EL NOMBRE DE MI DOBLE EN PRAGA
Cristinou Rivera Garzovou
--crg
Wednesday, April 25, 2007
Tuesday, April 24, 2007
SALVAR EL LIMBO
(en La Mano Oblicua, columna de los martes del periodico mexicano Milenio, seccion de cultura)
Ya Jimmy Cliff no puede sentarse ahí para esperar a que las cosas cambien o que el dado ruede mientras se examina, con minuciosa intensidad, el alma. El limbo, de acuerdo a la Comisión Teológica Internacional, ha dejado de existir. Ya se trataba, además, sólo de una “hipótesis teológica”, un “teologúmeno”, y no de un lugar propiamente dicho, así que a los enterados esto no debió sorprenderlos tanto. A mí, por otra parte, el decreto no deja de causarme o escozor o alarma. Primero nos dejó Plutón y, ahora, de manera por demás oficial, el Limbo, ¿qué sigue después?
Las razones para tal monumental desaparición parecieran ser, al menos a primera vista, sensatas: si al limbo iban a parar aquellos que no habían cometido pecado mortal alguno pero que, ya por no haber recibido el bautismo, como en el caso de los niños, o por haber muerto, como en el caso de los patriarcas, antes de la resurrección de Jesús, no habían logrado limpiar el pecado original, entonces es de suyo lógico que tales almas impolutas puedan alcanzar el cielo a la brevedad posible. Así las cosas, la desaparición del limbo no sólo cumple con la máxima aquella de propiciar la cercanía entre los niños y Jesús sino que también le otorga un aura de comprensión y flexibilidad a una iglesia que, dicho sea de paso, precisa bastante de un aura de comprensión y flexibilidad en estos días. Digo que esta proposición parece sensata sólo a primera vista porque, bien mirado, el asunto en realidad es grave: ahora sólo tenemos el cielo y el infierno. El mundo, una vez más, se ha reducido a una estrecha dicotomía. Los buenos. Los malos. Y nada, ni siquiera una pregunta, entre ellos. El arriba. El abajo. Nada a la mitad. Uno no puede evitar preguntarse si Bush tuvo algo que ver con todo esto.
Uno de los significados de la palabra limbo es frontera.
No es por casualidad que la palabra limbo y sus derivaciones hayan llegado a ocupar lugares importantes en cierta teoría contemporánea –del pensamiento post-colonial a los estudios subalternos pasando por el concepto de lo queer– que busca alejarse de los blanco-y-negros de los fundamentalismos más diversos para, en su lugar, explorar los claroscuros de la condición humana.
Ahí está, por ejemplo, el famoso in-between de Homi Baba o, incluso, el nepantlismo de la teórica chicana Gloria Anzaldúa. Ahí están las referencias constantes a los espacios liminales que son, después o antes de todo, espacios límbicos. Vamos, hasta el intersticio marxiano algo tiene que ver con el limbo. Así pues, bajo distintos nombres, con perspectivas específicas a sus disciplinas y preocupaciones, estos espacios tienen en común con el limbo la inauguración de una tercera vía. La irresolución. El pensamiento más fino.
Pero al limbo no sólo han ido a parar, hasta hace poco claro está, los niños sin bautismo o los patriarcas muertos a destiempo o ciertas ideas teóricas de los mundos por venir, sino también un sinfín de cosas oblicuas. En el limbo, esperan, por ejemplo, nuestras muchas horas de indecisión. Contritas o serenas, esas horas son, sin duda alguna, las horas más productivas, las de a de veras. Ahí están también los míticos 10 números que uno tiene que contar antes de explotar de ira o de gozo frente a las irrupciones de lo real. Los proyectos a medio terminar y las relaciones furtivas viven y se perviven en un limbo que, no por estar signado por la incomplitud, es menos definitivo. En el limbo están los objetos perdidos y las palabras que, con frecuencia, vienen a posarse sobre la punta de la lengua, sin saltar. Las personas fuera de lugar siempre tienen un lugar en el limbo. Detenido y, cualquiera diría, prudente, el limbo matiza. Lo que nunca llegó a ser, seguramente es algo en el limbo. La definición por excelencia del no lugar: eso también es el limbo. Cuando el pensador o el enamorado elevan la vista hacia el cielo con los así llamados ojos en blanco eso es clara indicación de que se han ido, tal vez para no regresar jamás, al limbo. Me atrevería a asegurar que cualquier idea que valga la pena es una idea que se ha generado en el ámbito desconocido e irresuelto del limbo. Al limbo le pertenecen los murmullos de Comala y los arrebatos ante los que sucumbe una tal Lol. V. Stein. Orlando se cambia de atuendo (y de sexo) en el larguísimo túnel que también es el limbo. Las llaves, las llamadas sin contestar, ciertos botones, el cabello cuando se cae (y las uñas) (y las pestañas después de haber pedido el deseo del caso), todo eso flota, iridiscente, en nuestro propio limbo privado. Nuestras vidas cotidianas que, por ser complejas y contradictorias y humanas, tientan pero escapan tanto del cielo como del infierno, usualmente transcurren, con dosis parecidas de gloria y de pena, en el limbo.
Si ante la disminución de Plutón permanecimos todos más o menos impasibles, ¿haremos lo mismo ante la oficialmente decretada desaparición del limbo? Como se puede constatar en este escrito, me declaro abiertamente límbica y me propongo, junto con quien así también lo desee, salvarlo tanto de las manipulaciones eclesiásticas como de la mundanal indiferencia. El limbo, quiero decir, nos hace falta.
--crg
(en La Mano Oblicua, columna de los martes del periodico mexicano Milenio, seccion de cultura)
Ya Jimmy Cliff no puede sentarse ahí para esperar a que las cosas cambien o que el dado ruede mientras se examina, con minuciosa intensidad, el alma. El limbo, de acuerdo a la Comisión Teológica Internacional, ha dejado de existir. Ya se trataba, además, sólo de una “hipótesis teológica”, un “teologúmeno”, y no de un lugar propiamente dicho, así que a los enterados esto no debió sorprenderlos tanto. A mí, por otra parte, el decreto no deja de causarme o escozor o alarma. Primero nos dejó Plutón y, ahora, de manera por demás oficial, el Limbo, ¿qué sigue después?
