RUBUS ULMIFOLIUS
El ave, que remonta.
La mora salvaje, drupa a drupa, bajo la lengua.
Esa leve contorsión o conjetura en el aire: algo
se estremece, algo
(¿dije un ave en la salvaje drupa de la lengua?)
pasa.
--crg
CLASES DE ESCRITURA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes en el periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
La pregunta no es nueva de ninguna manera y se seguirá haciendo mientras existan hombres y mujeres con manuscritos bajo el brazo: ¿es posible enseñar a alguien a escribir? La cultura norteamericana de la posguerra respondió a esta interrogante con un sí definitivo y entusiasta, asegura Louis Menand en un artículo del New Yorker hace no mucho tiempo. En “Muestra o declara. Deberían impartirse clases de creación literaria?”, el profesor de Harvard y colaborador asiduo tanto del New Yorker como del New York Times Review of Books recorre la larga aunque moderna historia de los programas universitarios de escritura creativa tanto a nivel de licenciatura como de posgrado en Estados Unidos para llegar a una verdecito más bien optimista: aun y cuando el autor nunca publicó un poema, el haber pertenecido a una de estas clases lo hizo partícipe “de una empresa frágil, aquella de la poesía contemporánea” cuya influencia se dejó sentir en todas las otras decisiones que tomó en su vida tanto como lector como ciudadano. “No la cambiaría por nada”, dice de su experiencia como estudiante en uno de esos talleres intensamente personales, a veces desgastantes y, a veces, en efecto creativos que se imparten en muchas universidades norteamericanas y, cada vez en mayor número, en países tan diversos como Gran Bretaña y México, Nueva Zelanda y Corea del Sur. ¿Pero es posible, de verdad, producir escritores en un aula?
Menand, académico al fin, toma la ruta más documentada. Aunque ya existían clases relacionadas a la escritura desde 1897 (en Iowa hubo una clase llamada “Verse Making” desde esa fecha), el concepto universitario de Escritura Creativa o, como usualmente se denomina en español, Creación Literaria, no empezó bien a bien sino hasta en los 1920s, cuando se llevó a cabo la Bread Loaf Writer´s Conference en Middlebury, lugar en el que Robert Frost fungió como el primer Escritor en Residencia. Fue en 1936 cuando Iowa dio inicio sus ahora muy famosos Talleres de Escritura, otorgando por primera vez un grado de Maestría en Bellas Artes (diferente a una Maestría en Ciencias o Ciencias Sociales porque es un grado terminal) a escritores creativos. Después de la segunda guerra mundial, los programas para escritores no hicieron más que crecer. John Hopkins y Stanford le dieron la luz verde a sus seminarios de escritura en 1947. Cornell haría lo mismo apenas un año después. El proceso se multiplicó en los 60s, la década en que se contrataron más profesores universitarios en todos los tiempos. Si para los inicios de los 80s había 79 programas en Escritura Creativa en Estados Unidos, su número ha alcanzado un temerario 822 en tiempos más recientes. Los programas de posgrado, en este caso a nivel de maestría, han crecido a un ritmo comparable: de 15 en 1975, el número ha saltado a 153 hoy en día. La pregunta, por supuesto, sigue siendo la misma: ¿es posible, de verdad, enseñar a alguien a escribir en un salón de clase?
Aunque hay pocas reglas, escritas o no, acerca de lo que un profesor debe enseñar en una clase de escritura, Menand también le dedica atención a los cambios de énfasis que se registraron lo largo del siglo XX en este aspecto. Del “mostrar vs. declarar”, que se convirtió más que en un lema, en un verdadero mantra de los talleres literarios de inicios del siglo, al llamado a “encontrar la voz propia” que resonó tanto en los 60s, es claro que la escritura —su función y su lugar, su círculo de influencia y sus “tecnologías”, su misma enseñanza— se ha transformado de acuerdo a conversaciones sociales más amplias. Pocos de los que entran a un salón de clase donde se imparten clases de escritura creativa se proponen transmitir “inspiración”, pero muchos creen que es posible “ejercitar” un oficio. Lugares como Iowa incluso llegar a afirmar que ellos pocos tienen que ver con la resonancia de varios de sus graduados (5 premios Pulitzer entre ellos), asegurando que no hacen más que mantener juntos por un cierto tiempo a aquellos de entre sus solicitantes que muestran mayor talento. “Es más lo que ellos traen”, dicen sin resabios, “que lo que se llevan de aquí”.
El tema se presta, cual debe, a un sinnúmero de pullas y a charlas interminables (de preferencia alrededor de unas cuantas cervezas). Lo cierto es que un batallón importante y muy diverso de escritores norteamericanos contemporáneos se ha graduado de programas universitarios que bien pudieron ayudar (o no) al desarrollo de su oficio, pero que evidentemente no destrozaron su vocación personal o su genio. Menand nos recuerda que escritores tan diversos como Raymond Carver, Joyce Carol Oates y Ian McEwan son resultado de programas universitarios. Oates estudió la licenciatura en Escritura Creativa en Syracuse, mientras que Carver tomó clases en Chico State University, en Humboldt State Collage y en Sacramento State Collage antes de convertirse en un Wallace Stegner Fellow en Stanford. McEwan tomó clases con Malcolm Bradbury. Autores más contemporáneos como Ricky Moody, Tama Janowitz y Mona Simpson, asistieron a talleres de escritura casi al mismo tiempo en el programa graduado de Columbia y lo mismo hicieron, también casi al mismo tiempo aunque en la Universidad de California en Irving, Michael Chabon, Alice Sebold y Richard Ford.
Yo, que no tengo nada resuelto al respecto, me pongo a pensar en estos datos y no puedo evitar relacionarlos de alguna manera con lo que ocurre en México. ¿Son más eficientes en realidad la bohemia y el café, el antro y la calle, el maestro personal y los talleres? ¿Es de verdad deseable que existan programas de escritura en instituciones universitarias del país?
Veamos.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes en el periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
La pregunta no es nueva de ninguna manera y se seguirá haciendo mientras existan hombres y mujeres con manuscritos bajo el brazo: ¿es posible enseñar a alguien a escribir? La cultura norteamericana de la posguerra respondió a esta interrogante con un sí definitivo y entusiasta, asegura Louis Menand en un artículo del New Yorker hace no mucho tiempo. En “Muestra o declara. Deberían impartirse clases de creación literaria?”, el profesor de Harvard y colaborador asiduo tanto del New Yorker como del New York Times Review of Books recorre la larga aunque moderna historia de los programas universitarios de escritura creativa tanto a nivel de licenciatura como de posgrado en Estados Unidos para llegar a una verdecito más bien optimista: aun y cuando el autor nunca publicó un poema, el haber pertenecido a una de estas clases lo hizo partícipe “de una empresa frágil, aquella de la poesía contemporánea” cuya influencia se dejó sentir en todas las otras decisiones que tomó en su vida tanto como lector como ciudadano. “No la cambiaría por nada”, dice de su experiencia como estudiante en uno de esos talleres intensamente personales, a veces desgastantes y, a veces, en efecto creativos que se imparten en muchas universidades norteamericanas y, cada vez en mayor número, en países tan diversos como Gran Bretaña y México, Nueva Zelanda y Corea del Sur. ¿Pero es posible, de verdad, producir escritores en un aula?
Menand, académico al fin, toma la ruta más documentada. Aunque ya existían clases relacionadas a la escritura desde 1897 (en Iowa hubo una clase llamada “Verse Making” desde esa fecha), el concepto universitario de Escritura Creativa o, como usualmente se denomina en español, Creación Literaria, no empezó bien a bien sino hasta en los 1920s, cuando se llevó a cabo la Bread Loaf Writer´s Conference en Middlebury, lugar en el que Robert Frost fungió como el primer Escritor en Residencia. Fue en 1936 cuando Iowa dio inicio sus ahora muy famosos Talleres de Escritura, otorgando por primera vez un grado de Maestría en Bellas Artes (diferente a una Maestría en Ciencias o Ciencias Sociales porque es un grado terminal) a escritores creativos. Después de la segunda guerra mundial, los programas para escritores no hicieron más que crecer. John Hopkins y Stanford le dieron la luz verde a sus seminarios de escritura en 1947. Cornell haría lo mismo apenas un año después. El proceso se multiplicó en los 60s, la década en que se contrataron más profesores universitarios en todos los tiempos. Si para los inicios de los 80s había 79 programas en Escritura Creativa en Estados Unidos, su número ha alcanzado un temerario 822 en tiempos más recientes. Los programas de posgrado, en este caso a nivel de maestría, han crecido a un ritmo comparable: de 15 en 1975, el número ha saltado a 153 hoy en día. La pregunta, por supuesto, sigue siendo la misma: ¿es posible, de verdad, enseñar a alguien a escribir en un salón de clase?
Aunque hay pocas reglas, escritas o no, acerca de lo que un profesor debe enseñar en una clase de escritura, Menand también le dedica atención a los cambios de énfasis que se registraron lo largo del siglo XX en este aspecto. Del “mostrar vs. declarar”, que se convirtió más que en un lema, en un verdadero mantra de los talleres literarios de inicios del siglo, al llamado a “encontrar la voz propia” que resonó tanto en los 60s, es claro que la escritura —su función y su lugar, su círculo de influencia y sus “tecnologías”, su misma enseñanza— se ha transformado de acuerdo a conversaciones sociales más amplias. Pocos de los que entran a un salón de clase donde se imparten clases de escritura creativa se proponen transmitir “inspiración”, pero muchos creen que es posible “ejercitar” un oficio. Lugares como Iowa incluso llegar a afirmar que ellos pocos tienen que ver con la resonancia de varios de sus graduados (5 premios Pulitzer entre ellos), asegurando que no hacen más que mantener juntos por un cierto tiempo a aquellos de entre sus solicitantes que muestran mayor talento. “Es más lo que ellos traen”, dicen sin resabios, “que lo que se llevan de aquí”.
El tema se presta, cual debe, a un sinnúmero de pullas y a charlas interminables (de preferencia alrededor de unas cuantas cervezas). Lo cierto es que un batallón importante y muy diverso de escritores norteamericanos contemporáneos se ha graduado de programas universitarios que bien pudieron ayudar (o no) al desarrollo de su oficio, pero que evidentemente no destrozaron su vocación personal o su genio. Menand nos recuerda que escritores tan diversos como Raymond Carver, Joyce Carol Oates y Ian McEwan son resultado de programas universitarios. Oates estudió la licenciatura en Escritura Creativa en Syracuse, mientras que Carver tomó clases en Chico State University, en Humboldt State Collage y en Sacramento State Collage antes de convertirse en un Wallace Stegner Fellow en Stanford. McEwan tomó clases con Malcolm Bradbury. Autores más contemporáneos como Ricky Moody, Tama Janowitz y Mona Simpson, asistieron a talleres de escritura casi al mismo tiempo en el programa graduado de Columbia y lo mismo hicieron, también casi al mismo tiempo aunque en la Universidad de California en Irving, Michael Chabon, Alice Sebold y Richard Ford.
