AUTORES QUE SE PREPARAN PARA IR A UNA CITA (TEXTUAL)
Rosa Beltrán
David Toscana
Ana Clavel
Elmer Mendoza
Luis Felipe Lomelí
Tryno Maldonado
Eve Gil
Alberto Chimal
Rocío Cerón
José Ramón Ruisánchez
Y la lista sigue creciendo!
--crg
LAS POLÍTICAS DE LA BELLEZA
La historiadora (e investigadora de la UAM) (y gran amiga) Gabriela Cano publicó este artículo no hace mucho en El Universal.
MISS MEXICO, 1928
Los concursos de belleza son rituales de la cultura contemporánea tan controvertidos como perdurables. Son noticia, espectáculo televisivo, fuente de escándalo y objeto de críticas bien fundadas.
Desde los años 70, el feminismo ha señalado que estos certámenes fomentan la noción de que la juventud y el atractivo físico son las principales cualidades de las mujeres, además de promover una noción racista y convencional de la belleza femenina.
Los concursos de belleza fueron blanco preferido de la crítica feminista desde la emblemática protesta de 1968, cuando durante el concurso Miss América las feministas llamaron la atención de los medios al tirar cosméticos y zapatos de tacón alto -"instrumentos de tortura cotidiana"- a un gigantesco bote de basura, para simbolizar su rechazo a la imagen convencional de la belleza femenina. Al inaugurarse en la ciudad de México el concurso Miss Universo 1978, un grupo de activistas organizó un llamativo acto de protesta a las puertas del Auditorio Nacional para denunciar al evento que presentaba a las mujeres como objetos sexuales.
Pero los concursos de belleza no siempre han promovido una imagen tradicional de la mujer. El triunfo de María Teresa Landa, a los 18 años de edad, en el concurso Miss México 1928, y su participación como representante del país en el concurso internacional efectuado al año siguiente en Galveston, Texas, dio amplia divulgación y legitimidad a los cambios en la imagen y el papel social de las mujeres jóvenes que se impuso en ciudades de todo el mundo durante los años 20.
El ideal de "chica moderna", que María Teresa Landa encarnó a cabalidad, rompía con conceptos tradicionales de la mujer victoriana, "el ángel del hogar", que vivía en función del padre o el marido. "Desde finales de la Gran Guerra -explicaba Miss México en entrevista- las sociedades han desechado modos de pensar anticuados y ahora reconocen que las mujeres poseen un espíritu lleno de energía".
Bajo la influencia del cine y al son del jazz, las chicas modernas (las flappers en Estados Unidos o las pelonas en México) salieron a las calles procurando verse atractivas con el pelo corto y esos vestidos rectos que dejaban al descubierto la pantorrilla y favorecían una silueta rectilínea ajena a la figura acinturada del corsé y las faldas hasta el tobillo que 15 años antes eran atuendo obligado. A diferencia de las mujeres de una generación anterior, las chicas modernas se divertían en bailes, el cine o en la práctica de algún deporte, y se afanaban por verse atractivas mediante el uso de sombreros, ropa nueva y cosméticos que muchas veces compraban con los modestos salarios que habían ganado como oficinistas o profesoras.
La aspiración de autonomía era frecuente entre chicas modernas como María Teresa, quien declaró a la prensa su intención de "ser independiente en todos los aspectos de la vida". Educada en un convento y en la Escuela Normal, Landa estaba convencida de que "las mujeres que estudian son tan capaces como los hombres" y por eso se había matriculado en la carrera de odontología, que prometía un futuro profesional estable.
Sólo otra de las finalistas, Luz Guzmán, aficionada a la lectura y al baile flamenco, tenía inclinaciones intelectuales; las demás concursantes habían adoptado la moda flapper y disfrutaban de las diversiones modernas, pero no estaban a la altura de María Teresa en otros aspectos; Maruca Morales y Micaela Canales, aficionadas al cine y admiradoras de actores de moda como Ramón Novaro y Rodolfo Valentino, habían dejado de ir la escuela porque estaban convencidas de que la ciencia daba dolores de cabeza, mientras que Enriqueta Lorda manifestó su admiración por la heroína de La bella durmiente, que encarnaba su máxima aspiración: dormir tranquila.
Posar en traje de baño era requisito indispensable en ambos concursos. Aunque muchas personas juzgaban inmoral el traje de baño femenino, María Teresa se animó a presentarse a las sesiones de fotografía que se llevaron a cabo en la alberca Esther de la ciudad de México, porque sabía que en las playas francesas y en las albercas estadounidenses era aceptable que señoras y señoritas lucieran "medio desnudas, es decir, mostrando las rodillas y parte del muslo".
Tras el concurso, la vida de María Teresa "se convirtió en un ajetreo": visitas a la tienda de sombreros y a la modista, bailes en su honor y hasta un desfile en carros alegóricos por las calles de la ciudad. En Galveston, Texas, la rutina fue aún más agitada: "Todos los días recibíamos una agenda de compromisos que apenas daba tiempo suficiente para cambiarse de vestido".
No obstante, guardó recuerdos agradables del concurso internacional, de su amistad con las otras participantes y de las ofertas de trabajo que recibió de estudios de cine y de revistas estadounidenses, que halagaron su vanidad pero que rechazó para regresar a México donde la esperaba su novio Moisés Vidal, de 39 años de edad, con quien contrajo matrimonio al poco tiempo.
Al año siguiente, María Teresa Landa volvió a figurar en la prensa, pero no en la sección de sociales sino en la nota roja. En un arranque pasional, Landa asesinó a su marido, al enterarse de su bigamia al estar casado con otra mujer. Aunque, en su caso, no existían atenuantes al delito de homicidio, la joven viuda fue absuelta del crimen que confesó: "Quise matarme yo, pero lo maté a él".
Las artes oratorias del abogado defensor, José María Lozano, conocido como El príncipe de la palabra, y el manejo escénico de la reina de belleza explican tanto la decisión del jurado popular que perdonó a la asesina como la actitud del público que recibió el fallo con una ovación interminable. La estrategia del abogado fue presentar a Landa como víctima de la sociedad y de los abusos de un hombre: una mujer débil, incapaz de contralar sus pasiones, y con características propias de la mujer tradicional y no de una "chica moderna", de criterio independiente.
Por su parte, María Teresa Landa representó el papel de viuda arrepentida, una mujer frágil: el luto riguroso -vestido, cofia y velo negro sobre los ojos- su confesión y respuestas, y sobre todo su llanto, conmovieron al jurado y al público que atiborró el salón de sesiones de la cárcel de Belén.
El caso de María Teresa Landa fue el fin del jurado popular porque hizo evidente que los integrantes del jurado eran más susceptibles al virtuosismo oratorio de los abogados, al manejo escénico de los acusados y a las influyentes opiniones de la prensa que a las razones jurídicas. El sonado juicio representó también un golpe al ideal de la "chica moderna", que enfrentó una fuerte resistencia durante muchos años.
--crg
La historiadora (e investigadora de la UAM) (y gran amiga) Gabriela Cano publicó este artículo no hace mucho en El Universal.
MISS MEXICO, 1928
Los concursos de belleza son rituales de la cultura contemporánea tan controvertidos como perdurables. Son noticia, espectáculo televisivo, fuente de escándalo y objeto de críticas bien fundadas.
Desde los años 70, el feminismo ha señalado que estos certámenes fomentan la noción de que la juventud y el atractivo físico son las principales cualidades de las mujeres, además de promover una noción racista y convencional de la belleza femenina.
Los concursos de belleza fueron blanco preferido de la crítica feminista desde la emblemática protesta de 1968, cuando durante el concurso Miss América las feministas llamaron la atención de los medios al tirar cosméticos y zapatos de tacón alto -"instrumentos de tortura cotidiana"- a un gigantesco bote de basura, para simbolizar su rechazo a la imagen convencional de la belleza femenina. Al inaugurarse en la ciudad de México el concurso Miss Universo 1978, un grupo de activistas organizó un llamativo acto de protesta a las puertas del Auditorio Nacional para denunciar al evento que presentaba a las mujeres como objetos sexuales.
Pero los concursos de belleza no siempre han promovido una imagen tradicional de la mujer. El triunfo de María Teresa Landa, a los 18 años de edad, en el concurso Miss México 1928, y su participación como representante del país en el concurso internacional efectuado al año siguiente en Galveston, Texas, dio amplia divulgación y legitimidad a los cambios en la imagen y el papel social de las mujeres jóvenes que se impuso en ciudades de todo el mundo durante los años 20.
El ideal de "chica moderna", que María Teresa Landa encarnó a cabalidad, rompía con conceptos tradicionales de la mujer victoriana, "el ángel del hogar", que vivía en función del padre o el marido. "Desde finales de la Gran Guerra -explicaba Miss México en entrevista- las sociedades han desechado modos de pensar anticuados y ahora reconocen que las mujeres poseen un espíritu lleno de energía".
