NO ME PREGUNTES POR QUÉ HE SIDO BUENO CONTIGO
[cuento en Revista de Literatura Los Noveles, 33]
—Hay algo de malsano en todo esto —le dije sin recapacitar en el hecho de que había aceptado reunirme ahí, un así llamado Comedor Familiar, con una persona a la que apenas conocía. La vi directamente a los ojos cuando hice el comentario, pero no dejé de tocar la hoja de papel en que la mujer había trascrito, no sin ciertas faltas de ortografía, algunas notas que, según ella, yo le había leído en voz alta hacía no mucho.
—En persona —había insistido en el tema varias veces ya—. En el sueño, claro, pero en persona.
Iniciaba entonces la época en que había dejado atrás la ilusión de dirigir mi escritura para, en su lugar, dejarme dirigir por ella —acaso una ilusión más poderosa. Escribía, quiero decir, lo que me dio por llamar La Novela de Todos Los Días: una serie de textos dictados por otros que, luego, iba acomodando en una estructura aparentemente aleatoria, sugerentemente inconexa, aunque en realidad cada vez más apegada a las reglas de la vida cotidiana que suelen ser, por cierto, implacables. Pensaba entonces, como todavía lo pienso ahora, que la novela, de ser algo, era el filtro a través del cual la vida de todos los días, inescrutable en su propio presente, se volvía, y eso a veces, inteligible, que no es lo mismo que soportable. Acaso fue por esa razón que, cuando llegó a mi buzón el mensaje de una mujer desconocida que argumentaba, con singular vehemencia y con más lujo de detalles, que yo tenía que conocer su historia, le contesté que me la contara sin pensar demasiado en las consecuencias.
Yo ya sabía muy bien, como lo supe con toda certeza desde que escribí un cuento al que titulé El desconocimiento, que cuando una mujer o un hombre hablan de “su historia” siempre se refieren en realidad a su “historia de amor”. Así que no me extrañó en lo más mínimo que, pronto, la Mujer Desconocida, la Mujer de la Vehemencia Singular, empezara a contarme la historia con la que se hacía a sí misma que era, ciertamente, la historia de su historia con otro: la historia siempre repetida del amor, ¿no le parece?
Las voces viajan distancias muy largas.
“Nunca lo conocí”, había escrito desde el inicio, y eso debió alertarme, pero seguí leyendo. “Lo conocía ya, por supuesto, en mis sueños, pero en el terreno de lo que usted o yo podríamos denominar como La Vida Real, ahí sólo lo vi de lejos”.
Me reí, por supuesto, acordándome de los muchos relatos que yo había escrito en que los personajes viven con mayor exactitud o destreza en sus sueños que en sus casas, y constatando, por su uso de las mayúsculas, que La Vehemente buscaba, no sin éxito, un punto en común, si no conmigo, por lo menos sí con mi escritura. Me reí, repito y, luego, casi al instante, dejé de hacerlo. La mueca en la cara. La sensación de estar reconociendo algo: un perfume muy viejo y ya fuera del mercado, un rostro inolvidable y sin embargo perdedizo, el eco de un nombre a través del tiempo. Sacudí la cabeza de derecha a izquierda, como si tratara de quitarme una sombra de encima, y seguí leyendo.
A la primera reunión llegué con cierta aprehensión, como suele ser el caso. Me había puesto zapatos bajos, por si era necesario salir corriendo, y lentes oscuros, porque el sol de la primavera caía a esas horas de la media tarde con una vehemencia similar a los mensajes de la Mujer Desconocida. Las jacarandas en flor. El ruido del pasto que crece. Llevaba, además, el celular en la mano derecha, lista para marcar los números de emergencia en caso de que la ocasión lo ameritara. Los sobresaltos de la vida me han enseñado a ser atenta con esas cosas. Ella me había citado en un Comedor Familiar, que era como le denominaban en esa ciudad a los restaurantes de poca monta en los que servían comida como pretexto para servir alcohol. Cuando crucé las puertas abatibles, una mujer delgada, de estilizado pelo corto, alzó la mano de inmediato. Tenía ya una cerveza frente a sí y, en el rostro, explotando de hecho, una de esas sonrisas amplias y confiadas que suelo asociar con la locura o la adolescencia. Minutos después, al contestar la primera llamada de los amigos que me cuidaban desde un establecimiento cercano, les aseguré que todo estaba bien.
—Es de fiar —les describí a la mujer justo de esa manera.
—Antes de que piense que estoy loca —dijo ella apenas si me senté a la mesa—, quiero que sepa que estudio y trabajo —a la mesera que se nos acercó le pedí en voz baja, como si no osara interrumpirla, lo mismo que tomaba la mujer de enfrente. —Tengo, lo que se dice, una vida normal, ¿va? —insistió.
—Va —repetí. Y me dispuse a escuchar.
Muchos años atrás, esa misma mujer me había nombrado, en otro cuento, Xian. Bautismo truculento. Todo había acontecido en una ciudad desquiciada, en el efímero azar de una esquina, una parada de autobús o un parque. Era la misma, de eso no me cupo la menor duda. El tiempo no había pasado por ella, eso es cierto, pero sí por mí. La diferencia entre la realidad y la ficción es, con frecuencia, brutal. Sentí, de repente, ganas de fumar. Sentí una terrible nostalgia por todo aquello. La juventud. El alarido. Me pregunté por su suerte y, luego, con azoro, me di cuenta de que podía preguntárselo ahí, en ese momento. Podía decir: ¿Y cómo te fue en la vida, Xian?
[el cuento completo puede ser visto en losnoveles.net]
--crg
Tuesday, July 28, 2009
FICHA SIGNALÉTICA
I am an Ex-Mex (huellas dactilares).
I am a Text-Mex (foto de frente y de perfil).
I am Mext (retrato hablado bertilloniano).
I am an Ex(M)ex (datos generales)
But, above all, I am innocent (registros criminales).
[La ficha signalética comprende: Individuales dactiloscópicas (huellas dactilares) fotografía frente y perfil, datos generales, retrato hablado bertilloniano y registros criminales]
--crg
I am an Ex-Mex (huellas dactilares).
I am a Text-Mex (foto de frente y de perfil).
I am Mext (retrato hablado bertilloniano).
I am an Ex(M)ex (datos generales)
But, above all, I am innocent (registros criminales).
[La ficha signalética comprende: Individuales dactiloscópicas (huellas dactilares) fotografía frente y perfil, datos generales, retrato hablado bertilloniano y registros criminales]
--crg
NI A TONTAS NI A LOCAS: Notas sobre Cristina Rivera Garza y su nuevo modo de narrar
[texto de Jorge Ruffinelli, Stanford University]
Desde fines del siglo XIX, durante el Porfiriato, y más aún en las primeras décadas del siglo XX, México se propuso ingresar en la modernidad. En dicho proceso la lucha de clases se expresó, entre otras formas discretas o abiertamente manifiestas, por el dominio sobre el cuerpo del otro. Los “científicos” formaban parte de los niveles sociales dominantes, fueron el brazo intelectual del neofeudalismo que cedía el paso a la burguesía. Con este desplazamiento económico-social se celebró la vivaz y productiva modernidad mexicana; la Revolución de 1910 culminó el proceso de desplazar el poder desde ciertos sectores privilegiados hacia otros )que tal vez eran los mismos) limitando )aunque sin ceder) los mecanismos del uso del poder. Estos mecanismos fueron simplemente modernizados.
El discurso ideológico sobre el pueblo como beneficiario del cambio fue la cara aceptable de la modernidad. Pero esa modernidad implicaba también empezar a limpiar las calles de prostitutas y dementes (“populacho, léperos y pelados”), para que esos espacios fuesen ocupados por la sociedad sana) sociedad que se encargó de construir instituciones modelos para controlar las enfermedades venéreas en el Hospital Morelos, o las de la locura, en el manicomio de La Castañeda, que el supremo Porfirio Díaz inauguró en 1910 en una ex- hacienda de Mixcoac.
El control reglamentario de la prostitución fue anticipado, hacia 1867. Legisladores, científicos y médicos practicantes se dedicaron a sus tareas. Y el estado (moderno o cada vez más moderno) pudo dedicar parte de sus recursos a controlar las actividades del bajo vientre y las de la cabeza, los desórdenes de la sexualidad y los desórdenes de la siquis. ¿Quién y dónde nos entrega información y análisis sobre estos temas, así como preciosos datos histórico-sociales, en un relato seductor sobre la relación entre los poderes político, social y económico de las clases sociales y el control del cuerpo, la formación del género y la del estado mismo en su continua configuración? La autora se llama Cristina Rivera Garza y su trabajo, The masters of the streets. Bodies, power and modernity in Mexico, 1867-1930, tesis con la cual la autora se doctoró del Departamento de Historia de la Universidad de Houston en 1995.
Interesante elección de tópicos: Rivera Garza recogió de las calles de México, en el período señalado, dos constituyentes que no alcanzaban a asumir ninguna “ciudadanía”, porque eran desechos (sexo y locura) que el sistema, precisamente para modernizarse, debía controlar y encerrar. Encerrar en hospitales o en burdeles de zonas de tolerancia, o encerrar en manicomios con la debida atención médica y la dedicación de la ciencia por los más desvalidos. Es indudable y admirable en este ensayo de historiografía no sólo el acopio de información sobre temas poco habituales en la investigación mexicana, sino también o ante todo, la profundidad y la novedad de los conceptos analíticos y teóricos articulados a partir del dato histórico y de la reflexión sobre cómo entenderlos. Todo lo cual le da al ensayo (o “disertación”) un valor extraordinario que hace aún más increíble el que no haya sido aún publicada como libro.1
Ahora lo que deseo destacar es una lúcida advertencia de la autora, en la página 33:
The Masters of the Streets is not a history of the welfare institutions in Mexico, nor a history of prostitution or insanity (each topic requires and deserves a dissertation of its own). Instead, I use elements of those histories to introduce a story of the highly dynamic and contested relations of power that sprang up from diverse and overlapping understandings of the body during the late nineteenth and the early twentieth century in Mexico. This is a work intentionally full of rough edges, angles, sudden interruptions and arrests. This text does not tell a story the way it really was but tries to capture a few moments of danger in a kaleidoscopic montage that welcomes contradictions and challenges order.2
Interesa tener presente esta descripción —tan precisa, tan bien explicada— de lo que no es y de lo que quiere ser su ensayo, porque cuatro años más tarde, en un orden totalmente diferente de escritura )en el orden novelístico) se la podría recuperar exactamente para caracterizar ahora a una de las mejores novelas publicadas en México en el último cuarto de siglo: Nadie me verá llorar (1999). Una novela dedicada, ella también, a “capturar unos pocos momentos de peligro en un montajecaleidoscópico que le da la bienvenida a las contradicciones y desafía al orden”.
Nadie me verá llorar es una novela, por lo tanto, un texto de ficción. Tiene sus propios códigos diferentes a los de una investigación socio-histórica. Gira centralmente en torno a una historia de amor/obsesión de un fotógrafo por una prostituta y loca. Joaquín Buitrago, fotógrafo de meretrices así como de enfermas mentales (“¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?”) identifica en una demente de La Castañeda, Matilda Burgos, a una prostituta que él conociera años antes en La Modernidad. Tiene cómo hacerlo: su ojo es cámara, su cámara o daguerrotipo es el equipo necesario de “identificación”, y así como la fotografía se empleaba en el control de las mujeres de la calle como una forma de identikit sanitario y policial, también servía para llevar el control en los manicomios. Como las mariposas en la colección de un entomólogo...
[el texto completo apareció en el libro Cien Años de Lealtad y puede ser consultado también en: www.slac.stanford.com/dept/span]
--crg
[texto de Jorge Ruffinelli, Stanford University]
Desde fines del siglo XIX, durante el Porfiriato, y más aún en las primeras décadas del siglo XX, México se propuso ingresar en la modernidad. En dicho proceso la lucha de clases se expresó, entre otras formas discretas o abiertamente manifiestas, por el dominio sobre el cuerpo del otro. Los “científicos” formaban parte de los niveles sociales dominantes, fueron el brazo intelectual del neofeudalismo que cedía el paso a la burguesía. Con este desplazamiento económico-social se celebró la vivaz y productiva modernidad mexicana; la Revolución de 1910 culminó el proceso de desplazar el poder desde ciertos sectores privilegiados hacia otros )que tal vez eran los mismos) limitando )aunque sin ceder) los mecanismos del uso del poder. Estos mecanismos fueron simplemente modernizados.
El discurso ideológico sobre el pueblo como beneficiario del cambio fue la cara aceptable de la modernidad. Pero esa modernidad implicaba también empezar a limpiar las calles de prostitutas y dementes (“populacho, léperos y pelados”), para que esos espacios fuesen ocupados por la sociedad sana) sociedad que se encargó de construir instituciones modelos para controlar las enfermedades venéreas en el Hospital Morelos, o las de la locura, en el manicomio de La Castañeda, que el supremo Porfirio Díaz inauguró en 1910 en una ex- hacienda de Mixcoac.
El control reglamentario de la prostitución fue anticipado, hacia 1867. Legisladores, científicos y médicos practicantes se dedicaron a sus tareas. Y el estado (moderno o cada vez más moderno) pudo dedicar parte de sus recursos a controlar las actividades del bajo vientre y las de la cabeza, los desórdenes de la sexualidad y los desórdenes de la siquis. ¿Quién y dónde nos entrega información y análisis sobre estos temas, así como preciosos datos histórico-sociales, en un relato seductor sobre la relación entre los poderes político, social y económico de las clases sociales y el control del cuerpo, la formación del género y la del estado mismo en su continua configuración? La autora se llama Cristina Rivera Garza y su trabajo, The masters of the streets. Bodies, power and modernity in Mexico, 1867-1930, tesis con la cual la autora se doctoró del Departamento de Historia de la Universidad de Houston en 1995.
Interesante elección de tópicos: Rivera Garza recogió de las calles de México, en el período señalado, dos constituyentes que no alcanzaban a asumir ninguna “ciudadanía”, porque eran desechos (sexo y locura) que el sistema, precisamente para modernizarse, debía controlar y encerrar. Encerrar en hospitales o en burdeles de zonas de tolerancia, o encerrar en manicomios con la debida atención médica y la dedicación de la ciencia por los más desvalidos. Es indudable y admirable en este ensayo de historiografía no sólo el acopio de información sobre temas poco habituales en la investigación mexicana, sino también o ante todo, la profundidad y la novedad de los conceptos analíticos y teóricos articulados a partir del dato histórico y de la reflexión sobre cómo entenderlos. Todo lo cual le da al ensayo (o “disertación”) un valor extraordinario que hace aún más increíble el que no haya sido aún publicada como libro.1
Ahora lo que deseo destacar es una lúcida advertencia de la autora, en la página 33:
The Masters of the Streets is not a history of the welfare institutions in Mexico, nor a history of prostitution or insanity (each topic requires and deserves a dissertation of its own). Instead, I use elements of those histories to introduce a story of the highly dynamic and contested relations of power that sprang up from diverse and overlapping understandings of the body during the late nineteenth and the early twentieth century in Mexico. This is a work intentionally full of rough edges, angles, sudden interruptions and arrests. This text does not tell a story the way it really was but tries to capture a few moments of danger in a kaleidoscopic montage that welcomes contradictions and challenges order.2
Interesa tener presente esta descripción —tan precisa, tan bien explicada— de lo que no es y de lo que quiere ser su ensayo, porque cuatro años más tarde, en un orden totalmente diferente de escritura )en el orden novelístico) se la podría recuperar exactamente para caracterizar ahora a una de las mejores novelas publicadas en México en el último cuarto de siglo: Nadie me verá llorar (1999). Una novela dedicada, ella también, a “capturar unos pocos momentos de peligro en un montajecaleidoscópico que le da la bienvenida a las contradicciones y desafía al orden”.
Nadie me verá llorar es una novela, por lo tanto, un texto de ficción. Tiene sus propios códigos diferentes a los de una investigación socio-histórica. Gira centralmente en torno a una historia de amor/obsesión de un fotógrafo por una prostituta y loca. Joaquín Buitrago, fotógrafo de meretrices así como de enfermas mentales (“¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?”) identifica en una demente de La Castañeda, Matilda Burgos, a una prostituta que él conociera años antes en La Modernidad. Tiene cómo hacerlo: su ojo es cámara, su cámara o daguerrotipo es el equipo necesario de “identificación”, y así como la fotografía se empleaba en el control de las mujeres de la calle como una forma de identikit sanitario y policial, también servía para llevar el control en los manicomios. Como las mariposas en la colección de un entomólogo...
[el texto completo apareció en el libro Cien Años de Lealtad y puede ser consultado también en: www.slac.stanford.com/dept/span]
--crg
PELÍCULA COMO ALEPH
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En una de las escenas de Los Cuatro Amigos, una película dirigida por Arthur Penn en 1981, el inmigrante yugoeslavo Daniel Prozor le promete a Louis Carnahan, su compañero de dormitorio en Northwestern University, que el día en que el hombre llegara a la luna pensaría en él. Hacia el final de la película, justo después de haberse enredado en una pelea de bar, con vómito sobre el pecho del rival incluido, y descansando ya de la resaca en la casa que uno de sus mejores tres amigos comparte con una vietnamita, Danilo ve, efectivamente, las escenas que le dieron vuelta a los televisores del mundo: Neil Armstrong daba ese paso que era pequeño para el hombre, pero enorme para la humanidad. Entonces, fiel a su promesa, Danilo pronuncia el nombre del amigo y, porque va con su temperamento, ríe y llora al mismo tiempo.
Que ciertos artefactos culturales tienen la virtud (o la desgracia, dependiendo del punto de vista) de crear extraños puentes con el momento en que aparecen o, como en el caso de esta cinta, con el momento en que vuelven a aparecer, me quedó claro cuando, por curiosidad, consulté el calendario después de ver esta escena: era, en efecto, un 20 de julio y, por el mundo entero aunque especialmente en Houston, se celebraba un aniversario más de la llegada del hombre a la luna.
Vi la cinta de Penn, quien también dirigió Bonnie and Clyde así como Alice´s Restaurant, hace más años de los que quisiera admitir. Y, para demostrar una vez más que el cine no sólo ocurre en la pantalla, la memoria me permitió traer a colación el cine de barriada en el que me introduje entonces con los amigos entrañables de los que eventualmente me separó el fin de la adolescencia y el inicio de esa edad borrosa y amenazante que es la edad adulta. O semi adulta. O ya no adolescente en todo caso. Muy parecida a la trama de la película, el trío que entró al cine pagando a medias los boletos y con un aliento que traicionaba algunos días de desvelo y de fiesta, se debatía entonces contra los valores de la clase media y el aburrimiento que sentía ya pisándole los talones. El ruido inusitado de las cadenas. Justo como Georgia, la única mujer de ese cuarteto de amigos, el trío alzaba la voz contra toda clase de hegemonía, incluso la del amor, y se proponía cambiar el mundo o morir, de preferencia antes de los 30.
Georgia, justo como Danilo, deja su barrio proletario en el este de Chicago; ella, para viajar por los Estados Unidos en su papel de hippie, y luego post-hippie, libertaria, y él para convertirse en el primer integrante de su familia en obtener un título universitario. A Tom, el tercer amigo, le toca ir a Vietnam; y a David, el judío, le corresponde hacerse cargo del negocio de la familia a una temprana edad. Que a Georgia le resulta natural amar a sus tres amigos lo demuestra el hecho de haberle ofrecido su virginidad a Danilo (quien caballerosamente la rechaza), para luego tener un hijo con Tom y terminar casándose con David. Todo eso antes de dejarlo todo atrás para treparse en un bocho rojo y descapotable que la llevará, junto con una nueva comuna de amigos, hasta Nueva York. Se trata, en efecto, del final de los años 60s. Y el fluir de las escenas parece indicar que todo terminará mal.
A la película la encontré por azar, después de muchos años de no buscarla. Con el paso del tiempo me llegué a convencer de que o la había imaginado o era el producto de alguna alucinación más bien romántica. Todavía la tomé del anaquel pensando que se trataba de un alevoso, si no es que ridículo, error, y me preparé para la decepción con un tanto de palomitas. Bastó, por supuesto, revisar las primeras escenas para darme cuenta de que la película existía y de que, como algunos libros o ciertos momentos, se había quedado en algún lugar interno, en algún lugar muy hondo, bajo la llave tosca de la melancolía.
