LA MUJER DE HU
El ángel quiere la felicidad: el contraste en el que la ebriedad de la única vez, de lo nuevo, de lo todavía no experimentado, se une a la beatitud del todavía una vez más, de la recuperación, de lo vivido.
Walter Benjamin, Agesilaus Santander
--crg
UN VERDE ASÍ
Cosa de asomarse al cuenco de agua y encontrarlo. Un verde así. La urgencia de vivir es a veces abrumadora. Una legión de hormigas avanza desde la nuca hasta el plexo solar a paso redoblado. Las cosquillas y la ansiedad provocan una risa similar. Algunos creen que el esternón es, de hecho, un abismo. Un último paso. Un saludo marcial. El ejército y el amor han coincidido ya en varias metáforas históricas. El cuerpo, que cae. Ad/herir. ¿Te conté de la más reciente expedición hacia Shangai? Encontramos las verticales varas del hinojo de camino al mar. La decisión de cortar implica siempre un ingrediente de crueldad. Lo caminos, por alguna razón extraña, serpentean. La raíz, ya fuera de la tierra, adquiere una apariencia ominosa. Al Hacia Afuera, en ciertas circunstancias, se le llama Extimidad. El uso de las mayúsculas tiende a ser significativo. De repente, de esa nada que suele ser verde, la fecha: ca. 2010. El presente no deja ir al presente. En inglés, el presente es un regalo. Te tomo. Te bebo. Te consumo. Sería esto un arma o una cerviz. Ciertas preguntas no precisan de signos de interrogación. Hay plantas cuyo aroma. El momento en que la taza se posa sobre el labio inferior y el humo se introduce a gran velocidad por las fosas nasales. EvocarInvocarProvocar. !Pero es que hay tantas formas en la calma y tantas otras en la piedad! Un fotógrafo profesional sin duda pondría atención en las marcas de las estrías justo en la orilla del trasto. Se compran pequeños hábitos, pequeñas esperanzas. La vida ejerce una presión constante sobre la piel. El pasar del tiempo. Podríamos decir algo. Hervir, como la sangre. Hervir, como esa manera de esterilizar. Hervir, como uno de los modos de la palabra ebullición. El primer trago de té me enseña algo sobre aquella ira con la que empezó todo en Occidente. El segundo trago es en realidad un paisaje que se desliza, entero, por entre los cálidos órganos. Este es mi aliento. Ésta mi tenue callada diminuta respiración.
[en itálicas, frase de @isaimoreno y de Peter Sloterdijk, Ira y Tiempo, 11]
--crg
Cosa de asomarse al cuenco de agua y encontrarlo. Un verde así. La urgencia de vivir es a veces abrumadora. Una legión de hormigas avanza desde la nuca hasta el plexo solar a paso redoblado. Las cosquillas y la ansiedad provocan una risa similar. Algunos creen que el esternón es, de hecho, un abismo. Un último paso. Un saludo marcial. El ejército y el amor han coincidido ya en varias metáforas históricas. El cuerpo, que cae. Ad/herir. ¿Te conté de la más reciente expedición hacia Shangai? Encontramos las verticales varas del hinojo de camino al mar. La decisión de cortar implica siempre un ingrediente de crueldad. Lo caminos, por alguna razón extraña, serpentean. La raíz, ya fuera de la tierra, adquiere una apariencia ominosa. Al Hacia Afuera, en ciertas circunstancias, se le llama Extimidad. El uso de las mayúsculas tiende a ser significativo. De repente, de esa nada que suele ser verde, la fecha: ca. 2010. El presente no deja ir al presente. En inglés, el presente es un regalo. Te tomo. Te bebo. Te consumo. Sería esto un arma o una cerviz. Ciertas preguntas no precisan de signos de interrogación. Hay plantas cuyo aroma. El momento en que la taza se posa sobre el labio inferior y el humo se introduce a gran velocidad por las fosas nasales. EvocarInvocarProvocar. !Pero es que hay tantas formas en la calma y tantas otras en la piedad! Un fotógrafo profesional sin duda pondría atención en las marcas de las estrías justo en la orilla del trasto. Se compran pequeños hábitos, pequeñas esperanzas. La vida ejerce una presión constante sobre la piel. El pasar del tiempo. Podríamos decir algo. Hervir, como la sangre. Hervir, como esa manera de esterilizar. Hervir, como uno de los modos de la palabra ebullición. El primer trago de té me enseña algo sobre aquella ira con la que empezó todo en Occidente. El segundo trago es en realidad un paisaje que se desliza, entero, por entre los cálidos órganos. Este es mi aliento. Ésta mi tenue callada diminuta respiración.
[en itálicas, frase de @isaimoreno y de Peter Sloterdijk, Ira y Tiempo, 11]
--crg
Tuesday, June 29, 2010
TAL COSA
Era el alivio. Y quizá el sentimiento de alivio era más intenso que el de la alegría. Sentía como si poco a poco se deshiciera una especie de nudo que tenía fuertemente atado dentro de mí. Y ni siquiera me había dado cuenta de que en mi interior existía tal cosa.
Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, 157.
--crg
Era el alivio. Y quizá el sentimiento de alivio era más intenso que el de la alegría. Sentía como si poco a poco se deshiciera una especie de nudo que tenía fuertemente atado dentro de mí. Y ni siquiera me había dado cuenta de que en mi interior existía tal cosa.
Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, 157.
--crg
ESTUARIO II
Coleccionistas de tuits: eso somos aquí.
Los adictos al estuario decimos: "Si estoy una temporada sin ver agua, tengo la sensación de que estoy perdiendo algo poco a poco". Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, 119.
Los adictos al cielo decimos: "Nubes de diversos tamaños y formas aparecen de no se sabe dónde para desaparecer al instante", Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, 120.
Los adictos al aire decimos: "Por la sensación que el viento produce en nuestra piel, por su olor y su dirección, se perciben claramente las muescas que cada estación deja a su paso". Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, 120.
Los adictos al verano decimos: Aquí. Oye esto. Aquí.
Y decimos: Óyelo otra vez.
--crg
Coleccionistas de tuits: eso somos aquí.
Los adictos al estuario decimos: "Si estoy una temporada sin ver agua, tengo la sensación de que estoy perdiendo algo poco a poco". Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, 119.
Los adictos al cielo decimos: "Nubes de diversos tamaños y formas aparecen de no se sabe dónde para desaparecer al instante", Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, 120.
Los adictos al aire decimos: "Por la sensación que el viento produce en nuestra piel, por su olor y su dirección, se perciben claramente las muescas que cada estación deja a su paso". Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, 120.
Los adictos al verano decimos: Aquí. Oye esto. Aquí.
Y decimos: Óyelo otra vez.
--crg
ESTAMOS MUY LEJOS DE TODO
[para que Gruel siga con su tesis]
Entre 1942, la fecha de su arribo a América, y 1953, año en que volvió a establecerse en Francia, Max Ernst emprendió un viaje singular que lo llevaría al norte de México, apenas del otro lado de la frontera con Estados Unidos, justo a ese sitio donde da inicio el intrincado macizo de montañas conocido como La Rumorosa, ahí donde se encontraba ya languideciendo desde entonces el conjunto de edificaciones llamado Campo Alaska. Poco se sabe de esta extravagante excursión que Ernst llevó a cabo sin compañía alguna, en 1946, puesto que en un mutismo cuidadosamente elegido y, por lo mismo, extraño, decidió expurgar de sus diarios y cuadernos de notas cualquier mención de su visita. El guía de Mr. Ernst en Campo Alaska, un ingeniero taciturno que poco ya recordaba del alemán, su lengua natal, no pudo dejar de hacer anotaciones, sin embargo, en hojas cuadriculadas partidas a la mitad. A ese conjunto de notas él eventualmente lo llamó sus Papeles Personales. Una rápida pesquisa en los archivos de la localidad me reveló que en un día indeterminado de marzo:
Mr. Ernst paseó cabizbajo por las lomas parcas, recogiendo aquí y allá piedras o alambres. A veces se detenía a ver el cielo azul, respirando hondo y sonriendo, se diría que a su pesar. Aunque se lo ofrecí con amabilidad, se negó a probar alimento durante la mañana y, en cambio, se entretuvo por horas armando figuras peculiares con los alambres que encontraba a su paso. Eso hizo por horas: caminaba, miraba el cielo y, mientras tanto, sus manos formaban las figuras que, luego, sin pensarlo demasiado, arrojaba otra vez hacia el camino pedregoso.
El guía de Mr. Ernst, como llamó a su invitado las dos veces que lo mencionó en sus Papeles Personales, no le otorgó demasiada importancia a las “peculiares figuras de alambre”. Describió someramente algunos de sus contornos, en efecto, pero en ningún lugar dejó constancia de que las hubiera recogido del “camino pedregoso” o de que le hubieran gustado. Resulta evidente que el ingeniero alemán no tenía la menor idea de quién había sido el hombre canoso que un superior había tenido a bien poner a su cargo durante una jornada de 48 horas.
Una excursión tan extravagante como la que emprendió Max Ernst en 1946 me llevó a Campo Alaska a inicios del 2009. No iba sola, como Ernst en aquel primer año de la posguerra, sino en compañía de mi hijo y de una amiga a quien le gustaban estos viajes intempestivos. Si alguien me preguntara ahora por qué elegimos las ruinas de un viejo manicomio a los pies de unas montañas secas como lugar de paseo de fin de semana, no tendría respuesta alguna para eso. Si existiera la interrogante, no me quedaría otra alternativa más que callar. Sucedió sin que lo pensáramos demasiado, eso es cierto. Yo había realizado una investigación por años enteros sobre el Manicomio de La Castañeda, establecido en 1910 en la Ciudad de México, y desde entonces cualquier mención a hospitales psiquiátricos llamaba mi atención. Esto podría funcionar a manera de vulgar explicación. Las fotografías que aparecieron en la pantalla de la computadora, en todo caso, nos convencieron.
Llegamos un poco después de medio día y, tal como lo habían sugerido las imágenes cibernéticas, las tres edificaciones que componían el complejo de Campo Alaska estaban en ruinas. Sin techos, traspasadas por pintas de colores, cubiertos aquí y allá por el blanco de la cal, el antiguo hospital para tuberculosos y la escuela primaria y la casa de gobierno que solía hospedar durante el agobiante verano mexicalense al personal de alto rango del gobierno estatal provocaban una extraña melancolía. El único edificio que la remodelación había logrado sacar de su natural deterioro era el manicomio, convertido ahora en pequeño pero bien organizado museo. De un breve recorrido por sus salas logré recordar las argollas minúsculas pero fuertes que sobresalían de varios lugares del piso y las fotografías de la construcción del Camino Nacional, iniciado en 1916.
