AQUI Y AHORA
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Tuesday, November 27, 2007
LOS 2501 MIGRANTES DE ALEJANDRO SANTIAGO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura. Fragmento de 2501 Migrantes, preparado para Catálogo de Forum Universal de las Culturas, Monterrey 2007]
I. Hace miles de años, en lo que ahora es la provincia China de Xian, un emperador que se preparaba para morir, y para extender su reino a la otra vida, ordenó a sus artesanos que reprodujeran, en tamaño natural, a todos y cada uno de los miembros de su ejército. Con materiales locales y en bien organizados equipos de trabajo, los artistas no sólo dotaron a cada pieza de un rostro único, volviéndolas así personas, sino que también colocaron entre sus manos las armas que su jerarquía precisaba. El efecto de realidad de la pieza en su conjunto fue tanta que, años después de la muerte del odiado emperador de Qin, una horda de campesinos luchó cuerpo a cuerpo contra los soldados de terracota, despojándolos de su armamento e hiriendo, se diría que de muerte, a muchos de ellos.
Caminar entre las piezas que Alejandro Santiago y un equipo de 32 artistas- trabajadores han ido diseñando y produciendo en los últimos seis años en su rancho-taller El Zopilote, que se encuentra en Santiago Suchilquitongo, una comunidad cercana a la convulsa capital del estado de Oaxaca, produce una sensación similar: la sensación de hallarse entre seres extrañamente vivos que, de un momento a otro y de preferencia entre traguitos de mezcal, empezarán a contar historias de sus travesías entre este y el otro lado de la línea. Fantasmagóricos y aterrantes a la vez, frágiles como el material que los compone pero ciertos en el aire que los envuelve y sólidos en el espacio que ocupan, los migrantes de Santiago cruzan sobre todo una frontera: la muy delgada y quebradiza línea de lo que con frecuencia se denomina como la realidad.
“A veces los veo desde lejos”, dice Santiago con esa voz de paso que resbala con gran lentitud sobre un suelo de tierra, “y me da la impresión de que están platicando”. Emplazados en las lomas que franquean el rancho-taller o apostados a lo largo del camino de entrada al mismo, los migrantes, sin duda, observan todo con cautela. De dimensiones humanas y con rostros que no retratan sino que evocan una realidad tanto interna como externa, las piezas no sólo son parte del paisaje sino también de la incesante conversación que ellos mismos provocan. “Este es un niño como de doce, sano él, pero se nos cayó”, medio susurra Santiago señalando, no sin gravedad, la pierna rota de una de las piezas. Con historias propias, es decir, con identidad, los cuerpos de barro podrían, incluso, causar temor. No es difícil imaginar al oficial de inmigración que, años antes de la muerte del odiado emperador, apunta su arma contra el migrante de barro que, con rostro alucinado y tatuajes de la virgen de Guadalupe sobre la espalda, intenta cruzar una vez más, siempre una vez más, esa línea tan móvil y equívoca que une y desune al país más rico del mundo y su vecino pobre del sur, a la pesadilla y al sueño, a lo que está y a lo que está a punto de irse, al ahora y el más allá.
II. Cada uno de los migrantes de barro de Alejandro Santiago lleva una firma: el aspecto de los pies. Cada una de esas firmas no es de Alejandro Santiago. Cada firma –una línea curva que se extiende hasta el astrágalo, una hendidura simétrica entre los dedos, el atisbo apenas de una uña– es una seña de identidad: la de los 32 jóvenes mestizos y mijes que, gracias a que laboran en el rancho-taller de Santiago, no han tenido que emigrar, como tantos otros, hacia el norte. Ganando cuando se puede un promedio de 3,600 pesos mensuales, una cantidad nada despreciable en un entorno rural donde hasta el agua escasea, los trabajadores e incluso los familiares de Santiago aseguran a la menor provocación y sin ánimo adversativo que ésta o aquéllas son piezas suyas. Para comprobarlo no hay más que mirar con cuidado los pies.
En los Escritos Económico-Filosóficos de 1844, el entonces joven filósofo Karl Marx se explayaba con característica pasión acerca del proceso de trabajo en tiempos regidos por los avatares de esa relación de poder que es el capital. Decía el muchacho de temperamento abismal que el trabajo, al transformar la naturaleza en sociedad, era la única y verdadera fuente de nuestra humanidad. En una sociedad ideal, es decir, en aquella en la que el trabajo y el objeto del trabajo todavía le pertenecen al trabajador, trabajar y crear serían una y la misma cosa, uno y el mismo proceso. En ese tipo de sociedad un trabajador podría enunciar, justo como la cuñada de Santiago frente un grupo de doce piezas a medio terminar: “éstas son mías”. Algo en el tono entre natural e irrevocable de su afirmación obliga a repensar los límites del concepto de autoría.
Más que productos del trabajo, los 2501 migrantes de Alejandro Santiago son, ante todo, trabajo, el proceso en sí y para sí. Regidos por las dotes administrativas de Zoila Santiago, esposa del artista, los artesanos ponen tanto esmero en construir los cuerpos de barro como en atender, todo a su tiempo, las vacas y borregos y guajalotes que en su incesante ir y venir por entre las milpas no dejan de observar, sin asombro aparente, las piezas terminadas. Son ellos los que mezclan el material que yace en costales a un costado del taller y ellos los que, en base al método de ensayo y error aunque siempre dirigidos por Santiago, fueron encontrando las posiciones adecuadas para que los hombres y mujeres de barro pudieran sostenerse en pie. Los jóvenes artesanos saben cuando una pieza está lista y, entonces, la introducen al horno para que adquiera la consistencia y el color de un cuerpo humano. Entre una cosa y otra, los muchachos también tienen acceso en el mismo rancho a los instrumentos musicales que Santiago ha ido adquiriendo con el afán de formar algún día una banda de música norteña.
A medio camino entre el ágora y la pequeña empresa (no lucrativa), el proceso de producción de los migrantes de barro reta, y por retar cuestiona, el proceso de producción de los migrantes de carne y hueso. Si el primero responde a las necesidades humanas de la localidad, proveyendo a sus integrantes con una oportunidad para permanecer, es decir, para reproducir a la comunidad, el segundo responde a las necesidades del capital norteamericano, provocando una diáspora que, en Oaxaca como en tantos otros estados de México, ha ido dejando tras de sí un rosario de pueblos fantasmas. No es mera coincidencia, o en todo caso es una coincidencia de la política contemporánea, que ése sea el contexto original del proyecto de Santiago: una plaza vacía por donde se deslizan los espectros de los cuerpos que ya no están. Ahí, acaso como aquel Juan Preciado que vino a Comala porque le dijeron que acá vivía su padre, un tal Pedro Páramo, Alejandro Santiago se puso a discernir los murmullos de los idos y a desear, como se desean estas cosas: con vehemencia, su súbita aparición. Del deseo de verlos una vez más, del deseo de tenerlos cerca, codo a codo en la brega diaria o en el eco de la carcajada compartida, del deseo, también, de hacer justicia, fueron naciendo uno a uno los migrantes de barro que, en número, son los mismos que habrían muerto intentando cruzar la línea fronteriza entre México y los Estados Unidos hasta el año en que Santiago, vía la garita de Otay en Baja California Norte, hizo lo mismo. Dos mil quinientos también era el número de familias que, según recuerda Santiago, conformaban su pueblo de origen en Oaxaca. Dos mil quinientos murmura, con toda seguridad, el hombre que sigue sentado en la plaza del pueblo fantasma, deseando. Dos mil quinientos más el que sigue. Dos mil quinientos más el que Alejandro Santiago quiere retener, con oportunidades de trabajo que son oportunidades de vida, en sus pueblos de origen en Oaxaca.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura. Fragmento de 2501 Migrantes, preparado para Catálogo de Forum Universal de las Culturas, Monterrey 2007]
I. Hace miles de años, en lo que ahora es la provincia China de Xian, un emperador que se preparaba para morir, y para extender su reino a la otra vida, ordenó a sus artesanos que reprodujeran, en tamaño natural, a todos y cada uno de los miembros de su ejército. Con materiales locales y en bien organizados equipos de trabajo, los artistas no sólo dotaron a cada pieza de un rostro único, volviéndolas así personas, sino que también colocaron entre sus manos las armas que su jerarquía precisaba. El efecto de realidad de la pieza en su conjunto fue tanta que, años después de la muerte del odiado emperador de Qin, una horda de campesinos luchó cuerpo a cuerpo contra los soldados de terracota, despojándolos de su armamento e hiriendo, se diría que de muerte, a muchos de ellos.