Las razones para tal monumental desaparición parecieran ser, al menos a primera vista, sensatas: si al limbo iban a parar aquellos que no habían cometido pecado mortal alguno pero que, ya por no haber recibido el bautismo, como en el caso de los niños, o por haber muerto, como en el caso de los patriarcas, antes de la resurrección de Jesús, no habían logrado limpiar el pecado original, entonces es de suyo lógico que tales almas impolutas puedan alcanzar el cielo a la brevedad posible. Así las cosas, la desaparición del limbo no sólo cumple con la máxima aquella de propiciar la cercanía entre los niños y Jesús sino que también le otorga un aura de comprensión y flexibilidad a una iglesia que, dicho sea de paso, precisa bastante de un aura de comprensión y flexibilidad en estos días. Digo que esta proposición parece sensata sólo a primera vista porque, bien mirado, el asunto en realidad es grave: ahora sólo tenemos el cielo y el infierno. El mundo, una vez más, se ha reducido a una estrecha dicotomía. Los buenos. Los malos. Y nada, ni siquiera una pregunta, entre ellos. El arriba. El abajo. Nada a la mitad. Uno no puede evitar preguntarse si Bush tuvo algo que ver con todo esto.
Uno de los significados de la palabra limbo es frontera.
No es por casualidad que la palabra limbo y sus derivaciones hayan llegado a ocupar lugares importantes en cierta teoría contemporánea –del pensamiento post-colonial a los estudios subalternos pasando por el concepto de lo queer– que busca alejarse de los blanco-y-negros de los fundamentalismos más diversos para, en su lugar, explorar los claroscuros de la condición humana.
Ahí está, por ejemplo, el famoso in-between de Homi Baba o, incluso, el nepantlismo de la teórica chicana Gloria Anzaldúa. Ahí están las referencias constantes a los espacios liminales que son, después o antes de todo, espacios límbicos. Vamos, hasta el intersticio marxiano algo tiene que ver con el limbo. Así pues, bajo distintos nombres, con perspectivas específicas a sus disciplinas y preocupaciones, estos espacios tienen en común con el limbo la inauguración de una tercera vía. La irresolución. El pensamiento más fino.
Pero al limbo no sólo han ido a parar, hasta hace poco claro está, los niños sin bautismo o los patriarcas muertos a destiempo o ciertas ideas teóricas de los mundos por venir, sino también un sinfín de cosas oblicuas. En el limbo, esperan, por ejemplo, nuestras muchas horas de indecisión. Contritas o serenas, esas horas son, sin duda alguna, las horas más productivas, las de a de veras. Ahí están también los míticos 10 números que uno tiene que contar antes de explotar de ira o de gozo frente a las irrupciones de lo real. Los proyectos a medio terminar y las relaciones furtivas viven y se perviven en un limbo que, no por estar signado por la incomplitud, es menos definitivo. En el limbo están los objetos perdidos y las palabras que, con frecuencia, vienen a posarse sobre la punta de la lengua, sin saltar. Las personas fuera de lugar siempre tienen un lugar en el limbo. Detenido y, cualquiera diría, prudente, el limbo matiza. Lo que nunca llegó a ser, seguramente es algo en el limbo. La definición por excelencia del no lugar: eso también es el limbo. Cuando el pensador o el enamorado elevan la vista hacia el cielo con los así llamados ojos en blanco eso es clara indicación de que se han ido, tal vez para no regresar jamás, al limbo. Me atrevería a asegurar que cualquier idea que valga la pena es una idea que se ha generado en el ámbito desconocido e irresuelto del limbo. Al limbo le pertenecen los murmullos de Comala y los arrebatos ante los que sucumbe una tal Lol. V. Stein. Orlando se cambia de atuendo (y de sexo) en el larguísimo túnel que también es el limbo. Las llaves, las llamadas sin contestar, ciertos botones, el cabello cuando se cae (y las uñas) (y las pestañas después de haber pedido el deseo del caso), todo eso flota, iridiscente, en nuestro propio limbo privado. Nuestras vidas cotidianas que, por ser complejas y contradictorias y humanas, tientan pero escapan tanto del cielo como del infierno, usualmente transcurren, con dosis parecidas de gloria y de pena, en el limbo.
Si ante la disminución de Plutón permanecimos todos más o menos impasibles, ¿haremos lo mismo ante la oficialmente decretada desaparición del limbo? Como se puede constatar en este escrito, me declaro abiertamente límbica y me propongo, junto con quien así también lo desee, salvarlo tanto de las manipulaciones eclesiásticas como de la mundanal indiferencia. El limbo, quiero decir, nos hace falta.
--crg
Monday, April 23, 2007
Thursday, April 19, 2007
¿PUEDE UN HOMBRE TRADUCIRSE EN MUJER Y SER, AL MISMO TIEMPO, EL AMIGO IMAGINARIO?
La respuesta a esto que parece ser una pregunta en el DESPUÉS-ANTES/ BEFORE-AFTER de esta semana en La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas. Imágenes y textos del poeta neoyorquino Garrett Kalleberg y la poeta tapatía Laura Solórzano.
Y seguimos!
--crg
La respuesta a esto que parece ser una pregunta en el DESPUÉS-ANTES/ BEFORE-AFTER de esta semana en La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas. Imágenes y textos del poeta neoyorquino Garrett Kalleberg y la poeta tapatía Laura Solórzano.
Y seguimos!