—¿Ve eso? —preguntó el vigilante del museo, señalando las argollas.
Incliné la cabeza para indicarle que, en efecto, las veía.
—De ahí los encadenaban —dijo en voz baja, como si en realidad no quisiera brindar ese tipo de información.
—A los furiosos, supongo —contesté, acuclillándome frente a una de las argollas y estirando la mano para poder tocarla.
El tiempo. El paso del tiempo.
—A todos en realidad. No siempre, pero a todos en realidad —aclaró—. Nunca hubo suficiente personal, sabe. Y pues estamos lejos de todo.
Miré alrededor. No era difícil comprobar lo que decía. El cielo tan azul. El ruido hosco de las ráfagas del viento. Estábamos lejos, ciertamente. Lejos de todo. Lejos incluso de nosotros mismos. La sensación pronto me provocó un leve mareo y, luego, cosa que atribuí al exceso de café, náuseas.
Deseaba alejarme del Museo-Manicomio pero, al mismo tiempo, quería estar lo suficientemente cerca de mis acompañantes. Caminé a paso lento, eligiendo los caminos más empinados para evitar perderme en la lejanía. No toqué nada hasta encontrar el árbol perfecto y, bajo el árbol, del que luego supe el nombre: piñonero, la piedra redonda y suave que me sirviera de asiento. Sobre ella me quedé inmóvil, viendo el cielo. Desde ahí estuve lo más lejos. Incesante, el ruido del aire. Altísimo, el cielo tan alto. La devastación. Hasta allá llegaban, entremezclados con el ulular del aire, los ecos de los gritos de mis compañeros de excursión cuando encontraban algo. Asumí, equivocadamente ahora lo sé, que la causa de la sorpresa y el gusto serían las piedras. Cuando por fin regresaron, sudorosos y exultantes como les corresponde a los naturalistas de cepa, mi hijo traía las manos llenas de unos extraños alambres oxidados que parecían representar algo.
—Mira —dijo, extendiendo las manos con orgullo—. Te los regalo —añadió sin esperar siquiera a registrar mi reacción. Guardé silencio al observarlos con cuidado y, luego, al tocarlos. Guardé silencio cuando, después, los deposité en una caja cualquiera e intenté olvidarlos.
—Podría ser algo así –me dije. Pero sacudí la cabeza y me dediqué a pensar en cosas más productivas o, al menos, reales. Max Ernst alguna vez dijo: Pero yo guardo en mi santuario la cabeza y los brazos que han tocado el trueno.
--crg
[para que Gruel siga con su tesis]
Entre 1942, la fecha de su arribo a América, y 1953, año en que volvió a establecerse en Francia, Max Ernst emprendió un viaje singular que lo llevaría al norte de México, apenas del otro lado de la frontera con Estados Unidos, justo a ese sitio donde da inicio el intrincado macizo de montañas conocido como La Rumorosa, ahí donde se encontraba ya languideciendo desde entonces el conjunto de edificaciones llamado Campo Alaska. Poco se sabe de esta extravagante excursión que Ernst llevó a cabo sin compañía alguna, en 1946, puesto que en un mutismo cuidadosamente elegido y, por lo mismo, extraño, decidió expurgar de sus diarios y cuadernos de notas cualquier mención de su visita. El guía de Mr. Ernst en Campo Alaska, un ingeniero taciturno que poco ya recordaba del alemán, su lengua natal, no pudo dejar de hacer anotaciones, sin embargo, en hojas cuadriculadas partidas a la mitad. A ese conjunto de notas él eventualmente lo llamó sus Papeles Personales. Una rápida pesquisa en los archivos de la localidad me reveló que en un día indeterminado de marzo:
Mr. Ernst paseó cabizbajo por las lomas parcas, recogiendo aquí y allá piedras o alambres. A veces se detenía a ver el cielo azul, respirando hondo y sonriendo, se diría que a su pesar. Aunque se lo ofrecí con amabilidad, se negó a probar alimento durante la mañana y, en cambio, se entretuvo por horas armando figuras peculiares con los alambres que encontraba a su paso. Eso hizo por horas: caminaba, miraba el cielo y, mientras tanto, sus manos formaban las figuras que, luego, sin pensarlo demasiado, arrojaba otra vez hacia el camino pedregoso.
El guía de Mr. Ernst, como llamó a su invitado las dos veces que lo mencionó en sus Papeles Personales, no le otorgó demasiada importancia a las “peculiares figuras de alambre”. Describió someramente algunos de sus contornos, en efecto, pero en ningún lugar dejó constancia de que las hubiera recogido del “camino pedregoso” o de que le hubieran gustado. Resulta evidente que el ingeniero alemán no tenía la menor idea de quién había sido el hombre canoso que un superior había tenido a bien poner a su cargo durante una jornada de 48 horas.
Una excursión tan extravagante como la que emprendió Max Ernst en 1946 me llevó a Campo Alaska a inicios del 2009. No iba sola, como Ernst en aquel primer año de la posguerra, sino en compañía de mi hijo y de una amiga a quien le gustaban estos viajes intempestivos. Si alguien me preguntara ahora por qué elegimos las ruinas de un viejo manicomio a los pies de unas montañas secas como lugar de paseo de fin de semana, no tendría respuesta alguna para eso. Si existiera la interrogante, no me quedaría otra alternativa más que callar. Sucedió sin que lo pensáramos demasiado, eso es cierto. Yo había realizado una investigación por años enteros sobre el Manicomio de La Castañeda, establecido en 1910 en la Ciudad de México, y desde entonces cualquier mención a hospitales psiquiátricos llamaba mi atención. Esto podría funcionar a manera de vulgar explicación. Las fotografías que aparecieron en la pantalla de la computadora, en todo caso, nos convencieron.
Llegamos un poco después de medio día y, tal como lo habían sugerido las imágenes cibernéticas, las tres edificaciones que componían el complejo de Campo Alaska estaban en ruinas. Sin techos, traspasadas por pintas de colores, cubiertos aquí y allá por el blanco de la cal, el antiguo hospital para tuberculosos y la escuela primaria y la casa de gobierno que solía hospedar durante el agobiante verano mexicalense al personal de alto rango del gobierno estatal provocaban una extraña melancolía. El único edificio que la remodelación había logrado sacar de su natural deterioro era el manicomio, convertido ahora en pequeño pero bien organizado museo. De un breve recorrido por sus salas logré recordar las argollas minúsculas pero fuertes que sobresalían de varios lugares del piso y las fotografías de la construcción del Camino Nacional, iniciado en 1916.
—¿Ve eso? —preguntó el vigilante del museo, señalando las argollas.
Incliné la cabeza para indicarle que, en efecto, las veía.
—De ahí los encadenaban —dijo en voz baja, como si en realidad no quisiera brindar ese tipo de información.
—A los furiosos, supongo —contesté, acuclillándome frente a una de las argollas y estirando la mano para poder tocarla.
El tiempo. El paso del tiempo.
—A todos en realidad. No siempre, pero a todos en realidad —aclaró—. Nunca hubo suficiente personal, sabe. Y pues estamos lejos de todo.
Miré alrededor. No era difícil comprobar lo que decía. El cielo tan azul. El ruido hosco de las ráfagas del viento. Estábamos lejos, ciertamente. Lejos de todo. Lejos incluso de nosotros mismos. La sensación pronto me provocó un leve mareo y, luego, cosa que atribuí al exceso de café, náuseas.
Deseaba alejarme del Museo-Manicomio pero, al mismo tiempo, quería estar lo suficientemente cerca de mis acompañantes. Caminé a paso lento, eligiendo los caminos más empinados para evitar perderme en la lejanía. No toqué nada hasta encontrar el árbol perfecto y, bajo el árbol, del que luego supe el nombre: piñonero, la piedra redonda y suave que me sirviera de asiento. Sobre ella me quedé inmóvil, viendo el cielo. Desde ahí estuve lo más lejos. Incesante, el ruido del aire. Altísimo, el cielo tan alto. La devastación. Hasta allá llegaban, entremezclados con el ulular del aire, los ecos de los gritos de mis compañeros de excursión cuando encontraban algo. Asumí, equivocadamente ahora lo sé, que la causa de la sorpresa y el gusto serían las piedras. Cuando por fin regresaron, sudorosos y exultantes como les corresponde a los naturalistas de cepa, mi hijo traía las manos llenas de unos extraños alambres oxidados que parecían representar algo.
—Mira —dijo, extendiendo las manos con orgullo—. Te los regalo —añadió sin esperar siquiera a registrar mi reacción. Guardé silencio al observarlos con cuidado y, luego, al tocarlos. Guardé silencio cuando, después, los deposité en una caja cualquiera e intenté olvidarlos.
—Podría ser algo así –me dije. Pero sacudí la cabeza y me dediqué a pensar en cosas más productivas o, al menos, reales. Max Ernst alguna vez dijo: Pero yo guardo en mi santuario la cabeza y los brazos que han tocado el trueno.
--crg
UN VERDE ASÍ
Cosa de pasar a gran velocidad y verlo. Un verde así. Mira cómo se deshace en el aire el verbo deshacer. Esto es lo único que quedaría. El final es una convención, eso se sabe. Podría ser una nube pequeñísma. O no. El diente de león entre las yemas de sus dedos. Al entrar en la bruma queda claro que la bruma no es más que una llovizna muy tenue. Adictos a la madrugada: eso somos aquí. Adoradores del estuario. El ritual del café: el primer trago me recuerda que todavía estoy dentro del sueño. Caminamos por esta vereda muchas veces. Un paso y luego otro y luego todavía otro. Qué extrañas las gotas que parecen perlas sobre la piel o sobre las cejas. El diente de león cerca de sus labios. Dije, como si estuviéramos en Shangai, las voces de los pájaros me recuerdan lo que haremos después. El eco de un eco en retroceso, despavorido. Una palabra es un animal que siempre respira por primera vez. Ca. 2021. Tus húmedos cabellos. Todo tiene su manera de ocurrir, eso también se sabe. Preferiría no temblar así. El diente de león cerca de sus muslos. La palabra alabastro. Las palabras garza que vuela. La mirada que se sienta a un lado de la respiración para decir: es por esto que la gente se abraza y, luego, se recuerda. El gris puede ser, a veces, el tono de una voz. No me quiero quedar: nunca me quedaré. Huir tiene su chiste: así suele decirse. Huir siempre tiene una cola que le pisen. Huir es un ir hacia Hu. Uno siempre está a punto de cruzar una frontera. El silencio, en cambio, es una verdad hecha nudo, esperando su forma. Estas aves no son crueles. El diente de león en el aire otra vez.
