RECETA
Al pavo se le pone lo que usualmente va en el pavo: romero, mantequilla con trufas, manzanas o peras, limones o naranjas, sal y pimienta. Se le coloca en el horno después, por supuesto. Y ahí se le olvida por horas enteras. El tiempo hará lo suyo, que es pasar. Mientras tanto, no dude en escribir programas de estudios, artículos atrasados, cartas pospuestas. Cuando regrese a la realidad (porque regresar a la realidad es inevitable), saque el pavo del horno y, junto con todos los otros implementos, arranque el auto (acepte que va tarde) y diríjase rumbo a la frontera más cercana. Maneje con cuidado. Cruce. De súbito, al presentir (que es otra manera de decir: inventar) que el pavo no está completamente cocido, visite cuanto restaurante conozca (de preferencia aquellos donde la tratan bien) para pedir prestado un horno. Reconozca, al paso del tiempo (que sigue pasando porque eso es lo suyo), que conseguir un horno ajeno es cosa de locos en noche de Acción de Gracias. Si usted siempre termina involucrándose en cosa de locos, admita que ésta es una de las más inútiles y largas. Llegue a la casa consabida y, al destapar el famoso pavo, dése cuenta, con esa sonrisita idiota del que ha andado, sin duda, en la más distante de todas las fronteras, que el pavo está listo y rico y bien. Aromático. Cocine a toda prisa todo lo demás: ejotes con cebollines, ensalada con clementinas, relleno con nueces varias, compota de arándanos. Tome una o dos copas de albariño mientras enciende la llama de la estufa, le cuentan dos o tres historias confunidadas y trata de probar el aderezo. Siéntese a la mesa junto a los verdaderamente suyos y véalos a la cara. Abra esa botella especial de châteaneuf-du-pape y, todavía sin dejar de mirarlos, entre borbotones de carcajadas, dé gracias por muchas cosas, por todo de hecho, pero sobre todo por ese pavo paseado y transfronterizo que sabe a fuga y a regreso. Cosa dulce. Materia onírica. Un hecho.
--crg
Tuesday, November 25, 2008
HISTORIA Y COLLAGE
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Desde que escribo historia, que es mucho después de que empezara a escribir novelas, tuve la sospecha de que el público en general no lee libros de historia porque la gran mayoría, independientemente del tema que traten o la anécdota que intenten desarrollar, van escritos de la misma forma. Me refiero, por supuesto, a los libros de historia académica, a los libros académicos de historia que suelen explorar, por cierto, temas de suyo interesantes y anécdotas por demás amenas o escandalosas. Sin embargo, organizados de acuerdo a principios inculcados, ya subrepticia o ya de manera evidente, por manuales de reglas metodológicas o libros de consejos acerca de cómo escribir una tesis, muchos de estos textos se conforman de acuerdo a, y de paso confirman, una narrativa lineal en modo aristotélico, la cual incluye, a saber, tres pasos: la elaboración de un contexto estable y debidamente documentado; la descripción, de preferencia en gran detalle, del conflicto y/o hecho que ocurre en dicho contexto; y la producción de una resolución final o una lección, de preferencia ligada a un lenguaje teórico que incluya grandes conceptos. Esta narrativa, que tiende a reproducir una idea lineal, es decir, secuencial, es decir visual, de lo narrado, tiene como consecuencia el ocluir el sentido de impermanencia y de simultaneidad tan asociadas a las labores del oído y la presencia. Una escritura histórica en modo etnográfico, luego entonces, precisará de estrategias narrativas que contrarresten este fenómeno y abran las posibilidades dialógicas del texto. Y aquí es donde los consejos de Walter Benjamín, y sus peculiares notas para una filosofía de la historia, vuelven a hacer su aparición: el collage como estrategia para componer una página de alto contraste cuyo resultado es el conocimiento no como explicación del “objeto de estudio” sino como redención del mismo.
Ciertos expedientes históricos suelen responder, de hecho, a una composición basada en un principio semejante. Me refiero, claro está, a los expedientes médicos. Aunque firmado por un doctor, el diagnóstico pocas veces es lineal o definitivo. Todo lo contrario: una lectura detallada de este material textual pone en evidencia que el diagnóstico, como el expediente mismo, es un constructo multi-vocal y, además, contradictorio. Para muestra basta un botón: he aquí una vez más el expediente de Matilda Burgos (no es su verdadero nombre), la enferma que hablaba mucho y que, por ello, se convirtió en el personaje central de un libro. En la boleta de admisión, la primera hoja del expediente de Matilda Burgos, se responde a la pregunta acerca de la causa de su admisión con las siguientes dos alternativas: Confusión mental amoralidad. Demencia precoz hebefrénica. La primera de estas anotaciones está conspicua y significativamente tachada. A manera de palimpsesto o de capa geológica, el expediente acoge ésta y otras revisiones pero sin borrar las notas precedentes y, de más importancia para el lector en modo etno-historiográfico, sin incorporar las nuevas versiones a las anteriores, es decir, sin normalizarlas. El texto, en este sentido, no sólo es una colección de marcas sino una colección de marcas o inscripciones en permanente y perpetua competencia. Una escritura histórica que se pensara ante todo como escritura tendría que proponerse como reto el encarnar en la página del libro este sentido de composición competitiva y tensa, esta estructura dialógica propia de e interna al documento mismo. El collage, así, no sería una medida de representación arbitraria o externa al documento, sino una estrategia que, en ciertos casos, en casos como el de Matilda Burgos, contribuiría a llevar al papel su historia y la manera en que esa historia fue compuesta a inicios de siglo XX dentro de las instalaciones del Manicomio General La Castañeda, que es donde ella estuvo. Así entonces, no basta con identificar “todas” las versiones posibles y rechazar sólo una, la versión final, sino que hay que mostrarlo. La función del collage es sostener tantas versiones como sea posible, colocándolas tan cerca una de la otra como para provocar el contraste, el asombro, el gozo—ese conocimiento producido por la epifanía no enunciada sino compuesta o fabricada por el mero tendido del texto, su arquitectura.