Es recomendable, dicen algunos, leer un libro cuando el lector es más joven que los personajes y, luego, leerlo otra vez, cuando el lector ha rebasado ya la edad de los personajes. Nunca como con Los Cuatro Amigos he experimentado el vértigo que ocasiona el cambio radical del punto de vista que provoca el paso de los años. Poco sabía yo entonces, cuando tenía más o menos la edad de Danilo o de Georgia, acerca de lo qué venía después. Lo temía, como ellos; pero a diferencia de ellos, que alcanzarían su propio futuro en el contexto de, más o menos, dos horas, yo tendría que salir del cine y esperar años enteros para saber el desenlace. La vida real.
Y los años, como se dice, pasaron. Salí del cine. Me despedí esa noche de mis amigos sobre una banqueta cuarteada y bajo un árbol que insisto en recordar como un árbol de jacarandas. Cada uno tomó un camino distinto para ir a su casa. Recordé el adiós, por supuesto, viendo la película. Y viéndola con absoluta incredulidad también vi los anuncios del futuro que, de manera obvia y sin embargo difícil de descifrar, me perdí entonces, en aquella edad. Me llamó mucho la atención, por ejemplo, la arrebatada identificación que establecí con el inmigrante que yo todavía no era, y que no tenía la menor idea de que iba a ser. Me tomó todavía algunos años dejar el país de origen y recorrer, como Danilo, la entrada en el nuevo. Tampoco sabía entonces, ahí, en las filas de atrás de un cine de barriada en la compañía tensa y romántica de los amigos salvajes, que con el paso de los años terminaría casándome con un nieto de croatas que, para colmo de males (o de bienes, dependiendo una vez más del punto de vista), terminó pareciéndose en demasía al joven actor —Craig Wasson— que le dio vida a un idealista y apasionado y temperamental Danilo Prozor. ¿Cómo iba a saber yo entonces que, justo como pasaba en la pantalla, alguna vez estaría yo inclinada sobre las tumbas de esos que habían llegado del viejo mundo y que no dudaron en cambiarse el apellido impronunciable, el Skvorc, por el que después heredaría, o no, a través de una ceremonia que en su desgarbo y en su alegría le habría agradado sin duda alguna a la rebelde de Georgia?
Cabe la posibilidad, por supuesto, de que todo lo que cuento ahora sea real.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En una de las escenas de Los Cuatro Amigos, una película dirigida por Arthur Penn en 1981, el inmigrante yugoeslavo Daniel Prozor le promete a Louis Carnahan, su compañero de dormitorio en Northwestern University, que el día en que el hombre llegara a la luna pensaría en él. Hacia el final de la película, justo después de haberse enredado en una pelea de bar, con vómito sobre el pecho del rival incluido, y descansando ya de la resaca en la casa que uno de sus mejores tres amigos comparte con una vietnamita, Danilo ve, efectivamente, las escenas que le dieron vuelta a los televisores del mundo: Neil Armstrong daba ese paso que era pequeño para el hombre, pero enorme para la humanidad. Entonces, fiel a su promesa, Danilo pronuncia el nombre del amigo y, porque va con su temperamento, ríe y llora al mismo tiempo.
Que ciertos artefactos culturales tienen la virtud (o la desgracia, dependiendo del punto de vista) de crear extraños puentes con el momento en que aparecen o, como en el caso de esta cinta, con el momento en que vuelven a aparecer, me quedó claro cuando, por curiosidad, consulté el calendario después de ver esta escena: era, en efecto, un 20 de julio y, por el mundo entero aunque especialmente en Houston, se celebraba un aniversario más de la llegada del hombre a la luna.
Vi la cinta de Penn, quien también dirigió Bonnie and Clyde así como Alice´s Restaurant, hace más años de los que quisiera admitir. Y, para demostrar una vez más que el cine no sólo ocurre en la pantalla, la memoria me permitió traer a colación el cine de barriada en el que me introduje entonces con los amigos entrañables de los que eventualmente me separó el fin de la adolescencia y el inicio de esa edad borrosa y amenazante que es la edad adulta. O semi adulta. O ya no adolescente en todo caso. Muy parecida a la trama de la película, el trío que entró al cine pagando a medias los boletos y con un aliento que traicionaba algunos días de desvelo y de fiesta, se debatía entonces contra los valores de la clase media y el aburrimiento que sentía ya pisándole los talones. El ruido inusitado de las cadenas. Justo como Georgia, la única mujer de ese cuarteto de amigos, el trío alzaba la voz contra toda clase de hegemonía, incluso la del amor, y se proponía cambiar el mundo o morir, de preferencia antes de los 30.
Georgia, justo como Danilo, deja su barrio proletario en el este de Chicago; ella, para viajar por los Estados Unidos en su papel de hippie, y luego post-hippie, libertaria, y él para convertirse en el primer integrante de su familia en obtener un título universitario. A Tom, el tercer amigo, le toca ir a Vietnam; y a David, el judío, le corresponde hacerse cargo del negocio de la familia a una temprana edad. Que a Georgia le resulta natural amar a sus tres amigos lo demuestra el hecho de haberle ofrecido su virginidad a Danilo (quien caballerosamente la rechaza), para luego tener un hijo con Tom y terminar casándose con David. Todo eso antes de dejarlo todo atrás para treparse en un bocho rojo y descapotable que la llevará, junto con una nueva comuna de amigos, hasta Nueva York. Se trata, en efecto, del final de los años 60s. Y el fluir de las escenas parece indicar que todo terminará mal.
A la película la encontré por azar, después de muchos años de no buscarla. Con el paso del tiempo me llegué a convencer de que o la había imaginado o era el producto de alguna alucinación más bien romántica. Todavía la tomé del anaquel pensando que se trataba de un alevoso, si no es que ridículo, error, y me preparé para la decepción con un tanto de palomitas. Bastó, por supuesto, revisar las primeras escenas para darme cuenta de que la película existía y de que, como algunos libros o ciertos momentos, se había quedado en algún lugar interno, en algún lugar muy hondo, bajo la llave tosca de la melancolía.
Es recomendable, dicen algunos, leer un libro cuando el lector es más joven que los personajes y, luego, leerlo otra vez, cuando el lector ha rebasado ya la edad de los personajes. Nunca como con Los Cuatro Amigos he experimentado el vértigo que ocasiona el cambio radical del punto de vista que provoca el paso de los años. Poco sabía yo entonces, cuando tenía más o menos la edad de Danilo o de Georgia, acerca de lo qué venía después. Lo temía, como ellos; pero a diferencia de ellos, que alcanzarían su propio futuro en el contexto de, más o menos, dos horas, yo tendría que salir del cine y esperar años enteros para saber el desenlace. La vida real.
Y los años, como se dice, pasaron. Salí del cine. Me despedí esa noche de mis amigos sobre una banqueta cuarteada y bajo un árbol que insisto en recordar como un árbol de jacarandas. Cada uno tomó un camino distinto para ir a su casa. Recordé el adiós, por supuesto, viendo la película. Y viéndola con absoluta incredulidad también vi los anuncios del futuro que, de manera obvia y sin embargo difícil de descifrar, me perdí entonces, en aquella edad. Me llamó mucho la atención, por ejemplo, la arrebatada identificación que establecí con el inmigrante que yo todavía no era, y que no tenía la menor idea de que iba a ser. Me tomó todavía algunos años dejar el país de origen y recorrer, como Danilo, la entrada en el nuevo. Tampoco sabía entonces, ahí, en las filas de atrás de un cine de barriada en la compañía tensa y romántica de los amigos salvajes, que con el paso de los años terminaría casándome con un nieto de croatas que, para colmo de males (o de bienes, dependiendo una vez más del punto de vista), terminó pareciéndose en demasía al joven actor —Craig Wasson— que le dio vida a un idealista y apasionado y temperamental Danilo Prozor. ¿Cómo iba a saber yo entonces que, justo como pasaba en la pantalla, alguna vez estaría yo inclinada sobre las tumbas de esos que habían llegado del viejo mundo y que no dudaron en cambiarse el apellido impronunciable, el Skvorc, por el que después heredaría, o no, a través de una ceremonia que en su desgarbo y en su alegría le habría agradado sin duda alguna a la rebelde de Georgia?
Cabe la posibilidad, por supuesto, de que todo lo que cuento ahora sea real.
--crg
Monday, July 27, 2009
Sunday, July 26, 2009
LAS AFUERAS
[arrastrados por fuertes oleajes]
Cinco turistas murieron en los últimos dos días en las costas del océano Pacífico, arrastrados por fuertes oleajes, por lo que las autoridades decretaron el cierre de varias playas.
La Secretaría de Seguridad Pública y Protección Civil pidió a los bañistas que no ingresen al mar por lo menos en los siguientes cinco días.
Ayer, sábado, en la playa dos mujeres fueron arrastradas por una ola cuando caminaban por la arena. Mientras que el viernes tres personas, entre ellas un niño, fueron llevadas por las olas. Los tres comían en la playa cuando una ola de tres metros los sorprendió.
"Debe haber conciencia que hay marea muy peligrosa y si no se toman precauciones se puede presentar un lamentable accidente", se informó. En las costas se suscita un fenómeno natural de cortacorriente marina ecuatorial que ha provocado fuertes marejadas en los últimos días, además de pérdidas monetarias y daños a restaurantes.
[leído por la Detective mientras medita acerca de la playa por la que ha caminado con el periódico bajo el brazo, pensando o creyendo que ya ha sido arrastrada por la ola, que ya todo ha pasado]
--crg
[arrastrados por fuertes oleajes]
Cinco turistas murieron en los últimos dos días en las costas del océano Pacífico, arrastrados por fuertes oleajes, por lo que las autoridades decretaron el cierre de varias playas.
La Secretaría de Seguridad Pública y Protección Civil pidió a los bañistas que no ingresen al mar por lo menos en los siguientes cinco días.
Ayer, sábado, en la playa dos mujeres fueron arrastradas por una ola cuando caminaban por la arena. Mientras que el viernes tres personas, entre ellas un niño, fueron llevadas por las olas. Los tres comían en la playa cuando una ola de tres metros los sorprendió.
"Debe haber conciencia que hay marea muy peligrosa y si no se toman precauciones se puede presentar un lamentable accidente", se informó. En las costas se suscita un fenómeno natural de cortacorriente marina ecuatorial que ha provocado fuertes marejadas en los últimos días, además de pérdidas monetarias y daños a restaurantes.
[leído por la Detective mientras medita acerca de la playa por la que ha caminado con el periódico bajo el brazo, pensando o creyendo que ya ha sido arrastrada por la ola, que ya todo ha pasado]
--crg
TRANSNATIONAL WRITERS AND TRANSCULTURAL SCHOLARS
["I call it New Orleans," Debra A. Castillo--Cornell University, in Oxford Journals, Contemporary Women´s Writing, Vol. I, Number 1-2, 98-117]
"A todo esto ... le llamo Nueva Orleans" / "All of this ... I call it New Orleans," says one of the characters in Cristina Rivera Garza's 2004 novel, Lo anterior.1 In this particular novel, "todo esto" includes a wind blowing out of the l950s, "el sonido anaranjado de la melancolía / the orange sound of melancholy," nausea and vomiting (Rivera Garza 2004: 136–7). A strangely specific referent in this highly abstract and literary novel, the allusion to the city of New Orleans largely seems like a gratuitous metaphor, a marker for an abjected and exotic liminal psychological state rather than a crucial geographical setting. It becomes a trope for a tainted past which, like tainted food, must be violently expelled. But why is New Orleans represented at all, even fleetingly, in this novel where there are so few markers of specific geography? And what resonance does this US city have for a Mexican writer?
I want to suggest that Cristina Rivera Garza—along with fellow turn-of-the- millennium transnational writers like Juvenal Acosta and Anna Kazumi Stahl, who make even more prominent reference to this US port city—use "New Orleans" as a placeholder to anchor a theory and practise of writing that goes beyond the thematic in transcending national boundaries. Their works are one way of figuring the impact of globalization in the cultural realm, and their literary allusions to New Orleans (rather than, say, New York, Los Angeles, or Miami—three other highly figurative US cities in the international imagination) offers a particular nuance to their take on this diasporic imaginary.
The popular press has certainly been aware of the marketing phenomenon of the bicultural and transnational writer, tracing the permutations of the so-called "Latino boom" in the US and, more recently, in a July 2006 article in Time magazine, highlighting authors such as Zadie Smith, Jhumpa Lahiri, and Gary Shteyngart as the voices of this generation more generally. "The world has changed and the novel has changed with it," writes Lev Grossman in the Time article. "Fictional characters just can't get away with being generically white and middle class and male anymore, the way they used to. Not and still be the object of mass identification... If the novelists under 40 have a shared preoccupation, it is ... immigration. They write about characters who cross borders" (Grossman 2006: 63). With the largest contingent of border crossers on the continent, it seems like Latin America/Latino US has a privileged location on this literary and generational map.
A growing scholarly and popular press bibliography sees the Latin American equivalent of this generational shift to the immigrant writer in the ascendancy of internationally-savvy authors like Jorge Volpi, Rodrigo Fresán, Alberto Fuguet, and Edmundo Paz-Soldán, many of whom have been closely associated with the then-controversial l996 anthology, McOndo2 and who are notable border crossers themselves.3 Thus, Nicole LaForte, writing about these young, cosmopolitan Latin Americans in The New York Times, talks about how "the line between North and South America has become increasingly blurred," and the celebratory tone in such recent popular-press overviews like Grossman's and LaForte's suggests how quickly such writers are becoming the mainstream, overwhelming the earlier resistance by readers North and South who found it difficult to imagine Latino/a writers with themes other than the barrio or Latin American writers who were not magic realists.
Rey Chow would add that a similar evolution is (finally!) occurring in academic circles, where "the scholars who have been working on more marginalized cultures are somewhat ahead of the game" with respect to colleagues in more traditional, first-world fields (2006: 81). Although she adds the cautionary note that "the possibility of moving beyond national boundaries is not exactly at everyone's disposal" (80), she argues that transnational and transcultural scholars are reshaping the conceptual basis for literary studies:
Unlike the old-fashioned comparative literature based in Europe, none of the studies in question [e.g. Carlos Alonso, Naoki Sakai, Partha Chatterjee] vociferously declares its own agenda as international or cosmopolitan; to the contrary, each is firmly located within a specific cultural framework. Yet, in their very cultural specificities, these studies nonetheless come across as transcultural, with implications that resonate well beyond their individual locations. (84)
Increasingly, as Chow trenchantly argues, the definition and practice of literary scholarship takes place outside of the old Anglo-European paradigms and, I would add, the confluence of transnational writers with transcultural scholars is reshaping the way we think about literary scholarship and its objects.
Full text: http://cww.oxfordjournals.org/cgi/content/full/1/1-2/98
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["I call it New Orleans," Debra A. Castillo--Cornell University, in Oxford Journals, Contemporary Women´s Writing, Vol. I, Number 1-2, 98-117]
"A todo esto ... le llamo Nueva Orleans" / "All of this ... I call it New Orleans," says one of the characters in Cristina Rivera Garza's 2004 novel, Lo anterior.1 In this particular novel, "todo esto" includes a wind blowing out of the l950s, "el sonido anaranjado de la melancolía / the orange sound of melancholy," nausea and vomiting (Rivera Garza 2004: 136–7). A strangely specific referent in this highly abstract and literary novel, the allusion to the city of New Orleans largely seems like a gratuitous metaphor, a marker for an abjected and exotic liminal psychological state rather than a crucial geographical setting. It becomes a trope for a tainted past which, like tainted food, must be violently expelled. But why is New Orleans represented at all, even fleetingly, in this novel where there are so few markers of specific geography? And what resonance does this US city have for a Mexican writer?
I want to suggest that Cristina Rivera Garza—along with fellow turn-of-the- millennium transnational writers like Juvenal Acosta and Anna Kazumi Stahl, who make even more prominent reference to this US port city—use "New Orleans" as a placeholder to anchor a theory and practise of writing that goes beyond the thematic in transcending national boundaries. Their works are one way of figuring the impact of globalization in the cultural realm, and their literary allusions to New Orleans (rather than, say, New York, Los Angeles, or Miami—three other highly figurative US cities in the international imagination) offers a particular nuance to their take on this diasporic imaginary.
The popular press has certainly been aware of the marketing phenomenon of the bicultural and transnational writer, tracing the permutations of the so-called "Latino boom" in the US and, more recently, in a July 2006 article in Time magazine, highlighting authors such as Zadie Smith, Jhumpa Lahiri, and Gary Shteyngart as the voices of this generation more generally. "The world has changed and the novel has changed with it," writes Lev Grossman in the Time article. "Fictional characters just can't get away with being generically white and middle class and male anymore, the way they used to. Not and still be the object of mass identification... If the novelists under 40 have a shared preoccupation, it is ... immigration. They write about characters who cross borders" (Grossman 2006: 63). With the largest contingent of border crossers on the continent, it seems like Latin America/Latino US has a privileged location on this literary and generational map.
A growing scholarly and popular press bibliography sees the Latin American equivalent of this generational shift to the immigrant writer in the ascendancy of internationally-savvy authors like Jorge Volpi, Rodrigo Fresán, Alberto Fuguet, and Edmundo Paz-Soldán, many of whom have been closely associated with the then-controversial l996 anthology, McOndo2 and who are notable border crossers themselves.3 Thus, Nicole LaForte, writing about these young, cosmopolitan Latin Americans in The New York Times, talks about how "the line between North and South America has become increasingly blurred," and the celebratory tone in such recent popular-press overviews like Grossman's and LaForte's suggests how quickly such writers are becoming the mainstream, overwhelming the earlier resistance by readers North and South who found it difficult to imagine Latino/a writers with themes other than the barrio or Latin American writers who were not magic realists.
Rey Chow would add that a similar evolution is (finally!) occurring in academic circles, where "the scholars who have been working on more marginalized cultures are somewhat ahead of the game" with respect to colleagues in more traditional, first-world fields (2006: 81). Although she adds the cautionary note that "the possibility of moving beyond national boundaries is not exactly at everyone's disposal" (80), she argues that transnational and transcultural scholars are reshaping the conceptual basis for literary studies:
Unlike the old-fashioned comparative literature based in Europe, none of the studies in question [e.g. Carlos Alonso, Naoki Sakai, Partha Chatterjee] vociferously declares its own agenda as international or cosmopolitan; to the contrary, each is firmly located within a specific cultural framework. Yet, in their very cultural specificities, these studies nonetheless come across as transcultural, with implications that resonate well beyond their individual locations. (84)
Increasingly, as Chow trenchantly argues, the definition and practice of literary scholarship takes place outside of the old Anglo-European paradigms and, I would add, the confluence of transnational writers with transcultural scholars is reshaping the way we think about literary scholarship and its objects.
Full text: http://cww.oxfordjournals.org/cgi/content/full/1/1-2/98
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GIVE AND TAKE
I had a conversation with Ph. D student (now ABD) Cheyla Samuelson a while ago (evidence points at year 2006, they very day of the Mexican Elections, and a place: Tijuana). It was, as she says in the introduction to the interview, a "conversation with the natural flow of give and take," which included laughter, indeed, and a few surprises.
The complete text can be found at: "Writing at Escape Velocity: Interview with Cristina Rivera Garza", Confluencia 23.1 (2007).
http://works.bepress.com/cheyla_samuelson/4/
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I had a conversation with Ph. D student (now ABD) Cheyla Samuelson a while ago (evidence points at year 2006, they very day of the Mexican Elections, and a place: Tijuana). It was, as she says in the introduction to the interview, a "conversation with the natural flow of give and take," which included laughter, indeed, and a few surprises.
The complete text can be found at: "Writing at Escape Velocity: Interview with Cristina Rivera Garza", Confluencia 23.1 (2007).
http://works.bepress.com/cheyla_samuelson/4/
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Saturday, July 25, 2009
ANTEFUTURO
En la escena de 20 años atrás, hay una serie de imágenes en una pantalla. El espectador de entonces no sabe, no puede saberlo, que al menos una de las imágenes en la pantalla contiene ya su vida futura. El futuro, 20 años más tarde, ya fue. En la escena de 20 años atrás se concatenan, pues, dos momentos distintos, aunque organizados de modo cronológico en el pasado. Antes. Después de Antes. Antes de ahora. La escena es, 20 años después, doblemente melancólica.