[en itálicas, frases de @javier_raya]
--crg
Cosa de pasar a gran velocidad y verlo. Un verde así. Mira cómo se deshace en el aire el verbo deshacer. Esto es lo único que quedaría. El final es una convención, eso se sabe. Podría ser una nube pequeñísma. O no. El diente de león entre las yemas de sus dedos. Al entrar en la bruma queda claro que la bruma no es más que una llovizna muy tenue. Adictos a la madrugada: eso somos aquí. Adoradores del estuario. El ritual del café: el primer trago me recuerda que todavía estoy dentro del sueño. Caminamos por esta vereda muchas veces. Un paso y luego otro y luego todavía otro. Qué extrañas las gotas que parecen perlas sobre la piel o sobre las cejas. El diente de león cerca de sus labios. Dije, como si estuviéramos en Shangai, las voces de los pájaros me recuerdan lo que haremos después. El eco de un eco en retroceso, despavorido. Una palabra es un animal que siempre respira por primera vez. Ca. 2021. Tus húmedos cabellos. Todo tiene su manera de ocurrir, eso también se sabe. Preferiría no temblar así. El diente de león cerca de sus muslos. La palabra alabastro. Las palabras garza que vuela. La mirada que se sienta a un lado de la respiración para decir: es por esto que la gente se abraza y, luego, se recuerda. El gris puede ser, a veces, el tono de una voz. No me quiero quedar: nunca me quedaré. Huir tiene su chiste: así suele decirse. Huir siempre tiene una cola que le pisen. Huir es un ir hacia Hu. Uno siempre está a punto de cruzar una frontera. El silencio, en cambio, es una verdad hecha nudo, esperando su forma. Estas aves no son crueles. El diente de león en el aire otra vez.
[en itálicas, frases de @javier_raya]
--crg
Monday, June 28, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de bajar a la playa y encontrarlo. Un verde así. A menudo salir del sueño cuesta trabajo. La belleza poco tiene que ver con las narrativas oníricas. Tendría que producir algo de terror no saber donde te encuentras. El sentido de la desorientación. La pertenencia a una desorganización secreta. Soñar no cuesta nada o cuesta muy caro, una de las dos. Viajar a Shangai no es fácil tampoco. El tiempo pasa muy exasperadamente. Estamos una vez más en el 2010. Ca. 2010, quiero decir. Estamos es el nombre de una colectividad diminuta. La imagen de un caracol o del disco de Newton o de los nudillos con que el hombre ciego toca a la puerta. Esto sería, sin duda, un verano. MIra cómo se arranca de sí el verbo arrancar. Toca esto. El sonido de una oración sobre la punta de la lengua. Acabo de despertar. La imagen de una calcomanía que se despega de un vidrio. Grattage. El regreso es el camino más largo. El despertar es tanto de “todo” que no se le ha dado un dios aparte como al sueño. Ad/herir. El intercambio entre la vigilia y el sueño suele ser una cuestión de costos. Alguien debería preguntarse sobre los significados de la palabra desigual. La poesía es. La poesía se atiene a. Y, de la nada, la bestia. ¿Se puede en realidad avanzar de la intemperie hasta la intemperie? El musgo es algo que se adhiere. Esta súbita aproximación de la tierra. Unir. Ratificar. Consentir.
[en itálicas, dos frases de @frank_lozanodr, y dos frases del poeta de Chuvash Gennady Aygi]
--crg
Cosa de bajar a la playa y encontrarlo. Un verde así. A menudo salir del sueño cuesta trabajo. La belleza poco tiene que ver con las narrativas oníricas. Tendría que producir algo de terror no saber donde te encuentras. El sentido de la desorientación. La pertenencia a una desorganización secreta. Soñar no cuesta nada o cuesta muy caro, una de las dos. Viajar a Shangai no es fácil tampoco. El tiempo pasa muy exasperadamente. Estamos una vez más en el 2010. Ca. 2010, quiero decir. Estamos es el nombre de una colectividad diminuta. La imagen de un caracol o del disco de Newton o de los nudillos con que el hombre ciego toca a la puerta. Esto sería, sin duda, un verano. MIra cómo se arranca de sí el verbo arrancar. Toca esto. El sonido de una oración sobre la punta de la lengua. Acabo de despertar. La imagen de una calcomanía que se despega de un vidrio. Grattage. El regreso es el camino más largo. El despertar es tanto de “todo” que no se le ha dado un dios aparte como al sueño. Ad/herir. El intercambio entre la vigilia y el sueño suele ser una cuestión de costos. Alguien debería preguntarse sobre los significados de la palabra desigual. La poesía es. La poesía se atiene a. Y, de la nada, la bestia. ¿Se puede en realidad avanzar de la intemperie hasta la intemperie? El musgo es algo que se adhiere. Esta súbita aproximación de la tierra. Unir. Ratificar. Consentir.
[en itálicas, dos frases de @frank_lozanodr, y dos frases del poeta de Chuvash Gennady Aygi]
--crg
Sunday, June 27, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de regresar y encontrarlo. Un verde así. La casa es una cosa que pesa. !Hace tantos años que estuvimos en Shangai! Las eras geológicas marcan de este modo a la tierra. Olvidé las llaves una vez más. Una puerta debería abrirse, pero a veces no. La mano sobre la perilla. El latir. La respiración. El umbral es un pasadizo secreto. El tiempo, que serpentea. Cada cabeza encuentra su dintel. Elegiría por sobre todas la palabra trémula. La lectora de cartas aseguró que la serpiente es un curandero muy poderoso. Los dibujos no engañan. Había una serpiente deslizándose sobre el corazón. Imaginar a la manzana es comer la manzana. Y qué hacer ante una puerta cerrada sino lanzar las manos hacia el cielo y reír a dos. Mira: es el tiempo que nos ve desde Shangai, ca. 2016. Siente esto: siente una ciudad en paz. A veces no queda de otra más que dibujar una ventana en la puerta. Nada como una escalera para abatir la necedad del muro. Ven a tomar té. Cuando el agua hierve, río lleva. Lo que pasa es el tiempo. Las partes de la escalera incluyen: el escalón, la huella, la contrahuella, el voladizo, el descansillo. Una taza es sólo una taza. Faltaría, por una extraña razón, la barandilla o el pasamanos. Tus labios estuvieron. En efecto, algunas escaleras van al cielo. La puerta, que cede. Se necesitan muchos siglos para formar un estrato. Era azoica. Era precámbrica. Era cenozoica. Shangai estuvo ahí. Tú.
--crg
Cosa de regresar y encontrarlo. Un verde así. La casa es una cosa que pesa. !Hace tantos años que estuvimos en Shangai! Las eras geológicas marcan de este modo a la tierra. Olvidé las llaves una vez más. Una puerta debería abrirse, pero a veces no. La mano sobre la perilla. El latir. La respiración. El umbral es un pasadizo secreto. El tiempo, que serpentea. Cada cabeza encuentra su dintel. Elegiría por sobre todas la palabra trémula. La lectora de cartas aseguró que la serpiente es un curandero muy poderoso. Los dibujos no engañan. Había una serpiente deslizándose sobre el corazón. Imaginar a la manzana es comer la manzana. Y qué hacer ante una puerta cerrada sino lanzar las manos hacia el cielo y reír a dos. Mira: es el tiempo que nos ve desde Shangai, ca. 2016. Siente esto: siente una ciudad en paz. A veces no queda de otra más que dibujar una ventana en la puerta. Nada como una escalera para abatir la necedad del muro. Ven a tomar té. Cuando el agua hierve, río lleva. Lo que pasa es el tiempo. Las partes de la escalera incluyen: el escalón, la huella, la contrahuella, el voladizo, el descansillo. Una taza es sólo una taza. Faltaría, por una extraña razón, la barandilla o el pasamanos. Tus labios estuvieron. En efecto, algunas escaleras van al cielo. La puerta, que cede. Se necesitan muchos siglos para formar un estrato. Era azoica. Era precámbrica. Era cenozoica. Shangai estuvo ahí. Tú.
--crg
Saturday, June 26, 2010
ALGO PASÓ SIN DUDA AHÍ
Todo empieza, en efecto, con dos citas textuales de Albert Camus:
a) Aprendí al fin que había en mí un invencible verano.
b) Puedo decir que, en rigor, el verano reemplazó muy pronto al verano.
Al final ciertamente dije: Algo pasó sin duda ahí, señalando la misma fotografía.
Entonces leí el gorjeo de @albertochimal: La música de lo que pasa: Sleepless, The Decemberists.
Entre una cosa y otra el regreso a la misma imagen: una puntada con hilos de metal o la visitación de un crimen o el mantra que salvará. Acaso una historia o algo. O asÍ:
La procesión era larga y muda pero, justo ahí, se escuchó el eco de algo que parecía una risa o un batir de alas:
@viajerovertical: De noche, el cielo se encabrona.
Había caminado desde la intemperie hasta la intemperie pero ahí, justo ahí, respiró hondo intenso recóndito:
Escuchó el croar de las ranas, grave. Y la torva alharaca entre dos pájaros. Y el apenas ulular del viento:
@altanoche: El eclipse sin el sol no es eclipse, es sólo tiempo negro.
@isaimoreno: Proyecto de la tarde. Ir más allá de la cuarta pared.
Caviló. Lo propio del que se despide es hacer una pausa. Atravesó el aire y la tarde y el recuerdo del recuerdo:
Lo propio del que saluda es hacer una pausa.
Lo propio del que arroja la mano hacia el aire es hacer una pausa.
Lo propio del que pronuncia su nombre por primera vez. Una pausa
es hacer lo propio del que sonríe, en asombro. Una
pausa es hacer lo propio del que respira. Lo propio.
El fin del funeral:
@viajerovertical: Vives como si la vida se te fuera en ello.
@reiben: Las islas desde donde trabajo. El mar, las nubes, la bruma.
--crg
Todo empieza, en efecto, con dos citas textuales de Albert Camus:
a) Aprendí al fin que había en mí un invencible verano.
b) Puedo decir que, en rigor, el verano reemplazó muy pronto al verano.
Al final ciertamente dije: Algo pasó sin duda ahí, señalando la misma fotografía.
Entonces leí el gorjeo de @albertochimal: La música de lo que pasa: Sleepless, The Decemberists.
Entre una cosa y otra el regreso a la misma imagen: una puntada con hilos de metal o la visitación de un crimen o el mantra que salvará. Acaso una historia o algo. O asÍ:
La procesión era larga y muda pero, justo ahí, se escuchó el eco de algo que parecía una risa o un batir de alas:
@viajerovertical: De noche, el cielo se encabrona.