Lo que esto significa en términos de la posición del autor dentro del texto, especialmente en una era en que se experimenta con la muerte del autor, es importante. El historiador en modo etnográfico que escribe de acuerdo a los principios del collage no puede preservar su posición hermenéutica como intérprete de documentos o como descifrador de signos. No se trata de un historiador que ande en busca de la verdad escondida de las cosas. Este otro historiador, y aquí utilizo un símil del mundo de la música contemporánea, cumplirá más bien las funciones de compositor o, aún mejor, de director de orquesta gestual muy a la Boulez. Lo cito: “El director debe tener en todo momento disponible en su cabeza, y de manera instantánea, el dibujo de la disposición, tanto más cuanto que los acontecimientos que se quieren suscitar no se producen de raíz de una secuencia fija, o porque dicha secuencia puede ser improvisada y puede cambiar en cualquier momento. Hay que “tocar” a los músicos, como si fueran las teclas de un piano” *. Hay que “tocar” a los documentos, parafraseo ahora, como si fueran las teclas de un piano. Y esto lo debe saber tanto el historiador como el escritor de novelas históricas.
* Pierre Boulez, La escritura del gesto. Conversaciones con Cécil Grilly (Barcelona: Gedisa, 2003), 117.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Desde que escribo historia, que es mucho después de que empezara a escribir novelas, tuve la sospecha de que el público en general no lee libros de historia porque la gran mayoría, independientemente del tema que traten o la anécdota que intenten desarrollar, van escritos de la misma forma. Me refiero, por supuesto, a los libros de historia académica, a los libros académicos de historia que suelen explorar, por cierto, temas de suyo interesantes y anécdotas por demás amenas o escandalosas. Sin embargo, organizados de acuerdo a principios inculcados, ya subrepticia o ya de manera evidente, por manuales de reglas metodológicas o libros de consejos acerca de cómo escribir una tesis, muchos de estos textos se conforman de acuerdo a, y de paso confirman, una narrativa lineal en modo aristotélico, la cual incluye, a saber, tres pasos: la elaboración de un contexto estable y debidamente documentado; la descripción, de preferencia en gran detalle, del conflicto y/o hecho que ocurre en dicho contexto; y la producción de una resolución final o una lección, de preferencia ligada a un lenguaje teórico que incluya grandes conceptos. Esta narrativa, que tiende a reproducir una idea lineal, es decir, secuencial, es decir visual, de lo narrado, tiene como consecuencia el ocluir el sentido de impermanencia y de simultaneidad tan asociadas a las labores del oído y la presencia. Una escritura histórica en modo etnográfico, luego entonces, precisará de estrategias narrativas que contrarresten este fenómeno y abran las posibilidades dialógicas del texto. Y aquí es donde los consejos de Walter Benjamín, y sus peculiares notas para una filosofía de la historia, vuelven a hacer su aparición: el collage como estrategia para componer una página de alto contraste cuyo resultado es el conocimiento no como explicación del “objeto de estudio” sino como redención del mismo.
Ciertos expedientes históricos suelen responder, de hecho, a una composición basada en un principio semejante. Me refiero, claro está, a los expedientes médicos. Aunque firmado por un doctor, el diagnóstico pocas veces es lineal o definitivo. Todo lo contrario: una lectura detallada de este material textual pone en evidencia que el diagnóstico, como el expediente mismo, es un constructo multi-vocal y, además, contradictorio. Para muestra basta un botón: he aquí una vez más el expediente de Matilda Burgos (no es su verdadero nombre), la enferma que hablaba mucho y que, por ello, se convirtió en el personaje central de un libro. En la boleta de admisión, la primera hoja del expediente de Matilda Burgos, se responde a la pregunta acerca de la causa de su admisión con las siguientes dos alternativas: Confusión mental amoralidad. Demencia precoz hebefrénica. La primera de estas anotaciones está conspicua y significativamente tachada. A manera de palimpsesto o de capa geológica, el expediente acoge ésta y otras revisiones pero sin borrar las notas precedentes y, de más importancia para el lector en modo etno-historiográfico, sin incorporar las nuevas versiones a las anteriores, es decir, sin normalizarlas. El texto, en este sentido, no sólo es una colección de marcas sino una colección de marcas o inscripciones en permanente y perpetua competencia. Una escritura histórica que se pensara ante todo como escritura tendría que proponerse como reto el encarnar en la página del libro este sentido de composición competitiva y tensa, esta estructura dialógica propia de e interna al documento mismo. El collage, así, no sería una medida de representación arbitraria o externa al documento, sino una estrategia que, en ciertos casos, en casos como el de Matilda Burgos, contribuiría a llevar al papel su historia y la manera en que esa historia fue compuesta a inicios de siglo XX dentro de las instalaciones del Manicomio General La Castañeda, que es donde ella estuvo. Así entonces, no basta con identificar “todas” las versiones posibles y rechazar sólo una, la versión final, sino que hay que mostrarlo. La función del collage es sostener tantas versiones como sea posible, colocándolas tan cerca una de la otra como para provocar el contraste, el asombro, el gozo—ese conocimiento producido por la epifanía no enunciada sino compuesta o fabricada por el mero tendido del texto, su arquitectura.
Lo que esto significa en términos de la posición del autor dentro del texto, especialmente en una era en que se experimenta con la muerte del autor, es importante. El historiador en modo etnográfico que escribe de acuerdo a los principios del collage no puede preservar su posición hermenéutica como intérprete de documentos o como descifrador de signos. No se trata de un historiador que ande en busca de la verdad escondida de las cosas. Este otro historiador, y aquí utilizo un símil del mundo de la música contemporánea, cumplirá más bien las funciones de compositor o, aún mejor, de director de orquesta gestual muy a la Boulez. Lo cito: “El director debe tener en todo momento disponible en su cabeza, y de manera instantánea, el dibujo de la disposición, tanto más cuanto que los acontecimientos que se quieren suscitar no se producen de raíz de una secuencia fija, o porque dicha secuencia puede ser improvisada y puede cambiar en cualquier momento. Hay que “tocar” a los músicos, como si fueran las teclas de un piano” *. Hay que “tocar” a los documentos, parafraseo ahora, como si fueran las teclas de un piano. Y esto lo debe saber tanto el historiador como el escritor de novelas históricas.
* Pierre Boulez, La escritura del gesto. Conversaciones con Cécil Grilly (Barcelona: Gedisa, 2003), 117.
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Monday, November 24, 2008
FIN DE SEMANA EN MARTE
Las noticias de los primeros asentamientos surgieron a finales del siglo pasado. Se trataba de pequeños clanes que, aprovechando el parecido físico y adoptando pronto los rituales de la comida y el lenguaje, se mezclaron sin gran escándalo con la población local. Con ayuda de una tecnología inédita, abrieron las montañas de arena que les designaron y, poco a poco, construyeron sus casas y sus calles. Ahí escucharon música y jugaron cartas; ahí también se reprodujeron sin ánimo alguno de poblar el planeta. Ahí conjugaron los verbos. El lenguaje de las ostras llegó después, cuando descubrieron que nadie sobre la tierra había descubierto aún la facilidad con la que es posible intercambiar los signos que emergen en sus orillas. Ahí amaron.
