LA IMPOSIBLE SOLEDAD DEL MEXICANO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Apesar de lo que se haya argumentado en aquel famoso ensayo escrito justo a la mitad del siglo XX, tengo la impresión de que el mexicano está estructuralmente imposibilitado para estar solo. La explicación no radica en ningún entramado cuasi metafísico con fecha de origen en la conquista del continente ni en algún complejo psicologista teñido con datos del novohispano. No le debemos esa artera imposibilidad tampoco a la modernidad, o la falta de modernidad, a la que se le achacan tantas cosas en estos tiempos. La razón, me parece, es más práctica y, como se dice, más prosaica, y le corresponde, además, al presente. En una sociedad donde casi todo funciona como puede, y no como debe, uno siempre acabará necesitando, como bien lo decía aquella canción de los Beatles, de la ayuda de sus amigos. Para lo cual hace falta, por principio de cuentas, tener amigos —un complejísimo proceso que, como todo mundo sabe, precisa de un uso bastante improductivo, aunque también bastante placentero, del tiempo que, en esos otros países donde todo funciona como debe y no como puede, simplemente no existe.
Para ejemplo basta el mítico botón. Si el Mexicano (así con la mayúscula M esencialista) algún día pretende, emulando a cierta película estadounidense, encerrarse en su propio laberinto acompañado únicamente de su computadora, no faltará el súbito corte de luz que acabará (porque en su falta de planeación ese Mexicano no se habrá hecho de un regulador de voltaje) con su disco duro, razón por la cual tendrá que salir de su habitáculo para lidiar (sin posibilidad alguna de éxito) con el vendedor de computadoras y, luego, con el amigo aquel que conoce a un amigo que, a su vez, tiene un conocido experto en este tipo de percances. Si por alguna milagrosa razón, no hubiera corte de luz en esa zona, no faltaría de cualquier manera el husmear (es uno de los derechos humanos en la ciudad de los muchos) ya discreto o indiscreto de la vecina o, de plano, el toquido sobre la puerta, de preferencia a deshoras, del vecino ése que invitó a sus cuates al depa pero se olvidó del descorchador. He ahí el meollo del asunto: ese Mexicano no puede estar solo.
Pero sigamos con el ejemplo. Supongamos que ese Mexicano que desea contra toda posibilidad real vivir en la más absoluta de las soledades tiene que pagar, como cualquier otro mexicano, la luz (puesto que de otra manera no logrará su cometido de estar encerrado en su laberinto con su computadora). Como es bien sabido, pagar por los servicios básicos es un sofisticado proceso que, en su gran mayoría, requiere de la presencia física del contribuyente. Así entonces, a menos que ese Mexicano tenga un ejército de mensajeros rescatando y pagando recibos de esto y de lo otro en distintos bancos y comercios de la ciudad (lo cual, de hecho, implicaría un contacto bastante organizado con sus subordinados), ese Mexicano tendrá que desplazarse por las calles de la ciudad hasta formar parte de las colas que tienden a organizarse por el más endeble de los motivos. ¿Y qué sucede en las colas de las más diversas ciudades mexicanas? La gente habla, por supuesto. La gente pregunta o le espeta al silencioso que busca afanosamente su propia soledad la historia en turno. La gente se le acerca y, sin respetar los 4 u 8 metros de distancia personal, le toca el codo o le roza el hombro mientras le invita un cafecito —aguado, sí, pero caliente— porque la mañana, ya ve usted, se puso fría y así nomás no se puede vivir. Ahora que si a ese Mexicano le han cortado la luz... Y si a ese Mexicano se le ocurre, en pleno uso de sus facultades, enfermarse…
Los laberintos nacionales no están hechos de pasillos huecos por donde resuenan los ecos de las voces aisladas. Ese ruidito incómodo. Ese constante rechinar. El poder que se ejerce desde arriba sin afán alguno de reconocer como ciudadanas a las voces que emergen de todos los puntos del territorio de lo social vive, en efecto, en el centro de su propio laberinto de la soledad. El poder que se mira a sí mismo verse (y se encuentra además hermoso) vive, en efecto, en un laberinto hecho de espejos propios. Su propia saciedad. Los verticales, los unívocos, los que sí tiene para mandar a otros a que paguen la luz, pues, pueden gozar o sufrir, según les venga en gana, de esa soledad que los otros, los muchos otros que, por ser muchos, en realidad somos los unos, estamos estructuralmente imposibilitados a tocar. Si el Poder toca la puerta y la Mexicana que se esconde dentro contesta, en un prurito de humildad, “no hay nadie”, seguramente es porque sabe que pronto le cortarán la luz. Presas de la cacofonía o de la imprecación o del relajo, las voces que se multiplican por las paredes porosas y escindidas de esos laberintos llenos de gente le pertenecen por igual a la queja y a la animadversión. Tal vez no sería descabellado pensar que también le han pertenecido a una soterrada conversación que pocos, dentro de sus propios laberintos, se han aprestado a escuchar.
--crg
Tuesday, February 17, 2009
LAS RUINAS CONVOCANTES
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
A un lado de la carretera que pasa por el poblado de La Rumorosa, en el centro de un pequeño valle rodeado de rocas gigantescas, emergen espectrales las ruinas de las edificaciones que alguna vez conformaron Campo Alaska. Ya no son lo que fueron, es cierto, pero lo que fueron —una estación militar y un fortín y una escuela y una casa de gobierno durante los salvajes veranos mexicalenses, antes de convertirse en un manicomio y un hospital para tuberculosos entre 1929 y 1955— refulge de manera extraña en las paredes vandalizadas y los techos abiertos al cielo en dos de los tres edificios originales del complejo. Basta con detenerse un poco para sentir sobre el rostro el viento cortante de la sierra. Basta con cerrar los ojos para oír los rumores que vienen de lejos. Hasta aquí llegaba o de aquí partía —según se fuera o se regresara de Mexicali— el Camino Nacional que, gracias a constantes explosiones de dinamita, empezara a construirse hacia 1916 y que, según dicen, el compositor Agustín Lara bautizó en alguna memorable ocasión como La Rumorosa debido al peculiar sonido del viento en la zona. De la mano del viento, los rumores. Aquí: Alaska.