Había caminado desde la intemperie hasta la intemperie pero ahí, justo ahí, respiró hondo intenso recóndito:
Escuchó el croar de las ranas, grave. Y la torva alharaca entre dos pájaros. Y el apenas ulular del viento:
@altanoche: El eclipse sin el sol no es eclipse, es sólo tiempo negro.
@isaimoreno: Proyecto de la tarde. Ir más allá de la cuarta pared.
Caviló. Lo propio del que se despide es hacer una pausa. Atravesó el aire y la tarde y el recuerdo del recuerdo:
Lo propio del que saluda es hacer una pausa.
Lo propio del que arroja la mano hacia el aire es hacer una pausa.
Lo propio del que pronuncia su nombre por primera vez. Una pausa
es hacer lo propio del que sonríe, en asombro. Una
pausa es hacer lo propio del que respira. Lo propio.
El fin del funeral:
@viajerovertical: Vives como si la vida se te fuera en ello.
@reiben: Las islas desde donde trabajo. El mar, las nubes, la bruma.
--crg
UN VERDE ASÍ
Cosa de forcejear un poco y encontrarlo. Un verde así. Habría sido hermoso, sin duda. El mundo, a veces, tiene esa pátina. Una ventana da hacia algo. Abrir es consecuencia de cerrar. Lo contrario a menudo quiere decir lo mismo. Tu codo. Tu bruma. Tu psicoanalítico intento por leer de manera literal todos los sueños. ¿Fue esto alguna vez Shangai? Una posición bajo la nube de ácido, dentro de los libros del azar, a un lado de la boca, muda. Todo está lleno de paréntesis, en efecto. I´ve been hit. I should act like it. I should act like I haven´t been hit. Lo que habremos de recorrer para llegar de nueva cuenta al punto de partida. Todo empieza en realidad dentro de un aeropuerto. El tiempo, que se va. El aire enrarecido de los aviones y de las recámaras. Llevarte en el bolsillo es cosa fácil. Decir: ca. 2011. Elevar la vista. Elevar el habla. Decir: Decir Shangai. Hubo cuerpos así. Habrá.
[en itálicas Rodrigo Toscano, De-liberating Freedoms in Transit I]
--crg
Cosa de forcejear un poco y encontrarlo. Un verde así. Habría sido hermoso, sin duda. El mundo, a veces, tiene esa pátina. Una ventana da hacia algo. Abrir es consecuencia de cerrar. Lo contrario a menudo quiere decir lo mismo. Tu codo. Tu bruma. Tu psicoanalítico intento por leer de manera literal todos los sueños. ¿Fue esto alguna vez Shangai? Una posición bajo la nube de ácido, dentro de los libros del azar, a un lado de la boca, muda. Todo está lleno de paréntesis, en efecto. I´ve been hit. I should act like it. I should act like I haven´t been hit. Lo que habremos de recorrer para llegar de nueva cuenta al punto de partida. Todo empieza en realidad dentro de un aeropuerto. El tiempo, que se va. El aire enrarecido de los aviones y de las recámaras. Llevarte en el bolsillo es cosa fácil. Decir: ca. 2011. Elevar la vista. Elevar el habla. Decir: Decir Shangai. Hubo cuerpos así. Habrá.
[en itálicas Rodrigo Toscano, De-liberating Freedoms in Transit I]
--crg
Friday, June 25, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de salir corriendo de madrugada y encontrarlo. Un verde así. Las voces son seres pequeñísimos. Dicen: abre la puerta. Dicen: aquí todos somos adictos al cielo. Un anzuelo incrustado en la parte superior de la oreja. La palabra ruidazal. El pabellón es de un tul tan fino. Alguien se levanta y ve por la ventana y no puede más. Uno no puede correr por mucho tiempo. El más leve roce se vuelve escalpelo. El cuerpo, que se cierra. El bólido que cruza la frontera de lo que está. Lo volvería a hacer, lo sé. En una casa tapiada no entran ni moscas ni luciérnagas ni libélulas. La claustrofobia empieza en la A. Cualquier texto es una rendija. La respiración se hace de verbos en plural. En un momento dado surge el cansancio. Las ganas de huir son más poderosas. Comparar esto con lo otro es una trampa racional. Volver al ruedo. La mente se compone de diminutos fragmentos con filo. Hay sonidos. Dicen: ve. Dicen: no hay otra salida. Dicen: no vuelvas la vista atrás. La obediencia. Lo haría otra vez y, luego, otra. Shangai es una pista de hielo. Ca. 2013. La mano que se extiende hacia la bóveda celeste borra, en cada oscilación, el mundo. Ir hacia. Ver a través. Allá.
--crg
Cosa de salir corriendo de madrugada y encontrarlo. Un verde así. Las voces son seres pequeñísimos. Dicen: abre la puerta. Dicen: aquí todos somos adictos al cielo. Un anzuelo incrustado en la parte superior de la oreja. La palabra ruidazal. El pabellón es de un tul tan fino. Alguien se levanta y ve por la ventana y no puede más. Uno no puede correr por mucho tiempo. El más leve roce se vuelve escalpelo. El cuerpo, que se cierra. El bólido que cruza la frontera de lo que está. Lo volvería a hacer, lo sé. En una casa tapiada no entran ni moscas ni luciérnagas ni libélulas. La claustrofobia empieza en la A. Cualquier texto es una rendija. La respiración se hace de verbos en plural. En un momento dado surge el cansancio. Las ganas de huir son más poderosas. Comparar esto con lo otro es una trampa racional. Volver al ruedo. La mente se compone de diminutos fragmentos con filo. Hay sonidos. Dicen: ve. Dicen: no hay otra salida. Dicen: no vuelvas la vista atrás. La obediencia. Lo haría otra vez y, luego, otra. Shangai es una pista de hielo. Ca. 2013. La mano que se extiende hacia la bóveda celeste borra, en cada oscilación, el mundo. Ir hacia. Ver a través. Allá.
--crg
Thursday, June 24, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de caminar sin rumbo y encontrarlo, un verde así. El estado de las cosas es una pura agitación. Un ligero devaneo. Las burbujas del exterior. Distraerse requiere una férrea disciplina. Poner el ojo en otro lado, inventándolo. Ir hacia donde no se iba, sin llegar. Perderse con todas las consecuencias. La ley es una raya en el agua. Ahí hubo alguna vez un estanque. O un manantial. Una mano es siempre una mano. Los deseos se piden de espaldas al mar. Bajo el agua, con el brillo de los siglos a cuestas, la moneda que se niega. !Qué hermosas las hileras de hormigas que van hasta Shangai! Deslizarse es mejor que caminar. Algunos levitan, eso es cierto. Otros vuelan con ayuda de alas pequeñísimas. Otros caen. Dar de tumbos puede considerarse una opción. Tropezar. Ca. 2078. Dar un traspiés. Comer pan.
--crg
Cosa de caminar sin rumbo y encontrarlo, un verde así. El estado de las cosas es una pura agitación. Un ligero devaneo. Las burbujas del exterior. Distraerse requiere una férrea disciplina. Poner el ojo en otro lado, inventándolo. Ir hacia donde no se iba, sin llegar. Perderse con todas las consecuencias. La ley es una raya en el agua. Ahí hubo alguna vez un estanque. O un manantial. Una mano es siempre una mano. Los deseos se piden de espaldas al mar. Bajo el agua, con el brillo de los siglos a cuestas, la moneda que se niega. !Qué hermosas las hileras de hormigas que van hasta Shangai! Deslizarse es mejor que caminar. Algunos levitan, eso es cierto. Otros vuelan con ayuda de alas pequeñísimas. Otros caen. Dar de tumbos puede considerarse una opción. Tropezar. Ca. 2078. Dar un traspiés. Comer pan.
--crg
Wednesday, June 23, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de detenerse en medio del parque y encontrarlo. Un verde así. Trasplantar también significa: 3. tr. Trasladar de un lugar a otro una ciudad, una institución, etc. Shangai o Copenague, da lo mismo. El nombre es, en todo caso, Slovang. Una mujer de cabello blanco barajea las cartas y lee. Dice: tu tramposo está en el inconsciente. Afuera: Kastellet. Afuera: Un viejo vestido de brocado con adornos de pirita y de esmeralda. La joven que inclina la cerviz. Si esto fuera el futuro sería, sin duda, Shangai, ca. 2032. O habría sido el presente visto, incluso, desde aquí. Mi reino por tu hubiera. O hubiese. O habría. El árbol bajo el cual. La sombra con la que. Mi tamborilear de dedos. ¿De qué se apropia el que se apropia del estilo de otro? La lectora dice: lo que no permite leer el inconsciente es el consciente. Lucha de gigantes. La guerra es una cosa serenísima. Mi alteza. Ahora se dice intervenir, retomar, hacer suyo. En el inicio, todas las historias fueron historias de hadas. Un verde vestido de brocado. La cerviz.
--crg
Cosa de detenerse en medio del parque y encontrarlo. Un verde así. Trasplantar también significa: 3. tr. Trasladar de un lugar a otro una ciudad, una institución, etc. Shangai o Copenague, da lo mismo. El nombre es, en todo caso, Slovang. Una mujer de cabello blanco barajea las cartas y lee. Dice: tu tramposo está en el inconsciente. Afuera: Kastellet. Afuera: Un viejo vestido de brocado con adornos de pirita y de esmeralda. La joven que inclina la cerviz. Si esto fuera el futuro sería, sin duda, Shangai, ca. 2032. O habría sido el presente visto, incluso, desde aquí. Mi reino por tu hubiera. O hubiese. O habría. El árbol bajo el cual. La sombra con la que. Mi tamborilear de dedos. ¿De qué se apropia el que se apropia del estilo de otro? La lectora dice: lo que no permite leer el inconsciente es el consciente. Lucha de gigantes. La guerra es una cosa serenísima. Mi alteza. Ahora se dice intervenir, retomar, hacer suyo. En el inicio, todas las historias fueron historias de hadas. Un verde vestido de brocado. La cerviz.
--crg
Tuesday, June 22, 2010
LOS POETAS SIEMPRE SE ENCONTRARÁN OTRA VEZ
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace apenas un trimestre impartí un seminario de poesía en la Universidad de California, San Diego. Cada lunes, entre la 1:00 y las 3:50, me reunía con un pequeño grupo de estudiantes alrededor de una larga mesa ovalada en el cuarto piso de un edificio cuyo elevador —aparente causa de un alarmante número de pacientes con cáncer— sigo evitando. Ahí hablábamos de los libros requeridos (este trimestre: Howe, Ondaatje, Zurita, De la Torre, Nowak) y, pasando copias de mano en mano, comentábamos los poemas del día: dos por persona para un total de ocho por sesión. Cada uno de los poemas era una especie de respuesta a indicaciones más bien laxas (lee traducciones de tu poeta a un idioma que no conoces, traduce por cualquier medio posible o aproximado, escribe un poema con esas palabras, por ejemplo) aunque todas ellas relacionadas a la lectura cuidadosa y creativa y crítica de los documentos personales de un poeta norteamericano.