--crg
Thursday, November 20, 2008
LA CONSTRUCCIÓN DEL SUSPENSO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Me aficioné a leer al autor sueco Henning Mankell debido los achaques y la soledad que caracteriza a Kurt Wallander, ese detective ya no tan joven que acierta tantas veces como falla a lo largo de los casos que le toca resolver. Cuando empecé a leer Pisando los talones, la novela en que un apesadumbrado Wallander trata de dar con un asesino a quien le molesta sobremanera la felicidad de la gente, me llamó la atención sobre todo el cuidado de la prosa. Estaba ante una intriga interesante, eso era cierto, pero sobre todo estaba incursionando en un mundo de oraciones cadenciosas cuya construcción enunciaba, página a página, el suspenso de la trama. Y de ahí pal real, como se dice. Poco a poco, conforme iba devorando los libros de la serie Wallander, el paisaje de Escania me fue resultando familiar: la cadencia de sus inviernos, la naturaleza de sus vientos racheados, el estado de sus carreteras, la belleza de sus costas. También poco a poco me fui sintiendo cerca de esa entidad conocida como “la inescrutable alma nórdica” que, para mí, ha llevado desde siempre el sello de Hamsun, de Ibsen, de Strindberg y de Bergman. Leí con mayor o menor gusto, pues, todos esos libros de Mankell sin considerar ni siquiera la posibilidad de que llegara a su fin, asumiendo de hecho que la serie Wallander sería infinita. Pero lo inimaginable pasó: la serie llegó a su fin. Y, traicionada, sufriendo las consecuencias de un abandono inconcebible, dejé de leer a Mankell. Pensé que si para él era tan sencillo deshacerse de Wallander, para mí tendría que ser igual de sencillo deshacerme de él y, sin más, di por terminada esa extraña relación amorosa que se fragua, al calor de páginas y personajes y escenas, con ciertos autores.
No fue sino hasta hace poco que, beneficiándome de una donación de libros, volví a leer dos de sus novelas: Zapatos Italianos (traducida al español en el 2006) y Profundidades (con traducción del 2007). Si no me los hubieran obsequiado, ahora lo sé bien, me habría perdido de dos experiencias importantes. Bastó recorrer la primera página de Zapatos italianos para constatar que me encontraba, una vez más, ante una escritura depurada hasta su punto máximo: ningún rodeo, ninguna innecesaria deriva, ninguna salida en falso. “Siempre me siento más solo cuando hace frío”, dice la primera frase y, antes de dar por terminado el segundo párrafo, esto: “La vida es una frágil rama que se mece sobre un abismo”. Bastó también leer las páginas de Hielo, la primera sección el libro, para comprobar que las profundidades del corazón humano no le son desconocidas a un Mankell de 60 años, cada vez más consciente del deterioro del cuerpo y de los extremos accidentados de la vida: el dolor, el perdón, el amor.
La imagen es escalofriante: cada mañana un hombre de avanzada edad cava un agujero en el hielo para zambullirse en el agua helada con tal de sentirse vivo. El hombre, que alguna vez fue médico, es el único habitante de una isla a donde sólo llega, y eso de cuando en cuando, el servicio de correos. El hombre ha vivido así por los últimos 12 años de su vida, todo esto después de “la catástrofe”. Hasta esa isla desierta llega una anciana que avanza sobre el hielo con ayuda de un andador. Se trata de una mujer enferma de cáncer que, hace 37 años, él abandonó. Ahora, a punto de morir, la mujer ha regresado para pedirle que cumpla una promesa que él le hizo. “— ¿Quieres saber por qué deseo ver esa laguna? De repente su voz adoptó otro timbre. ⎯Sí ⎯confesé— quisiera saberlo. ⎯Porque es la promesa más hermosa que me hayan hecho en la vida. ⎯¿La más hermosa? ⎯La única verdaderamente hermosa”.
Cumplir una promesa tiene consecuencias. La anécdota, llena de recovecos por los que se deslizan personajes heridos y entrañables, personajes cada vez más alejados de los mundos de todos y más presas de sus propios mundos incomunicables, lleva al lector por los gélidos bosques que Mankell imagina como habitados por aquellos que hablan su propia lengua: “Yo creo que en estos parajes cada uno tiene su propio dialecto. Se entienden entre sí pero cada uno habla a su manera. Así es más seguro. En las regiones más remotas puede llegar a parecer que cada personaje constituye una raza aparte”. La evocación de las islas nórdicas y la descripción puntual de fenómenos climatológicos como la temperatura o los vientos hacen dolorosamente vívidas las costas agrestes de esos lugares apartados donde perviven personajes con poca capacidad para comunicarse pero con gran capacidad para resistir.