--crg
En la escena de 20 años atrás, hay una serie de imágenes en una pantalla. El espectador de entonces no sabe, no puede saberlo, que al menos una de las imágenes en la pantalla contiene ya su vida futura. El futuro, 20 años más tarde, ya fue. En la escena de 20 años atrás se concatenan, pues, dos momentos distintos, aunque organizados de modo cronológico en el pasado. Antes. Después de Antes. Antes de ahora. La escena es, 20 años después, doblemente melancólica.
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CARRERA/BOLAÑO
Por cuestiones de trabajo (mi trabajo es leer, by the way), releo "La Parte de los Crímenes" del 2666 en conjunto con Backyard, la película dirigida por Carlos Carrera con guión de Sabina Berman. Lo dije la primera vez que leí el libro y, aunque seguramente Bolaño se revolcaría en su tumba si me oyera, lo digo otra vez ahora: uno de los capítulos más feministas (no post-feminista, sino feminista) de la literatura escrita en español hasta nuestros días.
El mensaje de ambos trabajos juntos: México, en efecto, ya se acabó; la cosa va a estar en cómo nos damos cuenta.
--crg
Por cuestiones de trabajo (mi trabajo es leer, by the way), releo "La Parte de los Crímenes" del 2666 en conjunto con Backyard, la película dirigida por Carlos Carrera con guión de Sabina Berman. Lo dije la primera vez que leí el libro y, aunque seguramente Bolaño se revolcaría en su tumba si me oyera, lo digo otra vez ahora: uno de los capítulos más feministas (no post-feminista, sino feminista) de la literatura escrita en español hasta nuestros días.
El mensaje de ambos trabajos juntos: México, en efecto, ya se acabó; la cosa va a estar en cómo nos damos cuenta.
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Thursday, July 23, 2009
AN IMPOSSIBLE WORLD FAR DOWN BELOW, THREE BLURRED SPOTS OVER THE PAGESCAPE, LIKE WALKING OR CRAWLING OR CLIMBING, PERHAPS PRAYING—THE FLEETING SHADOW OF THE BIRD
[texto para ser balbuceado por dos voces, la primera vez, mientras se escucha a lo lejos la sirena de una ambulancia y, más tarde, el silbato del tren y, aún después, el motor de un trailer que se aleja; y para ser enunciado en sentido contrario por cinco o seis voces, la segunda vez, entre el entrechocar de las botellas y el roce de las telas y las carcajadas; y para ser murmurado en el sentido original, la tercera vez, por una voz mientras alguien se sostiene en cuclillas justo en el vértice de una habitación muy blanca]
Tijuana--San Ysidro
Tecate--
La Rumorosa--
Mexicali--Calexico
--Winterheaven
--Somerton
--Gadsen
Ciudad Morelos--
Merida--
Cuervos--Crane
Tabasco--
San Luis Río Colorado--San Luis
La Joya--
Los Vidrios--
Sonoita--Lukeville
Heroica Nogales--Nogales
Naco--Naco
Agua Prieta--Douglas
Palomas--Columbus
Ciudad Juárez--El Paso
Senecú--
Zaragoza--
Sauzal--
Loma Blanca--
San Isidro--Socorro
San Agustín--San Elizario
--Fabens
--Tornillo
--Praxedis Guerrero
Guadalupe--
El Porvenir--
Vado de Cedillos--
Pilares--
San Antonio de Bravo--
Barranco de Guadalupe--
Vado de Piedra--
Ojinaga--Presidio
--Redford
El Mulato--
Enmedio--
Las Cuevas--
Ciudad Acuña--Del Río
Purísima--
Palestina--
Jiménez--
--Quemada
El Moral--
Centinela--
Pidras Negras--Eagle Pass
Guerrero--
--San José
Hidalgo--
Colombia--
Nuevo Laredo--Laredo
--San Ignacio
--Zapata
Nueva Ciudad Guerrero--
Ciudad Mier--
Las Guerras--Roma
Ciudad Miguel Alemán--
Guardado de Abajo--Río Grande City
Ciudad Camargo--
Valadeces--Grulla
Los Altos--
--Mission
Reynosa--
Nuevo Primero de Mayo--Mercedes
Soliseño--
Matamoros--Brownsville
[México--Estados Unidos]
--crg
[texto para ser balbuceado por dos voces, la primera vez, mientras se escucha a lo lejos la sirena de una ambulancia y, más tarde, el silbato del tren y, aún después, el motor de un trailer que se aleja; y para ser enunciado en sentido contrario por cinco o seis voces, la segunda vez, entre el entrechocar de las botellas y el roce de las telas y las carcajadas; y para ser murmurado en el sentido original, la tercera vez, por una voz mientras alguien se sostiene en cuclillas justo en el vértice de una habitación muy blanca]
Tijuana--San Ysidro
Tecate--
La Rumorosa--
Mexicali--Calexico
--Winterheaven
--Somerton
--Gadsen
Ciudad Morelos--
Merida--
Cuervos--Crane
Tabasco--
San Luis Río Colorado--San Luis
La Joya--
Los Vidrios--
Sonoita--Lukeville
Heroica Nogales--Nogales
Naco--Naco
Agua Prieta--Douglas
Palomas--Columbus
Ciudad Juárez--El Paso
Senecú--
Zaragoza--
Sauzal--
Loma Blanca--
San Isidro--Socorro
San Agustín--San Elizario
--Fabens
--Tornillo
--Praxedis Guerrero
Guadalupe--
El Porvenir--
Vado de Cedillos--
Pilares--
San Antonio de Bravo--
Barranco de Guadalupe--
Vado de Piedra--
Ojinaga--Presidio
--Redford
El Mulato--
Enmedio--
Las Cuevas--
Ciudad Acuña--Del Río
Purísima--
Palestina--
Jiménez--
--Quemada
El Moral--
Centinela--
Pidras Negras--Eagle Pass
Guerrero--
--San José
Hidalgo--
Colombia--
Nuevo Laredo--Laredo
--San Ignacio
--Zapata
Nueva Ciudad Guerrero--
Ciudad Mier--
Las Guerras--Roma
Ciudad Miguel Alemán--
Guardado de Abajo--Río Grande City
Ciudad Camargo--
Valadeces--Grulla
Los Altos--
--Mission
Reynosa--
Nuevo Primero de Mayo--Mercedes
Soliseño--
Matamoros--Brownsville
[México--Estados Unidos]
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LO ANTERIOR de Cristina Rivera Garza: Novela como inquisición ficcionalizada
[texto de Carmen Dolores Carrillo Juárez, Universidad del Claustro de Sor Juana]
Cristina Rivera Garza, escritora mexicana, afirma desde el inicio de Lo anterior: “Todo empieza en realidad por querer saber más”, frase que se repite en el último capítulo con el verbo conjugado en tres personas gramaticales: yo quise saber más, ella quiso saber más, tú quisiste saber más. Si parece que la necesidad de saber hace referencia a la pregunta sobre cómo es que inicia el amor; en realidad, da pie a indagar cómo, cuándo y dónde comienza la escritura. El amor es sólo el pretexto. La acción de la novela se desarrolla como un intento de autorreconocimiento en el que un autor -o autora- ficcionalizado funge como un observador extrañado de sí mismo.
Rivera Garza establece en esta novela publicada en 2004 una conexión entre amor, escritura y reflexión y, por ello, vuelve recurrente a la frase anotada en un papel arrugado: “El amor siempre ocurre después, en retrospectiva. El amor es siempre una reflexión”. Así, segura de que el amor es una construcción, indaga en el momento previo a que comience a hilarse una historia de amor. Se propone detenerse en acciones aparentemente insulsas a partir de las cuales se suscita una narración. En este trabajo me interesa indagar la autorreferencialidad y el espacio abismado, la problematización de las relaciones entre realidad y ficción, la polifonía y el juego de focalizaciones y, finalmente, esbozar su genealogía en la narrativa mexicana metaficcional.
Autorreferencialidad y espacio abismado
La novela avanza sobre la línea de la inestabilidad de identidades que llevan a preguntar: ¿quién escribió el mensaje que contiene el papel arrugado?, ¿quién habla?, ¿quién escucha?, ¿quién escribe?, ¿quién pregunta?, ¿qué fue lo que comenzó en el desierto? Las preguntas remiten al texto mismo y no a un referente exterior. La opción es hurgar en la misma narración, que describe a una mujer siempre preguntándose, un médico que la cuestiona y un hombre que imagina que tiene que recordar algo que ha olvidado. Pero la narración no se teje con una historia única. Una, con la que comienza, es la historia de una mujer que lleva a su casa a un hombre moribundo que encontró en el desierto y, con quien ella cree, coincide en saber que el amor es una reflexión. Dos, la del hombre que imagina a una mujer de otro planeta y a la Mujer enamorada. Tres, la del Hombre del Restaurante y la mujer que escribe lo que él dice. Cuatro, la de una mujer y un hombre en una terraza vistos por otro hombre. Éstas son, en realidad, las posibles historias con las que sopesa la autora implícita:
—Éste es el inicio -le murmura al oído-. Hoy, el hombre del desierto me ha contado el inicio. [...]
—¿Estás segura?
—¿De qué?
—De que éste es el inicio. [...]
—No -susurra-. En realidad no estoy segura de eso. [1]
[el texto completo se puede consultar en la revista trimestral Narrativas 14, Julio-Septiembre 2009]
--crg
[texto de Carmen Dolores Carrillo Juárez, Universidad del Claustro de Sor Juana]
Cristina Rivera Garza, escritora mexicana, afirma desde el inicio de Lo anterior: “Todo empieza en realidad por querer saber más”, frase que se repite en el último capítulo con el verbo conjugado en tres personas gramaticales: yo quise saber más, ella quiso saber más, tú quisiste saber más. Si parece que la necesidad de saber hace referencia a la pregunta sobre cómo es que inicia el amor; en realidad, da pie a indagar cómo, cuándo y dónde comienza la escritura. El amor es sólo el pretexto. La acción de la novela se desarrolla como un intento de autorreconocimiento en el que un autor -o autora- ficcionalizado funge como un observador extrañado de sí mismo.
Rivera Garza establece en esta novela publicada en 2004 una conexión entre amor, escritura y reflexión y, por ello, vuelve recurrente a la frase anotada en un papel arrugado: “El amor siempre ocurre después, en retrospectiva. El amor es siempre una reflexión”. Así, segura de que el amor es una construcción, indaga en el momento previo a que comience a hilarse una historia de amor. Se propone detenerse en acciones aparentemente insulsas a partir de las cuales se suscita una narración. En este trabajo me interesa indagar la autorreferencialidad y el espacio abismado, la problematización de las relaciones entre realidad y ficción, la polifonía y el juego de focalizaciones y, finalmente, esbozar su genealogía en la narrativa mexicana metaficcional.
Autorreferencialidad y espacio abismado
La novela avanza sobre la línea de la inestabilidad de identidades que llevan a preguntar: ¿quién escribió el mensaje que contiene el papel arrugado?, ¿quién habla?, ¿quién escucha?, ¿quién escribe?, ¿quién pregunta?, ¿qué fue lo que comenzó en el desierto? Las preguntas remiten al texto mismo y no a un referente exterior. La opción es hurgar en la misma narración, que describe a una mujer siempre preguntándose, un médico que la cuestiona y un hombre que imagina que tiene que recordar algo que ha olvidado. Pero la narración no se teje con una historia única. Una, con la que comienza, es la historia de una mujer que lleva a su casa a un hombre moribundo que encontró en el desierto y, con quien ella cree, coincide en saber que el amor es una reflexión. Dos, la del hombre que imagina a una mujer de otro planeta y a la Mujer enamorada. Tres, la del Hombre del Restaurante y la mujer que escribe lo que él dice. Cuatro, la de una mujer y un hombre en una terraza vistos por otro hombre. Éstas son, en realidad, las posibles historias con las que sopesa la autora implícita:
—Éste es el inicio -le murmura al oído-. Hoy, el hombre del desierto me ha contado el inicio. [...]
—¿Estás segura?
—¿De qué?
—De que éste es el inicio. [...]
—No -susurra-. En realidad no estoy segura de eso. [1]
[el texto completo se puede consultar en la revista trimestral Narrativas 14, Julio-Septiembre 2009]
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Tuesday, July 21, 2009
IMÁGENES TRIZADAS Y SIGNIFICADOS FLOTANTES: Lo anterior de Cristina Rivera Garza
[texto de Cynthia Tompkins, Arizona State University]
Lo anterior explora el tema de la creación de la realidad a partir del lenguaje. La historia proyectada por la linealidad de la narración se imbrica con las variaciones surgidas de la fluctuación del punto de vista y con la permutación resultante de la contaminación de acciones y personajes. La ambiguedad emergente del reflejo de escenas en mise en abyme se refuerza con recursos típicos de técnicas cinematográficas tales como el montaje y el zoom. (2) La tautología de ciertos episodios desemboca en el juego infinito de una cinta de Moebius. Esta imagen, a su vez, representa la tensión entre la diseminación del significado ocasionada por la intertextualidad y la fallida lectura realista. Finalmente, la discusión de la interrelación entre la voz, el cuerpo, el lenguaje y la escritura da una medida del alcance filosófico de la obra a la vez que enfatiza el paralelismo con la técnica cinematográfica.
La estructura de la novela consta de seis partes de distinta longitud. La primera, de diecinueve páginas, titulada "Lo anterior" narra el descubrimiento de un moribundo en el desierto. Al verlo, la fotografa decide llevarlo a su casa. Despues de hacerlo examinar por un médico se dedica a cuidarlo. Esta parte se configura de varias secciones, cuyos títulos asemejan haikus: "un hombre en el desierto", "ciertos gustos", "una frase", "hacerse ilusiones", "la vida normal", "una mujer que cree en cuentos de hadas", "el inicio de la conversacion", "lo unico cierto". Es asi que al juego del diferir en el tiempo y en la alteridad típicos de la differance que se establece entre la relativa independencia de las secciones se sume el de sus respectivos títulos.
La segunda parte, titulada "La manera indirecta", que comprende unas setenta y cuatro páginas, es la más extensa. Allí se alternan las conversaciones de la fotografa con el médico con las del hombre rescatado del desierto. Además de diferenciarse visualmente por el tamaño de la letra (Courier vis-a-vis New Times), lo lúdico de la alternancia que remite al nouveau roman [Ejercicio de estilo de Raymond Queneau (1947), Tropismes de Nathalie Sarraute (1957)] y a la nueva novela [Rayuela de Julio Cortazar (1963)], (3) se refuerza por la recurrencia de más de cinco series designadas por símbolos de cartas, a saber: trébol, diamante, corazón y pica (presentadas en ese orden), alternadas con secciones iniciadas por numeros arábigos. "Señas particulares", la tercera parte, consta de una sola página y sirve para echar por tierra la reconstrucción de la historia, retomando los indicios que apoyaban la segunda versión, ya que se descubre que el hombre perdido en el desierto es en realidad sordomudo. "Ventriloquist Looking at Double Interior", la cuarta, consta de unas cuarenta páginas en las que se desarrollan, entre otros, temas tales como el ventriloquismo de la fotografa. A semejanza de la segunda sección, se incluyen simbolos en la parte superior y exterior de las paginas. Priman los circulos, pero tambien aparece la raya de la substracción. De unas diez páginas, y por lo tanto mas breve, la quinta parte se titula "Antefuturo". Aquí se da la recurrencia del simbolo de la diferencia (#) en la sección superior y exterior de la página. Asimismo, se insinua la posibilidad de una estructura circular al presentar el episodio inicial desde distintos puntos de vista. Desde la perspectiva extrañamente omnisciente del moribundo, "No había mas. Y ella quiso saber mas. Todo empieza en realidad por querer saber. El mal siempre empieza por querer saber" (163). Otro narrador omnisciente refuerza la doxa: "No había mas. Y tú quisiste saber más. Todo empieza en realidad por querer saber más. De más" (166). Finalmente, marcando un contrapunto con la tercera parte, la última tambien se restringe a una sola página, en la que se vuelve a subvertir el argumento. Ya no se trataría de una conversacion sino de dos esculturas y una voz descarnada emergiendo de un grabador.
[El texto completo se puede ver en Hispanofilia, Enero 2008]
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[texto de Cynthia Tompkins, Arizona State University]
Lo anterior explora el tema de la creación de la realidad a partir del lenguaje. La historia proyectada por la linealidad de la narración se imbrica con las variaciones surgidas de la fluctuación del punto de vista y con la permutación resultante de la contaminación de acciones y personajes. La ambiguedad emergente del reflejo de escenas en mise en abyme se refuerza con recursos típicos de técnicas cinematográficas tales como el montaje y el zoom. (2) La tautología de ciertos episodios desemboca en el juego infinito de una cinta de Moebius. Esta imagen, a su vez, representa la tensión entre la diseminación del significado ocasionada por la intertextualidad y la fallida lectura realista. Finalmente, la discusión de la interrelación entre la voz, el cuerpo, el lenguaje y la escritura da una medida del alcance filosófico de la obra a la vez que enfatiza el paralelismo con la técnica cinematográfica.
La estructura de la novela consta de seis partes de distinta longitud. La primera, de diecinueve páginas, titulada "Lo anterior" narra el descubrimiento de un moribundo en el desierto. Al verlo, la fotografa decide llevarlo a su casa. Despues de hacerlo examinar por un médico se dedica a cuidarlo. Esta parte se configura de varias secciones, cuyos títulos asemejan haikus: "un hombre en el desierto", "ciertos gustos", "una frase", "hacerse ilusiones", "la vida normal", "una mujer que cree en cuentos de hadas", "el inicio de la conversacion", "lo unico cierto". Es asi que al juego del diferir en el tiempo y en la alteridad típicos de la differance que se establece entre la relativa independencia de las secciones se sume el de sus respectivos títulos.
La segunda parte, titulada "La manera indirecta", que comprende unas setenta y cuatro páginas, es la más extensa. Allí se alternan las conversaciones de la fotografa con el médico con las del hombre rescatado del desierto. Además de diferenciarse visualmente por el tamaño de la letra (Courier vis-a-vis New Times), lo lúdico de la alternancia que remite al nouveau roman [Ejercicio de estilo de Raymond Queneau (1947), Tropismes de Nathalie Sarraute (1957)] y a la nueva novela [Rayuela de Julio Cortazar (1963)], (3) se refuerza por la recurrencia de más de cinco series designadas por símbolos de cartas, a saber: trébol, diamante, corazón y pica (presentadas en ese orden), alternadas con secciones iniciadas por numeros arábigos. "Señas particulares", la tercera parte, consta de una sola página y sirve para echar por tierra la reconstrucción de la historia, retomando los indicios que apoyaban la segunda versión, ya que se descubre que el hombre perdido en el desierto es en realidad sordomudo. "Ventriloquist Looking at Double Interior", la cuarta, consta de unas cuarenta páginas en las que se desarrollan, entre otros, temas tales como el ventriloquismo de la fotografa. A semejanza de la segunda sección, se incluyen simbolos en la parte superior y exterior de las paginas. Priman los circulos, pero tambien aparece la raya de la substracción. De unas diez páginas, y por lo tanto mas breve, la quinta parte se titula "Antefuturo". Aquí se da la recurrencia del simbolo de la diferencia (#) en la sección superior y exterior de la página. Asimismo, se insinua la posibilidad de una estructura circular al presentar el episodio inicial desde distintos puntos de vista. Desde la perspectiva extrañamente omnisciente del moribundo, "No había mas. Y ella quiso saber mas. Todo empieza en realidad por querer saber. El mal siempre empieza por querer saber" (163). Otro narrador omnisciente refuerza la doxa: "No había mas. Y tú quisiste saber más. Todo empieza en realidad por querer saber más. De más" (166). Finalmente, marcando un contrapunto con la tercera parte, la última tambien se restringe a una sola página, en la que se vuelve a subvertir el argumento. Ya no se trataría de una conversacion sino de dos esculturas y una voz descarnada emergiendo de un grabador.