Bajo la influencia del cine y al son del jazz, las chicas modernas (las flappers en Estados Unidos o las pelonas en México) salieron a las calles procurando verse atractivas con el pelo corto y esos vestidos rectos que dejaban al descubierto la pantorrilla y favorecían una silueta rectilínea ajena a la figura acinturada del corsé y las faldas hasta el tobillo que 15 años antes eran atuendo obligado. A diferencia de las mujeres de una generación anterior, las chicas modernas se divertían en bailes, el cine o en la práctica de algún deporte, y se afanaban por verse atractivas mediante el uso de sombreros, ropa nueva y cosméticos que muchas veces compraban con los modestos salarios que habían ganado como oficinistas o profesoras.
La aspiración de autonomía era frecuente entre chicas modernas como María Teresa, quien declaró a la prensa su intención de "ser independiente en todos los aspectos de la vida". Educada en un convento y en la Escuela Normal, Landa estaba convencida de que "las mujeres que estudian son tan capaces como los hombres" y por eso se había matriculado en la carrera de odontología, que prometía un futuro profesional estable.
Sólo otra de las finalistas, Luz Guzmán, aficionada a la lectura y al baile flamenco, tenía inclinaciones intelectuales; las demás concursantes habían adoptado la moda flapper y disfrutaban de las diversiones modernas, pero no estaban a la altura de María Teresa en otros aspectos; Maruca Morales y Micaela Canales, aficionadas al cine y admiradoras de actores de moda como Ramón Novaro y Rodolfo Valentino, habían dejado de ir la escuela porque estaban convencidas de que la ciencia daba dolores de cabeza, mientras que Enriqueta Lorda manifestó su admiración por la heroína de La bella durmiente, que encarnaba su máxima aspiración: dormir tranquila.
Posar en traje de baño era requisito indispensable en ambos concursos. Aunque muchas personas juzgaban inmoral el traje de baño femenino, María Teresa se animó a presentarse a las sesiones de fotografía que se llevaron a cabo en la alberca Esther de la ciudad de México, porque sabía que en las playas francesas y en las albercas estadounidenses era aceptable que señoras y señoritas lucieran "medio desnudas, es decir, mostrando las rodillas y parte del muslo".
Tras el concurso, la vida de María Teresa "se convirtió en un ajetreo": visitas a la tienda de sombreros y a la modista, bailes en su honor y hasta un desfile en carros alegóricos por las calles de la ciudad. En Galveston, Texas, la rutina fue aún más agitada: "Todos los días recibíamos una agenda de compromisos que apenas daba tiempo suficiente para cambiarse de vestido".
No obstante, guardó recuerdos agradables del concurso internacional, de su amistad con las otras participantes y de las ofertas de trabajo que recibió de estudios de cine y de revistas estadounidenses, que halagaron su vanidad pero que rechazó para regresar a México donde la esperaba su novio Moisés Vidal, de 39 años de edad, con quien contrajo matrimonio al poco tiempo.
Al año siguiente, María Teresa Landa volvió a figurar en la prensa, pero no en la sección de sociales sino en la nota roja. En un arranque pasional, Landa asesinó a su marido, al enterarse de su bigamia al estar casado con otra mujer. Aunque, en su caso, no existían atenuantes al delito de homicidio, la joven viuda fue absuelta del crimen que confesó: "Quise matarme yo, pero lo maté a él".
Las artes oratorias del abogado defensor, José María Lozano, conocido como El príncipe de la palabra, y el manejo escénico de la reina de belleza explican tanto la decisión del jurado popular que perdonó a la asesina como la actitud del público que recibió el fallo con una ovación interminable. La estrategia del abogado fue presentar a Landa como víctima de la sociedad y de los abusos de un hombre: una mujer débil, incapaz de contralar sus pasiones, y con características propias de la mujer tradicional y no de una "chica moderna", de criterio independiente.
Por su parte, María Teresa Landa representó el papel de viuda arrepentida, una mujer frágil: el luto riguroso -vestido, cofia y velo negro sobre los ojos- su confesión y respuestas, y sobre todo su llanto, conmovieron al jurado y al público que atiborró el salón de sesiones de la cárcel de Belén.
El caso de María Teresa Landa fue el fin del jurado popular porque hizo evidente que los integrantes del jurado eran más susceptibles al virtuosismo oratorio de los abogados, al manejo escénico de los acusados y a las influyentes opiniones de la prensa que a las razones jurídicas. El sonado juicio representó también un golpe al ideal de la "chica moderna", que enfrentó una fuerte resistencia durante muchos años.
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Tuesday, May 29, 2007
LA ESCRITORA LAURA ZÚÑIGA
[Texto para la presentación de la novela No tiene nombre el paraíso (Toluca, Centro Toluqueño de Escritores, 2007), de Laura Zúñiga]
Mejor te escribo una carta, Laura, o una semi-carta porque ¿qué carta que se respete es escrita para ser leída en público después de todo? No podría, o no querría, Laura, en todo caso, comentar tu libro, tu primer libro, tu maravilloso primer libro, como si nunca te hubiera visto entrar en el salón de clase —la larga cabellera castaña, los ojazos verdes, y esa carcajada estridente, toda tuya, un poquito demencial— diciendo “¿cómo estás Big Drama Queen?”. No puedo, vayamos al grano: no quiero, hacer como si no me hubiera llenado de gusto el día en que descubrí que ganaste el segundo lugar de aquel concurso de cuento que, a nivel de todo el sistema, organizó la biblioteca del ITESM-Campus Toluca y como si, meses después, no hubiera andado yo comentado entre propios y extraños que habías ganado la beca del Centro Toluqueño de Escritores como si se tratara de uno de mis logros. Presumidilla. Orgullosa. Algo ufana, ¿por qué no? El autor de un texto, aún si ese texto es una semi-carta, tiene que posicionarse, eso dicen, y, luego entonces, me posiciono. Te conozco desde hace tiempo, en efecto, Laura; como a muchos de mis alumnos, te he visto crecer. Me ha tocado ese privilegio.
Por eso fue tan difícil abrir tu libro. Confesión tristísima: con la edad, Laura, uno se acostumbra a temer lo peor. Uno ha leído, después o antes de todo, suficientes, o acaso demasiados, primeros libros. Uno sabe morderse con discreción la orilla izquierda del labio inferior. Uno siente nervios. Pero ahí estaba la portada, tu nombre, y no había alternativa: lo abrí. Dos o tres páginas después respiraba ya con alivio. Luego, como sucede con los buenos libros, me olvidé de ti y me interné en ese bosque donde se yergue la cabaña en la que habitan ese hombre de mediana edad y esas dos mujeres jóvenes a las que el mundo da por desaparecidas. Apenas un par de páginas y estaba, pues, adentro del libro, dentro del lenguaje del libro, esperando ya no lo peor, sino más.
Sospecho que en otras manos esta historia pudo haber sido una secuela del lugar común: una denuncia muy contemporánea: un reflejo de lo real: un guiño para el editor a caza de temas actuales (¡Dos jovencitas secuestradas por un hombre que desea construir su propio paraíso!). En las tuyas, en tu teclado para ser más exactos, éste es, sin embargo, un libro, es decir, un mundo, es decir, dos libros. Por una parte está ahí la descripción minuciosa y sensual de los hechos: un hombre medianamente enloquecido y medianamente normal planea y lleva a cabo el secuestro de dos jovencitas que terminarán por olvidar o rechazar sus viejos nombres, sus nombres de pila; por otra, también se desliza ahí la pregunta que las palabras no declaran, el cuestionamiento que le corresponde al tendido mismo de las frases, ¿qué es un secuestro?, ¿hasta donde llega la voluntad?, ¿importan, de verdad, los nombres?, ¿podremos, alguna vez, ir más allá del cuerpo?
Tu primera novela es una metáfora del amor, Laura.
En una estructura sabiamente fragmentada que recurre, además, a varios registros —el guión de radio, el formato del mensaje electrónico, la increpación en segunda persona, la puntuación fantasma de la que sólo da fe la aparición súbita de las mayúsculas, el narrador omnisciente— el hombre y las jovencitas se internarán en una complejísima relación de poder que les marcará, porque emerge de ahí, el cuerpo. Ni modo, tuve que pensar en la muy hegeliana lógica del amo y el esclavo cuando las vi escapar y, luego, regresar a la fuerza, cubiertas de sangre y lodo, todavía más aterradas. Tuve que pensar en las múltiples formas de resistencia que las mujeres adoptan en circunstancias tan extremas: desde el rechazo frontal, que es castigado brutalmente, ya con golpes o ya con la falta de alimento, hasta el ofrecimiento sexual, que pronto se confunde (¿o se convierte?) en otra cosa. Tuve que pensar en el adiestramiento cruel que el hombre impone en el orden de la cabaña y en la manera en que la sumisión ¿forzada? de las mujeres logra sobreimponerlo, a su vez, sobre él. Tuve que pensar en su placer, el de ellas, en sus pequeños gustos.