Zapatos italianos no es una novela de detectives, pero en su centro palpita, como en toda novela que se digne de serlo, un enigma que no sólo es anecdótico sino que va construido de párrafo en párrafo del libro entero. El suspenso es, después de todo, una manera de narrar: una manera de frenar la acción para dejarla fluir luego, en otro sentido. Cuando, por ejemplo, el ex-médico husmea en la bolsa de mano de la vieja que ha llegado sin invitación ni mucha explicación de por medio a su isla, el narrador registra que encuentra algo pero, con sabiduría, con infinita paciencia y más malicia, deja pasar una o dos oraciones más antes de descubrirle al lector su contenido. “Estaba a punto de volverla a guardar en el bolso [una agenda] cuando vi que había un papel entre las páginas. Lo abrí y leí lo que ponía”. Hasta ese momento, el lector imagina que la información contenida en ese papel será importante, sin embargo, en lugar de darla a conocer, el narrador continúa con un punto y aparte. “Después, me fui al vestíbulo. El perro estaba sentado a mi lado”. El lector podría imaginar entonces que la información en el papel o no es importante o es tan importante que llegará sólo después. Lo segundo es lo que impera: “Seguía sin saber por qué había venido Harriet a mi isla. Pero lo que había encontrado en el bolso era un documento en el que se le comunicaba que estaba gravemente enferma y que le quedaba poco tiempo de vida”. Entonces y hasta entonces, Mankell da por concluido ese subcapítulo, iniciando el siguiente con una descripción del viento.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Me aficioné a leer al autor sueco Henning Mankell debido los achaques y la soledad que caracteriza a Kurt Wallander, ese detective ya no tan joven que acierta tantas veces como falla a lo largo de los casos que le toca resolver. Cuando empecé a leer Pisando los talones, la novela en que un apesadumbrado Wallander trata de dar con un asesino a quien le molesta sobremanera la felicidad de la gente, me llamó la atención sobre todo el cuidado de la prosa. Estaba ante una intriga interesante, eso era cierto, pero sobre todo estaba incursionando en un mundo de oraciones cadenciosas cuya construcción enunciaba, página a página, el suspenso de la trama. Y de ahí pal real, como se dice. Poco a poco, conforme iba devorando los libros de la serie Wallander, el paisaje de Escania me fue resultando familiar: la cadencia de sus inviernos, la naturaleza de sus vientos racheados, el estado de sus carreteras, la belleza de sus costas. También poco a poco me fui sintiendo cerca de esa entidad conocida como “la inescrutable alma nórdica” que, para mí, ha llevado desde siempre el sello de Hamsun, de Ibsen, de Strindberg y de Bergman. Leí con mayor o menor gusto, pues, todos esos libros de Mankell sin considerar ni siquiera la posibilidad de que llegara a su fin, asumiendo de hecho que la serie Wallander sería infinita. Pero lo inimaginable pasó: la serie llegó a su fin. Y, traicionada, sufriendo las consecuencias de un abandono inconcebible, dejé de leer a Mankell. Pensé que si para él era tan sencillo deshacerse de Wallander, para mí tendría que ser igual de sencillo deshacerme de él y, sin más, di por terminada esa extraña relación amorosa que se fragua, al calor de páginas y personajes y escenas, con ciertos autores.
No fue sino hasta hace poco que, beneficiándome de una donación de libros, volví a leer dos de sus novelas: Zapatos Italianos (traducida al español en el 2006) y Profundidades (con traducción del 2007). Si no me los hubieran obsequiado, ahora lo sé bien, me habría perdido de dos experiencias importantes. Bastó recorrer la primera página de Zapatos italianos para constatar que me encontraba, una vez más, ante una escritura depurada hasta su punto máximo: ningún rodeo, ninguna innecesaria deriva, ninguna salida en falso. “Siempre me siento más solo cuando hace frío”, dice la primera frase y, antes de dar por terminado el segundo párrafo, esto: “La vida es una frágil rama que se mece sobre un abismo”. Bastó también leer las páginas de Hielo, la primera sección el libro, para comprobar que las profundidades del corazón humano no le son desconocidas a un Mankell de 60 años, cada vez más consciente del deterioro del cuerpo y de los extremos accidentados de la vida: el dolor, el perdón, el amor.
La imagen es escalofriante: cada mañana un hombre de avanzada edad cava un agujero en el hielo para zambullirse en el agua helada con tal de sentirse vivo. El hombre, que alguna vez fue médico, es el único habitante de una isla a donde sólo llega, y eso de cuando en cuando, el servicio de correos. El hombre ha vivido así por los últimos 12 años de su vida, todo esto después de “la catástrofe”. Hasta esa isla desierta llega una anciana que avanza sobre el hielo con ayuda de un andador. Se trata de una mujer enferma de cáncer que, hace 37 años, él abandonó. Ahora, a punto de morir, la mujer ha regresado para pedirle que cumpla una promesa que él le hizo. “— ¿Quieres saber por qué deseo ver esa laguna? De repente su voz adoptó otro timbre. ⎯Sí ⎯confesé— quisiera saberlo. ⎯Porque es la promesa más hermosa que me hayan hecho en la vida. ⎯¿La más hermosa? ⎯La única verdaderamente hermosa”.
Cumplir una promesa tiene consecuencias. La anécdota, llena de recovecos por los que se deslizan personajes heridos y entrañables, personajes cada vez más alejados de los mundos de todos y más presas de sus propios mundos incomunicables, lleva al lector por los gélidos bosques que Mankell imagina como habitados por aquellos que hablan su propia lengua: “Yo creo que en estos parajes cada uno tiene su propio dialecto. Se entienden entre sí pero cada uno habla a su manera. Así es más seguro. En las regiones más remotas puede llegar a parecer que cada personaje constituye una raza aparte”. La evocación de las islas nórdicas y la descripción puntual de fenómenos climatológicos como la temperatura o los vientos hacen dolorosamente vívidas las costas agrestes de esos lugares apartados donde perviven personajes con poca capacidad para comunicarse pero con gran capacidad para resistir.
Zapatos italianos no es una novela de detectives, pero en su centro palpita, como en toda novela que se digne de serlo, un enigma que no sólo es anecdótico sino que va construido de párrafo en párrafo del libro entero. El suspenso es, después de todo, una manera de narrar: una manera de frenar la acción para dejarla fluir luego, en otro sentido. Cuando, por ejemplo, el ex-médico husmea en la bolsa de mano de la vieja que ha llegado sin invitación ni mucha explicación de por medio a su isla, el narrador registra que encuentra algo pero, con sabiduría, con infinita paciencia y más malicia, deja pasar una o dos oraciones más antes de descubrirle al lector su contenido. “Estaba a punto de volverla a guardar en el bolso [una agenda] cuando vi que había un papel entre las páginas. Lo abrí y leí lo que ponía”. Hasta ese momento, el lector imagina que la información contenida en ese papel será importante, sin embargo, en lugar de darla a conocer, el narrador continúa con un punto y aparte. “Después, me fui al vestíbulo. El perro estaba sentado a mi lado”. El lector podría imaginar entonces que la información en el papel o no es importante o es tan importante que llegará sólo después. Lo segundo es lo que impera: “Seguía sin saber por qué había venido Harriet a mi isla. Pero lo que había encontrado en el bolso era un documento en el que se le comunicaba que estaba gravemente enferma y que le quedaba poco tiempo de vida”. Entonces y hasta entonces, Mankell da por concluido ese subcapítulo, iniciando el siguiente con una descripción del viento.
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Saturday, November 15, 2008
TEORÍA DEL BOSQUE
Listen to the shoe, approaching. A sublte crack. There is a hand that, unaware of istelf, reaches for. It is called drizzling. Someone smiles. Overcast, the sky: a vault full of broken twigs. That noise. Broken leaves. Approaching, the shoe. Broken. Someone within the forest, here.
--crg
Listen to the shoe, approaching. A sublte crack. There is a hand that, unaware of istelf, reaches for. It is called drizzling. Someone smiles. Overcast, the sky: a vault full of broken twigs. That noise. Broken leaves. Approaching, the shoe. Broken. Someone within the forest, here.
