LAS AFUERAS/ Edición matutina
LONGYEARBYEN (DPA).— En la isla Spitsbergen del archipiélago noruego de Svalbard, a unos 800 kilómetros del Polo Norte, se abrió ayer al público una instalación similar a un “arca de Noé” que protegerá de desastres naturales a semillas de millones de especies, uno de los recursos más valiosos de la humanidad.
A partir de ahora se reunirán allí semillas de más de 4 millones de cultivos como el arroz, el maíz, las judías y las papas. Con esta “reserva congelada” las personas podrán volver a sembrar en caso de posibles catástrofes causadas por alteraciones del clima, guerras, epidemias y otros problemas. El presidente de la Comisión Europea, José Durão Manuel Barroso, que viajó desde Bruselas al frío polar, dijo que esta instalación es “un jardín del Edén congelado”.
La premio Nobel de la Paz y defensora del medio ambiente, Wangari Maathai de Kenia, trasladó junto al presidente de Noruega, Jens Stoltenberg, el primer cajón con semillas a uno de los tres pabellones de almacenamiento en un macizo cerca de la ciudad polar Longyearbyen.
“Es fantástico que podamos contribuir a asegurar para el futuro el quizá más importante tesoro de la Humanidad, las plantas”, señaló Stoltenberg en la inauguración.
Por alrededor de 6.3 millones de euros, el gobierno de Oslo hizo perforar en una montaña permanentemente enfriada por heladas, tres pabellones y un acceso. Sistemas de enfriamiento adicionales mantienen la temperatura en -18 grados.
En caso de que fallen, a causa de la capa de hielo natural en la piedra, la temperatura sigue siendo tan baja que la colección de semillas no se descongela. Se enviarán muestras de semillas de todos los países, para que el “banco genético” siga funcionando todo el tiempo.
El depósito está ubicado a 130 metros de altura, para que incluso en caso de inundaciones de dimensiones apenas imaginables no se registren daños. La instalación es vigilada por detectores de movimientos y cámaras de video desde el vecino aeropuerto de Longyearbyen.
Sin embargo, la preocupación de los expertos no son los terroristas ni las catástrofes. Los cultivos desaparecen cada vez más por desidia o porque los cultivadores no cuentan con medios para mantenerlos. Así, en Asia se perdieron en los últimos años 70 mil tipos de arroz. Desde ayer, los científicos que se ocupan de la preservación de especies pueden enviar sus propias colecciones de semillas a Spitsbergen.
[leído y subrayado por La Detective antes de tomar café]
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Tuesday, February 26, 2008
ESCRITURA COMO ESCULTURA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hacia el final de Wittgenstein’s Mistress, la novela que le ha ganado fama de experimental al autor norteamericano David Markson, la principal y única protagonista opta por escribir un relato completamente autobiográfico en lugar de una novela, argumentando que sólo los que tienen pocas cosas que decir se quedarían con la segunda opción. Se trata, claro está, del momento en que la novela se vuelve y se ve la cara a sí misma: es el momento, pues, en que la novela se expone y, también, el momento en que se burla de sí. Las dos cosas a la vez. Sin embargo, la novela da inicio con una referencia explícita al hecho de que Kate, en efecto, escribe. “En el comienzo, algunas veces dejaba mensajes en la calle”, asegura. Luego también asegura que dejó de escribirlos. Y, entre una cosa y otra, escribió sobre la arena e, incluso, intentó escribir en griego: “Bueno, en lo que parecía ser griego, aunque sólo lo estaba inventando.// Lo que escribía eran mensajes, a decir verdad, como los que a veces escribía en la calle.// Alguien vive en esta playa, diría el mensaje.// Obviamente para entonces no importaba que los mensajes sólo eran una escritura inventada que nadie podía leer”.
Su relación problemática con esa escritura que nadie entiende o que se desdibuja constantemente por entre la arena no se resuelve sino hasta que Kate empieza a pulsar las teclas de una máquina de escribir. En el mundo post-humano de Kate, escribir es, sobre todo, mecanografiar. Porque ese y no otro es el verbo que utiliza una y otra vez para describir lo que hace sin cesar, sin descanso, sin tregua alguna. Kate mecanografía. Esta diferencia entre escribir —la actividad creativa que una visión romántica puede asociar a actos de inspiración y genio— y mecanografiar —la actividad mecánica que involucra una relación específica entre el cuerpo y la tecnología, y la cual no es posible ni reducir ni agrandar con romanticismo alguno— no es de manera alguna gratuita. Kate, la mecanógrafa extrema, está registrando procesos mentales a través de los cuales intenta, como el Wittgenstein del Tractatus, sanar al lenguaje de su enfermedad propia: la imprecisión, que bien podría ser otra manera de llamar a sus significados. No por azar, luego entonces, Kate corrige su escritura en numerosas ocasiones (tiempos verbales, por ejemplo, o verbos correctos), anunciando en cada una de ellas que: “el lenguaje de uno es frecuentemente impreciso, eso he descubierto”. Pero la mecanógrafa extrema no sólo corrige: también está a cargo de producir una realidad que es una realidad textual, tanto para la narradora como para el lector, a través de la cual su vida en un mundo en que posiblemente no haya nadie más pareciera, al fin, soportable.
