PANDEMIC TALK IV
Don´t travel. Don´t sneeze. Don´t open the door. Don´t greet. Don´t shake hands. Don´t touch. Don´t share (saliva, tears, sweat). Don´t place lips on cheek. Don´t place lips on lips. Don´t breathe (that close). Don´t take your clothes off. Don´t stare for too long. Don´t cross the ocean. Don´t open the door (I said this before). Don´t nod. Don´t act as though. Don´t uncover your face. Don´t untangle your heart (liver, hand, mouth). Don´t say (don´t have a say). Don´t continue. Don´t turn left. Don´t turn the other cheek. Don´t wave. Don´t shake (it) off. Don´t dance (that close). Don´t finger. Don´t cry. Don´t pee. Don´t walk (away or further). Don´t hesitate. Don´t jump off (the roof). Don´t save. Exactly.
--crg
Wednesday, April 29, 2009
PANDEMIC TALK III
It was all planned from the start. 159. Someone made it in a lab. 61. Did you check the excahnge rate today? 7. Clearly, they are after us. 26. I knew it! I knew it! 34. A transnational of pigs--naturally. 1. Canceled. 12. If we die, you know who wins. 43. It is oh so obvious. 149. Do you get the numbers? 93. A big catch today. 2. Five is the number now. 5. Canceled. 5. Cancel that one too.
[text to be whispered into the right ear of a total stranger]
--crg
It was all planned from the start. 159. Someone made it in a lab. 61. Did you check the excahnge rate today? 7. Clearly, they are after us. 26. I knew it! I knew it! 34. A transnational of pigs--naturally. 1. Canceled. 12. If we die, you know who wins. 43. It is oh so obvious. 149. Do you get the numbers? 93. A big catch today. 2. Five is the number now. 5. Canceled. 5. Cancel that one too.
[text to be whispered into the right ear of a total stranger]
--crg
Tuesday, April 28, 2009
PANDEMIC TALK II
which was the reason I had called in the first place and then. She pointed at the mouth, the nose, the eyes. A headache in the eyes, he had had. In the first place: the mouth, the hand, the finger, pointing at. Wash hands often. Nothing is normally now (adverbially). Take care, but truly, of yourself. Images of a city abandoned in a rush, which is. Take a camera, point at this: ¿is the future a mouth? Wash hands more often. Take the nose, a membrane which. Take the soap, wash. In the first place I had called but then. Touch. Had had.
--crg
which was the reason I had called in the first place and then. She pointed at the mouth, the nose, the eyes. A headache in the eyes, he had had. In the first place: the mouth, the hand, the finger, pointing at. Wash hands often. Nothing is normally now (adverbially). Take care, but truly, of yourself. Images of a city abandoned in a rush, which is. Take a camera, point at this: ¿is the future a mouth? Wash hands more often. Take the nose, a membrane which. Take the soap, wash. In the first place I had called but then. Touch. Had had.
--crg
PANDEMIC TALK
Did you hear from him? A friend of a friend told her that he might. Did she mention that perhpas she, maybe. Did you see by yourself? How could she, if she could indeed, but how? Is there any news about her or him, or their friend who went the other way? Did he go the other way (which is, well, where?)? He might indeed, but when or how. No one knows. Everybody knows. Did she contact him or her and you or at least (or at last) you? How do they know, if they know? Do they know? You heard it from her and then from him and then, maybe, from her again? Did you? Did.
--crg
Did you hear from him? A friend of a friend told her that he might. Did she mention that perhpas she, maybe. Did you see by yourself? How could she, if she could indeed, but how? Is there any news about her or him, or their friend who went the other way? Did he go the other way (which is, well, where?)? He might indeed, but when or how. No one knows. Everybody knows. Did she contact him or her and you or at least (or at last) you? How do they know, if they know? Do they know? You heard it from her and then from him and then, maybe, from her again? Did you? Did.
--crg
CUANDO TODOS ÉRAMOS ARTISTAS VISUALES
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico Mexicano Milenio, sección de culura]
No lo sabíamos, por supuesto, pero todos aquellos que escribimos alguna vez a máquina, colocando el papel cuidadosamente en un rodillo y presionando las ruidosas teclas con una fuerza que no pocas veces dejaba adoloridas las yemas de los dedos, fuimos también artistas visuales. Va mi argumento.
La máquina en cuestión, la que era de escribir, parecía un animal antediluviano. Ya no era en efecto la mole aquella en color negro creada a inicios del siglo XX debido al aumento de trabajos de oficina que, una vez colocada en su sitio, resultaba imposible mover, pero comparada con nociones de peso contemporáneos, incluso los modelos anunciados como más ligeros, aquellos diseñados con efectos de movilidad, eran en realidad bastante pesados. Poco importaba eso, sin embargo. Si a uno le gustaba escribir y había que entregar algún manuscrito, allá iba uno con su Letrera 33 de un lado para otro: de los salones de clase a los parques, de la casa de algún amigo a la cabina del tren (había trenes entonces, y cabinas dentro de ellos). El proceso en general recibía el nombre de “pasar a máquina”, suponiendo, como solía ser el caso, que toda escritura era primero realizada a mano —en sucio— para luego sujetarse a varias revisiones antes de llegar a la limpieza del aparato mecánico. Mecanografiar: pasar en limpio. Escribir era, pues, escribir demasiado. Escribir era estar escribiendo todo el tiempo. Escribir era estar corrigiendo.
El proceso daba inicio con la selección del papel. Nadie que yo conociera compraba paquetes de 500 hojas (no sé si existían en el mercado al menudeo) en grandes y pulcros almacenes de artículos para oficinas. Lo que hacíamos entonces era ir a la papelería de la esquina que, con suerte, era uno de esos comercios viejísimos, con grandes estantes de madera, donde un dueño permanentemente encorvado guardaba con algo de misterio sus múltiples tesoros: estampillas, borradores, tintas, papel. Había que tocar el papel, examinarlo. La textura, el porcentaje de algodón, el grosor. De ser posible, había que aproximarlo a la nariz para aspirarlo. La prueba de los sentidos. Habiendo tomado una decisión, uno salía con 25 o 50 piezas dentro de una pequeña bolsa de plástico.
Para mecanografiar había, pues, que colocar el papel entre los rodillos de caucho del carro de la máquina y, luego, había que apretar la palanca que liberaría la hoja sólo lo suficiente para poder emparejar sus esquinas de manera manual. El carro se movía de derecha a izquierda por medio de un muelle (resorte) al tiempo que se oprimían las teclas; el movimiento estaba regulado por un mecanismo de escape, de forma que el carro recorría la distancia de un espacio para cada letra. El carro volvía a la derecha por medio de una palanca, que servía también para girar el rodillo a un espacio de una línea mediante una carraca y un trinquete. Las líneas de linotipia estaban colocadas en círculo; cuando una de las teclas, dispuestas en un teclado en hilera en la parte frontal, era oprimida, la línea de linotipia correspondiente golpeaba contra la parte inferior del rodillo por acción de la palanca. Una cinta entintada corría entre la línea de linotipia y el rodillo, y el carácter, al golpear esta cinta, efectuaba una impresión en tinta en el papel que estaba sujeto sobre el rodillo. La cinta se transportaba por un par de carretes y se movía de forma automática después de cada impresión. Repartida en dos únicos colores, el negro y el rojo, la cinta era en realidad una amenaza de huelga.
Entonces empezaba el apretar de las teclas. Y entonces daba inicio el ruidazal. A medida que avanzaba el párrafo, la habitación se iba llenando de una tonada estridente que no dejaba de tener su ritmo secreto. Entre el cuerpo y la máquina: el sonido. A eso se le agregaba muchas veces la voz de la escribiente que, acostumbrada a utilizar tantos sentidos como le fuera posible, no dudaba en agregar la enunciación de la palabra que quedaba en el papel. Pequeña pieza de música de cámara y tecnología con cuerpo.
Entre el ruido de las teclas, especialmente si el mecanógrafo era veloz, brotaban de cuando en cuando los errores. No se podía regresar y borrar sin que quedara huella del acto. No había una tecla que anunciara delete, en inglés. Había que detenerse en seco, desenrollar un poco la hoja para que, ya liberada, fuera posible pasar la pequeña brocha que, saturada de un líquido blanco, cubriría el error. Yuxtaposición en el tiempo. Palimpsesto. Luego, había que esperar a que el líquido secara y entonces, y sólo entonces, era posible enrollar la hoja otra vez y continuar con el proceso. Con el tiempo, la brocha fue sustituida por diminutos papeles correctores que se colocaban sobre la letra equivocada para que la tecla la volviera a marcar, esta vez en blanco. Equivocarse era, siempre, equivocarse dos veces.
El trabajo más artesanal, el que requería de mayor maestría e imaginación, el que nos daba el título de artistas visuales por derecho propio era, sin duda, colocar los pies de página. No había, por supuesto, una función especial en el entramado de la máquina de escribir que ayudara con eso. Había que diseñar el espacio del papel, componerlo. Había, pues, que interrumpir el párrafo y calcular (que era imaginar) cuántas líneas sobrarían y cuántas, por otra parte, ocuparía escribir el nombre del autor y el título del libro del que se había tomado la cita textual. Un error aquí, en esta parte baja de la hoja, tenía consecuencias fatales. Si la hoja se liberaba de improviso del carrete, cosa que era muy posible porque recuérdese que no había manera de ver dónde terminaba, resultaba extremadamente difícil volver a alinearla con precisión. Si se había calculado mal y no había ya espacio para incorporar todos los datos requeridos o si por casualidad se colaba un error en esas últimas y peligrosísimas líneas, entonces había que empezar otra vez. Desde el principio. Todo. Sísifo en ciernes. Así las cosas, 25 o 50 veces, antes de regresar una vez más a la papelería y aspirar el olor de los viejos objetos encantados. Antes de salir con la pequeña bolsa de plástico pegada al pecho, ensoñando.
Enrollar la hoja, emparejarla, apretar la tecla. Dar inicio.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico Mexicano Milenio, sección de culura]
No lo sabíamos, por supuesto, pero todos aquellos que escribimos alguna vez a máquina, colocando el papel cuidadosamente en un rodillo y presionando las ruidosas teclas con una fuerza que no pocas veces dejaba adoloridas las yemas de los dedos, fuimos también artistas visuales. Va mi argumento.
La máquina en cuestión, la que era de escribir, parecía un animal antediluviano. Ya no era en efecto la mole aquella en color negro creada a inicios del siglo XX debido al aumento de trabajos de oficina que, una vez colocada en su sitio, resultaba imposible mover, pero comparada con nociones de peso contemporáneos, incluso los modelos anunciados como más ligeros, aquellos diseñados con efectos de movilidad, eran en realidad bastante pesados. Poco importaba eso, sin embargo. Si a uno le gustaba escribir y había que entregar algún manuscrito, allá iba uno con su Letrera 33 de un lado para otro: de los salones de clase a los parques, de la casa de algún amigo a la cabina del tren (había trenes entonces, y cabinas dentro de ellos). El proceso en general recibía el nombre de “pasar a máquina”, suponiendo, como solía ser el caso, que toda escritura era primero realizada a mano —en sucio— para luego sujetarse a varias revisiones antes de llegar a la limpieza del aparato mecánico. Mecanografiar: pasar en limpio. Escribir era, pues, escribir demasiado. Escribir era estar escribiendo todo el tiempo. Escribir era estar corrigiendo.
El proceso daba inicio con la selección del papel. Nadie que yo conociera compraba paquetes de 500 hojas (no sé si existían en el mercado al menudeo) en grandes y pulcros almacenes de artículos para oficinas. Lo que hacíamos entonces era ir a la papelería de la esquina que, con suerte, era uno de esos comercios viejísimos, con grandes estantes de madera, donde un dueño permanentemente encorvado guardaba con algo de misterio sus múltiples tesoros: estampillas, borradores, tintas, papel. Había que tocar el papel, examinarlo. La textura, el porcentaje de algodón, el grosor. De ser posible, había que aproximarlo a la nariz para aspirarlo. La prueba de los sentidos. Habiendo tomado una decisión, uno salía con 25 o 50 piezas dentro de una pequeña bolsa de plástico.