[El texto completo se puede ver en Hispanofilia, Enero 2008]
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EL GESTO DE LA ACRTIZ
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
La había visto, es cierto, pero, para ser franca, no la había visto. La recordaba de alguna telenovela en la que una barbilla usualmente erguida y una voz en volumen algo alto la habían ayudado a representar a una prostituta joven y de cierta clase. Creo que la tenía en mis recuerdos entre el adjetivo dramático y el adjetivo estridente. Su rostro también me había dejado huella después de aparecer —acaso demasiado efímeramente— en un par de películas. Pero, a decir verdad, yo a Cecilia Suárez no la había visto hasta que vi, al menos dos veces, las secuencias morosas y magistrales de Párpados Azules, la ópera prima de Ernesto Contreras. Después de esa actuación, una de las más memorables entre las ejecutadas por ese grupo de actrices mexicanas que buscan con afán un lugar propio más allá de la televisión y el cine comercial, me será muy difícil olvidar el espacio íntimo y perturbador de ese rostro. La belleza, en este caso, es lo de menos (aunque nunca está de más). Lo que en verdad cuenta, al menos después de ver Párpados Azules, es que en ese rostro se desdoblan, iluminándolo a voluntad, los gestos de la actriz verdadera. Sutil como el filo de la proverbial navaja. Delicada hasta el colmo de la herida. En posesión del control que, por serlo, se parece tanto al estar a punto (de morir o de vivir, da lo mismo). Abierto, como lo demanda la frase “dar la cara”, pero igualmente vuelto de manera inevitable sobre sí mismo, el rostro de Cecilia Suárez estremece.
Dicen las varias máquinas de búsqueda en internet que Cecilia Suárez nació el 22 de noviembre de 1971, en Tampico, Tamaulipas, un estado en el que, de acuerdo con La Tuta, uno de los capos líderes del grupo de narcotraficantes conocido como La Familia, “está el mal de toda la república”. Sin afán de contradecir (no vaya a ser la de malas), y tal vez presa de esa aspiración no necesariamente localista (yo también soy de Tamaulipas) de poner todas las cosas en su justa balanza, habrá que recordar que, antes de irse a estudiar actuación a Illinois, y antes de cualquier otra cosa de hecho, la Suárez es de esas broncas tierras del noreste mexicano. Así que algo bueno debe haber, en definitiva, en ese lugar donde se concentra tanto y tan contemporáneo “mal”.
Ha sido muchas antes pero, en Párpados Azules, Cecilia Suárez es Marina Farfán, una empleada de una empresa de uniformes que aparece primero en la pantalla frente a un mostrador de vidrio, doblando ropa. De movimientos regulares, hombros caídos y actitud ensimismada, la mujer es esa máquina anómala que produce un ruido apenas audible e ineludible a la vez. Esa actitud, entre resignada e invisible, entre mecánica y frágil, es la misma que utiliza cuando el azar le regala de un premio: boletos para dos y estancia por diez días en un hotel con todos los gastos cubiertos. La actriz abre los ojos y sin apenas mover otro músculo del rostro sugiere que hay algo, que hay mucho más, de hecho, detrás la expresión que transforma la cara en una intrigante máscara. Que la timidez de la que hace gala no es signo de indefensión lo deja claro Marina cuando confronta al dueño de la panadería que le escatima el cambio correcto; o cuando, a pesar de los malabares manipuladores de la hermana, se niega a caer en un chantaje a todas luces alevoso; o cuando después de haber recibido un número de teléfono, se decide a marcarlo. “Qué bueno que me hablaste”, le dirá después, en un restaurante y frente a platos de spaghetti, Victor Mina, el otro tímido.
Más solitaria que tímida, a Marina Farfán le resulta difícil introducirse en, y luego permanecer dentro de los confines de, la conversación. Más silenciosa que inexpresiva, Marina se concentra en detalles nimios del paisaje o de los objetos sin apenas darnos otro tipo de información. ¿Cómo son los mundos a los que su rostro nos anuncia que parte cuando el exterior deja de interesarle? El espectador no lo sabe, es cierto, pero quiere saberlo porque el rostro de la actriz anuncia a través de gestos minúsculos que lo que yace detrás es enorme o misterioso o, en todo caso, irrepetible. Marina Farfán comparte por primera vez un día de campo en plena ciudad con Víctor Mina pero, eludiendo el lugar común del diálogo donde los futuros amantes comparten las historias de su vida, Marina habla escuetamente y luego, cuando le toca el turno de escuchar, prefiere concentrarse en el misterio de los hilos que conforman el mantel. No hay desdén o comentario moral ni en su silencio ni en la magistral fotografía del momento. Al contrario, lo que despierta ese gesto, capturado por la cámara en un gran acercamiento, es curiosidad. ¿Dónde está Marina Farfán cuando está con Víctor Mina en un camellón citadino? Producir esa tensa interrogante —ese inaugural deseo— con un guión minimalista y de la mano de diminutas inflexiones es lo que constituye una verdadera lección de actuación. Sin necesidad de movimientos abruptos y a contracorriente de una cinta que avanza con deliciosa dilación, la actriz da a entender que la velocidad, aquí, es interna. Hay mundos inauditos, mundos de suyos inexpresables, detrás del azul de los párpados. De eso, tal vez por eso, estos dos tímidos se enamoran. El proceso ocurre abierta y morosamente frente a los ojos del espectador y, sin embargo, permanece oculto tras la paradójica apertura del rostro. ¿A qué horas pasó todo? ¿En qué momento el enojo se transformó en propuesta de matrimonio? ¿Dónde se fraguó el sí que Marina Farfán le regala, dentro de una versión posmo del arca de Noé citadino, a Víctor Mina?
El director no sólo despliega un gran control actoral sino que contribuye con una dirección de cámara que pone en juego el sentido “natural” del tiempo y el sentido “histórico” del espacio. Despojada de la muchedumbre que la distingue con frecuencia, la Ciudad de México emprende aquí un viaje por ese mítico túnel del tiempo del sentido cronológico. Tanto la edad de los departamentos —el diseño de los mosaicos, por ejemplo, le corresponde a la década de los 40— como la inexistencia de los objetos de la tecnología contemporánea —tanto el celular como la computadora brillan por su ausencia en esta cinta— develan un punto melancólico de mediados de siglo XX. Sin embargo, los anuncios del tráfico y las selecciones musicales traen ecos más recientes. Estos empleados cuasikafkianos no son, tampoco, apropiadamente (es decir, estereotipadamente, sobredramatizadamente) pobres. Entre más evoco escenas completas de la película, más me convenzo de que habría sido muy difícil subvertir esos contextos de tiempo y de espacio, utilizando además una trama mínima, sin la contenida y delicada y magistral actuación de la Gran Cecilia Suárez. Salut.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
La había visto, es cierto, pero, para ser franca, no la había visto. La recordaba de alguna telenovela en la que una barbilla usualmente erguida y una voz en volumen algo alto la habían ayudado a representar a una prostituta joven y de cierta clase. Creo que la tenía en mis recuerdos entre el adjetivo dramático y el adjetivo estridente. Su rostro también me había dejado huella después de aparecer —acaso demasiado efímeramente— en un par de películas. Pero, a decir verdad, yo a Cecilia Suárez no la había visto hasta que vi, al menos dos veces, las secuencias morosas y magistrales de Párpados Azules, la ópera prima de Ernesto Contreras. Después de esa actuación, una de las más memorables entre las ejecutadas por ese grupo de actrices mexicanas que buscan con afán un lugar propio más allá de la televisión y el cine comercial, me será muy difícil olvidar el espacio íntimo y perturbador de ese rostro. La belleza, en este caso, es lo de menos (aunque nunca está de más). Lo que en verdad cuenta, al menos después de ver Párpados Azules, es que en ese rostro se desdoblan, iluminándolo a voluntad, los gestos de la actriz verdadera. Sutil como el filo de la proverbial navaja. Delicada hasta el colmo de la herida. En posesión del control que, por serlo, se parece tanto al estar a punto (de morir o de vivir, da lo mismo). Abierto, como lo demanda la frase “dar la cara”, pero igualmente vuelto de manera inevitable sobre sí mismo, el rostro de Cecilia Suárez estremece.
Dicen las varias máquinas de búsqueda en internet que Cecilia Suárez nació el 22 de noviembre de 1971, en Tampico, Tamaulipas, un estado en el que, de acuerdo con La Tuta, uno de los capos líderes del grupo de narcotraficantes conocido como La Familia, “está el mal de toda la república”. Sin afán de contradecir (no vaya a ser la de malas), y tal vez presa de esa aspiración no necesariamente localista (yo también soy de Tamaulipas) de poner todas las cosas en su justa balanza, habrá que recordar que, antes de irse a estudiar actuación a Illinois, y antes de cualquier otra cosa de hecho, la Suárez es de esas broncas tierras del noreste mexicano. Así que algo bueno debe haber, en definitiva, en ese lugar donde se concentra tanto y tan contemporáneo “mal”.
Ha sido muchas antes pero, en Párpados Azules, Cecilia Suárez es Marina Farfán, una empleada de una empresa de uniformes que aparece primero en la pantalla frente a un mostrador de vidrio, doblando ropa. De movimientos regulares, hombros caídos y actitud ensimismada, la mujer es esa máquina anómala que produce un ruido apenas audible e ineludible a la vez. Esa actitud, entre resignada e invisible, entre mecánica y frágil, es la misma que utiliza cuando el azar le regala de un premio: boletos para dos y estancia por diez días en un hotel con todos los gastos cubiertos. La actriz abre los ojos y sin apenas mover otro músculo del rostro sugiere que hay algo, que hay mucho más, de hecho, detrás la expresión que transforma la cara en una intrigante máscara. Que la timidez de la que hace gala no es signo de indefensión lo deja claro Marina cuando confronta al dueño de la panadería que le escatima el cambio correcto; o cuando, a pesar de los malabares manipuladores de la hermana, se niega a caer en un chantaje a todas luces alevoso; o cuando después de haber recibido un número de teléfono, se decide a marcarlo. “Qué bueno que me hablaste”, le dirá después, en un restaurante y frente a platos de spaghetti, Victor Mina, el otro tímido.
Más solitaria que tímida, a Marina Farfán le resulta difícil introducirse en, y luego permanecer dentro de los confines de, la conversación. Más silenciosa que inexpresiva, Marina se concentra en detalles nimios del paisaje o de los objetos sin apenas darnos otro tipo de información. ¿Cómo son los mundos a los que su rostro nos anuncia que parte cuando el exterior deja de interesarle? El espectador no lo sabe, es cierto, pero quiere saberlo porque el rostro de la actriz anuncia a través de gestos minúsculos que lo que yace detrás es enorme o misterioso o, en todo caso, irrepetible. Marina Farfán comparte por primera vez un día de campo en plena ciudad con Víctor Mina pero, eludiendo el lugar común del diálogo donde los futuros amantes comparten las historias de su vida, Marina habla escuetamente y luego, cuando le toca el turno de escuchar, prefiere concentrarse en el misterio de los hilos que conforman el mantel. No hay desdén o comentario moral ni en su silencio ni en la magistral fotografía del momento. Al contrario, lo que despierta ese gesto, capturado por la cámara en un gran acercamiento, es curiosidad. ¿Dónde está Marina Farfán cuando está con Víctor Mina en un camellón citadino? Producir esa tensa interrogante —ese inaugural deseo— con un guión minimalista y de la mano de diminutas inflexiones es lo que constituye una verdadera lección de actuación. Sin necesidad de movimientos abruptos y a contracorriente de una cinta que avanza con deliciosa dilación, la actriz da a entender que la velocidad, aquí, es interna. Hay mundos inauditos, mundos de suyos inexpresables, detrás del azul de los párpados. De eso, tal vez por eso, estos dos tímidos se enamoran. El proceso ocurre abierta y morosamente frente a los ojos del espectador y, sin embargo, permanece oculto tras la paradójica apertura del rostro. ¿A qué horas pasó todo? ¿En qué momento el enojo se transformó en propuesta de matrimonio? ¿Dónde se fraguó el sí que Marina Farfán le regala, dentro de una versión posmo del arca de Noé citadino, a Víctor Mina?
El director no sólo despliega un gran control actoral sino que contribuye con una dirección de cámara que pone en juego el sentido “natural” del tiempo y el sentido “histórico” del espacio. Despojada de la muchedumbre que la distingue con frecuencia, la Ciudad de México emprende aquí un viaje por ese mítico túnel del tiempo del sentido cronológico. Tanto la edad de los departamentos —el diseño de los mosaicos, por ejemplo, le corresponde a la década de los 40— como la inexistencia de los objetos de la tecnología contemporánea —tanto el celular como la computadora brillan por su ausencia en esta cinta— develan un punto melancólico de mediados de siglo XX. Sin embargo, los anuncios del tráfico y las selecciones musicales traen ecos más recientes. Estos empleados cuasikafkianos no son, tampoco, apropiadamente (es decir, estereotipadamente, sobredramatizadamente) pobres. Entre más evoco escenas completas de la película, más me convenzo de que habría sido muy difícil subvertir esos contextos de tiempo y de espacio, utilizando además una trama mínima, sin la contenida y delicada y magistral actuación de la Gran Cecilia Suárez. Salut.
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Monday, July 20, 2009
PAISAJES CLANDESTINOS
Siempre se queda algo atrás, se sabe. En las fronteras, ahí donde el cruce se ha convertido en un hecho ilegal, los objetos rezagados cobran una dimensión punzante. El zapato. La botella de agua. La cinta para el pelo. ¿Son esos unos lentes? La memoria. Todo eso. Delilah Montoya (Texas, 1955), fotógrafa chicana, capturó tanto el artefacto como el paisaje del cruce en Trial of Thirst. La descripción de la serie en el 2008 fue: Arranged in a three-hundred-sixty degrees panoramic view, the photographic images of arid desert landscapes lay bare what thousands of migrant workers crossing Arizona’s Sonora desert face on their journey. The clandestine landscapes, scattered with jugs of water, backpacks, and other remnants, emphasize the complexity and destitution of life along the trail.
--crg
Siempre se queda algo atrás, se sabe. En las fronteras, ahí donde el cruce se ha convertido en un hecho ilegal, los objetos rezagados cobran una dimensión punzante. El zapato. La botella de agua. La cinta para el pelo. ¿Son esos unos lentes? La memoria. Todo eso. Delilah Montoya (Texas, 1955), fotógrafa chicana, capturó tanto el artefacto como el paisaje del cruce en Trial of Thirst. La descripción de la serie en el 2008 fue: Arranged in a three-hundred-sixty degrees panoramic view, the photographic images of arid desert landscapes lay bare what thousands of migrant workers crossing Arizona’s Sonora desert face on their journey. The clandestine landscapes, scattered with jugs of water, backpacks, and other remnants, emphasize the complexity and destitution of life along the trail.
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Sunday, July 19, 2009
AND HOW FAR AWAY CAN YOU GO BEFORE YOU COME CLOSE TO SOMETHING, TO SOMEONE, ONCE AGAIN
[texto para ser leído a dos voces alrededor de una mesa rectangular donde se ha jugado una larga partida de naipes o de ajedrez]
--Darjeeling
--Kurseong
Biratnagar--Forbesganj
Siraha--Jaynagar
Malangwa--
Birganj--Raxaul
--Nautanwa
Taulihawa--
--Nepalganj
Bardia--
--Bilauri
--Tanakpur
[Nepal--India]
--crg
[texto para ser leído a dos voces alrededor de una mesa rectangular donde se ha jugado una larga partida de naipes o de ajedrez]
--Darjeeling
--Kurseong
Biratnagar--Forbesganj
Siraha--Jaynagar
Malangwa--
Birganj--Raxaul
--Nautanwa
Taulihawa--
--Nepalganj
Bardia--
--Bilauri
--Tanakpur
[Nepal--India]
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BORDERLINED SOUND POETRY
Y cómo las palabras que no significan nada para el enunciante son moldeadas por la lengua y el paladar y los dientes en una geopolítica de fronteras distantes. Cómo el vocablo, por ejemplo, "hiserfui", obliga a la exhalación medida del aire y el empequeñecimiento gradual de los labios. Una inflexión que es, con suerte, una pregunta. El gesto como filosofía. Y cómo el enunciante apenas detenido entre fronteras cada vez más lejanas pronuncia, primero con inseguridad y luego con un sentido del absurdo que bien podría acercarse cada vez más, con suerte, a la experiencia más básica del placer, las letras que conoce, ciertamente, pero que no conoce así. De esta manera. ¿Cómo decide pronunciar "Buolkalach" o "Ust-Caun"? En el último instante y enfrente del paredón de fusilamiento que es el sentido común, el cerco del aquí y del ahora, cómo junta los labios o incorpora la lengua o suspende la respiración. Cómo cruza, o no. Y raro es el pájaro que puede cruzar el río Pripiat, recuerdo. Cómo se sienta frente a la línea que se reparte en dos, ese enunciante, inventando una tonada extraña o redundante o delicadísima pero inevitablemente personal, irremediablemente íntima, para ese mundo que se ha ido, que se va. Manchas sobre la página.
--crg
Y cómo las palabras que no significan nada para el enunciante son moldeadas por la lengua y el paladar y los dientes en una geopolítica de fronteras distantes. Cómo el vocablo, por ejemplo, "hiserfui", obliga a la exhalación medida del aire y el empequeñecimiento gradual de los labios. Una inflexión que es, con suerte, una pregunta. El gesto como filosofía. Y cómo el enunciante apenas detenido entre fronteras cada vez más lejanas pronuncia, primero con inseguridad y luego con un sentido del absurdo que bien podría acercarse cada vez más, con suerte, a la experiencia más básica del placer, las letras que conoce, ciertamente, pero que no conoce así. De esta manera. ¿Cómo decide pronunciar "Buolkalach" o "Ust-Caun"? En el último instante y enfrente del paredón de fusilamiento que es el sentido común, el cerco del aquí y del ahora, cómo junta los labios o incorpora la lengua o suspende la respiración. Cómo cruza, o no. Y raro es el pájaro que puede cruzar el río Pripiat, recuerdo. Cómo se sienta frente a la línea que se reparte en dos, ese enunciante, inventando una tonada extraña o redundante o delicadísima pero inevitablemente personal, irremediablemente íntima, para ese mundo que se ha ido, que se va. Manchas sobre la página.
--crg
BAJO TRATAMIENTO
Frente a las imágenes que Yishai Jusidman (Mexico, 1963) elaboró alrededor de sus visitas al psiquiátrico San Bernardino me sucede lo mismo que frente a los retratos de los pacientes de la Castañeda de inicios de siglo XX: ese turbio aire de la similitud que, a pesar de ser transparente, o precisamente por serlo, termina por cuestionarlo todo. ¿Quién no está, a estas alturas, bajo tratamiento? ¿Dónde se encuentra verdaderamente la marca de la diferencia que tendría que delimitar la relación entre el que ve y el que es visto? Y, en esta sección de una serie que alcanza múltiples niveles de significado a los que llegan múltiples usos de la técnica, reflejo sin duda de una máxima autorial que se resume en su comentario: "Precisamente, mi intención ha sido, desde un principio, el ejercer pintura que fragua una distancia crítica con las ya rancias "avanzadas" romántico-vanguardistas regidoras de nuestro juicio estético por más de siglo y medio— entre ellas el rechazo moderno al oficio y la mimesis", valdría la pena preguntarse ¿quién se sienta con el libro sobre el regazo y ve y, luego de ver, elige su arte favorito? De la fotografía a la pintura, de la instalación al cartel, pocos trabajos como el de Jusidman tan cercanos al paciente psiquiátrico de hoy. Pocos trabajos tan cercanos también al cuestionamiento acerca de los diagnósticos, ya sean éstos médicos o artísticos. La Castañeda, es cierto, pero desde el presente. El San Bernardino, en efecto, pero alucinado desde los pasillos del pasado. Mimesis, sí, pero consciente de que el proceso de "imitación" de lo real toma lugar en el tiempo--algo que se debe de notar, así, transparentemente.
--crg
Frente a las imágenes que Yishai Jusidman (Mexico, 1963) elaboró alrededor de sus visitas al psiquiátrico San Bernardino me sucede lo mismo que frente a los retratos de los pacientes de la Castañeda de inicios de siglo XX: ese turbio aire de la similitud que, a pesar de ser transparente, o precisamente por serlo, termina por cuestionarlo todo. ¿Quién no está, a estas alturas, bajo tratamiento? ¿Dónde se encuentra verdaderamente la marca de la diferencia que tendría que delimitar la relación entre el que ve y el que es visto? Y, en esta sección de una serie que alcanza múltiples niveles de significado a los que llegan múltiples usos de la técnica, reflejo sin duda de una máxima autorial que se resume en su comentario: "Precisamente, mi intención ha sido, desde un principio, el ejercer pintura que fragua una distancia crítica con las ya rancias "avanzadas" romántico-vanguardistas regidoras de nuestro juicio estético por más de siglo y medio— entre ellas el rechazo moderno al oficio y la mimesis", valdría la pena preguntarse ¿quién se sienta con el libro sobre el regazo y ve y, luego de ver, elige su arte favorito? De la fotografía a la pintura, de la instalación al cartel, pocos trabajos como el de Jusidman tan cercanos al paciente psiquiátrico de hoy. Pocos trabajos tan cercanos también al cuestionamiento acerca de los diagnósticos, ya sean éstos médicos o artísticos. La Castañeda, es cierto, pero desde el presente. El San Bernardino, en efecto, pero alucinado desde los pasillos del pasado. Mimesis, sí, pero consciente de que el proceso de "imitación" de lo real toma lugar en el tiempo--algo que se debe de notar, así, transparentemente.