Para corregir o para volver más precisas sus propias oraciones, Kate se da a la tarea de cambiar sus elementos, ya sea quitándolos de ahí o ya sea añadiendo otros nuevos. De ahí que en una novela plagada de referencias culturales y artísticas, no sea del todo anodino que la narradora plantee de manera explícita la diferencia entre el proceso de creación de una escultura y el de una pintura. “La escultura”, escribe, “es el arte de quitar el material superfluo, alguna vez dijo Miguel Ángel.// También dijo, por el contrario, que la pintura es el arte de añadir cosas”. David Markson ha creado, a través de Kate, a una escritora que, siendo una mecanógrafa, trabaja con el método de una escultora. En Wittengstein’s Mistress ha desaparecido, en efecto, todo lo superfluo: nociones convencionales de lo que es, por ejemplo, una anécdota, la construcción de un personaje, el concepto de desarrollo e, incluso, la producción de un final. En la novela ha permanecido lo que permanece: la ruina y la pregunta acerca de lo que ésta significa. Pero la novela también es escultural por el cuidado casi físico con el que están hechas todas y cada una de sus líneas. Y hacer, aquí, es el verbo preciso. La sintaxis que encarna la soledad de Kate, ese eco de extrañeza que, sin embargo, permite todavía su legibilidad, es producto de un trabajo constante y, en ocasiones, violento, con y contra el lenguaje. Ahí, detrás de todo eso, hay un escritor que utiliza la tecla como un cincel. Ahí hay alguien que toca las palabras, sin duda. En este sentido, en el sentido en que el novelista utiliza los métodos de trabajo de un escultor, esta novela apropiadamente escultural es, por lo mismo, una escritura colindante.
Kate es una mujer, he escrito eso varias veces. Pero en un mundo post-humano tal aseveración debiera producir más ansiedad que alivio. ¿Tiene sentido, en un globo terráqueo sin nadie, la distinción entre mujeres y hombres? Las profusas referencias de Kate respecto a su propio cuerpo contribuyen a ampliar el alcance de estas preguntas más que a resolverlas. Muy pronto en el relato, Kate se enfrenta a la indeterminación de su edad. Podría tener 50, en efecto, sus manos así se lo indican con manchas y arrugas, pero todavía menstrua (y la aparición de la menstruación en ocasiones le sirve para llevar cierta cuenta del tiempo). Podría reaccionar de otras maneras ante, por ejemplo, un accidente en que se rompe el tobillo, o que al menos le produce un esguince, pero las hormonas (no es necesario decir que son femeninas, se entiende). En todos y cada uno de estas escenas se trasluce y se borra, se afirma y se cuestiona, la identidad de género. Pero el hecho, sin embargo, importa. Dice Kate en más de una ocasión: “No hay naturalmente nada en la Iliada, o en ninguna otra obra, acerca de alguien que menstrúe.// O en la Odisea. Así, sin duda alguna, una mujer no escribió eso después de todo.” Todo parece indicar que, aún en un mundo sin hombres y sin mujeres, ser mujer o no, importa. E importa por la simple o complicada razón de que aún ese mundo post-humano habitado sólo por Kate y la historia natural de su cultura, Kate tiene cuerpo y produce memoria.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hacia el final de Wittgenstein’s Mistress, la novela que le ha ganado fama de experimental al autor norteamericano David Markson, la principal y única protagonista opta por escribir un relato completamente autobiográfico en lugar de una novela, argumentando que sólo los que tienen pocas cosas que decir se quedarían con la segunda opción. Se trata, claro está, del momento en que la novela se vuelve y se ve la cara a sí misma: es el momento, pues, en que la novela se expone y, también, el momento en que se burla de sí. Las dos cosas a la vez. Sin embargo, la novela da inicio con una referencia explícita al hecho de que Kate, en efecto, escribe. “En el comienzo, algunas veces dejaba mensajes en la calle”, asegura. Luego también asegura que dejó de escribirlos. Y, entre una cosa y otra, escribió sobre la arena e, incluso, intentó escribir en griego: “Bueno, en lo que parecía ser griego, aunque sólo lo estaba inventando.// Lo que escribía eran mensajes, a decir verdad, como los que a veces escribía en la calle.// Alguien vive en esta playa, diría el mensaje.// Obviamente para entonces no importaba que los mensajes sólo eran una escritura inventada que nadie podía leer”.