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Tuesday, November 11, 2008
SANTO REMEDIO
Hay momentos en la vida en que hasta el más diestro se transforma en personaje de novela de Henning Mankell: un hombre o mujer que habita esa isla de hielo agitada por vientos racheados del noreste a la espera, para colmo, del invierno. Para esos momentos se inventó, creo yo, el queso P´tit Basque (Istara, Pur Brebis, Pyrénées-Atlantiques). El consejo: hay que partir rodajas muy delgadas y comerlo a mordiscos pequeñísimos, lentamente. El bienestar es inmediato. A medida que el queso va haciéndose de su lugar entre los dientes y, luego, en la boca del estómago, brota la genuflexión ésa a la que comúnmente se le denomina como sonrisa. Luego: la carcajada. Luego. Y, entonces, de súbito, el Personaje de Bellísima Novela Nórdica deja atrás la espera del Invierno, que se aproxima, abre a toda prisa la puerta de la entrada y, en carrera loca hacia la costa, se deshace una a una de sus ropas. Ya en el agua, que imagina tan fría como las del mar del norte, se aleja del mundo en largas brazadas rítmicas. Al regresar, cuando todo eso no es sino un recuerdo más, está el queso. El P´tit Basque. Santo Remedio.
--crg
Hay momentos en la vida en que hasta el más diestro se transforma en personaje de novela de Henning Mankell: un hombre o mujer que habita esa isla de hielo agitada por vientos racheados del noreste a la espera, para colmo, del invierno. Para esos momentos se inventó, creo yo, el queso P´tit Basque (Istara, Pur Brebis, Pyrénées-Atlantiques). El consejo: hay que partir rodajas muy delgadas y comerlo a mordiscos pequeñísimos, lentamente. El bienestar es inmediato. A medida que el queso va haciéndose de su lugar entre los dientes y, luego, en la boca del estómago, brota la genuflexión ésa a la que comúnmente se le denomina como sonrisa. Luego: la carcajada. Luego. Y, entonces, de súbito, el Personaje de Bellísima Novela Nórdica deja atrás la espera del Invierno, que se aproxima, abre a toda prisa la puerta de la entrada y, en carrera loca hacia la costa, se deshace una a una de sus ropas. Ya en el agua, que imagina tan fría como las del mar del norte, se aleja del mundo en largas brazadas rítmicas. Al regresar, cuando todo eso no es sino un recuerdo más, está el queso. El P´tit Basque. Santo Remedio.
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LA MODERNIDAD A DOS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Habrá que decirlo con toda serenidad: a juzgar por el número de libros vendidos, Octavio Paz no es un poeta sino un ensayista. De acuerdo a cifras publicadas no hace mucho, el texto de Octavio Paz que más se ha distribuido y se distribuye en México no es un libro de poesía y ni siquiera un tratado sobre teoría poética o un ensayo sobre arte. Su legado, al menos el que le queda al lector no profesional, está en otro sitio. Octavio Paz es El laberinto de la soledad. Es sabido, por supuesto, que la poesía de Paz ha sido y seguirá siendo estudiada a profundidad por lectores especializados tanto dentro como fuera de la academia. Es sabido, por supuesto, que la poesía, sea de Paz o no, en general no vende (y por ello valdría la pena preguntarse, por ejemplo, por el libro más vendido de otros poetas mexicanos que combinaron la escritura de sus poemas, como lo han hecho no pocos, con el ensayo). Ninguna de estas dos afirmaciones anteriores borra el dato: el libro más leído de Octavio Paz es, y por mucho, ese ensayo publicado originalmente en 1950, en pleno auge alemanista. En sus páginas, un Paz de 36 años resumió una lectura atenta de Samuel Ramos y de algunos historiadores más bien convencionales pero franceses para construir, con retórica elegante y a todas luces convincente, una versión de la modernidad mexicana que, con el paso de los años y con la ayuda de escuelas públicas y privadas tanto de México como en el extranjero, ha sobrevivido, a veces se antoja que no con la suficiente polémica, hasta nuestros días.
Juan Rulfo tenía más o menos la misma edad cuando, apenas unos cinco años después, en 1955, publicó Pedro Páramo. Vivía en la Ciudad de México desde 1946, el mismo año en que Miguel Alemán, un civil con buen gusto en el vestir, se convirtió en el presidente de México, impulsando desde el inicio un agresivo plan de industrialización que serviría, entre otras cosas, para agravar la disparidad social y para convertir a la capital del país en una mancha urbana en continuo proceso de expansión. Juan Rulfo, cuyo universo literario va poblado de paisajes rurales, mujeres de profundos deseos carnales, y el parco hablar de campesinos y hacendados, escribió sus cuentos y su novela en esa ciudad que, con algo de pudor y otro tanto de premura, intentaba a toda costa dejar atrás sus ropajes de rancho grande. Como producto del masivo proceso migratorio que llevó a cientos de miles de hombres y mujeres de las provincias a la ciudad ya convertida en eje de producción tanto industrial como cultural, Rulfo pronto adoptó la actitud del inmigrante que, aún sintiéndose fuera de lugar en el medio urbano, aprovechó, y esto con furor, las oportunidades de la gran ciudad: las librerías y los cines, las salas de conciertos, las calles, los escritores, e incluso los volcanes de las afueras donde solía caminar. En tanto autor de una obra, esto habrá que decirlo también con la serenidad del caso, Rulfo fue un autor citadino. Y su contexto vital, su contemporaneidad, no fue ni la Revolución Mexicana de 1910 ni la Guerra Cristera de 1926-1928, sino el proceso de modernización de tintes claramente urbanos de mediados de siglo.
Pedro Páramo y el Laberinto de la soledad son, pues, libros tutelares que, una vez más a juzgar por el número de ventas y el número de estudios dedicados a sus páginas y el número de traducciones, produjeron las primeras y más permanentes lecturas de la modernidad mexicana. Se trata, así entonces, de libros in situ. El laberinto de la soledad, este es mi argumento, es una obra que, resumiendo el conocimiento de un status quo nacional e internacional, mira hacia atrás: hacia los albores del siglo XIX. Se trata de un libro eminentemente anti-moderno, más hecho para contener el embate de lo nuevo (y desconocido) que para encarnarlo. Pedro Páramo, escrita en el umbral de la ciudad por un inmigrante afecto a lecturas periféricas —que iban, según aseguran los expertos, desde novelas nórdicas hasta ese libro extraño e inclasificable que todavía es Cartucho, de Nellie Campobello— y a las largas caminatas por la ciudad y sus alrededores, es un libro que mira, en cambio, hacia donde estamos aquí y ahora. En el umbral del siglo XX, justo en su cintura más enigmática, ahí están dos puertas: una que se abre paso hacia la jerarquía formal y social del XIX, que a no pocos todavía les resulta deseable, y otra que se desplaza, con la extrañeza del caso, hacia lo que todavía en 1955 (e incluso ahora) no sabíamos pero avizoramos.