Siempre hay algo entre seductor y espantoso en los edificios donde han vivido los locos. Imposible avanzar sin sentir que se avanza exactamente sobre los pasos de sus sombras. Una huella, dos. Imposible alzar la vista y observar el cielo a través de la alta ventana cruzada por rejas sin invocar la mirada perdida o ansiosa que se posó hace tantos años ahí, por primera vez. Imposible tocar la argolla que, sobre el piso, todavía recuerda las extremidades encadenadas de los desdichados de Alaska. Imposible entrar, pues, al gran edificio que, después de ser una estación militar se convirtiera en el Pabellón para Dementes, sin experimentar la extrañeza primigenia de lo que estuvo por 26 años más allá de la razón. Ahí, con espaciadas visitas médicas y con la atención más bien interrumpida de unos cuantos enfermeros, en el corazón de una comunidad formada casi exclusivamente por hombres —los ingenieros, los militares, los trabajadores— un puñado de enfermos y de enfermas (un total de 45 en 1955) se enfrentaron al paisaje lunar de La Rumorosa con la misma falta de esperanza que suele acompañar a las expulsiones radicales y los largos exilios.
Y ahí, en Campo Alaska, mientras la mano se desliza cautelosamente sobre la baldosa y la frente se recarga sobre la
pared blanquísima en un gesto de cansancio y de desolación confundidas, queda de alguna manera en claro porque cuando terminó la vida administrativa y médica del Manicomio La Castañeda en 1968, las autoridades de la Ciudad de México decidieron también desaparecer el edificio completo. Poco importó entonces el diseño arquitectónico que, desde el primero de septiembre de 1910, produjo un orgullo claramente modernizador entre magos del progreso del gabinete porfiriano. Poco importó que la fachada del edificio se hubiera convertido, unos 50 años después de su fastuosa inauguración, en un emblema de Mixcoac —un poblado más bien bucólico a inicios de siglo y un barrio populoso y pujante a mediados del mismo. Lo que importó fue, sin duda, deshacerse de la evidencia: esa ruina que, por serlo, tendría la posibilidad infinita de convocar a las voces —las del pasado y las del futuro— que pululan en los otros muchos lados de la razón. De ahí el hechizo de la ruina, su poder.
A mediados de la década de los 20s, mientras intentaba de alguna manera evadir el calor asfixiante del verano mexicalense, el gobernador Abelardo Rodríguez se llevó la casa de gobierno y parte de su ejército a la sierra, allá donde el aire freso y la nieve del invierno hicieron pensar a más de uno en la palabra Alaska. Un punto equidistante entre Tijuana y Mexicali también le permitió al gobernador Rodríguez una férrea vigilancia sobre zonas neurálgicas fronterizas, así como una facilidad de movimiento que garantizaría el ejercicio expedito de su poder. Que apenas unos años después, ese mismo sitio fuera utilizado para concentrar enfermos mentales y tuberculosos vuelve a hacer intrigante el lazo que une a los grandes proyectos de modernización pre y posrevolucionaria con el surgimiento de instituciones especializadas en el tratamiento de los locos.
A la orilla de la orilla, en las inmediaciones de un paisaje que recuerda los horizontes de planetas ya desaparecidos o todavía sin nacer, Campo Alaska sigue convocando los ecos de sus propios delirios —los ecos de la posrevolución temprana, un tiempo animado por una fe casi ciega en la capacidad redentora del progreso, y los ecos del dolor de los locos, como siempre mostrando el lado más frágil y más oscuro de esos procesos de modernización que tanto suelen animar a los gobernantes más diversos. Ahora ya no queda nadie: apenas unas cuantas paredes a punto de caerse. Ahora sólo queda el viento, incansable. Es el mismo viento que azota, diríase que sin piedad, a una nación convulsa y volátil y rota a la mitad.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
A un lado de la carretera que pasa por el poblado de La Rumorosa, en el centro de un pequeño valle rodeado de rocas gigantescas, emergen espectrales las ruinas de las edificaciones que alguna vez conformaron Campo Alaska. Ya no son lo que fueron, es cierto, pero lo que fueron —una estación militar y un fortín y una escuela y una casa de gobierno durante los salvajes veranos mexicalenses, antes de convertirse en un manicomio y un hospital para tuberculosos entre 1929 y 1955— refulge de manera extraña en las paredes vandalizadas y los techos abiertos al cielo en dos de los tres edificios originales del complejo. Basta con detenerse un poco para sentir sobre el rostro el viento cortante de la sierra. Basta con cerrar los ojos para oír los rumores que vienen de lejos. Hasta aquí llegaba o de aquí partía —según se fuera o se regresara de Mexicali— el Camino Nacional que, gracias a constantes explosiones de dinamita, empezara a construirse hacia 1916 y que, según dicen, el compositor Agustín Lara bautizó en alguna memorable ocasión como La Rumorosa debido al peculiar sonido del viento en la zona. De la mano del viento, los rumores. Aquí: Alaska.
Siempre hay algo entre seductor y espantoso en los edificios donde han vivido los locos. Imposible avanzar sin sentir que se avanza exactamente sobre los pasos de sus sombras. Una huella, dos. Imposible alzar la vista y observar el cielo a través de la alta ventana cruzada por rejas sin invocar la mirada perdida o ansiosa que se posó hace tantos años ahí, por primera vez. Imposible tocar la argolla que, sobre el piso, todavía recuerda las extremidades encadenadas de los desdichados de Alaska. Imposible entrar, pues, al gran edificio que, después de ser una estación militar se convirtiera en el Pabellón para Dementes, sin experimentar la extrañeza primigenia de lo que estuvo por 26 años más allá de la razón. Ahí, con espaciadas visitas médicas y con la atención más bien interrumpida de unos cuantos enfermeros, en el corazón de una comunidad formada casi exclusivamente por hombres —los ingenieros, los militares, los trabajadores— un puñado de enfermos y de enfermas (un total de 45 en 1955) se enfrentaron al paisaje lunar de La Rumorosa con la misma falta de esperanza que suele acompañar a las expulsiones radicales y los largos exilios.