Yo, que no tengo nada resuelto al respecto, me pongo a pensar en estos datos y no puedo evitar relacionarlos de alguna manera con lo que ocurre en México. ¿Son más eficientes en realidad la bohemia y el café, el antro y la calle, el maestro personal y los talleres? ¿Es de verdad deseable que existan programas de escritura en instituciones universitarias del país?
Veamos.
--crg
Tuesday, June 23, 2009
NUEVA NOVELA HISTÓRICA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Después del paseo en la sierra y para ustedes (ya saben)
Las preparaciones de las fiestas del Bicentenario han generado una proliferación más bien desmesurada de libros con temas históricos. No sólo han ido en aumento las monografías académicas sobre los grandes personajes y/o episodios nacionales, sino que también han crecido los ensayos así llamados personales que, en el contexto del aniversario, se organizan alrededor de temas de corte histórico en los que los autores han trabajado con minuciosa atención. Pocos géneros, sin embargo, han aumentado tanto en estos días como el de la novela histórica. Basta con leer entrevistas a los más variados escritores para enterarse de que o acaban justo de publicar una novela histórica o están trabajando ahora mismo en eso. Los cronistas de deportes, los poetas experimentales, los novelistas gráficos, los cuentistas más variados, los periodistas, los abogados, las amas de casa e incluso los que estaban en contra de escribir, escriben ahora novela histórica. Por si hiciera falta aliciente alguno, tanto editoriales como instituciones culturales de los estados y de la federación han establecido una plétora de premios diseñados especialmente para producir y promover novelas históricas. Que los montos asociados a dichos premios sean peculiarmente elevados sólo sirve para acentuar el lugar privilegiado que tiene o se le ha asignado a la novela histórica en el mundo de los libros de hoy. Pareciera ser que tanto la iniciativa privada como pública están convencidas de que, en tiempos que combinan a los festejos del Bicentenario con una de las más graves crisis económicas a nivel mundial, la novela histórica es una especie de paladín que salvará las ventas de libros y las prácticas de lectura de la nación por venir. Ambas entidades parecen confiar en el poder de convocatoria que históricamente, valga la redundancia, ha mostrado tener la novela histórica.
Estas circunstancias hacen necesario —es más, lo vuelven imperativo si no es que indispensable— hablar de la novela histórica y de la nueva novela histórica. Es importante, tanto por motivos estéticos como políticos, diferenciar entre aquellos libros hechos para confirmar el estado de las cosas y aquellos libros hechos para subvertir el estado de las cosas. Ésa es, para iniciar, la más básica de las diferencias entre una y otra.
El lector de novela histórica lo dice todo cuando confiesa que lee ese tipo de libros para “aprender” algo. Asumiendo que la lectura en general es una pérdida de tiempo (que en efecto lo es, o en todo caso, debe serlo), el lector confía en que un libro basado en hechos reales (como se le llama a esa estrecha relación con el referente) le convidará una serie de datos, es decir, una cierta forma de información, que a bien tendrá transformarlo en un individuo culto. Sin volverse un aburrido erudito (¡válgame dios!), el lector “productivo” puede aprovechar esos ratos de ocio para convertirse en alguien con quien se puede conversar al final de la cena, por ejemplo, o durante las difíciles aunque ciertamente placenteras etapas iniciales del cortejo. A ese tipo de lector habría que agregarle la igualmente relevante figura del lector “perverso” que, en pose más bien progre, asegura que lee novela histórica para alejarse del canon de la Historia Oficial (con mayúscula) y así internarse en la compleja vida cotidiana de los grandes personajes. Este lector sabe que por lo regular “la ropa sucia se lava en casa”, pero asiduo a los talk shows o al Big Brother se aproxima al libro como quien va tras bambalinas en busca de los cómos y porqués de los triunfos o desgracias ajenas. En eso, como en tantas otras cosas, las estrategias propias de la ficción (la atención al detalle, la capacidad de mostrar en lugar de declarar, la apelación a los sentidos, la combinación de puntos de vista) le sirve mucho a un producto que lejos de cuestionar, afirma el status quo. Al novelista histórico le preocupa, ante todo, reproducir con fidelidad un mundo que construye basado en datos de documentos que, por lo regular, oculta. Recuérdese que sólo el historiador está obligado a documentar sus fuentes y utilizar los famosos pies de página para comprobarlo. Más que basarse en un documento, el novelista histórico se basa, pues, en la información contenida en el documento, asumiendo así que el documento es atemporal y no histórico, justo como la información que genera.
Pero la historia, como todos lo sabemos, siempre está punto de ocurrir. La historia, quiero decir, difícilmente es cosa del pasado. La historia, que puede ser tantas cosas, no puede dejar de ser, sin embargo, una lectura contextualizada de documentos inéditos. El nuevo novelista histórico lo sabe y, por saberlo, transforma al documento —la materialidad del documento, su estructura, el proceso de su producción y de su hallazgo— en el verdadero eje de su texto. Lejos de concentrarse únicamente en la información contenida en el documento, la nueva novela histórica o ficción con documentos cuestiona, violenta, usa, recontextualiza, pimpea, transgrede la forma y el contenido del mismo. Más que reproducir una época o revelar una serie de secretos de preferencia escandalosos, la nueva novela histórica trae al presente un pasado que está a punto de ser aquí. Ahora. Lo hacen así autores tan diversos como por ejemplo Michael Ondaatje en Billy the Kid o Teresa Cha en Dictee, o Marguerite Duras en La Menta Inglesa. En términos de trama, estos libros se alejan de los grandes personajes, así sean hombres o mujeres, optando en su lugar por los andantes anónimos de las calles cotidianas. Pero la intención no es tanto rescatar voces sino aceptar la autoría ajena de textos escritos por otros. Se trata, pues, de un intercambio entre autores y grafías, sistemas de representación y márgenes. Lejos de la metáfora de la voz que viaja a través del tiempo para ser “escuchada”, es decir, normalizada por la escritura, la nueva novela histórica enfrenta sistemas de escritura en un presente que le arranca al tiempo a través del acto tan político como lúdico de la escritura. En este sentido, la nueva novela histórica no rescata voces sino que devela (y produce al develar) autores. Tal vez ahí radica la razón por la cual la nueva novela histórica está imposibilitada para confirmar nuestro presente. En estrecha relación tanto con la forma como con el contenido del documento, haciendo del documento y de su contexto la fuente misma del cuestionamiento que los produce en el presente, la nueva novela histórica trastoca.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Después del paseo en la sierra y para ustedes (ya saben)
Las preparaciones de las fiestas del Bicentenario han generado una proliferación más bien desmesurada de libros con temas históricos. No sólo han ido en aumento las monografías académicas sobre los grandes personajes y/o episodios nacionales, sino que también han crecido los ensayos así llamados personales que, en el contexto del aniversario, se organizan alrededor de temas de corte histórico en los que los autores han trabajado con minuciosa atención. Pocos géneros, sin embargo, han aumentado tanto en estos días como el de la novela histórica. Basta con leer entrevistas a los más variados escritores para enterarse de que o acaban justo de publicar una novela histórica o están trabajando ahora mismo en eso. Los cronistas de deportes, los poetas experimentales, los novelistas gráficos, los cuentistas más variados, los periodistas, los abogados, las amas de casa e incluso los que estaban en contra de escribir, escriben ahora novela histórica. Por si hiciera falta aliciente alguno, tanto editoriales como instituciones culturales de los estados y de la federación han establecido una plétora de premios diseñados especialmente para producir y promover novelas históricas. Que los montos asociados a dichos premios sean peculiarmente elevados sólo sirve para acentuar el lugar privilegiado que tiene o se le ha asignado a la novela histórica en el mundo de los libros de hoy. Pareciera ser que tanto la iniciativa privada como pública están convencidas de que, en tiempos que combinan a los festejos del Bicentenario con una de las más graves crisis económicas a nivel mundial, la novela histórica es una especie de paladín que salvará las ventas de libros y las prácticas de lectura de la nación por venir. Ambas entidades parecen confiar en el poder de convocatoria que históricamente, valga la redundancia, ha mostrado tener la novela histórica.
Estas circunstancias hacen necesario —es más, lo vuelven imperativo si no es que indispensable— hablar de la novela histórica y de la nueva novela histórica. Es importante, tanto por motivos estéticos como políticos, diferenciar entre aquellos libros hechos para confirmar el estado de las cosas y aquellos libros hechos para subvertir el estado de las cosas. Ésa es, para iniciar, la más básica de las diferencias entre una y otra.
El lector de novela histórica lo dice todo cuando confiesa que lee ese tipo de libros para “aprender” algo. Asumiendo que la lectura en general es una pérdida de tiempo (que en efecto lo es, o en todo caso, debe serlo), el lector confía en que un libro basado en hechos reales (como se le llama a esa estrecha relación con el referente) le convidará una serie de datos, es decir, una cierta forma de información, que a bien tendrá transformarlo en un individuo culto. Sin volverse un aburrido erudito (¡válgame dios!), el lector “productivo” puede aprovechar esos ratos de ocio para convertirse en alguien con quien se puede conversar al final de la cena, por ejemplo, o durante las difíciles aunque ciertamente placenteras etapas iniciales del cortejo. A ese tipo de lector habría que agregarle la igualmente relevante figura del lector “perverso” que, en pose más bien progre, asegura que lee novela histórica para alejarse del canon de la Historia Oficial (con mayúscula) y así internarse en la compleja vida cotidiana de los grandes personajes. Este lector sabe que por lo regular “la ropa sucia se lava en casa”, pero asiduo a los talk shows o al Big Brother se aproxima al libro como quien va tras bambalinas en busca de los cómos y porqués de los triunfos o desgracias ajenas. En eso, como en tantas otras cosas, las estrategias propias de la ficción (la atención al detalle, la capacidad de mostrar en lugar de declarar, la apelación a los sentidos, la combinación de puntos de vista) le sirve mucho a un producto que lejos de cuestionar, afirma el status quo. Al novelista histórico le preocupa, ante todo, reproducir con fidelidad un mundo que construye basado en datos de documentos que, por lo regular, oculta. Recuérdese que sólo el historiador está obligado a documentar sus fuentes y utilizar los famosos pies de página para comprobarlo. Más que basarse en un documento, el novelista histórico se basa, pues, en la información contenida en el documento, asumiendo así que el documento es atemporal y no histórico, justo como la información que genera.
