THE SKIN OF THE SOCIAL
"Getting lost" still takes somewhere; and being lost is a way of inhabiting space by registering what is not familiar: being lost can in its turn become a familiar feeling.
Migration involves reinhabiting the skin: the different "impressions" of a new landscape, the air, the smells, the sounds...
The social also has its skin, as a border that feels and that is shaped by the "impressiones" left by others.
Homes are the effects of the histories of arrival:
Loving´s one home is not about being fixed into a place, but rather it is about becoming part of a space where one has expanded one´s body, saturating the space with bodily matter: home as overflowing and flowing over.
Sara Ahmed, Queer Phenomenology, 9-11.
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Tuesday, January 29, 2008
ONLY TRANSSCRIBED, THIS MEMORY
Matrixial memory of the event, paradoxically both with-in/of oblivion and unforgettable, burdened with a freight that a linear story cannot tell, is transmitted and cross-inscribed. The memory carried by transcryptum affects our com-passioning and languishing mental "eyes". Fragmented traces of the complexified event, arriving from inside and outside and out of Time, compose a fractured and diffracted memory of oblivion that cannot be entirely inscribed either in me or in others, but only transscribed and transmitted, when diffracted and transformed. The transcryptum produces an image, a sign, a symbol, or text where the forsaken Event and the Thing that enveloped the trauma and were enveloped by originary repression, will make sense for the first time.
Bracha Ettinger, "Transcryptum: Memory Tracing In/For/With the Other," in The Matrixial Borderspace, 166.8
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Matrixial memory of the event, paradoxically both with-in/of oblivion and unforgettable, burdened with a freight that a linear story cannot tell, is transmitted and cross-inscribed. The memory carried by transcryptum affects our com-passioning and languishing mental "eyes". Fragmented traces of the complexified event, arriving from inside and outside and out of Time, compose a fractured and diffracted memory of oblivion that cannot be entirely inscribed either in me or in others, but only transscribed and transmitted, when diffracted and transformed. The transcryptum produces an image, a sign, a symbol, or text where the forsaken Event and the Thing that enveloped the trauma and were enveloped by originary repression, will make sense for the first time.
Bracha Ettinger, "Transcryptum: Memory Tracing In/For/With the Other," in The Matrixial Borderspace, 166.8
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ESCRIBIR UN LIBRO QUE NO ES MÍO
La novela según los novelistas, Cristina Rivera Garza (coordinadora), ensayos de Adriana Díaz Enciso, Eduardo Antonio Parra, Álvaro Uribe, Ana García Bergua, Xavier Velasco, Guillermo Fadanelli, Francesca Gargallo, Pablo Soler Frost, Rosa Beltrán, Mario González Suárez, Patricia Laurent Kullick, Susana Pagano, Ana Clavel, Mario Bellatín, Jorge Volpi.
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La novela según los novelistas, Cristina Rivera Garza (coordinadora), ensayos de Adriana Díaz Enciso, Eduardo Antonio Parra, Álvaro Uribe, Ana García Bergua, Xavier Velasco, Guillermo Fadanelli, Francesca Gargallo, Pablo Soler Frost, Rosa Beltrán, Mario González Suárez, Patricia Laurent Kullick, Susana Pagano, Ana Clavel, Mario Bellatín, Jorge Volpi.
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LA DISTANCIA EXTRAÑA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura)
Hay de distancias a distancias, por supuesto. Desde la distancia que se presume nula cuando el referente es el yo lírico y el asunto en cuestión resulta ser la experiencia no mediada (sic), especialmente visibles (esto también se asume) en artefactos culturales que van de la autobiografía al talk show, hasta la distancia, calificada de elegante, cuando, a partir del desprendimiento de emociones descritas como básicas, se logra producir el reino del así llamado lenguaje puro, con frecuencia asociado a una cierta conciencia meta-lingüística. Lo anterior es, por supuesto, una exageración. Ni el debate, que es largo y lleno de detalles, se reparte de manera tan categórica en dos, ni dentro de cada una de las vertientes aludidas se toman en cuenta la totalidad de elementos que las componen. Otra manera de decir lo mismo es decir que existen, de hecho, libros personalísimos, libros de una intimidad acaso desbordada que, sin embargo, logran transmitir la experiencia aquella a la que se refería María Negroni cuando enunciaba, cejijunta, “la idea es una emoción del pensamiento”. Y hay libros tan distanciadamente elegantes, o tan distanciadamente, a secas, que terminan por provocar o bostezo o indiferencia o, como se dice en los exámenes de opción múltiple, todas las anteriores.
Yo debo confesar que si un libro no se me acerca tanto como para conmocionarme, no me interesa, pero también debo decir que para conmocionarme, en el sentido más pueril y sentimental del término y en el sentido también más sofisticado y político del mismo, ese libro debe saber guardar su distancia –una distancia no necesariamente elegante sino más bien extraña. Entre la cercanía atronadora y la remota impasibilidad, supongo, cada libro debe saber producir su distancia propia, la distancia exacta. No hablo, por supuesto, de encontrar el muy afamado punto medio (nunca nadie me agarrará haciendo un argumento a favor de la templanza o de la moderación) o, como se dice, de buscar una posición ni muy muy ni en lo tán tán. Hablo, lo sospecho así, de la utilización más o menos explícita de estrategias textuales que transforman al libro, y a la lectura del libro, en algo extraño aunque todavía legible. Hablo, pues, de la construcción de un borde ante el cual es necesario detenerse, aunque sea momentáneamente, aunque sea sólo por el tiempo suficiente para volver la cabeza hacia atrás y hacerle un guiño al lector, ahí, justo antes de saltar.
Para hablar sobre la distancia, sin embargo, habría que empezar por aclarar que tanto la distancia nula como la distancia elegante son estrategias textuales, es decir, artificios de escritura. Todo el que escribe la palabra yo sobre una página participa de una convención cultural y política, uno de cuyos objetivos es producir un cierto efecto de intimidad: el hacer-como-si el autor y, por lo tanto el lector, estuviera en contacto directo con la experiencia. Todo el que escribe la palabra yo sabe que también, y al mismo tiempo, escribe la palabra tú, su punto ciego. Su zona de nubosidad. Todo el que escribe la palabra él, la palabra ella, participa, a su vez, de una cierta convención que asegura, con frecuencia a través de una suerte de ocultamiento programado, la distancia que algunos encuentran cómoda o deseable. Escribir, en todo caso, involucra una serie de decisiones que son estéticas y que también son políticas. El que interrumpe y disgrega la escritura en repeticiones varias, persigue algo muy distinto al que congrega en una página ciertos párrafos alrededor de la fuerza centípeta de una anécdota. El que distrae y se pierde y, al perderse, nos pierde, lleva a cabo una relación con la escritura, y con la lectura, que difiere, insisto, tanto en términos estéticos como en términos políticos, de aquel que aglomera y concatena y resuelve.