Caminar entre las piezas que Alejandro Santiago y un equipo de 32 artistas- trabajadores han ido diseñando y produciendo en los últimos seis años en su rancho-taller El Zopilote, que se encuentra en Santiago Suchilquitongo, una comunidad cercana a la convulsa capital del estado de Oaxaca, produce una sensación similar: la sensación de hallarse entre seres extrañamente vivos que, de un momento a otro y de preferencia entre traguitos de mezcal, empezarán a contar historias de sus travesías entre este y el otro lado de la línea. Fantasmagóricos y aterrantes a la vez, frágiles como el material que los compone pero ciertos en el aire que los envuelve y sólidos en el espacio que ocupan, los migrantes de Santiago cruzan sobre todo una frontera: la muy delgada y quebradiza línea de lo que con frecuencia se denomina como la realidad.
“A veces los veo desde lejos”, dice Santiago con esa voz de paso que resbala con gran lentitud sobre un suelo de tierra, “y me da la impresión de que están platicando”. Emplazados en las lomas que franquean el rancho-taller o apostados a lo largo del camino de entrada al mismo, los migrantes, sin duda, observan todo con cautela. De dimensiones humanas y con rostros que no retratan sino que evocan una realidad tanto interna como externa, las piezas no sólo son parte del paisaje sino también de la incesante conversación que ellos mismos provocan. “Este es un niño como de doce, sano él, pero se nos cayó”, medio susurra Santiago señalando, no sin gravedad, la pierna rota de una de las piezas. Con historias propias, es decir, con identidad, los cuerpos de barro podrían, incluso, causar temor. No es difícil imaginar al oficial de inmigración que, años antes de la muerte del odiado emperador, apunta su arma contra el migrante de barro que, con rostro alucinado y tatuajes de la virgen de Guadalupe sobre la espalda, intenta cruzar una vez más, siempre una vez más, esa línea tan móvil y equívoca que une y desune al país más rico del mundo y su vecino pobre del sur, a la pesadilla y al sueño, a lo que está y a lo que está a punto de irse, al ahora y el más allá.
II. Cada uno de los migrantes de barro de Alejandro Santiago lleva una firma: el aspecto de los pies. Cada una de esas firmas no es de Alejandro Santiago. Cada firma –una línea curva que se extiende hasta el astrágalo, una hendidura simétrica entre los dedos, el atisbo apenas de una uña– es una seña de identidad: la de los 32 jóvenes mestizos y mijes que, gracias a que laboran en el rancho-taller de Santiago, no han tenido que emigrar, como tantos otros, hacia el norte. Ganando cuando se puede un promedio de 3,600 pesos mensuales, una cantidad nada despreciable en un entorno rural donde hasta el agua escasea, los trabajadores e incluso los familiares de Santiago aseguran a la menor provocación y sin ánimo adversativo que ésta o aquéllas son piezas suyas. Para comprobarlo no hay más que mirar con cuidado los pies.
En los Escritos Económico-Filosóficos de 1844, el entonces joven filósofo Karl Marx se explayaba con característica pasión acerca del proceso de trabajo en tiempos regidos por los avatares de esa relación de poder que es el capital. Decía el muchacho de temperamento abismal que el trabajo, al transformar la naturaleza en sociedad, era la única y verdadera fuente de nuestra humanidad. En una sociedad ideal, es decir, en aquella en la que el trabajo y el objeto del trabajo todavía le pertenecen al trabajador, trabajar y crear serían una y la misma cosa, uno y el mismo proceso. En ese tipo de sociedad un trabajador podría enunciar, justo como la cuñada de Santiago frente un grupo de doce piezas a medio terminar: “éstas son mías”. Algo en el tono entre natural e irrevocable de su afirmación obliga a repensar los límites del concepto de autoría.
Más que productos del trabajo, los 2501 migrantes de Alejandro Santiago son, ante todo, trabajo, el proceso en sí y para sí. Regidos por las dotes administrativas de Zoila Santiago, esposa del artista, los artesanos ponen tanto esmero en construir los cuerpos de barro como en atender, todo a su tiempo, las vacas y borregos y guajalotes que en su incesante ir y venir por entre las milpas no dejan de observar, sin asombro aparente, las piezas terminadas. Son ellos los que mezclan el material que yace en costales a un costado del taller y ellos los que, en base al método de ensayo y error aunque siempre dirigidos por Santiago, fueron encontrando las posiciones adecuadas para que los hombres y mujeres de barro pudieran sostenerse en pie. Los jóvenes artesanos saben cuando una pieza está lista y, entonces, la introducen al horno para que adquiera la consistencia y el color de un cuerpo humano. Entre una cosa y otra, los muchachos también tienen acceso en el mismo rancho a los instrumentos musicales que Santiago ha ido adquiriendo con el afán de formar algún día una banda de música norteña.
A medio camino entre el ágora y la pequeña empresa (no lucrativa), el proceso de producción de los migrantes de barro reta, y por retar cuestiona, el proceso de producción de los migrantes de carne y hueso. Si el primero responde a las necesidades humanas de la localidad, proveyendo a sus integrantes con una oportunidad para permanecer, es decir, para reproducir a la comunidad, el segundo responde a las necesidades del capital norteamericano, provocando una diáspora que, en Oaxaca como en tantos otros estados de México, ha ido dejando tras de sí un rosario de pueblos fantasmas. No es mera coincidencia, o en todo caso es una coincidencia de la política contemporánea, que ése sea el contexto original del proyecto de Santiago: una plaza vacía por donde se deslizan los espectros de los cuerpos que ya no están. Ahí, acaso como aquel Juan Preciado que vino a Comala porque le dijeron que acá vivía su padre, un tal Pedro Páramo, Alejandro Santiago se puso a discernir los murmullos de los idos y a desear, como se desean estas cosas: con vehemencia, su súbita aparición. Del deseo de verlos una vez más, del deseo de tenerlos cerca, codo a codo en la brega diaria o en el eco de la carcajada compartida, del deseo, también, de hacer justicia, fueron naciendo uno a uno los migrantes de barro que, en número, son los mismos que habrían muerto intentando cruzar la línea fronteriza entre México y los Estados Unidos hasta el año en que Santiago, vía la garita de Otay en Baja California Norte, hizo lo mismo. Dos mil quinientos también era el número de familias que, según recuerda Santiago, conformaban su pueblo de origen en Oaxaca. Dos mil quinientos murmura, con toda seguridad, el hombre que sigue sentado en la plaza del pueblo fantasma, deseando. Dos mil quinientos más el que sigue. Dos mil quinientos más el que Alejandro Santiago quiere retener, con oportunidades de trabajo que son oportunidades de vida, en sus pueblos de origen en Oaxaca.
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Wednesday, November 21, 2007
IN A MANNER OF SPEAKING
Perhaps I have not mentioned that I am dismantling a house.
I am dismantling a house.
It is tedious work, but necessary.
I do not make a major project out of it, on the other hand. Basically I treat it in much the same way as I treat the question of my driftwood.
Perhaps I have not mentioned how I treat the question of my driftwood.
David Markson, Wittgenstein´s Mistress, 77
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Perhaps I have not mentioned that I am dismantling a house.
I am dismantling a house.
It is tedious work, but necessary.
I do not make a major project out of it, on the other hand. Basically I treat it in much the same way as I treat the question of my driftwood.
Perhaps I have not mentioned how I treat the question of my driftwood.
David Markson, Wittgenstein´s Mistress, 77
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Tuesday, November 20, 2007
CIEN AÑOS DE LEALTAD
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Cumplir cien años no es poca cosa. Cumplirlos, además, con el buen humor, la lucidez y la cantidad de amigos con que los cumple don Luis Leal es motivo de digno encomio y más que merecido homenaje. Para los no enterados, habrá que decir que Don Luis es uno de los primeros “wet minds” (mentes mojadas: el término, según cuenta Robert Irwin, profesor de la Universidad de California-Davis, fue acuñado, como tantas otras cosas más, por Carlos Monsiváis) de una larga saga de estudiantes mexicanos o hijos de mexicanos que se convirtieron en mexicanistas dentro del territorio académico de los Estados Unidos. Nacido en Linares, Nuevo León, Don Luis desarrolló una carrera como académico y crítico literario, sobre todo de literatura mexicana, aunque también le ha prestado estrecha atención a la historia y al folklore de su país de nacimiento, en la Universidad de Illinois hasta 1970, año en que se jubiló y aceptó, al mismo tiempo, una posición, decían en ese entonces que momentánea, en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California, en el idílico sitio de Santa Bárbara. Entre 1956 y 1958, Leal publicó los tres libros que lo convirtieron en una autoridad sobre el cuento mexicano, a saber, La breve historia del cuento mexicano, La antología del cuento mexicano y La Historia del cuento hispanoamericano. En un estilo ágil y un enfoque abarcador, Don Luis no sólo estableció criterios de análisis que marcaron los estudios literarios del siglo XX mexicano sino que también, en un movimiento singular, no dejó de incluir el trabajo de escritoras en sus libros. Ya afincado en California, Don Luis publicó en 1973 el primero de entre muchos artículos y ensayos sobre literatura chicana, iniciando así un puente por el que no han dejado de transitar estudios y críticas sobre las producciones culturales de los mexicanos y los hijos de mexicanos que viven en el México del otro lado. Como era de esperarse, Don Luis no dejó de trabajar en la UCSB sino hasta hace poco, cuando problemas de la vista y del oído dificultaron la impartición de sus clases, que no el cariño de sus estudiantes y el respeto de sus colegas.