Y ahí, en Campo Alaska, mientras la mano se desliza cautelosamente sobre la baldosa y la frente se recarga sobre la
pared blanquísima en un gesto de cansancio y de desolación confundidas, queda de alguna manera en claro porque cuando terminó la vida administrativa y médica del Manicomio La Castañeda en 1968, las autoridades de la Ciudad de México decidieron también desaparecer el edificio completo. Poco importó entonces el diseño arquitectónico que, desde el primero de septiembre de 1910, produjo un orgullo claramente modernizador entre magos del progreso del gabinete porfiriano. Poco importó que la fachada del edificio se hubiera convertido, unos 50 años después de su fastuosa inauguración, en un emblema de Mixcoac —un poblado más bien bucólico a inicios de siglo y un barrio populoso y pujante a mediados del mismo. Lo que importó fue, sin duda, deshacerse de la evidencia: esa ruina que, por serlo, tendría la posibilidad infinita de convocar a las voces —las del pasado y las del futuro— que pululan en los otros muchos lados de la razón. De ahí el hechizo de la ruina, su poder.
A mediados de la década de los 20s, mientras intentaba de alguna manera evadir el calor asfixiante del verano mexicalense, el gobernador Abelardo Rodríguez se llevó la casa de gobierno y parte de su ejército a la sierra, allá donde el aire freso y la nieve del invierno hicieron pensar a más de uno en la palabra Alaska. Un punto equidistante entre Tijuana y Mexicali también le permitió al gobernador Rodríguez una férrea vigilancia sobre zonas neurálgicas fronterizas, así como una facilidad de movimiento que garantizaría el ejercicio expedito de su poder. Que apenas unos años después, ese mismo sitio fuera utilizado para concentrar enfermos mentales y tuberculosos vuelve a hacer intrigante el lazo que une a los grandes proyectos de modernización pre y posrevolucionaria con el surgimiento de instituciones especializadas en el tratamiento de los locos.
A la orilla de la orilla, en las inmediaciones de un paisaje que recuerda los horizontes de planetas ya desaparecidos o todavía sin nacer, Campo Alaska sigue convocando los ecos de sus propios delirios —los ecos de la posrevolución temprana, un tiempo animado por una fe casi ciega en la capacidad redentora del progreso, y los ecos del dolor de los locos, como siempre mostrando el lado más frágil y más oscuro de esos procesos de modernización que tanto suelen animar a los gobernantes más diversos. Ahora ya no queda nadie: apenas unas cuantas paredes a punto de caerse. Ahora sólo queda el viento, incansable. Es el mismo viento que azota, diríase que sin piedad, a una nación convulsa y volátil y rota a la mitad.
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Thursday, February 12, 2009
DE CÓMO FUI SALVADA UNA TARDE POR CUATRO (O CINCO) POETAS MAYORES DE 70
A veces uno no cree en nada. El día empieza con lluvia y termina, luego, peor. Uno avanza como si hubiera líneas secretas en el suelo y no existiera, de hecho, alternativa. Cuadrícula. Frente al espejo, mientras aparenta cepillarse el cabello, uno repite: !Qué pase algo, por favor! Y luego, de la nada, como suelen presentarse todas las cosas importantes, aparece el recordatorio de una invitación. Una antología de poetas románticos y post-románticos. Cuatro (o tal vez cinco) poetas leyendo poesía de otros. Uno llega tarde (porque, como dije antes, uno no cree en nada en esos días) y toma asiento con cautela, temiendo lo peor. Pero Lo Peor, esta vez, se va de paseo y, en su lugar, deja a estos cuatro (tal vez cinco) poetas de cabellos blancos (o francamente desarreglados) (o, de plano, sin cabellos) leyendo con una pasión/devoción/gozo que electrifica. !Qué manera de echar relajo con Pushkin! !Qué delicia sentarse en una tarde así junto a las palabras de Blake! !Hace cuánto sin visitar a Hölderlin! !Ah, mi querido Lord Byron! !Mickiewicz! !Issa! !Elizabeth Barret Browining! !Petoffi! !Los manifiestos anónimos! !Y terminar, justo un día antes de su aniversario, con un pasaje de El origen de las especies!
Uno sale de ahí, sin darse cuenta, con signos de exlamación hasta en los bolsillos. Y sabe, y esto de cierto, que la vida va con exlamación o no va. De plano. Romántica, por supuesto.
--crg
A veces uno no cree en nada. El día empieza con lluvia y termina, luego, peor. Uno avanza como si hubiera líneas secretas en el suelo y no existiera, de hecho, alternativa. Cuadrícula. Frente al espejo, mientras aparenta cepillarse el cabello, uno repite: !Qué pase algo, por favor! Y luego, de la nada, como suelen presentarse todas las cosas importantes, aparece el recordatorio de una invitación. Una antología de poetas románticos y post-románticos. Cuatro (o tal vez cinco) poetas leyendo poesía de otros. Uno llega tarde (porque, como dije antes, uno no cree en nada en esos días) y toma asiento con cautela, temiendo lo peor. Pero Lo Peor, esta vez, se va de paseo y, en su lugar, deja a estos cuatro (tal vez cinco) poetas de cabellos blancos (o francamente desarreglados) (o, de plano, sin cabellos) leyendo con una pasión/devoción/gozo que electrifica. !Qué manera de echar relajo con Pushkin! !Qué delicia sentarse en una tarde así junto a las palabras de Blake! !Hace cuánto sin visitar a Hölderlin! !Ah, mi querido Lord Byron! !Mickiewicz! !Issa! !Elizabeth Barret Browining! !Petoffi! !Los manifiestos anónimos! !Y terminar, justo un día antes de su aniversario, con un pasaje de El origen de las especies!
Uno sale de ahí, sin darse cuenta, con signos de exlamación hasta en los bolsillos. Y sabe, y esto de cierto, que la vida va con exlamación o no va. De plano. Romántica, por supuesto.