--crg
Tuesday, April 17, 2007
ESCRIBIR, DICE ELLA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
1)
Seguramente para cada autora es distinto, pero para mí el asunto siempre estuvo signado por comentarios tipo “!pero si escribes como hombre!”. Como las palabras venían en un tono celebratorio, acompañadas usualmente de gestos grandielocuentes o benévolos, nunca supe bien a bien como reaccionar. Me tomó tiempo entender, quiero decir, que eso, en el mundo de entonces, era una especie de halago. Tenía yo entre 15 y 18 años y escribía, claro está, con la pasión del caso. Cuando, muchos años después y en un taller que impartía en la ahora muy famosa ciudad de Tijuana, una lectora exclamó, y esto en relación a un texto autor-izado por un joven del grupo, “pero es que escribes esto tan bien que casi pareces mujer”, supe que estaba presenciando o un milagro o el muy equidistante y más que legendario giro de los 180 grados. Me reí mucho, aunque para mis adentros, como le corresponde a Alguien que Imparte un Taller Literario, y esa noche acepté la invitación de los talleristas para continuar la sesión en un post-taller que luego se volvió costumbre y más tarde vicio y, luego, puro gusto.
C)
Hubo una vez un país en el que el más importante premio literario para una obra escrita por una mujer venía con diploma, ceremonia de honor, placa de bronce en lugar significativo de la ciudad y cero centavos.
14)
Cuando yo empecé a escribir, que fue hace muchos años, mis role models eran una monja que había pasado su vida entera en una celda, una feminista que le lavaba los calzones a su no-marido (al menos eso decían las malas lenguas) y la exesposa de un poeta muy famoso que o estaba loca o vivía con más de una docena de gatos o era un espía infame del gobierno. Aceptar, en ese contexto, que yo era lo que ya era, que desde siempre fue irremediablemente y sin cortapisa una escritora, no resultó una cuestión sencilla. Entiéndase: se trataba de la hija mayor de una pareja de la clase media profesional, norteña para colmo de males. Era gente, para ser más claros, que se levantaba a las cinco de la mañana y no se detenía sino hasta las diez de la noche, confiando que entre una hora y otra habían hecho algo para cambiar el mundo. A ese tipo de gente, hasta se me hace superfluo decirlo, no le parece del todo bien que alguien que trabaje sus horas con pasión y produzca lo propio con entereza tenga que acabar sus días o suicidada o loca o siendo la esposa de. Por eso, aunque mi primer publicación data de 1982, me costó unos 15 años más aceptar (y esto frente a un periodista algo obcecado) (y luego frente a un oficial de migración) lo obvio: era una escritora. La profesión, en todo caso, siempre pareció un asunto de alto riesgo. Ni en mis peores pesadillas supuse que, efectivamente, lo era.
X)
Leía, de manera que a mí entender era natural, a Virginia Wolf–-su obra completa. Desde entonces me quedé enamorada de The Waves. Leía a Marguerite Duras–-en voz alta, frente a ti, temblando. Leía Andamos huyendo Lola. Leía las vicisitudes de Ana Karenina. Leía a Platón, Wittgenstein, Safo. Y leía, claro que por supuesto, todo lo que los otros leían: Rulfo, Elizondo, Dostoievski, Shakespeare, Homero. Pero leía, de manera que a mi entender era natural, a Aline Petterson, a Glantz, a Puga, a Vicens, Dávila, Dueñas, Mansour, Lavín, a Clavel, a García Bergua, a Beltrán. Leerlas, a todas ellas, me hizo sentir acompañada. Leerlas me hizo sentir que era posible ser esto: una escritora. La autora de libros. Un nombre propio.
77)
Hubo una vez un país en que escribir, para una mujer, significaba la muerte o el desprestigio o el desamor o la ira.
…)
Viví muchos años lejos. Las causas no vienen al caso, pero son las causas del caso. Escribí en silencio por todos esos muchos años, los cajones de mis escritorios lo atestiguan. Escribí porque lo que importaba era escribir. Publicar era cosa o mínima o superflua o impensable o fetichista. Antes de publicar mi “primera” novela, escribí tres, impublicables, como suele ser la regla. Pero nada de eso urgía. A mí en mi casa me enseñaron que uno se levantaba a trabajar y, entre una hora y otra, el objetivo era cambiar el mundo para que cupiéramos más, para que finalmente cupiéramos todos.
A)
Seguramente para cada quien es distinto, pero cuando me decían que mi escritura era efectiva o buena (dependiendo del lenguaje del juez en turno) porque no se notaba que era mujer, me embargaba algo extraño. Yo no era un autor, y eso lo sabía bien, pero quería sus privilegios, sus adulaciones, sus oportunidades, sus perspectivas, sus tormentas, sus vicios. Quería su libertad. Era, como lo pueden atestiguar, una joven con ambiciones desmedidas. Se lo debo, ese deseo desmedido que mí entender siempre fue natural, a un padre riguroso y absurdamente entregado a sus hijas y a una madre a quien no ha vencido nada hasta el día de hoy. Se lo debo a una ética de trabajo que en este país se adscribe, por asociaciones harto sospechosas, a la zona norte, ahí donde la ficción del self-made man (y en su caso la self-made woman) parecen haber fabricado su espejismo propio. Pero sigo queriendo mis libros. Estoy convencida de que tengo derecho a ellos como tengo derecho al aire que respiro.
*)
Soy, ahora, una adolescente que lee y escribe. Todo esto ocurre mucho tiempo después. Nadie me dice que mi valor depende de o, incluso, que mi valor es directamente proporcional a, ser lo que no soy. Leo a otras y leo a otros. Las conozco. Cuando me mandan una encuesta por correo, que es siempre que hay una encuesta, respondo lo que creo y no lo que creo que otros creen. Es otro mundo. Aquí los premios para mujeres escritoras valen lo mismo que los premios para hombres escritores. Se lee por el valor de la prosa o el verso y no por el género de la autoría. Es otro mundo. Es un mundo en el que, como cualquier otro libro bueno, se leen los libros escritos por mujeres. Es el mundo por el que trabajo desde que amanece hasta que, por unas cuantas horas, el día claudica.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
1)
Seguramente para cada autora es distinto, pero para mí el asunto siempre estuvo signado por comentarios tipo “!pero si escribes como hombre!”. Como las palabras venían en un tono celebratorio, acompañadas usualmente de gestos grandielocuentes o benévolos, nunca supe bien a bien como reaccionar. Me tomó tiempo entender, quiero decir, que eso, en el mundo de entonces, era una especie de halago. Tenía yo entre 15 y 18 años y escribía, claro está, con la pasión del caso. Cuando, muchos años después y en un taller que impartía en la ahora muy famosa ciudad de Tijuana, una lectora exclamó, y esto en relación a un texto autor-izado por un joven del grupo, “pero es que escribes esto tan bien que casi pareces mujer”, supe que estaba presenciando o un milagro o el muy equidistante y más que legendario giro de los 180 grados. Me reí mucho, aunque para mis adentros, como le corresponde a Alguien que Imparte un Taller Literario, y esa noche acepté la invitación de los talleristas para continuar la sesión en un post-taller que luego se volvió costumbre y más tarde vicio y, luego, puro gusto.