Y que el cariño y el respeto de sus colegas no es una figura meramente retórica, frase dominguera para aplicarse indistintamente en celebraciones varias, queda claro en el homenaje bi-nacional que profesores, críticos y creadores tanto de México como de Estados Unidos le organizaron hace apenas unos días en sedes que van desde el Instituto Nacional de Bellas Artes, a la Universidad Nacional, pasando por el Claustro de Sor Juana. A gente como Don Luis, a investigadores infatigables y académicos dedicados como él mismo lo ha sido, no hay mejor manera de celebrarlos más que con trabajo. Así que los involucrados, además de presentar ponencias y organizar debates sobre asuntos de literatura mexicana y chicana desde épocas precolombinas hasta fechas contemporáneas, participaron prontamente en la creación y publicación de Cien años de lealtad en honor a Luis Leal/ One Hundred Years of Loyalty in Honor of Luis Leal, un libro aptamente bilingüe desarrollado a lo largo de aproximadamente 1500 páginas, organizadas en dos extensos volúmenes. Cien ensayos, uno por cada año de Don Luis. Cien maneras de refrendar el trabajo, de continuar el legado, de abrir caminos críticos. Cien maneras de transitar por el Greater México de Américo Paredes, en español y en inglés. Como en pocos casos, aquí sí vale la frase “Queridos colegas y, sin embargo, amigos”.
Están presentes en el volumen, por ejemplo, muchos de los profesores e investigadores que constituyen esa red de doble-espionaje cultural que es la UC Mexicanistas: de estudiosos con una larga trayectoria como Max Parra, de UC-San Diego, hasta doctorandos como Omar Miranda Flores, quien le dedica un interesante capítulo al Porfirio Parra, poeta menor. De la elusiva Marta Gallo, aquí con un artículo sobre Amado Nervo, a las miradas caleidoscópicas que Michael Schuessler, Claudia Parodi, Norma Klahn y Sara Poot-Herrera le dedica a la obra de Elena Poniatowska. No faltan ensayos de profesores de instituciones mexicanas propiamente dichas, como el Colegio de México (Beatriz Mariscal, Yvette Jiménez de Baéz), el ITESM-Campus Monterrey (Beatriz López de Mariscal), la UNAM (Vicente Quitarte, Rosa Beltrán, entre tantos otros), el Claustro de Sor Juana (Sandra Lorenzano, Carmen Beatriz López-Portillo Romano). Y porque el trabajo de Don Luis ha servido, entre otras tantas cosas, para diseminar el conocimiento de la literatura mexicana y chicana, no podía faltar la participación de creadores en este libro: ahí van textos de Agustín Monsreal, José Emilio Pacheco, Tita Valencia, Myriam Moscona, entre otros.
Toda esta labor monumental no habría sido posible, o habría sido posible pero con toda seguridad sólo 100 años después, sin el infatigable y más que generoso quehacer de una mujer a quien ya me acostumbré a llamar Sara, la milagrosa, aunque bien sé que su nombre es Sara Poot-Herrera, yucateca de corazón, profesora e investigadora de UCSB, irredenta border-crosser. No he tenido la fortuna de trabajar de cerca con Don Luis Leal, pero he tenido, a cambio, el privilegio de formar parte de la familia que a su paso va construyendo Sara a fuerza de cariño, visión y, como reza el apellido de su mentor, lealtad. Yo me uno a los festejos, por supuesto, y como dijo Don Luis justo antes de pedir que abrieran la botella de tequila en uno de los eventos que se llevaron a cabo en Santa Bárbara durante el verano, “suficientes palabras para estos primeros cien, ahora a celebrar”.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Cumplir cien años no es poca cosa. Cumplirlos, además, con el buen humor, la lucidez y la cantidad de amigos con que los cumple don Luis Leal es motivo de digno encomio y más que merecido homenaje. Para los no enterados, habrá que decir que Don Luis es uno de los primeros “wet minds” (mentes mojadas: el término, según cuenta Robert Irwin, profesor de la Universidad de California-Davis, fue acuñado, como tantas otras cosas más, por Carlos Monsiváis) de una larga saga de estudiantes mexicanos o hijos de mexicanos que se convirtieron en mexicanistas dentro del territorio académico de los Estados Unidos. Nacido en Linares, Nuevo León, Don Luis desarrolló una carrera como académico y crítico literario, sobre todo de literatura mexicana, aunque también le ha prestado estrecha atención a la historia y al folklore de su país de nacimiento, en la Universidad de Illinois hasta 1970, año en que se jubiló y aceptó, al mismo tiempo, una posición, decían en ese entonces que momentánea, en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California, en el idílico sitio de Santa Bárbara. Entre 1956 y 1958, Leal publicó los tres libros que lo convirtieron en una autoridad sobre el cuento mexicano, a saber, La breve historia del cuento mexicano, La antología del cuento mexicano y La Historia del cuento hispanoamericano. En un estilo ágil y un enfoque abarcador, Don Luis no sólo estableció criterios de análisis que marcaron los estudios literarios del siglo XX mexicano sino que también, en un movimiento singular, no dejó de incluir el trabajo de escritoras en sus libros. Ya afincado en California, Don Luis publicó en 1973 el primero de entre muchos artículos y ensayos sobre literatura chicana, iniciando así un puente por el que no han dejado de transitar estudios y críticas sobre las producciones culturales de los mexicanos y los hijos de mexicanos que viven en el México del otro lado. Como era de esperarse, Don Luis no dejó de trabajar en la UCSB sino hasta hace poco, cuando problemas de la vista y del oído dificultaron la impartición de sus clases, que no el cariño de sus estudiantes y el respeto de sus colegas.
Y que el cariño y el respeto de sus colegas no es una figura meramente retórica, frase dominguera para aplicarse indistintamente en celebraciones varias, queda claro en el homenaje bi-nacional que profesores, críticos y creadores tanto de México como de Estados Unidos le organizaron hace apenas unos días en sedes que van desde el Instituto Nacional de Bellas Artes, a la Universidad Nacional, pasando por el Claustro de Sor Juana. A gente como Don Luis, a investigadores infatigables y académicos dedicados como él mismo lo ha sido, no hay mejor manera de celebrarlos más que con trabajo. Así que los involucrados, además de presentar ponencias y organizar debates sobre asuntos de literatura mexicana y chicana desde épocas precolombinas hasta fechas contemporáneas, participaron prontamente en la creación y publicación de Cien años de lealtad en honor a Luis Leal/ One Hundred Years of Loyalty in Honor of Luis Leal, un libro aptamente bilingüe desarrollado a lo largo de aproximadamente 1500 páginas, organizadas en dos extensos volúmenes. Cien ensayos, uno por cada año de Don Luis. Cien maneras de refrendar el trabajo, de continuar el legado, de abrir caminos críticos. Cien maneras de transitar por el Greater México de Américo Paredes, en español y en inglés. Como en pocos casos, aquí sí vale la frase “Queridos colegas y, sin embargo, amigos”.
Están presentes en el volumen, por ejemplo, muchos de los profesores e investigadores que constituyen esa red de doble-espionaje cultural que es la UC Mexicanistas: de estudiosos con una larga trayectoria como Max Parra, de UC-San Diego, hasta doctorandos como Omar Miranda Flores, quien le dedica un interesante capítulo al Porfirio Parra, poeta menor. De la elusiva Marta Gallo, aquí con un artículo sobre Amado Nervo, a las miradas caleidoscópicas que Michael Schuessler, Claudia Parodi, Norma Klahn y Sara Poot-Herrera le dedica a la obra de Elena Poniatowska. No faltan ensayos de profesores de instituciones mexicanas propiamente dichas, como el Colegio de México (Beatriz Mariscal, Yvette Jiménez de Baéz), el ITESM-Campus Monterrey (Beatriz López de Mariscal), la UNAM (Vicente Quitarte, Rosa Beltrán, entre tantos otros), el Claustro de Sor Juana (Sandra Lorenzano, Carmen Beatriz López-Portillo Romano). Y porque el trabajo de Don Luis ha servido, entre otras tantas cosas, para diseminar el conocimiento de la literatura mexicana y chicana, no podía faltar la participación de creadores en este libro: ahí van textos de Agustín Monsreal, José Emilio Pacheco, Tita Valencia, Myriam Moscona, entre otros.