Y usted, señora, ¿no se quitó también su apellido para tomar el de él?
Lo que sucede en ese bosque pasa en todos lados. De una manera u otra, ya por negligencia o por maldad o por costumbre o porque no sabemos hacer otra cosa, todos estamos secuestrados, eso pareces decir, ácida y malpensada, Laura Zúñiga. Tú. En nuestros cuerpos, que son una cabaña múltiple y recóndita, se lleva a cabo siempre esa batalla ancestral: el deseo que encadena, la utopía que produce monstruos, la gestación que interrumpe cualquier versión del paraíso. Todo esto en el contexto, apenas vislumbrado y no por ello menos presente, de un país donde se matan mujeres a diestra y siniestra (si mal no recuerdo, el número de femenicidios en el estado de México fue de 17 sólo en enero de 2007); en un país donde, a raíz de la transcripción de una llamada telefónica, ¿verdad, mi góber precioso? y la valentía de una periodista, poco a poco se corre el velo del abuso infantil. Todo esto aquí, Laura, en una montaña. Aquí, Laura, debajo de la piel.
Tu primera novela es una meditación inmisericorde sobre las complicidades que hacen al poder, Laura.
Pero el hombre de mediana edad que sueña con su propio paraíso sueña también (¿serán cosas distintas?) con la escritura. Si secuestra y somete y desnuda y horada es porque ese hombre utópico quiere construir, literalmente, a sus propios personajes. Vivir con ellos. Darles vida, quitársela. Vil y necesitado, manipulador y sediento, el hombre que escribe una novela juega también a ser un dios absurdo. ¿Y qué se hace cuando los personajes te creen? ¿Qué se hace cuando lo logras?
Tu primera novela, Laura, es, sobre todo, esa pregunta.
Una de las respuestas pudiera ser: entonces se escribe un segundo libro, luego un tercero, luego. En todo caso y, mientras tanto, el mapa literario de este Tíbet mexicano (como ha bautizado el poeta Juan Carlos Bautista a las Altísimas Tierras Altas) tiene ya tu nombre. El nombre de la escritora Laura Zúñiga.
--crg
[Texto para la presentación de la novela No tiene nombre el paraíso (Toluca, Centro Toluqueño de Escritores, 2007), de Laura Zúñiga]
Mejor te escribo una carta, Laura, o una semi-carta porque ¿qué carta que se respete es escrita para ser leída en público después de todo? No podría, o no querría, Laura, en todo caso, comentar tu libro, tu primer libro, tu maravilloso primer libro, como si nunca te hubiera visto entrar en el salón de clase —la larga cabellera castaña, los ojazos verdes, y esa carcajada estridente, toda tuya, un poquito demencial— diciendo “¿cómo estás Big Drama Queen?”. No puedo, vayamos al grano: no quiero, hacer como si no me hubiera llenado de gusto el día en que descubrí que ganaste el segundo lugar de aquel concurso de cuento que, a nivel de todo el sistema, organizó la biblioteca del ITESM-Campus Toluca y como si, meses después, no hubiera andado yo comentado entre propios y extraños que habías ganado la beca del Centro Toluqueño de Escritores como si se tratara de uno de mis logros. Presumidilla. Orgullosa. Algo ufana, ¿por qué no? El autor de un texto, aún si ese texto es una semi-carta, tiene que posicionarse, eso dicen, y, luego entonces, me posiciono. Te conozco desde hace tiempo, en efecto, Laura; como a muchos de mis alumnos, te he visto crecer. Me ha tocado ese privilegio.
Por eso fue tan difícil abrir tu libro. Confesión tristísima: con la edad, Laura, uno se acostumbra a temer lo peor. Uno ha leído, después o antes de todo, suficientes, o acaso demasiados, primeros libros. Uno sabe morderse con discreción la orilla izquierda del labio inferior. Uno siente nervios. Pero ahí estaba la portada, tu nombre, y no había alternativa: lo abrí. Dos o tres páginas después respiraba ya con alivio. Luego, como sucede con los buenos libros, me olvidé de ti y me interné en ese bosque donde se yergue la cabaña en la que habitan ese hombre de mediana edad y esas dos mujeres jóvenes a las que el mundo da por desaparecidas. Apenas un par de páginas y estaba, pues, adentro del libro, dentro del lenguaje del libro, esperando ya no lo peor, sino más.
Sospecho que en otras manos esta historia pudo haber sido una secuela del lugar común: una denuncia muy contemporánea: un reflejo de lo real: un guiño para el editor a caza de temas actuales (¡Dos jovencitas secuestradas por un hombre que desea construir su propio paraíso!). En las tuyas, en tu teclado para ser más exactos, éste es, sin embargo, un libro, es decir, un mundo, es decir, dos libros. Por una parte está ahí la descripción minuciosa y sensual de los hechos: un hombre medianamente enloquecido y medianamente normal planea y lleva a cabo el secuestro de dos jovencitas que terminarán por olvidar o rechazar sus viejos nombres, sus nombres de pila; por otra, también se desliza ahí la pregunta que las palabras no declaran, el cuestionamiento que le corresponde al tendido mismo de las frases, ¿qué es un secuestro?, ¿hasta donde llega la voluntad?, ¿importan, de verdad, los nombres?, ¿podremos, alguna vez, ir más allá del cuerpo?
Tu primera novela es una metáfora del amor, Laura.
En una estructura sabiamente fragmentada que recurre, además, a varios registros —el guión de radio, el formato del mensaje electrónico, la increpación en segunda persona, la puntuación fantasma de la que sólo da fe la aparición súbita de las mayúsculas, el narrador omnisciente— el hombre y las jovencitas se internarán en una complejísima relación de poder que les marcará, porque emerge de ahí, el cuerpo. Ni modo, tuve que pensar en la muy hegeliana lógica del amo y el esclavo cuando las vi escapar y, luego, regresar a la fuerza, cubiertas de sangre y lodo, todavía más aterradas. Tuve que pensar en las múltiples formas de resistencia que las mujeres adoptan en circunstancias tan extremas: desde el rechazo frontal, que es castigado brutalmente, ya con golpes o ya con la falta de alimento, hasta el ofrecimiento sexual, que pronto se confunde (¿o se convierte?) en otra cosa. Tuve que pensar en el adiestramiento cruel que el hombre impone en el orden de la cabaña y en la manera en que la sumisión ¿forzada? de las mujeres logra sobreimponerlo, a su vez, sobre él. Tuve que pensar en su placer, el de ellas, en sus pequeños gustos.
Y usted, señora, ¿no se quitó también su apellido para tomar el de él?
Lo que sucede en ese bosque pasa en todos lados. De una manera u otra, ya por negligencia o por maldad o por costumbre o porque no sabemos hacer otra cosa, todos estamos secuestrados, eso pareces decir, ácida y malpensada, Laura Zúñiga. Tú. En nuestros cuerpos, que son una cabaña múltiple y recóndita, se lleva a cabo siempre esa batalla ancestral: el deseo que encadena, la utopía que produce monstruos, la gestación que interrumpe cualquier versión del paraíso. Todo esto en el contexto, apenas vislumbrado y no por ello menos presente, de un país donde se matan mujeres a diestra y siniestra (si mal no recuerdo, el número de femenicidios en el estado de México fue de 17 sólo en enero de 2007); en un país donde, a raíz de la transcripción de una llamada telefónica, ¿verdad, mi góber precioso? y la valentía de una periodista, poco a poco se corre el velo del abuso infantil. Todo esto aquí, Laura, en una montaña. Aquí, Laura, debajo de la piel.
Tu primera novela es una meditación inmisericorde sobre las complicidades que hacen al poder, Laura.
Pero el hombre de mediana edad que sueña con su propio paraíso sueña también (¿serán cosas distintas?) con la escritura. Si secuestra y somete y desnuda y horada es porque ese hombre utópico quiere construir, literalmente, a sus propios personajes. Vivir con ellos. Darles vida, quitársela. Vil y necesitado, manipulador y sediento, el hombre que escribe una novela juega también a ser un dios absurdo. ¿Y qué se hace cuando los personajes te creen? ¿Qué se hace cuando lo logras?
Tu primera novela, Laura, es, sobre todo, esa pregunta.
Una de las respuestas pudiera ser: entonces se escribe un segundo libro, luego un tercero, luego. En todo caso y, mientras tanto, el mapa literario de este Tíbet mexicano (como ha bautizado el poeta Juan Carlos Bautista a las Altísimas Tierras Altas) tiene ya tu nombre. El nombre de la escritora Laura Zúñiga.