Son libros distintos, se entiende, puesto que pertenecen a tradiciones literarias tan aparentemente apartadas como el ensayo y la ficción, pero no son libros incomparables. Son libros de su tiempo y son, además, libros que ha (a)probado el tiempo. Cada uno responde a un temperamento, a una estética, a una (más o menos enunciada) política. Pero ambos discurren, con herramientas que les son propias, sobre esa modernidad que los conforma y a la cual, a la manera misteriosa de los libros, que no es otra cosa más que la lectura de los mismos, configuran también. Independientemente de la temática que abordan y el género dentro del que se inscriben son libros que se ven de frente, sin hablar, o hablando lenguajes distintos, pero que se comunican igual. Repito: no se trata de un diálogo entre un México rural y un México urbano. De la orfandad al sexo, pasando por la pobreza, el humor, la raza y el más allá, estos dos libros han dialogado sin tapujos pero desde trincheras diferentes sobre el tiempo y espacio que los contiene a ambos.
Habrá que decirlo de nueva cuenta y también con serenidad: a juzgar por el número de libros vendidos (y traducidos) Juan Rulfo es Pedro Páramo. Su legado, incluso para el lector no profesional y a pesar de la belleza de su trabajo fotográfico, está ahí. Su legado dice, sobre todo: la realidad es extraña y está fragmentada en mil pedazos. Piensa en ella, tócala. Nada está resuelto hasta que tú lo leas. Dice: Juan Rulfo no existe: existes tú. Empieza.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Habrá que decirlo con toda serenidad: a juzgar por el número de libros vendidos, Octavio Paz no es un poeta sino un ensayista. De acuerdo a cifras publicadas no hace mucho, el texto de Octavio Paz que más se ha distribuido y se distribuye en México no es un libro de poesía y ni siquiera un tratado sobre teoría poética o un ensayo sobre arte. Su legado, al menos el que le queda al lector no profesional, está en otro sitio. Octavio Paz es El laberinto de la soledad. Es sabido, por supuesto, que la poesía de Paz ha sido y seguirá siendo estudiada a profundidad por lectores especializados tanto dentro como fuera de la academia. Es sabido, por supuesto, que la poesía, sea de Paz o no, en general no vende (y por ello valdría la pena preguntarse, por ejemplo, por el libro más vendido de otros poetas mexicanos que combinaron la escritura de sus poemas, como lo han hecho no pocos, con el ensayo). Ninguna de estas dos afirmaciones anteriores borra el dato: el libro más leído de Octavio Paz es, y por mucho, ese ensayo publicado originalmente en 1950, en pleno auge alemanista. En sus páginas, un Paz de 36 años resumió una lectura atenta de Samuel Ramos y de algunos historiadores más bien convencionales pero franceses para construir, con retórica elegante y a todas luces convincente, una versión de la modernidad mexicana que, con el paso de los años y con la ayuda de escuelas públicas y privadas tanto de México como en el extranjero, ha sobrevivido, a veces se antoja que no con la suficiente polémica, hasta nuestros días.
Juan Rulfo tenía más o menos la misma edad cuando, apenas unos cinco años después, en 1955, publicó Pedro Páramo. Vivía en la Ciudad de México desde 1946, el mismo año en que Miguel Alemán, un civil con buen gusto en el vestir, se convirtió en el presidente de México, impulsando desde el inicio un agresivo plan de industrialización que serviría, entre otras cosas, para agravar la disparidad social y para convertir a la capital del país en una mancha urbana en continuo proceso de expansión. Juan Rulfo, cuyo universo literario va poblado de paisajes rurales, mujeres de profundos deseos carnales, y el parco hablar de campesinos y hacendados, escribió sus cuentos y su novela en esa ciudad que, con algo de pudor y otro tanto de premura, intentaba a toda costa dejar atrás sus ropajes de rancho grande. Como producto del masivo proceso migratorio que llevó a cientos de miles de hombres y mujeres de las provincias a la ciudad ya convertida en eje de producción tanto industrial como cultural, Rulfo pronto adoptó la actitud del inmigrante que, aún sintiéndose fuera de lugar en el medio urbano, aprovechó, y esto con furor, las oportunidades de la gran ciudad: las librerías y los cines, las salas de conciertos, las calles, los escritores, e incluso los volcanes de las afueras donde solía caminar. En tanto autor de una obra, esto habrá que decirlo también con la serenidad del caso, Rulfo fue un autor citadino. Y su contexto vital, su contemporaneidad, no fue ni la Revolución Mexicana de 1910 ni la Guerra Cristera de 1926-1928, sino el proceso de modernización de tintes claramente urbanos de mediados de siglo.
Pedro Páramo y el Laberinto de la soledad son, pues, libros tutelares que, una vez más a juzgar por el número de ventas y el número de estudios dedicados a sus páginas y el número de traducciones, produjeron las primeras y más permanentes lecturas de la modernidad mexicana. Se trata, así entonces, de libros in situ. El laberinto de la soledad, este es mi argumento, es una obra que, resumiendo el conocimiento de un status quo nacional e internacional, mira hacia atrás: hacia los albores del siglo XIX. Se trata de un libro eminentemente anti-moderno, más hecho para contener el embate de lo nuevo (y desconocido) que para encarnarlo. Pedro Páramo, escrita en el umbral de la ciudad por un inmigrante afecto a lecturas periféricas —que iban, según aseguran los expertos, desde novelas nórdicas hasta ese libro extraño e inclasificable que todavía es Cartucho, de Nellie Campobello— y a las largas caminatas por la ciudad y sus alrededores, es un libro que mira, en cambio, hacia donde estamos aquí y ahora. En el umbral del siglo XX, justo en su cintura más enigmática, ahí están dos puertas: una que se abre paso hacia la jerarquía formal y social del XIX, que a no pocos todavía les resulta deseable, y otra que se desplaza, con la extrañeza del caso, hacia lo que todavía en 1955 (e incluso ahora) no sabíamos pero avizoramos.