Toda esta labor monumental no habría sido posible, o habría sido posible pero con toda seguridad sólo 100 años después, sin el infatigable y más que generoso quehacer de una mujer a quien ya me acostumbré a llamar Sara, la milagrosa, aunque bien sé que su nombre es Sara Poot-Herrera, yucateca de corazón, profesora e investigadora de UCSB, irredenta border-crosser. No he tenido la fortuna de trabajar de cerca con Don Luis Leal, pero he tenido, a cambio, el privilegio de formar parte de la familia que a su paso va construyendo Sara a fuerza de cariño, visión y, como reza el apellido de su mentor, lealtad. Yo me uno a los festejos, por supuesto, y como dijo Don Luis justo antes de pedir que abrieran la botella de tequila en uno de los eventos que se llevaron a cabo en Santa Bárbara durante el verano, “suficientes palabras para estos primeros cien, ahora a celebrar”.
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Sunday, November 18, 2007
HIC SUNT LEONES
[cuento publicado en Cien años de lealtad en honor a Luis Leal/ One Hundred Years of Loyalty in Honor of Luis Leal, vol. II, edición a cargo de Sara Poot-herrera, Francisco Lomelí y María Herrera-Sobek, (México: Oro de la noche, 2007), 869-873]
Había ido al parque para ver las nubes. No lo hacía a menudo. De hecho, no lo hacía casi nunca y mucho menos entre semana. Pero atravesaba una de esas crisis veraniegas que lo dejan a uno con poca energía, muchas dudas, y ese característico sabor agridulce sobre la lengua. Sumido en un dilema sin nombre, sin rostro, me puse ropa de ejercicio para camuflagear mis verdaderas intenciones y, una vez en el parque, lo único que hice fue recostarme sobre el pasto, boca arriba. Las nubes eran de un blanco casi iridiscente a esa hora de la mañana.
⎯Son bonitas, ¿verdad? ⎯me preguntó una muchacha de pantalón de mezclilla y camiseta holgada. Su interrupción me molestó. No había ido al parque para buscar compañía y mucho menos plática.
⎯Sí ⎯le dije, cortante, dándole a entender que esa era mi última palabra. Ella no entendió el mensaje y, en lugar de seguirse de largo, se sentó a mi lado. Abrió su mochila de explorador y sacó una cajetilla de cigarros.
⎯No fumo ⎯le informé cuando me ofreció uno de sus tabacos.
⎯Hace bien ⎯comentó a la distraída⎯. ¿Cree que llueva hoy?
No le respondí lo que pasaba por mi mente y cerré los ojos. Así estuve largo rato, poniendo atención a los ruidos del tráfico y al murmullo lejano de gente caminando de prisa por las calles aledañas. Mientras tanto pensé en la oficina oscura donde pasaba gran parte de mis días garabateando números y memorándums. Luego, sin poder evitarlo, pensé en la mujer energética que había dejado nuestra cama matrimonial a tempranas horas, dispuesta a conquistar al mundo con la voz firme y sus pasos largos. No escuché ningún pájaro en el parque, ningún otro ruido animal. Sólo me decidí a abrir los ojos cuando supuse que la muchacha de la interrupción ya se había marchado.
⎯¡Pero si sigues aquí! ⎯exclamé con sincera sorpresa cuando levanté los párpados.
⎯Pues dónde más iba a estar ⎯me contestó como si de verdad no hubiera otro sitio en el mundo para ella. Después sonrió con un mohín amplio, ligero. Bajo un flequillo desigual, sus ojos negros me miraron abiertamente, con calma. La confianza de su gesto me asustó. Por un momento pensé en Miriam, la niña terca que Truman Capote inventó en uno de sus cuentos. ¿Qué tal si se pegaba a mi vida y ya nunca desaparecía? Me acordé también de las ladronzuelas urbanas que ciertas canciones de moda han inmortalizado, pero la muchacha no era tan hermosa ni tampoco parecía interesada en aventuras eróticas. Luego pensé en las lolitas de Hollywood, seguidas por las mujeres fatales y las vampiras. Un aire de amenaza nubló mi día. Fue entonces que quise escapar, pero el peso de mi cuerpo me mantuvo exactamente donde estaba: sobre el pasto, boca arriba, en posición de crucificado.
Ella se recostó junto a mí.
⎯Ésa parece un barco ⎯dijo, señalando una nube con su cigarro encendido. No era cierto pero, inmovilizado por el miedo como me encontraba, no osé contradecirla.
⎯Y ésa, la de más allá, ¿la ve? Ésa tiene forma de león ⎯continuó sin tomar en cuenta mi silencio. Para entonces ya había olvidado el dilema que me llevó al parque y una angustia nueva, diferente me invadió por completo. Hic sunt leones. La frase llegó entera a mi cerebro y ahí se deslizó con una lentitud pasmosa. En los mapas antiguos, recordé, esa oración indicaba territorios inexplorados. Terra incognita. Los ecos de las palabras juntas retumbaron dentro de mi cráneo. Con el ruido dentro de mi cuerpo, me volví a verla una vez más. La posición de su torso, sus palabras, hasta el cigarrillo entre sus dedos parecía normal. Era sólo una muchacha, tal vez una estudiante con algo de tiempo extra o una desempleada sin mucha preocupación por el futuro. En cualquier caso, no había explicación racional para mi súbita inmovilidad y tampoco para el sudor frío que empezaba a cubrir mi frente. Un cosquilleo absurdo en mi mano derecha capturó mi atención y, cuando logré divisarla con el rabillo del ojo, me di cuenta que había una hilera de hormigas atravesándome como a una montaña en medio el camino, un obstáculo más. Entonces volví a cerrar los ojos deseando con toda el alma que la muchacha tan sólo fuera una alucinación, una de esas imágenes que aparecen y desaparecen sin dejar mayor huella. Deseando que el parque fuera imaginario. Deseando que lloviera.
⎯Tienes miedo ¿verdad? ⎯me preguntó finalmente sin dejar de observar las nubes⎯. Es normal ⎯añadió después de un rato de silencio.
⎯¿Qué es normal? ⎯inquirí con voz malhumorada, ya dentro del terror. Era la primara vez que yo le preguntaba algo. Al mismo tiempo intentaba mover los brazos sin conseguirlo.
⎯Cuando la gente se vuelve loca, ya ves, así pasa ⎯comentó como si se estuviera refiriendo a un resfriado⎯. Cada quien tiene su manera.
La observé una vez más y no volví a encontrar nada excéntrico en ella. Traté de decir algo gracioso o algo complejo, pero cuando abrí la boca sólo pude balbucir algo sin sentido.
⎯No te preocupes ⎯insistió⎯. Es normal.
Me tocó el hombro derecho y me vio con una misericordia tibia y llana. Parecía que ella me entendía mejor que yo. Luego volvió la cara al cielo y empezó a incorporarse.
⎯Va a llover muy pronto hoy ⎯aseguró. Traté de mover un brazo para detenerla pero no lo logré. Lo único que pude hacer fue seguirla con la mirada hasta que su cuerpo desapareció entre las frondas de los árboles. Volví a cerrar los ojos. Añoré como nunca antes el espacio oscuro de mi oficina, el hueco tibio dentro de la cama, la mujer de energías múltiples con quien la compartía. Las cosas que se habían quedado atrás, perdidas para siempre. Entonces una gota fría se deslizó por mi cuello. Hic sunt leones. Más al rato le siguió una tormenta sin rayos y sin truenos.
--crg
[cuento publicado en Cien años de lealtad en honor a Luis Leal/ One Hundred Years of Loyalty in Honor of Luis Leal, vol. II, edición a cargo de Sara Poot-herrera, Francisco Lomelí y María Herrera-Sobek, (México: Oro de la noche, 2007), 869-873]
Había ido al parque para ver las nubes. No lo hacía a menudo. De hecho, no lo hacía casi nunca y mucho menos entre semana. Pero atravesaba una de esas crisis veraniegas que lo dejan a uno con poca energía, muchas dudas, y ese característico sabor agridulce sobre la lengua. Sumido en un dilema sin nombre, sin rostro, me puse ropa de ejercicio para camuflagear mis verdaderas intenciones y, una vez en el parque, lo único que hice fue recostarme sobre el pasto, boca arriba. Las nubes eran de un blanco casi iridiscente a esa hora de la mañana.
⎯Son bonitas, ¿verdad? ⎯me preguntó una muchacha de pantalón de mezclilla y camiseta holgada. Su interrupción me molestó. No había ido al parque para buscar compañía y mucho menos plática.
⎯Sí ⎯le dije, cortante, dándole a entender que esa era mi última palabra. Ella no entendió el mensaje y, en lugar de seguirse de largo, se sentó a mi lado. Abrió su mochila de explorador y sacó una cajetilla de cigarros.