Charles Bernstein, el teórico par excellence de la así llamada Language Poetry clasificó a estas series de estrategias como absorbentes y antiabsorbentes (o impermeables) en “El artificio de la absorción”, un texto paradigmático que publicó en 1992. Sin establecer abismos innecesarios entre ambas, puesto que no es poco común utilizar mecanismos de impermeabilidad para provocar efectos de absorción, Bernstein distingue así entre el tipo de texto que produce un efecto de familiaridad con el lector: el típico yo-he-estado-ahí, el afamado yo-reconozco-este-lugar-o-esta-emoción, el ¡eureka!; y el tipo de texto que ya por balbuceante o estrafalario u oscuro ocasiona el molesto no-reconozco-esto, la irritante ¿pero-qué-es-lo-que-estoy-leyendo? Consciente de sí y entrometido, huraño y poco presto a la complacencia fácil, el texto impermeable sabe guardar una distancia extraña (en resumen: una distancia poco elegante) que, a su vez, produce ese efecto de extrañeza al que también se le conoce como sentido crítico.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura)
Hay de distancias a distancias, por supuesto. Desde la distancia que se presume nula cuando el referente es el yo lírico y el asunto en cuestión resulta ser la experiencia no mediada (sic), especialmente visibles (esto también se asume) en artefactos culturales que van de la autobiografía al talk show, hasta la distancia, calificada de elegante, cuando, a partir del desprendimiento de emociones descritas como básicas, se logra producir el reino del así llamado lenguaje puro, con frecuencia asociado a una cierta conciencia meta-lingüística. Lo anterior es, por supuesto, una exageración. Ni el debate, que es largo y lleno de detalles, se reparte de manera tan categórica en dos, ni dentro de cada una de las vertientes aludidas se toman en cuenta la totalidad de elementos que las componen. Otra manera de decir lo mismo es decir que existen, de hecho, libros personalísimos, libros de una intimidad acaso desbordada que, sin embargo, logran transmitir la experiencia aquella a la que se refería María Negroni cuando enunciaba, cejijunta, “la idea es una emoción del pensamiento”. Y hay libros tan distanciadamente elegantes, o tan distanciadamente, a secas, que terminan por provocar o bostezo o indiferencia o, como se dice en los exámenes de opción múltiple, todas las anteriores.
Yo debo confesar que si un libro no se me acerca tanto como para conmocionarme, no me interesa, pero también debo decir que para conmocionarme, en el sentido más pueril y sentimental del término y en el sentido también más sofisticado y político del mismo, ese libro debe saber guardar su distancia –una distancia no necesariamente elegante sino más bien extraña. Entre la cercanía atronadora y la remota impasibilidad, supongo, cada libro debe saber producir su distancia propia, la distancia exacta. No hablo, por supuesto, de encontrar el muy afamado punto medio (nunca nadie me agarrará haciendo un argumento a favor de la templanza o de la moderación) o, como se dice, de buscar una posición ni muy muy ni en lo tán tán. Hablo, lo sospecho así, de la utilización más o menos explícita de estrategias textuales que transforman al libro, y a la lectura del libro, en algo extraño aunque todavía legible. Hablo, pues, de la construcción de un borde ante el cual es necesario detenerse, aunque sea momentáneamente, aunque sea sólo por el tiempo suficiente para volver la cabeza hacia atrás y hacerle un guiño al lector, ahí, justo antes de saltar.
Para hablar sobre la distancia, sin embargo, habría que empezar por aclarar que tanto la distancia nula como la distancia elegante son estrategias textuales, es decir, artificios de escritura. Todo el que escribe la palabra yo sobre una página participa de una convención cultural y política, uno de cuyos objetivos es producir un cierto efecto de intimidad: el hacer-como-si el autor y, por lo tanto el lector, estuviera en contacto directo con la experiencia. Todo el que escribe la palabra yo sabe que también, y al mismo tiempo, escribe la palabra tú, su punto ciego. Su zona de nubosidad. Todo el que escribe la palabra él, la palabra ella, participa, a su vez, de una cierta convención que asegura, con frecuencia a través de una suerte de ocultamiento programado, la distancia que algunos encuentran cómoda o deseable. Escribir, en todo caso, involucra una serie de decisiones que son estéticas y que también son políticas. El que interrumpe y disgrega la escritura en repeticiones varias, persigue algo muy distinto al que congrega en una página ciertos párrafos alrededor de la fuerza centípeta de una anécdota. El que distrae y se pierde y, al perderse, nos pierde, lleva a cabo una relación con la escritura, y con la lectura, que difiere, insisto, tanto en términos estéticos como en términos políticos, de aquel que aglomera y concatena y resuelve.
Charles Bernstein, el teórico par excellence de la así llamada Language Poetry clasificó a estas series de estrategias como absorbentes y antiabsorbentes (o impermeables) en “El artificio de la absorción”, un texto paradigmático que publicó en 1992. Sin establecer abismos innecesarios entre ambas, puesto que no es poco común utilizar mecanismos de impermeabilidad para provocar efectos de absorción, Bernstein distingue así entre el tipo de texto que produce un efecto de familiaridad con el lector: el típico yo-he-estado-ahí, el afamado yo-reconozco-este-lugar-o-esta-emoción, el ¡eureka!; y el tipo de texto que ya por balbuceante o estrafalario u oscuro ocasiona el molesto no-reconozco-esto, la irritante ¿pero-qué-es-lo-que-estoy-leyendo? Consciente de sí y entrometido, huraño y poco presto a la complacencia fácil, el texto impermeable sabe guardar una distancia extraña (en resumen: una distancia poco elegante) que, a su vez, produce ese efecto de extrañeza al que también se le conoce como sentido crítico.
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Thursday, January 24, 2008
PROSTHETIC EXISTENCE
The cyborg is the traumatized storyteller, whose remembered and remembering body recalls the trauma and horror of dictatorship and state-sponsored terror in the face of national attempts to forget the past. At the same time, the machine half of the hybrid is constructed as the remnant of the mechanical father, a horrible grafted emblem of pain that hte living body suffers as continual reminder of the living tissue that was destroyed by the father. The posthuman body´s hybridity is not embraced as inherently positive; it merely exists as the inevitable painful result of state-induced trauma.
J. Andrew Brown, "Life Signs: Pigilia´s Cyborgs", in Science, Literature, and Film in the Hispanic World, 102.
The cyborg is the traumatized storyteller, whose remembered and remembering body recalls the trauma and horror of dictatorship and state-sponsored terror in the face of national attempts to forget the past. At the same time, the machine half of the hybrid is constructed as the remnant of the mechanical father, a horrible grafted emblem of pain that hte living body suffers as continual reminder of the living tissue that was destroyed by the father. The posthuman body´s hybridity is not embraced as inherently positive; it merely exists as the inevitable painful result of state-induced trauma.