En efecto, estos jóvenes poetas del seminario estaban escribiendo con otro poeta, este último atrapado en el papel que no llegó a la publicación pero que permanece en el universo del archivo, en este caso el Archivo de Poesía Contemporánea que alberga la Biblioteca de UCSD. Ahí se encuentran, entre otros tantos, los papeles de poetas como Joe Brainard (de quien la editorial Sexto Piso publicó no hace mucho la traducción al español de su I remember), Rae Armantrout, ganadora del Pulitzer este año, hasta la recién fallecida Leslie Scalapino. Ahí también están los documentos de otro entrañable poeta e infatigable antologador y viajero irredento: Jerome Rothenberg. Tal vez por todas esas características es que no haya sido del todo sorpresivo que fue ahí, mientras anduve rastreando entre sus documentos, que encontré dos cartas inéditas de Julio Cortázar. Me interesaba entonces, como me interesa todavía ahora, investigar el tipo de lazos que se han establecido, o no, entre autores de América Latina y autores de Estados Unidos. ¿Se han leído? ¿Se han encontrado y, de haberse encontrado, se entendieron alguna vez? Estas dos cartas son apenas una pequeña muestra de una línea de investigación que bien podría rendir frutos relevantes tanto a nivel estético como político. Mientras eso pasa, no puedo resistir la tentación: aquí van, literales, las dos cartas y el texto de la postal que el Cronopio Mayor intercambió con Jerome Rothenberg entre 1961 y 1972.
MSS 10/ BOX 6/ FOLDER 16
París, July 19, 1961.
9 place du Genérél Beuret
PARIS IV
Dear Jerome,
I suppose you will be back to the States when this letter reaches you. I am awfully sorry that I missed you in Paris for a few days. I came back two days ago, after a long trip to France and Italy, and found your letter. What a pity! I feel especially sorry because you asked me for a hotel and such kind of things, and I would have liked so much to be of some help. ¡How lonley we all are, after all! We cross each other like cold planets, and only form time to time here is a brief meeting —Boy, if I let mayself go this letter will take a wordsworthian mood. God forbid! Jerome, I am very sorry indeed.
De todas maneras espero que lo pasaste bien en París, y que no tuviste inconvenientes. Me hubiera gustado tanto que vinieras con tu mujer a casa, donde se puede charlar toda la noche y estar tranquilos. No me acostumbro a la idea de que pasaste por aquí apenas unos día antes de mi llegada.
Yo hice un viaje muy hermoso por Francia e Italia, viendo cosas que no conocía, sobre todo el misterioso mundo de los etruscos que me fascina. Fuimos a Tarrquinia y a Viterbo, para visitar las tumbas, y nos asomamos a esa increíble civilización tan crepuscular y ambigua, donde no se sabe si las imágenes ríen o lloran, donde las tumbas están llenas de escenas eróticas, de delfines azules y pájaros. ¿Conoces bien Italia? Yo no me canso de volver, y creo que si no existiera Francia, me iría a vivir allá, probablemente Roma.
Junto con tu carta encontré una de Paul donde también me habla de algunas posibilidades editoriales. Me alegro mucho, y te agradezco a ti las noticias que me traías y que no pudiste darme. Algún día que no tengas nada mejor qué hacer, escríbeme. Y no te olvides que tu poesía me gusta mucho, y que quisiera recibir siempre lo que publicas.
A esta altura de la carta me doy cuenta de que te estoy escribiendo en español. Ya me parecía muy rara la velocidad con que me salían las ideas. Por un momento creí que realmente estaba empezando a escribir bien en inglés. Otra ilusión que se va al suelo.
Le daré tus saludos a Paz cuando lo vea. Y ahora, mis mejores afectos, para ti un gran abrazo de tu amigo. Julio.
Paris, April 20, 1972
Dear Jerome,
I moved from Place du Genérél Beuret, so your letter was sent (almost a month later) to my new address. To make things worse, I had started a trip who took me far from Paris, so when I came back it was of course too late to be present in Paul’s memorial. I feel very sorry for it, and my only consolation is to think that if Paul had knowed he would still be laughing and saying that these are the ways of cronopios.
Jerry, I remember our last and too brief encounter in Havana. I hope next time we shall be able to see more of each other, though you do not come to Paris and the USA government would not let me to go there. But, as the witches in Macbeth, poets always meet again. Sahll I have the joy to read some of your poetry in the next future?
Un abrazo de tu amigo.
Julio Cortázar.
I live in: 9, rue de l’Eperon, PARIS VI.
P.S.-In November a novel of mine shall be Publisher in Panteón. The book will be dedicated to Paul.
POSTAL
Querido Jerry:
Gracias por The Seren Hells of the Igoku Sois. ¡Qué hermosos poemas! Oh rain of hair—es una imagen que me persigue noche y día.
Te deseo mucha felicidad en el año nuevo, con un abrazo de Julio.
94. Fautier. Le torse un-Collection S.T.-46 x 38 – 1944.
LE MUSEE DE POCHE- G. FALL, PARIS—PRINTED IN FRANCE
Droits de reproduction reserves.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace apenas un trimestre impartí un seminario de poesía en la Universidad de California, San Diego. Cada lunes, entre la 1:00 y las 3:50, me reunía con un pequeño grupo de estudiantes alrededor de una larga mesa ovalada en el cuarto piso de un edificio cuyo elevador —aparente causa de un alarmante número de pacientes con cáncer— sigo evitando. Ahí hablábamos de los libros requeridos (este trimestre: Howe, Ondaatje, Zurita, De la Torre, Nowak) y, pasando copias de mano en mano, comentábamos los poemas del día: dos por persona para un total de ocho por sesión. Cada uno de los poemas era una especie de respuesta a indicaciones más bien laxas (lee traducciones de tu poeta a un idioma que no conoces, traduce por cualquier medio posible o aproximado, escribe un poema con esas palabras, por ejemplo) aunque todas ellas relacionadas a la lectura cuidadosa y creativa y crítica de los documentos personales de un poeta norteamericano.
En efecto, estos jóvenes poetas del seminario estaban escribiendo con otro poeta, este último atrapado en el papel que no llegó a la publicación pero que permanece en el universo del archivo, en este caso el Archivo de Poesía Contemporánea que alberga la Biblioteca de UCSD. Ahí se encuentran, entre otros tantos, los papeles de poetas como Joe Brainard (de quien la editorial Sexto Piso publicó no hace mucho la traducción al español de su I remember), Rae Armantrout, ganadora del Pulitzer este año, hasta la recién fallecida Leslie Scalapino. Ahí también están los documentos de otro entrañable poeta e infatigable antologador y viajero irredento: Jerome Rothenberg. Tal vez por todas esas características es que no haya sido del todo sorpresivo que fue ahí, mientras anduve rastreando entre sus documentos, que encontré dos cartas inéditas de Julio Cortázar. Me interesaba entonces, como me interesa todavía ahora, investigar el tipo de lazos que se han establecido, o no, entre autores de América Latina y autores de Estados Unidos. ¿Se han leído? ¿Se han encontrado y, de haberse encontrado, se entendieron alguna vez? Estas dos cartas son apenas una pequeña muestra de una línea de investigación que bien podría rendir frutos relevantes tanto a nivel estético como político. Mientras eso pasa, no puedo resistir la tentación: aquí van, literales, las dos cartas y el texto de la postal que el Cronopio Mayor intercambió con Jerome Rothenberg entre 1961 y 1972.
MSS 10/ BOX 6/ FOLDER 16
París, July 19, 1961.
9 place du Genérél Beuret
PARIS IV
Dear Jerome,
I suppose you will be back to the States when this letter reaches you. I am awfully sorry that I missed you in Paris for a few days. I came back two days ago, after a long trip to France and Italy, and found your letter. What a pity! I feel especially sorry because you asked me for a hotel and such kind of things, and I would have liked so much to be of some help. ¡How lonley we all are, after all! We cross each other like cold planets, and only form time to time here is a brief meeting —Boy, if I let mayself go this letter will take a wordsworthian mood. God forbid! Jerome, I am very sorry indeed.
De todas maneras espero que lo pasaste bien en París, y que no tuviste inconvenientes. Me hubiera gustado tanto que vinieras con tu mujer a casa, donde se puede charlar toda la noche y estar tranquilos. No me acostumbro a la idea de que pasaste por aquí apenas unos día antes de mi llegada.
Yo hice un viaje muy hermoso por Francia e Italia, viendo cosas que no conocía, sobre todo el misterioso mundo de los etruscos que me fascina. Fuimos a Tarrquinia y a Viterbo, para visitar las tumbas, y nos asomamos a esa increíble civilización tan crepuscular y ambigua, donde no se sabe si las imágenes ríen o lloran, donde las tumbas están llenas de escenas eróticas, de delfines azules y pájaros. ¿Conoces bien Italia? Yo no me canso de volver, y creo que si no existiera Francia, me iría a vivir allá, probablemente Roma.
Junto con tu carta encontré una de Paul donde también me habla de algunas posibilidades editoriales. Me alegro mucho, y te agradezco a ti las noticias que me traías y que no pudiste darme. Algún día que no tengas nada mejor qué hacer, escríbeme. Y no te olvides que tu poesía me gusta mucho, y que quisiera recibir siempre lo que publicas.
A esta altura de la carta me doy cuenta de que te estoy escribiendo en español. Ya me parecía muy rara la velocidad con que me salían las ideas. Por un momento creí que realmente estaba empezando a escribir bien en inglés. Otra ilusión que se va al suelo.
Le daré tus saludos a Paz cuando lo vea. Y ahora, mis mejores afectos, para ti un gran abrazo de tu amigo. Julio.
Paris, April 20, 1972
Dear Jerome,
I moved from Place du Genérél Beuret, so your letter was sent (almost a month later) to my new address. To make things worse, I had started a trip who took me far from Paris, so when I came back it was of course too late to be present in Paul’s memorial. I feel very sorry for it, and my only consolation is to think that if Paul had knowed he would still be laughing and saying that these are the ways of cronopios.
Jerry, I remember our last and too brief encounter in Havana. I hope next time we shall be able to see more of each other, though you do not come to Paris and the USA government would not let me to go there. But, as the witches in Macbeth, poets always meet again. Sahll I have the joy to read some of your poetry in the next future?