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Tuesday, May 22, 2007
CITAS TEXTUALES
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace no mucho acepté, sin demasiada conciencia, una invitación para visitar una escuela preparatoria. Era, hasta donde sabía en ese momento, una invitación típica: a alguien dentro de una institución se le encomienda la labor de fomentar la lectura y ese alguien de inmediato piensa en invitar a algún autor para que, con su presencia, contribuya de alguna manera a la causa. Lo demás, según entiendo, va más o menos así: se busca en la agenda la dirección electrónica o el teléfono del autor elegido o se comunica con algún otro alguien que le ha dicho que tiene la información. En este caso, el contacto fue una amiga de la universidad a quien estimo bien y, por eso, acepté la invitación sin fijarme en demasía ni en las condiciones del trato ni en la dirección de la escuela.
Cuando me enteré de todo yo estaba en Querétaro, frente a un grupo de aproximadamente 50 estudiantes sobre cuyos adolescentes regazos se encontraba un ejemplar de mi libro de cuentos Ningún reloj cuenta esto. Esa fue la primera pista de que algo extraño estaba ocurriendo. Conminados por los tres o cuatro maestros que también estaban en la sala, los estudiantes, que se alistaban también para los festejos de San Patricio (y así me enteré de que era un colegio irlandés), empezaron a hacer preguntas, primero con algo de timidez y, al final, en franco desparpajo. “Yo quiero saber”, dijo uno, “qué significa el color azul que mencionas en la página 43”. “El final del cuarto cuento”, dijo otro, “me enoja mucho”. “Yo soy de Venezuela”, se animó a decir otro, “y quiero decirte que algo de lo que se dice en el primer cuento es verdaderamente cierto”. “Yo me pregunto”, sentenció otra, “si alguno de tus personajes se atreverá a defender alguna vez los verdaderos valores de la sociedad”. A medida que respondía, con dosis generosas de honestidad, que no tenia la menor idea de qué hacía el color azul en la página 43 (y, por favor, ¿me recuerdas de qué se trata ese cuento?), que definiera su concepto de valores o que pensáramos, todos juntos, en qué consistía verdaderamente un final, me di cuenta, con sumo pasmo, con inalcanzable placer, que estaba formando parte de un diálogo informado y alerta, inesperado en efecto, no sobre el autor y su mundo, sino sobre la escritura, sobre la manufactura y los avatares del texto. Había ido ahí, supe entonces, para reunirme con algunos jóvenes lectores para conversar acerca de muchas palabras impresas en un libro. Ahora, me dije, soy parte de una cita textual.
Cuando, momentos después, me enteré que todo el esfuerzo de contactar a los maestros y llevarles el libro y contactar al autor del libro y comparar los libros y mandar por ellos hasta la Ciudad de México (los que vivimos en provincia tenemos que hacer eso, mandar por libros a la Ciudad de México) y distribuirlos luego en los salones convenidos se debía al interés de un padre de familia, a un lector recién converso para ser más exactos, experimenté sensaciones contradictorias que todavía no puedo describir. De la imposibilidad de esa descripción, lo supongo así, nació el proyecto que paso a describir ahora.
Citas Textuales es una iniciativa que intenta conjuntar los esfuerzos de maestros de literatura y/o materias afines tanto a nivel de preparatoria como de licenciatura, autores de libros, promotores culturales, editoriales y librerías para llevar a cabo citas informadas y dinámicas entre escritores y lectores. Se trata de que por cada invitación para participar en paneles, charlas, diálogos varios (y aún sin todo ello) los involucrados concerten también una cita con al menos un grupo de estudiantes con la suficiente antelación como para que el maestro pueda asignar el libro del autor seleccionado (un par de meses antes de que se de inicio el semestre o unidad en que se divida el calendario escolar) y la editorial haya tenido tiempo de distribuir, con los descuentos legales del caso, los libros. Se trata de que maestros comprometidos con el fomento a la lectura guíen al estudiante en los vericuetos del texto y provoquen, en esa rica interacción, la clase de preguntas que, luego, ya con el autor presente en la sala de clase, puedan servir de tema o pretexto para conversación. Se trata, en resumen, de fomentar la lectura leyendo.
La idea a mí me parecía sensata y realista pero, conociéndome, sospechaba también que podía ser quijotesca: el tipo de iniciativa que suelo tener sólo para comprobar no mucho después que es o carísima o cansadísima o, en resumidas cuentas, imposible. No estaría yo contando todo esto aquí si no fuera porque llegó el proverbial día en que recibí una invitación por parte la editorial de la Universidad Veracruzana para participar en un panel dentro del marco de la Feria del Libro a realizarse en Xalapa. No relataría yo todo esto si no fuera porque, dudándolo un poco pero repitiéndome que lo cortés no quita lo valiente, no sólo le comenté la idea a Celia del Palacio, directora de la editorial de la UV, sino que también le propuse que su institución apadrinara (o amadrinara, según se vea) el arranque del proyecto. No diría nada, se sabe, pero ella aceptó y, luego, con iguales dosis de entusiasmo, lo hicieron otros: Elin López León de la Barra, quien trabaja para el Instituto Tamaulipeco de Cultura; la narradora Gabriela Torres, quien organiza un Encuentro de Escritores en Monterrey; Ernesto Lumbreras desde Casa de Oaxaca; y Claudia Martínez Cobos, directora de literatura de la preparatoria del ITESM-Campus Toluca. La respuesta de los escritores no se ha quedado atrás: Rosa Beltrán y Ana Clavel, autoras imprescindibles en la literatura mexicana actual, son ya parte de Citas Textuales. Sirva, pues, este pequeño texto para invitar a que otros y otras se apropien del espíritu abierto y lúdico de este proyecto: ojalá que todos lleguemos a tiempo (el perfume es opcional) a nuestra más próxima Cita Textual.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace no mucho acepté, sin demasiada conciencia, una invitación para visitar una escuela preparatoria. Era, hasta donde sabía en ese momento, una invitación típica: a alguien dentro de una institución se le encomienda la labor de fomentar la lectura y ese alguien de inmediato piensa en invitar a algún autor para que, con su presencia, contribuya de alguna manera a la causa. Lo demás, según entiendo, va más o menos así: se busca en la agenda la dirección electrónica o el teléfono del autor elegido o se comunica con algún otro alguien que le ha dicho que tiene la información. En este caso, el contacto fue una amiga de la universidad a quien estimo bien y, por eso, acepté la invitación sin fijarme en demasía ni en las condiciones del trato ni en la dirección de la escuela.
Cuando me enteré de todo yo estaba en Querétaro, frente a un grupo de aproximadamente 50 estudiantes sobre cuyos adolescentes regazos se encontraba un ejemplar de mi libro de cuentos Ningún reloj cuenta esto. Esa fue la primera pista de que algo extraño estaba ocurriendo. Conminados por los tres o cuatro maestros que también estaban en la sala, los estudiantes, que se alistaban también para los festejos de San Patricio (y así me enteré de que era un colegio irlandés), empezaron a hacer preguntas, primero con algo de timidez y, al final, en franco desparpajo. “Yo quiero saber”, dijo uno, “qué significa el color azul que mencionas en la página 43”. “El final del cuarto cuento”, dijo otro, “me enoja mucho”. “Yo soy de Venezuela”, se animó a decir otro, “y quiero decirte que algo de lo que se dice en el primer cuento es verdaderamente cierto”. “Yo me pregunto”, sentenció otra, “si alguno de tus personajes se atreverá a defender alguna vez los verdaderos valores de la sociedad”. A medida que respondía, con dosis generosas de honestidad, que no tenia la menor idea de qué hacía el color azul en la página 43 (y, por favor, ¿me recuerdas de qué se trata ese cuento?), que definiera su concepto de valores o que pensáramos, todos juntos, en qué consistía verdaderamente un final, me di cuenta, con sumo pasmo, con inalcanzable placer, que estaba formando parte de un diálogo informado y alerta, inesperado en efecto, no sobre el autor y su mundo, sino sobre la escritura, sobre la manufactura y los avatares del texto. Había ido ahí, supe entonces, para reunirme con algunos jóvenes lectores para conversar acerca de muchas palabras impresas en un libro. Ahora, me dije, soy parte de una cita textual.
Cuando, momentos después, me enteré que todo el esfuerzo de contactar a los maestros y llevarles el libro y contactar al autor del libro y comparar los libros y mandar por ellos hasta la Ciudad de México (los que vivimos en provincia tenemos que hacer eso, mandar por libros a la Ciudad de México) y distribuirlos luego en los salones convenidos se debía al interés de un padre de familia, a un lector recién converso para ser más exactos, experimenté sensaciones contradictorias que todavía no puedo describir. De la imposibilidad de esa descripción, lo supongo así, nació el proyecto que paso a describir ahora.