Para mecanografiar había, pues, que colocar el papel entre los rodillos de caucho del carro de la máquina y, luego, había que apretar la palanca que liberaría la hoja sólo lo suficiente para poder emparejar sus esquinas de manera manual. El carro se movía de derecha a izquierda por medio de un muelle (resorte) al tiempo que se oprimían las teclas; el movimiento estaba regulado por un mecanismo de escape, de forma que el carro recorría la distancia de un espacio para cada letra. El carro volvía a la derecha por medio de una palanca, que servía también para girar el rodillo a un espacio de una línea mediante una carraca y un trinquete. Las líneas de linotipia estaban colocadas en círculo; cuando una de las teclas, dispuestas en un teclado en hilera en la parte frontal, era oprimida, la línea de linotipia correspondiente golpeaba contra la parte inferior del rodillo por acción de la palanca. Una cinta entintada corría entre la línea de linotipia y el rodillo, y el carácter, al golpear esta cinta, efectuaba una impresión en tinta en el papel que estaba sujeto sobre el rodillo. La cinta se transportaba por un par de carretes y se movía de forma automática después de cada impresión. Repartida en dos únicos colores, el negro y el rojo, la cinta era en realidad una amenaza de huelga.
Entonces empezaba el apretar de las teclas. Y entonces daba inicio el ruidazal. A medida que avanzaba el párrafo, la habitación se iba llenando de una tonada estridente que no dejaba de tener su ritmo secreto. Entre el cuerpo y la máquina: el sonido. A eso se le agregaba muchas veces la voz de la escribiente que, acostumbrada a utilizar tantos sentidos como le fuera posible, no dudaba en agregar la enunciación de la palabra que quedaba en el papel. Pequeña pieza de música de cámara y tecnología con cuerpo.
Entre el ruido de las teclas, especialmente si el mecanógrafo era veloz, brotaban de cuando en cuando los errores. No se podía regresar y borrar sin que quedara huella del acto. No había una tecla que anunciara delete, en inglés. Había que detenerse en seco, desenrollar un poco la hoja para que, ya liberada, fuera posible pasar la pequeña brocha que, saturada de un líquido blanco, cubriría el error. Yuxtaposición en el tiempo. Palimpsesto. Luego, había que esperar a que el líquido secara y entonces, y sólo entonces, era posible enrollar la hoja otra vez y continuar con el proceso. Con el tiempo, la brocha fue sustituida por diminutos papeles correctores que se colocaban sobre la letra equivocada para que la tecla la volviera a marcar, esta vez en blanco. Equivocarse era, siempre, equivocarse dos veces.
El trabajo más artesanal, el que requería de mayor maestría e imaginación, el que nos daba el título de artistas visuales por derecho propio era, sin duda, colocar los pies de página. No había, por supuesto, una función especial en el entramado de la máquina de escribir que ayudara con eso. Había que diseñar el espacio del papel, componerlo. Había, pues, que interrumpir el párrafo y calcular (que era imaginar) cuántas líneas sobrarían y cuántas, por otra parte, ocuparía escribir el nombre del autor y el título del libro del que se había tomado la cita textual. Un error aquí, en esta parte baja de la hoja, tenía consecuencias fatales. Si la hoja se liberaba de improviso del carrete, cosa que era muy posible porque recuérdese que no había manera de ver dónde terminaba, resultaba extremadamente difícil volver a alinearla con precisión. Si se había calculado mal y no había ya espacio para incorporar todos los datos requeridos o si por casualidad se colaba un error en esas últimas y peligrosísimas líneas, entonces había que empezar otra vez. Desde el principio. Todo. Sísifo en ciernes. Así las cosas, 25 o 50 veces, antes de regresar una vez más a la papelería y aspirar el olor de los viejos objetos encantados. Antes de salir con la pequeña bolsa de plástico pegada al pecho, ensoñando.
Enrollar la hoja, emparejarla, apretar la tecla. Dar inicio.
--crg
Monday, April 27, 2009
PRIMERA LLAMADA, PRIMERA
El próximo 5 de mayo darán inicio las Tertulias Bilingues--una ocasión para atender las palabras de jóvenes escritores de uno y otro lado de la frontera entre Tijuana y San Diego. Una oportunidad para dialogar entre fronteras. No te pierdas estos eventos: Se habla Inglés/Spanish spoken here.
Los poetas Amaranta Caballero (de Tijuana) y Alec Venida (de UCSD)
Deutz Room/Center for U.S-Mexican Studies
UCSD
6:00 pm
Reception.
--crg
El próximo 5 de mayo darán inicio las Tertulias Bilingues--una ocasión para atender las palabras de jóvenes escritores de uno y otro lado de la frontera entre Tijuana y San Diego. Una oportunidad para dialogar entre fronteras. No te pierdas estos eventos: Se habla Inglés/Spanish spoken here.
Los poetas Amaranta Caballero (de Tijuana) y Alec Venida (de UCSD)
Deutz Room/Center for U.S-Mexican Studies
UCSD
6:00 pm
Reception.
--crg
Saturday, April 25, 2009
Friday, April 24, 2009
TAREA
Se ha dicho bastante ya sobre el estado de la crítica literaria en México. Está, por un lado, la álgida crítica bravucona a través de la cual los integrantes de ciertos grupos se pasan mensajes (no tan subliminales) con los integrantes de otros grupos. Está, también, la crítica estudiosa que lee con cuidado y en contexto, preocupada por mantener estándares de calidad estética más que de conveniencia política. Hay más, de seguro. Debe incluso haber combinaciones interesantes entre las dos anteriores, por supuesto. Pero entre una cosa y otra me pregunto, no puedo evitarlo, ¿de verdad importa? Aclaro: estoy convencida de que una crítica puntual y rigurosa que se coloca como puente entre el libro y el lector, continuando el diálogo iniciado por el libro mismo, es y será siempre necesaria. Pero es de todos sabidos que el estado de la crítica actual sólo en ocasiones merece los calificativos de puntual y rigurosa. En todo caso: ¿Hay alguien que haya evaluado estadísticamente el impacto de una reseña halagadora y/o violenta? Para continuar con la evaluación de la crítica hace falta que algún reportero sagaz haga números: ¿Es cierto que una reseña devastadora, de esas a las que son adeptos algunos de nuestros críticos pistoleros, puede impactar de manera negativa las ventas de un libro? ¿De verdad la joven señora de la clase media que asiste a un círculo de lectura--el lector del que dependen, eso dicen los expertos, el futuro de las ventas del libro--acude a las revistas X o Y para leer sus reseñas y así orientar su adquisición de libros? ¿Los trabajadores de la SEP encargados de asignar lecturas a primarias y secundarias--garantizando luego entonces la venta masiva de un libro en México--leen esas reseñas por las que tanto se desgañitan tanto bravucones como estudiosos? ¿A qué tipo de publicaciones y, dentro de las publicaciones, a qué tipo de reseñas ponen atención los bibliotecarios que están a cargo de seleccionar el material que entra en sus anaqueles? ¿Alguno de los que denigra o enaltece el papel de la reseña ha ido a preguntar a las editoriales sobre el número de ventas de tal o cual libro justo después de que tal o cual reseña lo apelara? Si el reseñista X un buen día decide que el libro de Y es el peor (o el mejor) del año, de seguro el ego del escritor se verá más o menos dañado o más o menos halagado (según sea la calidad de su terapeuta o de su infancia), pero ¿pasa algo en realidad con la circulación de ese ensalzado/vitupereado libro?
Si todas las respuestas a estas preguntas son negativas--como creo que lo son, aunque falta, por supuesto, mostrar las evidencias--entonces los diálogos (o griteríos, según sea el caso) acerca del estado de la crítica literaria en México--al menos la ejercida en el campo de batalla en que se han convertido las reseñas--tendrían que cambiar francamente tanto de tono como de derroteros. Porque mientras el crítico de reseñas no admita la responsabilidad (o el privilegio) de ser el puente entre el libro y el lector (tanto el profesional como en no profesional) entonces habrá perdido su oportunidad y su función: producir un diálogo dinámico e inteligente e imprescindible en la sociedad. La otra alternativa, por supuesto, es esperar a que Hugo Chávez algún día tome el libro del escritor X para reglárselo al presidente Z y así logre dar inicio su serie de recomendaciones literarias (con programa de televisión incluido).
--crg
Se ha dicho bastante ya sobre el estado de la crítica literaria en México. Está, por un lado, la álgida crítica bravucona a través de la cual los integrantes de ciertos grupos se pasan mensajes (no tan subliminales) con los integrantes de otros grupos. Está, también, la crítica estudiosa que lee con cuidado y en contexto, preocupada por mantener estándares de calidad estética más que de conveniencia política. Hay más, de seguro. Debe incluso haber combinaciones interesantes entre las dos anteriores, por supuesto. Pero entre una cosa y otra me pregunto, no puedo evitarlo, ¿de verdad importa? Aclaro: estoy convencida de que una crítica puntual y rigurosa que se coloca como puente entre el libro y el lector, continuando el diálogo iniciado por el libro mismo, es y será siempre necesaria. Pero es de todos sabidos que el estado de la crítica actual sólo en ocasiones merece los calificativos de puntual y rigurosa. En todo caso: ¿Hay alguien que haya evaluado estadísticamente el impacto de una reseña halagadora y/o violenta? Para continuar con la evaluación de la crítica hace falta que algún reportero sagaz haga números: ¿Es cierto que una reseña devastadora, de esas a las que son adeptos algunos de nuestros críticos pistoleros, puede impactar de manera negativa las ventas de un libro? ¿De verdad la joven señora de la clase media que asiste a un círculo de lectura--el lector del que dependen, eso dicen los expertos, el futuro de las ventas del libro--acude a las revistas X o Y para leer sus reseñas y así orientar su adquisición de libros? ¿Los trabajadores de la SEP encargados de asignar lecturas a primarias y secundarias--garantizando luego entonces la venta masiva de un libro en México--leen esas reseñas por las que tanto se desgañitan tanto bravucones como estudiosos? ¿A qué tipo de publicaciones y, dentro de las publicaciones, a qué tipo de reseñas ponen atención los bibliotecarios que están a cargo de seleccionar el material que entra en sus anaqueles? ¿Alguno de los que denigra o enaltece el papel de la reseña ha ido a preguntar a las editoriales sobre el número de ventas de tal o cual libro justo después de que tal o cual reseña lo apelara? Si el reseñista X un buen día decide que el libro de Y es el peor (o el mejor) del año, de seguro el ego del escritor se verá más o menos dañado o más o menos halagado (según sea la calidad de su terapeuta o de su infancia), pero ¿pasa algo en realidad con la circulación de ese ensalzado/vitupereado libro?
Si todas las respuestas a estas preguntas son negativas--como creo que lo son, aunque falta, por supuesto, mostrar las evidencias--entonces los diálogos (o griteríos, según sea el caso) acerca del estado de la crítica literaria en México--al menos la ejercida en el campo de batalla en que se han convertido las reseñas--tendrían que cambiar francamente tanto de tono como de derroteros. Porque mientras el crítico de reseñas no admita la responsabilidad (o el privilegio) de ser el puente entre el libro y el lector (tanto el profesional como en no profesional) entonces habrá perdido su oportunidad y su función: producir un diálogo dinámico e inteligente e imprescindible en la sociedad. La otra alternativa, por supuesto, es esperar a que Hugo Chávez algún día tome el libro del escritor X para reglárselo al presidente Z y así logre dar inicio su serie de recomendaciones literarias (con programa de televisión incluido).