--crg
Saturday, July 18, 2009
TO MOVE LIGHT ACROSS SUCH A LONG DISTANCE
[texto para una voz y dos presencias para ser murmurado sobre un colchón cubierto de sábanas de un azul muy tenue, un azul casi indescriptible, en un cuarto vacío rodeado de ventanas]
Chabarovo--
Amderma--
Kara--
Tambej--
Japtiksal´a--
Novyj Port--
Jar Sale--
Tasovskij--
Napalkovo--
Gyda--
Karaul--
Gol´cicha--
Dikson--
Mys Vchodnoj--
Nordvik--
Buolkalach--
Tiksi
Tabor--
Ambarcick--
Ust-Caun--
Pvek--
Pol´anyj--
Mys Smidta--
Vankarem--
Enurmino--
Uelen--
Laventija--
[Russia--Arctic Ocean]
--crg
[texto para una voz y dos presencias para ser murmurado sobre un colchón cubierto de sábanas de un azul muy tenue, un azul casi indescriptible, en un cuarto vacío rodeado de ventanas]
Chabarovo--
Amderma--
Kara--
Tambej--
Japtiksal´a--
Novyj Port--
Jar Sale--
Tasovskij--
Napalkovo--
Gyda--
Karaul--
Gol´cicha--
Dikson--
Mys Vchodnoj--
Nordvik--
Buolkalach--
Tiksi
Tabor--
Ambarcick--
Ust-Caun--
Pvek--
Pol´anyj--
Mys Smidta--
Vankarem--
Enurmino--
Uelen--
Laventija--
[Russia--Arctic Ocean]
--crg
Friday, July 17, 2009
JUST AS THE FUGITIVE SENSES HOW ANY STEP RISKS ACTIVATING A WHOLE FIELD OF SURVEILLANCE
[texto para ser leído por dos voces, muy lentamente, de un lado a otro de una puerta cerrada]
Rayhnali--
Kilis--
Barak--Jarabulus
Sürüc--
Akcakale--
Ceylanpinar--Ra´s al-´Ayn
Amuda--Darbasiyah
Nusaybin--Al-Qamishli
Cizre--
--Dayrik
[Turkey--Syria]
--crg
[texto para ser leído por dos voces, muy lentamente, de un lado a otro de una puerta cerrada]
Rayhnali--
Kilis--
Barak--Jarabulus
Sürüc--
Akcakale--
Ceylanpinar--Ra´s al-´Ayn
Amuda--Darbasiyah
Nusaybin--Al-Qamishli
Cizre--
--Dayrik
[Turkey--Syria]
--crg
Thursday, July 16, 2009
LAS AFUERAS
[cuando los humanos no están presentes]
As Mycio says, the very word “Chernobyl” has become a synonym for “horrific disaster,” conjuring the frightful radioactive deserts that form the landscapes of Atomic Age science fiction and resonate deeply in modern imaginations haunted by the specter of nuclear war. Mary Mycio’s first assumptions prior to visiting the Zone were probably not too dissimilar from anybody else asked to speculate on the disaster. “Whenever I thought about the irradiated lands 50 miles north of Kiev, it was like contemplating a black hole. All I could picture was a dead zone, like a giant parking lot paved with asphalt or a barren desert of dust and ash where nothing could grow and nothing living could survive without protective gear. Only gloomy shades of black and gray colored my mental images,” writes Mycio.
But Wormwood Forest tells an astonishing tale that while tragic, is in many respects uplifting. The book’s important and remarkable observations come at a high price, but the Chernobyl disaster clearly demonstrates what happens to the environment when humans are not present. “Though Chernobyl is widely considered the worst environmental disaster in history, the Zone’s evacuation has – paradoxically – allowed nature to flourish. Nature barely notices radiation – at least the type and levels of radiation Chernobyl released. Human activities are far more damaging. In a way, we are the environmental disaster,” says Mycio. Ten years after the disaster, Mycio discovered a wilderness teeming with large animals, even more than before the nuclear disaster, with many of them members of rare and endangered species. Like the forests, fields and swamps of this burgeoning wilderness, everything is radioactive, and will be for the next 400,000 years. Packed into the muscles and bones of every animal inhab: itant is Cesium-137 and strontium-90 respectively. But, quite astonishingly, they are thriving. Chernobyl’s flourishing new ecosystem is: “one of the first examples of how, in the absence of human intervention, nature in the Zone could recover its balance – even in the face of radioactive: “ghost towns and villages [that] stand in tragic testimony to the devastating effects of technology gone awry,” adds Mycio.
[leído por la Detective mientras piensa que todo lo que sube tiene que bajar y viceversa]
--crg
[cuando los humanos no están presentes]
As Mycio says, the very word “Chernobyl” has become a synonym for “horrific disaster,” conjuring the frightful radioactive deserts that form the landscapes of Atomic Age science fiction and resonate deeply in modern imaginations haunted by the specter of nuclear war. Mary Mycio’s first assumptions prior to visiting the Zone were probably not too dissimilar from anybody else asked to speculate on the disaster. “Whenever I thought about the irradiated lands 50 miles north of Kiev, it was like contemplating a black hole. All I could picture was a dead zone, like a giant parking lot paved with asphalt or a barren desert of dust and ash where nothing could grow and nothing living could survive without protective gear. Only gloomy shades of black and gray colored my mental images,” writes Mycio.
But Wormwood Forest tells an astonishing tale that while tragic, is in many respects uplifting. The book’s important and remarkable observations come at a high price, but the Chernobyl disaster clearly demonstrates what happens to the environment when humans are not present. “Though Chernobyl is widely considered the worst environmental disaster in history, the Zone’s evacuation has – paradoxically – allowed nature to flourish. Nature barely notices radiation – at least the type and levels of radiation Chernobyl released. Human activities are far more damaging. In a way, we are the environmental disaster,” says Mycio. Ten years after the disaster, Mycio discovered a wilderness teeming with large animals, even more than before the nuclear disaster, with many of them members of rare and endangered species. Like the forests, fields and swamps of this burgeoning wilderness, everything is radioactive, and will be for the next 400,000 years. Packed into the muscles and bones of every animal inhab: itant is Cesium-137 and strontium-90 respectively. But, quite astonishingly, they are thriving. Chernobyl’s flourishing new ecosystem is: “one of the first examples of how, in the absence of human intervention, nature in the Zone could recover its balance – even in the face of radioactive: “ghost towns and villages [that] stand in tragic testimony to the devastating effects of technology gone awry,” adds Mycio.
[leído por la Detective mientras piensa que todo lo que sube tiene que bajar y viceversa]
--crg
LAS AFUERAS
[decidió alejarse por este lapso]
Con tan sólo un par de cuchillos y un puerco bebé como compañía, un aventurero permaneció solo en una isla desierta del Pacífico durante 300 días. Sin embargo, no se trató de un viajero que quedó desamparado en este lugar por error, sino de un hombre que decidió aislarse por este lapso y sobrevivir sin comida o techo a manera de reto al estilo de vida moderno.
En lugar de su elección fue Tofua, una isla volcánica de 64 kilómetros cuadrados de extensión en donde además de puercos, sólo hay cocos, lagos y bosque tropical. Su equipaje consistió tan sólo en una navaja suiza y un machete. La misión que se impuso fue tratar de reaprender las habilidades naturales de supervivencia que la gente citadina ha olvidado por tanto tiempo.
"Al principio fue muy difícil. Tuve que encontrar comida, construirme un techo, aprender a pescar, todo".
Durante los primeros dos meses de su travesía perdió casi 18 kilogramos de la grasa corporal que había estado almacenando previo al proyecto, y fue hasta que descubrió la forma de atrapar a los cerdos salvajes de la isla cuando pudo mantener su peso estable. En ese proceso fue que consiguió a su único "amigo" en la isla: el puerquito bebé.
"No me lo pude comer porque no tenía suficiente carne, así que lo llevé conmigo y se quedó durante tres meses. Era como un perro y me seguía a todas partes", señaló.
El aventurero asegura que no fue sino hasta que cumplió ochos meses en la isla cuando al fin pudo sentir algo de paz, pues desde su llegada su estancia era demasiada complicada por todas las carencias a las que no estaba acostumbrado.
[leído por la Detective en una instancia insólita de insomnio]
--crg
[decidió alejarse por este lapso]
Con tan sólo un par de cuchillos y un puerco bebé como compañía, un aventurero permaneció solo en una isla desierta del Pacífico durante 300 días. Sin embargo, no se trató de un viajero que quedó desamparado en este lugar por error, sino de un hombre que decidió aislarse por este lapso y sobrevivir sin comida o techo a manera de reto al estilo de vida moderno.
En lugar de su elección fue Tofua, una isla volcánica de 64 kilómetros cuadrados de extensión en donde además de puercos, sólo hay cocos, lagos y bosque tropical. Su equipaje consistió tan sólo en una navaja suiza y un machete. La misión que se impuso fue tratar de reaprender las habilidades naturales de supervivencia que la gente citadina ha olvidado por tanto tiempo.
"Al principio fue muy difícil. Tuve que encontrar comida, construirme un techo, aprender a pescar, todo".
Durante los primeros dos meses de su travesía perdió casi 18 kilogramos de la grasa corporal que había estado almacenando previo al proyecto, y fue hasta que descubrió la forma de atrapar a los cerdos salvajes de la isla cuando pudo mantener su peso estable. En ese proceso fue que consiguió a su único "amigo" en la isla: el puerquito bebé.
"No me lo pude comer porque no tenía suficiente carne, así que lo llevé conmigo y se quedó durante tres meses. Era como un perro y me seguía a todas partes", señaló.
El aventurero asegura que no fue sino hasta que cumplió ochos meses en la isla cuando al fin pudo sentir algo de paz, pues desde su llegada su estancia era demasiada complicada por todas las carencias a las que no estaba acostumbrado.
[leído por la Detective en una instancia insólita de insomnio]
--crg
Wednesday, July 15, 2009
EL FIN DE LA MEMORIA: "Tercer Mundo" de Cristina Rivera Garza
[Texto presentado por Ignacio Sánchez Prado en el XIV Congreso de Literatura Mexicana Contemporánea. El Paso, TX 6-8 de marzo de 2009]
En el medio de un mundo profuso y vertiginoso como la poesía mexicana contemporánea, la labor implícita en una lectura crítica está casi siempre destinada a una fragmentaria precariedad. La enorme cantidad de volúmenes y antología publicados cada año bajo el inconmensurable cielo del subsidio estatal, aunada a la paradójica, casi proverbial, escasez de lectores, vuelve casi imposible la tarea de identificar y poner en juego semántico los breves momentos de intervención y lucidez, suscitando en el medio crítico un debate, tan constante como abstracto, sobre poéticas que rara vez exceden la autorreflexividad. Como respuesta tentativa a esto, el presente texto acude a un imperativo utilizado por el escritor cubano José Prats Sariol en su último libro de ensayos y que, a mi parecer, debe considerase esencial a la crítica poética de hoy: No leas poesía. Más que plantear una lectura generalizada sobre un medio poético ahogado en sus preocupaciones metalingüísticas y en los debates de un campo intelectual autónomo y altamente institucionalizado, creo más significativo detenerse en textualidades que introducen cortocircuitos al discurso poético de una determinada tradición, aquellas que, desde la voluntad autodestructiva del discurso que James Logenbach llama “la resistencia a la poesía”, introducen momentos de potencial renovación a un fluir discursivo que parece estancarse en su propia contemplación. En este espíritu, quiero proponer en lo que sigue la lectura de un poema excepcional, en los dos sentidos del término, a la poesía mexicana contemporánea: “Tercer Mundo” de Cristina Rivera Garza.
“Tercer Mundo” es un poema narrativo y distópico, que, en cinco movimientos, narra la invasión de la Ciudad de México de parte de los habitantes de sus cinturones de miseria. El poema abre con una descripción de este espacio: “Estaba en una orilla de la orilla/ a punto de existir y no existir como la fe/ un tendajo rodeado de isletas miserables de maíz y guajolotes hambrientos./El Tercer Mundo era una casa sin techo/ El Terzo”. La carga semántica del término Tercer Mundo funciona aquí como un movimiento alegórico en el que los habitantes de las orillas de la ciudad aparecen como representantes de las masas excluidas a nivel global. La elección de un término con una carga simbólica tan amplia y con un cierto grado de anacronismo otorga al poema un cierto aire irónico, fundado en una significación paradójica: Por un lado, el término “Tercer Mundo” describe el espacio desde la perspectiva de los privilegiados, enfatizando en sentido de resto que el término tenía en su acepción original. Por otro, al introducir cierta duda en el uso del término, a partir de su derivativo “El Terzo”, el poema establece la posibilidad de deconstruir la dimensión marginal de dicho espacio y, eventualmente, adoptar la perspectiva de los marginados. El italianismo “Terzo” implica una primera transformación semántica del Tercer Mundo a través de un vocablo que le otorga cierta significación estética, un término que puede ser utilizado para un movimiento de una sinfonía, por ejemplo. Esto permite a Rivera Garza la configuración de su espacio como un espacio semi-mítico, donde la pobreza material se engarza con una esperanza emancipatoria administrada al lector en cuentagotas: “Vamos al Terzo, murmuraban, con la determinación de los que colocan bombas o van abajo hacia el eterno hacia el primigenio sin llegar”. Este carácter mítico se refuerza formalmente por la utilización de versículos de estructura bíblica. De esta manera, el poema comienza su movimiento a través de un espacio mítico que contiene, simultáneamente la pobreza y su redención, un espacio que, en su momento inicial, se define principalmente por su carácter exterior a la urbe: “Afuera, al otro lado de la orilla, la ciudad más grande del mundo mentía”.
Este trabajo topológico ubica a Tercer Mundo dentro de algunas corrientes de la escritura poética latinoamericana. En su lectura de dos poetas peruanos, Enrique Verástegui y Carlos Oliva, Jill Kuhnheim identifica una nueva tendencia de poesía urbana que busca dar cuenta de fenómenos como la economía informal y que “traza el movimiento de poblaciones nacionales marginales al centro” (114). En cierta medida, Cristina Rivera Garza participa en esta tropología, pero con una diferencia fundamental: mientras Kuhnheim subraya de manera repetida el hecho de que los poetas peruanos no tienen un momento de redención, “Tercer Mundo” es, de hecho, un texto que habla de la configuración política de los sujetos del margen. Dicho de otra manera, Rivera Garza trabaja en “Tercer Mundo” con una nueva forma de configuración poética de lo político donde, al igual que sus contrapartes peruanos, existe un rechazo abierto a narrativas modernas de redención social, como el indigenismo o el socialismo, pero donde este rechazo no conduce en última instancia a una renuncia a la poesía política.
[el texto completo se puede leer en www.ignaciosanchezprado.blogspot.com]
--crg
[Texto presentado por Ignacio Sánchez Prado en el XIV Congreso de Literatura Mexicana Contemporánea. El Paso, TX 6-8 de marzo de 2009]
En el medio de un mundo profuso y vertiginoso como la poesía mexicana contemporánea, la labor implícita en una lectura crítica está casi siempre destinada a una fragmentaria precariedad. La enorme cantidad de volúmenes y antología publicados cada año bajo el inconmensurable cielo del subsidio estatal, aunada a la paradójica, casi proverbial, escasez de lectores, vuelve casi imposible la tarea de identificar y poner en juego semántico los breves momentos de intervención y lucidez, suscitando en el medio crítico un debate, tan constante como abstracto, sobre poéticas que rara vez exceden la autorreflexividad. Como respuesta tentativa a esto, el presente texto acude a un imperativo utilizado por el escritor cubano José Prats Sariol en su último libro de ensayos y que, a mi parecer, debe considerase esencial a la crítica poética de hoy: No leas poesía. Más que plantear una lectura generalizada sobre un medio poético ahogado en sus preocupaciones metalingüísticas y en los debates de un campo intelectual autónomo y altamente institucionalizado, creo más significativo detenerse en textualidades que introducen cortocircuitos al discurso poético de una determinada tradición, aquellas que, desde la voluntad autodestructiva del discurso que James Logenbach llama “la resistencia a la poesía”, introducen momentos de potencial renovación a un fluir discursivo que parece estancarse en su propia contemplación. En este espíritu, quiero proponer en lo que sigue la lectura de un poema excepcional, en los dos sentidos del término, a la poesía mexicana contemporánea: “Tercer Mundo” de Cristina Rivera Garza.
“Tercer Mundo” es un poema narrativo y distópico, que, en cinco movimientos, narra la invasión de la Ciudad de México de parte de los habitantes de sus cinturones de miseria. El poema abre con una descripción de este espacio: “Estaba en una orilla de la orilla/ a punto de existir y no existir como la fe/ un tendajo rodeado de isletas miserables de maíz y guajolotes hambrientos./El Tercer Mundo era una casa sin techo/ El Terzo”. La carga semántica del término Tercer Mundo funciona aquí como un movimiento alegórico en el que los habitantes de las orillas de la ciudad aparecen como representantes de las masas excluidas a nivel global. La elección de un término con una carga simbólica tan amplia y con un cierto grado de anacronismo otorga al poema un cierto aire irónico, fundado en una significación paradójica: Por un lado, el término “Tercer Mundo” describe el espacio desde la perspectiva de los privilegiados, enfatizando en sentido de resto que el término tenía en su acepción original. Por otro, al introducir cierta duda en el uso del término, a partir de su derivativo “El Terzo”, el poema establece la posibilidad de deconstruir la dimensión marginal de dicho espacio y, eventualmente, adoptar la perspectiva de los marginados. El italianismo “Terzo” implica una primera transformación semántica del Tercer Mundo a través de un vocablo que le otorga cierta significación estética, un término que puede ser utilizado para un movimiento de una sinfonía, por ejemplo. Esto permite a Rivera Garza la configuración de su espacio como un espacio semi-mítico, donde la pobreza material se engarza con una esperanza emancipatoria administrada al lector en cuentagotas: “Vamos al Terzo, murmuraban, con la determinación de los que colocan bombas o van abajo hacia el eterno hacia el primigenio sin llegar”. Este carácter mítico se refuerza formalmente por la utilización de versículos de estructura bíblica. De esta manera, el poema comienza su movimiento a través de un espacio mítico que contiene, simultáneamente la pobreza y su redención, un espacio que, en su momento inicial, se define principalmente por su carácter exterior a la urbe: “Afuera, al otro lado de la orilla, la ciudad más grande del mundo mentía”.
Este trabajo topológico ubica a Tercer Mundo dentro de algunas corrientes de la escritura poética latinoamericana. En su lectura de dos poetas peruanos, Enrique Verástegui y Carlos Oliva, Jill Kuhnheim identifica una nueva tendencia de poesía urbana que busca dar cuenta de fenómenos como la economía informal y que “traza el movimiento de poblaciones nacionales marginales al centro” (114). En cierta medida, Cristina Rivera Garza participa en esta tropología, pero con una diferencia fundamental: mientras Kuhnheim subraya de manera repetida el hecho de que los poetas peruanos no tienen un momento de redención, “Tercer Mundo” es, de hecho, un texto que habla de la configuración política de los sujetos del margen. Dicho de otra manera, Rivera Garza trabaja en “Tercer Mundo” con una nueva forma de configuración poética de lo político donde, al igual que sus contrapartes peruanos, existe un rechazo abierto a narrativas modernas de redención social, como el indigenismo o el socialismo, pero donde este rechazo no conduce en última instancia a una renuncia a la poesía política.