⎯No fumo ⎯le informé cuando me ofreció uno de sus tabacos.
⎯Hace bien ⎯comentó a la distraída⎯. ¿Cree que llueva hoy?
No le respondí lo que pasaba por mi mente y cerré los ojos. Así estuve largo rato, poniendo atención a los ruidos del tráfico y al murmullo lejano de gente caminando de prisa por las calles aledañas. Mientras tanto pensé en la oficina oscura donde pasaba gran parte de mis días garabateando números y memorándums. Luego, sin poder evitarlo, pensé en la mujer energética que había dejado nuestra cama matrimonial a tempranas horas, dispuesta a conquistar al mundo con la voz firme y sus pasos largos. No escuché ningún pájaro en el parque, ningún otro ruido animal. Sólo me decidí a abrir los ojos cuando supuse que la muchacha de la interrupción ya se había marchado.
⎯¡Pero si sigues aquí! ⎯exclamé con sincera sorpresa cuando levanté los párpados.
⎯Pues dónde más iba a estar ⎯me contestó como si de verdad no hubiera otro sitio en el mundo para ella. Después sonrió con un mohín amplio, ligero. Bajo un flequillo desigual, sus ojos negros me miraron abiertamente, con calma. La confianza de su gesto me asustó. Por un momento pensé en Miriam, la niña terca que Truman Capote inventó en uno de sus cuentos. ¿Qué tal si se pegaba a mi vida y ya nunca desaparecía? Me acordé también de las ladronzuelas urbanas que ciertas canciones de moda han inmortalizado, pero la muchacha no era tan hermosa ni tampoco parecía interesada en aventuras eróticas. Luego pensé en las lolitas de Hollywood, seguidas por las mujeres fatales y las vampiras. Un aire de amenaza nubló mi día. Fue entonces que quise escapar, pero el peso de mi cuerpo me mantuvo exactamente donde estaba: sobre el pasto, boca arriba, en posición de crucificado.
Ella se recostó junto a mí.
⎯Ésa parece un barco ⎯dijo, señalando una nube con su cigarro encendido. No era cierto pero, inmovilizado por el miedo como me encontraba, no osé contradecirla.
⎯Y ésa, la de más allá, ¿la ve? Ésa tiene forma de león ⎯continuó sin tomar en cuenta mi silencio. Para entonces ya había olvidado el dilema que me llevó al parque y una angustia nueva, diferente me invadió por completo. Hic sunt leones. La frase llegó entera a mi cerebro y ahí se deslizó con una lentitud pasmosa. En los mapas antiguos, recordé, esa oración indicaba territorios inexplorados. Terra incognita. Los ecos de las palabras juntas retumbaron dentro de mi cráneo. Con el ruido dentro de mi cuerpo, me volví a verla una vez más. La posición de su torso, sus palabras, hasta el cigarrillo entre sus dedos parecía normal. Era sólo una muchacha, tal vez una estudiante con algo de tiempo extra o una desempleada sin mucha preocupación por el futuro. En cualquier caso, no había explicación racional para mi súbita inmovilidad y tampoco para el sudor frío que empezaba a cubrir mi frente. Un cosquilleo absurdo en mi mano derecha capturó mi atención y, cuando logré divisarla con el rabillo del ojo, me di cuenta que había una hilera de hormigas atravesándome como a una montaña en medio el camino, un obstáculo más. Entonces volví a cerrar los ojos deseando con toda el alma que la muchacha tan sólo fuera una alucinación, una de esas imágenes que aparecen y desaparecen sin dejar mayor huella. Deseando que el parque fuera imaginario. Deseando que lloviera.
⎯Tienes miedo ¿verdad? ⎯me preguntó finalmente sin dejar de observar las nubes⎯. Es normal ⎯añadió después de un rato de silencio.
⎯¿Qué es normal? ⎯inquirí con voz malhumorada, ya dentro del terror. Era la primara vez que yo le preguntaba algo. Al mismo tiempo intentaba mover los brazos sin conseguirlo.
⎯Cuando la gente se vuelve loca, ya ves, así pasa ⎯comentó como si se estuviera refiriendo a un resfriado⎯. Cada quien tiene su manera.
La observé una vez más y no volví a encontrar nada excéntrico en ella. Traté de decir algo gracioso o algo complejo, pero cuando abrí la boca sólo pude balbucir algo sin sentido.
⎯No te preocupes ⎯insistió⎯. Es normal.
Me tocó el hombro derecho y me vio con una misericordia tibia y llana. Parecía que ella me entendía mejor que yo. Luego volvió la cara al cielo y empezó a incorporarse.
⎯Va a llover muy pronto hoy ⎯aseguró. Traté de mover un brazo para detenerla pero no lo logré. Lo único que pude hacer fue seguirla con la mirada hasta que su cuerpo desapareció entre las frondas de los árboles. Volví a cerrar los ojos. Añoré como nunca antes el espacio oscuro de mi oficina, el hueco tibio dentro de la cama, la mujer de energías múltiples con quien la compartía. Las cosas que se habían quedado atrás, perdidas para siempre. Entonces una gota fría se deslizó por mi cuello. Hic sunt leones. Más al rato le siguió una tormenta sin rayos y sin truenos.
--crg
Tuesday, November 13, 2007
LO QUE ME TRAJE DE MIAMI
La voz de Michael Ondaatje enunciando: Everything is biographical, Lucian Freud says. What we make, why it is made, how we draw a dog, who it is we are drawn to, why we cannnot forget. Everything is collage, even genetics. There is the hidden presence of others in us, even those we have known briefly. We contain them for the rest of our lives, at every border that we cross.
¿Cómo decir que eso y no otra cosa constituye una confirmación?
Toda la colección de McSweeneys (con todo y advertencia de la ambivalente vendedora: pero en el 24 no se incluyen escritoras, eh?) + What is the What: todo por 50 bucks.
El sabor de las arepas compartidas con Ruth Behar. Cubans at home in the world. La conversación. La caminata.
Todo el aire del caribe (que es mi aire). La sensación de que todo está cerca.
El dolor de garganta y el principio de tos: end air condition now!
Un cuento que empieza.
--crg
La voz de Michael Ondaatje enunciando: Everything is biographical, Lucian Freud says. What we make, why it is made, how we draw a dog, who it is we are drawn to, why we cannnot forget. Everything is collage, even genetics. There is the hidden presence of others in us, even those we have known briefly. We contain them for the rest of our lives, at every border that we cross.
¿Cómo decir que eso y no otra cosa constituye una confirmación?
Toda la colección de McSweeneys (con todo y advertencia de la ambivalente vendedora: pero en el 24 no se incluyen escritoras, eh?) + What is the What: todo por 50 bucks.
El sabor de las arepas compartidas con Ruth Behar. Cubans at home in the world. La conversación. La caminata.
Todo el aire del caribe (que es mi aire). La sensación de que todo está cerca.
El dolor de garganta y el principio de tos: end air condition now!
Un cuento que empieza.
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CONSEJOS DE UNA SUICIDA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
¿Pueden los libros mejorar la vida de una persona? Sinceramente no lo sé. Es más: lo dudo mucho. Aún cuando me he convertido en una militante de la lectura, apoyando iniciativas que conjuntan, como las Citas Textuales, a autores y lectores en diálogos informados y amenos sobre libros específicos en los salones de clase de diferentes instituciones educativas, sería difícil ligar ese interés a la creencia de que un libro mejorará la vida de alguien. Creo, eso sí, que un libro, cuando en verdad se trata de uno, le recuerda al lector que la vida siempre puede ser otra cosa y ese recordatorio, ese estado de alerta generalizado que presupone, encierra el poder crítico de sus páginas. Mis libros de cabecera, esos que se aparecen en todas las mudanzas y que se las ingenian para estar siempre a la mano, han hecho de la vida algo no sólo interesante, en efecto, sino también misterioso, pero eso no significa necesariamente que la hayan vuelto mejor. Conozco, es más, a grandes lectores a los que en definitiva no describiría como buenas personas, mucho menos como “mejores” personas, y son pocos los escritores que se han distinguido, y esto para bien, por su mesura y ecuanimidad o esto que ahora se conoce como “inteligencia emocional”. Todo esto para transmitir el estado de incredulidad y estupor en que me puso el encontrar un libro que responde al título: Una vida propia. Una guía para mejorar la vida a través del trabajo y la sabiduría de Virginia Woolf.[1] Virginia Woolf, como se sabe, es la escritora británica que se suicidó a la edad de 59 años en un río que quedaba cerca de su casa de verano.