--crg
Wednesday, February 11, 2009
Tuesday, February 10, 2009
EL YO MASCULINO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Jorge Volpi se arriesga a hacer lo que pocos, escritores o no, hacen: alejarse conscientemente del lugar conocido —y por ello más o menos cómodo— para internarse en un territorio no sólo distinto (en relación a la obra individual) sino también poco explorado (en relación a las tradiciones de escritura que en él convergen). No me refiero, por supuesto, a la fragmentación y subsecuente yuxtaposición de fragmentos que caracterizan las páginas de El Jardin Devastado —una estructura narrativa que en mucho honra, por lo demás, a la estructura misma de los dolores tanto sociales como personales que quiebran sus páginas. Tampoco me refiero a la dura brevedad del texto— esa concisión con la que el doliente, a falta de la cercanía con el lenguaje que según los estudiosos define a las experiencias de dolor más profundo, llena sus líneas de expresión. Tampoco hablo del entrecruzamiento de tiempo y espacio —entre Iraq y México y Estados Unidos— que da cuenta del carácter trasnacional de diversas experiencias del sufrimiento humano de nuestra época. Me refiero, más bien, a lo que está ahí, desde el primer párrafo de la primera página de la primera sección de este libro extraño: el cuerpo y el deseo y la sexualidad masculina.
Si en la exploración del deseo femenino que se lleva a cabo en Hotel Limbo Mónica Lavín problematizó la relación que une al hombre que contempla y a la mujer que es contemplada, otorgándole a través del quehacer de la memoria un estatus histórico y no histérico a la sexualidad femenina, Jorge Volpi consigue desarticular los goznes que han caracterizado la narrativización del sexo y el deseo masculino en su El Jardin Devastado. Por más distintos que parezcan sus merodeos y estrategias narrativas, estos dos libros insisten en hacer aparecer al cuerpo y sus sexualidades en toda su brutal humanidad (que es, con frecuencia, su más básica vulnerabilidad). Ahí donde una conecta para visibilizar, restituyendo el cuerpo a su propia historia y viceversa, el otro deconstruye con la misma finalidad. El dolor, después de todo, nunca va más allá del cuerpo: ahí se genera y ahí vive. De eso se alimenta. En eso consiste.
No son pocas las novelas que, al intentar internarse en la cartografía de la sexualidad masculina, empiezan, y con frecuencia terminan, con el desnudo femenino. Las formas y recovecos de cuerpo de la mujer, sus reacciones y características más nimias han formado parte del repertorio del casanova que, de tanto ver hacia fuera, y precisamente por hacerlo, invisibiliza su propio cuerpo. Muchas de las narraciones masculinas sobre la sexualidad masculina parten de ese básico supuesto (que en realidad es una treta): como el cuerpo masculino heterosexual es la regla básica, éste se disuelve en una transparencia omnipresente. Por eso es significativo que El Jardin Devastado de Jorge Volpi empiece bajo las sábanas, con un cuerpo enclenque que se repite: “Orino, luego existo”.
Crítica puntual de las distintas formas de indiferencia que hacen del dolor una experiencia intransferible, el Jardin Devastado es también, acaso por lo mismo, una historia de amor en su versión más atemporal: eso que sucede, según Volpi, cuando los cuerpos “nos asediamos, nos engañamos, nos herimos, nos contagiamos, nos laceramos, nos torturamos, nos destruimos. Al final nos abandonamos. Y luego esperamos al siguiente de la fila”. Ese parece ser el recuento de una sexualidad trasnacional, ejercida en el efímero gesto del encuentro y en la larga, a veces sinuosa, si no es que borrascosa, memoria que regresa, ya culpígena o ya melancólica, con los objetos que van conformando esa historia natural de la pareja perdida. El cuerpo que orina es, también, el cuerpo que pierde o que huye: ese cuerpo anónimo tras el cual corre —despavorido, ansioso, con dientes— el éxtasis que viene del pasado para contemplar ahora —el ahora del abandono que es también el ahora de la memoria— su propio rostro en el espejo de lo que no está.
Se trata del temido momento del yo. El yo masculino. No por nada el subtítulo de este libro extraño es Una memoria —un concepto fuertemente asociado a las literaturas no canónicas y/o francamente marginales que proliferaron desde el último cuarto del siglo XX como una forma de acicate contra la supuesta muerte del autor. En el mundo de los estereotipos, las narrativas del yo —de la autobiografía al testimonio pasando por la confesión— le pertenecen, casi de manera automática, a las mujeres y las así llamadas minorías. Los escritores (repito: en el mundo de los estereotipos) se dedican a cosas serias como construir un universo con su propio paisaje interior (sic). Las minucias y las emociones y, sobre todo, los recuerdos personales, especialmente si son del orden amoroso, le corresponden a los aficionados o, peor tantito, a los sentimentales. Acaso sea precisamente por ese tipo de definiciones artreras que el subtítulo brilla por su ausencia en la portada del libro, haciendo su aparición entre espectral e indecisa en la portadilla. Una memoria, en efecto. ¿Pero lo es? Y, de serlo, ¿de quién es? ¿Importa, de verdad, el nombre? Estas preguntas básicas tienen la virtud de poner en cuestión la subjetividad que produce la escritura y, de paso, la subjetividad misma de quien la recibe, creando así un texto, y una experiencia de lectura —es decir, una comunión— volátil, agreste, imperfecta, honda. Y es por haber logrado ese tipo de cruda experiencia a lo largo de sus páginas que el austero capítulo final cae con una fuerza descomunal, una fuerza pocas veces lograda en la tan bien comportada literatura de nuestros mexicanos tiempos, sobre sus hojas. Se trata de un hacha. El candor de un hacha.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Jorge Volpi se arriesga a hacer lo que pocos, escritores o no, hacen: alejarse conscientemente del lugar conocido —y por ello más o menos cómodo— para internarse en un territorio no sólo distinto (en relación a la obra individual) sino también poco explorado (en relación a las tradiciones de escritura que en él convergen). No me refiero, por supuesto, a la fragmentación y subsecuente yuxtaposición de fragmentos que caracterizan las páginas de El Jardin Devastado —una estructura narrativa que en mucho honra, por lo demás, a la estructura misma de los dolores tanto sociales como personales que quiebran sus páginas. Tampoco me refiero a la dura brevedad del texto— esa concisión con la que el doliente, a falta de la cercanía con el lenguaje que según los estudiosos define a las experiencias de dolor más profundo, llena sus líneas de expresión. Tampoco hablo del entrecruzamiento de tiempo y espacio —entre Iraq y México y Estados Unidos— que da cuenta del carácter trasnacional de diversas experiencias del sufrimiento humano de nuestra época. Me refiero, más bien, a lo que está ahí, desde el primer párrafo de la primera página de la primera sección de este libro extraño: el cuerpo y el deseo y la sexualidad masculina.