--crg
Thursday, April 23, 2009
LOS COLECCIONISTAS DE GESTOS
La consigna: hay que capturar al menos un gesto memorable. El límite de tiempo: 10 minutos. Los coleccionistas salen a toda prisa del espacio semi-redondo cercado por altos muros donde se encuentran, y se van hacia el fluir de la vida cotidiana. El aire fresco. La nube. Una puerta que se abre y se cierra. Y se abre. Esto es lo que traen en las redes que, a momentos, dan la apariencia de ser ojos: la manera en que un pie se mueve incesantemente mientras desespera; el par de manos que, rozándose una contra otra, pretende producir calor; la mirada directa de quien se descubre observada y reta; los párpados que caen, tímidos; los labios que se mueven frente a la bocina de un teléfono, incesantes; los dedos que se enredan entre las hebras del cabello; la voz que se alza, la cuchicheante, la que se va.
Uno tras otro como lo que son: joyas de un valor incalculable: los gestos caen.
Escribir es eso también. Esa caída.
--crg
La consigna: hay que capturar al menos un gesto memorable. El límite de tiempo: 10 minutos. Los coleccionistas salen a toda prisa del espacio semi-redondo cercado por altos muros donde se encuentran, y se van hacia el fluir de la vida cotidiana. El aire fresco. La nube. Una puerta que se abre y se cierra. Y se abre. Esto es lo que traen en las redes que, a momentos, dan la apariencia de ser ojos: la manera en que un pie se mueve incesantemente mientras desespera; el par de manos que, rozándose una contra otra, pretende producir calor; la mirada directa de quien se descubre observada y reta; los párpados que caen, tímidos; los labios que se mueven frente a la bocina de un teléfono, incesantes; los dedos que se enredan entre las hebras del cabello; la voz que se alza, la cuchicheante, la que se va.
Uno tras otro como lo que son: joyas de un valor incalculable: los gestos caen.
Escribir es eso también. Esa caída.
--crg
Tuesday, April 21, 2009
LA VIDA, EXTRAVIADA II
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de culutra]
III.
La edad más difícil para perderse es, dicho sea esto con toda honestidad, la adolescencia.
Después de leer a Baudelaire, a Benjamin o a Kerouac, ningún extravío es un extravío.
La adolescencia, que es pura errancia, sufre de las limitaciones propias de las ideologías radicales o las misiones divinas. Perderse a los 14 o a los 17 es más un requisito que una aventura.
El adolescente, a fin y principio de cuentas, siempre encuentra su casa. Cuando no lo hace, entonces se sabe, con toda la amarga certeza del caso, que ha empezado la edad adulta. El verdadero extravío.
IV.
Llegué a vivir a X, una ciudad cerca del mar, un verano de mucho sol saturado de bugambilias. Aunque todo mundo no hacía más que describirme la belleza del océano y la singularidad, acaso paradisíaca, de la costa, yo estaba tan llena de trabajo que, por meses enteros, no pude caminar por su orilla. El deseo de hacerlo no llegó sino hasta finales del invierno. Había disfrutado mi primer fin de semana verdaderamente libre y, después de comer y beber, después de platicar y callar con un amigo que venía de una costa aún más lejana, decidimos, como se deciden estas cosas, así, sin más, tomar el coche e ir a la playa. Eran, para entonces, las 11:30 de la noche y ninguno de los dos había tenido la precaución de llevar un mapa.
Manejamos sin prisa y sin destino, guiándonos por un mítico a-la-izquierda, a-la-izquierda, por buena parte de la noche. Cuando tocamos el mismo compact tres veces y la conversación caía fulminada por el cansancio, tuvimos que aceptarlo sin cortapisas: no teníamos la menor idea de dónde estábamos. Entonces nos dimos a la tarea de preguntar a otros motoristas nocturnos, especialmente a aquellos que se detenían bajo los semáforos que, a esa hora de la noche, tenían un ligero nimbo lyncheano.
—¿Cómo llegamos al mar? —preguntábamos con una inocencia que a los otros, jóvenes casi todos y en speed con toda seguridad, les resultaba altamente sospechosa. Supongo que era por eso que nos dejaban con la palabra en la boca, acompañados nada más del eco que dejaba en el aire húmedo el ruido de los neumáticos contra el pavimento en el momento del arrancón.
—¿Dónde está el océano? —inquiríamos ya con algo de suspicacia propia ante los navegadores nocturnos de cerca-de-la-costa para recibir sólo risitas sardónicas o ventanillas en súbito movimiento vertical.
Todo parecía indicar que el océano, tan cercano, tan obvio, tan material, quería escabullirse.
—¿Falta mucho para llegar a la playa? —le preguntamos a otro motorista nocturno.
—No —dijo y, para nuestra gran sorpresa, continuó—: Síganme si quieren. Voy para allá.
A nosotros nos pareció absolutamente natural lo que hicimos: colocamos el coche detrás del suyo y, como si lo conociéramos de toda la vida o nos uniera una confianza ancestral, lo seguimos por debajo de puentes y sobre rieles metálicos, a lo largo de anchas avenidas sin tráfico y por enredados caminitos de laberinto. El solitario motorista nocturno nos condujo a su casa que, a todas luces, no quedaba cerca del mar. Cuando declinamos su invitación para tomar algo o ver, cuando menos, la televisión juntos, no fue por miedo o resquemor sino, más bien, pura terquedad: todavía creíamos que esa noche, esa noche y no otra, esa noche precisa llegaríamos a nuestro destino. Él lo entendió y, antes de dejarnos ir, nos dio las gracias.
Nos encontrábamos en la hora más oscura cuando decidimos detenernos. Los dos estábamos cansados y, a esas alturas, no sabíamos ya ni cómo regresar. Supongo que la frustración y el agotamiento fueron los que nos hicieron estacionar el coche en el lugar al que al coche se le dio la gana. No tardamos, en todo caso, en cerrar los ojos.
Tuve un sueño. En el sueño, la luz del sol y el bochorno me obligaban a abrir los ojos. Me movía lentamente después, tratando de recordar dónde estaba y por qué estaba ahí, mientras bajaba la ventanilla. Entonces lo reconocía: era el olor a océano. Y entonces abría la puerta y, corriendo como hacia un imán, lo descubría detrás de los matorrales. Sereno. Obvio. En perpetuo movimiento. Ahí estaba. El mar. Mi amigo, que me había seguido sin yo darme cuenta, murmuraba entonces:
—Dimos con él —luego de titubear un poco, añadió—: O dimos con ella. Da lo mismo.
No fue sino hasta su segunda y políticamente correcta intervención que me di cabal cuenta de que eso no era un sueño.
V.
Perderse para producir el contexto desde el cual es posible atisbar el yo.
Perderse para encontrar una isla de óxido en el tiempo.
Perderse para recordar, unos treinta años después, el momento de la pérdida.
Perderse para cumplir una misión.
Perderse para encontrar lo que no se buscaba.
Perderse para restar.
Perderse para vivir dentro del Gran Aro del No.
Perderse para desvariar y discurrir y disgregar.
Perderse para perder.
Perderse para decir la vida, extraviada.
VI.
Lo único que se consigue saliendo a caminar sin propósito es cansarse.
Kôbô Abe, La mujer de la arena
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de culutra]
III.
La edad más difícil para perderse es, dicho sea esto con toda honestidad, la adolescencia.
Después de leer a Baudelaire, a Benjamin o a Kerouac, ningún extravío es un extravío.
La adolescencia, que es pura errancia, sufre de las limitaciones propias de las ideologías radicales o las misiones divinas. Perderse a los 14 o a los 17 es más un requisito que una aventura.
El adolescente, a fin y principio de cuentas, siempre encuentra su casa. Cuando no lo hace, entonces se sabe, con toda la amarga certeza del caso, que ha empezado la edad adulta. El verdadero extravío.
IV.
Llegué a vivir a X, una ciudad cerca del mar, un verano de mucho sol saturado de bugambilias. Aunque todo mundo no hacía más que describirme la belleza del océano y la singularidad, acaso paradisíaca, de la costa, yo estaba tan llena de trabajo que, por meses enteros, no pude caminar por su orilla. El deseo de hacerlo no llegó sino hasta finales del invierno. Había disfrutado mi primer fin de semana verdaderamente libre y, después de comer y beber, después de platicar y callar con un amigo que venía de una costa aún más lejana, decidimos, como se deciden estas cosas, así, sin más, tomar el coche e ir a la playa. Eran, para entonces, las 11:30 de la noche y ninguno de los dos había tenido la precaución de llevar un mapa.
Manejamos sin prisa y sin destino, guiándonos por un mítico a-la-izquierda, a-la-izquierda, por buena parte de la noche. Cuando tocamos el mismo compact tres veces y la conversación caía fulminada por el cansancio, tuvimos que aceptarlo sin cortapisas: no teníamos la menor idea de dónde estábamos. Entonces nos dimos a la tarea de preguntar a otros motoristas nocturnos, especialmente a aquellos que se detenían bajo los semáforos que, a esa hora de la noche, tenían un ligero nimbo lyncheano.
—¿Cómo llegamos al mar? —preguntábamos con una inocencia que a los otros, jóvenes casi todos y en speed con toda seguridad, les resultaba altamente sospechosa. Supongo que era por eso que nos dejaban con la palabra en la boca, acompañados nada más del eco que dejaba en el aire húmedo el ruido de los neumáticos contra el pavimento en el momento del arrancón.
—¿Dónde está el océano? —inquiríamos ya con algo de suspicacia propia ante los navegadores nocturnos de cerca-de-la-costa para recibir sólo risitas sardónicas o ventanillas en súbito movimiento vertical.
Todo parecía indicar que el océano, tan cercano, tan obvio, tan material, quería escabullirse.
—¿Falta mucho para llegar a la playa? —le preguntamos a otro motorista nocturno.
—No —dijo y, para nuestra gran sorpresa, continuó—: Síganme si quieren. Voy para allá.
A nosotros nos pareció absolutamente natural lo que hicimos: colocamos el coche detrás del suyo y, como si lo conociéramos de toda la vida o nos uniera una confianza ancestral, lo seguimos por debajo de puentes y sobre rieles metálicos, a lo largo de anchas avenidas sin tráfico y por enredados caminitos de laberinto. El solitario motorista nocturno nos condujo a su casa que, a todas luces, no quedaba cerca del mar. Cuando declinamos su invitación para tomar algo o ver, cuando menos, la televisión juntos, no fue por miedo o resquemor sino, más bien, pura terquedad: todavía creíamos que esa noche, esa noche y no otra, esa noche precisa llegaríamos a nuestro destino. Él lo entendió y, antes de dejarnos ir, nos dio las gracias.
Nos encontrábamos en la hora más oscura cuando decidimos detenernos. Los dos estábamos cansados y, a esas alturas, no sabíamos ya ni cómo regresar. Supongo que la frustración y el agotamiento fueron los que nos hicieron estacionar el coche en el lugar al que al coche se le dio la gana. No tardamos, en todo caso, en cerrar los ojos.
Tuve un sueño. En el sueño, la luz del sol y el bochorno me obligaban a abrir los ojos. Me movía lentamente después, tratando de recordar dónde estaba y por qué estaba ahí, mientras bajaba la ventanilla. Entonces lo reconocía: era el olor a océano. Y entonces abría la puerta y, corriendo como hacia un imán, lo descubría detrás de los matorrales. Sereno. Obvio. En perpetuo movimiento. Ahí estaba. El mar. Mi amigo, que me había seguido sin yo darme cuenta, murmuraba entonces:
—Dimos con él —luego de titubear un poco, añadió—: O dimos con ella. Da lo mismo.
No fue sino hasta su segunda y políticamente correcta intervención que me di cabal cuenta de que eso no era un sueño.
V.
Perderse para producir el contexto desde el cual es posible atisbar el yo.
Perderse para encontrar una isla de óxido en el tiempo.
Perderse para recordar, unos treinta años después, el momento de la pérdida.