Son libros distintos, se entiende, puesto que pertenecen a tradiciones literarias tan aparentemente apartadas como el ensayo y la ficción, pero no son libros incomparables. Son libros de su tiempo y son, además, libros que ha (a)probado el tiempo. Cada uno responde a un temperamento, a una estética, a una (más o menos enunciada) política. Pero ambos discurren, con herramientas que les son propias, sobre esa modernidad que los conforma y a la cual, a la manera misteriosa de los libros, que no es otra cosa más que la lectura de los mismos, configuran también. Independientemente de la temática que abordan y el género dentro del que se inscriben son libros que se ven de frente, sin hablar, o hablando lenguajes distintos, pero que se comunican igual. Repito: no se trata de un diálogo entre un México rural y un México urbano. De la orfandad al sexo, pasando por la pobreza, el humor, la raza y el más allá, estos dos libros han dialogado sin tapujos pero desde trincheras diferentes sobre el tiempo y espacio que los contiene a ambos.
Habrá que decirlo de nueva cuenta y también con serenidad: a juzgar por el número de libros vendidos (y traducidos) Juan Rulfo es Pedro Páramo. Su legado, incluso para el lector no profesional y a pesar de la belleza de su trabajo fotográfico, está ahí. Su legado dice, sobre todo: la realidad es extraña y está fragmentada en mil pedazos. Piensa en ella, tócala. Nada está resuelto hasta que tú lo leas. Dice: Juan Rulfo no existe: existes tú. Empieza.
--crg
Monday, November 10, 2008
Tuesday, November 04, 2008
LA NOVELA NEO-CATASTROFISTA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El conocimiento que producen las ciencias naturales se trasmina de maneras tan interesantes como masivas en nuestras interpretaciones más básicas de la vida cotidiana. Tal es el caso, por ejemplo, de las visiones newtonianas del universo que, extirpando el caos del sistema solar, nos entregan a la tierra como el componente singular de una maquinaria perfecta y auto-regulada —el universo— cuyos cambios sólo ocurren en largos periodos de tiempo. Lo mismo sucede con nociones darwinianas de la evolución que, borrando los grandes saltos de la cadena evolutiva, nos hacen pensar en el cambio, en cualquier proceso de cambio, como algo gradual y sujeto a una lógica progresiva que, de manera natural por encontrarse en condiciones competitivas, favorece la selección de los más fuertes. Tal como lo demostraron los más diversos ideólogos de la revolución industrial y, en México, los astutos miembros de la elite porfiriana a finales del siglo XIX e inicios del XX (aunque nunca solamente ellos), una selección estratégica de estas ideas, en general ancladas en nociones de progreso dentro de sistemas cerrados, ha sido fundamental para legitimizar la implantación de prácticas de vida y relaciones de poder que han beneficiado históricamente a una minoría con características de clase y raza bastante específicas. Si esto es cierto, como parecen atestiguarlo una plétora de estudios en el campo de la historia de las ideas y, más específicamente, de la historia social de la ciencia, entonces sería lógico argumentar que cualquier transformación, especialmente si ésta es radical, en el conocimiento que producen las ciencias naturales influenciará, a través del corrosivo de la crítica más que de la mimesis convencional, interpretaciones distintas de la vida social. Esta es la premisa básica que motiva la sección denominada “Ciencias Extremas” del libro Dead Cities, publicado por Mike Davis en 2002, traducido como Ciudades Muertas. Ecología, catástrofe y revuelta, y publicado por la editorial Traficantes de Sueños en el 2007.
Los neo-catastrofistas, en palabras de Davis, atacan las bases mismas de la geología victoriana proponiendo, en cambio, una geocosmología que parte, para empezar, de una visión abierta del universo para enfatizar la estrecha e histórica relación que une a la superficie terrestre con la celeste, construyendo así “una tierra existencial formada por la energía creativa de los cataclismos”. Lejos de las nociones gradualistas, y por ende conservadoras, de la evolución darwiniana y apegados a una lógica no linear que no teme desasociar causa y efecto, los neo-catastrofistas pintados por Davis parecen tener una visión más o menos benigna de las grandes catástrofes y están listos, por lo tanto, para reemplazar “el lento avance temporal lineal de la micro-evolución con las explosiones no-lineales de la macro-evolución”. No es coincidencia, por supuesto, que una propuesta que señala con tanta vehemencia el papel generativo del cataclismo haya resultado de interés para un pensador que, como Mike Davis, se ha dedicado por mucho tiempo al análisis de las fuerzas políticas y sociales que constriñen la experiencia humana hasta volverla casi imposible en cuanto tal, así como de las fuerzas revolucionarias que, liberando tal experiencia, la posibilitan. No es coincidencia tampoco, claro está, que esté yo ahora tratando de generar un vínculo entre esa visión que, desde el centro de la tierra y desde el marco referencial del cielo, rechaza con tanto vigor la mera posibilidad de una tierra lineal, y linealmente explicada, dentro de un universo de mecanismos tan regulares como perfectos, con una cierta manera de componer estructuras lingüísticas y propuestas estéticas a las que denominamos, por falta de mejor término, como novelas. Si lo que sigue es mínimamente fructífero, será posible pensar a las así (¿mal?) llamadas novelas experimentales menos como anomalías o meros ejercicios de decoración excesiva y más como procesos de conocimiento y de cuestionamiento allegados a una visión cataclísmica de la historia y del tiempo, y del lugar de la agencia humana entre ellos.
Darwiniana en su fe en el cambio gradual y progresivo que conduce a la supervivencia del personaje mejor delineado, y newtoniana en su aspiración aislacionista que reproduce movimientos regulares y, por lo tanto, predecibles y armónicos, es decir, entendibles, la novela convencional ratifica, independientemente del contenido de su trama, el estado de las cosas. Conservadora por antonomasia —y esto, repito, independientemente de las características de su anécdota— la novela convencional se construye poco a poco, siguiendo la lógica de la microevolución, hasta que una epifanía revelatoria explica, es decir, aclara, el meollo de su propia historia. Evitando el “extraño vals entre la tierra y sus cometas apocalípticos”, la novela convencional es clara y familiar, produciendo así las respuestas emocionales que, en nombre de otro científico por cierto, se denominan como pavlovianas.