Un abrazo de tu amigo.
Julio Cortázar.
I live in: 9, rue de l’Eperon, PARIS VI.
P.S.-In November a novel of mine shall be Publisher in Panteón. The book will be dedicated to Paul.
POSTAL
Querido Jerry:
Gracias por The Seren Hells of the Igoku Sois. ¡Qué hermosos poemas! Oh rain of hair—es una imagen que me persigue noche y día.
Te deseo mucha felicidad en el año nuevo, con un abrazo de Julio.
94. Fautier. Le torse un-Collection S.T.-46 x 38 – 1944.
LE MUSEE DE POCHE- G. FALL, PARIS—PRINTED IN FRANCE
Droits de reproduction reserves.
--crg
Monday, June 21, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de mirar de reojo y encontrarlo. Un verde así. Huíamos de algo, parece. Andar a la carrera es una expresión que describe nuestro estado de ánimo. Corríamos. Érase que se era. A los jóvenes les agrada la velocidad. A los muy jóvenes les asustan los accidentes. Todo está a punto de romperse alguna vez. El fragmento no es, de manera alguna, una invención del siglo XX. Algo me sucede con los pequeños párrafos encadenados. Una llanta de caucho oscuro pasó por sobre todo esto. La destrucción es una forma de vida, a veces. Pero en ocasiones nos detenemos. Pausa universal. Y existe ese momento atroz en que imaginamos la carretera que se desenrolla apenas un paso adelante de nuestro paso. Somos las criaturas de los 8 cilindros y los 20 caballos. La fuerza se nos va. Soy tuyo de ti. Nunca antes. Nunca así. Huíamos del lugar común. Los autos son máquinas fosforescentes. Íbamos a manejar hasta allá, hasta Shangai, ca. 2034. Cosa de creer en la palabra eternidad. El posesivo.
--crg
Cosa de mirar de reojo y encontrarlo. Un verde así. Huíamos de algo, parece. Andar a la carrera es una expresión que describe nuestro estado de ánimo. Corríamos. Érase que se era. A los jóvenes les agrada la velocidad. A los muy jóvenes les asustan los accidentes. Todo está a punto de romperse alguna vez. El fragmento no es, de manera alguna, una invención del siglo XX. Algo me sucede con los pequeños párrafos encadenados. Una llanta de caucho oscuro pasó por sobre todo esto. La destrucción es una forma de vida, a veces. Pero en ocasiones nos detenemos. Pausa universal. Y existe ese momento atroz en que imaginamos la carretera que se desenrolla apenas un paso adelante de nuestro paso. Somos las criaturas de los 8 cilindros y los 20 caballos. La fuerza se nos va. Soy tuyo de ti. Nunca antes. Nunca así. Huíamos del lugar común. Los autos son máquinas fosforescentes. Íbamos a manejar hasta allá, hasta Shangai, ca. 2034. Cosa de creer en la palabra eternidad. El posesivo.
--crg
Sunday, June 20, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de mirar hacia abajo y encontrarlo. Un verde así. Caminar, a veces, es alejarse de una sombra. Un paso y, luego, otro paso. Quería decir esto: esa clase de estado, sin saber si se vive o se recuerda aquel momento mismo que vivimos, sin impulso hacia nada, sin sentir que hay que abandonar algo o que algo es nuestro. Quería decir, otra vez, Shangai. Una mantra. La manera obvia de adormecer los sentidos y escapar. Ni desatarse ni tener. Adormecerse es una cuna muy rara. La punta de mi zapato. La punta de mi lengua. Caminar, a veces, es estudiar las superficies con las plantas de los pies. La punta de mi punta. ¿Existe, de verdad, otro planeta? Ca. 2065, dentro de otro color. Un siempre inicia a cada momento. Este latir. Alguna isleta.
[Pere Gimferrer, Apariciones, en itálicas]
--crg
Cosa de mirar hacia abajo y encontrarlo. Un verde así. Caminar, a veces, es alejarse de una sombra. Un paso y, luego, otro paso. Quería decir esto: esa clase de estado, sin saber si se vive o se recuerda aquel momento mismo que vivimos, sin impulso hacia nada, sin sentir que hay que abandonar algo o que algo es nuestro. Quería decir, otra vez, Shangai. Una mantra. La manera obvia de adormecer los sentidos y escapar. Ni desatarse ni tener. Adormecerse es una cuna muy rara. La punta de mi zapato. La punta de mi lengua. Caminar, a veces, es estudiar las superficies con las plantas de los pies. La punta de mi punta. ¿Existe, de verdad, otro planeta? Ca. 2065, dentro de otro color. Un siempre inicia a cada momento. Este latir. Alguna isleta.
[Pere Gimferrer, Apariciones, en itálicas]
--crg
Friday, June 18, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de distraerse y encontrarlo. Un verde así. Me apoyaré en esa palmera para esperar la noche. O la tarde. O lo que sea, fuera de aquí. Alguien, en Shangai, alguna vez habría dicho eso. Lo que sea. Lo que fuere fuera. Y habría tocado el tronco, la curvatura del tronco. Aquí. Su lenta delgada manera de inclinarse sobre la aurora. Oscilar es considerar ambos extremos sin ninguna posibilidad. Bambolear. El de los amantes es un lenguaje secreto. Incluso para los amantes. De haber estado ahí, habría respondido, sin duda: No quiero saber qué se pregunta la palmera. Adictos al cielo: eso somos aquí. Me apoyaré en la aurora. Los amantes no ven el mundo a través del punto de vista del otro. Los amantes registran los puntos ciegos del punto de vista del otro. El espacio del acecho. Un enigma. Atardeceres ante los que uno podría hacer una reverencia exagerada. Mientras tanto todos habrían sabido la verdad: Una palmera me observa. Tus ojos, ca. 2024. La sombra de un árbol de gran melena. La vida.
[Las itálicas pertenecen al twitter de @altanoche].
--crg
Cosa de distraerse y encontrarlo. Un verde así. Me apoyaré en esa palmera para esperar la noche. O la tarde. O lo que sea, fuera de aquí. Alguien, en Shangai, alguna vez habría dicho eso. Lo que sea. Lo que fuere fuera. Y habría tocado el tronco, la curvatura del tronco. Aquí. Su lenta delgada manera de inclinarse sobre la aurora. Oscilar es considerar ambos extremos sin ninguna posibilidad. Bambolear. El de los amantes es un lenguaje secreto. Incluso para los amantes. De haber estado ahí, habría respondido, sin duda: No quiero saber qué se pregunta la palmera. Adictos al cielo: eso somos aquí. Me apoyaré en la aurora. Los amantes no ven el mundo a través del punto de vista del otro. Los amantes registran los puntos ciegos del punto de vista del otro. El espacio del acecho. Un enigma. Atardeceres ante los que uno podría hacer una reverencia exagerada. Mientras tanto todos habrían sabido la verdad: Una palmera me observa. Tus ojos, ca. 2024. La sombra de un árbol de gran melena. La vida.
[Las itálicas pertenecen al twitter de @altanoche].
--crg
Wednesday, June 16, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de elevar la vista y encontrarlo. Un verde así. ¿Cuánto tiempo es mucho tiempo atrás? ¿A qué velocidad regresa el futuro de su mundo de cristal? Hay un techo y, en el techo, hay un mapa. Más allá del mapa, en el interior mismo del mapa, alguien mira hacia el techo. La gracia de la madera no es arder, sino flotar. El tiempo atrás. La carrera loca desde el futuro: los zapatos, la camisa, los aretes. La mirada de quien ve los objetos sobre el piso: ensimismada. Shangai, ca. 2011. La extraña impresión de que el pasado del verde fue siempre azul. Todo esto.
--crg
Cosa de elevar la vista y encontrarlo. Un verde así. ¿Cuánto tiempo es mucho tiempo atrás? ¿A qué velocidad regresa el futuro de su mundo de cristal? Hay un techo y, en el techo, hay un mapa. Más allá del mapa, en el interior mismo del mapa, alguien mira hacia el techo. La gracia de la madera no es arder, sino flotar. El tiempo atrás. La carrera loca desde el futuro: los zapatos, la camisa, los aretes. La mirada de quien ve los objetos sobre el piso: ensimismada. Shangai, ca. 2011. La extraña impresión de que el pasado del verde fue siempre azul. Todo esto.
--crg
Tuesday, June 15, 2010
DAVID MARKSON 1937-2010
Todavía recuerdo mi primer día en la tierra con David Markson. No recuerdo por qué andaba en Nueva York pero sí, y esto a la perfección, la manera en que me introduje en The Strand, una librería en la que suelo encontrar cosas que no busco pero que terminan siendo esenciales para mi vida. Ya no sé si recuerdo o invento la luz dorada que, oblicua, atravesaba los ventanales. Pero salta a la memoria el instante en que me fijé en la frase que decoraba la portada de un libro: “In the beginning sometimes I left messages in the street”. Compré Wittgenstein’s Mistress por eso, por esa frase. Lo compré junto con otros tantos, pero ése fue el que abrí de inmediato, sentada sobre la banca de un parque cercano. Creo que todo esto ocurría en el otoño, pero no podría juararlo en ningún momento.
Voraz. Veloz. Atroz. La primera lectura fue así. No recuerdo cuántas horas me tomó leer el libro ni dónde exactamente terminé de leerlo, pero sí recuerdo el súbito acceso de llanto. La incredulidad. Nadie me había hablado de David Markson antes, y muy pocos lo hicieron después. Entre esos pocos estuvo David Foster Wallace, quien en más de una ocasión se refirió elogiosamente a los libros de David Markson: “Nada más ni nada menos que el punto más alto de la ficción experimental en este país”. Lo cierto es que, justo como el narrador femenino de esa novela, volví la cabeza de izquierda a derecha creyendo o tratando de convencerme de que era la última sobre la tierra. La sensación, del todo apabullante, al leer Wittgenstein’s Mistress 15 años después de su publicación, fue la de haber desperdiciado mucho tiempo.
Lo cierto también es que esa lectura vino a confirmarme algunas intuiciones que entretenía alrededor de lo que es, o debería ser un libro, al mismo tiempo que me abrió maneras alternativas de hacer esas mismas añejas preguntas. Tres tipos de novela que no es la novela de David Markson: las Novelas-Experiencia, las Novelas-Viajera, y la Novela-Ligue. Empecemos.