Si en la exploración del deseo femenino que se lleva a cabo en Hotel Limbo Mónica Lavín problematizó la relación que une al hombre que contempla y a la mujer que es contemplada, otorgándole a través del quehacer de la memoria un estatus histórico y no histérico a la sexualidad femenina, Jorge Volpi consigue desarticular los goznes que han caracterizado la narrativización del sexo y el deseo masculino en su El Jardin Devastado. Por más distintos que parezcan sus merodeos y estrategias narrativas, estos dos libros insisten en hacer aparecer al cuerpo y sus sexualidades en toda su brutal humanidad (que es, con frecuencia, su más básica vulnerabilidad). Ahí donde una conecta para visibilizar, restituyendo el cuerpo a su propia historia y viceversa, el otro deconstruye con la misma finalidad. El dolor, después de todo, nunca va más allá del cuerpo: ahí se genera y ahí vive. De eso se alimenta. En eso consiste.
No son pocas las novelas que, al intentar internarse en la cartografía de la sexualidad masculina, empiezan, y con frecuencia terminan, con el desnudo femenino. Las formas y recovecos de cuerpo de la mujer, sus reacciones y características más nimias han formado parte del repertorio del casanova que, de tanto ver hacia fuera, y precisamente por hacerlo, invisibiliza su propio cuerpo. Muchas de las narraciones masculinas sobre la sexualidad masculina parten de ese básico supuesto (que en realidad es una treta): como el cuerpo masculino heterosexual es la regla básica, éste se disuelve en una transparencia omnipresente. Por eso es significativo que El Jardin Devastado de Jorge Volpi empiece bajo las sábanas, con un cuerpo enclenque que se repite: “Orino, luego existo”.
Crítica puntual de las distintas formas de indiferencia que hacen del dolor una experiencia intransferible, el Jardin Devastado es también, acaso por lo mismo, una historia de amor en su versión más atemporal: eso que sucede, según Volpi, cuando los cuerpos “nos asediamos, nos engañamos, nos herimos, nos contagiamos, nos laceramos, nos torturamos, nos destruimos. Al final nos abandonamos. Y luego esperamos al siguiente de la fila”. Ese parece ser el recuento de una sexualidad trasnacional, ejercida en el efímero gesto del encuentro y en la larga, a veces sinuosa, si no es que borrascosa, memoria que regresa, ya culpígena o ya melancólica, con los objetos que van conformando esa historia natural de la pareja perdida. El cuerpo que orina es, también, el cuerpo que pierde o que huye: ese cuerpo anónimo tras el cual corre —despavorido, ansioso, con dientes— el éxtasis que viene del pasado para contemplar ahora —el ahora del abandono que es también el ahora de la memoria— su propio rostro en el espejo de lo que no está.
Se trata del temido momento del yo. El yo masculino. No por nada el subtítulo de este libro extraño es Una memoria —un concepto fuertemente asociado a las literaturas no canónicas y/o francamente marginales que proliferaron desde el último cuarto del siglo XX como una forma de acicate contra la supuesta muerte del autor. En el mundo de los estereotipos, las narrativas del yo —de la autobiografía al testimonio pasando por la confesión— le pertenecen, casi de manera automática, a las mujeres y las así llamadas minorías. Los escritores (repito: en el mundo de los estereotipos) se dedican a cosas serias como construir un universo con su propio paisaje interior (sic). Las minucias y las emociones y, sobre todo, los recuerdos personales, especialmente si son del orden amoroso, le corresponden a los aficionados o, peor tantito, a los sentimentales. Acaso sea precisamente por ese tipo de definiciones artreras que el subtítulo brilla por su ausencia en la portada del libro, haciendo su aparición entre espectral e indecisa en la portadilla. Una memoria, en efecto. ¿Pero lo es? Y, de serlo, ¿de quién es? ¿Importa, de verdad, el nombre? Estas preguntas básicas tienen la virtud de poner en cuestión la subjetividad que produce la escritura y, de paso, la subjetividad misma de quien la recibe, creando así un texto, y una experiencia de lectura —es decir, una comunión— volátil, agreste, imperfecta, honda. Y es por haber logrado ese tipo de cruda experiencia a lo largo de sus páginas que el austero capítulo final cae con una fuerza descomunal, una fuerza pocas veces lograda en la tan bien comportada literatura de nuestros mexicanos tiempos, sobre sus hojas. Se trata de un hacha. El candor de un hacha.
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Saturday, February 07, 2009
EPISODIO UNO--VERSIÓN DIVINA PERA
Era un sábado en Tiijuana. Buscábamos otra cosa, pero, al pasar por la esquina, vimos el humo emergiendo de las ollas y el placer de los peculiares comensales al llevarse la cuchara a la boca. Decidimos parar en el acto, cual debe. No va con la dieta, dijo una. No importa, dijeron las dos. Dimos las vueltas necesarias para estacionarnos cerca de la rectangular mesa. La mesa era, en efecto, rectangular. El mantel de plástico. La calle: llena de tierra. El hombre sirvió el plato pequeño: la carne de una olla, el líquido de la otra. Ambas cosas básicas, precisas, perfectas. El Ur-Menudo. Sopeamos con calma. Enrollamos las tortillas junto al hombre del tatuaje que decía "Lola" y el niño que aseguraba no tener hambre y el señor que, justo después de terminar su plato, volvió a tomar su carrito de desempleado. Contábamos historias locuaces (¿hay de otras?) cuando el Ladrón se apostó a espaldas del Volvo, haciendo como que no estaba quitando el cubrefoco y el foco y lo demás. Cuando Gusano Rojo me alertó me faltaban dos cucharadas pero, confirmando la seriedad del asunto, salí corriendo. La bolsa suspendida en el aire, el cabello. Las zancadas.
--Disculpe que interrumpa su atraco, señor Ladrón --dije algo así, más o menos, con la voz deliciosa de alguien que acababa de probar algo definitivamente embriagador--, pero ya voy a usar mi coche.