Pero la historia, como todos lo sabemos, siempre está punto de ocurrir. La historia, quiero decir, difícilmente es cosa del pasado. La historia, que puede ser tantas cosas, no puede dejar de ser, sin embargo, una lectura contextualizada de documentos inéditos. El nuevo novelista histórico lo sabe y, por saberlo, transforma al documento —la materialidad del documento, su estructura, el proceso de su producción y de su hallazgo— en el verdadero eje de su texto. Lejos de concentrarse únicamente en la información contenida en el documento, la nueva novela histórica o ficción con documentos cuestiona, violenta, usa, recontextualiza, pimpea, transgrede la forma y el contenido del mismo. Más que reproducir una época o revelar una serie de secretos de preferencia escandalosos, la nueva novela histórica trae al presente un pasado que está a punto de ser aquí. Ahora. Lo hacen así autores tan diversos como por ejemplo Michael Ondaatje en Billy the Kid o Teresa Cha en Dictee, o Marguerite Duras en La Menta Inglesa. En términos de trama, estos libros se alejan de los grandes personajes, así sean hombres o mujeres, optando en su lugar por los andantes anónimos de las calles cotidianas. Pero la intención no es tanto rescatar voces sino aceptar la autoría ajena de textos escritos por otros. Se trata, pues, de un intercambio entre autores y grafías, sistemas de representación y márgenes. Lejos de la metáfora de la voz que viaja a través del tiempo para ser “escuchada”, es decir, normalizada por la escritura, la nueva novela histórica enfrenta sistemas de escritura en un presente que le arranca al tiempo a través del acto tan político como lúdico de la escritura. En este sentido, la nueva novela histórica no rescata voces sino que devela (y produce al develar) autores. Tal vez ahí radica la razón por la cual la nueva novela histórica está imposibilitada para confirmar nuestro presente. En estrecha relación tanto con la forma como con el contenido del documento, haciendo del documento y de su contexto la fuente misma del cuestionamiento que los produce en el presente, la nueva novela histórica trastoca.
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Wednesday, June 17, 2009
CÓMO SE DIVIDEN LAS COSAS
Vine a Ciudad Victoria porque me dijeron que acá impartiría un taller, un tal taller de ficción histórica desde abajo. Vine y caminé, como hace un año nunca lo hice. Y justo enfrente de la Botica La Central supe el secreto de todas las cosas. No basta el orden alfabético, me di cuenta de inmediato. En realidad las cosas se dividen de la siguiente manera: Productos Industriales, Productos Místicos y Medicamentos Populares.
¿A qué más?
--crg
Vine a Ciudad Victoria porque me dijeron que acá impartiría un taller, un tal taller de ficción histórica desde abajo. Vine y caminé, como hace un año nunca lo hice. Y justo enfrente de la Botica La Central supe el secreto de todas las cosas. No basta el orden alfabético, me di cuenta de inmediato. En realidad las cosas se dividen de la siguiente manera: Productos Industriales, Productos Místicos y Medicamentos Populares.
¿A qué más?
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LO DICE ELMER MENDOZA
Edgar Allan Poe concibió el relato policíaco como especial para una lectura inteligente. Tal parece la premisa que guía a Cristina Rivera Garza, en la novela "La muerte me da", publicada por Tusquets. Tenemos a una narradora que nos cuenta de diversa manera cada una de las ocho partes de la novela.
Además es una maestra que corre por placer y no por mantenerse en forma, una mujer que se desdobla, que tiene un amante de sonrisa luminosa y un misterio al que ve de cuando en cuando y que se convierte en el elemento perturbador.
Rivera Garza se da licencias que todos los escritores de novelas de crímenes sueñan. Agregar capítulos escritos por donde te lleve el corazón, la razón o lo que sea. En este caso ha incluido capítulos completos donde la poesía es la reina madre de todas los motivos; donde los asesinatos o la investigación de la Detective nada importan. Tampoco la instalación de los hermanos Chapman o Valerio y sus informes. La autora utiliza los versos de Alejandra Pizarnik para revelarnos que la poesía es parte de la vida, pero sobre todo de la muerte. Pizarnik, poeta argentina que se suicidó en 1972, es presentada con su efigie más trágica: “oh mis muertos/ me los comí y me atraganté”.
No falta la periodista de nota roja con sus preguntas de doble filo y su mirada inquisitiva, que buscará a la narradora cada vez que aparece un hombre castrado, con los versos de Pizarnik en la mano o a unos metros escritos en una barda. La novela transcurre inasible hasta convertirse en un auténtico reto para el lector. Está llena de guiños y pliegues donde los enigmas anidan. La Detective busca pistas en los poemas, pero la narradora la conmina: la poesía no se lee así. Será tal el aprendizaje de la Detective que esta idea enriquecerá sus costumbres y su estilo de llegar al culpable.
Cristina Rivera Garza, nacida en Matamoros en 1964, logra una novela total. Los hombres castrados, el descubrimiento de los cuerpos, la investigación, los espacios oscuros por donde corre la narradora, el juego de las pistas, la presencia de la poesía sobre el cuerpo, el amante y cómo usted no puede pasarse la vida desperdiciando los dones del cuerpo, son los ejes fundamentales de este edificio de palabras. Es memorable cómo esta amplitud discursiva, dispara la novela a tantos ámbitos que no pocas veces uno llega a pensar que está leyendo otra historia, hasta que aparece la Detective y nos hace volver a su universo de sangre.
El resto del artículo en el periódico El Universal, del 17 de junio del 2009.
--crg
Edgar Allan Poe concibió el relato policíaco como especial para una lectura inteligente. Tal parece la premisa que guía a Cristina Rivera Garza, en la novela "La muerte me da", publicada por Tusquets. Tenemos a una narradora que nos cuenta de diversa manera cada una de las ocho partes de la novela.
Además es una maestra que corre por placer y no por mantenerse en forma, una mujer que se desdobla, que tiene un amante de sonrisa luminosa y un misterio al que ve de cuando en cuando y que se convierte en el elemento perturbador.
Rivera Garza se da licencias que todos los escritores de novelas de crímenes sueñan. Agregar capítulos escritos por donde te lleve el corazón, la razón o lo que sea. En este caso ha incluido capítulos completos donde la poesía es la reina madre de todas los motivos; donde los asesinatos o la investigación de la Detective nada importan. Tampoco la instalación de los hermanos Chapman o Valerio y sus informes. La autora utiliza los versos de Alejandra Pizarnik para revelarnos que la poesía es parte de la vida, pero sobre todo de la muerte. Pizarnik, poeta argentina que se suicidó en 1972, es presentada con su efigie más trágica: “oh mis muertos/ me los comí y me atraganté”.
No falta la periodista de nota roja con sus preguntas de doble filo y su mirada inquisitiva, que buscará a la narradora cada vez que aparece un hombre castrado, con los versos de Pizarnik en la mano o a unos metros escritos en una barda. La novela transcurre inasible hasta convertirse en un auténtico reto para el lector. Está llena de guiños y pliegues donde los enigmas anidan. La Detective busca pistas en los poemas, pero la narradora la conmina: la poesía no se lee así. Será tal el aprendizaje de la Detective que esta idea enriquecerá sus costumbres y su estilo de llegar al culpable.
Cristina Rivera Garza, nacida en Matamoros en 1964, logra una novela total. Los hombres castrados, el descubrimiento de los cuerpos, la investigación, los espacios oscuros por donde corre la narradora, el juego de las pistas, la presencia de la poesía sobre el cuerpo, el amante y cómo usted no puede pasarse la vida desperdiciando los dones del cuerpo, son los ejes fundamentales de este edificio de palabras. Es memorable cómo esta amplitud discursiva, dispara la novela a tantos ámbitos que no pocas veces uno llega a pensar que está leyendo otra historia, hasta que aparece la Detective y nos hace volver a su universo de sangre.
El resto del artículo en el periódico El Universal, del 17 de junio del 2009.
--crg
Tuesday, June 16, 2009
MODOS DE CIRCULACIÓN CULTURAL
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
La famosa carta que Virginia Woolf redactara para un joven poeta en 1932 iba llena de consejos. Ahí, en ese ensayo que la escritora británica escribió para John Lehmann, editor de Penguin Mew Writing, a cargo de la serie Hogarth Letters, no sólo esbozaba una defensa puntual a favor de la poesía contemporánea sino que también, acaso por lo mismo, incluía consejos para el joven escritor de poesía. Entre otras tantas cosas, hizo ahí un llamado más bien abierto a tomar riesgos. En una prosa sin adornos pero sí con ironía, Woolf le pedía al joven escritor que aprovechara, y esto sin ambages, la feliz época que se sucede antes de publicar el primer libro. En lugar de percibir el estado de “inédito” como una maldición de la que hay que zafarse tan pronto como sea posible, la Woolf conminaba al joven escritor a alargar esta etapa. Es justo entonces, en esos productivos y gozosos años que el joven poeta puede (y debe) cometer todos los errores, seguir todas y cada una de sus intuiciones, y caer en todas las extravagancias posibles (y hasta en las imposibles). Una vez publicado, le recordaba la escritora, las cosas serían distintas. Una vez publicado, se crearán expectativas, y no sólo por parte de los lectores. El escritor esperaría entonces algo, algo específico y no todo, de sí mismo. El escritor habría entonces caído.
El ensayo de la Woolf parecería indicar que, hacia finales del primer tercio del siglo XX, esto en la Gran Bretaña, no sólo se esperaba que los jóvenes tomaran con cierta radicalidad y otro tanto de desobediencia su vocación por las letras, sino que incluso se les exhortaba a inscribirse dentro de las tradiciones poéticas de su tiempo de formas dinámicas y, de ser posible, críticas y contestatarias. Releo la reciente traducción que de ese ensayo publicara no hace mucho la UNAM y no puedo evitar pensar, con una inconsolable nostalgia, con algo así como una rabiosa melancolía, en lo mucho que hizo falta una misiva de este tipo en el mundo poético de México hacia el último tercio del siglo XX. Luego, pasado ya el trago tristísimo ante lo que no fue, no puedo evitar pensar así mismo en algunos poetas mexicanos que, no siendo inéditos y encontrándose ya, como diría Dante, en la mitad del camino de la vida, parecen haber recibido esta feliz misiva no hace mucho. En efecto, las recientes entregas de los poetas Jorge Esquinca (Uccello), Tedi López Mills (Parafrasear) y Myriam Moscona (El que nada) me hacen pensar que ciertos patrones de circulación cultural que, en el México de finales del siglo XX han sido sin duda verticales y que generacionalmente se han transmitido de viejos a jóvenes, están cambiando. Como se ha anotado en ya más de una reseña, se trata de trabajos donde el riesgo impera y el deleite material de la escritura que desobedece (o que sólo se obedece a sí misma) es más que notorio. Son sus voces como las conocíamos, en efecto, pero esta vez vienen alteradas por el aire fresco de la experimentación, la falta de miramientos, la contestación. Algo debió haber pasado, me digo, algo importante debe estar aconteciendo en el entorno de la poesía mexicana para que estos autores se decidieran hacia inicios del siglo XXI a apuntalar su veta más experimental. Me parece que estamos ante el borgeano caso del autor que produce a su predecesor o del lector que, en su loco afán, logra crear a su escritor. Me parece que estamos ante una inversión radical de los modos de circulación cultural en México.
Dominada tanto simbólica como burocráticamente por la figura del patriarca, la poesía mexicana de fines de siglo XX se convirtió (con sus raras excepciones) en un producto respetuoso, bien comportado, prematuramente cansino. Se producía, y esto hay que recordarlo con puntualidad, en un mundo literario en el que los apoyos económicos, los viajes, e incluso las traducciones de libros fundamentales dependían de las elecciones y los gustos de un pequeño y poderoso grupo central que sobrevivía amparado por estratégicas, aunque nunca lineales, conexiones con el estado. Era un mundo estructurado a través de diálogos jerárquicos, en el que todo escritor mayor de 40 solía recibir el mote de “maestro”, que usualmente se llevaban a cabo en lugares privados. Que las invitaciones no se le extendían a cualquiera queda claro en el recuento de la rabia infrarrealista de esos días, sin ir más lejos. Las bibliotecas eran cotos cerrados que se extendían detrás de mostradores altísimos desde los cuales atendía un empleado, el único autorizado para caminar entre los anaqueles y tocar los libros. Las librerías, concentradas en el centro del país y, dentro del centro del país, en ciertos barrios de la ciudad capital, vendían libros tan caros que era preciso, si uno era lector convencido y justo, expropiarlos—tarea ingrata pero no por ella menos edificante.