Su relación problemática con esa escritura que nadie entiende o que se desdibuja constantemente por entre la arena no se resuelve sino hasta que Kate empieza a pulsar las teclas de una máquina de escribir. En el mundo post-humano de Kate, escribir es, sobre todo, mecanografiar. Porque ese y no otro es el verbo que utiliza una y otra vez para describir lo que hace sin cesar, sin descanso, sin tregua alguna. Kate mecanografía. Esta diferencia entre escribir —la actividad creativa que una visión romántica puede asociar a actos de inspiración y genio— y mecanografiar —la actividad mecánica que involucra una relación específica entre el cuerpo y la tecnología, y la cual no es posible ni reducir ni agrandar con romanticismo alguno— no es de manera alguna gratuita. Kate, la mecanógrafa extrema, está registrando procesos mentales a través de los cuales intenta, como el Wittgenstein del Tractatus, sanar al lenguaje de su enfermedad propia: la imprecisión, que bien podría ser otra manera de llamar a sus significados. No por azar, luego entonces, Kate corrige su escritura en numerosas ocasiones (tiempos verbales, por ejemplo, o verbos correctos), anunciando en cada una de ellas que: “el lenguaje de uno es frecuentemente impreciso, eso he descubierto”. Pero la mecanógrafa extrema no sólo corrige: también está a cargo de producir una realidad que es una realidad textual, tanto para la narradora como para el lector, a través de la cual su vida en un mundo en que posiblemente no haya nadie más pareciera, al fin, soportable.
Para corregir o para volver más precisas sus propias oraciones, Kate se da a la tarea de cambiar sus elementos, ya sea quitándolos de ahí o ya sea añadiendo otros nuevos. De ahí que en una novela plagada de referencias culturales y artísticas, no sea del todo anodino que la narradora plantee de manera explícita la diferencia entre el proceso de creación de una escultura y el de una pintura. “La escultura”, escribe, “es el arte de quitar el material superfluo, alguna vez dijo Miguel Ángel.// También dijo, por el contrario, que la pintura es el arte de añadir cosas”. David Markson ha creado, a través de Kate, a una escritora que, siendo una mecanógrafa, trabaja con el método de una escultora. En Wittengstein’s Mistress ha desaparecido, en efecto, todo lo superfluo: nociones convencionales de lo que es, por ejemplo, una anécdota, la construcción de un personaje, el concepto de desarrollo e, incluso, la producción de un final. En la novela ha permanecido lo que permanece: la ruina y la pregunta acerca de lo que ésta significa. Pero la novela también es escultural por el cuidado casi físico con el que están hechas todas y cada una de sus líneas. Y hacer, aquí, es el verbo preciso. La sintaxis que encarna la soledad de Kate, ese eco de extrañeza que, sin embargo, permite todavía su legibilidad, es producto de un trabajo constante y, en ocasiones, violento, con y contra el lenguaje. Ahí, detrás de todo eso, hay un escritor que utiliza la tecla como un cincel. Ahí hay alguien que toca las palabras, sin duda. En este sentido, en el sentido en que el novelista utiliza los métodos de trabajo de un escultor, esta novela apropiadamente escultural es, por lo mismo, una escritura colindante.
Kate es una mujer, he escrito eso varias veces. Pero en un mundo post-humano tal aseveración debiera producir más ansiedad que alivio. ¿Tiene sentido, en un globo terráqueo sin nadie, la distinción entre mujeres y hombres? Las profusas referencias de Kate respecto a su propio cuerpo contribuyen a ampliar el alcance de estas preguntas más que a resolverlas. Muy pronto en el relato, Kate se enfrenta a la indeterminación de su edad. Podría tener 50, en efecto, sus manos así se lo indican con manchas y arrugas, pero todavía menstrua (y la aparición de la menstruación en ocasiones le sirve para llevar cierta cuenta del tiempo). Podría reaccionar de otras maneras ante, por ejemplo, un accidente en que se rompe el tobillo, o que al menos le produce un esguince, pero las hormonas (no es necesario decir que son femeninas, se entiende). En todos y cada uno de estas escenas se trasluce y se borra, se afirma y se cuestiona, la identidad de género. Pero el hecho, sin embargo, importa. Dice Kate en más de una ocasión: “No hay naturalmente nada en la Iliada, o en ninguna otra obra, acerca de alguien que menstrúe.// O en la Odisea. Así, sin duda alguna, una mujer no escribió eso después de todo.” Todo parece indicar que, aún en un mundo sin hombres y sin mujeres, ser mujer o no, importa. E importa por la simple o complicada razón de que aún ese mundo post-humano habitado sólo por Kate y la historia natural de su cultura, Kate tiene cuerpo y produce memoria.