J. Andrew Brown, "Life Signs: Pigilia´s Cyborgs", in Science, Literature, and Film in the Hispanic World, 102.
Tuesday, January 22, 2008
LO INCONCEBIBLE
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Suelo sentir una zozobra incontenible, una especie de metafísica congoja frente a la gente que obtiene lo que quiere. ¿Cuántas horas o minutos les tomará, me pregunto mientras los observo todavía con el premio en las manos o el ascenso o el nuevo amor o justo antes de partir a la otra ciudad, para sentir todo dentro y todo junto eso que el filósofo francés Nicolás Grimaldi denomina como el desencanto? La situación es bastante común: un buen día un hombre o una mujer desea algo. Luego, de preferencia ese mismo día, de preferencia inmediatamente después de desear, ese hombre o esa mujer se dedica a tratar de conseguir ese algo con disciplina y con ahínco y, si se puede, con pasión. Otro día, tal vez un día bueno, eso que era el porvenir, eso que era pura imaginación, se transforma en el presente, se vuelve percepción. El deseo, como se dice, se convierte en realidad, y el hombre y la mujer, en lugar de brincar de alegría o, para ser justos, apenas unos instantes después de hacerlo, se quedan mirando hacia el horizonte a través de la ventana —la boca abierta, las manos en alto, la interrupción. ¿Así que de esto se trataba todo?
Dice Nicolás Grimaldi, en ese hermoso libro que responde al nombre de Breve tratado del desencanto, traducido del francés por Juan Montelongo, que “el camino de la imaginación a la percepción pasa siempre por la decepción”. Esto no se debe, claro, a que ese hombre o esa mujer que un buen día deseó algo no obtenga lo que deseó, sino precisamente al hecho contrario: “el presente es tanto más decepcionante cuanto más se parece a lo que nos habíamos imaginado”. Según Grimaldi, la explicación habrá que buscarla en al menos dos sitios: por un lado, la naturaleza misma de la conciencia humana a la que define como una pura espera, una densa mediación y, por otra, a la relación desigual que el presente o lo real establece con el porvenir o la imaginación. Sobre la conciencia se ha dicho demasiado, así que lo dejamos por ahora en que la consciencia es “su propia falta y su propia deficiencia” y, siguiendo a Sastre y Schopenhauer, digamos que “es porque la consciencia es deseo que no puede jamás poseer lo que desea. Es porque es voluntad que no encuentra jamás lo que quiere”. Pero sobre la relación entre la imaginación y la percepción, entre el porvenir y el presente, sobre eso Grimaldi tiene un par de cosas que decir. Primeramente, argumenta que a pesar de que las apariencias dicten que el presente es finito y cerrado en sí mismo, y el porvenir infinito y, luego entonces, amplio espacio de la libertad, en realidad sucede todo lo contrario. De hecho, según Grimaldi “es precisamente la infinita riqueza de lo real la que me hace sentir su precariedad y, correlativamente, la infinita pobreza de lo imaginario la que me hace sentir sus consistencia”. El presente, que no es una inmediatez sino un soporte de interminables mediaciones, está tan plagado de posibilidades que, para empezar, es difícil siquiera percibirlo—una consciencia, recuérdese, es su propia falta y su propia deficiencia. De ahí, por cierto, que todo conocimiento de lo real pueda existir sólo en retrospectiva, sólo volviendo hacia atrás. Es la capacidad de reducir a un número manejable las alternativas de la imaginación lo que hace aparecer al porvenir como más libre o más intenso que el presente. Por ello, insiste Grimaldi, “estamos ciertos de lo que imaginamos, pero inciertos de lo que vivimos”.
Este estatuto paradójico de la imagen está pues estrechamente relacionada al desencanto que el hombre o la mujer que un buen día deseó algo siente el otro, acaso no tan buen día, en que lo obtiene. Porque, ¿quién en su sano juicio podría cambiar la intensidad y el dominio de la imaginación —la intensidad que acaso resulta del dominio que se ejerce sobre la imaginación— por la desorientación y bombardeo de eventos que se suceden en el presente? ¿Quién en lugar de tenerlo todo elegiría optar por algo? Cuando el hombre o la mujer que obtuvo lo que deseaba avanza con los hombros caídos y la mirada gacha rumbo al baño —tiene una necesidad imperiosa de darse a sí mismo la cara o tiene vergüenza o le embargan unas ganas enormes de llorar— lleva ya sobre sí la marca del tedio, la saña del aburrimiento que significa tener entre las manos lo que sabía que algún día, un día acaso no tan bueno, tendría.
¿Significa eso, al decir de Grimaldi, que la vida es un círculo vicioso de desencanto y que más nos valdría no desear o, si el deseo se ha cometido ya, más nos valdría olvidarnos de él o postergarlo indefinidamente? Tal vez. Tal vez no. Se trata en todo caso, parece decir el filósofo Grimaldi, de un círculo vicioso al que sólo puede romper la presencia “más densa” que es la presencia de la sorpresa. “Un principio de sabiduría”, concluye Grimaldi, “consistiría entonces en no esperar como una fiesta el advenimiento de lo que habíamos imaginado, sino en regocijarnos como de una sorpresa de aquello que no esperábamos y no habríamos podido ni siquiera imaginar”. Más de uno habrá sentido el relámpago de la alegría básica, el hachazo de primario gusto, el apabullante susto del alma y/o de la deficiencia ésa que es la conciencia, que se experimenta al obtener, inmerecidamente siempre, lo que no se esperaba. Eso, cualesquiera cosa que eso sea, es Lo Inconcebible: lo que no se puede planear, invitar, obtener. Lo que aparece, en toda su magnificencia, en el presente. Lo que toma, literalmente, por sorpresa (de preferencia por la cintura). Esa forma de felicidad es, por supuesto, entre otras pocas cosas, otro nombre de la escritura.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Suelo sentir una zozobra incontenible, una especie de metafísica congoja frente a la gente que obtiene lo que quiere. ¿Cuántas horas o minutos les tomará, me pregunto mientras los observo todavía con el premio en las manos o el ascenso o el nuevo amor o justo antes de partir a la otra ciudad, para sentir todo dentro y todo junto eso que el filósofo francés Nicolás Grimaldi denomina como el desencanto? La situación es bastante común: un buen día un hombre o una mujer desea algo. Luego, de preferencia ese mismo día, de preferencia inmediatamente después de desear, ese hombre o esa mujer se dedica a tratar de conseguir ese algo con disciplina y con ahínco y, si se puede, con pasión. Otro día, tal vez un día bueno, eso que era el porvenir, eso que era pura imaginación, se transforma en el presente, se vuelve percepción. El deseo, como se dice, se convierte en realidad, y el hombre y la mujer, en lugar de brincar de alegría o, para ser justos, apenas unos instantes después de hacerlo, se quedan mirando hacia el horizonte a través de la ventana —la boca abierta, las manos en alto, la interrupción. ¿Así que de esto se trataba todo?