Perderse para cumplir una misión.
Perderse para encontrar lo que no se buscaba.
Perderse para restar.
Perderse para vivir dentro del Gran Aro del No.
Perderse para desvariar y discurrir y disgregar.
Perderse para perder.
Perderse para decir la vida, extraviada.
VI.
Lo único que se consigue saliendo a caminar sin propósito es cansarse.
Kôbô Abe, La mujer de la arena
--crg
Sunday, April 19, 2009
LOS PRÓDIGOS
La siguiente utopía parte de un par de premisas más o menos conocidas: 1) que vale la pena promover la lectura puesto que leer, en tanto actividad plenamente creativa, alimenta la imaginación, esa prima hermana de la crítica, y 2) que algo interesante pasa cuando escritores y lectores se reúnen para conversar sobre los libros escritos por los primeros y leídos por los segundos.
La siguiente utopía también parte, de manera oblicua, de una parábola famosa: el hijo pródigo que regresa a casa.
He aquí la utopía: un escritor regresa a su escuela preparatoria por una semana (no tuvo que haber derrochado su simbólica fortuna en actividades varias, pero sí se tuvo que haber ido). Un organismo estatal de educación o de cultura se encarga de los gastos de transporte, hospedaje, alimentación y honorarios del escritor/a durante esa semana. La escuela preparatoria se compromete a asignar el libro del escritor invitado que sus profesores de literatura juzguen como el más adecuado para las clases que imparten en toda la institución. El escritor se compromete a entablar diálogos con los alumnos tanto dentro como fuera del aula durante las mañanas, a impartir talleres de escritura por las tardes, y a ofrecer una charla pública abierta a la comunidad entera. La editorial en la que publica el escritor/a se compromete a dar precios especiales a los participantes en el programa de Los Pródigos.
En esta utopía ganan todos. Ganan los alumnos que, habiendo leído el libro de mano de sus profesores, podrán establecer un diálogo informado y activo con el escritor/a. Ganan los profesores, que con la expectativa del autor invitado podrán organizar clases más amenas. Y gana el escritor, cuyo libro será leído por un número creciente de lectores. Y gana la editorial, que venderá más libros. Y gana la escuela preparatoria, que demostrará la calidad de su educación ante la comunidad a la que sirve. Gana también, finalmente, la institución encargada de financiar este proyecto puesto que su inversión habrá contribuido a la formación de lectores y a la promoción de prácticas culturales democráticas y horizontales entre la población.
Y todos felices y contentos.
Mh. ¿Será?
En fin, uno termina así a veces los domingos: utópica y con signos de interrogación.
--crg
La siguiente utopía parte de un par de premisas más o menos conocidas: 1) que vale la pena promover la lectura puesto que leer, en tanto actividad plenamente creativa, alimenta la imaginación, esa prima hermana de la crítica, y 2) que algo interesante pasa cuando escritores y lectores se reúnen para conversar sobre los libros escritos por los primeros y leídos por los segundos.
La siguiente utopía también parte, de manera oblicua, de una parábola famosa: el hijo pródigo que regresa a casa.
He aquí la utopía: un escritor regresa a su escuela preparatoria por una semana (no tuvo que haber derrochado su simbólica fortuna en actividades varias, pero sí se tuvo que haber ido). Un organismo estatal de educación o de cultura se encarga de los gastos de transporte, hospedaje, alimentación y honorarios del escritor/a durante esa semana. La escuela preparatoria se compromete a asignar el libro del escritor invitado que sus profesores de literatura juzguen como el más adecuado para las clases que imparten en toda la institución. El escritor se compromete a entablar diálogos con los alumnos tanto dentro como fuera del aula durante las mañanas, a impartir talleres de escritura por las tardes, y a ofrecer una charla pública abierta a la comunidad entera. La editorial en la que publica el escritor/a se compromete a dar precios especiales a los participantes en el programa de Los Pródigos.
En esta utopía ganan todos. Ganan los alumnos que, habiendo leído el libro de mano de sus profesores, podrán establecer un diálogo informado y activo con el escritor/a. Ganan los profesores, que con la expectativa del autor invitado podrán organizar clases más amenas. Y gana el escritor, cuyo libro será leído por un número creciente de lectores. Y gana la editorial, que venderá más libros. Y gana la escuela preparatoria, que demostrará la calidad de su educación ante la comunidad a la que sirve. Gana también, finalmente, la institución encargada de financiar este proyecto puesto que su inversión habrá contribuido a la formación de lectores y a la promoción de prácticas culturales democráticas y horizontales entre la población.
Y todos felices y contentos.
Mh. ¿Será?
En fin, uno termina así a veces los domingos: utópica y con signos de interrogación.
--crg
Saturday, April 18, 2009
LA PERTINENCIA DEL CUENTO HOY
Quien diga que el cuento ha muerto o no ha dado clases nunca o no ha viajado en transporte público o tiene una capacidad de atención no vista desde mediados del siglo XIX. Lo cierto es que el cuento es la forma por excelencia del texto contemporáneo. Como lo he comprobado en no pocas clases, el cuento se presta de manera maleable y profunda para explorar una gama bastante amplia de recursos narrativos--y eso sin tomar en cuenta la más amplia gama de condiciones humanas que desfilan por sus líneas de manera fulgurante y, a veces, definitiva. Con frecuencia es imposible (o poco realista) asignar la lectura de una novela en un trimestre, pero es del todo práctico, en cambio, disfrutar con los alumnos de la variedad de enfoques tanto formales como conceptuales que vienen de la mano de los cuentos. Por si esto fuera poco, aquellos que viajan en transporte público y pueden, luego entonces, perderse dentro de las oraciones de un libro por un cierto tiempo determinado, saben muy bien que la distancia entre dos punto siempre puede ser medida a través de las páginas de un buen cuento. Nada como el cuento, finalmente, ha podido adaptarse con mayor facilidad a la cambiante atención de los cerebros de hoy (acostumbrados como están a abrir varias ventanas a la vez, por ejemplo, y a seguir los altibajos de la emoción súbita y la satisfacción rápida). Si los editores dejaran de hacerle caso a frases repetidas sin ton ni son (como aquella de que el cuento no vende) y se pusieran en contacto con los miles y miles de profesores de miles y miles de universidades que dan clases a miles y miles de alumnos para publicar por y para ellos las antologías que esos mismos profesores acaban publicando rupestremente con ayuda de esa antigüedad llamada fotocopiadora, entonces otro gallo le cantaría al cuento y a los escritores de cuento y a lo que se dice del cuento.
Y pensar que sólo tomaría una llamada por teléfono...
--crg
Quien diga que el cuento ha muerto o no ha dado clases nunca o no ha viajado en transporte público o tiene una capacidad de atención no vista desde mediados del siglo XIX. Lo cierto es que el cuento es la forma por excelencia del texto contemporáneo. Como lo he comprobado en no pocas clases, el cuento se presta de manera maleable y profunda para explorar una gama bastante amplia de recursos narrativos--y eso sin tomar en cuenta la más amplia gama de condiciones humanas que desfilan por sus líneas de manera fulgurante y, a veces, definitiva. Con frecuencia es imposible (o poco realista) asignar la lectura de una novela en un trimestre, pero es del todo práctico, en cambio, disfrutar con los alumnos de la variedad de enfoques tanto formales como conceptuales que vienen de la mano de los cuentos. Por si esto fuera poco, aquellos que viajan en transporte público y pueden, luego entonces, perderse dentro de las oraciones de un libro por un cierto tiempo determinado, saben muy bien que la distancia entre dos punto siempre puede ser medida a través de las páginas de un buen cuento. Nada como el cuento, finalmente, ha podido adaptarse con mayor facilidad a la cambiante atención de los cerebros de hoy (acostumbrados como están a abrir varias ventanas a la vez, por ejemplo, y a seguir los altibajos de la emoción súbita y la satisfacción rápida). Si los editores dejaran de hacerle caso a frases repetidas sin ton ni son (como aquella de que el cuento no vende) y se pusieran en contacto con los miles y miles de profesores de miles y miles de universidades que dan clases a miles y miles de alumnos para publicar por y para ellos las antologías que esos mismos profesores acaban publicando rupestremente con ayuda de esa antigüedad llamada fotocopiadora, entonces otro gallo le cantaría al cuento y a los escritores de cuento y a lo que se dice del cuento.
Y pensar que sólo tomaría una llamada por teléfono...
--crg
Friday, April 17, 2009
ENTREVISTA EN EL UNIVERSAL
Literatura errante
Su prosa, perturbadora y crítica, se despliega en los bordes y tiene la voz de casi todas las fronteras
YANET AGUILAR SOSA /EL UNIVERSAL /VIERNES 17 DE ABRIL DE 2009
Cristina Rivera-Garza vive en la frontera por convicción. Es una desarraigada y aventurera que se mueve con soltura en los límites, sean literarios o geográficos. Esta narradora e historiadora nacida en Matamoros en 1964, se caracteriza por una prosa “perturbadora”, nacida a la luz de quien sabe que la escritura “es un riesgo de vida y muerte, una aventura extrema”. La estadía en San Diego, en la frontera con Tijuana la ha vuelto errante e “independiente y desarraigada”, como ella misma reconoce.
El trabajo fronterizo es su gran pasión en términos geopolíticos y estéticos. Luego de su estancia en Metepec, en la frontera entre el estado de México y el Distrito Federal, regresó a San Diego, a la frontera con Estados Unidos, para hacerse cargo de la sección de Creative Writing (Escritura Creativa) en el Departamento de Literatura de la Universidad de California. Actualmente organiza una nueva Maestría en Creación Literaria (MFA, por sus siglas en inglés) que arrancará en septiembre de 2009. “Es un programa único en el vasto panorama de MFA’s en Estados Unidos porque enfatiza la escritura experimental, la interdisciplina (especialmente con las artes visuales) y el cruce de idiomas (sobre todo entre el inglés y el español)”, señala la autora de Nadie me verá llorar, Ningún reloj cuenta esto, La muerte me da y La frontera más distante (todos con Tusquets).
En este nuevo reto que Rivera-Garza emprende con energía, le han sido de gran ayuda las ideas con las que creó el Laboratorio Fronterizo de Escritores que organizó hace tres años con apoyo del Fondo de Cultura Económica y de la Fundación para las Letras Mexicanas y en el que convergieron escritores de tradiciones experimentales de Latinoamérica y de los Estados Unidos, así como estudiantes bilingües de México y de Estados Unidos, “un modelo que algunas instituciones fronterizas no han dudado en repetir en fechas más recientes”.
[continua en la edición del El Universal de hoy, sección de cultura]
--crg
Literatura errante
Su prosa, perturbadora y crítica, se despliega en los bordes y tiene la voz de casi todas las fronteras
YANET AGUILAR SOSA /EL UNIVERSAL /VIERNES 17 DE ABRIL DE 2009
Cristina Rivera-Garza vive en la frontera por convicción. Es una desarraigada y aventurera que se mueve con soltura en los límites, sean literarios o geográficos. Esta narradora e historiadora nacida en Matamoros en 1964, se caracteriza por una prosa “perturbadora”, nacida a la luz de quien sabe que la escritura “es un riesgo de vida y muerte, una aventura extrema”. La estadía en San Diego, en la frontera con Tijuana la ha vuelto errante e “independiente y desarraigada”, como ella misma reconoce.
El trabajo fronterizo es su gran pasión en términos geopolíticos y estéticos. Luego de su estancia en Metepec, en la frontera entre el estado de México y el Distrito Federal, regresó a San Diego, a la frontera con Estados Unidos, para hacerse cargo de la sección de Creative Writing (Escritura Creativa) en el Departamento de Literatura de la Universidad de California. Actualmente organiza una nueva Maestría en Creación Literaria (MFA, por sus siglas en inglés) que arrancará en septiembre de 2009. “Es un programa único en el vasto panorama de MFA’s en Estados Unidos porque enfatiza la escritura experimental, la interdisciplina (especialmente con las artes visuales) y el cruce de idiomas (sobre todo entre el inglés y el español)”, señala la autora de Nadie me verá llorar, Ningún reloj cuenta esto, La muerte me da y La frontera más distante (todos con Tusquets).