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Tuesday, February 19, 2008
UNA HISTORIA NATURAL DE LA CULTURA
]en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
¿Y cómo es el mundo después del mundo? ¿Cuáles son, exactamente, nuestras ruinas? ¿Cómo se lidia con el lenguaje cuando no hay nadie, en sentido literal, a quien dirigirlo? El discurso interrumpido, sincopado de Kate, la única protagonista de Wittgenstein’s Mistress, parece proponerse atender, de una u otra manera, a estas preguntas. Las referencias a ciudades paradigmáticas del mundo moderno y posmoderno, así como a sus museos —instituciones culturales dedicadas a la identificación y preservación del patrimonio cultural— son del todo relevantes en este sentido. Kate empieza su relato completamente autobiográfico asegurando que: “En el comienzo, algunas veces dejaba mensajes en la calle.// Alguien está viviendo en el Louvre, ciertos mensajes dirían. O en la Galería Nacional.// Naturalmente sólo podían decir eso cuando estaba en París o en Londres. Alguien está viviendo en el Museo Metropolitano, eso decían cuando vivía todavía en Nueva York.// Nadie vino, por supuesto. Eventualmente desistí de dejar los mensajes”.
Aunque nunca está del todo segura acerca del tiempo que ha transcurrido entre esa época en que todavía buscaba a algún otro sobreviviente y la etapa en que cesó toda búsqueda (en algún momento aventura la cifra de 10 años), Kate sabe que ha viajado mucho entre un punto y otro del tiempo. Los recorridos de Kate, que van de Turquía (el lugar original de Troya) a París, de Pennsylvania a México, pasando por Madrid o Roma, configuran una suerte de mapa post-humano del globo. El mapa, como todo mapa, no es azaroso, no es una réplica a escala de lo que-está-ahí, sino una selección de deslizamientos que, en el caso de Kate, son sobre todo deslizamientos a lo largo de y en la cultura y sus artefactos. Así es como, con el mundo completamente vacío, con todo estrictamente a su disposición, Kate opta por vivir en museos y, de manera eventual, por vivir de ellos (quemando algunas obras, por ejemplo, para producir calor).
Como en muchos de sus libros, Markson incorpora en Wittgenstein’s Mistress una plétora de referencias literarias, artísticas y filosóficas que van de la época clásica a los albores de la modernidad. La manera en que trabaja la mente de Kate en la soledad más absoluta, el acertijo de la memoria que entrelaza y, con frecuencia, confunde, evita que tales menciones a las Grandes Obras de Cultura se conviertan en simples evidencias del status quo o en ramplona reafirmación del canon occidental. Kate no sólo confunde (y al confundir cuestiona) con gran facilidad autores y obras (Anna Akmatova, por ejemplo, es un personaje de Ana Karenina), o piezas originales con sus versiones fílmicas (es fácil pasar de Hécuba a Katherine Hepburn, por ejemplo) sino que además, con un gran sentido del humor, se da a la tarea de reapropiarse de narrativas fundacionales de occidente. Tal es el caso de la Iliada. No por casualidad, uno de sus primeros viajes en el mundo post-humano que habita la lleva a Hisarlik, el nombre contemporáneo de la antigua Troya. Y tampoco por casualidad aparecen aquí y allá, una y otra vez, en ocasiones como hilo del relato, aunque más frecuentemente como interrupción al hilo de otro relato, los nombres de Helena, de Aquiles, de Héctor. Así, cuando en las inmediaciones del libro, Kate conjunta a Eurípides, Orestes, Climenestra, Elena, Casandra, y Agamenón, para rehacer la historia de Troya, esta vez alrededor de tópicos como la violación y el secuestro y las relaciones familiares, es imposible no hacer comparaciones, acaso ingratas, con ejercicios similares: la Iliada de Alessandro Baricco salta ahora mismo a la memoria.