Luego, tal vez secretamente entremezclados, se sucedieron dos hechos hacia finales del siglo XX: murió el patriarca y el internet se fue convirtiendo poco a poco en un modo de navegación cotidiana. De súbito (al menos esa era la apariencia) fue posible tener acceso a libros publicados y traducidos en otras latitudes del planeta sin tener que atender a los gustos y las selecciones del pequeño y poderoso grupo central. Las bibliotecas, en una especie de revolución inadvertida pero no por ello menos radical, abrieron sus anaqueles al público lector. Cualquiera que haya encontrado libros que no buscaba en esos recorridos ha experimentado en carne propia las relevantes y liberadoras consecuencias de tal decisión. Ya había unas cuantas becas en la capital del país—las del Centro Mexicano de Escritores y las pocas que otorgaba el INBA—pero también hacia fines del XX se extendió su alcance. Pocos entre los participantes de estos programas, que yo sepa, se refieren a escritores mayores de 40 con el mote de “maestro”. No son la panacea, por supuesto, pero en sus mejores momentos se ha llevado a cabo en esos programas el tipo de diálogo intra y transgeneracional que me hace pensar en los felices neo-destinatarios de la carta que Virginia Woolf le escribiera a un joven poeta en 1932.
En fin, que lo diré: los libros experimentales recién publicados por autores como Esquinca, Moscona o López Mills, entre otros tantos que andan circulando por ahí bajo el sello de pequeñas pero muy activas editoriales independientes también dirigidas por arriesgados editores, son producto de ese aguerrido grupo de jóvenes autores y lectores que no sólo crecieron sin la sombra asfixiante del patriarca sino también con la acomedida participación en diálogos de ida y vuelta a lo largo y ancho del cielo electrónico que ha producido el internet. Con los dientes afilados de la más ardiente contemporaneidad, esa poesía (¿mexicana?) me vuelve a hablar.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
La famosa carta que Virginia Woolf redactara para un joven poeta en 1932 iba llena de consejos. Ahí, en ese ensayo que la escritora británica escribió para John Lehmann, editor de Penguin Mew Writing, a cargo de la serie Hogarth Letters, no sólo esbozaba una defensa puntual a favor de la poesía contemporánea sino que también, acaso por lo mismo, incluía consejos para el joven escritor de poesía. Entre otras tantas cosas, hizo ahí un llamado más bien abierto a tomar riesgos. En una prosa sin adornos pero sí con ironía, Woolf le pedía al joven escritor que aprovechara, y esto sin ambages, la feliz época que se sucede antes de publicar el primer libro. En lugar de percibir el estado de “inédito” como una maldición de la que hay que zafarse tan pronto como sea posible, la Woolf conminaba al joven escritor a alargar esta etapa. Es justo entonces, en esos productivos y gozosos años que el joven poeta puede (y debe) cometer todos los errores, seguir todas y cada una de sus intuiciones, y caer en todas las extravagancias posibles (y hasta en las imposibles). Una vez publicado, le recordaba la escritora, las cosas serían distintas. Una vez publicado, se crearán expectativas, y no sólo por parte de los lectores. El escritor esperaría entonces algo, algo específico y no todo, de sí mismo. El escritor habría entonces caído.
El ensayo de la Woolf parecería indicar que, hacia finales del primer tercio del siglo XX, esto en la Gran Bretaña, no sólo se esperaba que los jóvenes tomaran con cierta radicalidad y otro tanto de desobediencia su vocación por las letras, sino que incluso se les exhortaba a inscribirse dentro de las tradiciones poéticas de su tiempo de formas dinámicas y, de ser posible, críticas y contestatarias. Releo la reciente traducción que de ese ensayo publicara no hace mucho la UNAM y no puedo evitar pensar, con una inconsolable nostalgia, con algo así como una rabiosa melancolía, en lo mucho que hizo falta una misiva de este tipo en el mundo poético de México hacia el último tercio del siglo XX. Luego, pasado ya el trago tristísimo ante lo que no fue, no puedo evitar pensar así mismo en algunos poetas mexicanos que, no siendo inéditos y encontrándose ya, como diría Dante, en la mitad del camino de la vida, parecen haber recibido esta feliz misiva no hace mucho. En efecto, las recientes entregas de los poetas Jorge Esquinca (Uccello), Tedi López Mills (Parafrasear) y Myriam Moscona (El que nada) me hacen pensar que ciertos patrones de circulación cultural que, en el México de finales del siglo XX han sido sin duda verticales y que generacionalmente se han transmitido de viejos a jóvenes, están cambiando. Como se ha anotado en ya más de una reseña, se trata de trabajos donde el riesgo impera y el deleite material de la escritura que desobedece (o que sólo se obedece a sí misma) es más que notorio. Son sus voces como las conocíamos, en efecto, pero esta vez vienen alteradas por el aire fresco de la experimentación, la falta de miramientos, la contestación. Algo debió haber pasado, me digo, algo importante debe estar aconteciendo en el entorno de la poesía mexicana para que estos autores se decidieran hacia inicios del siglo XXI a apuntalar su veta más experimental. Me parece que estamos ante el borgeano caso del autor que produce a su predecesor o del lector que, en su loco afán, logra crear a su escritor. Me parece que estamos ante una inversión radical de los modos de circulación cultural en México.
Dominada tanto simbólica como burocráticamente por la figura del patriarca, la poesía mexicana de fines de siglo XX se convirtió (con sus raras excepciones) en un producto respetuoso, bien comportado, prematuramente cansino. Se producía, y esto hay que recordarlo con puntualidad, en un mundo literario en el que los apoyos económicos, los viajes, e incluso las traducciones de libros fundamentales dependían de las elecciones y los gustos de un pequeño y poderoso grupo central que sobrevivía amparado por estratégicas, aunque nunca lineales, conexiones con el estado. Era un mundo estructurado a través de diálogos jerárquicos, en el que todo escritor mayor de 40 solía recibir el mote de “maestro”, que usualmente se llevaban a cabo en lugares privados. Que las invitaciones no se le extendían a cualquiera queda claro en el recuento de la rabia infrarrealista de esos días, sin ir más lejos. Las bibliotecas eran cotos cerrados que se extendían detrás de mostradores altísimos desde los cuales atendía un empleado, el único autorizado para caminar entre los anaqueles y tocar los libros. Las librerías, concentradas en el centro del país y, dentro del centro del país, en ciertos barrios de la ciudad capital, vendían libros tan caros que era preciso, si uno era lector convencido y justo, expropiarlos—tarea ingrata pero no por ella menos edificante.
Luego, tal vez secretamente entremezclados, se sucedieron dos hechos hacia finales del siglo XX: murió el patriarca y el internet se fue convirtiendo poco a poco en un modo de navegación cotidiana. De súbito (al menos esa era la apariencia) fue posible tener acceso a libros publicados y traducidos en otras latitudes del planeta sin tener que atender a los gustos y las selecciones del pequeño y poderoso grupo central. Las bibliotecas, en una especie de revolución inadvertida pero no por ello menos radical, abrieron sus anaqueles al público lector. Cualquiera que haya encontrado libros que no buscaba en esos recorridos ha experimentado en carne propia las relevantes y liberadoras consecuencias de tal decisión. Ya había unas cuantas becas en la capital del país—las del Centro Mexicano de Escritores y las pocas que otorgaba el INBA—pero también hacia fines del XX se extendió su alcance. Pocos entre los participantes de estos programas, que yo sepa, se refieren a escritores mayores de 40 con el mote de “maestro”. No son la panacea, por supuesto, pero en sus mejores momentos se ha llevado a cabo en esos programas el tipo de diálogo intra y transgeneracional que me hace pensar en los felices neo-destinatarios de la carta que Virginia Woolf le escribiera a un joven poeta en 1932.
En fin, que lo diré: los libros experimentales recién publicados por autores como Esquinca, Moscona o López Mills, entre otros tantos que andan circulando por ahí bajo el sello de pequeñas pero muy activas editoriales independientes también dirigidas por arriesgados editores, son producto de ese aguerrido grupo de jóvenes autores y lectores que no sólo crecieron sin la sombra asfixiante del patriarca sino también con la acomedida participación en diálogos de ida y vuelta a lo largo y ancho del cielo electrónico que ha producido el internet. Con los dientes afilados de la más ardiente contemporaneidad, esa poesía (¿mexicana?) me vuelve a hablar.
--crg
Wednesday, June 10, 2009
COETZEE SOBRE LOS VOTOS NULOS EN MÉXICO
The ballot form does not say: Do you want A or B or neither? It certainly never says: Do you want A or B or no one at all? The citizen who expresses his unhappiness with the form of choice on offer by the only means open to him--not voting, or else spoiling his ballot paper--is simply not counted, that is to say, is discounted, ignored.
Faced with a choice between A and B, given the kind of A and the kind of B who usually make it onto the ballot paper, most people, ordinary people, are in their hearts inclined to choose neither. But that is only an inclination, and the state does not deal with inclinations. Inclinations are not the currency of politics. What the state deals in are choices. The ordinary person would like to say: Some days I incline to A, some days to B, most days I just feel they should both go away; or else, Some of A and some of B, sometimes, and at other times neither A nor B but something quite different. The state shakes its head. You have to choose, says the state: A or B.
Coetzee, "On the state", Diary of a Bad Year, 8.
(Bueno, no exactamente acerca de la situación que se vive hoy por hoy en México, donde cada vez un número más grande de ciudadanos está optando por nulificar su voto no para se descontados, sino para ser, finalmente, tomados en cuenta, pero sí sobre la situación que se vive, sin lugar a dudas, en México hoy por hoy, ¿cierto?).
--crg
The ballot form does not say: Do you want A or B or neither? It certainly never says: Do you want A or B or no one at all? The citizen who expresses his unhappiness with the form of choice on offer by the only means open to him--not voting, or else spoiling his ballot paper--is simply not counted, that is to say, is discounted, ignored.
Faced with a choice between A and B, given the kind of A and the kind of B who usually make it onto the ballot paper, most people, ordinary people, are in their hearts inclined to choose neither. But that is only an inclination, and the state does not deal with inclinations. Inclinations are not the currency of politics. What the state deals in are choices. The ordinary person would like to say: Some days I incline to A, some days to B, most days I just feel they should both go away; or else, Some of A and some of B, sometimes, and at other times neither A nor B but something quite different. The state shakes its head. You have to choose, says the state: A or B.
Coetzee, "On the state", Diary of a Bad Year, 8.
(Bueno, no exactamente acerca de la situación que se vive hoy por hoy en México, donde cada vez un número más grande de ciudadanos está optando por nulificar su voto no para se descontados, sino para ser, finalmente, tomados en cuenta, pero sí sobre la situación que se vive, sin lugar a dudas, en México hoy por hoy, ¿cierto?).