Dice Nicolás Grimaldi, en ese hermoso libro que responde al nombre de Breve tratado del desencanto, traducido del francés por Juan Montelongo, que “el camino de la imaginación a la percepción pasa siempre por la decepción”. Esto no se debe, claro, a que ese hombre o esa mujer que un buen día deseó algo no obtenga lo que deseó, sino precisamente al hecho contrario: “el presente es tanto más decepcionante cuanto más se parece a lo que nos habíamos imaginado”. Según Grimaldi, la explicación habrá que buscarla en al menos dos sitios: por un lado, la naturaleza misma de la conciencia humana a la que define como una pura espera, una densa mediación y, por otra, a la relación desigual que el presente o lo real establece con el porvenir o la imaginación. Sobre la conciencia se ha dicho demasiado, así que lo dejamos por ahora en que la consciencia es “su propia falta y su propia deficiencia” y, siguiendo a Sastre y Schopenhauer, digamos que “es porque la consciencia es deseo que no puede jamás poseer lo que desea. Es porque es voluntad que no encuentra jamás lo que quiere”. Pero sobre la relación entre la imaginación y la percepción, entre el porvenir y el presente, sobre eso Grimaldi tiene un par de cosas que decir. Primeramente, argumenta que a pesar de que las apariencias dicten que el presente es finito y cerrado en sí mismo, y el porvenir infinito y, luego entonces, amplio espacio de la libertad, en realidad sucede todo lo contrario. De hecho, según Grimaldi “es precisamente la infinita riqueza de lo real la que me hace sentir su precariedad y, correlativamente, la infinita pobreza de lo imaginario la que me hace sentir sus consistencia”. El presente, que no es una inmediatez sino un soporte de interminables mediaciones, está tan plagado de posibilidades que, para empezar, es difícil siquiera percibirlo—una consciencia, recuérdese, es su propia falta y su propia deficiencia. De ahí, por cierto, que todo conocimiento de lo real pueda existir sólo en retrospectiva, sólo volviendo hacia atrás. Es la capacidad de reducir a un número manejable las alternativas de la imaginación lo que hace aparecer al porvenir como más libre o más intenso que el presente. Por ello, insiste Grimaldi, “estamos ciertos de lo que imaginamos, pero inciertos de lo que vivimos”.
Este estatuto paradójico de la imagen está pues estrechamente relacionada al desencanto que el hombre o la mujer que un buen día deseó algo siente el otro, acaso no tan buen día, en que lo obtiene. Porque, ¿quién en su sano juicio podría cambiar la intensidad y el dominio de la imaginación —la intensidad que acaso resulta del dominio que se ejerce sobre la imaginación— por la desorientación y bombardeo de eventos que se suceden en el presente? ¿Quién en lugar de tenerlo todo elegiría optar por algo? Cuando el hombre o la mujer que obtuvo lo que deseaba avanza con los hombros caídos y la mirada gacha rumbo al baño —tiene una necesidad imperiosa de darse a sí mismo la cara o tiene vergüenza o le embargan unas ganas enormes de llorar— lleva ya sobre sí la marca del tedio, la saña del aburrimiento que significa tener entre las manos lo que sabía que algún día, un día acaso no tan bueno, tendría.
¿Significa eso, al decir de Grimaldi, que la vida es un círculo vicioso de desencanto y que más nos valdría no desear o, si el deseo se ha cometido ya, más nos valdría olvidarnos de él o postergarlo indefinidamente? Tal vez. Tal vez no. Se trata en todo caso, parece decir el filósofo Grimaldi, de un círculo vicioso al que sólo puede romper la presencia “más densa” que es la presencia de la sorpresa. “Un principio de sabiduría”, concluye Grimaldi, “consistiría entonces en no esperar como una fiesta el advenimiento de lo que habíamos imaginado, sino en regocijarnos como de una sorpresa de aquello que no esperábamos y no habríamos podido ni siquiera imaginar”. Más de uno habrá sentido el relámpago de la alegría básica, el hachazo de primario gusto, el apabullante susto del alma y/o de la deficiencia ésa que es la conciencia, que se experimenta al obtener, inmerecidamente siempre, lo que no se esperaba. Eso, cualesquiera cosa que eso sea, es Lo Inconcebible: lo que no se puede planear, invitar, obtener. Lo que aparece, en toda su magnificencia, en el presente. Lo que toma, literalmente, por sorpresa (de preferencia por la cintura). Esa forma de felicidad es, por supuesto, entre otras pocas cosas, otro nombre de la escritura.
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Sunday, January 20, 2008
Saturday, January 19, 2008
Wednesday, January 16, 2008
EL DESEO DE ADÁN (CUYO VERDADERO NOMBRE ES NADA)
"Pues ¿qué podemos desear más allá del infinito? Por añadidura, tratándose del Árbol del Saber, el fruto deseado es el de lo absolutamente Desconocido. Lo que Adán desea, por lo cual es tentado, es lo que no conoce. Aquello totalmente otro, no puede imaginarlo como tampoco puede representárselo: no es pues un objeto. Si lo que deseamos no es nunca verdaderamente un objeto, lo objetos que creemos desear no son entonces sino otro tanto de fetiches por medio de los cuales imaginamos obtener lo que esperamos. Pero ¿qué puede ser esto irrepresentable que deseamos, del que todo lo que podemos saber es que sería completamente diferente de lo que hemos conocido? Sustraída de la precariedad de toda presencia, regenerada de la universal inconsistencia, la única verdadera novedad sería pura intensidad. La secreta espera de todo deseo, la búsqueda de toda aventura, es la intensidad del trance".
Nicolás Grimaldi, Breve tratado del desencanto, 30-31.
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"Pues ¿qué podemos desear más allá del infinito? Por añadidura, tratándose del Árbol del Saber, el fruto deseado es el de lo absolutamente Desconocido. Lo que Adán desea, por lo cual es tentado, es lo que no conoce. Aquello totalmente otro, no puede imaginarlo como tampoco puede representárselo: no es pues un objeto. Si lo que deseamos no es nunca verdaderamente un objeto, lo objetos que creemos desear no son entonces sino otro tanto de fetiches por medio de los cuales imaginamos obtener lo que esperamos. Pero ¿qué puede ser esto irrepresentable que deseamos, del que todo lo que podemos saber es que sería completamente diferente de lo que hemos conocido? Sustraída de la precariedad de toda presencia, regenerada de la universal inconsistencia, la única verdadera novedad sería pura intensidad. La secreta espera de todo deseo, la búsqueda de toda aventura, es la intensidad del trance".
Nicolás Grimaldi, Breve tratado del desencanto, 30-31.
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Tuesday, January 15, 2008
DAR LA CARA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Pocas cosas tan extrañas como ver un rostro. Es fácil bajar la vista cuando, entre el maremoto de presencias que obnubilan el contacto interfacial en la vida cotidiana, emerge, desnuda y abierta, vulnerable y promiscua, la cara. En el rostro es que el ser humano está más desnudo, escribió tantas veces el filósofo Emmanuel Levinas. Ante su presencia es fácil experimentar el escalofrío, de clara raigambre platónica, y sus acompañantes: el espanto y el sudor. Nunca nadie está preparado para tal visión y, simultáneamente, pocas cosas son más esperadas que ese espacio de intimidad cuatro-ojos, como lo denomina Peter Sloterdijk, del rostro que ve otro rostro: del rostro que, viendo, se sabe también mirado. Ya con la lujuria efímera del que captura una faz al pasar por la calle o ya con el cuidado medroso del amante que se pierde una y otra vez en una cara que conoce y al mismo tiempo quiere conocer, la mirada que se topa con la superficie de un rostro no tiene otra alternativa más que entrar en él —en la rasgadura del rostro, en la vulnerabilidad del rostro— produciendo ese espacio de alterada intimidad que, según Sloterdijk, es definitivamente redondo.