C)
Hubo una vez un país en el que el más importante premio literario para una obra escrita por una mujer venía con diploma, ceremonia de honor, placa de bronce en lugar significativo de la ciudad y cero centavos.
14)
Cuando yo empecé a escribir, que fue hace muchos años, mis role models eran una monja que había pasado su vida entera en una celda, una feminista que le lavaba los calzones a su no-marido (al menos eso decían las malas lenguas) y la exesposa de un poeta muy famoso que o estaba loca o vivía con más de una docena de gatos o era un espía infame del gobierno. Aceptar, en ese contexto, que yo era lo que ya era, que desde siempre fue irremediablemente y sin cortapisa una escritora, no resultó una cuestión sencilla. Entiéndase: se trataba de la hija mayor de una pareja de la clase media profesional, norteña para colmo de males. Era gente, para ser más claros, que se levantaba a las cinco de la mañana y no se detenía sino hasta las diez de la noche, confiando que entre una hora y otra habían hecho algo para cambiar el mundo. A ese tipo de gente, hasta se me hace superfluo decirlo, no le parece del todo bien que alguien que trabaje sus horas con pasión y produzca lo propio con entereza tenga que acabar sus días o suicidada o loca o siendo la esposa de. Por eso, aunque mi primer publicación data de 1982, me costó unos 15 años más aceptar (y esto frente a un periodista algo obcecado) (y luego frente a un oficial de migración) lo obvio: era una escritora. La profesión, en todo caso, siempre pareció un asunto de alto riesgo. Ni en mis peores pesadillas supuse que, efectivamente, lo era.
X)
Leía, de manera que a mí entender era natural, a Virginia Wolf–-su obra completa. Desde entonces me quedé enamorada de The Waves. Leía a Marguerite Duras–-en voz alta, frente a ti, temblando. Leía Andamos huyendo Lola. Leía las vicisitudes de Ana Karenina. Leía a Platón, Wittgenstein, Safo. Y leía, claro que por supuesto, todo lo que los otros leían: Rulfo, Elizondo, Dostoievski, Shakespeare, Homero. Pero leía, de manera que a mi entender era natural, a Aline Petterson, a Glantz, a Puga, a Vicens, Dávila, Dueñas, Mansour, Lavín, a Clavel, a García Bergua, a Beltrán. Leerlas, a todas ellas, me hizo sentir acompañada. Leerlas me hizo sentir que era posible ser esto: una escritora. La autora de libros. Un nombre propio.
77)
Hubo una vez un país en que escribir, para una mujer, significaba la muerte o el desprestigio o el desamor o la ira.
…)
Viví muchos años lejos. Las causas no vienen al caso, pero son las causas del caso. Escribí en silencio por todos esos muchos años, los cajones de mis escritorios lo atestiguan. Escribí porque lo que importaba era escribir. Publicar era cosa o mínima o superflua o impensable o fetichista. Antes de publicar mi “primera” novela, escribí tres, impublicables, como suele ser la regla. Pero nada de eso urgía. A mí en mi casa me enseñaron que uno se levantaba a trabajar y, entre una hora y otra, el objetivo era cambiar el mundo para que cupiéramos más, para que finalmente cupiéramos todos.
A)
Seguramente para cada quien es distinto, pero cuando me decían que mi escritura era efectiva o buena (dependiendo del lenguaje del juez en turno) porque no se notaba que era mujer, me embargaba algo extraño. Yo no era un autor, y eso lo sabía bien, pero quería sus privilegios, sus adulaciones, sus oportunidades, sus perspectivas, sus tormentas, sus vicios. Quería su libertad. Era, como lo pueden atestiguar, una joven con ambiciones desmedidas. Se lo debo, ese deseo desmedido que mí entender siempre fue natural, a un padre riguroso y absurdamente entregado a sus hijas y a una madre a quien no ha vencido nada hasta el día de hoy. Se lo debo a una ética de trabajo que en este país se adscribe, por asociaciones harto sospechosas, a la zona norte, ahí donde la ficción del self-made man (y en su caso la self-made woman) parecen haber fabricado su espejismo propio. Pero sigo queriendo mis libros. Estoy convencida de que tengo derecho a ellos como tengo derecho al aire que respiro.
*)
Soy, ahora, una adolescente que lee y escribe. Todo esto ocurre mucho tiempo después. Nadie me dice que mi valor depende de o, incluso, que mi valor es directamente proporcional a, ser lo que no soy. Leo a otras y leo a otros. Las conozco. Cuando me mandan una encuesta por correo, que es siempre que hay una encuesta, respondo lo que creo y no lo que creo que otros creen. Es otro mundo. Aquí los premios para mujeres escritoras valen lo mismo que los premios para hombres escritores. Se lee por el valor de la prosa o el verso y no por el género de la autoría. Es otro mundo. Es un mundo en el que, como cualquier otro libro bueno, se leen los libros escritos por mujeres. Es el mundo por el que trabajo desde que amanece hasta que, por unas cuantas horas, el día claudica.