--crg
NI MODO
Me había prometido no volver a hacerlo nunca. Entre mis planes se contaba el hacerme de la vista gorda, el pasar corriendo sin ver de lado, el taparme la boca. Iba a hacer como si nada (así se dice). Iba a hacerme la desentendida (también así se dice). Mejor eso, me había dicho, que seguir bregando en el desierto. Mejor iba a mirar al cielo o hacer como que me metía una pestaña al ojo o a silbar (que nunca he aprendido) mientras metía las manos en los bolsillos del pantalón. Estaba cansada, se entiende, de señalarlo y de repetirlo. Ya chole, me dije varias veces a mí misma. Las derrotas pesan a veces. En momentos de mayor, aunque infundado, optimismo hasta me llegué a convencer que ya todo mundo habría agarrado la onda. Se ha dicho ya tantas y tantas veces, se ha denunciado tanto, se ha recalcado de tantas y múltiples maneras. Acaté lo que miembros de ciertos grupos beligerantes (mejor dicho: post-beligerantes) aducían: ya no era necesario. Estos eran otros tiempos. Harina de otro costal. Me lo había prometido, insisto, pero francamente. Así no se puede. No hay de otra. Ni modo. Leía el periódico esta mañana y esto: "Como una mujer que vivió la revolución femenina y que logró estar al nivel de los hombres, fue recordada la novelista, poeta y traductora francesa Marguerite Yourcenar."
¿Al nivel de quién?, la pregunta y su eco rebotaron, hilarantes, por las paredes de la habitación. ¿Que logró estar a nivel de quién?, repetí, confundida, escupiendo (debió ser el espanto) un trago de café. La autora de Las Memorias de Adriano logró, pobrecita, alabada sea ella, igualarse ¿a quién? Podría utilizar las mayúsculas pero me abstendré. Tendría que incluir estrictos puntos suspensivos (un signo de puntuación que detesto, por cierto) para que el sonido de la Q emulara la estupefacción de mi voz. Debió haberle costado tanto, claro, pobrecita. Aplicarse fervientemente, eso debió haber hecho. Estudiar mañana y noche sin parar, emocionada porque ya casi. Porque ya pronto. Debió haber mirado la vara, que estaba muy alta, es más: altísima, mientras practicaba su calistenia. !La de anhelos que debió haber albergado mientras repasaba su latín o su griego! Pero ella continuó, bien por Marguerite, cada mañana y cada noche, cada viaje, cada libro, porque casi alcanzaba ya ese otro mítico nivel en el que, finalmente, la esperaban, satisfechos y halagados, sus pares.
!Ah, el patriarcado, siempre tan autosatisfecho de sí mismo!
Corre, pues, el año 2009 de la era después de Cristo y en un periódico normal, uno de esos periódicos comunes y corrientes que uno lee porque están al alcance de la mano, es decir, un periódico sin abiertas aspiraciones misóginas, normalito, pues, declara que la alguna vez habitante de una isla remota especialista en los clásicos y practicante de varias lenguas que, además y entre otros, escribió el libro Fuegos, logró, alabada sea ella, bendita entre todas las mujeres habidas y por haber, pudo al fin "estar al nivel de los hombres".
Hay promesas que uno tiene que romper. Ni modo. Hay cosas que ni qué.
--crg
Me había prometido no volver a hacerlo nunca. Entre mis planes se contaba el hacerme de la vista gorda, el pasar corriendo sin ver de lado, el taparme la boca. Iba a hacer como si nada (así se dice). Iba a hacerme la desentendida (también así se dice). Mejor eso, me había dicho, que seguir bregando en el desierto. Mejor iba a mirar al cielo o hacer como que me metía una pestaña al ojo o a silbar (que nunca he aprendido) mientras metía las manos en los bolsillos del pantalón. Estaba cansada, se entiende, de señalarlo y de repetirlo. Ya chole, me dije varias veces a mí misma. Las derrotas pesan a veces. En momentos de mayor, aunque infundado, optimismo hasta me llegué a convencer que ya todo mundo habría agarrado la onda. Se ha dicho ya tantas y tantas veces, se ha denunciado tanto, se ha recalcado de tantas y múltiples maneras. Acaté lo que miembros de ciertos grupos beligerantes (mejor dicho: post-beligerantes) aducían: ya no era necesario. Estos eran otros tiempos. Harina de otro costal. Me lo había prometido, insisto, pero francamente. Así no se puede. No hay de otra. Ni modo. Leía el periódico esta mañana y esto: "Como una mujer que vivió la revolución femenina y que logró estar al nivel de los hombres, fue recordada la novelista, poeta y traductora francesa Marguerite Yourcenar."
¿Al nivel de quién?, la pregunta y su eco rebotaron, hilarantes, por las paredes de la habitación. ¿Que logró estar a nivel de quién?, repetí, confundida, escupiendo (debió ser el espanto) un trago de café. La autora de Las Memorias de Adriano logró, pobrecita, alabada sea ella, igualarse ¿a quién? Podría utilizar las mayúsculas pero me abstendré. Tendría que incluir estrictos puntos suspensivos (un signo de puntuación que detesto, por cierto) para que el sonido de la Q emulara la estupefacción de mi voz. Debió haberle costado tanto, claro, pobrecita. Aplicarse fervientemente, eso debió haber hecho. Estudiar mañana y noche sin parar, emocionada porque ya casi. Porque ya pronto. Debió haber mirado la vara, que estaba muy alta, es más: altísima, mientras practicaba su calistenia. !La de anhelos que debió haber albergado mientras repasaba su latín o su griego! Pero ella continuó, bien por Marguerite, cada mañana y cada noche, cada viaje, cada libro, porque casi alcanzaba ya ese otro mítico nivel en el que, finalmente, la esperaban, satisfechos y halagados, sus pares.
!Ah, el patriarcado, siempre tan autosatisfecho de sí mismo!
Corre, pues, el año 2009 de la era después de Cristo y en un periódico normal, uno de esos periódicos comunes y corrientes que uno lee porque están al alcance de la mano, es decir, un periódico sin abiertas aspiraciones misóginas, normalito, pues, declara que la alguna vez habitante de una isla remota especialista en los clásicos y practicante de varias lenguas que, además y entre otros, escribió el libro Fuegos, logró, alabada sea ella, bendita entre todas las mujeres habidas y por haber, pudo al fin "estar al nivel de los hombres".
Hay promesas que uno tiene que romper. Ni modo. Hay cosas que ni qué.
--crg
Tuesday, June 09, 2009
UNIDADES DE DISPERSIÓN
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
A) DEFINICIÓN EN NEGATIVO
No son sedentarios, eso queda claro desde el inicio. Son errantes, se entiende, en al menos ambos sentidos del término, en eso también tendríamos que estar de acuerdo desde el inicio. Pero, hablando estrictamente y al pie de la letra, no son vagabundos, o en todo caso se trataría de un cierto tipo de vagabundos intermitentes puesto que tienen entre sus costumbres conocidas la puntada de quedarse por temporadas (a veces largas) en ciertos sitios. Algunos hasta se dan tiempo para hacer amigos, adquirir escritorios y sillas y camas o, incluso, construir sus propias casas. Algunos, impelidos más por la necesidad que por la conveniencia, hasta encuentran trabajos que luego listarán en sus CVs imaginarios como “toda suerte de trabajos”. No son desarraigados bien a bien porque tienden a formar comunidades en los territorios por donde pasan. Se les conoce, por ejemplo, en ciertos bares o cafés, en los pasillos de ciertas silenciosas bibliotecas, en las azoteas de algunos tétricos edificios, o en los cuarto de invitados de ciertos amigos. No son exiliados, al menos en el sentido político que el siglo XX le dio al término, porque van y vienen más o menos a conveniencia propia y con pasaportes civiles. Podrían ser migrantes profesionales si tuvieran la disposición o el tiempo para pasar horas y horas haciendo colas en distintas oficinas de gobierno para firmar los documentos que confirmarían tal identidad. Podrían ser diaspóricos si a la definición oficial (dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen) se le suprimiera la palabra “origen”, para poder decir, luego entonces, que se trata de seres humanos que abandonan lugares, sean estos de origen o no.
B) PASAR POR
Hablo de escritores, por supuesto. Hablo del problema (o morbo o afán) de identificar y explorar el trabajo de una serie de escritores que han pasado por territorios conocidos como Latinoamérica durante el siglo XX. Y “pasar por” es aquí una mancuerna de palabras que me he tardado mucho tiempo en seleccionar. No son escritores que son de Latinoamérica, pero pasar por Latinoamérica no quita la posibilidad de haber nacido ahí. No se trata de escritores que hayan viajado por Latinoamérica, aunque para pasar por ahí sea necesario iniciar más de un viaje. Podrían ser Malcolm Lowry o Graham Green o D. H. Lawrence, pero más bien serían como Witold Gombrowicz o Leonora Carrington o, sí, en efecto, Roberto Bolaño. No son, en definitiva, Vladimir Nabokov o Joseph Conrad o Samuel Beckett, conocidos entre otras cosas por su versátil uso de una nueva lengua, sino Gerardo Deniz o Maria Negroni o, en efecto, Bolaño, escritores que habiendo pasado por Latinoamérica escriben todavía en una de las formas del lenguaje dentro del cual crecieron. Ojo: aún y cuando vivan en los Estados Unidos, dentro de cuyo territorio se escribe hoy en día buena parte de la literatura latinoamericana de nuestros tiempos, no son US Latino writers, ni New Latino writers, ni US writers. Se trata de escritores que pasan por América Latina, sí, haciéndose también pasar por muchas otras cosas, abriéndole así la puerta a la despersonalización lo mismo que a la desterritorialización —que no es sino otra forma de enunciar la forma fluida y poco cabal de las identidades contemporáneas. He aquí el asunto: me refiero a ese tipo de escritores que habitan de manera esporádica (que no diásporica) sitios y lenguas con los cuales desarrollan una relación de dinámica resistencia más que de amable acomodo.