En Esferas, esa triología monumental en la que Sloterdijk se dedica a explorar la redondez con espesor interno que es un dónde particular, un espacio vivido y animado y compartido dentro del cual, y entre las cuales, florece, cuando así pasa, la vida cotidiana, el filósofo alemán asegura que es “por la apertura del rostro —más que por la cerebralización o la formación de la mano— que el hombre se convirtió en animal abierto al mundo o, lo que importa más aquí, abierto al prójimo”. El rostro es una puerta. El rostro conecta, sin remedio. Un hacia-afuera: el rostro. Un hacia-ti. De ahí que “los rostros humanos se crean en cierto modo recíprocamente; florecen en un círculo oscilante de apertura lujuriosa recíproca”. No por nada en el párrafo con el que cierra la introducción de la triología se dice: “Si hubiera, pues, de colocar mi lema a la entrada de esta triología éste habría de rezar: Manténgase alejado quien no esté dispuesto de buen grado a elogiar la transferencia y a rebatir la soledad”.
Acaso por eso retraer la cara, esconder el rostro, se ha convertido en signo de cobardía o pusilanimidad. Ante la falta de agallas aparece, con razón, el reclamo furioso que azuza a dar la cara y no son pocas las ocasiones en que se conmina al canalla a encarar los hechos. Hablar con alguien cara a cara suele ser cosa seria. Porque la cara, esto también lo decía Levinas, la cara requiere. La cara clama. La cara, por el mero hecho de existir, precisa de una respuesta: ésta: la presencia: “el movimiento gratuito de la presencia”. ¿Y cómo no pensar en los rostros que tan bien supo capturar (¿inventar? ¿producir?) la lente de Ingmar Bergman en esa película inolvidable que es Persona? ¿Cómo no creerle a Liv Ullman cuando declaraba que su rechazo a la cirugía plástica se debía a la curiosidad que tenía de ver el rostro que dios tenía reservado para ella en su vejez? ¿Cómo no recurrir al recuerdo de las caras de los campesinos mexicanos que a bien tuvo reinventar Francisco Vargas en El violín, su ópera prima? En un movimiento paradójico que enuncia el retraimiento pero encarna la apertura, en esa aparente contradicción que consiste en volverse visible precisamente ante la oscuridad: ahí está la poesía. Ahí está el dar más ineludible y el más radical: la cara que se abre. Acaso el ser de la poesía no consista más que en dar la cara y, de ser necesario, en ofrecer la otra mejilla. La poesía no se impone, decía Paul Celan, se expone. Pero esas son cosas menores. Porque encarar, es, sobre todo, encarar a la muerte. Colocarse en pos de lo desconocido o, lo que es lo mismo, lo oscuro. En esa actitud ética y estética de la exposición que abre y, al abrir, vulnera, ahí donde surge con singular apremio la certeza de que la muerte, independientemente de su circunstancia, es una violencia, ahí, en ese camino, tanto el rostro como la poesía van solos. Están solos.
“La interfacialidad”, sin embargo, y esto también lo decía Sloterdijk, “no es sólo la zona de una historia natural-social de la afabilidad. Desde tiempos muy tempranos la historia de los encuentros con el extraño fue también una escuela visual del terror…la máscara es el escudo facial que se levanta en la guerra de las miradas”. Y la máscara bien puede ser un artefacto que, sobrepuesto al rostro, atrae o repele; pero igual puede ser un gesto que, nacido de las facciones mismas de la cara, espanta o lacera. A veces, en esas tristes ciertas veces, el rostro sólo se abre para mostrar el candado que lo conforma. A veces, en esas vergonzosas ciertas veces, alguien se burla y, por hacerlo, le ve la cara al otro, sin consecuencias, sin ambición. Sin marca. Y están también las otras veces, esas mal habidas ciertas veces, esas arteras y canijas ciertas veces, en que cartera mata carita, ciertamente. Ni modo, hay cosas, como decía un amigo, hay cosas que ni qué.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Pocas cosas tan extrañas como ver un rostro. Es fácil bajar la vista cuando, entre el maremoto de presencias que obnubilan el contacto interfacial en la vida cotidiana, emerge, desnuda y abierta, vulnerable y promiscua, la cara. En el rostro es que el ser humano está más desnudo, escribió tantas veces el filósofo Emmanuel Levinas. Ante su presencia es fácil experimentar el escalofrío, de clara raigambre platónica, y sus acompañantes: el espanto y el sudor. Nunca nadie está preparado para tal visión y, simultáneamente, pocas cosas son más esperadas que ese espacio de intimidad cuatro-ojos, como lo denomina Peter Sloterdijk, del rostro que ve otro rostro: del rostro que, viendo, se sabe también mirado. Ya con la lujuria efímera del que captura una faz al pasar por la calle o ya con el cuidado medroso del amante que se pierde una y otra vez en una cara que conoce y al mismo tiempo quiere conocer, la mirada que se topa con la superficie de un rostro no tiene otra alternativa más que entrar en él —en la rasgadura del rostro, en la vulnerabilidad del rostro— produciendo ese espacio de alterada intimidad que, según Sloterdijk, es definitivamente redondo.
En Esferas, esa triología monumental en la que Sloterdijk se dedica a explorar la redondez con espesor interno que es un dónde particular, un espacio vivido y animado y compartido dentro del cual, y entre las cuales, florece, cuando así pasa, la vida cotidiana, el filósofo alemán asegura que es “por la apertura del rostro —más que por la cerebralización o la formación de la mano— que el hombre se convirtió en animal abierto al mundo o, lo que importa más aquí, abierto al prójimo”. El rostro es una puerta. El rostro conecta, sin remedio. Un hacia-afuera: el rostro. Un hacia-ti. De ahí que “los rostros humanos se crean en cierto modo recíprocamente; florecen en un círculo oscilante de apertura lujuriosa recíproca”. No por nada en el párrafo con el que cierra la introducción de la triología se dice: “Si hubiera, pues, de colocar mi lema a la entrada de esta triología éste habría de rezar: Manténgase alejado quien no esté dispuesto de buen grado a elogiar la transferencia y a rebatir la soledad”.