En este nuevo reto que Rivera-Garza emprende con energía, le han sido de gran ayuda las ideas con las que creó el Laboratorio Fronterizo de Escritores que organizó hace tres años con apoyo del Fondo de Cultura Económica y de la Fundación para las Letras Mexicanas y en el que convergieron escritores de tradiciones experimentales de Latinoamérica y de los Estados Unidos, así como estudiantes bilingües de México y de Estados Unidos, “un modelo que algunas instituciones fronterizas no han dudado en repetir en fechas más recientes”.
[continua en la edición del El Universal de hoy, sección de cultura]
--crg
Wednesday, April 15, 2009
CONGRATS TO LOURDES PORTILLO!
THE 52th San Francisco International Film Festival will honor documentary filmmaker Lourdes Portillo with Golden Gate Persistance of Vision Award. Over a long career Portillo has challenged the boundaries of the documentary form and remained dedicated to broaden the scope of Latino and Chicano portrayals in film. Portillo will be presented with the award this Monday, April 27th at the Sundance Kabuki Cinemas. The U.S. premiere of her latest film Al Más Allá will follow.
--crg
THE 52th San Francisco International Film Festival will honor documentary filmmaker Lourdes Portillo with Golden Gate Persistance of Vision Award. Over a long career Portillo has challenged the boundaries of the documentary form and remained dedicated to broaden the scope of Latino and Chicano portrayals in film. Portillo will be presented with the award this Monday, April 27th at the Sundance Kabuki Cinemas. The U.S. premiere of her latest film Al Más Allá will follow.
--crg
MI TIENDITA
Puede ser que sea la crisis o el más básico de los gustos o la locura primaveral o el sereno, pero he aquí un espacio virtual para algo que he querido tener por mucho tiempo: mi tiendita. Me los encuentro en sitios diversos, llegan a mí por obra y gracia de amigos en desgracia o trance casi religioso, aparecen así nada más porque sí, me tropiezo con ellos. Por eso los he llamado Objetos Astutos. Me enamoran ciertamente. Los toco como si estuviera ciega. Los acerco a mí (la posesión, eso). Pero son astutos ellos y, poco a poco, se empiezan a ir.
Invitados están todos a pasar a lo barrido y empezar a verlos aunque sea de lejos. Ya luego ustedes dirán.
--crg
Puede ser que sea la crisis o el más básico de los gustos o la locura primaveral o el sereno, pero he aquí un espacio virtual para algo que he querido tener por mucho tiempo: mi tiendita. Me los encuentro en sitios diversos, llegan a mí por obra y gracia de amigos en desgracia o trance casi religioso, aparecen así nada más porque sí, me tropiezo con ellos. Por eso los he llamado Objetos Astutos. Me enamoran ciertamente. Los toco como si estuviera ciega. Los acerco a mí (la posesión, eso). Pero son astutos ellos y, poco a poco, se empiezan a ir.
Invitados están todos a pasar a lo barrido y empezar a verlos aunque sea de lejos. Ya luego ustedes dirán.
--crg
ESBELTA, DE OJOS GRISES Y LARGA CABELLERA CASTAÑA
Que, después de Cervantes, sea un autora el autor más leído en español, y que esa autora haya escrito novelas rosas, no deja de tener su inquietante misterio. Algo han de haber hecho esas novelas rosas, anodinas por definición y ligeras por destino, para provocar, además, escozores múltiples tanto en regímenes enteros (Cuba dixit), como en buena parte de los bienpensantes de la así llamada alta cultura, y hasta en críticos de estudiosos de género. He estado tentada ya por días a escribir algo sobre Corín Tellado y he aquí que cedo. Como cualquier persona que haya esperado en una peluquería o en la sala de un dentista, o como cualquier integrante de esa clase media consumidora de revistas con páginas brillantes y portadas vistosas, por supuesto que he leído las novelas rosas de Corín Tellado. Estratégicamente distribuidas en los espacios domésticos (o ligados a lo doméstico), encontrar novelas de Corín Tellado ha sido tan fácil como respirar. Bastaba con abrir una Vanidades (¿y quien que no ha abierto, alguna vez, una Vanidades?) para internarse en los dilemas, siempre cruentos, de mujeres--esbeltas, de ojos grises y largas cabelleras castañas--y hombres--altos, de nariz recia y hombros anchos--enamorados. O casi. O a punto. O quizá.
Cortas, predecibles, fieles a sus temas y estructuras, las novelas de Tellado reflejaron, sí, pero también influyeron en la educación sentimental de ciertos sectores de la población, reforzando, sí, pero también explorando las jerarquías de género de la sociedad contemporánea. A pesar de ser productos "convencionales" tanto en términos formales como de contenido, estas novelas rosas fueron evolucionando con el paso de las generaciones. Dudo que en fechas recientes Tellado haya llegado a incluir algún matrimonio gay en sus letras, pero sus heroínas no siempre fueron hijas de familia o niñeras ruborizadas. A medida que pasaron los años, las solteras empezaron a trabajar y la palabra "divorcio" no dejó de hacer su punzante aparición en las tramas más diversas. Los dilemas que aquejaban los corazones femeninos también inquietaban sus sexualidades (habrá que recordar que Tellado publicó también, aunque bajo pseudónimo, un par de novelas eróticas). Como otras novelas de así llamado género (las policiacas, las de ciencia ficción, etc), a las rosa les llegará pronto el momento de su subversión redentora. En todo caso, le debemos estudios serios y críticos a autoras como Tellado, como Caridad Bravo Adams o Yolanda Vargas Douché.
--crg
Que, después de Cervantes, sea un autora el autor más leído en español, y que esa autora haya escrito novelas rosas, no deja de tener su inquietante misterio. Algo han de haber hecho esas novelas rosas, anodinas por definición y ligeras por destino, para provocar, además, escozores múltiples tanto en regímenes enteros (Cuba dixit), como en buena parte de los bienpensantes de la así llamada alta cultura, y hasta en críticos de estudiosos de género. He estado tentada ya por días a escribir algo sobre Corín Tellado y he aquí que cedo. Como cualquier persona que haya esperado en una peluquería o en la sala de un dentista, o como cualquier integrante de esa clase media consumidora de revistas con páginas brillantes y portadas vistosas, por supuesto que he leído las novelas rosas de Corín Tellado. Estratégicamente distribuidas en los espacios domésticos (o ligados a lo doméstico), encontrar novelas de Corín Tellado ha sido tan fácil como respirar. Bastaba con abrir una Vanidades (¿y quien que no ha abierto, alguna vez, una Vanidades?) para internarse en los dilemas, siempre cruentos, de mujeres--esbeltas, de ojos grises y largas cabelleras castañas--y hombres--altos, de nariz recia y hombros anchos--enamorados. O casi. O a punto. O quizá.
Cortas, predecibles, fieles a sus temas y estructuras, las novelas de Tellado reflejaron, sí, pero también influyeron en la educación sentimental de ciertos sectores de la población, reforzando, sí, pero también explorando las jerarquías de género de la sociedad contemporánea. A pesar de ser productos "convencionales" tanto en términos formales como de contenido, estas novelas rosas fueron evolucionando con el paso de las generaciones. Dudo que en fechas recientes Tellado haya llegado a incluir algún matrimonio gay en sus letras, pero sus heroínas no siempre fueron hijas de familia o niñeras ruborizadas. A medida que pasaron los años, las solteras empezaron a trabajar y la palabra "divorcio" no dejó de hacer su punzante aparición en las tramas más diversas. Los dilemas que aquejaban los corazones femeninos también inquietaban sus sexualidades (habrá que recordar que Tellado publicó también, aunque bajo pseudónimo, un par de novelas eróticas). Como otras novelas de así llamado género (las policiacas, las de ciencia ficción, etc), a las rosa les llegará pronto el momento de su subversión redentora. En todo caso, le debemos estudios serios y críticos a autoras como Tellado, como Caridad Bravo Adams o Yolanda Vargas Douché.
--crg
Tuesday, April 14, 2009
LA VIDA, EXTRAVIADA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
para Nestor Braunstein y Tamara Frances, por hacerme pensar en todo esto
I.
El primer recuerdo en el que aparece el yo es el recuerdo de una pérdida. Un extravío. Vivía entonces en la esquina más noreste del país, ahí donde el Golfo conserva el nombre pero gana la nacionalidad, en una de esas casas de madera que, sin importar cuando fueron construidas, siempre dan la apariencia de ser viejísimas. Se había sustituido ya el cultivo del algodón por el del sorgo y, durante los meses del verano, las amplias parcelas del Valle adquirían entonces, como ahora, ese color encendido, entre marrón y naranja, que a menudo hace creer que uno pisa el sol, o algo parecido al sol, cuando camina por ahí. En ese lugar, entre los surcos de un campo de sorgo, emergió, con un terror inigualable, la primera noción del yo.
Yo estoy perdida.
Recuerdo esa frase. Y, junto con la frase, recuerdo las imágenes agigantadas del verde casi negro de los tallos del sorgo y las imágenes, también desproporcionadas, de las melgas que sostenían mis titubeantes pies.
No recuerdo cómo regresé a casa, ni el llanto que debió haber alertado a los que dormían en ese momento la siesta. Pero esa escena en la que el mundo adquiere dimensiones exorbitantes mientras yo me reduzco a una expresión mínima ha sido, desde entonces, la clave para identificar ese estado de fuga y espanto que es el estar perdido.
Dicen los que me encontraron entre el sorgo que, efectivamente, lloraba. Y que, al regresar al regazo materno, ya bajo el techo del porche que nos protegía del sol de mediodía, lo único que pedí fue ir de regreso al lugar de la pérdida.
II.
Cuando las familias se mudan con frecuencia, los hijos suelen perderse con creciente naturalidad. Debido a demandas laborales o a cierto talante inadmisiblemente aventurero en el carácter de mis padres, mi infancia estuvo marcada por los cambios súbitos de residencia, los largos y silenciosos viajes por carretera, y los extravíos que ocasiona el desconocimiento de un nuevo espacio.
Yo no sabía que carecía de lo que se llama “sentido de la orientación” hasta que llegamos a X, un pequeño pueblo en el centro del país, satélite de un campus universitario rodeado de agapantos en flor perpetua. Todavía sin desempacar del todo, pero acatando una disciplina que mis padres llamaban férrea pero que a mí todavía me parece algo exagerada, me llevaron a la escuela primaria. Como buenos padres, me depositaron a la entrada del colegio y, con las manos en alto, se despidieron de mí después de colocar el mítico beso en la mejilla derecha: un verdadero cuadro idílico que habría sido perfecto si a los tres no se nos hubiera olvidado dejar en claro la dirección de la nueva casa o las indicaciones específicas para regresar a ella.
A la hora de la salida, como era de esperarse, me perdí. Tomé, como suelo hacerlo hasta el día de hoy, con una prontitud acaso profética, el camino equivocado. Y caminé sin rumbo, pero también sin miedo, a través de mercados llenos de frutas coloridas, frente a iglesias de edad inverosímil, por calles sin pavimentar, hasta que llegué a una de las orillas de X. Entonces supe, sin lugar a dudas, que estaba perdida pero, sospechando que todo era cuestión de tomar el camino contrario, continué con mi travesía. Aparecieron funerarias y más iglesias y callejones estrechísimos y casuchas semiderruidas que yo, olvidando que estaba perdida, veía con el asombro y la inocencia del turista. Así, con ese estado de ánimo por demás exultante, con una ligereza que apenas acababa de conocer, llegué hasta la estación del tren. No sabía yo entonces que unos treinta años más tarde describiría ese entrecruzamiento de vías, ese verdadero amasijo de metal, como algo pesado y melancólico, algo definitivamente venido de otro siglo, algo como una isla en el tiempo. Un grito sin voz. Una apabullante lejanía. No sabía yo hace treinta años que ese momento de absoluta desolación y de radical, aunque exultante, soledad, iba a quedar grabado a un lado del sonido de los trenes que no pasaron y del color a óxido que afectaba todo cuanto veía.
