengo la absoluta certeza de que, cuando estaban ahí, en la casa y en la fotografía, se la pasaban de lo lindo. Hay ahí, efectivamente, una “legitimación del afeminamiento, es decir, su inclusión en el plano de las ciudadanías”, y también da inicio ahí otro proceso que consiste en cuestionar o, al decir de Domínguez, “desesencializar las vestiduras de los ciudadanos no marginados”.3 Decimos tantas cosas, después de todo, con lo que nos ponemos encima del cuerpo. Decimos que vamos uniformados o que jugamos a desear de más. Decimos que no estamos o que ya no vendremos o que nunca existimos. Un cuerpo travestido nos descubre, a todos los otros, a todos los que no somos ya los demás, como cuerpos igualmente travestidos.
Por eso sospeché tanto cuando vi la serie de fotografías que no hace mucho apareció en México en la que mujeres reconocidas del medio cultural posan en ropa y gesto masculinos, lanzando la provocadora pregunta del caso: ¿se necesita ser hombre para ser verdaderamente en nuestro medio? Los rostros de las posantes, por todo lo que recuerdo, eran de una seriedad irrebatible. Resultaba obvio que ninguna de las travestidas se la estaba pasando bien con bigotes y corbata. Asumo que esta bienintencionada serie pretende, y esto con justa razón, cuestionar las jerarquías patriarcales de la sociedad mexicana contemporánea, reclamando, a su manera, un espacio legítimo para lo femenino. Asumo que uno de los mensajes de las imágenes consiste en denunciar la masculinidad impuesta (que es, con frecuencia, una masculinidad impostora) que termina por dominar las genuflexiones diarias tanto de hombres como de mujeres, sobre todo de aquellos y aquellas en carrera desenfrenada por el poder. Pero ya lo decían por ahí, las buenas intenciones con frecuencia pavimentan un camino que va de regreso al infierno. Porque me preguntaba yo, aunque esto no lo supe a ciencia cierta sino hasta que vi las imágenes travestidas de Casa Susanna, ¿de verdad ninguna de ellas disfrutó nunca de los nuncas en el papel de marimacha? ¿Ninguna se apropió alguna vez de una de las dúctiles masculinidades del entorno para darle la vuelta y ponerla de cabeza y volverla de revés? ¿Ninguna se puso barbas y se lanzó un beso tronador frente al espejo? Quiero decir que veía yo la serie de las mujeres vueltas hombres a la fuerza y me preguntaba, en otros términos, si no tendríamos también que cuestionar en nuestro medio esa línea que pretende separar, y de manera tajante, lo masculino de lo femenino sin dejar espacio alguno para el juego contestatario y la colindancia crítica y creadora. Me preguntaba, pues, si no era ya el momento de posar para esa otra cámara escondida con la que juega una mano que no por oblicua es menos real.
1 Michel Hurst y Robert Swope, Casa Susanna, (New York: Power House Books, 2005)
2 Héctor Domínguez, "La yegua de Troya. Pedro Lemebel, los medios y la performance", en Fernando A. Blanco, ed. Reinas de otro cielo. Modernidad y autoritarismo en la obra de Pedro Lemebel (Santiago de Chile: LOM ediciones, 2004), 135.
3 Héctor Domínguez, "La yegua de Troya", en Reinas de otro cielo, 144.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[para Bernardita Llanos y Fernando A. Blanco, todavía bajo la nieve]
Hace no mucho tiempo, cuentan Michel Hurst y Robert Swope en la introducción a ese magnífico libro de imágenes travestidas que es Casa Susanna, encontraron una enorme caja de fotografías en un mercado de pulgas de Nueva York.1 Lo que vieron ahí terminó electrizándolos: hombres vestidos de mujer en el estilo más conservador de fines de los años 50 e inicios de los 60, mucho antes de que la así llamada liberación sexual y la performatividad de los géneros entrara en boga. En una casa evidentemente de la clase media, con todo y sillón forrado de plástico para evitar que los niños manchen el tapiz, con todo y chimenea y grandes pantallas curvas de televisión, aparecen ahí las residentes de fin de semana de Casa Susanna con collares de perlas, tacón de aguja y guantes blancos. De picnic sobre la hierba o brindando con la elegante copa de martini en la mano derecha, las mujeres de las imágenes parecen acoplarse con pasmosa naturalidad a los tradicionales rituales de las mujeres acomodadas de los suburbios neoyorquinos: cenan juntas, fuman, nadan, tejen, brindan, dan pequeños paseos por los alrededores, platican en torno de la mesa, posan. Y posar, ya lo decía Silvia Molloy en "The politics of posing" no es un acto neutro o inocente. Si la pose en sí puede convertirse en una práctica oposicional que provoca y desafía la mirada del poder, el acto de posar, especialmente si el que posa es un cuerpo travestido, no sólo constituye un momento en que el cuerpo es un ser-para, sino también, acaso sobre todo, también es el acto de un ser-contra.