Acaso por eso retraer la cara, esconder el rostro, se ha convertido en signo de cobardía o pusilanimidad. Ante la falta de agallas aparece, con razón, el reclamo furioso que azuza a dar la cara y no son pocas las ocasiones en que se conmina al canalla a encarar los hechos. Hablar con alguien cara a cara suele ser cosa seria. Porque la cara, esto también lo decía Levinas, la cara requiere. La cara clama. La cara, por el mero hecho de existir, precisa de una respuesta: ésta: la presencia: “el movimiento gratuito de la presencia”. ¿Y cómo no pensar en los rostros que tan bien supo capturar (¿inventar? ¿producir?) la lente de Ingmar Bergman en esa película inolvidable que es Persona? ¿Cómo no creerle a Liv Ullman cuando declaraba que su rechazo a la cirugía plástica se debía a la curiosidad que tenía de ver el rostro que dios tenía reservado para ella en su vejez? ¿Cómo no recurrir al recuerdo de las caras de los campesinos mexicanos que a bien tuvo reinventar Francisco Vargas en El violín, su ópera prima? En un movimiento paradójico que enuncia el retraimiento pero encarna la apertura, en esa aparente contradicción que consiste en volverse visible precisamente ante la oscuridad: ahí está la poesía. Ahí está el dar más ineludible y el más radical: la cara que se abre. Acaso el ser de la poesía no consista más que en dar la cara y, de ser necesario, en ofrecer la otra mejilla. La poesía no se impone, decía Paul Celan, se expone. Pero esas son cosas menores. Porque encarar, es, sobre todo, encarar a la muerte. Colocarse en pos de lo desconocido o, lo que es lo mismo, lo oscuro. En esa actitud ética y estética de la exposición que abre y, al abrir, vulnera, ahí donde surge con singular apremio la certeza de que la muerte, independientemente de su circunstancia, es una violencia, ahí, en ese camino, tanto el rostro como la poesía van solos. Están solos.
“La interfacialidad”, sin embargo, y esto también lo decía Sloterdijk, “no es sólo la zona de una historia natural-social de la afabilidad. Desde tiempos muy tempranos la historia de los encuentros con el extraño fue también una escuela visual del terror…la máscara es el escudo facial que se levanta en la guerra de las miradas”. Y la máscara bien puede ser un artefacto que, sobrepuesto al rostro, atrae o repele; pero igual puede ser un gesto que, nacido de las facciones mismas de la cara, espanta o lacera. A veces, en esas tristes ciertas veces, el rostro sólo se abre para mostrar el candado que lo conforma. A veces, en esas vergonzosas ciertas veces, alguien se burla y, por hacerlo, le ve la cara al otro, sin consecuencias, sin ambición. Sin marca. Y están también las otras veces, esas mal habidas ciertas veces, esas arteras y canijas ciertas veces, en que cartera mata carita, ciertamente. Ni modo, hay cosas, como decía un amigo, hay cosas que ni qué.
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Monday, January 14, 2008
CANARY LEGAL SIZE
Un país con frecuencia se reduce, o se expande, en un par de cosas nimias: algunos bocadillos, ciertas esquinas, aquélla marioneta, estos lápices. Los Estados Unidos de America están aquí, en mis manos: un yellow pad, legal size, double red margins on the left, green lines. Pocas cosas me dicen, whispering: you are here, dear. You are back.
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Un país con frecuencia se reduce, o se expande, en un par de cosas nimias: algunos bocadillos, ciertas esquinas, aquélla marioneta, estos lápices. Los Estados Unidos de America están aquí, en mis manos: un yellow pad, legal size, double red margins on the left, green lines. Pocas cosas me dicen, whispering: you are here, dear. You are back.
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Tuesday, January 08, 2008
SEGUNDA PERSONA DEL SINGULAR
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Dar cuenta de uno mismo es contar una historia del yo, en efecto, pero es también, sobre todo, y por lo mismo, contar una historia del tú. El yo, argumenta la pensadora norteamericana Judith Butler en ese tratado de filosofía moral que es Giving an Account of Oneself, un libro formado por una serie de lecturas ofrecidas en la Universidad de Ámsterdam, es difícilmente esa estructura unitaria y hermética que forma parte de un contexto más o menos estático dentro del cual gravita, rozando apenas otras entidades parecidas. Siguiendo a Adriana Caverero y en contraste con una visión Nitzcheana de la vida, Butler establece que “yo existo en importante medida para ti, en virtud de tu existencia. Si pierdo de perspectiva el destinatario, si no tengo un tú a quien aludir, entonces me he perdido a mí misma. Es posible contar una autobiografía sólo para otro, y uno puede referenciar un ´yo´ sólo en relación a un ´tú´: sin el tú mi historia es imposible”. Pero estar antecedido, y luego entonces constituido, por el otro no solo establece un lazo de ineludible dependencia con el tú—contigo—sino también constituye un testimonio de la radical opacidad del yo para consigo mismo. De ahí que el yo, más que una entidad, sea en realidad una rasgadura.
Una autobiografía, un recuento de uno mismo, tendría por fuerza que enunciarse en una forma narrativa que diera testimonio de tal modo relacional de la vulnerabilidad humana. Una autobiografía, en este sentido, tendría que ser sobre todo el testimonio de un desconocimiento. Una autobiografía, en este sentido, tendría que ser siempre una biografía del otro tal como aparece, en modo enigmático, en mí. Tres títulos para consideración: La autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein; La autobiografía de mi madre, de Jamaica Kinckaid; Autobiografía de Rojo, de Anne Carson. Las autobiografías de supermercado—esos recuentos lineales que detectan de forma evolutiva la formación de un yo excepcional y aislado—definitivamente escapan a esta noción de escritura íntima y ajena del extraño que se aproxima.
Si todo esto es cierto, cosa que tiendo a creer, entonces el escritor de autobiografías, el autor de recuentos del yo que son en realidad recuentos refractados del tú, se enfrenta a retos que son estéticos, pero que son también, porque se originan en esa articulación fantasmática entre el yo y el tú que le da forma, fundamentalmente políticos. Veamos. Por un lado, la rasgadura que es el yo, argumenta Butler, no es narrable. No es posible dar cuenta de esa rasgadura a pesar de que, o precisamente porque, estructura cualquier relato posible del yo. Las normas que me vuelven legible ante los otros no son del todo mías y su temporalidad no coincide con la temporalidad de mi vida. De la misma forma, la temporalidad del discurso con el cual, o dentro del cual, se pretende enunciar una vida no embona con la temporalidad de la vida vivida en cuanto tal. Este desfase, que es en realidad una interrupción, es lo que hace de mi vida, y el recuento de mi vida, algo posible. Traer esa interrupción a la narración del yo, al recuento de sí mismo, constituye un reto sin duda estético. Butler lo dice así: “La vida es constituida por medio de una interrupción fundamental, incluso es interrumpida antes de cualquier posibilidad de continuidad. Luego entonces, si una reconstrucción narrativa tiene como objetivo aproximarse a la vida que intenta transmitir, la narrativa debe quedar sujeta a esa interrupción”.
Por otra parte, el recuento del yo no sería un recuento propiamente dicho si no estuviera dirigido a otro: esto quiere decir que el recuento se completa si y sólo si es efectivamente exportado y expropiado por el otro. “Es sólo en la desposesión que puedo y doy un recuento de mí”, asegura Butler. Y si esto es cierto, y tiendo a creer que lo es, entonces la autoridad narrativa de ese relato del yo se encuentra en relación opuesta al yo que la narrativa misma conjura. Imposible estructuralmente y ajena porque le pertenece estrictamente a otro, toda narrativa del yo carece, en sentido estricto, en sentido singular, de autor. Y este ceder al tú, ceder a mi opacidad y al desconocimiento de mí constituye, sin duda, un cuestionamiento a las jerarquías autoriales del relato, que no es sino otra manera de cuestionar las relaciones de poder que lo hacen posible. Cosa de política.