Recordé, y esto de inmediato, la manera entre ávida y asombrada en que leí por primera vez Las olas —enunciando a cada personaje en voz alta y encontrando conexiones demasiado cercanas y demasiado imposibles con Rohda o con Percival (todo esto bajo un árbol, un verano). Recordé la voz de Septimus en mi cabeza de adolescente, toda llena de angustia y desesperanza (¿la voz de Septimus o mi cabeza?). Recordé la traviesa alegría al pasar por las páginas de Orlando, una y otra vez, y otra más. ¿Y cómo no decir, con una honestidad absoluta, que cada uno de esos libros no mejoró mi vida? ¿Cómo no aceptar que muchos de los personajes y algunas de las ideas de Virginia Woolf establecieron ese primer mapa emocional que después ha servido para orientar maneras de observar y de implicarse con la vida? Las dudas, estas dudas, me obligaron, por supuesto, a adquirir el libro (en Miami, un domingo).
Según su autora, una doctora en literatura y especialista en psicología clínica que ahora da clases en la New School de Nueva York y que responde al nombre de Ilana Simons, la principal enseñanza de Woolf es el vínculo que estableció entre lo personal y lo político, “percibiendo a la psicología como la raíz de todo lo que hacemos, describiendo incluso a las formas de gobierno como resultado de la personalidad, y dando crédito a las habilidades interpersonales, a las que con tanta frecuencia se les desestima”. A eso habría que añadir que, una vez más de acuerdo a Simons, el trabajo de Woolf nos ayuda a “conocernos a nosotros mismos invitándonos a saltar, con tremenda fuerza, para ver nuestro interior” con la intención de constatar, como la autora misma, “lo crudo e incluso lo feo de nuestra condición”. Los consejos para mejorar la vida parecen no partir, en este caso, de una afirmación gratuita del status quo o una aceptación pasiva de destino alguno, sino de la identificación del tipo de giros y subversiones que hacen de la vida algo único y personal: algo desviado: algo imperfecto.
Así, combinando información de su diario y sus cartas, así como escenas específicas de sus novelas, Simons elige subrayar al menos 13 situaciones distintas: desde la necesidad de encontrar amistades incómodas con tal de tener el privilegio de ejercer la capacidad crítica de la conversación, hasta el consejo de aceptar a la soledad como una condición de trabajo y de vida, esto sin olvidar, en el capítulo dedicado a las relaciones humanas, que comunicarse es siempre una manera de comunicarse mal o comunicarse a medias, cosa que no debe “arreglarse” sino aceptarse como parte de la creatividad de todo lector, incluso el lector de su pareja.
En referencia a las amistades incómodas, Simons utiliza, por ejemplo, el lazo que Woolf estableció con Ethel Smyth, una compositora extrovertida, sufragista y algo escandalosa que, aún sin compartir su estilo de vida, o precisamente por eso, se convirtió en una de esas relaciones tensas y dinámicas que en mucho le permitieron explorar otros lados de sí misma. Algo similar ocurrió con Vita Sackville-West, la mujer abierta y arriesgada con quien sostuvo su muy famoso affair cuando a los 43 años de edad y en un matrimonio del que se había retirado ya la pasión, en lugar de hacer lo previsible y sano, decidió ceder a la tentación. “Las amistades difíciles, diría Woolf, valen la pena. El riesgo es un pequeño trauma con un gran premio potencial al final”. Y ahí está el Orlando, además de la amistad de muchos años, como prueba.
Simons utiliza, por ejemplo, la relación entre el señor y la señora Ramsey de Hacia el faro para analizar la manera en que Woolf, dejándolos danzar a medias en una comunicación que siempre parece ser sobre algo más, dejándolos establecer una distancia que parece frialdad pero que acaso también es tolerancia, “se rinde ante el triste hecho de que todos hablamos en código”. Y rendirse aquí es sinónimo de flexibilidad más que de derrota.
La metodología es dudosa, ciertamente, pero esta lectura inesperada, esta lectura a contrapelo, de los libros tanto biográficos como de ficción de Virginia Woolf tiene la ventaja de no ser sermonera ni innecesariamente optimista. Y, pensándolo bien, ¿quién mejor que una suicida para dar consejos sobre cómo mejorar la vida? pm
[1] Ilana Simona, A Life of One´s Own. A Guide to Better Living Through the Work and Wisdom of Virginia Woolf, (New York: Penguin Books, 2007).
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
¿Pueden los libros mejorar la vida de una persona? Sinceramente no lo sé. Es más: lo dudo mucho. Aún cuando me he convertido en una militante de la lectura, apoyando iniciativas que conjuntan, como las Citas Textuales, a autores y lectores en diálogos informados y amenos sobre libros específicos en los salones de clase de diferentes instituciones educativas, sería difícil ligar ese interés a la creencia de que un libro mejorará la vida de alguien. Creo, eso sí, que un libro, cuando en verdad se trata de uno, le recuerda al lector que la vida siempre puede ser otra cosa y ese recordatorio, ese estado de alerta generalizado que presupone, encierra el poder crítico de sus páginas. Mis libros de cabecera, esos que se aparecen en todas las mudanzas y que se las ingenian para estar siempre a la mano, han hecho de la vida algo no sólo interesante, en efecto, sino también misterioso, pero eso no significa necesariamente que la hayan vuelto mejor. Conozco, es más, a grandes lectores a los que en definitiva no describiría como buenas personas, mucho menos como “mejores” personas, y son pocos los escritores que se han distinguido, y esto para bien, por su mesura y ecuanimidad o esto que ahora se conoce como “inteligencia emocional”. Todo esto para transmitir el estado de incredulidad y estupor en que me puso el encontrar un libro que responde al título: Una vida propia. Una guía para mejorar la vida a través del trabajo y la sabiduría de Virginia Woolf.[1] Virginia Woolf, como se sabe, es la escritora británica que se suicidó a la edad de 59 años en un río que quedaba cerca de su casa de verano.
Recordé, y esto de inmediato, la manera entre ávida y asombrada en que leí por primera vez Las olas —enunciando a cada personaje en voz alta y encontrando conexiones demasiado cercanas y demasiado imposibles con Rohda o con Percival (todo esto bajo un árbol, un verano). Recordé la voz de Septimus en mi cabeza de adolescente, toda llena de angustia y desesperanza (¿la voz de Septimus o mi cabeza?). Recordé la traviesa alegría al pasar por las páginas de Orlando, una y otra vez, y otra más. ¿Y cómo no decir, con una honestidad absoluta, que cada uno de esos libros no mejoró mi vida? ¿Cómo no aceptar que muchos de los personajes y algunas de las ideas de Virginia Woolf establecieron ese primer mapa emocional que después ha servido para orientar maneras de observar y de implicarse con la vida? Las dudas, estas dudas, me obligaron, por supuesto, a adquirir el libro (en Miami, un domingo).
Según su autora, una doctora en literatura y especialista en psicología clínica que ahora da clases en la New School de Nueva York y que responde al nombre de Ilana Simons, la principal enseñanza de Woolf es el vínculo que estableció entre lo personal y lo político, “percibiendo a la psicología como la raíz de todo lo que hacemos, describiendo incluso a las formas de gobierno como resultado de la personalidad, y dando crédito a las habilidades interpersonales, a las que con tanta frecuencia se les desestima”. A eso habría que añadir que, una vez más de acuerdo a Simons, el trabajo de Woolf nos ayuda a “conocernos a nosotros mismos invitándonos a saltar, con tremenda fuerza, para ver nuestro interior” con la intención de constatar, como la autora misma, “lo crudo e incluso lo feo de nuestra condición”. Los consejos para mejorar la vida parecen no partir, en este caso, de una afirmación gratuita del status quo o una aceptación pasiva de destino alguno, sino de la identificación del tipo de giros y subversiones que hacen de la vida algo único y personal: algo desviado: algo imperfecto.
Así, combinando información de su diario y sus cartas, así como escenas específicas de sus novelas, Simons elige subrayar al menos 13 situaciones distintas: desde la necesidad de encontrar amistades incómodas con tal de tener el privilegio de ejercer la capacidad crítica de la conversación, hasta el consejo de aceptar a la soledad como una condición de trabajo y de vida, esto sin olvidar, en el capítulo dedicado a las relaciones humanas, que comunicarse es siempre una manera de comunicarse mal o comunicarse a medias, cosa que no debe “arreglarse” sino aceptarse como parte de la creatividad de todo lector, incluso el lector de su pareja.
En referencia a las amistades incómodas, Simons utiliza, por ejemplo, el lazo que Woolf estableció con Ethel Smyth, una compositora extrovertida, sufragista y algo escandalosa que, aún sin compartir su estilo de vida, o precisamente por eso, se convirtió en una de esas relaciones tensas y dinámicas que en mucho le permitieron explorar otros lados de sí misma. Algo similar ocurrió con Vita Sackville-West, la mujer abierta y arriesgada con quien sostuvo su muy famoso affair cuando a los 43 años de edad y en un matrimonio del que se había retirado ya la pasión, en lugar de hacer lo previsible y sano, decidió ceder a la tentación. “Las amistades difíciles, diría Woolf, valen la pena. El riesgo es un pequeño trauma con un gran premio potencial al final”. Y ahí está el Orlando, además de la amistad de muchos años, como prueba.