Desafiando la estructura binaria de la normatividad sexual a base de maquillaje y guiños, las residentes de Casa Susanna parecen cumplir lo que el crítico Héctor Domínguez descubre en el travestimiento de vestido y el travestimiento discursivo del escritor y performer chileno Pedro Lemebel: un movimiento que disiente tanto de “(la heterosexualidad que se estructura sobre el principio del deseo del opuesto femenino-masculino y la del homosexual que se realiza en el plano del cuerpo similar), [reorientándose] hacia un juego de suplantaciones, un deslizamien to de una superficie a otra”.2 Una, entre las múltiples imágenes de Casa Susanna, pone en escena tal punto de fuga de manera especialmente clara. Los cuerpos travestidos están en la cocina. Una es la mujer hacia la que se apuntan las cámaras de tres mujeres más, quienes de manera oblicua y también jocosa no miran hacia ese objetivo aparente, que es la primera mujer, sino hacia el otro: el punto ciego desde el cual un fotógrafo escondido, que está en lugar del lector del libro, aprieta el botón. Es, luego entonces, una pose de una pose de una pose. Una imagen para un ojo para otro ojo. Una representación de la representación de la representación. En el abismo inaugurado por este ejercicio en los linderos más dúctiles del artificio aparece, es inevitable, la carcajada festiva, puntual, cómplice. El gusto de encontrarse ahí. El regusto de verlo todo. Yo no tengo la menor idea de lo que las residentes de Casa Susanna hacían después del fin de semana o fuera de ella, pero sé, tengo la absoluta certeza de que, cuando estaban ahí, en la casa y en la fotografía, se la pasaban de lo lindo. Hay ahí, efectivamente, una “legitimación del afeminamiento, es decir, su inclusión en el plano de las ciudadanías”, y también da inicio ahí otro proceso que consiste en cuestionar o, al decir de Domínguez, “desesencializar las vestiduras de los ciudadanos no marginados”.3 Decimos tantas cosas, después de todo, con lo que nos ponemos encima del cuerpo. Decimos que vamos uniformados o que jugamos a desear de más. Decimos que no estamos o que ya no vendremos o que nunca existimos. Un cuerpo travestido nos descubre, a todos los otros, a todos los que no somos ya los demás, como cuerpos igualmente travestidos.
Por eso sospeché tanto cuando vi la serie de fotografías que no hace mucho apareció en México en la que mujeres reconocidas del medio cultural posan en ropa y gesto masculinos, lanzando la provocadora pregunta del caso: ¿se necesita ser hombre para ser verdaderamente en nuestro medio? Los rostros de las posantes, por todo lo que recuerdo, eran de una seriedad irrebatible. Resultaba obvio que ninguna de las travestidas se la estaba pasando bien con bigotes y corbata. Asumo que esta bienintencionada serie pretende, y esto con justa razón, cuestionar las jerarquías patriarcales de la sociedad mexicana contemporánea, reclamando, a su manera, un espacio legítimo para lo femenino. Asumo que uno de los mensajes de las imágenes consiste en denunciar la masculinidad impuesta (que es, con frecuencia, una masculinidad impostora) que termina por dominar las genuflexiones diarias tanto de hombres como de mujeres, sobre todo de aquellos y aquellas en carrera desenfrenada por el poder. Pero ya lo decían por ahí, las buenas intenciones con frecuencia pavimentan un camino que va de regreso al infierno. Porque me preguntaba yo, aunque esto no lo supe a ciencia cierta sino hasta que vi las imágenes travestidas de Casa Susanna, ¿de verdad ninguna de ellas disfrutó nunca de los nuncas en el papel de marimacha? ¿Ninguna se apropió alguna vez de una de las dúctiles masculinidades del entorno para darle la vuelta y ponerla de cabeza y volverla de revés? ¿Ninguna se puso barbas y se lanzó un beso tronador frente al espejo? Quiero decir que veía yo la serie de las mujeres vueltas hombres a la fuerza y me preguntaba, en otros términos, si no tendríamos también que cuestionar en nuestro medio esa línea que pretende separar, y de manera tajante, lo masculino de lo femenino sin dejar espacio alguno para el juego contestatario y la colindancia crítica y creadora. Me preguntaba, pues, si no era ya el momento de posar para esa otra cámara escondida con la que juega una mano que no por oblicua es menos real.
1 Michel Hurst y Robert Swope, Casa Susanna, (New York: Power House Books, 2005)
2 Héctor Domínguez, "La yegua de Troya. Pedro Lemebel, los medios y la performance", en Fernando A. Blanco, ed. Reinas de otro cielo. Modernidad y autoritarismo en la obra de Pedro Lemebel (Santiago de Chile: LOM ediciones, 2004), 135.
3 Héctor Domínguez, "La yegua de Troya", en Reinas de otro cielo, 144.
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