En claro contraste, la novela neo-catastrofista, justo como la teoría geocosmológica de la que proviene la terminología, rechaza cualquier noción de causa-efecto, favoreciendo, en cambio, causalidades estructurales que emanan de “extraños loops de retroalimentación compleja”. Si los neo-catastrofistas vinculan, a través de “interacciones resonantes”, a los fenómenos del cielo y de la tierra, presentándolos como resultados altamente singulares de “emparejamientos de osciladores” dentro de un caos más o menos determinado, la novela que comparte ese nombre está dispuesta a recibir el impacto que abrirá, de repente y con gran fuerza y no necesariamente con una explicación lógica, “innumerables caminos posibles de evolución partiendo de la misma situación inicial”. Contingente e inexplicable, productora y producto de su propio proceso de producción, la novela neo-catastrofista nos enseña que, así como “el universo no está preñado de vida ni la biosfera de vida humana”, la escritura sólo en raras ocasiones contiene las condiciones únicas y acaso irrepetibles para dar a luz a la novela —esa composición histórica y política que rompe, porque ésa es una de sus posibilidades, con el estado de las cosas.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El conocimiento que producen las ciencias naturales se trasmina de maneras tan interesantes como masivas en nuestras interpretaciones más básicas de la vida cotidiana. Tal es el caso, por ejemplo, de las visiones newtonianas del universo que, extirpando el caos del sistema solar, nos entregan a la tierra como el componente singular de una maquinaria perfecta y auto-regulada —el universo— cuyos cambios sólo ocurren en largos periodos de tiempo. Lo mismo sucede con nociones darwinianas de la evolución que, borrando los grandes saltos de la cadena evolutiva, nos hacen pensar en el cambio, en cualquier proceso de cambio, como algo gradual y sujeto a una lógica progresiva que, de manera natural por encontrarse en condiciones competitivas, favorece la selección de los más fuertes. Tal como lo demostraron los más diversos ideólogos de la revolución industrial y, en México, los astutos miembros de la elite porfiriana a finales del siglo XIX e inicios del XX (aunque nunca solamente ellos), una selección estratégica de estas ideas, en general ancladas en nociones de progreso dentro de sistemas cerrados, ha sido fundamental para legitimizar la implantación de prácticas de vida y relaciones de poder que han beneficiado históricamente a una minoría con características de clase y raza bastante específicas. Si esto es cierto, como parecen atestiguarlo una plétora de estudios en el campo de la historia de las ideas y, más específicamente, de la historia social de la ciencia, entonces sería lógico argumentar que cualquier transformación, especialmente si ésta es radical, en el conocimiento que producen las ciencias naturales influenciará, a través del corrosivo de la crítica más que de la mimesis convencional, interpretaciones distintas de la vida social. Esta es la premisa básica que motiva la sección denominada “Ciencias Extremas” del libro Dead Cities, publicado por Mike Davis en 2002, traducido como Ciudades Muertas. Ecología, catástrofe y revuelta, y publicado por la editorial Traficantes de Sueños en el 2007.
Los neo-catastrofistas, en palabras de Davis, atacan las bases mismas de la geología victoriana proponiendo, en cambio, una geocosmología que parte, para empezar, de una visión abierta del universo para enfatizar la estrecha e histórica relación que une a la superficie terrestre con la celeste, construyendo así “una tierra existencial formada por la energía creativa de los cataclismos”. Lejos de las nociones gradualistas, y por ende conservadoras, de la evolución darwiniana y apegados a una lógica no linear que no teme desasociar causa y efecto, los neo-catastrofistas pintados por Davis parecen tener una visión más o menos benigna de las grandes catástrofes y están listos, por lo tanto, para reemplazar “el lento avance temporal lineal de la micro-evolución con las explosiones no-lineales de la macro-evolución”. No es coincidencia, por supuesto, que una propuesta que señala con tanta vehemencia el papel generativo del cataclismo haya resultado de interés para un pensador que, como Mike Davis, se ha dedicado por mucho tiempo al análisis de las fuerzas políticas y sociales que constriñen la experiencia humana hasta volverla casi imposible en cuanto tal, así como de las fuerzas revolucionarias que, liberando tal experiencia, la posibilitan. No es coincidencia tampoco, claro está, que esté yo ahora tratando de generar un vínculo entre esa visión que, desde el centro de la tierra y desde el marco referencial del cielo, rechaza con tanto vigor la mera posibilidad de una tierra lineal, y linealmente explicada, dentro de un universo de mecanismos tan regulares como perfectos, con una cierta manera de componer estructuras lingüísticas y propuestas estéticas a las que denominamos, por falta de mejor término, como novelas. Si lo que sigue es mínimamente fructífero, será posible pensar a las así (¿mal?) llamadas novelas experimentales menos como anomalías o meros ejercicios de decoración excesiva y más como procesos de conocimiento y de cuestionamiento allegados a una visión cataclísmica de la historia y del tiempo, y del lugar de la agencia humana entre ellos.
Darwiniana en su fe en el cambio gradual y progresivo que conduce a la supervivencia del personaje mejor delineado, y newtoniana en su aspiración aislacionista que reproduce movimientos regulares y, por lo tanto, predecibles y armónicos, es decir, entendibles, la novela convencional ratifica, independientemente del contenido de su trama, el estado de las cosas. Conservadora por antonomasia —y esto, repito, independientemente de las características de su anécdota— la novela convencional se construye poco a poco, siguiendo la lógica de la microevolución, hasta que una epifanía revelatoria explica, es decir, aclara, el meollo de su propia historia. Evitando el “extraño vals entre la tierra y sus cometas apocalípticos”, la novela convencional es clara y familiar, produciendo así las respuestas emocionales que, en nombre de otro científico por cierto, se denominan como pavlovianas.
En claro contraste, la novela neo-catastrofista, justo como la teoría geocosmológica de la que proviene la terminología, rechaza cualquier noción de causa-efecto, favoreciendo, en cambio, causalidades estructurales que emanan de “extraños loops de retroalimentación compleja”. Si los neo-catastrofistas vinculan, a través de “interacciones resonantes”, a los fenómenos del cielo y de la tierra, presentándolos como resultados altamente singulares de “emparejamientos de osciladores” dentro de un caos más o menos determinado, la novela que comparte ese nombre está dispuesta a recibir el impacto que abrirá, de repente y con gran fuerza y no necesariamente con una explicación lógica, “innumerables caminos posibles de evolución partiendo de la misma situación inicial”. Contingente e inexplicable, productora y producto de su propio proceso de producción, la novela neo-catastrofista nos enseña que, así como “el universo no está preñado de vida ni la biosfera de vida humana”, la escritura sólo en raras ocasiones contiene las condiciones únicas y acaso irrepetibles para dar a luz a la novela —esa composición histórica y política que rompe, porque ésa es una de sus posibilidades, con el estado de las cosas.
--crg