C) EL QUID DEL ASUNTO
La traducción del latín al español sería, según el diccionario de la Real Academia: el qué cosa del asunto. Era finales de primavera y, sin embargo, la tarde se deslizaba gris y lenta del otro lado de las ventanillas cuando, de repente, de la nada como se dice usualmente, brotó de algún lugar de ese cielo gris un granizo atronador y por demás blanquísimo que me hizo levantar la vista del libro que leía sólo para pensar, literalmente de la nada, en lo triste, lo verdaderamente triste o, en todo caso, ligeramente perturbador que habría sido para Bolaño saber y ser testigo del enorme éxito de sus libros traducidos al inglés. Supongo que el gris de fines de primavera y la súbita aparición del granizo algo tuvieron que ver con el mórbido pensamiento que me hizo recordar un artículo escrito por la académica Sarah Pollack en el que explica la serie de retuércanos culturales y políticos que, tras bambalinas aunque no tanto, ayudan a explicar la súbita y más que presurosa “normalización” de los textos bolañianos en el mercado, y se dice así en efecto, el mercado del libro en Estados Unidos*. Cualquier otro habría estado feliz, se asume, pero Bolaño, quien a todas luces gustaba de presentar sus libros como armas de un valiente (y valiente es un vocablo al que recurría con frecuencia para calificaciones literarias) andariego algo crepuscular pero no menos apasionado por la “auténtica” y “verdadera” literatura tendría que haber respondido con, al menos, algo de incredulidad y, luego, con algo de compulsivo enojo y, por qué no, hasta con ancestral rechazo. No sabremos nunca, por supuesto, lo que habría hecho (y con toda seguridad es casi mejor que sea así), pero esa tarde de primavera gris sombreada, además, por la irrupción del blanquísimo granizo (¿pero puede algo tan blanco en verdad “sombrear” una tarde de primavera?), no pude sino preguntarme cómo se le hace entonces para proteger al libro, al libro verdadero, al libro que es, al menos, dos libros (ambos con el filo dentro), de la normalización del mercado y la campechanería de la moda y la ramplona cascada del halago que es, a fin de cuentas, más mohín o hartazgo que halago. No estoy del todo conforme con respuesta que me di entonces frente a la ventanilla del autobús del mediodía (porque era, además de fines de primavera, en efecto, un poco después del mediodía) pero fue ésta: habría que pensar en Bolaño no como una excepción exótica (y concéntrica), claro, sino como uno entre la saga de escritores que andan por ahí, pasando por sitios y lenguas de Latinoamérica de manera esporádica, desarrollando, mientras tanto, en el mismo trance de pasar por ahí, una relación de dinámica resistencia más que de agradable acomodo con ese cúmulo de cosas a los que por falta de mejor término acabamos nombrando no pocas veces como “el entorno”. ¿Hay, de verdad, un hilo que va de esos 24 años que Witold Gombrowicz pasó en Argentina a, por ejemplo, Lina Mourane, esa escritora chilena que vive y produce una obra en español en el Nueva York de nuestros días? ¿Existe un hilo, se entiende que estético, entre los libros de Horacio Castellanos Moya, el centroamericano que pasa temporadas bastante largas tanto en Estados Unidos como en Europa y, digamos, Eunice Odio, la poeta costarricense que murió en México? ¿Son Unidades de Dispersión de cepa tan distinta escritores como el peruano César Moro y el centroamericano Rodrigo Rey Rosas?
*El artículo existe y lleva por título “The Peculiar At of Cultural Formations: Roberto Bolaño and the Translation of Latin American Literature in the United States”, el cual se puede encontrar donde yo lo encontré ya hace algún tiempo: internet.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
A) DEFINICIÓN EN NEGATIVO
No son sedentarios, eso queda claro desde el inicio. Son errantes, se entiende, en al menos ambos sentidos del término, en eso también tendríamos que estar de acuerdo desde el inicio. Pero, hablando estrictamente y al pie de la letra, no son vagabundos, o en todo caso se trataría de un cierto tipo de vagabundos intermitentes puesto que tienen entre sus costumbres conocidas la puntada de quedarse por temporadas (a veces largas) en ciertos sitios. Algunos hasta se dan tiempo para hacer amigos, adquirir escritorios y sillas y camas o, incluso, construir sus propias casas. Algunos, impelidos más por la necesidad que por la conveniencia, hasta encuentran trabajos que luego listarán en sus CVs imaginarios como “toda suerte de trabajos”. No son desarraigados bien a bien porque tienden a formar comunidades en los territorios por donde pasan. Se les conoce, por ejemplo, en ciertos bares o cafés, en los pasillos de ciertas silenciosas bibliotecas, en las azoteas de algunos tétricos edificios, o en los cuarto de invitados de ciertos amigos. No son exiliados, al menos en el sentido político que el siglo XX le dio al término, porque van y vienen más o menos a conveniencia propia y con pasaportes civiles. Podrían ser migrantes profesionales si tuvieran la disposición o el tiempo para pasar horas y horas haciendo colas en distintas oficinas de gobierno para firmar los documentos que confirmarían tal identidad. Podrían ser diaspóricos si a la definición oficial (dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen) se le suprimiera la palabra “origen”, para poder decir, luego entonces, que se trata de seres humanos que abandonan lugares, sean estos de origen o no.
B) PASAR POR
Hablo de escritores, por supuesto. Hablo del problema (o morbo o afán) de identificar y explorar el trabajo de una serie de escritores que han pasado por territorios conocidos como Latinoamérica durante el siglo XX. Y “pasar por” es aquí una mancuerna de palabras que me he tardado mucho tiempo en seleccionar. No son escritores que son de Latinoamérica, pero pasar por Latinoamérica no quita la posibilidad de haber nacido ahí. No se trata de escritores que hayan viajado por Latinoamérica, aunque para pasar por ahí sea necesario iniciar más de un viaje. Podrían ser Malcolm Lowry o Graham Green o D. H. Lawrence, pero más bien serían como Witold Gombrowicz o Leonora Carrington o, sí, en efecto, Roberto Bolaño. No son, en definitiva, Vladimir Nabokov o Joseph Conrad o Samuel Beckett, conocidos entre otras cosas por su versátil uso de una nueva lengua, sino Gerardo Deniz o Maria Negroni o, en efecto, Bolaño, escritores que habiendo pasado por Latinoamérica escriben todavía en una de las formas del lenguaje dentro del cual crecieron. Ojo: aún y cuando vivan en los Estados Unidos, dentro de cuyo territorio se escribe hoy en día buena parte de la literatura latinoamericana de nuestros tiempos, no son US Latino writers, ni New Latino writers, ni US writers. Se trata de escritores que pasan por América Latina, sí, haciéndose también pasar por muchas otras cosas, abriéndole así la puerta a la despersonalización lo mismo que a la desterritorialización —que no es sino otra forma de enunciar la forma fluida y poco cabal de las identidades contemporáneas. He aquí el asunto: me refiero a ese tipo de escritores que habitan de manera esporádica (que no diásporica) sitios y lenguas con los cuales desarrollan una relación de dinámica resistencia más que de amable acomodo.
C) EL QUID DEL ASUNTO
La traducción del latín al español sería, según el diccionario de la Real Academia: el qué cosa del asunto. Era finales de primavera y, sin embargo, la tarde se deslizaba gris y lenta del otro lado de las ventanillas cuando, de repente, de la nada como se dice usualmente, brotó de algún lugar de ese cielo gris un granizo atronador y por demás blanquísimo que me hizo levantar la vista del libro que leía sólo para pensar, literalmente de la nada, en lo triste, lo verdaderamente triste o, en todo caso, ligeramente perturbador que habría sido para Bolaño saber y ser testigo del enorme éxito de sus libros traducidos al inglés. Supongo que el gris de fines de primavera y la súbita aparición del granizo algo tuvieron que ver con el mórbido pensamiento que me hizo recordar un artículo escrito por la académica Sarah Pollack en el que explica la serie de retuércanos culturales y políticos que, tras bambalinas aunque no tanto, ayudan a explicar la súbita y más que presurosa “normalización” de los textos bolañianos en el mercado, y se dice así en efecto, el mercado del libro en Estados Unidos*. Cualquier otro habría estado feliz, se asume, pero Bolaño, quien a todas luces gustaba de presentar sus libros como armas de un valiente (y valiente es un vocablo al que recurría con frecuencia para calificaciones literarias) andariego algo crepuscular pero no menos apasionado por la “auténtica” y “verdadera” literatura tendría que haber respondido con, al menos, algo de incredulidad y, luego, con algo de compulsivo enojo y, por qué no, hasta con ancestral rechazo. No sabremos nunca, por supuesto, lo que habría hecho (y con toda seguridad es casi mejor que sea así), pero esa tarde de primavera gris sombreada, además, por la irrupción del blanquísimo granizo (¿pero puede algo tan blanco en verdad “sombrear” una tarde de primavera?), no pude sino preguntarme cómo se le hace entonces para proteger al libro, al libro verdadero, al libro que es, al menos, dos libros (ambos con el filo dentro), de la normalización del mercado y la campechanería de la moda y la ramplona cascada del halago que es, a fin de cuentas, más mohín o hartazgo que halago. No estoy del todo conforme con respuesta que me di entonces frente a la ventanilla del autobús del mediodía (porque era, además de fines de primavera, en efecto, un poco después del mediodía) pero fue ésta: habría que pensar en Bolaño no como una excepción exótica (y concéntrica), claro, sino como uno entre la saga de escritores que andan por ahí, pasando por sitios y lenguas de Latinoamérica de manera esporádica, desarrollando, mientras tanto, en el mismo trance de pasar por ahí, una relación de dinámica resistencia más que de agradable acomodo con ese cúmulo de cosas a los que por falta de mejor término acabamos nombrando no pocas veces como “el entorno”. ¿Hay, de verdad, un hilo que va de esos 24 años que Witold Gombrowicz pasó en Argentina a, por ejemplo, Lina Mourane, esa escritora chilena que vive y produce una obra en español en el Nueva York de nuestros días? ¿Existe un hilo, se entiende que estético, entre los libros de Horacio Castellanos Moya, el centroamericano que pasa temporadas bastante largas tanto en Estados Unidos como en Europa y, digamos, Eunice Odio, la poeta costarricense que murió en México? ¿Son Unidades de Dispersión de cepa tan distinta escritores como el peruano César Moro y el centroamericano Rodrigo Rey Rosas?
*El artículo existe y lleva por título “The Peculiar At of Cultural Formations: Roberto Bolaño and the Translation of Latin American Literature in the United States”, el cual se puede encontrar donde yo lo encontré ya hace algún tiempo: internet.
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Monday, June 08, 2009
Sunday, June 07, 2009
LAS CARTAS SOBRE LA MESA
Cuando Franz y Felice intercambiaban cartas a un ritmo demencial--a menudo dos o tres misivas al día--¿sabían los enamorados de la grafía que prefiguraban el arte de chatear? Lejos de ser el modelo ideal de la carta decimonónica--una unidad entera, con principio y fin--las que se mandaban puntualmente estos habitantes de Europa central se regían por el arte de fragmentar y abundaban en la minucia tanto física como mental de todos los días. Se trata, en efecto, de un cúmulo de cartas de amor: un amor mental en el que la tinta y el papel y la velocidad sustituyen al cuerpo.
Otros que utilizaron la carta y, con mayor frecuencia, el telegrama con una intensidad que también prefiguró la correspondencia electrónica fueron, sin duda, los personajes de Drácula, la novela que Bram Stoker publicó en 1897. Acaso no es del todo casual que sea alrededor de un No-Muerto que la escritura, y especialmente la transmisión de la escritura, se convierta en el verdadero hueco central de la novela. Tengo la impresión de que entre Mina y Jonathan y el doctor Van Helsing prepararon el terreno para el eventual surgimiento de los mensajes de texto. En todo caso, y tal como lo demuestran las múltiples aventuras de los londinenses en Transilvania y de regreso, aunque a veces parece ganarle a la realidad, la escritura siempre llega un poco más tarde.