Un ciclista cadavérico, de rala caballera blanca, se detuvo al lado de la niña que, inmóvil, veía con absoluta concentración la ausencia total de acontecimientos.
—¿Estás perdida? —preguntó. Y su voz grave, su voz como de pelambre terco, su voz de tren que no pasaba, rajó en ese instante la atmósfera.
Y entonces regresó, con furia pero sin miedo, el yo.
—Si —murmuré—. Estoy perdida.
—Dime por dónde vives y te llevo —carraspeó.
Con la naturalidad que proporciona a veces el extravío, con esa proclividad por el riesgo que aún ahora nimba todo lo que hago y, también, lo que no hago, le ayudé al anciano a acomodar mi mochila en los manubrios de la bicicleta y me senté, con toda tranquilidad, en la parrilla trasera. Supongo que tuve que abrazarlo para no caer.
El hombre pedaleó cansina pero firmemente de un lado a otro mientras seguía al pie de la letra mis esquizofrénicas indicaciones. Cuando le pedía que diera vuelta a la derecha porque ese camino me resultaba familiar, él lo hacía sin chistar. Igual, sin decir absolutamente nada, seguía pedaleando cuando le informaba que, una vez más, me había equivocado. Supongo que así anduvimos una media hora y, dentro de esa media hora, con el viento revoloteando por mi fleco y despeinando las trenzas que mi madre se empeñaba en que fueran perfectas, juro que hubo un par de minutos, un segundo apenas, en que me sentí, cualquier cosa que eso signifique ahora, yo misma. Cuando finalmente avizoré la puerta negra detrás de la cual se escondía un pasillo muy angosto que desembocaba en mi casa, di un respingo.
—Aquí es —le dije al ciclista y salté del vehículo todavía en movimiento.
Él se detuvo con la misma silenciosa parsimonia de todo el trayecto y, después de darme mi mochila, colocó el pie derecho sobre el pavimento para detener la bicicleta y encender, así, un cigarrillo sin filtro.
Entonces llegó el terror.
Toqué el timbre de la casa con verdadera fruición, imaginando que el anciano en ese momento me arrancaría de mi vida y me llevaría de regreso a la estación de los trenes invisibles; imaginando que el ciclista saludaría a mi madre y la regañaría sin misericordia alguna; imaginando, incluso, que le pediría una remuneración exorbitante por sus servicios. Imaginé, quiero decir, cosas cada vez más exageradas y descomunales. Mi madre, por fortuna, abrió la puerta y yo, un tanto recuperada con la sola visión de su presencia, volvía la cabeza para darle gracias al anciano cuando me di cuenta que éste ya había desaparecido. No había bicicleta ni hombre y ni siquiera el humo del cigarrillo. No había nada. Y en esa nada, de la que naturalmente no pude hablar pero que sí pude relatar, se ha quedado también otra manera de identificar ese estado exultante y sin brújula que es la pérdida.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
para Nestor Braunstein y Tamara Frances, por hacerme pensar en todo esto
I.
El primer recuerdo en el que aparece el yo es el recuerdo de una pérdida. Un extravío. Vivía entonces en la esquina más noreste del país, ahí donde el Golfo conserva el nombre pero gana la nacionalidad, en una de esas casas de madera que, sin importar cuando fueron construidas, siempre dan la apariencia de ser viejísimas. Se había sustituido ya el cultivo del algodón por el del sorgo y, durante los meses del verano, las amplias parcelas del Valle adquirían entonces, como ahora, ese color encendido, entre marrón y naranja, que a menudo hace creer que uno pisa el sol, o algo parecido al sol, cuando camina por ahí. En ese lugar, entre los surcos de un campo de sorgo, emergió, con un terror inigualable, la primera noción del yo.
Yo estoy perdida.
Recuerdo esa frase. Y, junto con la frase, recuerdo las imágenes agigantadas del verde casi negro de los tallos del sorgo y las imágenes, también desproporcionadas, de las melgas que sostenían mis titubeantes pies.
No recuerdo cómo regresé a casa, ni el llanto que debió haber alertado a los que dormían en ese momento la siesta. Pero esa escena en la que el mundo adquiere dimensiones exorbitantes mientras yo me reduzco a una expresión mínima ha sido, desde entonces, la clave para identificar ese estado de fuga y espanto que es el estar perdido.
Dicen los que me encontraron entre el sorgo que, efectivamente, lloraba. Y que, al regresar al regazo materno, ya bajo el techo del porche que nos protegía del sol de mediodía, lo único que pedí fue ir de regreso al lugar de la pérdida.
II.
Cuando las familias se mudan con frecuencia, los hijos suelen perderse con creciente naturalidad. Debido a demandas laborales o a cierto talante inadmisiblemente aventurero en el carácter de mis padres, mi infancia estuvo marcada por los cambios súbitos de residencia, los largos y silenciosos viajes por carretera, y los extravíos que ocasiona el desconocimiento de un nuevo espacio.
Yo no sabía que carecía de lo que se llama “sentido de la orientación” hasta que llegamos a X, un pequeño pueblo en el centro del país, satélite de un campus universitario rodeado de agapantos en flor perpetua. Todavía sin desempacar del todo, pero acatando una disciplina que mis padres llamaban férrea pero que a mí todavía me parece algo exagerada, me llevaron a la escuela primaria. Como buenos padres, me depositaron a la entrada del colegio y, con las manos en alto, se despidieron de mí después de colocar el mítico beso en la mejilla derecha: un verdadero cuadro idílico que habría sido perfecto si a los tres no se nos hubiera olvidado dejar en claro la dirección de la nueva casa o las indicaciones específicas para regresar a ella.
A la hora de la salida, como era de esperarse, me perdí. Tomé, como suelo hacerlo hasta el día de hoy, con una prontitud acaso profética, el camino equivocado. Y caminé sin rumbo, pero también sin miedo, a través de mercados llenos de frutas coloridas, frente a iglesias de edad inverosímil, por calles sin pavimentar, hasta que llegué a una de las orillas de X. Entonces supe, sin lugar a dudas, que estaba perdida pero, sospechando que todo era cuestión de tomar el camino contrario, continué con mi travesía. Aparecieron funerarias y más iglesias y callejones estrechísimos y casuchas semiderruidas que yo, olvidando que estaba perdida, veía con el asombro y la inocencia del turista. Así, con ese estado de ánimo por demás exultante, con una ligereza que apenas acababa de conocer, llegué hasta la estación del tren. No sabía yo entonces que unos treinta años más tarde describiría ese entrecruzamiento de vías, ese verdadero amasijo de metal, como algo pesado y melancólico, algo definitivamente venido de otro siglo, algo como una isla en el tiempo. Un grito sin voz. Una apabullante lejanía. No sabía yo hace treinta años que ese momento de absoluta desolación y de radical, aunque exultante, soledad, iba a quedar grabado a un lado del sonido de los trenes que no pasaron y del color a óxido que afectaba todo cuanto veía.
Un ciclista cadavérico, de rala caballera blanca, se detuvo al lado de la niña que, inmóvil, veía con absoluta concentración la ausencia total de acontecimientos.
—¿Estás perdida? —preguntó. Y su voz grave, su voz como de pelambre terco, su voz de tren que no pasaba, rajó en ese instante la atmósfera.
Y entonces regresó, con furia pero sin miedo, el yo.
—Si —murmuré—. Estoy perdida.
—Dime por dónde vives y te llevo —carraspeó.
Con la naturalidad que proporciona a veces el extravío, con esa proclividad por el riesgo que aún ahora nimba todo lo que hago y, también, lo que no hago, le ayudé al anciano a acomodar mi mochila en los manubrios de la bicicleta y me senté, con toda tranquilidad, en la parrilla trasera. Supongo que tuve que abrazarlo para no caer.
El hombre pedaleó cansina pero firmemente de un lado a otro mientras seguía al pie de la letra mis esquizofrénicas indicaciones. Cuando le pedía que diera vuelta a la derecha porque ese camino me resultaba familiar, él lo hacía sin chistar. Igual, sin decir absolutamente nada, seguía pedaleando cuando le informaba que, una vez más, me había equivocado. Supongo que así anduvimos una media hora y, dentro de esa media hora, con el viento revoloteando por mi fleco y despeinando las trenzas que mi madre se empeñaba en que fueran perfectas, juro que hubo un par de minutos, un segundo apenas, en que me sentí, cualquier cosa que eso signifique ahora, yo misma. Cuando finalmente avizoré la puerta negra detrás de la cual se escondía un pasillo muy angosto que desembocaba en mi casa, di un respingo.
—Aquí es —le dije al ciclista y salté del vehículo todavía en movimiento.
Él se detuvo con la misma silenciosa parsimonia de todo el trayecto y, después de darme mi mochila, colocó el pie derecho sobre el pavimento para detener la bicicleta y encender, así, un cigarrillo sin filtro.
Entonces llegó el terror.
Toqué el timbre de la casa con verdadera fruición, imaginando que el anciano en ese momento me arrancaría de mi vida y me llevaría de regreso a la estación de los trenes invisibles; imaginando que el ciclista saludaría a mi madre y la regañaría sin misericordia alguna; imaginando, incluso, que le pediría una remuneración exorbitante por sus servicios. Imaginé, quiero decir, cosas cada vez más exageradas y descomunales. Mi madre, por fortuna, abrió la puerta y yo, un tanto recuperada con la sola visión de su presencia, volvía la cabeza para darle gracias al anciano cuando me di cuenta que éste ya había desaparecido. No había bicicleta ni hombre y ni siquiera el humo del cigarrillo. No había nada. Y en esa nada, de la que naturalmente no pude hablar pero que sí pude relatar, se ha quedado también otra manera de identificar ese estado exultante y sin brújula que es la pérdida.
--crg
Monday, April 13, 2009
IF IN THE MOOD FOR SOME POETRY, SOME FICTION, SOME
New Writing Series at UCSD
Spring 2009
Creative Writing Student Read-Off: SDSU VS. UCSD
Sunday, April 19, 2009
5:30PM
The Loft (Price Center)
STEP UP AND DO A 3-MINUTE READING! HOW HARD COULD THAT BE?
Come and battle it out by reading your short, three-minute writing. Or, as they are often called: your DimeStories. Topics are “Roommates” or “Habits.” Show everyone which school has the superlative writing talents. PRIZES!! The winners of each topic will be invited to read at a DimeStories Live showcase reading! $5 OR Pay-As-You-Can for Students with ID/ Readers admitted FREE. Check out www.dimestories.org for more details.
ILYA KAMINSKY
Wednesday, April 22, 2009
4:30PM
VisArts Performance Space
Ilya Kaminsky was born in Odessa, former USSR and arrived in this country in 1993, when his family was granted asylum by the American government. He is the author of Dancing In Odessa, which won Whiting Writers Award, American Academy of Arts & Letters' Metcalf Award, Lannan Fellowship, Ruth Lilly Fellowship from Poetry Magazine, and the Dorset Prize. It was named "Best Poetry Book of 2004" by ForeWord magazine. Ilya also translates from the Russian and is the poetry editor of Words Without Borders, an online journal of poetry in translation. He teaches poetry and comparative literature at SDSU.
DANZY SENNA
Wednesday, April 29, 2009
4:30 PM
VisArts Performance Space
Danzy Senna's debut novel, Caucasia, the story of two biracial sisters growing up in racially charged Boston during the 1970s, won the BOMC Stephen Crane Award for First Fiction and an Alex Award from the American Library Association. It was a Los Angeles Times Best Book of the Year, one of School Library Journal's Best Adult Books of the Year for Young Adults, and a finalist for the International IMPAC Dublin Literary Award. Senna lives in LA and also writes essays on issues of race, identity, and gender. Her newest book, Where Did You Sleep Last Night?: A Personal History, is a memoir.