Hay novelas que pretenden hacernos olvidar que son novelas. En lo que pareciera ser un triste caso de odio-contra-sí-mismas, existen ciertamente las novelas que hasta pretenden hacerse pasar por “la realidad” (la novela como experiencia o como expresión no mediata del yo). Hay novelas que tienen la intención de convertirse en intergalácticos transportes públicos que no tienen el menor empacho en prometer al lector inolvidables travesías por “universos” “reales” (la novela como agencia de viajes). Hay novelas que, en su modernista afán de seducción, incluso mantienen que el lector puede “entrar en ellas” (lo novela como una especie de ligue). En la páginas 12 y 13 de Vanishing Point, el libro que David Markson publicó en 2004, el autor aclara: “Non-linear. Discontinuous. Collage-like. An assamblage. As is already more than self-evident”. Luego: “A novel of intellectual reference and allusion, so to speak minus much of the novel. This presumably by now self-evident also”.
Markson empieza la fragmentada trayectoria de esta novela con dos cajas de zapatos llenas de tarjetas bibliográficas y un autor cuyo nombre es Autor. Se trata de notas aparentemente aisladas que incluyen frases, ya sea de los artistas mismos o ya acerca de ellos, sobre sus procesos creativos, sus obras, sus tiempos. Autor, de vez en cuando, deja oír su voz sólo para decir que está cansado, que no recuerda si tomó o no tomó una siesta, que sus tenis parecen llevarlo a sitios equivocados.
“Un decorador con visos de locura, así llamó Harper’s Weekly alguna vez a Gauguin”, escribe Markson. “Goethe escribó Werther en cuatro semanas./ Schiller escribió Guillermo Tell en seis”, asegura Markson. “Me gusta una buena vista pero me gusta sentarme de espaldas a ella. Dice Gertrude Stein”, dice Markson.
Autor sufre de una ligereza inusual en la cabeza. Autor no se siente él-mismo. Autor tropieza con objetos y paredes que, de otra manera o antes, le resultaban familiares.
Pregunta Marskon: “¿Fue ´La obra de arte en la edad de la reproducción mecánica´ el ensayo crítico más frecuentemente citado en la segunda parte del siglo XX?”. Dice Markson: “Terroristas. El cual fue de hecho el término escogido para categorizar a las novelistas góticas de inicios del siglo XIX”. Dice Markson: “Tacitus, de joven, defendiendo a otros artistas de la Eterna Vieja Guardia: Lo que es diferente no es necesariamente peor”.
En la página 96: “Autor está experimentado con mantenerse fuera de esto tanto como puede ¿por?/ ¿Puede realmente decirlo? ¿Por qué no tiene la menor idea de cómo o a dónde se dirige todo esto tampoco?/ ¿Dónde terminará eventualmente este libro sin él?”.
Las citas textuales aparecen, cada vez con mayor frecuencia, sin referencia alguna. Cada vez hay más datos sobre los lugares donde murieron otros autores. La cita anti-textual. La cita fuera del texto: “La ilusión de que el Azul Profundo era algo pensante”.
Sobre Virginia Wolf y sobre Autor, sin transición alguna: “La experiencia que nunca describiré, Virginia Wolf llamó así a su intento de suicidio./Tengo la sensación de que me volveré loco. Oigo voces y no me puedo concentrar en mi trabajo. He luchado contra eso, pero ya no puedo luchar más./ Los recuerdos matutinos del vacío del día anterior./ Su anticipación en el vacío del día por venir”.
“Ravena, Dante murió ahí”, escribe Markson. “Milán, Eugenio Montale murió ahí”
“Giuseppe Ungaretti anche”
Incluso un guiño a La Amante de Wittgenstein: “Alguien vive en esa playa”.
“Selah, que marca el final de los versos en los salmos, pero cuyo significado hebreo es desconocido./ Y probablemente no indica otra cosa más que un pausa, o descanso.” Selah.
Una poeta hojea el libro y dice: versículos.
Una narradora hojea el libro y dice: oraciones largas.
Entre la poeta y la narradora: la silueta de la religión.
Una novela sin anécdota. Una novela sin desarrollo lineal. Una novela críptica. Auto-referencial. Esquizofrénica. Sabionda. A punto de morir. Una novela. Una pausa. ¿Serán, de verdad, versículos? Un descanso. Selah.
¿Una novela?
Markson murió a finales de mayo. Tenía 82 años. Todavía me parece un desperdicio todo ese tiempo que viví sin sus libros.
--crg
Todavía recuerdo mi primer día en la tierra con David Markson. No recuerdo por qué andaba en Nueva York pero sí, y esto a la perfección, la manera en que me introduje en The Strand, una librería en la que suelo encontrar cosas que no busco pero que terminan siendo esenciales para mi vida. Ya no sé si recuerdo o invento la luz dorada que, oblicua, atravesaba los ventanales. Pero salta a la memoria el instante en que me fijé en la frase que decoraba la portada de un libro: “In the beginning sometimes I left messages in the street”. Compré Wittgenstein’s Mistress por eso, por esa frase. Lo compré junto con otros tantos, pero ése fue el que abrí de inmediato, sentada sobre la banca de un parque cercano. Creo que todo esto ocurría en el otoño, pero no podría juararlo en ningún momento.
Voraz. Veloz. Atroz. La primera lectura fue así. No recuerdo cuántas horas me tomó leer el libro ni dónde exactamente terminé de leerlo, pero sí recuerdo el súbito acceso de llanto. La incredulidad. Nadie me había hablado de David Markson antes, y muy pocos lo hicieron después. Entre esos pocos estuvo David Foster Wallace, quien en más de una ocasión se refirió elogiosamente a los libros de David Markson: “Nada más ni nada menos que el punto más alto de la ficción experimental en este país”. Lo cierto es que, justo como el narrador femenino de esa novela, volví la cabeza de izquierda a derecha creyendo o tratando de convencerme de que era la última sobre la tierra. La sensación, del todo apabullante, al leer Wittgenstein’s Mistress 15 años después de su publicación, fue la de haber desperdiciado mucho tiempo.
Lo cierto también es que esa lectura vino a confirmarme algunas intuiciones que entretenía alrededor de lo que es, o debería ser un libro, al mismo tiempo que me abrió maneras alternativas de hacer esas mismas añejas preguntas. Tres tipos de novela que no es la novela de David Markson: las Novelas-Experiencia, las Novelas-Viajera, y la Novela-Ligue. Empecemos.
Hay novelas que pretenden hacernos olvidar que son novelas. En lo que pareciera ser un triste caso de odio-contra-sí-mismas, existen ciertamente las novelas que hasta pretenden hacerse pasar por “la realidad” (la novela como experiencia o como expresión no mediata del yo). Hay novelas que tienen la intención de convertirse en intergalácticos transportes públicos que no tienen el menor empacho en prometer al lector inolvidables travesías por “universos” “reales” (la novela como agencia de viajes). Hay novelas que, en su modernista afán de seducción, incluso mantienen que el lector puede “entrar en ellas” (lo novela como una especie de ligue). En la páginas 12 y 13 de Vanishing Point, el libro que David Markson publicó en 2004, el autor aclara: “Non-linear. Discontinuous. Collage-like. An assamblage. As is already more than self-evident”. Luego: “A novel of intellectual reference and allusion, so to speak minus much of the novel. This presumably by now self-evident also”.
Markson empieza la fragmentada trayectoria de esta novela con dos cajas de zapatos llenas de tarjetas bibliográficas y un autor cuyo nombre es Autor. Se trata de notas aparentemente aisladas que incluyen frases, ya sea de los artistas mismos o ya acerca de ellos, sobre sus procesos creativos, sus obras, sus tiempos. Autor, de vez en cuando, deja oír su voz sólo para decir que está cansado, que no recuerda si tomó o no tomó una siesta, que sus tenis parecen llevarlo a sitios equivocados.
“Un decorador con visos de locura, así llamó Harper’s Weekly alguna vez a Gauguin”, escribe Markson. “Goethe escribó Werther en cuatro semanas./ Schiller escribió Guillermo Tell en seis”, asegura Markson. “Me gusta una buena vista pero me gusta sentarme de espaldas a ella. Dice Gertrude Stein”, dice Markson.
Autor sufre de una ligereza inusual en la cabeza. Autor no se siente él-mismo. Autor tropieza con objetos y paredes que, de otra manera o antes, le resultaban familiares.
Pregunta Marskon: “¿Fue ´La obra de arte en la edad de la reproducción mecánica´ el ensayo crítico más frecuentemente citado en la segunda parte del siglo XX?”. Dice Markson: “Terroristas. El cual fue de hecho el término escogido para categorizar a las novelistas góticas de inicios del siglo XIX”. Dice Markson: “Tacitus, de joven, defendiendo a otros artistas de la Eterna Vieja Guardia: Lo que es diferente no es necesariamente peor”.
En la página 96: “Autor está experimentado con mantenerse fuera de esto tanto como puede ¿por?/ ¿Puede realmente decirlo? ¿Por qué no tiene la menor idea de cómo o a dónde se dirige todo esto tampoco?/ ¿Dónde terminará eventualmente este libro sin él?”.
Las citas textuales aparecen, cada vez con mayor frecuencia, sin referencia alguna. Cada vez hay más datos sobre los lugares donde murieron otros autores. La cita anti-textual. La cita fuera del texto: “La ilusión de que el Azul Profundo era algo pensante”.
Sobre Virginia Wolf y sobre Autor, sin transición alguna: “La experiencia que nunca describiré, Virginia Wolf llamó así a su intento de suicidio./Tengo la sensación de que me volveré loco. Oigo voces y no me puedo concentrar en mi trabajo. He luchado contra eso, pero ya no puedo luchar más./ Los recuerdos matutinos del vacío del día anterior./ Su anticipación en el vacío del día por venir”.
“Ravena, Dante murió ahí”, escribe Markson. “Milán, Eugenio Montale murió ahí”
“Giuseppe Ungaretti anche”
Incluso un guiño a La Amante de Wittgenstein: “Alguien vive en esa playa”.
“Selah, que marca el final de los versos en los salmos, pero cuyo significado hebreo es desconocido./ Y probablemente no indica otra cosa más que un pausa, o descanso.” Selah.
Una poeta hojea el libro y dice: versículos.
Una narradora hojea el libro y dice: oraciones largas.
Entre la poeta y la narradora: la silueta de la religión.
Una novela sin anécdota. Una novela sin desarrollo lineal. Una novela críptica. Auto-referencial. Esquizofrénica. Sabionda. A punto de morir. Una novela. Una pausa. ¿Serán, de verdad, versículos? Un descanso. Selah.
¿Una novela?
Markson murió a finales de mayo. Tenía 82 años. Todavía me parece un desperdicio todo ese tiempo que viví sin sus libros.