[el texto completo se puede leer en www.ignaciosanchezprado.blogspot.com]
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Tuesday, July 14, 2009
PASEAN POR EL BORDE DE LO QUE QUEREMOS DECIR I
[texto para ser gritado a dos voces desde puntos muy lejanos de un paisaje rural, de preferencia con la interferencia de árboles en un día de mucho viento, o de un paisaje urbano, de preferencia a ambos lados del freeway a la hora pico]
Maicao--
Petrolea--
Puerto Villamizar--
--San Juan de Colón
San Antonio de Tiachira--
--Rubio
Chinacota--
Toledo--
Arauquita--
Arauca--El Amparo de Apure
Nueva Antioquia--
Puerto Carreño--Puerto Páez
--Puerto Ayacucho
--Samariapo
--Morganito
Puerto Nariño--
--San Fernando de Atabapo
--Maroa
San Felipe--San Carlos de Río Negro
--Santa Rosa de Amanadona
[Colombia--Venezuela]
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[texto para ser gritado a dos voces desde puntos muy lejanos de un paisaje rural, de preferencia con la interferencia de árboles en un día de mucho viento, o de un paisaje urbano, de preferencia a ambos lados del freeway a la hora pico]
Maicao--
Petrolea--
Puerto Villamizar--
--San Juan de Colón
San Antonio de Tiachira--
--Rubio
Chinacota--
Toledo--
Arauquita--
Arauca--El Amparo de Apure
Nueva Antioquia--
Puerto Carreño--Puerto Páez
--Puerto Ayacucho
--Samariapo
--Morganito
Puerto Nariño--
--San Fernando de Atabapo
--Maroa
San Felipe--San Carlos de Río Negro
--Santa Rosa de Amanadona
[Colombia--Venezuela]
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LA SAL SOLUBLE DE LOS SOLITARIOS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
"Así que esto es lo que la gente hace sola en sus vidas”, expresaba, no sin un trémulo asombro, un contenido personaje de Don DeLillo. La cita es de memoria, así que no recuerdo el título de la novela ni los nombres de los personajes ni la escena específica, pero recuerdo las palabras tan claramente como el primer día que se incrustaron en mi esfera de percepción. “Así que esto es”, parecía expresar el pasmado narrador en una quietud que en mucho se asemejaba a la quieta rutina que registraba desde su omnisciencia limitada (siempre me lo imaginé invisible casi, en la esquina de un cuarto sin muebles). No había en esas palabras ni pesar ni condescendencia ni juicio moral alguno. Había, en cambio, sorpresa, una especie de extrañada admiración. Algo de empatía. Los ojos abiertos; la boca. No son éstas, por supuesto, las reacciones que típicamente provocan las personas solitarias en el mundo contemporáneo. Al contrario, en una sociedad que diagnostica la soledad como una patología, los solos suelen suscitar o suspicacia o pena ajena o, de plano, terror. Nada más enigmático que la persona sola. Nada más inquietante.
¿Cuántas películas sobre asesinos seriales no incluyen a la soledad, especialmente al aislamiento infantil, como la causa del origen y eventual desarrollo de las características anti-sociales que llevarán, de preferencia de manera directa, a la trasgresión y el crimen? ¿Cuántas veces no voltea uno a ver, ya con curiosidad o con alevosía o con lástima, al comensal que saborea sus alimentos en la parsimoniosa compañía del aire en la mesa de un restaurante? ¿A cuántas personas se les felicita por haber logrado salvar su soledad de la misma manera en que a otros se les congratula por trabajar (así se dice ahora) en su matrimonio? ¿Por qué es que sale siempre más barato alquilar un cuarto para muchos en un hotel que un cuarto para uno? Los ejemplos abundan. Estigmatizados como anomalías peligrosas, discriminados por su falta de pericia social, relegados porque no hay nadie a su lado que los defienda o los vuelva más, los solos sufren con frecuencia los tratos comunes a las minorías raciales o étnicas o de género. Tal vez por eso no son muchos los retratos que hagan justicia a ese estado acaso intransferible pero definitivamente complejo que el solitario no comparte con nadie.
De ahí que Párpados Azules, la ópera prima que Ernesto Contreras estrenó exitosamente en 2008, resulte tan peculiar. Estelarizada por dos solitarios, esta película no podía ser sino una anticomedia de amor. De expresiones sutiles y ritmos morosos, rutinarios y silentes hasta le exasperación, los personaje principales se encuentran a pesar de sí mismos en una ciudad que, bajo la vista de los solos, ha dejado atrás la velocidad y las muchedumbres para convertirse en un páramo que habría complacido sin duda a un tal Pedro (y que acaso prefiguró los paisajes de la ciudad bajo el embate de la influenza). A contracorriente de los métodos y formas de cierto cine mexicano de nuestros días (qué lejos el trepidar belicoso de Iñarritu; qué fuera de foco la imaginería de Del Toro; aunque, para bien, qué cerca de los rostros que aparecen, como por encanto, frente a la cámara de Francisco Vargas), estos párpados se abren y cierran con una delicadeza casi de otro mundo, atestiguando con su debida distancia y también con su debida intimidad el acaecer ant-iclimático de la vida solitaria. Como si Saturno los divisara desde las alturas antes de devorar sus cuerpos, los solitarios son avizorados por la cámara en tomas verticales que los hacen aparecer más pequeños. Y, luego, transformada de súbito en una Grildig de diminutas proporciones, la cámara captura los gestos de una mano —esos dedos que se ocupan de deshilar un mantel poco a poco— con el cuidado sólo ofrecido a Gulliver.
¿Así que esto es lo que hace a solas en su vida el oficinista en quien nadie repara y la empleada que pasa desapercibida? El espectador se ve tentado a hacerse estas preguntas con un asombro que en mucho me recuerda las palabras del personaje inolvidable y, sin embargo, tan difícil de precisar que inventara Delillo. Los solos se van en medio de las conversaciones hacia mundos que no comparten. Fuga sideral. Los solos, que se apegan poco a las cosas o a los seres, olvidan con facilidad. O, anclados en eras específicas del pasado, recuerdan una y otra vez los mismos nombres, los mismos gestos, los mismos espectros. Desacostumbrados a los ritos de la plática, los solos dejan pasar esos largos minutos silenciosos con un estremecimiento apenas. Y luego, en las pocas ocasiones en que se deciden a remontar la elevada montaña de la conversación, no dejan de caer de bruces en el ridículo o en la abyección o, a veces, las menos, en la simpatía de los iguales. Evitando la psicología fácil (hay que agradecerle al guionista y director que no explique el origen de la soledad de sus personajes como si se tratara de un diagnóstico médico y social), los personajes “no saben” por qué son así, pero tampoco parecen obsesionados por saberlo. Sus batallas son otras, y se llevan a cabo detrás de esos párpados azules que no pocas veces le pertenecen a la imaginación.
Solitario era, después de todo, el observador obsesivo aquel que, después de pasar horas con la cara pegada al cristal de la pecera del acuario parisino, terminó convertido en un ajolote. Solitario hasta el hartazgo era también el hombre que, dentro de una casona de Puente de Alvarado, se detuvo fascinado frente al jardín que lo empujó al encuentro de esa otra gran solitaria que fue Carlota. Solitarios, en fin, los mexicanos que perdieron una nación en 1521. Y no lo digo yo, sino esos autores anónimos de Tlatelolco que redactaron, en náhuatl, la relación de la conquista en 1528: “Golpeábamos en tanto los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros. Con escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.”
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
"Así que esto es lo que la gente hace sola en sus vidas”, expresaba, no sin un trémulo asombro, un contenido personaje de Don DeLillo. La cita es de memoria, así que no recuerdo el título de la novela ni los nombres de los personajes ni la escena específica, pero recuerdo las palabras tan claramente como el primer día que se incrustaron en mi esfera de percepción. “Así que esto es”, parecía expresar el pasmado narrador en una quietud que en mucho se asemejaba a la quieta rutina que registraba desde su omnisciencia limitada (siempre me lo imaginé invisible casi, en la esquina de un cuarto sin muebles). No había en esas palabras ni pesar ni condescendencia ni juicio moral alguno. Había, en cambio, sorpresa, una especie de extrañada admiración. Algo de empatía. Los ojos abiertos; la boca. No son éstas, por supuesto, las reacciones que típicamente provocan las personas solitarias en el mundo contemporáneo. Al contrario, en una sociedad que diagnostica la soledad como una patología, los solos suelen suscitar o suspicacia o pena ajena o, de plano, terror. Nada más enigmático que la persona sola. Nada más inquietante.
¿Cuántas películas sobre asesinos seriales no incluyen a la soledad, especialmente al aislamiento infantil, como la causa del origen y eventual desarrollo de las características anti-sociales que llevarán, de preferencia de manera directa, a la trasgresión y el crimen? ¿Cuántas veces no voltea uno a ver, ya con curiosidad o con alevosía o con lástima, al comensal que saborea sus alimentos en la parsimoniosa compañía del aire en la mesa de un restaurante? ¿A cuántas personas se les felicita por haber logrado salvar su soledad de la misma manera en que a otros se les congratula por trabajar (así se dice ahora) en su matrimonio? ¿Por qué es que sale siempre más barato alquilar un cuarto para muchos en un hotel que un cuarto para uno? Los ejemplos abundan. Estigmatizados como anomalías peligrosas, discriminados por su falta de pericia social, relegados porque no hay nadie a su lado que los defienda o los vuelva más, los solos sufren con frecuencia los tratos comunes a las minorías raciales o étnicas o de género. Tal vez por eso no son muchos los retratos que hagan justicia a ese estado acaso intransferible pero definitivamente complejo que el solitario no comparte con nadie.
De ahí que Párpados Azules, la ópera prima que Ernesto Contreras estrenó exitosamente en 2008, resulte tan peculiar. Estelarizada por dos solitarios, esta película no podía ser sino una anticomedia de amor. De expresiones sutiles y ritmos morosos, rutinarios y silentes hasta le exasperación, los personaje principales se encuentran a pesar de sí mismos en una ciudad que, bajo la vista de los solos, ha dejado atrás la velocidad y las muchedumbres para convertirse en un páramo que habría complacido sin duda a un tal Pedro (y que acaso prefiguró los paisajes de la ciudad bajo el embate de la influenza). A contracorriente de los métodos y formas de cierto cine mexicano de nuestros días (qué lejos el trepidar belicoso de Iñarritu; qué fuera de foco la imaginería de Del Toro; aunque, para bien, qué cerca de los rostros que aparecen, como por encanto, frente a la cámara de Francisco Vargas), estos párpados se abren y cierran con una delicadeza casi de otro mundo, atestiguando con su debida distancia y también con su debida intimidad el acaecer ant-iclimático de la vida solitaria. Como si Saturno los divisara desde las alturas antes de devorar sus cuerpos, los solitarios son avizorados por la cámara en tomas verticales que los hacen aparecer más pequeños. Y, luego, transformada de súbito en una Grildig de diminutas proporciones, la cámara captura los gestos de una mano —esos dedos que se ocupan de deshilar un mantel poco a poco— con el cuidado sólo ofrecido a Gulliver.
¿Así que esto es lo que hace a solas en su vida el oficinista en quien nadie repara y la empleada que pasa desapercibida? El espectador se ve tentado a hacerse estas preguntas con un asombro que en mucho me recuerda las palabras del personaje inolvidable y, sin embargo, tan difícil de precisar que inventara Delillo. Los solos se van en medio de las conversaciones hacia mundos que no comparten. Fuga sideral. Los solos, que se apegan poco a las cosas o a los seres, olvidan con facilidad. O, anclados en eras específicas del pasado, recuerdan una y otra vez los mismos nombres, los mismos gestos, los mismos espectros. Desacostumbrados a los ritos de la plática, los solos dejan pasar esos largos minutos silenciosos con un estremecimiento apenas. Y luego, en las pocas ocasiones en que se deciden a remontar la elevada montaña de la conversación, no dejan de caer de bruces en el ridículo o en la abyección o, a veces, las menos, en la simpatía de los iguales. Evitando la psicología fácil (hay que agradecerle al guionista y director que no explique el origen de la soledad de sus personajes como si se tratara de un diagnóstico médico y social), los personajes “no saben” por qué son así, pero tampoco parecen obsesionados por saberlo. Sus batallas son otras, y se llevan a cabo detrás de esos párpados azules que no pocas veces le pertenecen a la imaginación.
Solitario era, después de todo, el observador obsesivo aquel que, después de pasar horas con la cara pegada al cristal de la pecera del acuario parisino, terminó convertido en un ajolote. Solitario hasta el hartazgo era también el hombre que, dentro de una casona de Puente de Alvarado, se detuvo fascinado frente al jardín que lo empujó al encuentro de esa otra gran solitaria que fue Carlota. Solitarios, en fin, los mexicanos que perdieron una nación en 1521. Y no lo digo yo, sino esos autores anónimos de Tlatelolco que redactaron, en náhuatl, la relación de la conquista en 1528: “Golpeábamos en tanto los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros. Con escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.”
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Sunday, July 12, 2009
EL ADJETIVO INTERIOR
[ponencia de Omar Miranda Flores en el 2ndo Coloquio de Verano en el contexto del Instituto Hispánico de Verano en UC-Santa Bárbara]
"La muerte me da (2007), de la escritora mexicana Cristina Rivera Garza, es una novela de detectives. En principio, fiel a su género, encontramos en ella un crimen, las pistas intencionadas hacia una posible resolución de ese crimen, y a los personajes característicos de este tipo historias: una detective y su asistente, una periodista, una testigo, un amante, y por supuesto el asesino serial. Desde aquel Arthur Gordon Pym, del gótico Poe, hasta el justiciero encapotado de la gótica ciudad, de Miller o Moore, el género se ha vuelto genérico y de fácil lectura. Sólo que Cristina Rivera Garza no gusta de los libros fáciles; es más, desconfía de los libros que se dejan leer con facilidad. Al menos así lo declara en La Mano Oblicua, su columna de los martes del diario Milenio. Rivera Garza sospecha del libro que le pide “como un amante celoso, una atención única, y además, pasiva; […] del libro que, aspirando borrar el mundo que hace posible su lectura, cree que puede sustituirlo; […] del libro que inicia sin otro objetivo más que el de llegar a su fin.”
Y es que a esta novela detectivesca de Cristina Rivera Garza, a La muerte me da, le importa poco o nada llegar a su fin. El viaje de esta lectura abandona la horizontal para buscarse en el vértigo de las exploraciones verticales. De tal modo, la escritura deja de ser mera concatenación sintagmática. El adjetivo, además, adquiere un rol primordial: se convierte en el agente de un viaje al interior del ser u objeto por él definidos. En La muerte me da, la escritura es sustancia (y el adjetivo de esa sustancia), es cuerpo (y el olor de ese cuerpo). Pero sucede que los cuerpos, en esta novela, se descubren irremediablemente mutilados. El drama del adjetivo consiste en que está condenado a ser apenas la sombra de aquello que intenta atrapar, la sombra de una sombra de una sombra; en no poder ser jamás el objeto mismo; en quedar atrapado en la voracidad de la entropía, en la ironía de la inapelable sucesión.
El cuarto capítulo de La muerte me da, titulado “El anhelo de la prosa”, tiene la forma de un ensayo escrito por el yo ficcionalizado de Cristina Rivera Garza, la testigo y narradora en esta historia detectivesca. Es un ensayo que trata sobre la poeta argentina Alejandra Pizarnik y su anhelante búsqueda por una prosa ideal. La Cristina crítica literaria de ese apartado, hace una certera descripción de la prosa que legó Alejandra Pizarnik, una descripción que bien puede aplicarse al tipo de escritura hacia el vértigo de lo interior de la Cristina que escribe. Toda gran novela, dicen, contiene su propia teoría. Cito:
“Alejada de la linealidad que suele asociarse con la narrativa y fuera también del campo de influencia de la anécdota, la prosa pizarnikiana [como la de Rivera Garza] corta con frecuencia los hilos del significado del lenguaje a través de líneas o párrafos que toman la forma de fragmentos. La estructura que congrega a estas partículas textuales responde más a las yuxtaposiciones espaciales de un collage que a las sucesiones temporales o lógicas de un relato.” (184)
El apartado noveno, en el primer capítulo de La muerte me da, se titula “El adjetivo que corta”, y se nos presenta como una lista de los atributos que la narradora percibe de su compañero, los cuales son igualados con dos puntos a los adjetivos que ella les adjudica a dichos atributos. Así: “La voz: de otro mundo, al ras del suelo, repentina.” O: “La boca: carne de mi carne, estriada, abierta, nerviosa.” Y también: “La risa: interminable, discreta, se-aproxima.” Y más delante, de nuevo la boca: “carnosa, abierta, ávida, nerviosa, imperial, ensalivada, más abierta, denotativa, sin más-allá” (47-8).
El adjetivo (o a veces un complemento predicativo, pues para este caso su función es la misma) sólo logra ser unívoco en el aquí y el ahora; pero en un lugar muy pequeño, demasiado pequeño, del aquí y el ahora. Al respecto, un enunciado memorable de Rivera Garza, cuando uno de sus personajes (el o la asesina) describe el filo de una navaja: “¿Habías notado que todo centro, cuando es centro, está vacío?” (85) ¿Y qué es un vacío? Una pista, lector detective, la encontramos en los siguientes cuatro versos de Alejandra Pizarnik, los cuales aparecen en las primeras páginas de La muerte me da. Cito: “Cuídate de mí, amor mío / cuídate de la silenciosa en el desierto / de la viajera con el vaso vacío / y de la sombra de su sombra.” (22-3)
Estos versos de Pizarnik son el primer mensaje dejado al lado de un cuerpo mutilado. Quien comete los asesinatos, por el mero hecho de escoger estos versos, proclama para sí tres epítetos, tres nombres, tres adjetivos. El segundo es una imagen recurrente a lo largo de la novela: el vaso vacío, la falta, el anhelo por llenarse ¿con qué?, ¿con lo otro? En la novela, el acto sexual es descrito en varios momentos como un círculo completo: el lugar donde el vaso se llena. Otro enunciado memorable: “Sólo el acoso de la muerte nos avienta con tanta furia hacia el cuerpo desconocido” (49). ¿La muerte me da porque me sucede?, ¿o será que la muerte me da un ansia de llenar el vaso vacío?, ¿o que la muerte me da precisamente eso que llena?
A diferencia de sus congéneres novelas de detectives, en La muerte me da el nombre del asesino serial y la consiguiente resolución del crimen (tras haberse atado los cabos sueltos de las pistas sembradas por la escritora, esa otra detective) están lejos, muy lejos, de ser el porqué de la novela. Ni siquiera sabemos si tratamos con un asesino o con una asesina. Sabemos que las víctimas son hombres (cuatro), que todos fueron castrados, que el miembro mutilado de las víctimas masculinas se lo queda el homicida, y que este o esta homicida deja, a manera de macabra firma, macabros versos de la macabra Alejandra Pizarnik; macabros por sí mismos, dado el surrealismo irreverente de la poeta, y por el contexto donde son ubicados.
Sospechamos que se trata de una asesina, sobre todo, porque ésta decide ponerse en contacto con la narradora y testigo --el yo ficcionalizado de Rivera Garza-- por medio de una serie de mensajes escritos desde una voz femenina. Sin embargo, como el asistente de la detective lo deja entrever, bien podría tratarse de un [cito] “hombre que quiere recuperar algo que es suyo” (145); pues la envidia del pene podría no ser sólo asunto de mujeres. Además, ya sabemos que el travestismo epistolar ya se practicaba desde los tiempos de la Décima Musa. ¿Un castrado vengativo, quizás?
Pero la identidad del asesino, ya lo sabemos, importa poco; y mucho menos su nombre. Si los mensajes los firma Gina Pane o Joachima Abramövic, o cualquier otro nombre, da lo mismo. El alguien que castra habla en otro de los mensajes sobre la concepción de sus nombres transitorios: “Un día encontré el nombre y lo tomé. Y me vi al espejo. Joachima, me dije. Y Joachima fui” (81). Los nombres, como cualquier otro adjetivo, limitan, constriñen. Si tuviéramos la memoria de un Funes, sabríamos que no nos alcanzarían todas las palabras, ni las permutaciones de sus letras, para terminar de nombrar al árbol, para hacerle justicia al árbol con un nombre verdaderamente denotativo. Salvo Valerio, el asistente de la detective, los personajes de La muerte me da son nombrados por atributos pasajeros, por epítetos más bien circunstanciales, y no por un nombre común; y no por un nombre que condene y cree expectativas inconscientes (la periodista de la nota roja tiene que aclarar que realmente es periodista, a pesar de escribir la nota roja). O peor aún: un nombre susceptible de ser desmembrado; como lo hace la propia narradora testigo cuando aparece el apellido Cortázar en uno de los poemas con que firma ese alguien que comete los crímenes: “Un cortar y un azar –palabras que, en ese momento, carecían de toda inocencia” (32). La feliz manía por desmembrar.