Citas Textuales es una iniciativa que intenta conjuntar los esfuerzos de maestros de literatura y/o materias afines tanto a nivel de preparatoria como de licenciatura, autores de libros, promotores culturales, editoriales y librerías para llevar a cabo citas informadas y dinámicas entre escritores y lectores. Se trata de que por cada invitación para participar en paneles, charlas, diálogos varios (y aún sin todo ello) los involucrados concerten también una cita con al menos un grupo de estudiantes con la suficiente antelación como para que el maestro pueda asignar el libro del autor seleccionado (un par de meses antes de que se de inicio el semestre o unidad en que se divida el calendario escolar) y la editorial haya tenido tiempo de distribuir, con los descuentos legales del caso, los libros. Se trata de que maestros comprometidos con el fomento a la lectura guíen al estudiante en los vericuetos del texto y provoquen, en esa rica interacción, la clase de preguntas que, luego, ya con el autor presente en la sala de clase, puedan servir de tema o pretexto para conversación. Se trata, en resumen, de fomentar la lectura leyendo.
La idea a mí me parecía sensata y realista pero, conociéndome, sospechaba también que podía ser quijotesca: el tipo de iniciativa que suelo tener sólo para comprobar no mucho después que es o carísima o cansadísima o, en resumidas cuentas, imposible. No estaría yo contando todo esto aquí si no fuera porque llegó el proverbial día en que recibí una invitación por parte la editorial de la Universidad Veracruzana para participar en un panel dentro del marco de la Feria del Libro a realizarse en Xalapa. No relataría yo todo esto si no fuera porque, dudándolo un poco pero repitiéndome que lo cortés no quita lo valiente, no sólo le comenté la idea a Celia del Palacio, directora de la editorial de la UV, sino que también le propuse que su institución apadrinara (o amadrinara, según se vea) el arranque del proyecto. No diría nada, se sabe, pero ella aceptó y, luego, con iguales dosis de entusiasmo, lo hicieron otros: Elin López León de la Barra, quien trabaja para el Instituto Tamaulipeco de Cultura; la narradora Gabriela Torres, quien organiza un Encuentro de Escritores en Monterrey; Ernesto Lumbreras desde Casa de Oaxaca; y Claudia Martínez Cobos, directora de literatura de la preparatoria del ITESM-Campus Toluca. La respuesta de los escritores no se ha quedado atrás: Rosa Beltrán y Ana Clavel, autoras imprescindibles en la literatura mexicana actual, son ya parte de Citas Textuales. Sirva, pues, este pequeño texto para invitar a que otros y otras se apropien del espíritu abierto y lúdico de este proyecto: ojalá que todos lleguemos a tiempo (el perfume es opcional) a nuestra más próxima Cita Textual.
--crg
Saturday, May 19, 2007
Tuesday, May 15, 2007
826 VALENCIA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Integrante de una pujante generación de escritores norteamericanos que incluye a Jonathan Franzen, Nicole Krauss y AM Homes, entre algunos otros, David Eggers es el autor de A Heartbreaking Work of Staggering Genius, un libro que le valió un rápido reconocimiento por parte de la crítica y, además, ventas mayúsculas. Un híbrido entre la autobiografía y la ficción, en el que el poder de la emoción es tan relevante como la búsqueda de una forma que la enuncie. Una historia conmovedora asombrosa y genial, como fue traducida de manera, digámoslo así, peculiar, al español por Planeta en 2001, relata la muerte casi consecutiva de sus padres y su subsecuente transformación en el muy joven padre de su aún más joven hermano menor. Admirado por algunos debido al tono desenfadado y crudo del escrito, y criticado por otros por facilismos tanto de corte sentimental como textual del mismo, el libro, sin embargo, o tal vez debido a ello, se convirtió en un todo un best-seller. Eggers, quiero decir, se hizo de bastantes recursos tanto materiales como simbólicos gracias a él.
Y es ahí, creo yo, donde otra historia, a la que no sé si calificar de conmovedora pero que definitivamente me asombra, se empezó a desarrollar.
Que Dave Eggers fundara una revista y una editorial independiente a través de las cuales ha apoyado formas alternativas de escritura es una decisión, si no natural, por lo menos no inesperada. Pero que Dave Eggers, en conjunto con maestras de educación básica, fundara un Centro de Escritura Creativa en una zona popular de San Francisco en el que se ofrece, de manera gratuita y como reza el logo, “apoyo a estudiantes de entre 6 y 18 con sus habilidades para la escritura, y ayuda a los maestros para que los estudiantes se interesen en las artes literarias”, no sólo es algo que francamente sí me asombra sino que, además, me parece genial.
El 826 Valencia, que se denomina así debido a su ubicación en el barrio de La Misión, ofrece, a través de un dedicado equipo de voluntarios y la solidaria presencia de autores invitados, desde tutorías para niños y adolescentes hasta talleres donde algunos adultos pueden aprender cómo publicar una novela. Detrás de una tienda donde se encuentra cualquier aditamento imaginable para piratas (y eso no es metáfora), se abre ahí un espacio donde grupos enteros de escuelas primarias aprenden a planear, diseñar, escribir y publicar una revista ¡en un solo día! El 826 Valencia también cuenta con equipos errantes de voluntarios que visitan centros de enseñanza del sistema público con el fin de diseminar un credo básico: que la escritura es fundamental para el desarrollo del individuo y que la escritura es, antes y después de todo, un juego. Dave Eggers imparte talleres ahí.
No conozco muchos escritores de best-sellers que hayan tomado una decisión parecida.
A diferencia de Latinoamérica, donde los escritores han jugado, ya para bien o para mal, funciones importantes como críticos sociales, Estados Unidos ofrece a sus literatos puestos en universidades y carreras más o menos académicas o funciones hipster de culto pop que, en todo caso, han cumplido, y a veces con creces, las funciones de la mítica torre de marfil. Por eso es que el 826 Valencia, que ahora se ha convertido en 826 Nacional, con filiales en seis ciudades de Estados Unidos, resulta aún más intrigante y, si cabe, aún más importante. No sólo está presente ahí una crítica material y concreta a un sistema de educación pública que los sucesivos gobiernos republicanos han ido desmantelando poco a poco, sino también una sólida convicción sobre la efectividad del trabajo colectivo, autónomamente organizado, de la sociedad civil. Ya sea en talleres sobre sonetos shakespearianos o de escritura en inglés como segunda lengua, en cada 826 Valencia va pegada la idea de que los niños de las clases populares estadounidenses, con frencuecia hijos de inmigrantes, tienen derecho a un proceso didáctico personal e intensivo dentro del cual puedan desarrollar todas sus habilidades. En cada seminario para adultos donde se imparten técnicas para escribir la historia de una vida y en cada beca que ayuda a un estudiante de preparatoria a entrar a la universidad, el 826 Valencia está poniendo a la escritura donde la escritura está: en las calles, en los salones de clase, en los barrios, en resumen, fuera de la torre de marfil.
Hace no mucho un alumno de Harvard le preguntó a David Eggers qué hacía para mantener los pies en la tierra (la pregunta verdadera fue: are you taking any steps to keep shit real?). En una larga misiva en la que critica, con usual desparpajo y sarcasmo, a los monitores de la pureza que o ningunean o utilizan la reprobación moral contra los estigmatizados como coptados o, pero aún, vendidos, Eggers no sólo le añade leña al fuego al describir las cantidades, para muchos descomunales, que él gana escribiendo tres mil caracteres para revistas de gran circulación, sino también lo mucho que de esas ganancias ha ido a parar en apoyar iniciativas como la 826 Valencia. “La cosa es que a mí verdaderamente me gusta decir que sí”, escribe Eggers. “Me gustan las nuevas cosas, proyectos, planes, juntar a gente para hacer algo, intentar algo, aún cuando ese algo pudiera ser cursi o estúpido. No soy bueno para decir no. Y no me llevo bien con gente que dice no. Cuando mueras, y eso puede pasar esta tarde, bajo las llantas del mismo camión bajo las cuales me aventaría si fuera necesario, no te hará feliz haber dicho no. Vas a patearte el trasero por cada no que has dicho… El no es para vivir vidas pequeñas y amargadas, sintiendo nostalgia por las oportunidades perdidas sólo porque podían haber mandado el mensaje equivocado”.
Y, por lo que respecta a una mano que por ser oblicua no puede ser policía, bienvenido el sí. Sí a iniciativas como la 826 Valencia. Sí a una escritura que sale de la torre de marfil. Sí a opiniones sociales que pasan del papel y se materializan en proyectos concretos, colectivos, gozosos. Sí.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Integrante de una pujante generación de escritores norteamericanos que incluye a Jonathan Franzen, Nicole Krauss y AM Homes, entre algunos otros, David Eggers es el autor de A Heartbreaking Work of Staggering Genius, un libro que le valió un rápido reconocimiento por parte de la crítica y, además, ventas mayúsculas. Un híbrido entre la autobiografía y la ficción, en el que el poder de la emoción es tan relevante como la búsqueda de una forma que la enuncie. Una historia conmovedora asombrosa y genial, como fue traducida de manera, digámoslo así, peculiar, al español por Planeta en 2001, relata la muerte casi consecutiva de sus padres y su subsecuente transformación en el muy joven padre de su aún más joven hermano menor. Admirado por algunos debido al tono desenfadado y crudo del escrito, y criticado por otros por facilismos tanto de corte sentimental como textual del mismo, el libro, sin embargo, o tal vez debido a ello, se convirtió en un todo un best-seller. Eggers, quiero decir, se hizo de bastantes recursos tanto materiales como simbólicos gracias a él.