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Tuesday, April 10, 2007
EL RETORNO DE LAS INVISIBLES
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace poco más de un año, un pequeño grupo de mujeres nos preguntábamos cuál sería el tema de la segunda Inquietante (e Internacional) Semana que, en su primera versión, estuviera dedicada, para gran gozo de participantes y espectadores, a las mujeres barbudas. Íbamos a vuelta de rueda por el sur de la Ciudad de México cuando la socióloga Ishtar Cardona, quien conducía el vehículo, mencionó algo sobre la invisibilidad de las mujeres. La idea prendió de inmediato en la imaginación de las viajantes y, así, producto del tráfico y la risa y los semáforos y las ganas de redundar surgió el campo de acción, que siempre es, como se sabe, un campo minado, de las mujeres invisibles. Se trataba, por supuesto, de planear una serie de eventos que volvieran visible una invisibilidad que, por acostumbrada y dominante, pasaba y pasa por natural. Se trataba de sacarle la lengua a Lo Obvio y de aventarle chamoy a los ojos de El Poder: había, quiero decir, un regusto irónico y un franco afán de desparpajo en todo aquello. Como había acontecido un año antes, hubo un poco de todo en el extraño caso de las mujeres invisibles: fotografía y collage y textos y una lectura en la que las presentadoras brillaron, como era de esperarse, por su ausencia.
Este año, como ya se anunció oportunamente hace un par de semanas en esta misma columna, la ya tradicional Inquietante (e Internacional) Semana estará dedicada a las Mujeres Traducidas, sin embargo, las Mujeres Invisibles se niegan a irse. Su fantasmática presencia se hace notar por todos lados. Su retorno o, para ser más exactos, su inaudita permanencia en nuestro entorno ha quedado más que comprobada en la encuesta acerca de las tres mejores novelas mexicanas de los últimos 30 años que, de manera profesional, organizó la revista Nexos. Los resultados, publicados en su número de abril, se prestan, tal y como lo querían sus organizadores, a la reflexión sensata y a la discusión perentoria. Los resultados, dicho de otro modo, no me dejarán mentir (ni exagerar).
La encuesta, que pedía los títulos de las tres mejores novelas que, a juicio del encuestado, fueron escritas en México desde 1977 a la fecha, mide los hábitos de lectura de un grupo de 60 lectores, 51 de los cuales son hombres y nueve mujeres, casi todos mayores de 40 años de edad. Esos lectores corroboraron, sin mayor sorpresa de por medio, que las novelas escritas por Fernando del Paso, José Emilio Pacheco, Juan García Ponce, Salvador Elizondo y Sergio Pitol son pilares de un canon contemporáneo de las letras mexicanas a la vuelta del siglo.
Pero los resultados de la encuesta no sólo son de interés por lo que refrendan sino también, acaso sobre todo, por lo que revelan. Habrá que apuntar, de entrada, que esos 51 lectores y nueve lectoras mencionaron un total de 79 novelas –un abanico bastante amplio que parece abrirse conforme la jerarquía de los votos desciende: así, aparecen en los resultados cinco novelas con 4 votos, cuatro novelas con tres votos, 14 novelas con dos votos y 48 novelas con una mención. No es de extrañarse que las novelas que escapan al canon-en-formación, ya por su temática o por sus planteamientos formales o por su autoría, se encuentren en esta sección verdaderamente diferenciada y plural, anunciando no lo que ha sido sino, soy optimista, lo que vendrá. Es en esta sección amplísima donde se cuestiona, de manera por demás sana a mi entender, la presencia unificadora de un estilo o una enunciación única o un liderazgo en singular. Es aquí, entre las muchas novelas, donde se encuentran, valga la redundancia, las muchas novelas: esa producción diversa y múltiple de la que se nutre, o debe nutrirse, una vida cultural en movimiento.
La encuesta también revela que los 51 lectores y las nueve lectoras del caso leen muy poco, si es que algo, las novelas escritas por mujeres. Considerando que, cuando yo empezaba a escribir, hace algunos años ya (soy de los encuestados que están por encima de los 40), los únicos tres nombres de mujeres escritoras que llegaban a mis oídos eran, en orden de aparición: Sor Juana, una monja que había vivido en una celda; Rosario Castellanos, una feminista muy inteligente que le lavaba los calzones a su pareja (eso decían las malas lenguas); y ¿cómo se llama la ex esposa de Octavio Paz que o se volvió loca o vive con más de una docena de gatos?, los resultados de la encuesta de Nexos son alentadores: están ahí los nombres de nueve escritoras (sospechosamente el mismo número de mujeres encuestadas, anótolo nada más por anotarlo, puesn) que no sólo representan a distintas generaciones sino también estilos y propuestas muy diversos. Esta incorporación de nueve autoras más a las tres indispensables, inescapables y ya tradicionales de mediados del siglo XX, ocurrió, además, en un lapso de más o menos 20 años. Esto, si me lo permiten, no sólo me parece notable sino, incluso, motivo de discreta celebración. Pero que tal transformación pueda convertirse en digno motivo de encomio sólo me deja en claro, por otro lado, lo limitado del gane y lo mucho que resta por hacer. Confío, digo esto bajo la influencia de una nada maldita primavera que explota en cada esquina con esa escandalosa tibieza que invita a la danza y al buen humor, que cuando estas encuestas procuren activamente los puntos de vista de lectores de diversos géneros y de lectores, sobre todo, del futuro, los resultados confirmarán las tendencias que se avizoran en la parte más baja (y más amplia) (y menos vigilada) de las jerarquías existentes: que están en el camino buenas novelas escritas por autores y autoras con propuestas estéticas arriesgadas y propias que bien valen nuestras largas y gozosas horas de lectura. Los y las invisibles, en otras palabras, llegaron para quedarse. Estamos, como quien dice, en todos lados.
¿Y si la pregunta hubiera sido cuáles son las tres novelas que más le gustaron?