Simons utiliza, por ejemplo, la relación entre el señor y la señora Ramsey de Hacia el faro para analizar la manera en que Woolf, dejándolos danzar a medias en una comunicación que siempre parece ser sobre algo más, dejándolos establecer una distancia que parece frialdad pero que acaso también es tolerancia, “se rinde ante el triste hecho de que todos hablamos en código”. Y rendirse aquí es sinónimo de flexibilidad más que de derrota.
La metodología es dudosa, ciertamente, pero esta lectura inesperada, esta lectura a contrapelo, de los libros tanto biográficos como de ficción de Virginia Woolf tiene la ventaja de no ser sermonera ni innecesariamente optimista. Y, pensándolo bien, ¿quién mejor que una suicida para dar consejos sobre cómo mejorar la vida? pm
[1] Ilana Simona, A Life of One´s Own. A Guide to Better Living Through the Work and Wisdom of Virginia Woolf, (New York: Penguin Books, 2007).
--crg
Thursday, November 08, 2007
JEN HOFER Y SU POÉTICA DE LA TRADUCCIÓN EN EL CAMPUS TOLUCA
Como parte de la Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas, hoy 8 de noviembre del 2007, se presentará la poeta y traductora Jen Hofer en el Auditorio III del Campus Toluca a las 13:00 horas.
Además: exposición de carteles del ejercicio BEFORE-ANTES/AFTER-DESPUÉS con La Mejor Traducción de Ti Mismo.
Jen Hofer moved to Los Angeles from Mexico City in 2002. She edited and translated Sin puertas visibles: An Anthology of Contemporary Poetry by Mexican Women (University of Pittsburgh Press and Ediciones Sin Nombre, 2003) and a feature section on contemporary Mexican poetry for issue #3 of the journal Aufgabe. She regularly translates the work of Dolores Dorantes, Cristina Rivera-Garza and Laura Solórzano. Her recent books include a translation of excerpts from Dolores Dorantes’ PUREsexSWIFTsex (Seeing Eye Books, 2004), the chapbook lawless (Seeing Eye Books, 2003), slide rule (subpress, 2002), and The 3:15 Experiment (with Lee Ann Brown, Danika Dinsmore, and Bernadette Mayer, The Owl Press, 2001). Her next book, a collaborative effort with Patrick Durgin, will be published in 2006 by Atelos. Her poems and translations appear in recent issues of 1913, BOMB Magazine, Bombay Gin, damn the caesars, Indiana Review, Primary Writing, Tragaluz and War and Peace. She works as a professor and court interpreter, and is a founding member of the City of Angels Ladies’ Bicycle Association, also known as The Whirly Girls.
Jen Hofer se mudó de México, D.F. a Los Ángeles en 2002. Hizo la selección y traducción de Sin puertas visibles: una antología de poesía contemporánea de mujeres mexicanas (University of Pittsburgh Press anyd Ediciones Sin Nombre, 2003) y una sección especial enfocada en la poesía contemporánea mexicana para el número 3 de la revista literaria Aufgabe. Sus libros más recientes incluyen una traducción de algunas secciones del libro sexoPUROsexoVELOZ de Dolores Dorantes (Seeing Eye Books, 2004), la plaquette lawless (Seeing Eye Books, 2003), slide rule (subpress, 2002), y The 3:15 Experiment (con Lee Ann Brown, Danika Dinsmore, y Bernadette Mayer, The Owl Press, 2001). Su próximo libro, un proyecto colaborative con Patrick Durgin, se publicará en 2006 por Atelos. Sus poemas y traducciones se han publicado en números recientes de las revistas 1913, BOMB Magazine, Bombay Gin, damn the caesars, Indiana Review, Primary Writing, Tragaluz, y War and Peace. Se desempeña como profesora e intérprete judicial, y es miembro fundador de la Asociación de Damas Bicicletistas de la Ciudad de Los Ángeles, también conocida como las Lindas Remolindas
--crg
Como parte de la Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas, hoy 8 de noviembre del 2007, se presentará la poeta y traductora Jen Hofer en el Auditorio III del Campus Toluca a las 13:00 horas.
Además: exposición de carteles del ejercicio BEFORE-ANTES/AFTER-DESPUÉS con La Mejor Traducción de Ti Mismo.
Jen Hofer moved to Los Angeles from Mexico City in 2002. She edited and translated Sin puertas visibles: An Anthology of Contemporary Poetry by Mexican Women (University of Pittsburgh Press and Ediciones Sin Nombre, 2003) and a feature section on contemporary Mexican poetry for issue #3 of the journal Aufgabe. She regularly translates the work of Dolores Dorantes, Cristina Rivera-Garza and Laura Solórzano. Her recent books include a translation of excerpts from Dolores Dorantes’ PUREsexSWIFTsex (Seeing Eye Books, 2004), the chapbook lawless (Seeing Eye Books, 2003), slide rule (subpress, 2002), and The 3:15 Experiment (with Lee Ann Brown, Danika Dinsmore, and Bernadette Mayer, The Owl Press, 2001). Her next book, a collaborative effort with Patrick Durgin, will be published in 2006 by Atelos. Her poems and translations appear in recent issues of 1913, BOMB Magazine, Bombay Gin, damn the caesars, Indiana Review, Primary Writing, Tragaluz and War and Peace. She works as a professor and court interpreter, and is a founding member of the City of Angels Ladies’ Bicycle Association, also known as The Whirly Girls.
Jen Hofer se mudó de México, D.F. a Los Ángeles en 2002. Hizo la selección y traducción de Sin puertas visibles: una antología de poesía contemporánea de mujeres mexicanas (University of Pittsburgh Press anyd Ediciones Sin Nombre, 2003) y una sección especial enfocada en la poesía contemporánea mexicana para el número 3 de la revista literaria Aufgabe. Sus libros más recientes incluyen una traducción de algunas secciones del libro sexoPUROsexoVELOZ de Dolores Dorantes (Seeing Eye Books, 2004), la plaquette lawless (Seeing Eye Books, 2003), slide rule (subpress, 2002), y The 3:15 Experiment (con Lee Ann Brown, Danika Dinsmore, y Bernadette Mayer, The Owl Press, 2001). Su próximo libro, un proyecto colaborative con Patrick Durgin, se publicará en 2006 por Atelos. Sus poemas y traducciones se han publicado en números recientes de las revistas 1913, BOMB Magazine, Bombay Gin, damn the caesars, Indiana Review, Primary Writing, Tragaluz, y War and Peace. Se desempeña como profesora e intérprete judicial, y es miembro fundador de la Asociación de Damas Bicicletistas de la Ciudad de Los Ángeles, también conocida como las Lindas Remolindas
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Tuesday, November 06, 2007
CAMPUS EN TRADUCCIÓN
¿en que otro lugar es posible leer a Alejandra Pizarnik en el lenguaje de la efe? ¿es toda ergástula algo oscuro? ¿puede un hombre despertarse en ave? ¿que pasa por la cabeza de la mujer que, después de ver el nudo de la soga, decide subirse a un columpio? ¿were all of us, some of us, that cute boy?
--crg
¿en que otro lugar es posible leer a Alejandra Pizarnik en el lenguaje de la efe? ¿es toda ergástula algo oscuro? ¿puede un hombre despertarse en ave? ¿que pasa por la cabeza de la mujer que, después de ver el nudo de la soga, decide subirse a un columpio? ¿were all of us, some of us, that cute boy?
--crg
LA VIOLENCIA Y EL DOLOR
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace poco más de un par de décadas, diversos grupos de antropólogos, filósofos, médicos, historiadores, entre otros tantos analistas de lo social, trajeron al campo de los estudios culturales el tema del dolor —el dolor individual e íntimo que muchas veces se transforma en una cicatriz muda pero evidente, y el dolor social que marca la historia y el presente de las comunidades en las que vivimos. Aglutinados alrededor de desgracias tanto individuales como sociales (del exilio a la hambruna, de la tortura a los desastres naturales, de la violación sistemática a la guerra), estos analistas empezaron por enfrentar uno de los problemas que, a juicio de Susan Sontag en su muy famoso ensayo sobre El dolor de los otros ha impedido la comprensión cabal, es decir, la comprensión cabalmente política, de la experiencia humana del sufrimiento, a saber, el creciente valor de cambio y la glamourización de la violencia. ¿Cómo evitar tanto el morbo como la indiferencia cuando se trata del dolor ajeno? ¿Qué hacer para transformar el acto de ver un cuerpo destrozado (en la calle, por ejemplo) en algo que no sea puro voyeurismo o vacía fascinación? ¿De qué manera evadir el sentimentalismo artrero con el que con tanta frecuencia se explota el dolor ajeno con fines de auto-agrandamiento? ¿Cómo evadir el shock comercial de la violencia y tocar, y trastocar si es del todo posible, el mundo de los sufrientes?