Y es ahí, creo yo, donde otra historia, a la que no sé si calificar de conmovedora pero que definitivamente me asombra, se empezó a desarrollar.
Que Dave Eggers fundara una revista y una editorial independiente a través de las cuales ha apoyado formas alternativas de escritura es una decisión, si no natural, por lo menos no inesperada. Pero que Dave Eggers, en conjunto con maestras de educación básica, fundara un Centro de Escritura Creativa en una zona popular de San Francisco en el que se ofrece, de manera gratuita y como reza el logo, “apoyo a estudiantes de entre 6 y 18 con sus habilidades para la escritura, y ayuda a los maestros para que los estudiantes se interesen en las artes literarias”, no sólo es algo que francamente sí me asombra sino que, además, me parece genial.
El 826 Valencia, que se denomina así debido a su ubicación en el barrio de La Misión, ofrece, a través de un dedicado equipo de voluntarios y la solidaria presencia de autores invitados, desde tutorías para niños y adolescentes hasta talleres donde algunos adultos pueden aprender cómo publicar una novela. Detrás de una tienda donde se encuentra cualquier aditamento imaginable para piratas (y eso no es metáfora), se abre ahí un espacio donde grupos enteros de escuelas primarias aprenden a planear, diseñar, escribir y publicar una revista ¡en un solo día! El 826 Valencia también cuenta con equipos errantes de voluntarios que visitan centros de enseñanza del sistema público con el fin de diseminar un credo básico: que la escritura es fundamental para el desarrollo del individuo y que la escritura es, antes y después de todo, un juego. Dave Eggers imparte talleres ahí.
No conozco muchos escritores de best-sellers que hayan tomado una decisión parecida.
A diferencia de Latinoamérica, donde los escritores han jugado, ya para bien o para mal, funciones importantes como críticos sociales, Estados Unidos ofrece a sus literatos puestos en universidades y carreras más o menos académicas o funciones hipster de culto pop que, en todo caso, han cumplido, y a veces con creces, las funciones de la mítica torre de marfil. Por eso es que el 826 Valencia, que ahora se ha convertido en 826 Nacional, con filiales en seis ciudades de Estados Unidos, resulta aún más intrigante y, si cabe, aún más importante. No sólo está presente ahí una crítica material y concreta a un sistema de educación pública que los sucesivos gobiernos republicanos han ido desmantelando poco a poco, sino también una sólida convicción sobre la efectividad del trabajo colectivo, autónomamente organizado, de la sociedad civil. Ya sea en talleres sobre sonetos shakespearianos o de escritura en inglés como segunda lengua, en cada 826 Valencia va pegada la idea de que los niños de las clases populares estadounidenses, con frencuecia hijos de inmigrantes, tienen derecho a un proceso didáctico personal e intensivo dentro del cual puedan desarrollar todas sus habilidades. En cada seminario para adultos donde se imparten técnicas para escribir la historia de una vida y en cada beca que ayuda a un estudiante de preparatoria a entrar a la universidad, el 826 Valencia está poniendo a la escritura donde la escritura está: en las calles, en los salones de clase, en los barrios, en resumen, fuera de la torre de marfil.
Hace no mucho un alumno de Harvard le preguntó a David Eggers qué hacía para mantener los pies en la tierra (la pregunta verdadera fue: are you taking any steps to keep shit real?). En una larga misiva en la que critica, con usual desparpajo y sarcasmo, a los monitores de la pureza que o ningunean o utilizan la reprobación moral contra los estigmatizados como coptados o, pero aún, vendidos, Eggers no sólo le añade leña al fuego al describir las cantidades, para muchos descomunales, que él gana escribiendo tres mil caracteres para revistas de gran circulación, sino también lo mucho que de esas ganancias ha ido a parar en apoyar iniciativas como la 826 Valencia. “La cosa es que a mí verdaderamente me gusta decir que sí”, escribe Eggers. “Me gustan las nuevas cosas, proyectos, planes, juntar a gente para hacer algo, intentar algo, aún cuando ese algo pudiera ser cursi o estúpido. No soy bueno para decir no. Y no me llevo bien con gente que dice no. Cuando mueras, y eso puede pasar esta tarde, bajo las llantas del mismo camión bajo las cuales me aventaría si fuera necesario, no te hará feliz haber dicho no. Vas a patearte el trasero por cada no que has dicho… El no es para vivir vidas pequeñas y amargadas, sintiendo nostalgia por las oportunidades perdidas sólo porque podían haber mandado el mensaje equivocado”.
Y, por lo que respecta a una mano que por ser oblicua no puede ser policía, bienvenido el sí. Sí a iniciativas como la 826 Valencia. Sí a una escritura que sale de la torre de marfil. Sí a opiniones sociales que pasan del papel y se materializan en proyectos concretos, colectivos, gozosos. Sí.
--crg
Tuesday, May 08, 2007
EL TRISTE CASO DE LOS MOSTRADORES
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Vivimos, se nos repite a cada instante, en un mundo globalizado. Se trata de un mundo marcado por los rastros que dejan a su paso las grandes migraciones y también las pequeñas. Ya por placer u obligadas por razones de corte económico o político, las personas viajan. Viajan mucho. Con equipaje o sólo con lo que llevan puesto, con mapas en los ojos o perseguidos por la justicia, con deseos irrefrenables de huir, de preferencia para siempre, o buscando una vida mejor, un mayor número de hombres y mujeres pasan más y más tiempo en esos no-lugares, a decir de Marc Augé, que son las estaciones de trenes o autobuses y, especialmente, los aeropuertos. Ahí se espera y se come y se lee. Ahí se hacen las últimas llamadas telefónicas. Y se ve el reloj, con insistencia, ahí. Se recuerda. Se evoca. Se llora. Ahí la gente se despide y, con el tiempo y algo de suerte, ahí también se reencuentra. Los aeropuertos son, después de todo, sitios altamente sentimentales. Si todo eso es cierto, si cada vez más personas viajan y, de poder hacerlo, lo hacen usando el transporte aéreo, entonces por qué, me pregunto, ¿por qué nadie le pone atención al diseño de los mostradores?
Tengo, en efecto, las manos en alto y los ojos desorbitados cuando hago esta pregunta.
Al aeropuerto se llega tarde siempre, esto es una ley de la vida. Por eso hay que avanzar a toda prisa, arrastrando maletas invariablemente negras, con tal de llegar lo más pronto posible al mostrador sobre el cual se realizará esa misteriosa operación que se hace llamar “obtener el pase de abordar”. El mostrador, por su parte, es un mueble alto y a menudo curvilíneo por sobre el cual, especialmente si el pasajero es habitante del así llamado tercer mundo, apenas es posible avizorar el rostro con frecuencia compungido aunque a veces también amable del agente de la aerolínea. El pasajero, repito, especialmente si el pasajero nació en algún país periférico o si llevó una dieta deficiente en su niñez, tendrá que elevar los brazos tanto como pueda para poder remontar eso que justo en esos momentos más que mostrador parece montaña o, de plano, obstáculo al cuadrado. Y no hay nada que celebrar si el probable pasajero logra dar ese primer paso. No sólo está ahí, colgando como de un empinadísmo risco, sino que también sabe que un ritual más de eso que es el fracaso del diseño de la vida cotidiana, especialmente del diseño de y para la vida cotidiana en lugares de uso público, está sólo por empezar.
Para obtener el famoso pase de abordar es necesario mostrar, como se sabe, una serie de documentos: el pasaporte, el boleto (o la clave con la que se obtendrá el mismo), la forma migratoria del caso. Esos documentos los llevan las mujeres, por lo general, en una bolsa, y los hombres en un portafolio o cartera o mochila, dependiendo de la edad y la profesión y los medios de cada uno. Tomando en cuenta que el ser humano tiene, por lo regular, dos manos, es fácil imaginar las complicadas rutas que tanto hombres como mujeres tienen que seguir para sortear equipaje, maleta de mano, abrigo, ese libro, lentes, y una serie inenarrable de etcéteras, con tal de mostrar sus documentos sobre eso que se denomina, aptamente, el mostrador.