El Ladrón, pillado en falta, volvió el rostro.
--Pensé que todavía no acababan de comer --dijo. Yo reí porque no me quedaba de otra y el rió porque supongo que estaba acostumbrado. Gusano Rojo había pagado la cuenta y ya estaba adentrándose en el coche no-robado cuando descubrí una mancha infraganti en la mano derecha y regresé a toda prisa a la rectangular mesa por una servilleta. Todo esto a una velocidad bárbara. Una vez ahí, habiendo limpiado la mancha impune, no puede evitar notar que quedaban dos cucharadas en mi plato. Tan huérfanas ellas. Tan enteras. Las tomé mientras escuchaba en mi cabeza la melodía de Misión Imposible, el Ladrón se sentaba sobre una cubeta a una vera del camino y Gusano Rojo me hacía señas desde dentro del coche.
--Raro, ¿verdad? --dije cuando finalmente logré subir.
--Delicioso --concluyó ella. Serena.
Estuve de acuerdo. Y, sin más, arrancamos hacia el norte. Fuimos a parar a uno de los muchos negocios del centro que están cerrados por dentro. Les contamos la anécdota. Reímos. Nos invitaron el aperitivo. Y, todos juntos, hablamos del cielo nublado.
--Tiene su extraña hermosura dentro --dijo alguien. Creo que entonces brindamos por algo que ya no recuerdo bien. Creo que entonces fuimos.
--crg
Era un sábado en Tiijuana. Buscábamos otra cosa, pero, al pasar por la esquina, vimos el humo emergiendo de las ollas y el placer de los peculiares comensales al llevarse la cuchara a la boca. Decidimos parar en el acto, cual debe. No va con la dieta, dijo una. No importa, dijeron las dos. Dimos las vueltas necesarias para estacionarnos cerca de la rectangular mesa. La mesa era, en efecto, rectangular. El mantel de plástico. La calle: llena de tierra. El hombre sirvió el plato pequeño: la carne de una olla, el líquido de la otra. Ambas cosas básicas, precisas, perfectas. El Ur-Menudo. Sopeamos con calma. Enrollamos las tortillas junto al hombre del tatuaje que decía "Lola" y el niño que aseguraba no tener hambre y el señor que, justo después de terminar su plato, volvió a tomar su carrito de desempleado. Contábamos historias locuaces (¿hay de otras?) cuando el Ladrón se apostó a espaldas del Volvo, haciendo como que no estaba quitando el cubrefoco y el foco y lo demás. Cuando Gusano Rojo me alertó me faltaban dos cucharadas pero, confirmando la seriedad del asunto, salí corriendo. La bolsa suspendida en el aire, el cabello. Las zancadas.
--Disculpe que interrumpa su atraco, señor Ladrón --dije algo así, más o menos, con la voz deliciosa de alguien que acababa de probar algo definitivamente embriagador--, pero ya voy a usar mi coche.
El Ladrón, pillado en falta, volvió el rostro.
--Pensé que todavía no acababan de comer --dijo. Yo reí porque no me quedaba de otra y el rió porque supongo que estaba acostumbrado. Gusano Rojo había pagado la cuenta y ya estaba adentrándose en el coche no-robado cuando descubrí una mancha infraganti en la mano derecha y regresé a toda prisa a la rectangular mesa por una servilleta. Todo esto a una velocidad bárbara. Una vez ahí, habiendo limpiado la mancha impune, no puede evitar notar que quedaban dos cucharadas en mi plato. Tan huérfanas ellas. Tan enteras. Las tomé mientras escuchaba en mi cabeza la melodía de Misión Imposible, el Ladrón se sentaba sobre una cubeta a una vera del camino y Gusano Rojo me hacía señas desde dentro del coche.
--Raro, ¿verdad? --dije cuando finalmente logré subir.
--Delicioso --concluyó ella. Serena.
Estuve de acuerdo. Y, sin más, arrancamos hacia el norte. Fuimos a parar a uno de los muchos negocios del centro que están cerrados por dentro. Les contamos la anécdota. Reímos. Nos invitaron el aperitivo. Y, todos juntos, hablamos del cielo nublado.
--Tiene su extraña hermosura dentro --dijo alguien. Creo que entonces brindamos por algo que ya no recuerdo bien. Creo que entonces fuimos.
--crg
Thursday, February 05, 2009
WRITING
You have to want it more than anything else--more than breathing even. More than sex or happiness. More than that cigarette, this chocolate, those glasses of wine. More than the children you have not had. You have to want it bad. You have to defend it, protect it, guard it—with your own very life, if necessary.
And then, one day, out of nowhere, it comes the realization: you can live without it. It may as well never happen again. You walk as if on clouds. You breathe.
Then, slowlysoftlyjoyously, you begin writing.
--crg
You have to want it more than anything else--more than breathing even. More than sex or happiness. More than that cigarette, this chocolate, those glasses of wine. More than the children you have not had. You have to want it bad. You have to defend it, protect it, guard it—with your own very life, if necessary.
And then, one day, out of nowhere, it comes the realization: you can live without it. It may as well never happen again. You walk as if on clouds. You breathe.
Then, slowlysoftlyjoyously, you begin writing.
--crg
UN LUJO
El sitio: una habitación.
Los participantes: 16.
In situ: hojas con letras sobre las mesas, lápices y plumas, ojos, inteligencia, corazón.
Un proceso de lectura. Un diálogo. Una implicación.
El tiempo: 80 minutos.
La emoción cuando sucede eso: la escritura.
Como la primera vez. Siempre. Cuando es.
--crg
El sitio: una habitación.
Los participantes: 16.
In situ: hojas con letras sobre las mesas, lápices y plumas, ojos, inteligencia, corazón.
Un proceso de lectura. Un diálogo. Una implicación.
El tiempo: 80 minutos.
La emoción cuando sucede eso: la escritura.
Como la primera vez. Siempre. Cuando es.