Reversibles y grotescos, necesarios pero abiertos, los artefactos de la gran cultura sin el cual el mundo post-humano de Kate resulta impensable, provocan así más ironía que asombro, más duda y tanteo que validación. Kate, eso queda claro desde el inicio, es una mujer atenta a los eventos de la alta cultura pero tal y como éstos aparecen en los diccionarios y en la cuarta de forros de algunos libros y en la carátula de ciertos discos (si Markson hubiera escrito esta novela una década después, Kate habría sido una gran navegadora de internet, sin duda alguna). En On Creaturely Life, Eric Santner interpreta el concepto de historia natural acuñado por Walter Benjamin de la siguiente manera: “La historia natural, como la entiende Benjamin, apunta así entonces a un elemento fundamental de la vida humana, a saber que las formas simbólicas en y a través de las cuales se estructura la vida pueden vaciarse, perder su vitalidad, romperse en una serie de significantes enigmáticos, “jeroglíficos” que de alguna manera continúan dirigiéndose a nosotros —colocándose bajo nuestra piel psíquica— aunque ya no poseamos la llave de su significado”. En este sentido, en el sentido en que Kate enfrenta a los artefactos de la cultura como formas vacías y enigmáticas que, sin embargo, continúan dándole sentido a lo que piensa y hace y ve, Kate es una especie de Virgilio que nos introduce, no sin grandes dosis de sentido del humor, al terreno de la historia natural de la cultura.
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]en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
¿Y cómo es el mundo después del mundo? ¿Cuáles son, exactamente, nuestras ruinas? ¿Cómo se lidia con el lenguaje cuando no hay nadie, en sentido literal, a quien dirigirlo? El discurso interrumpido, sincopado de Kate, la única protagonista de Wittgenstein’s Mistress, parece proponerse atender, de una u otra manera, a estas preguntas. Las referencias a ciudades paradigmáticas del mundo moderno y posmoderno, así como a sus museos —instituciones culturales dedicadas a la identificación y preservación del patrimonio cultural— son del todo relevantes en este sentido. Kate empieza su relato completamente autobiográfico asegurando que: “En el comienzo, algunas veces dejaba mensajes en la calle.// Alguien está viviendo en el Louvre, ciertos mensajes dirían. O en la Galería Nacional.// Naturalmente sólo podían decir eso cuando estaba en París o en Londres. Alguien está viviendo en el Museo Metropolitano, eso decían cuando vivía todavía en Nueva York.// Nadie vino, por supuesto. Eventualmente desistí de dejar los mensajes”.
Aunque nunca está del todo segura acerca del tiempo que ha transcurrido entre esa época en que todavía buscaba a algún otro sobreviviente y la etapa en que cesó toda búsqueda (en algún momento aventura la cifra de 10 años), Kate sabe que ha viajado mucho entre un punto y otro del tiempo. Los recorridos de Kate, que van de Turquía (el lugar original de Troya) a París, de Pennsylvania a México, pasando por Madrid o Roma, configuran una suerte de mapa post-humano del globo. El mapa, como todo mapa, no es azaroso, no es una réplica a escala de lo que-está-ahí, sino una selección de deslizamientos que, en el caso de Kate, son sobre todo deslizamientos a lo largo de y en la cultura y sus artefactos. Así es como, con el mundo completamente vacío, con todo estrictamente a su disposición, Kate opta por vivir en museos y, de manera eventual, por vivir de ellos (quemando algunas obras, por ejemplo, para producir calor).
Como en muchos de sus libros, Markson incorpora en Wittgenstein’s Mistress una plétora de referencias literarias, artísticas y filosóficas que van de la época clásica a los albores de la modernidad. La manera en que trabaja la mente de Kate en la soledad más absoluta, el acertijo de la memoria que entrelaza y, con frecuencia, confunde, evita que tales menciones a las Grandes Obras de Cultura se conviertan en simples evidencias del status quo o en ramplona reafirmación del canon occidental. Kate no sólo confunde (y al confundir cuestiona) con gran facilidad autores y obras (Anna Akmatova, por ejemplo, es un personaje de Ana Karenina), o piezas originales con sus versiones fílmicas (es fácil pasar de Hécuba a Katherine Hepburn, por ejemplo) sino que además, con un gran sentido del humor, se da a la tarea de reapropiarse de narrativas fundacionales de occidente. Tal es el caso de la Iliada. No por casualidad, uno de sus primeros viajes en el mundo post-humano que habita la lleva a Hisarlik, el nombre contemporáneo de la antigua Troya. Y tampoco por casualidad aparecen aquí y allá, una y otra vez, en ocasiones como hilo del relato, aunque más frecuentemente como interrupción al hilo de otro relato, los nombres de Helena, de Aquiles, de Héctor. Así, cuando en las inmediaciones del libro, Kate conjunta a Eurípides, Orestes, Climenestra, Elena, Casandra, y Agamenón, para rehacer la historia de Troya, esta vez alrededor de tópicos como la violación y el secuestro y las relaciones familiares, es imposible no hacer comparaciones, acaso ingratas, con ejercicios similares: la Iliada de Alessandro Baricco salta ahora mismo a la memoria.