GLORIA GERVITZ
Wednesday, May 13, 2009
4:30 PM
Literature Building, Room 155 (deCerteau)
Gloria Gervitz was born in 1943 in Mexico City, where she still lives. Her work as a poet for almost 30 years was one enormous poem, Migraciones, which she finally completed in 2003. This was published by Shearsman in 2004 in a bilingual edition, with translations by Mark Schafer. Gloria Gervitz studied history at the Universidad Iberoamericana, and has translated into Spanish the works of Anna Akhmatova, Margarite Yourcenar, Samuel Beckett and Clarice Lispector, among others. Her work has appeared in a number of anthologies in Mexico and the USA, and has been translated into several languages.
BILL BERKSON
Wednesday, May 20, 2009
4:30 PM
VisArts Performance Space
Bill Berkson is associate professor in the School of Interdisciplinary Studies. He is the author of eighteen books and pamphlets and poetry, including most recently Gloria (with etchings by Alex Katz) and Our Friends will Pass Among You Silently, as well as an epistolary collaboration by Bernadette Mayer entitled What's Your Idea of a Good Time? He is a corresponding editor for Art in America, and his criticism has appeared there and in Artforum and other journals. A collection of his essays, The Sweet Singer of Modernism & Other Art Writings, appeared in 2004, and Sudden Address: Selected Lectures in 2007. He was Distinguished Paul Mellon Fellow at Skowhegan School of Painting and Sculpture in 2006.
CHRISTIAN BÖK
May 19, 2009 (2:30 Symposium and Lecture)
May 21, 2009 (8:00 Concert)
Conrad Prebys Music Center
Christian Bök is the author of Crystallography (Coach House Press, 1994), a pataphysical encyclopedia nominated for the Gerald Lampert Memorial Award, and of Eunoia (Coach House Books, 2001), a bestselling work of experimental literature, which has gone on to win the Griffin Prize for Poetic Excellence. Bök has created artificial languages for two television shows: Gene Roddenberry’s Earth: Final Conflict and Peter Benchley’s Amazon. Bök has also earned many accolades for his virtuoso performances of sound poetry (particularly the Ursonate by Kurt Schwitters). His conceptual artworks (which include books built out of Rubik’s cubes and Lego bricks) have appeared at the Marianne Boesky Gallery in New York City as part of the exhibit Poetry Plastique. Bök is currently a Professor of English at the University of Calgary. Christian Bök appears courtesy of the Music Department and the Literature Department Public Events.
The New Writing Series is made possible by the Division of Arts and Humanities and the Department of Literature. For more information, please contact Tania Jabour at tjabour@ucsd.edu.
--crg
New Writing Series at UCSD
Spring 2009
Creative Writing Student Read-Off: SDSU VS. UCSD
Sunday, April 19, 2009
5:30PM
The Loft (Price Center)
STEP UP AND DO A 3-MINUTE READING! HOW HARD COULD THAT BE?
Come and battle it out by reading your short, three-minute writing. Or, as they are often called: your DimeStories. Topics are “Roommates” or “Habits.” Show everyone which school has the superlative writing talents. PRIZES!! The winners of each topic will be invited to read at a DimeStories Live showcase reading! $5 OR Pay-As-You-Can for Students with ID/ Readers admitted FREE. Check out www.dimestories.org for more details.
ILYA KAMINSKY
Wednesday, April 22, 2009
4:30PM
VisArts Performance Space
Ilya Kaminsky was born in Odessa, former USSR and arrived in this country in 1993, when his family was granted asylum by the American government. He is the author of Dancing In Odessa, which won Whiting Writers Award, American Academy of Arts & Letters' Metcalf Award, Lannan Fellowship, Ruth Lilly Fellowship from Poetry Magazine, and the Dorset Prize. It was named "Best Poetry Book of 2004" by ForeWord magazine. Ilya also translates from the Russian and is the poetry editor of Words Without Borders, an online journal of poetry in translation. He teaches poetry and comparative literature at SDSU.
DANZY SENNA
Wednesday, April 29, 2009
4:30 PM
VisArts Performance Space
Danzy Senna's debut novel, Caucasia, the story of two biracial sisters growing up in racially charged Boston during the 1970s, won the BOMC Stephen Crane Award for First Fiction and an Alex Award from the American Library Association. It was a Los Angeles Times Best Book of the Year, one of School Library Journal's Best Adult Books of the Year for Young Adults, and a finalist for the International IMPAC Dublin Literary Award. Senna lives in LA and also writes essays on issues of race, identity, and gender. Her newest book, Where Did You Sleep Last Night?: A Personal History, is a memoir.
GLORIA GERVITZ
Wednesday, May 13, 2009
4:30 PM
Literature Building, Room 155 (deCerteau)
Gloria Gervitz was born in 1943 in Mexico City, where she still lives. Her work as a poet for almost 30 years was one enormous poem, Migraciones, which she finally completed in 2003. This was published by Shearsman in 2004 in a bilingual edition, with translations by Mark Schafer. Gloria Gervitz studied history at the Universidad Iberoamericana, and has translated into Spanish the works of Anna Akhmatova, Margarite Yourcenar, Samuel Beckett and Clarice Lispector, among others. Her work has appeared in a number of anthologies in Mexico and the USA, and has been translated into several languages.
BILL BERKSON
Wednesday, May 20, 2009
4:30 PM
VisArts Performance Space
Bill Berkson is associate professor in the School of Interdisciplinary Studies. He is the author of eighteen books and pamphlets and poetry, including most recently Gloria (with etchings by Alex Katz) and Our Friends will Pass Among You Silently, as well as an epistolary collaboration by Bernadette Mayer entitled What's Your Idea of a Good Time? He is a corresponding editor for Art in America, and his criticism has appeared there and in Artforum and other journals. A collection of his essays, The Sweet Singer of Modernism & Other Art Writings, appeared in 2004, and Sudden Address: Selected Lectures in 2007. He was Distinguished Paul Mellon Fellow at Skowhegan School of Painting and Sculpture in 2006.
CHRISTIAN BÖK
May 19, 2009 (2:30 Symposium and Lecture)
May 21, 2009 (8:00 Concert)
Conrad Prebys Music Center
Christian Bök is the author of Crystallography (Coach House Press, 1994), a pataphysical encyclopedia nominated for the Gerald Lampert Memorial Award, and of Eunoia (Coach House Books, 2001), a bestselling work of experimental literature, which has gone on to win the Griffin Prize for Poetic Excellence. Bök has created artificial languages for two television shows: Gene Roddenberry’s Earth: Final Conflict and Peter Benchley’s Amazon. Bök has also earned many accolades for his virtuoso performances of sound poetry (particularly the Ursonate by Kurt Schwitters). His conceptual artworks (which include books built out of Rubik’s cubes and Lego bricks) have appeared at the Marianne Boesky Gallery in New York City as part of the exhibit Poetry Plastique. Bök is currently a Professor of English at the University of Calgary. Christian Bök appears courtesy of the Music Department and the Literature Department Public Events.
The New Writing Series is made possible by the Division of Arts and Humanities and the Department of Literature. For more information, please contact Tania Jabour at tjabour@ucsd.edu.
--crg
Sunday, April 12, 2009
Wednesday, April 08, 2009
FOTOGRAFÍA Y DECAPITACIÓN
Los primeros intentos por normalizar el rostro se llevaron a cabo dentro de instituciones de control social: cárceles, manicomios, escuelas. El mandamiento: no sonreirás. Reos, locos, estudiantes: decapitados en fotografías, las llamaban así, tamaño infantil. Un desmembramiento dentro de un diminuto rectángulo. El poder que mira.
--crg
Los primeros intentos por normalizar el rostro se llevaron a cabo dentro de instituciones de control social: cárceles, manicomios, escuelas. El mandamiento: no sonreirás. Reos, locos, estudiantes: decapitados en fotografías, las llamaban así, tamaño infantil. Un desmembramiento dentro de un diminuto rectángulo. El poder que mira.
--crg
Tuesday, April 07, 2009
LA GUERRA Y LA IMAGINACIÓN II
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
De entre todas las descripciones de la época, me quedo con la de Nellie Campobello en Cartucho, ese libro inclasificable cuyos ojos de niña nos hacen ver no sólo lo que pasaba en el norte mexicano a inicios de siglo XX, sino lo que sucede en todo el país cien años después, a inicios del XXI. Mis hombres muertos. Los juguetes de mi infancia. Mis decapitados. Sin sentimentalismos, con una austeridad que resulta sin duda alguna exasperante, la niña registra la violencia cotidiana de una manera que ni los novelistas de la época ni los historiadores de otra han logrado emular. Aunque todos ellos hablan, con mayor o menor grado de fascinación, de la violencia, sólo la niña la ve. Ahí está la naturalidad con la que emerge en las calles (mis juguetes de la infancia), la cruenta cotidianeidad de su paso. ¿Estará ya la novelista de finales del XXI pensando en los “decapitados” que aparecen en las calles y en la televisión y en la prensa como los juguetes de su infancia? ¿Los ve ahora ella con el mismo desasimiento, la misma contundencia que Campobello le adscribe a su joven personaje femenino? ¿Conocerá ya, esa niña, el miedo? ¿Sabrá ya que no debe apartarse de sus padres en el supermercado porque la pueden secuestrar o habrá asistido ya al funeral en el que se despidió del padre o madre de algún amigo? ¿Sabe ya, esa niña, que no puede salir de tarde o de noche a la ciudad porque la ciudad, ese amasijo de calles, no le pertenece a ella ni a las que son como ella, extirpada pues de su ciudadanía? ¿Ha sentido ya esa futura novelista el palpitar alocado del corazón cuando pasa vertiginoso el comando militar y, luego, la sirena de la ambulancia, y luego, el silencio que todo lo sepulta en la noche más negra? ¿Sabe ya esa novelista de finales del XXI que la escritura más letal del México en el que nació no está en los libros sino en las mantas que aparecen, a lo largo y ancho de todo el país, en las ciudades más remotas y en las más pobladas, con amenazas diversas?
Dice Sarah Ahmed en Las políticas de la emoción, que el miedo es una de las experiencias a la que recurren los políticos con gran frecuencia para servir sus propias agendas. Maleable, el miedo alerta ante el peligro, en efecto, pero sentido por mucho tiempo, también adormece. Paraliza. Una sociedad con miedo es una sociedad que baja la vista. El que tiene miedo prevarica. Presa del temor, el miedoso escucha ruidos que, en la noche, se alargan exasperantes hasta la madrugada, y en el día se acomodan al andar de los pasos. El que tiene miedo pierde la mejor parte de su energía preparándose contra golpes que no son, en su caso, imaginarios. Agazapado dentro de sí, aguarda el momento crucial—la decisión que, aunque nimia o tal vez por nimia, desatará el fin del mundo personal. Pocas cosas como el miedo nos hacen conscientes de las cruentas repercusiones de cada diminuto acto: estar parada en ésa esquina, haber vuelto la cabeza, conocer a cierta persona, haber coincidido en una fiesta. Todo eso puede convertirse, al pasar del tiempo, en la causa de ese disparo, aquel secuestro, esta violación. En expansión, descomunalmente agrandadas, cada decisión de la vida cotidiana no deja de ir teñida por la paranoia. El miedo aísla. El miedo nos enseña a desconfiar. El miedo nos vuelve locos. Con las manos dentro de los bolsillos y con la cabeza gacha, el que tiene miedo se transforma así en la herramienta por excelencia del status quo.