No se trata, por supuesto, de cerrar los ojos o apagar el televisor. La solución no consiste en hacer como si esto (esto que es la violencia en el mundo contemporáneo) no estuviera pasando. Sontag recurre, de manera convincente, a las series de fotografías que Sebastián Salgado ha realizado acerca de las migraciones contemporáneas y los procesos de trabajo en el mundo actual para señalar los riesgos en los que incurre la cámara y el fotógrafo y aquellos que miran las imágenes de la cámara del fotógrafo cuando se toca, sin tocar, el dolor de los otros. Argumenta Sontag que, en contexto de una creciente comercialización en el que se exhibe su trabajo, Salgado representa a los sin poder como, efectivamente, sin poder, agrandando el sufrimiento al grado de producir parálisis en lugar de empatía. Salgado, además, sustrae el nombre de las víctimas, excluyéndolos así de una autoría que, en sentido estricto, les pertenece. Los sufrientes, esto habrá que recordarlo, están interesados en que se represente su sufrimiento y también, a veces sobre todo, en representarlo ellos mismos. Esta manera de ver el dolor, continúa Sontag, se basa en y a su vez produce dosis cada vez mayores de pasividad, aunada por supuesto a “ese cinismo de las clases cultas”, tan proclives a cuestionar incluso el estatuto de “realidad” de mucho del sufrimiento humano.
Ante la reificación y la rapiña, ante el cinismo y la indiferencia, nada como reconocer por principio de cuentas–-esto es lo que sugiere Sontag como inicio de un paliativo que consiste en la contextualización puntual, es decir política, de la desgracia–-que si justo en este momento somos capaces de ver el dolor de los otros (en la nota roja, en la televisión, en una pintura, un grabado, un libro) es porque somos privilegiados y ese privilegio —este privilegio— está conectado de maneras directas e íntimas, de maneras jerárquicas e injustificables, de maneras desiguales e históricas, con el dolor ahora observable de los otros. Localizar estos múltiples vínculos para ponerlos sobre la mesa de discusión del nosotros sería, así, una manera de evitar la glamourización de la violencia para recordar tantas veces como sea necesario que el dolor es un fenómeno complejo que, por principio de cuentas, cuestiona nuestras nociones más básicas de lo que constituye la realidad. El dolor paraliza y silencia, es cierto, pero también satura la práctica humana y, en ocasiones, la libera, produciendo voces que, en su profundidad o desvarío, nos invitan a visualizar una vida otra, en plena implicación con los otros.
De la violencia al dolor: cuatro puntos varios:
1) Sólo una historiografía centrada alrededor del cuerpo puede albergar estudios sobre el dolor: cuando estudiamos el dolor en realidad estamos acercándonos con todas nuestras herramientas teóricas y metodológicas al cuerpo.
2) El cuerpo dolorido habla, pero habla a su manera. Habla entrecortadamente. Titubea. Tropieza. Pausa. Hay que encontrar una manera de escribir (una manera de representar) que emule y encarne esa manera de hablar.
3) Debido a su complejidad, el dolor va directamente contra las dictomías que hacen tan fácil el uso o admiración por la violencia. El dolor nos saca del terreno de la violencia: el dolor arropa a la violencia con su manto de humanidad.
4) El dolor no sólo destroza sino que también produce realidad: de ahí que sus lenguajes sociales sean sobre todo lenguajes de la política: lenguajes en que los cuerpos descifran sus relaciones de poder con otros cuerpos. Es con frecuencia a través de la religión y la reproducción social que el lenguaje del dolor se convierte en un productor de significados y de legitimidad.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace poco más de un par de décadas, diversos grupos de antropólogos, filósofos, médicos, historiadores, entre otros tantos analistas de lo social, trajeron al campo de los estudios culturales el tema del dolor —el dolor individual e íntimo que muchas veces se transforma en una cicatriz muda pero evidente, y el dolor social que marca la historia y el presente de las comunidades en las que vivimos. Aglutinados alrededor de desgracias tanto individuales como sociales (del exilio a la hambruna, de la tortura a los desastres naturales, de la violación sistemática a la guerra), estos analistas empezaron por enfrentar uno de los problemas que, a juicio de Susan Sontag en su muy famoso ensayo sobre El dolor de los otros ha impedido la comprensión cabal, es decir, la comprensión cabalmente política, de la experiencia humana del sufrimiento, a saber, el creciente valor de cambio y la glamourización de la violencia. ¿Cómo evitar tanto el morbo como la indiferencia cuando se trata del dolor ajeno? ¿Qué hacer para transformar el acto de ver un cuerpo destrozado (en la calle, por ejemplo) en algo que no sea puro voyeurismo o vacía fascinación? ¿De qué manera evadir el sentimentalismo artrero con el que con tanta frecuencia se explota el dolor ajeno con fines de auto-agrandamiento? ¿Cómo evadir el shock comercial de la violencia y tocar, y trastocar si es del todo posible, el mundo de los sufrientes?
No se trata, por supuesto, de cerrar los ojos o apagar el televisor. La solución no consiste en hacer como si esto (esto que es la violencia en el mundo contemporáneo) no estuviera pasando. Sontag recurre, de manera convincente, a las series de fotografías que Sebastián Salgado ha realizado acerca de las migraciones contemporáneas y los procesos de trabajo en el mundo actual para señalar los riesgos en los que incurre la cámara y el fotógrafo y aquellos que miran las imágenes de la cámara del fotógrafo cuando se toca, sin tocar, el dolor de los otros. Argumenta Sontag que, en contexto de una creciente comercialización en el que se exhibe su trabajo, Salgado representa a los sin poder como, efectivamente, sin poder, agrandando el sufrimiento al grado de producir parálisis en lugar de empatía. Salgado, además, sustrae el nombre de las víctimas, excluyéndolos así de una autoría que, en sentido estricto, les pertenece. Los sufrientes, esto habrá que recordarlo, están interesados en que se represente su sufrimiento y también, a veces sobre todo, en representarlo ellos mismos. Esta manera de ver el dolor, continúa Sontag, se basa en y a su vez produce dosis cada vez mayores de pasividad, aunada por supuesto a “ese cinismo de las clases cultas”, tan proclives a cuestionar incluso el estatuto de “realidad” de mucho del sufrimiento humano.
Ante la reificación y la rapiña, ante el cinismo y la indiferencia, nada como reconocer por principio de cuentas–-esto es lo que sugiere Sontag como inicio de un paliativo que consiste en la contextualización puntual, es decir política, de la desgracia–-que si justo en este momento somos capaces de ver el dolor de los otros (en la nota roja, en la televisión, en una pintura, un grabado, un libro) es porque somos privilegiados y ese privilegio —este privilegio— está conectado de maneras directas e íntimas, de maneras jerárquicas e injustificables, de maneras desiguales e históricas, con el dolor ahora observable de los otros. Localizar estos múltiples vínculos para ponerlos sobre la mesa de discusión del nosotros sería, así, una manera de evitar la glamourización de la violencia para recordar tantas veces como sea necesario que el dolor es un fenómeno complejo que, por principio de cuentas, cuestiona nuestras nociones más básicas de lo que constituye la realidad. El dolor paraliza y silencia, es cierto, pero también satura la práctica humana y, en ocasiones, la libera, produciendo voces que, en su profundidad o desvarío, nos invitan a visualizar una vida otra, en plena implicación con los otros.
De la violencia al dolor: cuatro puntos varios:
1) Sólo una historiografía centrada alrededor del cuerpo puede albergar estudios sobre el dolor: cuando estudiamos el dolor en realidad estamos acercándonos con todas nuestras herramientas teóricas y metodológicas al cuerpo.
2) El cuerpo dolorido habla, pero habla a su manera. Habla entrecortadamente. Titubea. Tropieza. Pausa. Hay que encontrar una manera de escribir (una manera de representar) que emule y encarne esa manera de hablar.
3) Debido a su complejidad, el dolor va directamente contra las dictomías que hacen tan fácil el uso o admiración por la violencia. El dolor nos saca del terreno de la violencia: el dolor arropa a la violencia con su manto de humanidad.
4) El dolor no sólo destroza sino que también produce realidad: de ahí que sus lenguajes sociales sean sobre todo lenguajes de la política: lenguajes en que los cuerpos descifran sus relaciones de poder con otros cuerpos. Es con frecuencia a través de la religión y la reproducción social que el lenguaje del dolor se convierte en un productor de significados y de legitimidad.
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