Reversibles y grotescos, necesarios pero abiertos, los artefactos de la gran cultura sin el cual el mundo post-humano de Kate resulta impensable, provocan así más ironía que asombro, más duda y tanteo que validación. Kate, eso queda claro desde el inicio, es una mujer atenta a los eventos de la alta cultura pero tal y como éstos aparecen en los diccionarios y en la cuarta de forros de algunos libros y en la carátula de ciertos discos (si Markson hubiera escrito esta novela una década después, Kate habría sido una gran navegadora de internet, sin duda alguna). En On Creaturely Life, Eric Santner interpreta el concepto de historia natural acuñado por Walter Benjamin de la siguiente manera: “La historia natural, como la entiende Benjamin, apunta así entonces a un elemento fundamental de la vida humana, a saber que las formas simbólicas en y a través de las cuales se estructura la vida pueden vaciarse, perder su vitalidad, romperse en una serie de significantes enigmáticos, “jeroglíficos” que de alguna manera continúan dirigiéndose a nosotros —colocándose bajo nuestra piel psíquica— aunque ya no poseamos la llave de su significado”. En este sentido, en el sentido en que Kate enfrenta a los artefactos de la cultura como formas vacías y enigmáticas que, sin embargo, continúan dándole sentido a lo que piensa y hace y ve, Kate es una especie de Virgilio que nos introduce, no sin grandes dosis de sentido del humor, al terreno de la historia natural de la cultura.
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Monday, February 18, 2008
Tuesday, February 12, 2008
COMPLETAMENTE AUTOBIOGRÁFICA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
No muchos utilizarían el adjetivo “autobiográfica” para calificar a Wittgenstien’s Mistress, la novela que el estadounidense David Markson publicó, después de ser rechazada en 54 diferentes ocasiones por otras tantas editoriales, en 1988 con Dalkey Archives, una casa editora que cuenta entre sus autores a Gombrowics, Sarduy, Stein, Luisa Valenzuela, Anne Carson, entre otros poetas y narradores caracterizados por arriesgar en sus tratos con el lenguaje. Pero esa es la palabra, precedida por el adverbio “completamente”, que utiliza Kate, la protagonista de un relato que inicia tiempo después (ni la protagonista ni el lector pueden nunca estar seguros de cuánto tiempo después) de haberse convertido en la única persona sobre el planeta tierra. Así, después de haber desechado la idea de escribir una novela (porque “la gente que escribe novelas sólo las escribe cuando tiene muy poco que escribir” y porque “las novelas son acerca de gente, mucha gente”), Kate llega a la conclusión, esto casi al final del libro, por supuesto, de que ella necesita escribir una novela “completamente autobiográfica” –un relato minucioso que registre todo lo que pasa por la mente de una mujer que “se despertó un miércoles o jueves para descubrir que aparentemente ya no había ninguna otra persona en la tierra./ Vamos, ni siquiera una gaviota, tampoco”. Refiriéndose a sí misma por primera vez con el ella de la tercera persona del singular, Kate reflexiona sobre lo que podría saber o no saber la narradora de tal relato completamente autobiográfico: sabría, por ejemplo, que “una cosa curiosa que tarde o temprano cruzaría por su cabeza sería que paradójicamente ella había estado prácticamente tan sola antes de que todo esto pasara como lo estaba ahora, incidentalmente. Vamos, siendo ésta una novela autobiográfica puedo verificar categóricamente que una cosa como ésa cruzaría por su cabeza tarde o temprano, de hecho.”
El relato “completamente autobiográfico” al que el lector se enfrenta aquí dista mucho de los esquemas que empiezan el registro de una vida justo al inicio –con el nacimiento, por ejemplo– continuándola con estrategias lineales de acumulación, usualmente progresivas, que confluyen en el punto de la escritura del relato como momento de auto-validación del mismo. El texto de Kate, habrá que anotarlo, se aleja de ese tipo de realismo terso y explicativo que a menudo se asocia al género autobiográfico y que tanto atacaba Kathy Acker en alguno de sus memorables ensayos incluidos en Bodies of Work. Un verdadero realismo, un realismo radical, tendría que tomar un registro exhaustivo de lo que acontece frente y dentro del sujeto en cuestión, aseguraba Acker. Un realismo realista tendría, por fuerza, luego entonces, que estar muy cerca de la experiencia de la locura. Y ese sustantivo, por cierto, aparece muy pronto en la novela de Markson, ya como una sombra o como una premonición o como un inevitable. Porque, ¿estamos de verdad listos para creer que Kate es, en efecto, la última persona viva en el planeta?