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace poco más de un año, un pequeño grupo de mujeres nos preguntábamos cuál sería el tema de la segunda Inquietante (e Internacional) Semana que, en su primera versión, estuviera dedicada, para gran gozo de participantes y espectadores, a las mujeres barbudas. Íbamos a vuelta de rueda por el sur de la Ciudad de México cuando la socióloga Ishtar Cardona, quien conducía el vehículo, mencionó algo sobre la invisibilidad de las mujeres. La idea prendió de inmediato en la imaginación de las viajantes y, así, producto del tráfico y la risa y los semáforos y las ganas de redundar surgió el campo de acción, que siempre es, como se sabe, un campo minado, de las mujeres invisibles. Se trataba, por supuesto, de planear una serie de eventos que volvieran visible una invisibilidad que, por acostumbrada y dominante, pasaba y pasa por natural. Se trataba de sacarle la lengua a Lo Obvio y de aventarle chamoy a los ojos de El Poder: había, quiero decir, un regusto irónico y un franco afán de desparpajo en todo aquello. Como había acontecido un año antes, hubo un poco de todo en el extraño caso de las mujeres invisibles: fotografía y collage y textos y una lectura en la que las presentadoras brillaron, como era de esperarse, por su ausencia.
Este año, como ya se anunció oportunamente hace un par de semanas en esta misma columna, la ya tradicional Inquietante (e Internacional) Semana estará dedicada a las Mujeres Traducidas, sin embargo, las Mujeres Invisibles se niegan a irse. Su fantasmática presencia se hace notar por todos lados. Su retorno o, para ser más exactos, su inaudita permanencia en nuestro entorno ha quedado más que comprobada en la encuesta acerca de las tres mejores novelas mexicanas de los últimos 30 años que, de manera profesional, organizó la revista Nexos. Los resultados, publicados en su número de abril, se prestan, tal y como lo querían sus organizadores, a la reflexión sensata y a la discusión perentoria. Los resultados, dicho de otro modo, no me dejarán mentir (ni exagerar).
La encuesta, que pedía los títulos de las tres mejores novelas que, a juicio del encuestado, fueron escritas en México desde 1977 a la fecha, mide los hábitos de lectura de un grupo de 60 lectores, 51 de los cuales son hombres y nueve mujeres, casi todos mayores de 40 años de edad. Esos lectores corroboraron, sin mayor sorpresa de por medio, que las novelas escritas por Fernando del Paso, José Emilio Pacheco, Juan García Ponce, Salvador Elizondo y Sergio Pitol son pilares de un canon contemporáneo de las letras mexicanas a la vuelta del siglo.
Pero los resultados de la encuesta no sólo son de interés por lo que refrendan sino también, acaso sobre todo, por lo que revelan. Habrá que apuntar, de entrada, que esos 51 lectores y nueve lectoras mencionaron un total de 79 novelas –un abanico bastante amplio que parece abrirse conforme la jerarquía de los votos desciende: así, aparecen en los resultados cinco novelas con 4 votos, cuatro novelas con tres votos, 14 novelas con dos votos y 48 novelas con una mención. No es de extrañarse que las novelas que escapan al canon-en-formación, ya por su temática o por sus planteamientos formales o por su autoría, se encuentren en esta sección verdaderamente diferenciada y plural, anunciando no lo que ha sido sino, soy optimista, lo que vendrá. Es en esta sección amplísima donde se cuestiona, de manera por demás sana a mi entender, la presencia unificadora de un estilo o una enunciación única o un liderazgo en singular. Es aquí, entre las muchas novelas, donde se encuentran, valga la redundancia, las muchas novelas: esa producción diversa y múltiple de la que se nutre, o debe nutrirse, una vida cultural en movimiento.
La encuesta también revela que los 51 lectores y las nueve lectoras del caso leen muy poco, si es que algo, las novelas escritas por mujeres. Considerando que, cuando yo empezaba a escribir, hace algunos años ya (soy de los encuestados que están por encima de los 40), los únicos tres nombres de mujeres escritoras que llegaban a mis oídos eran, en orden de aparición: Sor Juana, una monja que había vivido en una celda; Rosario Castellanos, una feminista muy inteligente que le lavaba los calzones a su pareja (eso decían las malas lenguas); y ¿cómo se llama la ex esposa de Octavio Paz que o se volvió loca o vive con más de una docena de gatos?, los resultados de la encuesta de Nexos son alentadores: están ahí los nombres de nueve escritoras (sospechosamente el mismo número de mujeres encuestadas, anótolo nada más por anotarlo, puesn) que no sólo representan a distintas generaciones sino también estilos y propuestas muy diversos. Esta incorporación de nueve autoras más a las tres indispensables, inescapables y ya tradicionales de mediados del siglo XX, ocurrió, además, en un lapso de más o menos 20 años. Esto, si me lo permiten, no sólo me parece notable sino, incluso, motivo de discreta celebración. Pero que tal transformación pueda convertirse en digno motivo de encomio sólo me deja en claro, por otro lado, lo limitado del gane y lo mucho que resta por hacer. Confío, digo esto bajo la influencia de una nada maldita primavera que explota en cada esquina con esa escandalosa tibieza que invita a la danza y al buen humor, que cuando estas encuestas procuren activamente los puntos de vista de lectores de diversos géneros y de lectores, sobre todo, del futuro, los resultados confirmarán las tendencias que se avizoran en la parte más baja (y más amplia) (y menos vigilada) de las jerarquías existentes: que están en el camino buenas novelas escritas por autores y autoras con propuestas estéticas arriesgadas y propias que bien valen nuestras largas y gozosas horas de lectura. Los y las invisibles, en otras palabras, llegaron para quedarse. Estamos, como quien dice, en todos lados.
¿Y si la pregunta hubiera sido cuáles son las tres novelas que más le gustaron?
--crg
Monday, April 09, 2007
¿PUEDE UN HOMBRE TRADUCIRSE A SÍ MISMO CUATRO VECES Y LLAMARSE, MIENTRAS TANTO, SAN SEBASTIÁN?
La respuesta a esta larguísima interrogante en la sección BEFORE/AFTER-ANTES/DESPUÉS de La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas. Textos e imágenes de Saúl Ordoñez, desde Toluca, estado de México.