El último mensaje de la homicida describe cómo el papel donde está escrito ese mensaje, puesto contra el cristal de la ventana donde vive la testigo, será encontrado por ella y la detective; predice cuáles serán las reacciones de éstas, cómo se sentirán al descubrirlo, cómo tomarán el papel. “El mensaje es intocable. El mensaje está al otro lado del vidrio” (97), concluye la nota. Es un intento deliberado por unificar el momento de la escritura con el momento de la lectura. ¿Para qué? El séptimo mensaje puede darnos alguna luz al respecto.
La nota inicia con un párrafo como brotado de un sueño, un párrafo críptico que alguien debe abrir. Luego, ese alguien que también asesina y deja recados (y que si los escribe es porque quiere ser leída) pretende mostrarle a la Cristina personaje el arte de desmembrar; no hombres sino escritura, afortunadamente. La escribidora de recados se adentra en el párrafo como quien observa una figura fractal, y se lanza con furia hacia siete cuerpos desconocidos. Un par de ejemplos: Para la primera víctima, el primer cuerpo semántico, la asesina propone: “Las muñecas desventradas: ¿y no es un hombre sin pene una desventrada muñeca?” (87) Para la segunda víctima verbal: “La desilusión al encontrar pura estopa: porque cómo duele, ¿verdad, Cristina?, encontrar cuando se encuentra pura estopa” (87). Vasos llenos de nada.
Y luego, ese alguien que ahora se hace llamar Lynn Hershman (como la artista conceptual estadounidense) afirma que:
“El que analiza asesina.
Estoy segura que sabías eso, profesora.
El que lee con cuidado, descuartiza.
Todos matamos.
Esto es una navaja, no una broma.” (88)
Y así, el momento de la escritura se empalma con el momento de la lectura, para ponerle al lector en las manos el filo imposible de una palabra. El libro difícil, la escritura cruda, es el arma homicida; y el lector, un anhelante vaso vacío. De tal modo, el verdadero crimen, el que cuenta, el que duele más, no ocurre en la anécdota de la novela, como lo hacen los libros sospechosos que se dejan leer fácilmente. El que lee con cuidado, descuartiza.
Si se lo mira fríamente, todo crimen premeditado es una instalación. ¿Será por eso que la asesina eligió llamarse Lynn Hershman? Un asesino serial se preocupa por los detalles tanto como el artista, para que concluido el asunto venga alguien a leer la macabra a-puesta, expresiva al fin. Y es así como las detectives se convierten en espectadoras. La detective de La muerte me da camina por la escena del crimen como quien leyera El Pedro Páramo, con la misma maravilla en la mirada. A propósito, “el abandono en que me tuvo, se lo cobro caro” (140), le dice el rencoroso padre de la tercera víctima a la detective, cuando ésta fue a visitarlo para recabar información. Los abandonados son también vasos vacíos.
Pero volviendo a la detective espectadora, cuando ésta regresa al Callejón del Castrado (ya lo llamaban así) donde ocurrió el primer crimen, por donde Cristina la testigo corría al inicio de la novela el día que se topó con el bulto que era un cadáver (es mi primer cadáver, declara, el primero que encuentra quiere decir), el callejón donde alguien dejó un poema en los ladrillos de la pared de un restaurante chino, en “palabras diminutas, pintadas con esmalte para uñas color coral” (22), (la nota roja, quizás), cuando la detective espectadora vuelve a ese lugar de la instalación, enuncia en voz baja: “Ya tienes una audiencia”, lo dice para ese alguien que desmiembra cuerpos como palabras, “Sal que me muero de ganas de aplaudirte” (129). Pues resulta que yo quiero decirle lo mismo a la escritora de los libros difíciles".
--crg
[ponencia de Omar Miranda Flores en el 2ndo Coloquio de Verano en el contexto del Instituto Hispánico de Verano en UC-Santa Bárbara]
"La muerte me da (2007), de la escritora mexicana Cristina Rivera Garza, es una novela de detectives. En principio, fiel a su género, encontramos en ella un crimen, las pistas intencionadas hacia una posible resolución de ese crimen, y a los personajes característicos de este tipo historias: una detective y su asistente, una periodista, una testigo, un amante, y por supuesto el asesino serial. Desde aquel Arthur Gordon Pym, del gótico Poe, hasta el justiciero encapotado de la gótica ciudad, de Miller o Moore, el género se ha vuelto genérico y de fácil lectura. Sólo que Cristina Rivera Garza no gusta de los libros fáciles; es más, desconfía de los libros que se dejan leer con facilidad. Al menos así lo declara en La Mano Oblicua, su columna de los martes del diario Milenio. Rivera Garza sospecha del libro que le pide “como un amante celoso, una atención única, y además, pasiva; […] del libro que, aspirando borrar el mundo que hace posible su lectura, cree que puede sustituirlo; […] del libro que inicia sin otro objetivo más que el de llegar a su fin.”
Y es que a esta novela detectivesca de Cristina Rivera Garza, a La muerte me da, le importa poco o nada llegar a su fin. El viaje de esta lectura abandona la horizontal para buscarse en el vértigo de las exploraciones verticales. De tal modo, la escritura deja de ser mera concatenación sintagmática. El adjetivo, además, adquiere un rol primordial: se convierte en el agente de un viaje al interior del ser u objeto por él definidos. En La muerte me da, la escritura es sustancia (y el adjetivo de esa sustancia), es cuerpo (y el olor de ese cuerpo). Pero sucede que los cuerpos, en esta novela, se descubren irremediablemente mutilados. El drama del adjetivo consiste en que está condenado a ser apenas la sombra de aquello que intenta atrapar, la sombra de una sombra de una sombra; en no poder ser jamás el objeto mismo; en quedar atrapado en la voracidad de la entropía, en la ironía de la inapelable sucesión.
El cuarto capítulo de La muerte me da, titulado “El anhelo de la prosa”, tiene la forma de un ensayo escrito por el yo ficcionalizado de Cristina Rivera Garza, la testigo y narradora en esta historia detectivesca. Es un ensayo que trata sobre la poeta argentina Alejandra Pizarnik y su anhelante búsqueda por una prosa ideal. La Cristina crítica literaria de ese apartado, hace una certera descripción de la prosa que legó Alejandra Pizarnik, una descripción que bien puede aplicarse al tipo de escritura hacia el vértigo de lo interior de la Cristina que escribe. Toda gran novela, dicen, contiene su propia teoría. Cito:
“Alejada de la linealidad que suele asociarse con la narrativa y fuera también del campo de influencia de la anécdota, la prosa pizarnikiana [como la de Rivera Garza] corta con frecuencia los hilos del significado del lenguaje a través de líneas o párrafos que toman la forma de fragmentos. La estructura que congrega a estas partículas textuales responde más a las yuxtaposiciones espaciales de un collage que a las sucesiones temporales o lógicas de un relato.” (184)
El apartado noveno, en el primer capítulo de La muerte me da, se titula “El adjetivo que corta”, y se nos presenta como una lista de los atributos que la narradora percibe de su compañero, los cuales son igualados con dos puntos a los adjetivos que ella les adjudica a dichos atributos. Así: “La voz: de otro mundo, al ras del suelo, repentina.” O: “La boca: carne de mi carne, estriada, abierta, nerviosa.” Y también: “La risa: interminable, discreta, se-aproxima.” Y más delante, de nuevo la boca: “carnosa, abierta, ávida, nerviosa, imperial, ensalivada, más abierta, denotativa, sin más-allá” (47-8).
El adjetivo (o a veces un complemento predicativo, pues para este caso su función es la misma) sólo logra ser unívoco en el aquí y el ahora; pero en un lugar muy pequeño, demasiado pequeño, del aquí y el ahora. Al respecto, un enunciado memorable de Rivera Garza, cuando uno de sus personajes (el o la asesina) describe el filo de una navaja: “¿Habías notado que todo centro, cuando es centro, está vacío?” (85) ¿Y qué es un vacío? Una pista, lector detective, la encontramos en los siguientes cuatro versos de Alejandra Pizarnik, los cuales aparecen en las primeras páginas de La muerte me da. Cito: “Cuídate de mí, amor mío / cuídate de la silenciosa en el desierto / de la viajera con el vaso vacío / y de la sombra de su sombra.” (22-3)
Estos versos de Pizarnik son el primer mensaje dejado al lado de un cuerpo mutilado. Quien comete los asesinatos, por el mero hecho de escoger estos versos, proclama para sí tres epítetos, tres nombres, tres adjetivos. El segundo es una imagen recurrente a lo largo de la novela: el vaso vacío, la falta, el anhelo por llenarse ¿con qué?, ¿con lo otro? En la novela, el acto sexual es descrito en varios momentos como un círculo completo: el lugar donde el vaso se llena. Otro enunciado memorable: “Sólo el acoso de la muerte nos avienta con tanta furia hacia el cuerpo desconocido” (49). ¿La muerte me da porque me sucede?, ¿o será que la muerte me da un ansia de llenar el vaso vacío?, ¿o que la muerte me da precisamente eso que llena?
A diferencia de sus congéneres novelas de detectives, en La muerte me da el nombre del asesino serial y la consiguiente resolución del crimen (tras haberse atado los cabos sueltos de las pistas sembradas por la escritora, esa otra detective) están lejos, muy lejos, de ser el porqué de la novela. Ni siquiera sabemos si tratamos con un asesino o con una asesina. Sabemos que las víctimas son hombres (cuatro), que todos fueron castrados, que el miembro mutilado de las víctimas masculinas se lo queda el homicida, y que este o esta homicida deja, a manera de macabra firma, macabros versos de la macabra Alejandra Pizarnik; macabros por sí mismos, dado el surrealismo irreverente de la poeta, y por el contexto donde son ubicados.
Sospechamos que se trata de una asesina, sobre todo, porque ésta decide ponerse en contacto con la narradora y testigo --el yo ficcionalizado de Rivera Garza-- por medio de una serie de mensajes escritos desde una voz femenina. Sin embargo, como el asistente de la detective lo deja entrever, bien podría tratarse de un [cito] “hombre que quiere recuperar algo que es suyo” (145); pues la envidia del pene podría no ser sólo asunto de mujeres. Además, ya sabemos que el travestismo epistolar ya se practicaba desde los tiempos de la Décima Musa. ¿Un castrado vengativo, quizás?
Pero la identidad del asesino, ya lo sabemos, importa poco; y mucho menos su nombre. Si los mensajes los firma Gina Pane o Joachima Abramövic, o cualquier otro nombre, da lo mismo. El alguien que castra habla en otro de los mensajes sobre la concepción de sus nombres transitorios: “Un día encontré el nombre y lo tomé. Y me vi al espejo. Joachima, me dije. Y Joachima fui” (81). Los nombres, como cualquier otro adjetivo, limitan, constriñen. Si tuviéramos la memoria de un Funes, sabríamos que no nos alcanzarían todas las palabras, ni las permutaciones de sus letras, para terminar de nombrar al árbol, para hacerle justicia al árbol con un nombre verdaderamente denotativo. Salvo Valerio, el asistente de la detective, los personajes de La muerte me da son nombrados por atributos pasajeros, por epítetos más bien circunstanciales, y no por un nombre común; y no por un nombre que condene y cree expectativas inconscientes (la periodista de la nota roja tiene que aclarar que realmente es periodista, a pesar de escribir la nota roja). O peor aún: un nombre susceptible de ser desmembrado; como lo hace la propia narradora testigo cuando aparece el apellido Cortázar en uno de los poemas con que firma ese alguien que comete los crímenes: “Un cortar y un azar –palabras que, en ese momento, carecían de toda inocencia” (32). La feliz manía por desmembrar.
El último mensaje de la homicida describe cómo el papel donde está escrito ese mensaje, puesto contra el cristal de la ventana donde vive la testigo, será encontrado por ella y la detective; predice cuáles serán las reacciones de éstas, cómo se sentirán al descubrirlo, cómo tomarán el papel. “El mensaje es intocable. El mensaje está al otro lado del vidrio” (97), concluye la nota. Es un intento deliberado por unificar el momento de la escritura con el momento de la lectura. ¿Para qué? El séptimo mensaje puede darnos alguna luz al respecto.
La nota inicia con un párrafo como brotado de un sueño, un párrafo críptico que alguien debe abrir. Luego, ese alguien que también asesina y deja recados (y que si los escribe es porque quiere ser leída) pretende mostrarle a la Cristina personaje el arte de desmembrar; no hombres sino escritura, afortunadamente. La escribidora de recados se adentra en el párrafo como quien observa una figura fractal, y se lanza con furia hacia siete cuerpos desconocidos. Un par de ejemplos: Para la primera víctima, el primer cuerpo semántico, la asesina propone: “Las muñecas desventradas: ¿y no es un hombre sin pene una desventrada muñeca?” (87) Para la segunda víctima verbal: “La desilusión al encontrar pura estopa: porque cómo duele, ¿verdad, Cristina?, encontrar cuando se encuentra pura estopa” (87). Vasos llenos de nada.
Y luego, ese alguien que ahora se hace llamar Lynn Hershman (como la artista conceptual estadounidense) afirma que:
“El que analiza asesina.
Estoy segura que sabías eso, profesora.
El que lee con cuidado, descuartiza.
Todos matamos.
Esto es una navaja, no una broma.” (88)
Y así, el momento de la escritura se empalma con el momento de la lectura, para ponerle al lector en las manos el filo imposible de una palabra. El libro difícil, la escritura cruda, es el arma homicida; y el lector, un anhelante vaso vacío. De tal modo, el verdadero crimen, el que cuenta, el que duele más, no ocurre en la anécdota de la novela, como lo hacen los libros sospechosos que se dejan leer fácilmente. El que lee con cuidado, descuartiza.
Si se lo mira fríamente, todo crimen premeditado es una instalación. ¿Será por eso que la asesina eligió llamarse Lynn Hershman? Un asesino serial se preocupa por los detalles tanto como el artista, para que concluido el asunto venga alguien a leer la macabra a-puesta, expresiva al fin. Y es así como las detectives se convierten en espectadoras. La detective de La muerte me da camina por la escena del crimen como quien leyera El Pedro Páramo, con la misma maravilla en la mirada. A propósito, “el abandono en que me tuvo, se lo cobro caro” (140), le dice el rencoroso padre de la tercera víctima a la detective, cuando ésta fue a visitarlo para recabar información. Los abandonados son también vasos vacíos.
Pero volviendo a la detective espectadora, cuando ésta regresa al Callejón del Castrado (ya lo llamaban así) donde ocurrió el primer crimen, por donde Cristina la testigo corría al inicio de la novela el día que se topó con el bulto que era un cadáver (es mi primer cadáver, declara, el primero que encuentra quiere decir), el callejón donde alguien dejó un poema en los ladrillos de la pared de un restaurante chino, en “palabras diminutas, pintadas con esmalte para uñas color coral” (22), (la nota roja, quizás), cuando la detective espectadora vuelve a ese lugar de la instalación, enuncia en voz baja: “Ya tienes una audiencia”, lo dice para ese alguien que desmiembra cuerpos como palabras, “Sal que me muero de ganas de aplaudirte” (129). Pues resulta que yo quiero decirle lo mismo a la escritora de los libros difíciles".
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THROUGH THE CUTLERY
[Un día aconteció después de soñarlo muchas veces: ahí, entre el público, sentado frente a un texto, se encontraba uno de los personajes de libro. Nicola Gavioli--nacido en Italia, residente de Lisboa, estudiante en Santa Bárbara--tomó el micrófono y se describió: se trataba de un personaje definitivamente menor, al que le había puesto yo poca atención durante los días vertiginosos de ese libro, mencionándola de paso e, incluso entonces, en el plural omnívoro dentro del cual todo pierde importancia. Era una de esas chicas de pelo lacio y pecas que se esconden tras de otras chicas de pelo lacio y pecas. Nicola, escribiendo por primer vez en español, escribió lo que sigue abajo (una ponencia ¿experimental? en el 2ndo Coloquio de Verano del Hispanic Institute en UCSB). Nicola, que existe. Nicola, que definitivamente es real. Las negritas son mías]
"Si me lo piden, si lo quieren saber y si el chico en frente de mí que no conozco y que contesta a todas las preguntas como un siervo en esta aparatosa y enormísima clase, si levanto mi cabeza y no me duele de repente, puede ser que lo diga: Yo, yo tengo miedo de Cristina Rivera Garza.
Poco me importa interrumpir ahora la clase: esto es el trabajo de nosotras las gorditas y torpes criaturas de los últimos bancos. Siempre decimos que sí con la cabeza para demostrar que entendimos, o para acompañar a lo que estos chicos y estas chicas furibundas teorizan sobre temas como el género de la escritura, pensadores franceses y otras indigestiones, otros delirios de protagonismo. Cuando nosotras hablamos, lo hacemos para decir lo que se queda fuera de lugar, lo que es infantil, detectando la mirada oblicua de ángel decaído de las compañeras lésbicas militantes de cabezotas teoréticas. Pero no hablo. Hoy tampoco voy a hablar. Pienso levantarme hoy, pero después de la clase, después de copiar la tarea escrita en el pizarrón, como una buena chica. Ayer algo pasó aquí. Y en mi vida. Una mujer, una mujer que nunca había visto, levantó la voz y miró a la profesora Rivera Garza. Le preguntó en tono polémico (y resonó como un disparo : “¿Pero usted. Usted misma. ¿Usted escribe como mujer?…Usted escribe…Debe tener una posición al respecto”) provocando una reacción de general estupefacción. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué hacia aquí? Su voz, su mirada segura quebró una pared sutil, reveló una sorprendente fragilidad. Descompuso un orden. Me pareció que al final de la clase ella quiso hablar un poco más con la profesora. Traía un mantel. Pareció de repente más tímida. El mantel agigantado, la cara mirando para abajo para remediar, para pedir perdón, tal vez. Ya se conocían . La mujer después se fue y con ella también las cabezonas de mis compañeras.
Nunca había hablado a solas con la profesora. Pero yo también quería tomar mi venganza, aprovecharme de su fragilidad en su horario de oficina. Ayer, en el día de mi pequeña revolución. En eso de una distracción suya, preguntándole sobre el trabajo final para su clase, le robé unos papeles que tenía en su mesa. Un gesto absurdo, irremediable. Yo sí tengo miedo de Cristina Rivera Garza. No debe haber descubierto todavía la falta, sus papeles que llevo en mi mochila. Ninguna sospecha en su cara, en su voz. Ha dado su clase como siempre pero la mujer, la de la pregunta revolucionaria, ya no estaba.
Pasé la noche de ayer casi insomne. La verdad es que esas hojas que le robé a la profesora me regañan. Continuamente me duelen en la mochila y en las sábanas de mi cama, cuando se apagan las luces de la casa. Todavía no se escucha la rumba molesta de mi hermano, su sueño de animal terciario, sus ruidos de macho. Sus narices de caballo asfixiado. En la hora en que se paga cuando una es descubierta leyendo. Importunada. Hombres y mujeres padecen de un mal al que nunca le vamos a dar la vuelta. Mi hermano y su nueva yegua, en la cama. Yo y mis papeles robados. Una rabia de destrucción, de venganza también contra él. No fue descubierta hoy, pero mañana va a ser el día. Cristina Rivera Garza y sus papeles. Que rara empieza esta historia de la profesora. “Pero si es un cuerpo”. Una mujer descubre el cuerpo de un hombre castrado, tan joven que pudiera ser mi hermano en la habitación de lado. Ahora escucho, finalmente. En mi cabeza también esta película, Párpados azules, dónde también la menor de las mujeres, una Giulietta Masina sin talento para la felicidad (una de nosotras), tiene su pequeña explosión y su pequeña esperanza. Gracias a un evento incontrolable, un pajarito que la estrangula en una historia que parecía no merecer. Un evento incontrolable como la castración de ese chico del libro. A la profesora también le gustan las historias de terror. ¿Le gustará Stephen King? No sabía que ella escribiera esas cosas. Me voy a quedar muy mal esta noche. En estos papeles hay algo que me da nervios. Una cosa rota y abierta, escribe ella. Un cuerpo abierto, unas cosas rojas en la calle y mis manos protegiendo hasta lo que no tengo. Las sábanas iluminadas cuando pasan mi padres frente a la puerta de mi habitación, con mi cabeza abajo para defender mi derecho de leer por la noche, a pesar de la escuela temprano por la mañana. Fragmentos y fragmentitos malvados, los de Rivera Garza. Esas manos asesinas del mal, en los callejones como víboras. Y la muerte, sobre todo. En la noche desmesurada de la Ciudad de México.