--crg
Tuesday, February 03, 2009
LA MUJER VISTA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En 1985, un grupo de mujeres artistas formaron el colectivo Guerrilla Girls en Estados Unidos. Cubriéndose el rostro con grandes mascaras de gorila y parapetándose también tras los nombres de artistas ya fallecidas, estas guerrilleras contemporáneas arremetieron contra cualquier traza de discriminación, especialmente la de género, a través de la ironía y el humor. A ellas se les debe la célebre pregunta: ¿Las mujeres tienen que desnudarse para entrar en los museos? A ellas también se les debe la infame respuesta: “Menos de 3% de los artistas en el Museo Metropolitano son mujeres, pero 83% de los desnudos son de mujeres”.
El desnudo femenino no es un tema menor en el desarrollo del arte occidental. Como bien lo anota Lynd Nead en su libro The female nude. Art, Obscenity and Sexuality, el desnudo femenino ha jugado un papel importante no sólo en la connotación misma de lo que el arte es o debe ser (y supongo que este es el concepto —es algo artístico— al que se refieren en ocasión algunas mujeres que posan desnudas cuando se trata de denigrarlas), sino que también ha contribuido, hablando en términos más sociales, a la normalización patriarcal del cuerpo femenino y su sexualidad. En la coreografía que forman el hombre que ve y la mujer que es vista se establecen asimismo normas específicas de observación que favorecen especialmente la observación contemplativa. El hombre contempla a la mujer y, al contemplarla, se produce a sí mismo como una unidad subjetiva entera, otorgándole en el proceso la cualidad de objeto —un objeto también unitario— a la observada. ¿Pero es ésta una definición justa de lo que pasa entre el hombre que contempla y desliza los pinceles sobre un bastidor y la mujer que, aparentemente entregada a la mirada masculina, se deja ver?
Son muchas las preguntas que surgen de la lectura de la nueva novela de Mónica Lavín, Hotel Limbo (Alfaguara, 2007), pero ésa tal vez sea la más básica y, al mismo tiempo, la más polémica. En un cuarto de hotel, el 301 para ser más exactos, se reúnen por tres días Darío Garza, un pintor que ha arribado desde la capital a esa ciudad provinciana en busca de un hijo perdido, y Sara Martínez, una mujer que también ha llegado desde la capital pero en este caso sólo para impartir temporalmente un seminario sobre cómo hablar en público. Ella posa y él pinta, los dos en silencio. En ese silencio surgen, entretejidos y entrecortados, en un zigzag que en mucho se parece al quehacer de la memoria y no al de la narración lineal, los capítulos que van develando el desarraigo de Darío y el deseo de Sara por el cuerpo masculino. En efecto, Sara ha aceptado posar para el pintor (¿o es ella la que se lo ha pedido?) porque de esa manera logra alargar aunque sea un poco su estancia en un lugar donde aguarda la aparición de un hombre joven que, con sus intermitentes flujos de atracción y reticencia, ha provocado su deseo más íntimo. Darío, “mutilado en sus afectos”, desea capturar el misterio de Sara con el único instrumento que domina: el pincel; ella, que ya ha ubicado su alma en la parte baja del cuerpo (“es triangular y húmeda, oscura y sola. Y tiene sed”), se propone construir el contexto dentro del cual emerja, rubicundo y satisfecho, su deseo.
No es posible saber a ciencia cierta si todas las modelos que han posado para la mirada masculina se entregan, sin más, al proceso de ser vistas. No sabemos si el proceso las aburre o las excita; si provoca pensamientos sucios o suicidas. Lo cierto es que, para Sara Martínez, el dejarse ver es también otra forma de verse a sí misma siendo vista. La mirada masculina transformada en un espejo. Lejos de la entrega pasiva —toda la novela ocurre, a final de cuentas, en el silencio en que los dos personajes desarrollan y protegen sus propias historias— Sara construye, y esto de manera constante y fluida, la historia de su propio cuerpo y su sexualidad. Por ahí pasa el primer amante, que guapo y joven resulta ser casado; los primeros atisbos de la violencia de los cuerpos en la violación masiva del cuerpo de la extranjera; el recuento de las interacciones sexuales no normativas (que no dejan de ser heterosexuales en este libro) que la han llevado a regresar a un pueblo de la provincia mexicana para provocar un encuentro con ese joven alumno —un Alguien, así con mayúscula— que, como vela de Tarkowsky, cede y no cede al deseo que provoca tanto en él mismo como en ella.
A partir de este entramado, Mónica Lavín se interna, con inusual frescura en las letras mexicanas, en los muy estereotipados territorios de la sexualidad femenina. Sara no es la mujer fatal que, dueña de artilugios mordaces, asusta a jovencitos en brama. Sara no es la mojigata que, presa de un discurso doble, aprovecha el parpadeo ajeno para satisfacer instintos “naturales”. Sara no es la mujer cuasi-virginal a la que el deseo masculino completa. Sara no es la Demi Moore mexicana que logra “atrapar” al hombre joven para normalizar así una geometría culturalmente inesperada. Mientras Darío la ve, mientras ella lo deja verlo arraigada en una inmovilidad sólo aparente, Sara va habitando, volviendo real, cada milímetro de su cuerpo y de su sexo. Frente a la mirada contemplativa del hombre, el cuerpo de Sara emerge no como superficie dispuesta a ser inscrita por el deseo ajeno, sino como un cuerpo con historia, vapuleado también por las aristas y contradicciones de sus propios deseos. Sara —el sexo historizado (que no histerizado) de Sara— es húmedo y oscuro y solo y, en efecto, tiene sed. Ahí, en la explícita sed que anima las escenas de sus variados encuentros, en la juntura de la carne y la precisión de piel, me llega el eco de Susana San Juan —cada vez menos delirante y cada vez más normalita conforme el tiempo nos va entregando las novelas del deseo femenino. Ese hierro. Y si Sara fue capaz de contarnos esto con (¿a pesar de?) la presencia de Darío, me pregunto qué nos contará luego, cuando el brillo de la mirada heterosexual constituya sólo uno de los posibles espejos.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En 1985, un grupo de mujeres artistas formaron el colectivo Guerrilla Girls en Estados Unidos. Cubriéndose el rostro con grandes mascaras de gorila y parapetándose también tras los nombres de artistas ya fallecidas, estas guerrilleras contemporáneas arremetieron contra cualquier traza de discriminación, especialmente la de género, a través de la ironía y el humor. A ellas se les debe la célebre pregunta: ¿Las mujeres tienen que desnudarse para entrar en los museos? A ellas también se les debe la infame respuesta: “Menos de 3% de los artistas en el Museo Metropolitano son mujeres, pero 83% de los desnudos son de mujeres”.