David Markson no pierde el tiempo investigando las posibles causas de la desaparición de todos-menos-uno los seres humanos de la tierra. Comprobar o rechazar la materialidad de esa hipótesis no constituye ni una preocupación ni un eje de un texto que, de entrada, le da la espalda a las preguntas que animan a la gran mayoría de relatos de fin del mundo. Se trata, por decirlo así, de un texto en la post-ciencia ficción. El tema, si es que hay uno, lo enunciará claramente la protagonista en el momento mismo en que explica por qué ha decidido escribir una novela completamente autobiográfica: la soledad. Kate no sólo es una persona solitaria, sino que se constituye a lo largo de su novela completamente autobiográfica en La Gran Sola. Y de esto, de la experiencia de la soledad, no da cuenta una anécdota precisa (aunque hay nociones aquí y allá de que Kate ha perdido un hijo, acaso de 7 años, cuyo nombre está casi segura de que es, o ha sido, Simon y cuya tumba visita, o ha visitado, de vez en cuando en México, de todos los lugares posibles) tanto como el uso del lenguaje mismo. La soledad o la pérdida, o la soledad resultante de la pérdida, no sólo se nota en la manera en que Kate organiza una autobiografía que, a fin de cuentas, es un relato para sí misma, sino sobre todo en la manera en que las oraciones de tal texto están escritas. La sintaxis de Kate es, digámoslo así, rara.
Estructurado a través de “mensajes”, que no en pocas ocasiones constituyen “una forma inventada de escritura que nadie entiende”, su texto completamente autobiográfico se divide en pequeños párrafos que toman la apariencia de versículos. En todo caso, son líneas en las que se desliza un universo completo, cuyo corte, a menudo abrupto, interrumpe el sentido de la oración, así como la noción de que una debe seguirse lógicamente de la anterior. En este sentido, no sería descabellado asociar este tipo de construcción a lo que Ron Silliman ha definido como the new sentence. Introducidas a menudo con adverbios relativos (lo que, donde, el cual), las frases de Markson son en realidad oraciones subordinadas que aparecen en la página, y en el texto, sin su antecedente o separadas de tal antecedente, como surgidas del silencio o de la nada.
“La mayoría de las cosas en latas parecen comestibles, por cierto. Es sólo en las cosas empacadas en papel que ya no confío.// Aunque dos huevos estrellados son por lo que daría casi todo ahora.// Por lo que más seriamente lo daría casi todo, a decir verdad, sería por entender cómo es que mi cabeza se las arregla algunas veces para saltar de una cosa a otra como lo hace.// Por ejemplo ahora estoy pensando en el castillo de La Mancha otra vez. // Y ¿por qué mundana razón estoy también recordando que fue Odisea quien supo donde estaba Aquiles, cuando Aquiles se escondía entre las mujeres para que no lo obligaran a participar en la batalla?”.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
No muchos utilizarían el adjetivo “autobiográfica” para calificar a Wittgenstien’s Mistress, la novela que el estadounidense David Markson publicó, después de ser rechazada en 54 diferentes ocasiones por otras tantas editoriales, en 1988 con Dalkey Archives, una casa editora que cuenta entre sus autores a Gombrowics, Sarduy, Stein, Luisa Valenzuela, Anne Carson, entre otros poetas y narradores caracterizados por arriesgar en sus tratos con el lenguaje. Pero esa es la palabra, precedida por el adverbio “completamente”, que utiliza Kate, la protagonista de un relato que inicia tiempo después (ni la protagonista ni el lector pueden nunca estar seguros de cuánto tiempo después) de haberse convertido en la única persona sobre el planeta tierra. Así, después de haber desechado la idea de escribir una novela (porque “la gente que escribe novelas sólo las escribe cuando tiene muy poco que escribir” y porque “las novelas son acerca de gente, mucha gente”), Kate llega a la conclusión, esto casi al final del libro, por supuesto, de que ella necesita escribir una novela “completamente autobiográfica” –un relato minucioso que registre todo lo que pasa por la mente de una mujer que “se despertó un miércoles o jueves para descubrir que aparentemente ya no había ninguna otra persona en la tierra./ Vamos, ni siquiera una gaviota, tampoco”. Refiriéndose a sí misma por primera vez con el ella de la tercera persona del singular, Kate reflexiona sobre lo que podría saber o no saber la narradora de tal relato completamente autobiográfico: sabría, por ejemplo, que “una cosa curiosa que tarde o temprano cruzaría por su cabeza sería que paradójicamente ella había estado prácticamente tan sola antes de que todo esto pasara como lo estaba ahora, incidentalmente. Vamos, siendo ésta una novela autobiográfica puedo verificar categóricamente que una cosa como ésa cruzaría por su cabeza tarde o temprano, de hecho.”