Entendido de esta manera, dar cuenta de uno mismo a través de un relato del yo deja de ser un ejercicio narcisista apegado a la autenticidad de la experiencia, y la emoción de la experiencia, que lo suscita, es decir, el canto del yo lírico, para convertirse en una ex–céntrica excursión por la opacidad—ese corazón de tinieblas—que eres tú en mí.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Dar cuenta de uno mismo es contar una historia del yo, en efecto, pero es también, sobre todo, y por lo mismo, contar una historia del tú. El yo, argumenta la pensadora norteamericana Judith Butler en ese tratado de filosofía moral que es Giving an Account of Oneself, un libro formado por una serie de lecturas ofrecidas en la Universidad de Ámsterdam, es difícilmente esa estructura unitaria y hermética que forma parte de un contexto más o menos estático dentro del cual gravita, rozando apenas otras entidades parecidas. Siguiendo a Adriana Caverero y en contraste con una visión Nitzcheana de la vida, Butler establece que “yo existo en importante medida para ti, en virtud de tu existencia. Si pierdo de perspectiva el destinatario, si no tengo un tú a quien aludir, entonces me he perdido a mí misma. Es posible contar una autobiografía sólo para otro, y uno puede referenciar un ´yo´ sólo en relación a un ´tú´: sin el tú mi historia es imposible”. Pero estar antecedido, y luego entonces constituido, por el otro no solo establece un lazo de ineludible dependencia con el tú—contigo—sino también constituye un testimonio de la radical opacidad del yo para consigo mismo. De ahí que el yo, más que una entidad, sea en realidad una rasgadura.
Una autobiografía, un recuento de uno mismo, tendría por fuerza que enunciarse en una forma narrativa que diera testimonio de tal modo relacional de la vulnerabilidad humana. Una autobiografía, en este sentido, tendría que ser sobre todo el testimonio de un desconocimiento. Una autobiografía, en este sentido, tendría que ser siempre una biografía del otro tal como aparece, en modo enigmático, en mí. Tres títulos para consideración: La autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein; La autobiografía de mi madre, de Jamaica Kinckaid; Autobiografía de Rojo, de Anne Carson. Las autobiografías de supermercado—esos recuentos lineales que detectan de forma evolutiva la formación de un yo excepcional y aislado—definitivamente escapan a esta noción de escritura íntima y ajena del extraño que se aproxima.
Si todo esto es cierto, cosa que tiendo a creer, entonces el escritor de autobiografías, el autor de recuentos del yo que son en realidad recuentos refractados del tú, se enfrenta a retos que son estéticos, pero que son también, porque se originan en esa articulación fantasmática entre el yo y el tú que le da forma, fundamentalmente políticos. Veamos. Por un lado, la rasgadura que es el yo, argumenta Butler, no es narrable. No es posible dar cuenta de esa rasgadura a pesar de que, o precisamente porque, estructura cualquier relato posible del yo. Las normas que me vuelven legible ante los otros no son del todo mías y su temporalidad no coincide con la temporalidad de mi vida. De la misma forma, la temporalidad del discurso con el cual, o dentro del cual, se pretende enunciar una vida no embona con la temporalidad de la vida vivida en cuanto tal. Este desfase, que es en realidad una interrupción, es lo que hace de mi vida, y el recuento de mi vida, algo posible. Traer esa interrupción a la narración del yo, al recuento de sí mismo, constituye un reto sin duda estético. Butler lo dice así: “La vida es constituida por medio de una interrupción fundamental, incluso es interrumpida antes de cualquier posibilidad de continuidad. Luego entonces, si una reconstrucción narrativa tiene como objetivo aproximarse a la vida que intenta transmitir, la narrativa debe quedar sujeta a esa interrupción”.
Por otra parte, el recuento del yo no sería un recuento propiamente dicho si no estuviera dirigido a otro: esto quiere decir que el recuento se completa si y sólo si es efectivamente exportado y expropiado por el otro. “Es sólo en la desposesión que puedo y doy un recuento de mí”, asegura Butler. Y si esto es cierto, y tiendo a creer que lo es, entonces la autoridad narrativa de ese relato del yo se encuentra en relación opuesta al yo que la narrativa misma conjura. Imposible estructuralmente y ajena porque le pertenece estrictamente a otro, toda narrativa del yo carece, en sentido estricto, en sentido singular, de autor. Y este ceder al tú, ceder a mi opacidad y al desconocimiento de mí constituye, sin duda, un cuestionamiento a las jerarquías autoriales del relato, que no es sino otra manera de cuestionar las relaciones de poder que lo hacen posible. Cosa de política.
Entendido de esta manera, dar cuenta de uno mismo a través de un relato del yo deja de ser un ejercicio narcisista apegado a la autenticidad de la experiencia, y la emoción de la experiencia, que lo suscita, es decir, el canto del yo lírico, para convertirse en una ex–céntrica excursión por la opacidad—ese corazón de tinieblas—que eres tú en mí.
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Thursday, January 03, 2008
LA REPRODUCCION PIRÁTICA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura[
El original no existe, se sabe. En una época que ha puesto en duda de manera sistemática no sólo el valor sino la existencia misma de lo “auténtico” es sólo natural (y utilizo esta palabra aquí con sumo cuidado) que las copias y sus auras, como dijera Walter Benjamin en uno de los ensayos más citados del siglo XX, ocupen un lugar especial y controvertido (y también especialmente controvertido) en las vidas cotidianas de los consumidores contemporáneos. Ya en 1936, cuando el torturado filósofo alemán publicó “El arte en la era de la reproducción mecánica”, ambivalentemente denostaba y celebraba las capacidades tecnológicas de una época que, por una parte, aseguraban la reproducción de la obra de arte aunque, por otra, lo hacían a costa de la pérdida de su aura, su aquí y ahora que, según él, constituía su certificado de autenticidad (algo que definía como “la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material hasta su testificación histórica”). ¿Qué decir unos 70 años después ya en plena era de la reproducción pirática? Si bien una mercancía no es un objeto artístico y sí, por el contrario, un objeto de uso masivo resultado de la desarrollada capacidad tecnológica para producir en serie, todo parece indicar que las habilidades reproductivas, especialmente cuando éstas son tan masivas como las productivas, ocasionan efectos económicos y culturales que bien vale la pena revisar.
Basta pasearse por cualquier calle céntrica de cualquier ciudad del país o por cualquier mercado bautizado con el nombre genérico de la pulga o el piojo (por razones que todavía no puedo descifrar a ciencia cierta pero que sí puedo intuir) para encontrarse con esa serie de objetos que posan, y posan muy bien, posan, es más, de manera escandalosa, como el objeto original. Impostores pero exactos, fieles y falsos al mismo tiempo, estos objetos que ocupan un lugar cada vez más preponderante en formas de comercio informal en nuestra época me hacen pensar lo siguiente:
1)La mercancía pirata transforma el concepto de autenticidad en un asunto de fe. La calidad creciente de las réplicas hace realmente difícil distinguir entre el objeto original y el objeto no-original. Así, al ir comparando detalle por detalle y no encontrar diferencia alguna entre uno y otro, el consumidor no tiene otra alternativa más que recurrir a la creencia de que, como el objeto ha sido adquirido en un establecimiento autorizado, es decir, en un establecimiento que paga impuestos al estado, el objeto, luego entonces, es el objeto original. Esta relación entre el estado y el objeto, escandalosa de por sí, significaría poca cosa, sin embargo, sin la mediación de la creencia. Y es ésta, no el objeto ni el estado, la que nos hace exclamar, dependiendo del anhelo o la convicción del caso, que lo que tenemos entre manos es un objeto original.