--crg
La respuesta a esta larguísima interrogante en la sección BEFORE/AFTER-ANTES/DESPUÉS de La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas. Textos e imágenes de Saúl Ordoñez, desde Toluca, estado de México.
--crg
Sunday, April 08, 2007
Tuesday, April 03, 2007
AQUÍ SE PIENSA EN CONTRA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En tiempos en que encuestas varias dejan en claro que, al menos de acuerdo a un grupo escogido de lectores de cierto género (mayoritariamente masculino) y cierta edad (mayores de 40), la novela histórica continúa prevaleciendo en los hábitos de lectura de inicios de siglo XXI latinoamericano, es menester desentonar un poco y aproximarse, con sumo gozo, con murmullante exaltación, con lúdico desacato, a La anunciación, la segunda novela de la poeta argentina Maria Negroni, quien también ha visitado con crítica precisión el ensayo y la traducción.
Parafraseando a una de las voces que componen este texto anunciaré que “en mi frente hay un cartel que dice Aquí se piensa. Aquí se piensa en contra. Esto incluye, claro, pensar en contra de mí mismo. Mi mismo es el que sueña; es también el desconfiado del poder, de cualquier bando que sea”. De la misma manera, contra el poder y, más aún, contra sí mismo, escribiéndose no tanto como prosa poética sino como prosa en poema, este texto ronda la historia moderna de Argentina pero, en lugar de construir una cronología o de consecuentar una trama (“Qué trama ni que trama, pompón”, murmura otra voz de esta novela, “A mí no me gustan los argumentos y, muchísimo menos, los desenlaces. Me dan pánico las soluciones finales”), Negroni privilegia un año (1976), un mes (marzo), un día (once).
“El 11 de marzo de 1976, tiene 22 años”, dice. Poblada por personajes que responden a los nombres de Vida Privada, la palabra casa, el ansia, el alma, lo desconocido o la voluntad, y con apariciones intempestivas de Huidobro y de Emma (¿Zunz?), La anunciación provoca “la impresión de estar leyendo un libro en el cual, de buenas a primeras, se instala el sinsentido”. ¿Y existe, me pregunto Yo Misma, manera más efectiva de conminar al pasado y de rondar a la política, más específicamente al estertor revolucionario de los 70s y a la brutal represión estatal que sustrajo de sus hogares a miles y miles de civiles, que instalándose de buenas a primeras en el sinsentido? Alguna vez le oí decir a Negroni que no existen los hechos estéticos dentro de la convencionalidad y, si esto es cierto, entonces La anunciación es, definitivamente, un hecho estético. A la vez una exploración de la historia que no es histórica en el sentido académico del término y una meditación sobre los lazos que van de la poesía a la prosa y viceversa, La anunciación enuncia, es decir, se enuncia, es decir, se escribe. Porque La anunciación es pura escritura, rara cosa en la novela de nuestros días tan dada a navegar con bandera de trama, es que el ansia declara: “[p]ara escribir sin escribir, no escribo. Imagínate, quería que me transformara en fotocopiadora, como si lo que se escribe sucediera en algún lado”.
Con guiños aparentes a la obra de Macedonio Fernández (aquí también existe un museo fantástico y filosófico que tiene la pretensión de durar toda la vida), La anunciación se desliza, sin anécdota propiamente dicha de por medio, lejos de los hábitos dominantes y los gustos dogmáticos para instalarse en un lugar excéntrico y propio donde las concesiones son pocas. En ese mismo sitio resbaladizo y alumbrado sólo a medias conviven, por ejemplo, Pedro Páramo o la Música Concreta de Amparo Dávila o gran parte de lo que escribió Salvador Elizondo, para citar a algunos pocos antecedentes mexicanos. Sin el asidero comercial de una trama, aunque sí con esa emoción del pensamiento que alguna vez la Negroni describiera como la definición misma de lo que es una idea, algo le pasa al lenguaje dentro de las páginas de La anunciación. Y eso que es inasible y que es trémulo y que es inimputable, como la infancia, se niega a producir un nuevo o mayor entendimiento, una nueva zona de claridad, una serena (y muy final) solución. Porque, de entenderse algo, se entiende, y esto se saben bien, pre retroactivamente y lo que se entiende es, a fin de cuentas, innecesario.
“¿Habré tomado, como autor, el buen camino?”, se pregunta en una carta Tu Emperador Muy Noir. La respuesta: “Seguramente, puesto que la dirección fue siempre hacia un mayor silencio”. Eso. El muerto, en todo caso, se llama Humboldt. Se llama Emma. Se llama “¿Aprendimos algo, al menos? ¿Es verdad que lo perdimos todo? ¿El fuego, al menos, fue real?”. Alguien persigue todo eso en Roma, tantos años después: la militancia, el amor, la escritura. Otro tiempo (“Eso es lo que busco, sin tregua, en mis prositas prestadas: algo quieto, como una cosa sin trama, sin rumbo, sin punto culminante. Podría decirse, un presente”). Pero escribir sobre la muerte es una cosa y escribir la muerte es otra totalmente distinta. Esto lo sabe bien Maria Negroni. Sabe que cuando se escribe la muerte, con ella y a través, “se corre el riesgo de hacerla vivir sin pausa en los pliegues de lo dicho”.
La anunciación que enuncia ese instante que duró toda una eternidad (“pero no he escrito el poema de la patria herida”) tiene, como toda anunciación, tres misterios: “la aparición, el saludo y el coloquio con el ángel”. Así, cuando Emma, que es quien desea pintar una anunciación que enteramente no le pertenezca, reza, alguien la oye enunciar: “Protégeme, Dios mío, de la figura del Héroe, de todas las cárceles, incluidas las del pueblo, del relato de los fines, del verbo reeducar, de la pureza que es mortífera, de la trágica facilidad con que la gente buena puede convertirse, de buenas a primeras, en verdugo, de los hombres sin imaginación que tienen la boca desdeñosa y ojos que no ríen, y, en general, de los que piensan, sin que les tiemble el pulso, que el mejor enemigo es el enemigo muerto”.