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Cuando Franz y Felice intercambiaban cartas a un ritmo demencial--a menudo dos o tres misivas al día--¿sabían los enamorados de la grafía que prefiguraban el arte de chatear? Lejos de ser el modelo ideal de la carta decimonónica--una unidad entera, con principio y fin--las que se mandaban puntualmente estos habitantes de Europa central se regían por el arte de fragmentar y abundaban en la minucia tanto física como mental de todos los días. Se trata, en efecto, de un cúmulo de cartas de amor: un amor mental en el que la tinta y el papel y la velocidad sustituyen al cuerpo.
Otros que utilizaron la carta y, con mayor frecuencia, el telegrama con una intensidad que también prefiguró la correspondencia electrónica fueron, sin duda, los personajes de Drácula, la novela que Bram Stoker publicó en 1897. Acaso no es del todo casual que sea alrededor de un No-Muerto que la escritura, y especialmente la transmisión de la escritura, se convierta en el verdadero hueco central de la novela. Tengo la impresión de que entre Mina y Jonathan y el doctor Van Helsing prepararon el terreno para el eventual surgimiento de los mensajes de texto. En todo caso, y tal como lo demuestran las múltiples aventuras de los londinenses en Transilvania y de regreso, aunque a veces parece ganarle a la realidad, la escritura siempre llega un poco más tarde.
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Saturday, June 06, 2009
A SENSE OF THE TRAGIC IN LIFE
Crime has played a complicated role in the history of human social relations. Public narratives about murders, insanity, kidnappings, assassinations, and infanticide attempt to make sense of the social, economic, and cultural realities of ordinary people at different periods in history. Such stories also shape the ways historians write about society and offer valuable insight into aspects of life that more conventional accounts have neglected, misunderstood, or ignored altogether.
This edited volume focuses on Mexico's social and cultural history through the lens of celebrated cases of social deviance from the late nineteenth and early twentieth centuries. Each essay centers on a different crime story and explores the documentary record of each case in order to reconstruct the ways in which they helped shape Mexican society's views of itself and of its criminals.
CONTENT:
Crime stories / Robert Buffington and Pablo Piccato
Tales of Two Women: the Narrative Construction of Porfirian Reality /Robert Buffington and Pablo Piccato
I was a Man of Pleasure, I can't Deny it: Histories of José de Jesús Negrete, a.k.a. "The tiger of Santa Julia" /Elisa Speckman Guerra
A Sense of the Tragic in Life: Text and Context in Mexico City's General Insane Asylum /Cristina Rivera-Garza
The Girl who Killed a Senator: Femininity and the Public Sphere in Postrevolutionary Mexico /Pablo Piccato
Who Killed Roberto González?: Murder, Radicalism, and Catholic Nationalism in Postrevolutionary Michoacán /Christopher R. Boyer
Of Intersections and Parallel Lives: José de León Toral and David Alfaro Siqueiros /Renato González Mello
The Case of the Murdering Beauty: Narrative Construction, Beauty Pageants, and the Postrevolutionary Mexican National Myth (1921-1931) /Víctor M. Macías-González
Mothers of Invention: Narratives of Maternity, Paternity, and Modernity in Early Twentieth-Century Mexico /Katherine Elaine Bliss.
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Crime has played a complicated role in the history of human social relations. Public narratives about murders, insanity, kidnappings, assassinations, and infanticide attempt to make sense of the social, economic, and cultural realities of ordinary people at different periods in history. Such stories also shape the ways historians write about society and offer valuable insight into aspects of life that more conventional accounts have neglected, misunderstood, or ignored altogether.
This edited volume focuses on Mexico's social and cultural history through the lens of celebrated cases of social deviance from the late nineteenth and early twentieth centuries. Each essay centers on a different crime story and explores the documentary record of each case in order to reconstruct the ways in which they helped shape Mexican society's views of itself and of its criminals.
CONTENT:
Crime stories / Robert Buffington and Pablo Piccato
Tales of Two Women: the Narrative Construction of Porfirian Reality /Robert Buffington and Pablo Piccato
I was a Man of Pleasure, I can't Deny it: Histories of José de Jesús Negrete, a.k.a. "The tiger of Santa Julia" /Elisa Speckman Guerra
A Sense of the Tragic in Life: Text and Context in Mexico City's General Insane Asylum /Cristina Rivera-Garza
The Girl who Killed a Senator: Femininity and the Public Sphere in Postrevolutionary Mexico /Pablo Piccato
Who Killed Roberto González?: Murder, Radicalism, and Catholic Nationalism in Postrevolutionary Michoacán /Christopher R. Boyer
Of Intersections and Parallel Lives: José de León Toral and David Alfaro Siqueiros /Renato González Mello
The Case of the Murdering Beauty: Narrative Construction, Beauty Pageants, and the Postrevolutionary Mexican National Myth (1921-1931) /Víctor M. Macías-González
Mothers of Invention: Narratives of Maternity, Paternity, and Modernity in Early Twentieth-Century Mexico /Katherine Elaine Bliss.
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Thursday, June 04, 2009
DEATH HITS ME
Cristina Rivera Garza. La muerte me da.
By: Hecht, Valerie
Publication: World Literature Today
Date: Tuesday, July 1 2008
Cristina Rivera Garza. La muerte me da. Mexico City. Tusquets. 2007. 354 pages, ISBN 970-699-173-5
The cover of La muerte me da proclaims, "Un thriller perturbador, el regreso de Cristina Rivera Garza." Indeed, the Mexican writer's latest effort signals her return to the novel. It promises to be as stimulating a read as Nadie me vera llorar. Despite the acclaim she has received, Cristina Rivera Garza remains an underread author, although her works have recently become the focus of study in Mexican and U.S. universities.
La muerte me da displays characteristics of her previous works--for example, a narrator whose gender is not completely revealed until a few pages into the reading. She also employs here an appealing intertextual dialogue with the words of Argentine poet Alejandra Pizarnik. The reading of this novel is not easy, due to Rivera Garza's other tendency (to fragment the narration), but this only serves to further intrigue.
In this literary thriller, the first of a series of castrated bodies are discovered by Rivera Garza's namesake narrator. The bodies are accompanied by lines of Pizarnik's poetry, written in nail polish. The narrator/ protagonist, an expert on Pizarnik, becomes a consultant to the detective investigating the case.
Rivera Garza takes her place in the Mexican literary tradition that realizes that the dead have a story to tell, but unlike the departed in Pedro Paramo, the cadavers of this novel do not have a voice. Perhaps Pizarnik's lines will tell the story they cannot.
The short chapters are cleverly titled. Chapter 4, "La victima es siempre femenina," refers both to the rule for use of the feminine article even for a male victim and to the demasculinization of the novel's victims. Another, "Poetry castrated by its own language," seems to reflect that the narration itself seems to have suffered some deliberate cuts. In one of the earliest chapters, Rivera Garza invokes history and the words employed by various cultures for the castrated male. In the next, a fragmented description of bodies during the sexual act, perhaps as a sisterly nod to Un hombre a la medida (2005), the collaborative effort of eleven Mexican women authors (Rivera Garza's contribution is chapter 12 of La muerte me da). The blurring of gender roles is a trope in her work, and in her unique take on the thriller, she presents the possibility of a female suspect transgressing the violent role traditionally held by the male serial killer.
Rivera Garza subverts the recent proliferation of the noir genre, investigating the very concept of genero in both senses of the word ("gender" and "genre") as she returns the reader to the poetic and alters its form as well. Pizarnik's verses are transformed into police lingo, archival documents, journalism. La muerte me da contains multiple fascinating metaliterary twists as Cristina Rivera Garza places the essay, the letter, and quotation from other works in a literary lineup, making this a thoroughly contemporary novel worthy of attention and translation.
Valerie Hecht
University of California, Davis
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Cristina Rivera Garza. La muerte me da.
By: Hecht, Valerie
Publication: World Literature Today
Date: Tuesday, July 1 2008
Cristina Rivera Garza. La muerte me da. Mexico City. Tusquets. 2007. 354 pages, ISBN 970-699-173-5
The cover of La muerte me da proclaims, "Un thriller perturbador, el regreso de Cristina Rivera Garza." Indeed, the Mexican writer's latest effort signals her return to the novel. It promises to be as stimulating a read as Nadie me vera llorar. Despite the acclaim she has received, Cristina Rivera Garza remains an underread author, although her works have recently become the focus of study in Mexican and U.S. universities.
La muerte me da displays characteristics of her previous works--for example, a narrator whose gender is not completely revealed until a few pages into the reading. She also employs here an appealing intertextual dialogue with the words of Argentine poet Alejandra Pizarnik. The reading of this novel is not easy, due to Rivera Garza's other tendency (to fragment the narration), but this only serves to further intrigue.
In this literary thriller, the first of a series of castrated bodies are discovered by Rivera Garza's namesake narrator. The bodies are accompanied by lines of Pizarnik's poetry, written in nail polish. The narrator/ protagonist, an expert on Pizarnik, becomes a consultant to the detective investigating the case.
Rivera Garza takes her place in the Mexican literary tradition that realizes that the dead have a story to tell, but unlike the departed in Pedro Paramo, the cadavers of this novel do not have a voice. Perhaps Pizarnik's lines will tell the story they cannot.
The short chapters are cleverly titled. Chapter 4, "La victima es siempre femenina," refers both to the rule for use of the feminine article even for a male victim and to the demasculinization of the novel's victims. Another, "Poetry castrated by its own language," seems to reflect that the narration itself seems to have suffered some deliberate cuts. In one of the earliest chapters, Rivera Garza invokes history and the words employed by various cultures for the castrated male. In the next, a fragmented description of bodies during the sexual act, perhaps as a sisterly nod to Un hombre a la medida (2005), the collaborative effort of eleven Mexican women authors (Rivera Garza's contribution is chapter 12 of La muerte me da). The blurring of gender roles is a trope in her work, and in her unique take on the thriller, she presents the possibility of a female suspect transgressing the violent role traditionally held by the male serial killer.
Rivera Garza subverts the recent proliferation of the noir genre, investigating the very concept of genero in both senses of the word ("gender" and "genre") as she returns the reader to the poetic and alters its form as well. Pizarnik's verses are transformed into police lingo, archival documents, journalism. La muerte me da contains multiple fascinating metaliterary twists as Cristina Rivera Garza places the essay, the letter, and quotation from other works in a literary lineup, making this a thoroughly contemporary novel worthy of attention and translation.
Valerie Hecht
University of California, Davis
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Tuesday, June 02, 2009
COMO EN LAS ESTACIONES CUANDO
Se trataba, no obstante, de ese género de alegría qu ese crea en las fiestas, en que cada uno trata de estar alegre para no arruinar la diversión de los demás; y en realidad todos estaban un poco ausentes como en las estaciones cuando se está a la espera del tren...
Witold Gombrowicz, Cosmos
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Se trataba, no obstante, de ese género de alegría qu ese crea en las fiestas, en que cada uno trata de estar alegre para no arruinar la diversión de los demás; y en realidad todos estaban un poco ausentes como en las estaciones cuando se está a la espera del tren...