2)La mercancía pirata democratiza y uniformiza el consumo. Transformando en realidad una promesa que todo régimen político hace pero ninguno cumple, la reproducción pirática participa en un extraño proceso de democratización de ciertos objetos (películas, ropa, bolsas, zapatos, discos, entre tantos otros) al extraerlos de los canales de comercialización elitistas y ponerlos al alcance de un público masivo. De esta manera, independientemente de sus ingresos económicos, las mayorías tienen acceso a los objetos de estatus social que alguna vez fueron el coto cerrado de los pocos. Tal vez por eso es que la reproducción pirática copia, sobre todo, aquellos artículos que, anunciando en su propia superficie su seña de identidad básica, es decir, su marca, facilitan su identificación a los ojos del ávido consumidor. Democratizadora, sí, pero uniformadora también, la reproducción pirática parece encadenada a las consonantes que la enuncian.
3)La mercancía pirata obliga a enunciar lo obvio y, luego entonces, a denunciarlo. En un retruécano de probada perversión, la mercancía pirata devela la descarada búsqueda de estatus de los consumidores. La clase media no nace, se hace a través de las etiquetas de la ropa que se pone. Cuando el consumidor se ve obligado a anunciar que la mercancía en uso es la “original”, lo que el consumidor confiesa es que poco le importa el disfrute del objeto (por eso los defensores de lo “auténtico” no pueden ser verdaderos hedonistas) y mucho, en cambio, el status que el objeto le confiere. Lo original es el poder (económico) de poder decir “lo original”.
4)La mercancía pirata se sale con la suya. Paródica lo es, no cabe duda. Y también es irónica. La mercancía pirata coloca esa sonrisa socarrona en la cara de quien pagó menos de la mitad y aún menos por una etiqueta muy bien copiadita.
5) ¿Y no es la idea misma del Clon una derivación más de las posibilidades físico-ontológicas de la reproducción pirática?
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura[
El original no existe, se sabe. En una época que ha puesto en duda de manera sistemática no sólo el valor sino la existencia misma de lo “auténtico” es sólo natural (y utilizo esta palabra aquí con sumo cuidado) que las copias y sus auras, como dijera Walter Benjamin en uno de los ensayos más citados del siglo XX, ocupen un lugar especial y controvertido (y también especialmente controvertido) en las vidas cotidianas de los consumidores contemporáneos. Ya en 1936, cuando el torturado filósofo alemán publicó “El arte en la era de la reproducción mecánica”, ambivalentemente denostaba y celebraba las capacidades tecnológicas de una época que, por una parte, aseguraban la reproducción de la obra de arte aunque, por otra, lo hacían a costa de la pérdida de su aura, su aquí y ahora que, según él, constituía su certificado de autenticidad (algo que definía como “la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material hasta su testificación histórica”). ¿Qué decir unos 70 años después ya en plena era de la reproducción pirática? Si bien una mercancía no es un objeto artístico y sí, por el contrario, un objeto de uso masivo resultado de la desarrollada capacidad tecnológica para producir en serie, todo parece indicar que las habilidades reproductivas, especialmente cuando éstas son tan masivas como las productivas, ocasionan efectos económicos y culturales que bien vale la pena revisar.
Basta pasearse por cualquier calle céntrica de cualquier ciudad del país o por cualquier mercado bautizado con el nombre genérico de la pulga o el piojo (por razones que todavía no puedo descifrar a ciencia cierta pero que sí puedo intuir) para encontrarse con esa serie de objetos que posan, y posan muy bien, posan, es más, de manera escandalosa, como el objeto original. Impostores pero exactos, fieles y falsos al mismo tiempo, estos objetos que ocupan un lugar cada vez más preponderante en formas de comercio informal en nuestra época me hacen pensar lo siguiente:
1)La mercancía pirata transforma el concepto de autenticidad en un asunto de fe. La calidad creciente de las réplicas hace realmente difícil distinguir entre el objeto original y el objeto no-original. Así, al ir comparando detalle por detalle y no encontrar diferencia alguna entre uno y otro, el consumidor no tiene otra alternativa más que recurrir a la creencia de que, como el objeto ha sido adquirido en un establecimiento autorizado, es decir, en un establecimiento que paga impuestos al estado, el objeto, luego entonces, es el objeto original. Esta relación entre el estado y el objeto, escandalosa de por sí, significaría poca cosa, sin embargo, sin la mediación de la creencia. Y es ésta, no el objeto ni el estado, la que nos hace exclamar, dependiendo del anhelo o la convicción del caso, que lo que tenemos entre manos es un objeto original.
2)La mercancía pirata democratiza y uniformiza el consumo. Transformando en realidad una promesa que todo régimen político hace pero ninguno cumple, la reproducción pirática participa en un extraño proceso de democratización de ciertos objetos (películas, ropa, bolsas, zapatos, discos, entre tantos otros) al extraerlos de los canales de comercialización elitistas y ponerlos al alcance de un público masivo. De esta manera, independientemente de sus ingresos económicos, las mayorías tienen acceso a los objetos de estatus social que alguna vez fueron el coto cerrado de los pocos. Tal vez por eso es que la reproducción pirática copia, sobre todo, aquellos artículos que, anunciando en su propia superficie su seña de identidad básica, es decir, su marca, facilitan su identificación a los ojos del ávido consumidor. Democratizadora, sí, pero uniformadora también, la reproducción pirática parece encadenada a las consonantes que la enuncian.
3)La mercancía pirata obliga a enunciar lo obvio y, luego entonces, a denunciarlo. En un retruécano de probada perversión, la mercancía pirata devela la descarada búsqueda de estatus de los consumidores. La clase media no nace, se hace a través de las etiquetas de la ropa que se pone. Cuando el consumidor se ve obligado a anunciar que la mercancía en uso es la “original”, lo que el consumidor confiesa es que poco le importa el disfrute del objeto (por eso los defensores de lo “auténtico” no pueden ser verdaderos hedonistas) y mucho, en cambio, el status que el objeto le confiere. Lo original es el poder (económico) de poder decir “lo original”.
4)La mercancía pirata se sale con la suya. Paródica lo es, no cabe duda. Y también es irónica. La mercancía pirata coloca esa sonrisa socarrona en la cara de quien pagó menos de la mitad y aún menos por una etiqueta muy bien copiadita.
5) ¿Y no es la idea misma del Clon una derivación más de las posibilidades físico-ontológicas de la reproducción pirática?
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