Muy pocos mostradores de aún menos aeropuertos tienen algún lugar, llámese hueco o repisa, donde colocar la maleta de mano o el portafolio, o el lugar donde se esconden cada vez con mayor alevosía los documentos buscados, mientras se llenan las formas migratorias o se espera a que se lleve a cabo la documentación final del equipaje. No es de extrañarse entonces que, presa de la desesperación, recuérdese que el probable pasajero ya colgaba del mostrador, éste recurra a las lecciones de malabarismo aprendidas en las largas horas de esperas bajo los semáforos. La bolsa y maleta en la mano derecha; en la izquierda el resto del equipaje; el suéter sobre el antebrazo o, mejor, alrededor de la cintura; la bolista esa donde van un par de revistas, en el dedo medio de la derecha, porque en el índice de la izquierda ya cuelgan las llaves, ¿de dónde salieron y qué exactamente hacen esas llaves ahí? Si nada de eso da resultado, y nada, francamente, lo da, siempre queda el recurso de colocar la bolsa o el portafolio sobre el piso, justo entre los zapatos, propiciando tropezones o manchas o trastabilleos varios.
Todo esto, todo este periplo porque nadie en este mundo globalizado, nadie en este mundo habituado, dicen, al continuo movimiento de pasajeros y mercancías, al incesante cruce de fronteras, se ha puesto a diseñar un mostrador de dimensiones humanas, es decir, variables de región en región y de continente a continente. Toda esta ya cotidiana molestia porque nadie o, en todo caso, muy pocos en este mundo de no-lugares por donde todos vamos de paso han colocado una pequeña irrisoria nada cara repisita justo a la altura de la cadera para que, con confianza, con rapidez e, incluso, con seguridad, el probable pasajero pueda colocar ahí la bolsa de la que saldrán los documentos que, finalmente, lo convertirán en pasajero con todas, como se dice, las de la ley.
Siempre hay que pedir lo imposible, eso he oído que por ahí. Pero, por esta vez, por esta única y humildísima vez, permítaseme pedir nada más un modesto elemental humano mostrador en cada aeropuerto. ¿Se podrá?
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Vivimos, se nos repite a cada instante, en un mundo globalizado. Se trata de un mundo marcado por los rastros que dejan a su paso las grandes migraciones y también las pequeñas. Ya por placer u obligadas por razones de corte económico o político, las personas viajan. Viajan mucho. Con equipaje o sólo con lo que llevan puesto, con mapas en los ojos o perseguidos por la justicia, con deseos irrefrenables de huir, de preferencia para siempre, o buscando una vida mejor, un mayor número de hombres y mujeres pasan más y más tiempo en esos no-lugares, a decir de Marc Augé, que son las estaciones de trenes o autobuses y, especialmente, los aeropuertos. Ahí se espera y se come y se lee. Ahí se hacen las últimas llamadas telefónicas. Y se ve el reloj, con insistencia, ahí. Se recuerda. Se evoca. Se llora. Ahí la gente se despide y, con el tiempo y algo de suerte, ahí también se reencuentra. Los aeropuertos son, después de todo, sitios altamente sentimentales. Si todo eso es cierto, si cada vez más personas viajan y, de poder hacerlo, lo hacen usando el transporte aéreo, entonces por qué, me pregunto, ¿por qué nadie le pone atención al diseño de los mostradores?
Tengo, en efecto, las manos en alto y los ojos desorbitados cuando hago esta pregunta.
Al aeropuerto se llega tarde siempre, esto es una ley de la vida. Por eso hay que avanzar a toda prisa, arrastrando maletas invariablemente negras, con tal de llegar lo más pronto posible al mostrador sobre el cual se realizará esa misteriosa operación que se hace llamar “obtener el pase de abordar”. El mostrador, por su parte, es un mueble alto y a menudo curvilíneo por sobre el cual, especialmente si el pasajero es habitante del así llamado tercer mundo, apenas es posible avizorar el rostro con frecuencia compungido aunque a veces también amable del agente de la aerolínea. El pasajero, repito, especialmente si el pasajero nació en algún país periférico o si llevó una dieta deficiente en su niñez, tendrá que elevar los brazos tanto como pueda para poder remontar eso que justo en esos momentos más que mostrador parece montaña o, de plano, obstáculo al cuadrado. Y no hay nada que celebrar si el probable pasajero logra dar ese primer paso. No sólo está ahí, colgando como de un empinadísmo risco, sino que también sabe que un ritual más de eso que es el fracaso del diseño de la vida cotidiana, especialmente del diseño de y para la vida cotidiana en lugares de uso público, está sólo por empezar.
Para obtener el famoso pase de abordar es necesario mostrar, como se sabe, una serie de documentos: el pasaporte, el boleto (o la clave con la que se obtendrá el mismo), la forma migratoria del caso. Esos documentos los llevan las mujeres, por lo general, en una bolsa, y los hombres en un portafolio o cartera o mochila, dependiendo de la edad y la profesión y los medios de cada uno. Tomando en cuenta que el ser humano tiene, por lo regular, dos manos, es fácil imaginar las complicadas rutas que tanto hombres como mujeres tienen que seguir para sortear equipaje, maleta de mano, abrigo, ese libro, lentes, y una serie inenarrable de etcéteras, con tal de mostrar sus documentos sobre eso que se denomina, aptamente, el mostrador.
Muy pocos mostradores de aún menos aeropuertos tienen algún lugar, llámese hueco o repisa, donde colocar la maleta de mano o el portafolio, o el lugar donde se esconden cada vez con mayor alevosía los documentos buscados, mientras se llenan las formas migratorias o se espera a que se lleve a cabo la documentación final del equipaje. No es de extrañarse entonces que, presa de la desesperación, recuérdese que el probable pasajero ya colgaba del mostrador, éste recurra a las lecciones de malabarismo aprendidas en las largas horas de esperas bajo los semáforos. La bolsa y maleta en la mano derecha; en la izquierda el resto del equipaje; el suéter sobre el antebrazo o, mejor, alrededor de la cintura; la bolista esa donde van un par de revistas, en el dedo medio de la derecha, porque en el índice de la izquierda ya cuelgan las llaves, ¿de dónde salieron y qué exactamente hacen esas llaves ahí? Si nada de eso da resultado, y nada, francamente, lo da, siempre queda el recurso de colocar la bolsa o el portafolio sobre el piso, justo entre los zapatos, propiciando tropezones o manchas o trastabilleos varios.
Todo esto, todo este periplo porque nadie en este mundo globalizado, nadie en este mundo habituado, dicen, al continuo movimiento de pasajeros y mercancías, al incesante cruce de fronteras, se ha puesto a diseñar un mostrador de dimensiones humanas, es decir, variables de región en región y de continente a continente. Toda esta ya cotidiana molestia porque nadie o, en todo caso, muy pocos en este mundo de no-lugares por donde todos vamos de paso han colocado una pequeña irrisoria nada cara repisita justo a la altura de la cadera para que, con confianza, con rapidez e, incluso, con seguridad, el probable pasajero pueda colocar ahí la bolsa de la que saldrán los documentos que, finalmente, lo convertirán en pasajero con todas, como se dice, las de la ley.
Siempre hay que pedir lo imposible, eso he oído que por ahí. Pero, por esta vez, por esta única y humildísima vez, permítaseme pedir nada más un modesto elemental humano mostrador en cada aeropuerto. ¿Se podrá?
--crg
Thursday, May 03, 2007
PRUEBA FEHACIENTE
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[Para Claudia Keller y Adoración Terrazas]
Arturo Herrera llegó a Praga por amor. Luego, cuando las faldas del caso hubieron desparecido en una bruma acaso demasiado invernal, se quedó, como tantos otros, en una ciudad que parecía abrazarlo y acogerlo y seducirlo con un paisaje urbano que en mucho se parecía a sus fantasías y con un buen trato que le recordaba a una casa donde ya tenía mucho tiempo de no estar. De eso hace ya cuatro años y Arturo, que ahora tiene un programa de radio en la capital checa que responde al nombre de AlterLatino y que también participa activamente en un grupo de lectura que se llama Luces de Bohemia, no tiene pensado regresar pronto. Muchos de los relatos de los pocos latinoamericanos que uno encuentra en las calles de Praga comparten el mismo inicio y, a juzgar por el lugar de la confesión, esta ciudad que ahora explota en una primavera de aromas literalmente embriagantes, también el mismo final. Praga, todo parece indicarlo, es un buen lugar para ser un extranjero de habla hispana en estos días.