Acaso el ejemplo más explícito del uso político del miedo en los tiempos contemporáneos haya sido la desvergonzada manipulación que el ex presidente Bush hizo del ataque contra las Torres Gemelas del 11 de Septiembre del 2001. Arengando a una guerra santa contra el Islam y promoviendo el odio que alimentó en primera instancia a la agresión misma, Bush sumió a Estados Unidos en un trance de pánico que desactivó la energía creadora, políticamente creadora, de sus habitantes. Congregados bajo la bandera de un patriotismo de cabeza gacha y ojos cerrados, los estadounidenses se acostumbraron con gran naturalidad a ser esculcados en los aeropuertos y ser registrados en sus domicilios privados. La disidencia, como bien se sabe, fue acallada bajo el pretexto de traición—y esto lo experimentó en carne propia Susan Sontag cuando, con característica valentía, se atrevió a cuestionar la uniformidad de criterios a la que apelaba y que consiguió el ex presidente. Conminar a una guerra, santa o no, siempre tiene consecuencias. Conminar a una guerra, contra el Islam o contra el narcotráfico, siempre tiene consecuencias. Todas ellas funestas. Con base en el miedo y multiplicando, a su vez, ese miedo, las guerras a las que nos invitan los de arriba (para utilizar la terminología azueliana) son siempre, como lo enunciara de manera magistral Henry Miller, “la mejor parte de un mal trato”. Ahí nosotros, aunque parezca lo contrario, no tenemos nada que ganar. Ahí, de hecho, bajo la apariencia de estar ganando (seguridad, estabilidad, protección) estamos, en realidad, perdiendo. Lo sabe el soldado que muere en servicio y lo sabe el que fue rozado por la bala que iba dirigida a otro; lo sabe la mujer a la que levantaron, así se dice, de la calle, nada más por haber andado en la calle y lo sabe el motorista al que esculcan hasta la saciedad en el cruce fronterizo; y lo sabe el que atiende los funerales, y lo sabe la futura escritora que ya desde ahora ha aprendido a mirar. A mirar esto.
Fue un italiano, Alessandro Baricco, quien en la introducción que escribió para su apropiación contemporánea de La Iliada, el paradigmatico texto de Homero, nos provocó a pensar de maneras alternativas contra la guerra. Ha existido siempre, alegó, está en los huesos de las civilizaciones más diversas: la adrenalina de la guerra, la excitación de la guerra, el canto hipnótico de la guerra. Sólo cuando como sociedades podamos inventar algo más excitante, más riesgoso, más aventurero, más revolucionario, podremos decir que, en verdad, estamos contra la guerra. Una forma de pacifismo radical. Una tenaz provocación, ciertamente. Entre mis pocas virtudes no está la de la profecía y cuento, para colmo de males, con un pobre sentido de la propedéutica política, por eso me detengo aquí, en el eco que emerge de la provocación que, desde las páginas intervenidas de La Iliada, nos lanza Baricco.
Con Andrés Molina Enríquez, ese positivista de inicios del XX, repito a inicios del XXI lo que ya era cosa sabida entonces: sólo cuando el problema de la desigualdad social sea debidamente atendido estaremos de verdad atendiendo el corazón de esa nación (con sentimientos) que se llama México. Con Alessandro Baricco repito: si queremos ir más allá de una guerra basada en el miedo cuyo fin es producir más miedo, más nos vale imaginar algo más excitante, más rabioso, algo más lleno de adrenalina. Con los situacionistas de hace unos 50 años repito que nuestra tarea no es llamar a la guerra (o atender un llamado por la guerra) sino producir desde abajo y en comunidad una vida cotidiana dinámica y creativa, emocionante y plena. Y es justo ahí donde entran, de manera humilde y hasta discreta, las palabras: las palabras escritas: los libros dentro desde los cuales saltan a la vista y, de ahí, al cuerpo entero y a la imaginación. El que imagina siempre podrá imaginar que esto, cualesquiera cosa que esto sea, puede ser distinto. He ahí su poder crítico. El que imagina que, al caminar por las calles de Ciudad Juárez está, en efecto, caminando por las calles de Bagdad, también puede cuestionar la naturalidad con la que suelen presentarse la militarización de las ciudades. El que imagina sabe, y lo sabe desde dentro, que nada es natural. Nada inevitable. Apuesto que aquella niña, la futura novelista del XXI, también lo sabe.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
De entre todas las descripciones de la época, me quedo con la de Nellie Campobello en Cartucho, ese libro inclasificable cuyos ojos de niña nos hacen ver no sólo lo que pasaba en el norte mexicano a inicios de siglo XX, sino lo que sucede en todo el país cien años después, a inicios del XXI. Mis hombres muertos. Los juguetes de mi infancia. Mis decapitados. Sin sentimentalismos, con una austeridad que resulta sin duda alguna exasperante, la niña registra la violencia cotidiana de una manera que ni los novelistas de la época ni los historiadores de otra han logrado emular. Aunque todos ellos hablan, con mayor o menor grado de fascinación, de la violencia, sólo la niña la ve. Ahí está la naturalidad con la que emerge en las calles (mis juguetes de la infancia), la cruenta cotidianeidad de su paso. ¿Estará ya la novelista de finales del XXI pensando en los “decapitados” que aparecen en las calles y en la televisión y en la prensa como los juguetes de su infancia? ¿Los ve ahora ella con el mismo desasimiento, la misma contundencia que Campobello le adscribe a su joven personaje femenino? ¿Conocerá ya, esa niña, el miedo? ¿Sabrá ya que no debe apartarse de sus padres en el supermercado porque la pueden secuestrar o habrá asistido ya al funeral en el que se despidió del padre o madre de algún amigo? ¿Sabe ya, esa niña, que no puede salir de tarde o de noche a la ciudad porque la ciudad, ese amasijo de calles, no le pertenece a ella ni a las que son como ella, extirpada pues de su ciudadanía? ¿Ha sentido ya esa futura novelista el palpitar alocado del corazón cuando pasa vertiginoso el comando militar y, luego, la sirena de la ambulancia, y luego, el silencio que todo lo sepulta en la noche más negra? ¿Sabe ya esa novelista de finales del XXI que la escritura más letal del México en el que nació no está en los libros sino en las mantas que aparecen, a lo largo y ancho de todo el país, en las ciudades más remotas y en las más pobladas, con amenazas diversas?
Dice Sarah Ahmed en Las políticas de la emoción, que el miedo es una de las experiencias a la que recurren los políticos con gran frecuencia para servir sus propias agendas. Maleable, el miedo alerta ante el peligro, en efecto, pero sentido por mucho tiempo, también adormece. Paraliza. Una sociedad con miedo es una sociedad que baja la vista. El que tiene miedo prevarica. Presa del temor, el miedoso escucha ruidos que, en la noche, se alargan exasperantes hasta la madrugada, y en el día se acomodan al andar de los pasos. El que tiene miedo pierde la mejor parte de su energía preparándose contra golpes que no son, en su caso, imaginarios. Agazapado dentro de sí, aguarda el momento crucial—la decisión que, aunque nimia o tal vez por nimia, desatará el fin del mundo personal. Pocas cosas como el miedo nos hacen conscientes de las cruentas repercusiones de cada diminuto acto: estar parada en ésa esquina, haber vuelto la cabeza, conocer a cierta persona, haber coincidido en una fiesta. Todo eso puede convertirse, al pasar del tiempo, en la causa de ese disparo, aquel secuestro, esta violación. En expansión, descomunalmente agrandadas, cada decisión de la vida cotidiana no deja de ir teñida por la paranoia. El miedo aísla. El miedo nos enseña a desconfiar. El miedo nos vuelve locos. Con las manos dentro de los bolsillos y con la cabeza gacha, el que tiene miedo se transforma así en la herramienta por excelencia del status quo.
Acaso el ejemplo más explícito del uso político del miedo en los tiempos contemporáneos haya sido la desvergonzada manipulación que el ex presidente Bush hizo del ataque contra las Torres Gemelas del 11 de Septiembre del 2001. Arengando a una guerra santa contra el Islam y promoviendo el odio que alimentó en primera instancia a la agresión misma, Bush sumió a Estados Unidos en un trance de pánico que desactivó la energía creadora, políticamente creadora, de sus habitantes. Congregados bajo la bandera de un patriotismo de cabeza gacha y ojos cerrados, los estadounidenses se acostumbraron con gran naturalidad a ser esculcados en los aeropuertos y ser registrados en sus domicilios privados. La disidencia, como bien se sabe, fue acallada bajo el pretexto de traición—y esto lo experimentó en carne propia Susan Sontag cuando, con característica valentía, se atrevió a cuestionar la uniformidad de criterios a la que apelaba y que consiguió el ex presidente. Conminar a una guerra, santa o no, siempre tiene consecuencias. Conminar a una guerra, contra el Islam o contra el narcotráfico, siempre tiene consecuencias. Todas ellas funestas. Con base en el miedo y multiplicando, a su vez, ese miedo, las guerras a las que nos invitan los de arriba (para utilizar la terminología azueliana) son siempre, como lo enunciara de manera magistral Henry Miller, “la mejor parte de un mal trato”. Ahí nosotros, aunque parezca lo contrario, no tenemos nada que ganar. Ahí, de hecho, bajo la apariencia de estar ganando (seguridad, estabilidad, protección) estamos, en realidad, perdiendo. Lo sabe el soldado que muere en servicio y lo sabe el que fue rozado por la bala que iba dirigida a otro; lo sabe la mujer a la que levantaron, así se dice, de la calle, nada más por haber andado en la calle y lo sabe el motorista al que esculcan hasta la saciedad en el cruce fronterizo; y lo sabe el que atiende los funerales, y lo sabe la futura escritora que ya desde ahora ha aprendido a mirar. A mirar esto.
Fue un italiano, Alessandro Baricco, quien en la introducción que escribió para su apropiación contemporánea de La Iliada, el paradigmatico texto de Homero, nos provocó a pensar de maneras alternativas contra la guerra. Ha existido siempre, alegó, está en los huesos de las civilizaciones más diversas: la adrenalina de la guerra, la excitación de la guerra, el canto hipnótico de la guerra. Sólo cuando como sociedades podamos inventar algo más excitante, más riesgoso, más aventurero, más revolucionario, podremos decir que, en verdad, estamos contra la guerra. Una forma de pacifismo radical. Una tenaz provocación, ciertamente. Entre mis pocas virtudes no está la de la profecía y cuento, para colmo de males, con un pobre sentido de la propedéutica política, por eso me detengo aquí, en el eco que emerge de la provocación que, desde las páginas intervenidas de La Iliada, nos lanza Baricco.
Con Andrés Molina Enríquez, ese positivista de inicios del XX, repito a inicios del XXI lo que ya era cosa sabida entonces: sólo cuando el problema de la desigualdad social sea debidamente atendido estaremos de verdad atendiendo el corazón de esa nación (con sentimientos) que se llama México. Con Alessandro Baricco repito: si queremos ir más allá de una guerra basada en el miedo cuyo fin es producir más miedo, más nos vale imaginar algo más excitante, más rabioso, algo más lleno de adrenalina. Con los situacionistas de hace unos 50 años repito que nuestra tarea no es llamar a la guerra (o atender un llamado por la guerra) sino producir desde abajo y en comunidad una vida cotidiana dinámica y creativa, emocionante y plena. Y es justo ahí donde entran, de manera humilde y hasta discreta, las palabras: las palabras escritas: los libros dentro desde los cuales saltan a la vista y, de ahí, al cuerpo entero y a la imaginación. El que imagina siempre podrá imaginar que esto, cualesquiera cosa que esto sea, puede ser distinto. He ahí su poder crítico. El que imagina que, al caminar por las calles de Ciudad Juárez está, en efecto, caminando por las calles de Bagdad, también puede cuestionar la naturalidad con la que suelen presentarse la militarización de las ciudades. El que imagina sabe, y lo sabe desde dentro, que nada es natural. Nada inevitable. Apuesto que aquella niña, la futura novelista del XXI, también lo sabe.
--crg