Witold Gombrowicz, Cosmos
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PERLADA DE SUDOR
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
De entre todas las secreciones que produce el cuerpo acaso ninguna sea tan vilipendiada como el sudor. Pocos blanden el olor del sudor propio como una bandera y todavía menos, al percibir las notas de transpiración en el aire, se aproximan al portador para celebrar su presencia. ¿Hace cuánto que alguien no halaga esa frente perlada de sudor? ¿Por qué resulta tan difícil describirlo como un aroma? Fuera del gimnasio, donde por alguna razón milagrosa parece volverse inodoro, ¿cuántas personas exclaman gemidos de positivo asombro ante los chorros que ensombrecen las camisas o las gotas que brotan de las palmas de las manos? Porque resulta claro que el semen y sus homólogos vaginales, que constituyen pruebas irrefutables de la existencia del placer sexual, se han convertido en sustancias preciosas cuyo valor de uso y valor simbólico suele registrarse a la alta en épocas pre-históricas e históricas y en sociedades tanto occidentales como orientales. Igualmente apreciadas son esas lágrimas a través de las cuales queda huella del paso de una fuerte emoción, la cual bien puede ser tanto positiva como negativa puesto que se llora tanto de alegría como de pena. Incluso la orina, ese humilde líquido que resulta de la ingesta de otros tantos líquidos, ha encontrado sus seguidores entre los practicantes de la orinoterapia y aquellos que gustan de las lluvias doradas. Pero el sudor, esa sustancia que alguna vez se constituyó en el sinónimo mismo del esfuerzo físico relacionado al trabajo duro apto para transformar la naturaleza y producir, luego entonces, valor, ese sudor tan pegado a la axila del brazo a cargo de humanizar al mundo, ha ido decididamente a la baja.
Detenido con la siniestra ayuda de anti-transpirantes o encubierto con la sospechosa acción de desodorantes, ambos de fabricación masiva, el sudor parece destinado a perder la batalla en todos los frentes (especialmente en la propia). Para empezar, al sudor se le asocia con la explosión de las hormonas que conducen a más de uno a la vorágine de la adolescencia (y hay pocas familias contemporáneas que escapan al pavor que produce la adolescencia). Se sabe que los bebés o los pubertos no sudan, o no al menos en el sentido derogatorio del término. Los bebés y los pubertos sudan, esto es, pero no huelen a sudor. Una vez atravesado el umbral de la adolescencia, ya cuando el cuerpo del ser humano se encuentra del otro lado, la leyenda negra del sudor se multiplica tan copiosamente como sus gotas.
El sudor juega un papel no irrelevante en la producción de identidades de clase que, a fin de cuentas, parecen más bien estigmas. Para empezar, se suele asociar al sudor de manera directa con la falta de aseo. Alguien huele a sudor cuando no se baña, se sabe. Los vagabundos y los viajeros sudan, no así los turistas. Los hippies sudan, pero no los yuppies. Los exiliados, los deportados, los desertores sudan la gota gorda (y a veces también lloran). Sudan, pues, los sucios: los sin oficio ni beneficio. Las niñas bien no sudan; las muchachas de barrio sí. Sudan los obreros, pero más sudan los desempleados. Los integrantes de la pequeño burguesía, la burguesía y, especialmente, de la aristocracia, incluso cuando ésta sea a todas luces venida a menos, no sudan. No sería una mentira añadir que la invención y, luego, la producción de los perfumes y ungüentos con los que se encubre al cuerpo que se aleja (o busca por todos los medios alejarse) de los humildes rondines del trabajo manual se debe a la imaginación y las aspiraciones de movilidad social de estas insignes clases de la sociedad.
Para colmo de males el sudor hace su acto de aparición en situaciones de gran nerviosismo, cuando el peligro o la jerarquía del poder provocan la súbita falta de confianza en uno mismo. ¿Y quién está verdaderamente orgulloso de la gota que se desliza peligrosamente por el temporal o de la resbaladiza textura de las palmas de las manos cuando ya no se puede más? Amenazando con echar todo de cabeza, el sudor pone en entredicho la solidez propia y, en ocasiones, incluso la dignidad. El sudor le dice al mundo: he aquí uno más que no aguantó la presión, delatando así la debilidad del cuerpo en el que hace su aparición. Superman pudo haber llorado alguna vez pero, que yo sepa, nunca conoció la irrupción empalagosa del sudor.
Que el sudor y la tecnología no se llevan bien queda por demás claro en los punzantes aromas que resultan del roce entre la piel sudada y, por ejemplo, la terlenka. Más de un sobreviviente de los 70s, esa década que dio lugar tanto a los pantalones acampanados como a los vestidos de terlenka, podrá rememorar sin problema alguno el tufo que sobrevolaba las reuniones de post-adolescentes energéticos vestidos con pantalones de sarga y camisas de rayón. Humo sagrado alrededor. Al contrario de lo que sucede con el algodón o la seda o el lino, todas ellas telas naturales que permiten la respiración del cuerpo, el sudor penetra y se conserva con singular virulencia entre los hilos de las telas artificiales que marcan a las épocas más modernas.
En sociedades que se dedican con pasión a olvidar o, de plano, suprimir la presencia del cuerpo, el sudor no deja de ser una especie de subversión. Alertando a las fosas nasales de los bienpensantes, el cuerpo sudoroso cuestiona las atmósferas asépticas de los inmóviles y de los rígidos. El que suda camina, baila, avanza. El que suda no sabe o no puede estar quieto. Es difícil sudar frente a una pantalla (aunque cosas más raras han sucedido, en efecto) dentro de oficinas donde el aire acondicionado regula la temperatura diaria, pero es fácil hacerlo en plena calle, bajo una Jacaranda, mientras uno huye a toda velocidad del aburrimiento o de la repetición. El que suda murmura, extasiado: mira esta frente perlada de sudor.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
De entre todas las secreciones que produce el cuerpo acaso ninguna sea tan vilipendiada como el sudor. Pocos blanden el olor del sudor propio como una bandera y todavía menos, al percibir las notas de transpiración en el aire, se aproximan al portador para celebrar su presencia. ¿Hace cuánto que alguien no halaga esa frente perlada de sudor? ¿Por qué resulta tan difícil describirlo como un aroma? Fuera del gimnasio, donde por alguna razón milagrosa parece volverse inodoro, ¿cuántas personas exclaman gemidos de positivo asombro ante los chorros que ensombrecen las camisas o las gotas que brotan de las palmas de las manos? Porque resulta claro que el semen y sus homólogos vaginales, que constituyen pruebas irrefutables de la existencia del placer sexual, se han convertido en sustancias preciosas cuyo valor de uso y valor simbólico suele registrarse a la alta en épocas pre-históricas e históricas y en sociedades tanto occidentales como orientales. Igualmente apreciadas son esas lágrimas a través de las cuales queda huella del paso de una fuerte emoción, la cual bien puede ser tanto positiva como negativa puesto que se llora tanto de alegría como de pena. Incluso la orina, ese humilde líquido que resulta de la ingesta de otros tantos líquidos, ha encontrado sus seguidores entre los practicantes de la orinoterapia y aquellos que gustan de las lluvias doradas. Pero el sudor, esa sustancia que alguna vez se constituyó en el sinónimo mismo del esfuerzo físico relacionado al trabajo duro apto para transformar la naturaleza y producir, luego entonces, valor, ese sudor tan pegado a la axila del brazo a cargo de humanizar al mundo, ha ido decididamente a la baja.
Detenido con la siniestra ayuda de anti-transpirantes o encubierto con la sospechosa acción de desodorantes, ambos de fabricación masiva, el sudor parece destinado a perder la batalla en todos los frentes (especialmente en la propia). Para empezar, al sudor se le asocia con la explosión de las hormonas que conducen a más de uno a la vorágine de la adolescencia (y hay pocas familias contemporáneas que escapan al pavor que produce la adolescencia). Se sabe que los bebés o los pubertos no sudan, o no al menos en el sentido derogatorio del término. Los bebés y los pubertos sudan, esto es, pero no huelen a sudor. Una vez atravesado el umbral de la adolescencia, ya cuando el cuerpo del ser humano se encuentra del otro lado, la leyenda negra del sudor se multiplica tan copiosamente como sus gotas.
El sudor juega un papel no irrelevante en la producción de identidades de clase que, a fin de cuentas, parecen más bien estigmas. Para empezar, se suele asociar al sudor de manera directa con la falta de aseo. Alguien huele a sudor cuando no se baña, se sabe. Los vagabundos y los viajeros sudan, no así los turistas. Los hippies sudan, pero no los yuppies. Los exiliados, los deportados, los desertores sudan la gota gorda (y a veces también lloran). Sudan, pues, los sucios: los sin oficio ni beneficio. Las niñas bien no sudan; las muchachas de barrio sí. Sudan los obreros, pero más sudan los desempleados. Los integrantes de la pequeño burguesía, la burguesía y, especialmente, de la aristocracia, incluso cuando ésta sea a todas luces venida a menos, no sudan. No sería una mentira añadir que la invención y, luego, la producción de los perfumes y ungüentos con los que se encubre al cuerpo que se aleja (o busca por todos los medios alejarse) de los humildes rondines del trabajo manual se debe a la imaginación y las aspiraciones de movilidad social de estas insignes clases de la sociedad.
Para colmo de males el sudor hace su acto de aparición en situaciones de gran nerviosismo, cuando el peligro o la jerarquía del poder provocan la súbita falta de confianza en uno mismo. ¿Y quién está verdaderamente orgulloso de la gota que se desliza peligrosamente por el temporal o de la resbaladiza textura de las palmas de las manos cuando ya no se puede más? Amenazando con echar todo de cabeza, el sudor pone en entredicho la solidez propia y, en ocasiones, incluso la dignidad. El sudor le dice al mundo: he aquí uno más que no aguantó la presión, delatando así la debilidad del cuerpo en el que hace su aparición. Superman pudo haber llorado alguna vez pero, que yo sepa, nunca conoció la irrupción empalagosa del sudor.
Que el sudor y la tecnología no se llevan bien queda por demás claro en los punzantes aromas que resultan del roce entre la piel sudada y, por ejemplo, la terlenka. Más de un sobreviviente de los 70s, esa década que dio lugar tanto a los pantalones acampanados como a los vestidos de terlenka, podrá rememorar sin problema alguno el tufo que sobrevolaba las reuniones de post-adolescentes energéticos vestidos con pantalones de sarga y camisas de rayón. Humo sagrado alrededor. Al contrario de lo que sucede con el algodón o la seda o el lino, todas ellas telas naturales que permiten la respiración del cuerpo, el sudor penetra y se conserva con singular virulencia entre los hilos de las telas artificiales que marcan a las épocas más modernas.
En sociedades que se dedican con pasión a olvidar o, de plano, suprimir la presencia del cuerpo, el sudor no deja de ser una especie de subversión. Alertando a las fosas nasales de los bienpensantes, el cuerpo sudoroso cuestiona las atmósferas asépticas de los inmóviles y de los rígidos. El que suda camina, baila, avanza. El que suda no sabe o no puede estar quieto. Es difícil sudar frente a una pantalla (aunque cosas más raras han sucedido, en efecto) dentro de oficinas donde el aire acondicionado regula la temperatura diaria, pero es fácil hacerlo en plena calle, bajo una Jacaranda, mientras uno huye a toda velocidad del aburrimiento o de la repetición. El que suda murmura, extasiado: mira esta frente perlada de sudor.
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