He hecho una vez una búsqueda sobre el tema del mal en la literatura. Todavía tengo el artículo… Aquí está. Mario Vargas Llosa, hablando de su colega Coetzee. Me gustan los escritores que hablan de otros escritores. Los artífices pensando en la materia de su propio trabajo, en el momento de poner sus manos en el motor de la máquina. Escribe Vargas Llosa que su colega Coetzee quiso hablar del mal en una conferencia en Tilburg pero leyendo las palabras de una máscara, de un personaje imaginario, un personaje de su ficción llamada Elizabeth Costello. “En vez de abordar de frente el asunto del mal, Elizabeth Costello lo hizo de manera indirecta, refiriendo el sufrimiento, el bochorno y la vergüenza que padeció leyendo una novela de Paul West, The Very Rich Hours of Count von Stauffenberg, en la que el novelista inglés describe (o, más bien, inventa) la manera como fueron perseguidos, torturados y ejecutados los participantes en aquella fracasada conjura para asesinar a Hitler. “¿Por qué me hace esto a mí?”, se pregunta Elizabeth, sublevada de horror, al verse arrastrada en las páginas del relato a esos sótanos de infierno donde debe ser testigo de la minuciosa violencia que debieron sufrir aquellos hombres, y de la innoble, ignominiosa muerte que les infligieron los verdugos. Que la novela la someta a semejante degradación y crueldad la veja y la ofende. La palabra que inmediatamente viene a su conciencia es: “Obsceno”. Paul West ha cometido una obscenidad exponiendo a la luz pública aquellas escenas que expresan las peores formas de la vileza y el sadismo de que es capaz el alma humana. A ella, esa lectura no la ha enriquecido en modo alguno; más bien, la ha ensuciado enmelándole el espíritu con algo de las miasmas de inhumanidad y salvajismo que exhalaban sus páginas. Y, entonces, la novelista australiana se dice que, así como certa literatura hace a las gentes mejores, otra las hace peores y que ello, evidentemente, no depende sólo de lo bien o mal hecha que esté, de su factura artística, sino también de lo que diga o calle… ¿Cúal es la solución?...Respetar los “lugares prohibidos” (forbidden places), eludir ciertos temas y motivos cuya sola aparición en libro tiene la maléfica consecuencia de aumentar las dosis de dolor y violencia en la vida de los seres humanos”. Ya tenemos suficientes Ciudades Juárez aquí, como en todos lados. Pero también es un mal pensar en conocer a una persona, a una profesora que después escribe con esa violencia. A una profesora a quien sí le debe gustar Stephen King. Pero esta novela es diferente. La violencia empieza y termina en un círculo estricto. Lo que no entiendo es la serpiente de su escritura. Ese hondo ir y venir. Ese cisne negro, ese inesperado cisne negro que está aquí en mis manos. Soy una buena lectora a pesar de que no me gustan los teóricos franceses. Pero no me esperaba eso. Existen cisnes negros en ese mundo de la escritura y ¡que manos tan inquietas! descubro aquí contándome una historia. Nunca pensé en eso. Existen escritos que son como las arañas venenosas debajo de tu cama que sorprendes en la pared poco antes de que te pongas a dormir. ¡Qué salto que das entonces! Como la cara de la profesora al no encontrar ya sus papeles en la oficina. La sospecha hacia sus estudiantes. Un poquito de mal, en eso también: pero el mal con la letra pequeña. ¿Cúal es la anatomía de la novela que sorprende, esa araña repelente? He leído a Joyce. Me cansé de Joyce. He leído a Faulkner. Me cansé de Faulkner. He leído a mi hermano. Me cansé de las novelas experimentales de mi hermano. Esos organismos que son la novelas y que nos piden sus atenciones y nos quieren deslumbrar, robándonos. ¿Qué esfuerzos atléticos no harían los escritores para impresionar a una chica de pelo lacio y pecas en la cara como yo? La muerte me da, me repito. Cuando leo esas líneas ya no escucho mi voz. Ni a las de los personajes. No sé quién está hablando, a veces. Escucho a la profesora, leo con su voz en mi cabeza. Y esto me ayuda a organizar ese texto. Entiendo una voz dialogando y modulando su canción, mucho más que las fronteras de la Detective y de la Periodista y de quién sabe quién más. Entiendo una voz única que ya no dice “Yo, la Detective” sino “Yo, la lectora”. Yo también en esta historia. Algunas de estas frases las digo yo, me toca a mí modularla con mi voz, con mis dientes imperfectos y con los frenos pagados por mis padres con el trabajo -no de sus mentes- sino de sus brazos. Quiero decir, las podría estar diciendo. Y la Detective no debería perder su tiempo persiguiendo un improbable castrador de los callejones, sino ponerse a escuchar las pistas de ese relato tortuoso, pedir la identidad al testigo – la testigo – de los eventos sanguinarios, encontrar el centro de ese discurso de ventrílocua que quiere decirlo todo. Pero ese lenguaje no lo puede decir todo. Veo a ese monstrito elástico – el lenguaje – debatirse, correr atrás de una voluntad omnívora siempre lejana, de paso incalculable. Impredecible como la reacción de mis padres cuando descubran las malas notas de matemáticas que falsifico. Si pudiera olvidarme del horror de mis dibujos, me pondría a dibujar la cara de ese lenguaje de Cristina. Bastarían tal vez una líneas curvas que salgan del papel sin tomar la forma de una cosa, un animal, una persona. O un grupo de personas en fila para subir a un autobús; y sus rabias, sus frustraciones, sus alegrías cuando llama el novio al celular, su inquietud de llegar tarde al lugar de su cita y no encontrar a nadie más esperándole. Me pongo entonces a escuchar mi voz, bajita, a leer debajo de las sábanas. Se abre un sentido, me olvidé de las páginas anteriores, me concentro en el núcleo del detalle, me escucho a mí misma y a mí súbita incomprensión. En ese lenguaje palpita un miedo. Tiempo. Miedo. Ansiedad. Consciencia de dejar atrás mucho de lo necesario y que tiene que ser dicho pero ¿en qué punto de la historia y de qué manera? Miedo de no poder llegar a un centro; miedo de que sea esta novela inevitablemente un cisne negro. La enfermedad de ese lenguaje no aspira a curas homeopáticas. El mal no es un asesino; es privarnos de todo (la historia policíaca, la solución del caso, la jerarquía) y sustituir todo eso con la constatación de que nuestras palabras –las mías también– pasean por el borde de lo que queremos decir. Y yo, desde el fundo de las sillas de la clase, tampoco eso digo".
--crg
[Un día aconteció después de soñarlo muchas veces: ahí, entre el público, sentado frente a un texto, se encontraba uno de los personajes de libro. Nicola Gavioli--nacido en Italia, residente de Lisboa, estudiante en Santa Bárbara--tomó el micrófono y se describió: se trataba de un personaje definitivamente menor, al que le había puesto yo poca atención durante los días vertiginosos de ese libro, mencionándola de paso e, incluso entonces, en el plural omnívoro dentro del cual todo pierde importancia. Era una de esas chicas de pelo lacio y pecas que se esconden tras de otras chicas de pelo lacio y pecas. Nicola, escribiendo por primer vez en español, escribió lo que sigue abajo (una ponencia ¿experimental? en el 2ndo Coloquio de Verano del Hispanic Institute en UCSB). Nicola, que existe. Nicola, que definitivamente es real. Las negritas son mías]
"Si me lo piden, si lo quieren saber y si el chico en frente de mí que no conozco y que contesta a todas las preguntas como un siervo en esta aparatosa y enormísima clase, si levanto mi cabeza y no me duele de repente, puede ser que lo diga: Yo, yo tengo miedo de Cristina Rivera Garza.
Poco me importa interrumpir ahora la clase: esto es el trabajo de nosotras las gorditas y torpes criaturas de los últimos bancos. Siempre decimos que sí con la cabeza para demostrar que entendimos, o para acompañar a lo que estos chicos y estas chicas furibundas teorizan sobre temas como el género de la escritura, pensadores franceses y otras indigestiones, otros delirios de protagonismo. Cuando nosotras hablamos, lo hacemos para decir lo que se queda fuera de lugar, lo que es infantil, detectando la mirada oblicua de ángel decaído de las compañeras lésbicas militantes de cabezotas teoréticas. Pero no hablo. Hoy tampoco voy a hablar. Pienso levantarme hoy, pero después de la clase, después de copiar la tarea escrita en el pizarrón, como una buena chica. Ayer algo pasó aquí. Y en mi vida. Una mujer, una mujer que nunca había visto, levantó la voz y miró a la profesora Rivera Garza. Le preguntó en tono polémico (y resonó como un disparo : “¿Pero usted. Usted misma. ¿Usted escribe como mujer?…Usted escribe…Debe tener una posición al respecto”) provocando una reacción de general estupefacción. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué hacia aquí? Su voz, su mirada segura quebró una pared sutil, reveló una sorprendente fragilidad. Descompuso un orden. Me pareció que al final de la clase ella quiso hablar un poco más con la profesora. Traía un mantel. Pareció de repente más tímida. El mantel agigantado, la cara mirando para abajo para remediar, para pedir perdón, tal vez. Ya se conocían . La mujer después se fue y con ella también las cabezonas de mis compañeras.
Nunca había hablado a solas con la profesora. Pero yo también quería tomar mi venganza, aprovecharme de su fragilidad en su horario de oficina. Ayer, en el día de mi pequeña revolución. En eso de una distracción suya, preguntándole sobre el trabajo final para su clase, le robé unos papeles que tenía en su mesa. Un gesto absurdo, irremediable. Yo sí tengo miedo de Cristina Rivera Garza. No debe haber descubierto todavía la falta, sus papeles que llevo en mi mochila. Ninguna sospecha en su cara, en su voz. Ha dado su clase como siempre pero la mujer, la de la pregunta revolucionaria, ya no estaba.
Pasé la noche de ayer casi insomne. La verdad es que esas hojas que le robé a la profesora me regañan. Continuamente me duelen en la mochila y en las sábanas de mi cama, cuando se apagan las luces de la casa. Todavía no se escucha la rumba molesta de mi hermano, su sueño de animal terciario, sus ruidos de macho. Sus narices de caballo asfixiado. En la hora en que se paga cuando una es descubierta leyendo. Importunada. Hombres y mujeres padecen de un mal al que nunca le vamos a dar la vuelta. Mi hermano y su nueva yegua, en la cama. Yo y mis papeles robados. Una rabia de destrucción, de venganza también contra él. No fue descubierta hoy, pero mañana va a ser el día. Cristina Rivera Garza y sus papeles. Que rara empieza esta historia de la profesora. “Pero si es un cuerpo”. Una mujer descubre el cuerpo de un hombre castrado, tan joven que pudiera ser mi hermano en la habitación de lado. Ahora escucho, finalmente. En mi cabeza también esta película, Párpados azules, dónde también la menor de las mujeres, una Giulietta Masina sin talento para la felicidad (una de nosotras), tiene su pequeña explosión y su pequeña esperanza. Gracias a un evento incontrolable, un pajarito que la estrangula en una historia que parecía no merecer. Un evento incontrolable como la castración de ese chico del libro. A la profesora también le gustan las historias de terror. ¿Le gustará Stephen King? No sabía que ella escribiera esas cosas. Me voy a quedar muy mal esta noche. En estos papeles hay algo que me da nervios. Una cosa rota y abierta, escribe ella. Un cuerpo abierto, unas cosas rojas en la calle y mis manos protegiendo hasta lo que no tengo. Las sábanas iluminadas cuando pasan mi padres frente a la puerta de mi habitación, con mi cabeza abajo para defender mi derecho de leer por la noche, a pesar de la escuela temprano por la mañana. Fragmentos y fragmentitos malvados, los de Rivera Garza. Esas manos asesinas del mal, en los callejones como víboras. Y la muerte, sobre todo. En la noche desmesurada de la Ciudad de México.
He hecho una vez una búsqueda sobre el tema del mal en la literatura. Todavía tengo el artículo… Aquí está. Mario Vargas Llosa, hablando de su colega Coetzee. Me gustan los escritores que hablan de otros escritores. Los artífices pensando en la materia de su propio trabajo, en el momento de poner sus manos en el motor de la máquina. Escribe Vargas Llosa que su colega Coetzee quiso hablar del mal en una conferencia en Tilburg pero leyendo las palabras de una máscara, de un personaje imaginario, un personaje de su ficción llamada Elizabeth Costello. “En vez de abordar de frente el asunto del mal, Elizabeth Costello lo hizo de manera indirecta, refiriendo el sufrimiento, el bochorno y la vergüenza que padeció leyendo una novela de Paul West, The Very Rich Hours of Count von Stauffenberg, en la que el novelista inglés describe (o, más bien, inventa) la manera como fueron perseguidos, torturados y ejecutados los participantes en aquella fracasada conjura para asesinar a Hitler. “¿Por qué me hace esto a mí?”, se pregunta Elizabeth, sublevada de horror, al verse arrastrada en las páginas del relato a esos sótanos de infierno donde debe ser testigo de la minuciosa violencia que debieron sufrir aquellos hombres, y de la innoble, ignominiosa muerte que les infligieron los verdugos. Que la novela la someta a semejante degradación y crueldad la veja y la ofende. La palabra que inmediatamente viene a su conciencia es: “Obsceno”. Paul West ha cometido una obscenidad exponiendo a la luz pública aquellas escenas que expresan las peores formas de la vileza y el sadismo de que es capaz el alma humana. A ella, esa lectura no la ha enriquecido en modo alguno; más bien, la ha ensuciado enmelándole el espíritu con algo de las miasmas de inhumanidad y salvajismo que exhalaban sus páginas. Y, entonces, la novelista australiana se dice que, así como certa literatura hace a las gentes mejores, otra las hace peores y que ello, evidentemente, no depende sólo de lo bien o mal hecha que esté, de su factura artística, sino también de lo que diga o calle… ¿Cúal es la solución?...Respetar los “lugares prohibidos” (forbidden places), eludir ciertos temas y motivos cuya sola aparición en libro tiene la maléfica consecuencia de aumentar las dosis de dolor y violencia en la vida de los seres humanos”. Ya tenemos suficientes Ciudades Juárez aquí, como en todos lados. Pero también es un mal pensar en conocer a una persona, a una profesora que después escribe con esa violencia. A una profesora a quien sí le debe gustar Stephen King. Pero esta novela es diferente. La violencia empieza y termina en un círculo estricto. Lo que no entiendo es la serpiente de su escritura. Ese hondo ir y venir. Ese cisne negro, ese inesperado cisne negro que está aquí en mis manos. Soy una buena lectora a pesar de que no me gustan los teóricos franceses. Pero no me esperaba eso. Existen cisnes negros en ese mundo de la escritura y ¡que manos tan inquietas! descubro aquí contándome una historia. Nunca pensé en eso. Existen escritos que son como las arañas venenosas debajo de tu cama que sorprendes en la pared poco antes de que te pongas a dormir. ¡Qué salto que das entonces! Como la cara de la profesora al no encontrar ya sus papeles en la oficina. La sospecha hacia sus estudiantes. Un poquito de mal, en eso también: pero el mal con la letra pequeña. ¿Cúal es la anatomía de la novela que sorprende, esa araña repelente? He leído a Joyce. Me cansé de Joyce. He leído a Faulkner. Me cansé de Faulkner. He leído a mi hermano. Me cansé de las novelas experimentales de mi hermano. Esos organismos que son la novelas y que nos piden sus atenciones y nos quieren deslumbrar, robándonos. ¿Qué esfuerzos atléticos no harían los escritores para impresionar a una chica de pelo lacio y pecas en la cara como yo? La muerte me da, me repito. Cuando leo esas líneas ya no escucho mi voz. Ni a las de los personajes. No sé quién está hablando, a veces. Escucho a la profesora, leo con su voz en mi cabeza. Y esto me ayuda a organizar ese texto. Entiendo una voz dialogando y modulando su canción, mucho más que las fronteras de la Detective y de la Periodista y de quién sabe quién más. Entiendo una voz única que ya no dice “Yo, la Detective” sino “Yo, la lectora”. Yo también en esta historia. Algunas de estas frases las digo yo, me toca a mí modularla con mi voz, con mis dientes imperfectos y con los frenos pagados por mis padres con el trabajo -no de sus mentes- sino de sus brazos. Quiero decir, las podría estar diciendo. Y la Detective no debería perder su tiempo persiguiendo un improbable castrador de los callejones, sino ponerse a escuchar las pistas de ese relato tortuoso, pedir la identidad al testigo – la testigo – de los eventos sanguinarios, encontrar el centro de ese discurso de ventrílocua que quiere decirlo todo. Pero ese lenguaje no lo puede decir todo. Veo a ese monstrito elástico – el lenguaje – debatirse, correr atrás de una voluntad omnívora siempre lejana, de paso incalculable. Impredecible como la reacción de mis padres cuando descubran las malas notas de matemáticas que falsifico. Si pudiera olvidarme del horror de mis dibujos, me pondría a dibujar la cara de ese lenguaje de Cristina. Bastarían tal vez una líneas curvas que salgan del papel sin tomar la forma de una cosa, un animal, una persona. O un grupo de personas en fila para subir a un autobús; y sus rabias, sus frustraciones, sus alegrías cuando llama el novio al celular, su inquietud de llegar tarde al lugar de su cita y no encontrar a nadie más esperándole. Me pongo entonces a escuchar mi voz, bajita, a leer debajo de las sábanas. Se abre un sentido, me olvidé de las páginas anteriores, me concentro en el núcleo del detalle, me escucho a mí misma y a mí súbita incomprensión. En ese lenguaje palpita un miedo. Tiempo. Miedo. Ansiedad. Consciencia de dejar atrás mucho de lo necesario y que tiene que ser dicho pero ¿en qué punto de la historia y de qué manera? Miedo de no poder llegar a un centro; miedo de que sea esta novela inevitablemente un cisne negro. La enfermedad de ese lenguaje no aspira a curas homeopáticas. El mal no es un asesino; es privarnos de todo (la historia policíaca, la solución del caso, la jerarquía) y sustituir todo eso con la constatación de que nuestras palabras –las mías también– pasean por el borde de lo que queremos decir. Y yo, desde el fundo de las sillas de la clase, tampoco eso digo".
--crg
Saturday, July 11, 2009
Friday, July 10, 2009
29 MISIVAS DESDE LA FRONTERA MÁS DISTANTE/ 29 LETTERS FROM THE OUTMOST BORDER
LA PREGUNTA DE AGRIPINA
Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
Entonces le pregunté a mi mujer:
⎯¿En qué país estamos, Agripina?
Y ella se alzó de hombros.
Juan Rulfo, Luvina, El Llano en llamas
Port Simpson, Ostrava, North Portal, Gotesty, Los Vidrios, MIkulov, San Fernando de Atabapo, Frumusita, Zgorzelec, Rincon, Konrsjo, Nighthawk, Druzba, Al-Jaghbub, Solovjesk, Bajgiran, Blatinica, Osoyoos, Nevado Ojos del Salado, Rörbäcks, Laa an der Thaya
LA RESPUESTA DE AGRIPINA
⎯¿Por qué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
⎯Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
⎯¿Qué país es éste, Agripina?
Y ella volvió a alzarse de hombros.
Juan Rulfo, Luvina, El llano en llamas
en 2ndo Coloquio de Verano
Julio 11, 2009
UCSB/Gibraltar Santa Ynex
1:00 pm
ENTRADA GRATIS
--crg
LA PREGUNTA DE AGRIPINA
Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
Entonces le pregunté a mi mujer:
⎯¿En qué país estamos, Agripina?
Y ella se alzó de hombros.
Juan Rulfo, Luvina, El Llano en llamas
Port Simpson, Ostrava, North Portal, Gotesty, Los Vidrios, MIkulov, San Fernando de Atabapo, Frumusita, Zgorzelec, Rincon, Konrsjo, Nighthawk, Druzba, Al-Jaghbub, Solovjesk, Bajgiran, Blatinica, Osoyoos, Nevado Ojos del Salado, Rörbäcks, Laa an der Thaya
LA RESPUESTA DE AGRIPINA
⎯¿Por qué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
⎯Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
⎯¿Qué país es éste, Agripina?
Y ella volvió a alzarse de hombros.
Juan Rulfo, Luvina, El llano en llamas
en 2ndo Coloquio de Verano
Julio 11, 2009
UCSB/Gibraltar Santa Ynex
1:00 pm
ENTRADA GRATIS
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