La escritura, esto también se lo oí decir a Maria Negroni, siempre es más inteligente que nosotros.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En tiempos en que encuestas varias dejan en claro que, al menos de acuerdo a un grupo escogido de lectores de cierto género (mayoritariamente masculino) y cierta edad (mayores de 40), la novela histórica continúa prevaleciendo en los hábitos de lectura de inicios de siglo XXI latinoamericano, es menester desentonar un poco y aproximarse, con sumo gozo, con murmullante exaltación, con lúdico desacato, a La anunciación, la segunda novela de la poeta argentina Maria Negroni, quien también ha visitado con crítica precisión el ensayo y la traducción.
Parafraseando a una de las voces que componen este texto anunciaré que “en mi frente hay un cartel que dice Aquí se piensa. Aquí se piensa en contra. Esto incluye, claro, pensar en contra de mí mismo. Mi mismo es el que sueña; es también el desconfiado del poder, de cualquier bando que sea”. De la misma manera, contra el poder y, más aún, contra sí mismo, escribiéndose no tanto como prosa poética sino como prosa en poema, este texto ronda la historia moderna de Argentina pero, en lugar de construir una cronología o de consecuentar una trama (“Qué trama ni que trama, pompón”, murmura otra voz de esta novela, “A mí no me gustan los argumentos y, muchísimo menos, los desenlaces. Me dan pánico las soluciones finales”), Negroni privilegia un año (1976), un mes (marzo), un día (once).
“El 11 de marzo de 1976, tiene 22 años”, dice. Poblada por personajes que responden a los nombres de Vida Privada, la palabra casa, el ansia, el alma, lo desconocido o la voluntad, y con apariciones intempestivas de Huidobro y de Emma (¿Zunz?), La anunciación provoca “la impresión de estar leyendo un libro en el cual, de buenas a primeras, se instala el sinsentido”. ¿Y existe, me pregunto Yo Misma, manera más efectiva de conminar al pasado y de rondar a la política, más específicamente al estertor revolucionario de los 70s y a la brutal represión estatal que sustrajo de sus hogares a miles y miles de civiles, que instalándose de buenas a primeras en el sinsentido? Alguna vez le oí decir a Negroni que no existen los hechos estéticos dentro de la convencionalidad y, si esto es cierto, entonces La anunciación es, definitivamente, un hecho estético. A la vez una exploración de la historia que no es histórica en el sentido académico del término y una meditación sobre los lazos que van de la poesía a la prosa y viceversa, La anunciación enuncia, es decir, se enuncia, es decir, se escribe. Porque La anunciación es pura escritura, rara cosa en la novela de nuestros días tan dada a navegar con bandera de trama, es que el ansia declara: “[p]ara escribir sin escribir, no escribo. Imagínate, quería que me transformara en fotocopiadora, como si lo que se escribe sucediera en algún lado”.
Con guiños aparentes a la obra de Macedonio Fernández (aquí también existe un museo fantástico y filosófico que tiene la pretensión de durar toda la vida), La anunciación se desliza, sin anécdota propiamente dicha de por medio, lejos de los hábitos dominantes y los gustos dogmáticos para instalarse en un lugar excéntrico y propio donde las concesiones son pocas. En ese mismo sitio resbaladizo y alumbrado sólo a medias conviven, por ejemplo, Pedro Páramo o la Música Concreta de Amparo Dávila o gran parte de lo que escribió Salvador Elizondo, para citar a algunos pocos antecedentes mexicanos. Sin el asidero comercial de una trama, aunque sí con esa emoción del pensamiento que alguna vez la Negroni describiera como la definición misma de lo que es una idea, algo le pasa al lenguaje dentro de las páginas de La anunciación. Y eso que es inasible y que es trémulo y que es inimputable, como la infancia, se niega a producir un nuevo o mayor entendimiento, una nueva zona de claridad, una serena (y muy final) solución. Porque, de entenderse algo, se entiende, y esto se saben bien, pre retroactivamente y lo que se entiende es, a fin de cuentas, innecesario.
“¿Habré tomado, como autor, el buen camino?”, se pregunta en una carta Tu Emperador Muy Noir. La respuesta: “Seguramente, puesto que la dirección fue siempre hacia un mayor silencio”. Eso. El muerto, en todo caso, se llama Humboldt. Se llama Emma. Se llama “¿Aprendimos algo, al menos? ¿Es verdad que lo perdimos todo? ¿El fuego, al menos, fue real?”. Alguien persigue todo eso en Roma, tantos años después: la militancia, el amor, la escritura. Otro tiempo (“Eso es lo que busco, sin tregua, en mis prositas prestadas: algo quieto, como una cosa sin trama, sin rumbo, sin punto culminante. Podría decirse, un presente”). Pero escribir sobre la muerte es una cosa y escribir la muerte es otra totalmente distinta. Esto lo sabe bien Maria Negroni. Sabe que cuando se escribe la muerte, con ella y a través, “se corre el riesgo de hacerla vivir sin pausa en los pliegues de lo dicho”.
La anunciación que enuncia ese instante que duró toda una eternidad (“pero no he escrito el poema de la patria herida”) tiene, como toda anunciación, tres misterios: “la aparición, el saludo y el coloquio con el ángel”. Así, cuando Emma, que es quien desea pintar una anunciación que enteramente no le pertenezca, reza, alguien la oye enunciar: “Protégeme, Dios mío, de la figura del Héroe, de todas las cárceles, incluidas las del pueblo, del relato de los fines, del verbo reeducar, de la pureza que es mortífera, de la trágica facilidad con que la gente buena puede convertirse, de buenas a primeras, en verdugo, de los hombres sin imaginación que tienen la boca desdeñosa y ojos que no ríen, y, en general, de los que piensan, sin que les tiemble el pulso, que el mejor enemigo es el enemigo muerto”.
La escritura, esto también se lo oí decir a Maria Negroni, siempre es más inteligente que nosotros.
--crg