En un medio que parece ponerle bastante y respetuosa atención al español, Arturo es integrante de una pequeña comunidad que, no por eso, es menos activa. De hecho, sólo un año después de su llegada, y gracias al interés de RadioAkropolis, se hizo de un espacio de dos horas semanales en las cuales le es posible programar la música contemporánea de Latinoamérica que, desde su punto de vista, contrasta con las imágenes estereotípicas que reducen a lo latino a los ritmos de la salsa o el merengue. Aderezado con comentarios irreverentes y desenfadados, a los que en no pocas ocasiones salpican las gotas de alguna Pilsen, Arturo gusta de sacar al aire lo más reciente en la producción discográfica de rock en español o de música electrónica del continente. A veces Fran, su amigo gallego, se aparece con grabaciones de piezas paródicas que no pueden dejar de tocar o llega a la cabina su amiga Jitka Zamarsilová, quien no sólo acentúa la espontaneidad del programa sino que también actúa como un lazo entre aquellos miembros de la audiencia que sólo hablan checo. Entre una cosa y otra, las dos horas se van, como se dice, volando. En todo caso, es posible escuchar este programa que pasa los viernes a las 7:00 pm, tiempo de Praga, a través de www.radioakropolis.cz
Los encuentros literarios que responden al título de Luces de Bohemia son una especie de caballo de Troya de la globalización actual. Auspiciados, en sus inicios, por el Instituto Cervantes y por la embajada española en la república Checa, convergen ahí hispanoamericanos interesados en escribir (y ellos utilizan el grupo como una especie de taller literario en zona franca), y también, acaso sobre todo, los interesados en leer material que el grupo en su conjunto determina como indispensable. Así, y esto a través de cuadernillos muy profesionales, se difunden en estos Literárni setkání autores de habla hispana de todos los tiempos (el número que tengo a un lado de la computadora reúne, por ejemplo, algo de Jorge Ibarguengoitia, algo del Lazarillo de Tormes, algo de Miguel Hernández y Senel Paz y Nicanor Parra y algo de Adela Basch). Esto no quieta que el cuadernillo también incluya traducciones del checo al español de fragmentos de la obra de Josef Hirsal, por ejemplo. Leídos en voz alta, estos materiales forman la base misma de los encuentros literarios que van concatenando las letras hispanoaméricanas con la realidad de la Praga actual.
Pero Arturo, como el gallego Fran o el norteño David, no sólo se quedó en una ciudad donde encontró una forma de ganarse la vida y de pasársela bien sino, sobre todo, en una ciudad donde la coincidencia, ya maravillosa o ya funesta, le alertó el sueño con sus antenas eléctricas. Aquí, por ejemplo, Arturo perdió, y no una vez sino dos, una agenda que insiste en quedarse en sus manos. El checo que encontró el preciado cuaderno, para abundar, se comunicó con la amiga que, justo en el momento de la llamada, platicaba con un Arturo atormentado por la dolosa pérdida. Aquí, justo en las etapas más difíciles de su estancia, Arturo y sus secuaces se encontraron, en un bar de mala muerte para más señales, una cartera con 17 mil coronas que bien sirvieron para pagar, entre otras cosas, la renta. Así, entre bares subterráneos donde, si es con discreción, es posible hasta enrollar uno que otro porro, y festivales del árbol que se llevan a cabo, de manera por demás literal, entre las frondas de los árboles, Arturo se ha ido acostumbrando a una cierta libertad entre surrealista e inimaginable. Todo esto coronado por un castillo a donde ahora es difícil llegar no por la intrincada mente de un hombre que respondió al nombre de Franz Kafka sino a la aglomeración de tendajos que venden objetos con su imagen.
Para abundar en coincidencias habrá que decir que Praga es, en efecto, uno de esos lugares donde, justo cuando uno se acaba de quedar, por una falta de previsión bastante lationoamericana y una indecisión incuestionablemente librana, sin albergue oficial, se aparece como de la nada el entrevistador de radio de un programa que se llama AlterLatino que, sin más, casi por reflejo automático, le ofrecerá a uno su casa para que, un par de tardes después y sin premeditarlo así, uno redacte, entre vino búlgaro y queso de oveja y pan de centeno, la nota que es prueba fehaciente de esta Praga donde perviven, muy quitadas de la pena y más bien a sus anchas, todas las coincidencias.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[Para Claudia Keller y Adoración Terrazas]
Arturo Herrera llegó a Praga por amor. Luego, cuando las faldas del caso hubieron desparecido en una bruma acaso demasiado invernal, se quedó, como tantos otros, en una ciudad que parecía abrazarlo y acogerlo y seducirlo con un paisaje urbano que en mucho se parecía a sus fantasías y con un buen trato que le recordaba a una casa donde ya tenía mucho tiempo de no estar. De eso hace ya cuatro años y Arturo, que ahora tiene un programa de radio en la capital checa que responde al nombre de AlterLatino y que también participa activamente en un grupo de lectura que se llama Luces de Bohemia, no tiene pensado regresar pronto. Muchos de los relatos de los pocos latinoamericanos que uno encuentra en las calles de Praga comparten el mismo inicio y, a juzgar por el lugar de la confesión, esta ciudad que ahora explota en una primavera de aromas literalmente embriagantes, también el mismo final. Praga, todo parece indicarlo, es un buen lugar para ser un extranjero de habla hispana en estos días.
En un medio que parece ponerle bastante y respetuosa atención al español, Arturo es integrante de una pequeña comunidad que, no por eso, es menos activa. De hecho, sólo un año después de su llegada, y gracias al interés de RadioAkropolis, se hizo de un espacio de dos horas semanales en las cuales le es posible programar la música contemporánea de Latinoamérica que, desde su punto de vista, contrasta con las imágenes estereotípicas que reducen a lo latino a los ritmos de la salsa o el merengue. Aderezado con comentarios irreverentes y desenfadados, a los que en no pocas ocasiones salpican las gotas de alguna Pilsen, Arturo gusta de sacar al aire lo más reciente en la producción discográfica de rock en español o de música electrónica del continente. A veces Fran, su amigo gallego, se aparece con grabaciones de piezas paródicas que no pueden dejar de tocar o llega a la cabina su amiga Jitka Zamarsilová, quien no sólo acentúa la espontaneidad del programa sino que también actúa como un lazo entre aquellos miembros de la audiencia que sólo hablan checo. Entre una cosa y otra, las dos horas se van, como se dice, volando. En todo caso, es posible escuchar este programa que pasa los viernes a las 7:00 pm, tiempo de Praga, a través de www.radioakropolis.cz
Los encuentros literarios que responden al título de Luces de Bohemia son una especie de caballo de Troya de la globalización actual. Auspiciados, en sus inicios, por el Instituto Cervantes y por la embajada española en la república Checa, convergen ahí hispanoamericanos interesados en escribir (y ellos utilizan el grupo como una especie de taller literario en zona franca), y también, acaso sobre todo, los interesados en leer material que el grupo en su conjunto determina como indispensable. Así, y esto a través de cuadernillos muy profesionales, se difunden en estos Literárni setkání autores de habla hispana de todos los tiempos (el número que tengo a un lado de la computadora reúne, por ejemplo, algo de Jorge Ibarguengoitia, algo del Lazarillo de Tormes, algo de Miguel Hernández y Senel Paz y Nicanor Parra y algo de Adela Basch). Esto no quieta que el cuadernillo también incluya traducciones del checo al español de fragmentos de la obra de Josef Hirsal, por ejemplo. Leídos en voz alta, estos materiales forman la base misma de los encuentros literarios que van concatenando las letras hispanoaméricanas con la realidad de la Praga actual.
Pero Arturo, como el gallego Fran o el norteño David, no sólo se quedó en una ciudad donde encontró una forma de ganarse la vida y de pasársela bien sino, sobre todo, en una ciudad donde la coincidencia, ya maravillosa o ya funesta, le alertó el sueño con sus antenas eléctricas. Aquí, por ejemplo, Arturo perdió, y no una vez sino dos, una agenda que insiste en quedarse en sus manos. El checo que encontró el preciado cuaderno, para abundar, se comunicó con la amiga que, justo en el momento de la llamada, platicaba con un Arturo atormentado por la dolosa pérdida. Aquí, justo en las etapas más difíciles de su estancia, Arturo y sus secuaces se encontraron, en un bar de mala muerte para más señales, una cartera con 17 mil coronas que bien sirvieron para pagar, entre otras cosas, la renta. Así, entre bares subterráneos donde, si es con discreción, es posible hasta enrollar uno que otro porro, y festivales del árbol que se llevan a cabo, de manera por demás literal, entre las frondas de los árboles, Arturo se ha ido acostumbrando a una cierta libertad entre surrealista e inimaginable. Todo esto coronado por un castillo a donde ahora es difícil llegar no por la intrincada mente de un hombre que respondió al nombre de Franz Kafka sino a la aglomeración de tendajos que venden objetos con su imagen.
Para abundar en coincidencias habrá que decir que Praga es, en efecto, uno de esos lugares donde, justo cuando uno se acaba de quedar, por una falta de previsión bastante lationoamericana y una indecisión incuestionablemente librana, sin albergue oficial, se aparece como de la nada el entrevistador de radio de un programa que se llama AlterLatino que, sin más, casi por reflejo automático, le ofrecerá a uno su casa para que, un par de tardes después y sin premeditarlo así, uno redacte, entre vino búlgaro y queso de oveja y pan de centeno, la nota que es prueba fehaciente de esta Praga donde perviven, muy quitadas de la pena y más bien a sus anchas, todas las coincidencias.
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