El desnudo femenino no es un tema menor en el desarrollo del arte occidental. Como bien lo anota Lynd Nead en su libro The female nude. Art, Obscenity and Sexuality, el desnudo femenino ha jugado un papel importante no sólo en la connotación misma de lo que el arte es o debe ser (y supongo que este es el concepto —es algo artístico— al que se refieren en ocasión algunas mujeres que posan desnudas cuando se trata de denigrarlas), sino que también ha contribuido, hablando en términos más sociales, a la normalización patriarcal del cuerpo femenino y su sexualidad. En la coreografía que forman el hombre que ve y la mujer que es vista se establecen asimismo normas específicas de observación que favorecen especialmente la observación contemplativa. El hombre contempla a la mujer y, al contemplarla, se produce a sí mismo como una unidad subjetiva entera, otorgándole en el proceso la cualidad de objeto —un objeto también unitario— a la observada. ¿Pero es ésta una definición justa de lo que pasa entre el hombre que contempla y desliza los pinceles sobre un bastidor y la mujer que, aparentemente entregada a la mirada masculina, se deja ver?
Son muchas las preguntas que surgen de la lectura de la nueva novela de Mónica Lavín, Hotel Limbo (Alfaguara, 2007), pero ésa tal vez sea la más básica y, al mismo tiempo, la más polémica. En un cuarto de hotel, el 301 para ser más exactos, se reúnen por tres días Darío Garza, un pintor que ha arribado desde la capital a esa ciudad provinciana en busca de un hijo perdido, y Sara Martínez, una mujer que también ha llegado desde la capital pero en este caso sólo para impartir temporalmente un seminario sobre cómo hablar en público. Ella posa y él pinta, los dos en silencio. En ese silencio surgen, entretejidos y entrecortados, en un zigzag que en mucho se parece al quehacer de la memoria y no al de la narración lineal, los capítulos que van develando el desarraigo de Darío y el deseo de Sara por el cuerpo masculino. En efecto, Sara ha aceptado posar para el pintor (¿o es ella la que se lo ha pedido?) porque de esa manera logra alargar aunque sea un poco su estancia en un lugar donde aguarda la aparición de un hombre joven que, con sus intermitentes flujos de atracción y reticencia, ha provocado su deseo más íntimo. Darío, “mutilado en sus afectos”, desea capturar el misterio de Sara con el único instrumento que domina: el pincel; ella, que ya ha ubicado su alma en la parte baja del cuerpo (“es triangular y húmeda, oscura y sola. Y tiene sed”), se propone construir el contexto dentro del cual emerja, rubicundo y satisfecho, su deseo.
No es posible saber a ciencia cierta si todas las modelos que han posado para la mirada masculina se entregan, sin más, al proceso de ser vistas. No sabemos si el proceso las aburre o las excita; si provoca pensamientos sucios o suicidas. Lo cierto es que, para Sara Martínez, el dejarse ver es también otra forma de verse a sí misma siendo vista. La mirada masculina transformada en un espejo. Lejos de la entrega pasiva —toda la novela ocurre, a final de cuentas, en el silencio en que los dos personajes desarrollan y protegen sus propias historias— Sara construye, y esto de manera constante y fluida, la historia de su propio cuerpo y su sexualidad. Por ahí pasa el primer amante, que guapo y joven resulta ser casado; los primeros atisbos de la violencia de los cuerpos en la violación masiva del cuerpo de la extranjera; el recuento de las interacciones sexuales no normativas (que no dejan de ser heterosexuales en este libro) que la han llevado a regresar a un pueblo de la provincia mexicana para provocar un encuentro con ese joven alumno —un Alguien, así con mayúscula— que, como vela de Tarkowsky, cede y no cede al deseo que provoca tanto en él mismo como en ella.
A partir de este entramado, Mónica Lavín se interna, con inusual frescura en las letras mexicanas, en los muy estereotipados territorios de la sexualidad femenina. Sara no es la mujer fatal que, dueña de artilugios mordaces, asusta a jovencitos en brama. Sara no es la mojigata que, presa de un discurso doble, aprovecha el parpadeo ajeno para satisfacer instintos “naturales”. Sara no es la mujer cuasi-virginal a la que el deseo masculino completa. Sara no es la Demi Moore mexicana que logra “atrapar” al hombre joven para normalizar así una geometría culturalmente inesperada. Mientras Darío la ve, mientras ella lo deja verlo arraigada en una inmovilidad sólo aparente, Sara va habitando, volviendo real, cada milímetro de su cuerpo y de su sexo. Frente a la mirada contemplativa del hombre, el cuerpo de Sara emerge no como superficie dispuesta a ser inscrita por el deseo ajeno, sino como un cuerpo con historia, vapuleado también por las aristas y contradicciones de sus propios deseos. Sara —el sexo historizado (que no histerizado) de Sara— es húmedo y oscuro y solo y, en efecto, tiene sed. Ahí, en la explícita sed que anima las escenas de sus variados encuentros, en la juntura de la carne y la precisión de piel, me llega el eco de Susana San Juan —cada vez menos delirante y cada vez más normalita conforme el tiempo nos va entregando las novelas del deseo femenino. Ese hierro. Y si Sara fue capaz de contarnos esto con (¿a pesar de?) la presencia de Darío, me pregunto qué nos contará luego, cuando el brillo de la mirada heterosexual constituya sólo uno de los posibles espejos.
--crg
Sunday, February 01, 2009
CAMPO ALASKA
and whose voice here and from where? whose tenderness whose failure whose goose?
who does the rumur and who, under oath, does the wind inside whose ear?
from 1929 through 1955 a place called Alaska whose rumor whose history goose
madness as usual, whose hand and, inside the hand, whose bird
whose flight?
--crg
and whose voice here and from where? whose tenderness whose failure whose goose?
who does the rumur and who, under oath, does the wind inside whose ear?
from 1929 through 1955 a place called Alaska whose rumor whose history goose
madness as usual, whose hand and, inside the hand, whose bird
whose flight?
--crg