El relato “completamente autobiográfico” al que el lector se enfrenta aquí dista mucho de los esquemas que empiezan el registro de una vida justo al inicio –con el nacimiento, por ejemplo– continuándola con estrategias lineales de acumulación, usualmente progresivas, que confluyen en el punto de la escritura del relato como momento de auto-validación del mismo. El texto de Kate, habrá que anotarlo, se aleja de ese tipo de realismo terso y explicativo que a menudo se asocia al género autobiográfico y que tanto atacaba Kathy Acker en alguno de sus memorables ensayos incluidos en Bodies of Work. Un verdadero realismo, un realismo radical, tendría que tomar un registro exhaustivo de lo que acontece frente y dentro del sujeto en cuestión, aseguraba Acker. Un realismo realista tendría, por fuerza, luego entonces, que estar muy cerca de la experiencia de la locura. Y ese sustantivo, por cierto, aparece muy pronto en la novela de Markson, ya como una sombra o como una premonición o como un inevitable. Porque, ¿estamos de verdad listos para creer que Kate es, en efecto, la última persona viva en el planeta?
David Markson no pierde el tiempo investigando las posibles causas de la desaparición de todos-menos-uno los seres humanos de la tierra. Comprobar o rechazar la materialidad de esa hipótesis no constituye ni una preocupación ni un eje de un texto que, de entrada, le da la espalda a las preguntas que animan a la gran mayoría de relatos de fin del mundo. Se trata, por decirlo así, de un texto en la post-ciencia ficción. El tema, si es que hay uno, lo enunciará claramente la protagonista en el momento mismo en que explica por qué ha decidido escribir una novela completamente autobiográfica: la soledad. Kate no sólo es una persona solitaria, sino que se constituye a lo largo de su novela completamente autobiográfica en La Gran Sola. Y de esto, de la experiencia de la soledad, no da cuenta una anécdota precisa (aunque hay nociones aquí y allá de que Kate ha perdido un hijo, acaso de 7 años, cuyo nombre está casi segura de que es, o ha sido, Simon y cuya tumba visita, o ha visitado, de vez en cuando en México, de todos los lugares posibles) tanto como el uso del lenguaje mismo. La soledad o la pérdida, o la soledad resultante de la pérdida, no sólo se nota en la manera en que Kate organiza una autobiografía que, a fin de cuentas, es un relato para sí misma, sino sobre todo en la manera en que las oraciones de tal texto están escritas. La sintaxis de Kate es, digámoslo así, rara.
Estructurado a través de “mensajes”, que no en pocas ocasiones constituyen “una forma inventada de escritura que nadie entiende”, su texto completamente autobiográfico se divide en pequeños párrafos que toman la apariencia de versículos. En todo caso, son líneas en las que se desliza un universo completo, cuyo corte, a menudo abrupto, interrumpe el sentido de la oración, así como la noción de que una debe seguirse lógicamente de la anterior. En este sentido, no sería descabellado asociar este tipo de construcción a lo que Ron Silliman ha definido como the new sentence. Introducidas a menudo con adverbios relativos (lo que, donde, el cual), las frases de Markson son en realidad oraciones subordinadas que aparecen en la página, y en el texto, sin su antecedente o separadas de tal antecedente, como surgidas del silencio o de la nada.
“La mayoría de las cosas en latas parecen comestibles, por cierto. Es sólo en las cosas empacadas en papel que ya no confío.// Aunque dos huevos estrellados son por lo que daría casi todo ahora.// Por lo que más seriamente lo daría casi todo, a decir verdad, sería por entender cómo es que mi cabeza se las arregla algunas veces para saltar de una cosa a otra como lo hace.// Por ejemplo ahora estoy pensando en el castillo de La Mancha otra vez. // Y ¿por qué mundana razón estoy también recordando que fue Odisea quien supo donde estaba Aquiles, cuando Aquiles se escondía entre las mujeres para que no lo obligaran a participar en la batalla?”.
--crg