--crg
Monday, June 14, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de asomarse al estanque y encontrarlo. Un verde así. No les gustaba volar en sueños, eso les quedó claro muy pronto. De eso hablaron incluso antes de salir de la habitación llena de gente cuando, luego de escuchar la conversación de otros, se toparon haciendo el mismo gesto: los ojos hacia el techo. La búsqueda infructuosa de algo más. Estas son tus manos, y tiemblan. El ruido de los pasos y las voces y las copas alrededor. En los sueños que se contaron mientras entretenían un líquido dorado en un par de vasos largos había ciudades sin nombre, cuerpos desnudos, cables de teléfono, historias sin principio ni fin. Estas son tus pestañas, abriéndose y cerrándose a la luz. Había, en esos sueños, colores que nunca habían visto en ningún otro lugar. Sólo en Shangai, quiero decir. Sólo en Shangai, ca. 2018. Un viernes, a las tres de la tarde. Algo a través del cielo. Y del agua.
--crg
Cosa de asomarse al estanque y encontrarlo. Un verde así. No les gustaba volar en sueños, eso les quedó claro muy pronto. De eso hablaron incluso antes de salir de la habitación llena de gente cuando, luego de escuchar la conversación de otros, se toparon haciendo el mismo gesto: los ojos hacia el techo. La búsqueda infructuosa de algo más. Estas son tus manos, y tiemblan. El ruido de los pasos y las voces y las copas alrededor. En los sueños que se contaron mientras entretenían un líquido dorado en un par de vasos largos había ciudades sin nombre, cuerpos desnudos, cables de teléfono, historias sin principio ni fin. Estas son tus pestañas, abriéndose y cerrándose a la luz. Había, en esos sueños, colores que nunca habían visto en ningún otro lugar. Sólo en Shangai, quiero decir. Sólo en Shangai, ca. 2018. Un viernes, a las tres de la tarde. Algo a través del cielo. Y del agua.
--crg
Sunday, June 13, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de asomarse al plato y encontrarlo. Un verde así. El primer contacto con los labios: una especie de abismo. Antepospretérito. La confusión de la saliva. El quehacer loco de las papilas. El proceso de digestión. El amor es una mano suave que, lentamente, hace que el destino se aparte. Ese caer. Ese lento callarse. La lluvia, dulcísima, alrededor. El tono de las voces que vienen desde muy lejos. Shangai, en efecto. Shangai en el 2015. Comer ahí, teñir.
--crg
Cosa de asomarse al plato y encontrarlo. Un verde así. El primer contacto con los labios: una especie de abismo. Antepospretérito. La confusión de la saliva. El quehacer loco de las papilas. El proceso de digestión. El amor es una mano suave que, lentamente, hace que el destino se aparte. Ese caer. Ese lento callarse. La lluvia, dulcísima, alrededor. El tono de las voces que vienen desde muy lejos. Shangai, en efecto. Shangai en el 2015. Comer ahí, teñir.
--crg
Saturday, June 12, 2010
UN VERDE ASÍ
Cosa de elevar el rostro y encontrarlo. Un verde así. Desde las banquetas de la noche, los cuatro pasos. Alrededor: las melodías, las voces, los cuerpos. Adentro: el sonido de otro mundo. Como desde Shangai, en el futuro. Como si viera Shangai en el 2017. Tal vez más tarde, incluso.
--crg
Cosa de elevar el rostro y encontrarlo. Un verde así. Desde las banquetas de la noche, los cuatro pasos. Alrededor: las melodías, las voces, los cuerpos. Adentro: el sonido de otro mundo. Como desde Shangai, en el futuro. Como si viera Shangai en el 2017. Tal vez más tarde, incluso.
--crg
Tuesday, June 08, 2010
ESO ERA SUBIR UNA ESCALERA
[en La Mano Oblicua, columna del martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Subió las escaleras lentamente, todavía sintiendo que su garbo y su donaire le pertenecían a otro edificio. Imaginó que el dueño las había mandado traer de otro lado, desmantelando otra construcción piedra tras piedra, con mucho cuidado, sólo para reconstruirla con el mismo afán en el nuevo espacio. ¿Se podría hacer eso en realidad? Tuvo la tentación de dejarse sorprender, pero en el mismo instante visualizaba escenarios.
Diría: qué gusto, con la voz de alguien que paseaba por las calles de una ciudad que conocía de memoria.
Diría: cuánto tiempo, con el tono neutro de una persona lejana. También avizoró el silencio. El pasmo. La frustración inherente a las palabras que se saborean bajo la lengua sin posibilidad alguna de llegar al sonido.
O diría: ¿Cómo lograste entrar? A la defensiva, fingiendo que todo era real.
A medida que ascendía las escaleras equivocadas, seguramente traídas de otro edificio más ufano, menos decadente, se preguntaba si todo esto no era más que un invento, el resultado de su imaginación afiebrada. Su imaginación necesitada. Y se preguntó también si esto era lo que toda la gente hacía dentro de sus propios olvidos: correr el telón de lo real y agazaparse en un lugar pequeño, un ángulo apenas, detrás de los escenarios donde todo ocurría. Sin cesar. Se repitió su nombre una y otra vez. Y luego otra. Trataba de regresar a su cuerpo. El nombre y el apellido. Sintió la lisura de la madera donde apoyaba su mano mientras subía la escalera en la cámara lenta de su cansancio. Olió el aroma de flores frescas que salía de algún cuarto. Inspeccionó la luz que se colaba desde ¿dónde? No pudo identificar la fuente, pero se fijó en las isletas luminosas que se formaban en el filo de los escalones. Su zapato horadando la mancha luminífera. Su zapato saliendo de ella.
Diría: qué sorpresa, con la voz impostada, tratando de mentir con los ojos.
O no diría nada. Como santo Tomás, iría hasta ella para tocarla, para comprobar que no se trataba de un producto de su imaginación. Mordería la moneda de oro. Usaría el microscopio del tacto. Burlaría a su mente. Se burlaría de ella. Te descubrí. Niña con manos en la masa.
Diría: no te esperaba.
Diría: te esperaba.
Los escenarios se multiplicaban conforme subía la escalera. Los teatros enteros. Las marquesinas. Las palabras brotaban la una de la otra con reminiscencias de planta, de ser vivo. Hijas de las hijas de las hijas. Todo en femenino.
Diría: ¿Cómo estás? Y de inmediato estallaría en una carcajada jocosa, medianamente avergonzada. Si estuviera bien, si alguna de las dos estuviera bien, no estaría aquí, no estarían aquí. Un cuarto del hotel La Estrella de Choi.
Diría: ¿Dónde estás? Tratando de identificar su silueta entre la penumbra del lugar. Haciéndose presente y huyendo al mismo tiempo. Estableciendo la distancia. Determinando que se encontraban ahí, aquí, dentro del verbo estar. Que los muertos entierren a sus muertos. ¿Qué quería decir esa frase realmente? Y mientras el significado se le escapaba, eludiéndola con contorsiones imprevistas pero bien ensayadas, pensó que, de tener a santo Tomás frente a ella, le preguntaría: ¿Y quién te dijo que la carne es real? Volvió a repetir el nombre propio. Y luego el apellido.
Diría: aquí estoy. Titubeante. Abierta como la puerta que estaba abriendo. Derrotada en su apertura. Entregada a su apertura. ¿Qué importaba a fin de cuentas que no existiera, que nada existiera? ¿Cuántas fracturas se necesitaban para formar la caparazón de lo real?
Diría: ¿Quién eres? Fingiendo ignorancia. Sabiendo de más. Oyó el timbre del teléfono. Y luego la voz del recepcionista, un bostezo, la saliva uniendo diente contra diente antes de que la palabra “bueno” lograra romper el todo de la boca en dos. Número equivocado. Silencio. Y luz. Otra vez la luz sobre el filo de los escalones. Volvió la cabeza hacia el techo. Eso era. Sí, eso era: un tragaluz de cristales sucios, adulterados. Debían ser las tres de la tarde. Tal vez un poco antes. Minutos apenas.
Diría: apresaron a Juana Olivares. No, no diría eso. No tenía caso. Si sólo los muertos podían enterrar a los muertos, ¿quería eso decir que no había posibilidad alguna de conexión entre los muertos y los vivos? Pero qué falta de fe, pensó. Qué falta de imaginación. Empatía. Sintió su rodilla y el peso sobre su rodilla. La tensión sobre el talón, los talones. El momento exacto en que flexionaba la pierna y el cuerpo se impulsaba a sí mismo hacia el siguiente escalón. Eso era caminar hacia arriba. Eso era subir una escalera.
Diría: ya llegué, tratando de recordar el recorrido sin poder lograrlo. ¿Había, de verdad, subido la escalera? Cuando abrió la puerta no dijo nada. Se quedó detenida bajo el umbral, observando la espalda de alguien que miraba hacia la calle. Una silueta protegida por el velo de las cortinas raídas. Un bulto apenas.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna del martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Subió las escaleras lentamente, todavía sintiendo que su garbo y su donaire le pertenecían a otro edificio. Imaginó que el dueño las había mandado traer de otro lado, desmantelando otra construcción piedra tras piedra, con mucho cuidado, sólo para reconstruirla con el mismo afán en el nuevo espacio. ¿Se podría hacer eso en realidad? Tuvo la tentación de dejarse sorprender, pero en el mismo instante visualizaba escenarios.
Diría: qué gusto, con la voz de alguien que paseaba por las calles de una ciudad que conocía de memoria.
Diría: cuánto tiempo, con el tono neutro de una persona lejana. También avizoró el silencio. El pasmo. La frustración inherente a las palabras que se saborean bajo la lengua sin posibilidad alguna de llegar al sonido.
O diría: ¿Cómo lograste entrar? A la defensiva, fingiendo que todo era real.
A medida que ascendía las escaleras equivocadas, seguramente traídas de otro edificio más ufano, menos decadente, se preguntaba si todo esto no era más que un invento, el resultado de su imaginación afiebrada. Su imaginación necesitada. Y se preguntó también si esto era lo que toda la gente hacía dentro de sus propios olvidos: correr el telón de lo real y agazaparse en un lugar pequeño, un ángulo apenas, detrás de los escenarios donde todo ocurría. Sin cesar. Se repitió su nombre una y otra vez. Y luego otra. Trataba de regresar a su cuerpo. El nombre y el apellido. Sintió la lisura de la madera donde apoyaba su mano mientras subía la escalera en la cámara lenta de su cansancio. Olió el aroma de flores frescas que salía de algún cuarto. Inspeccionó la luz que se colaba desde ¿dónde? No pudo identificar la fuente, pero se fijó en las isletas luminosas que se formaban en el filo de los escalones. Su zapato horadando la mancha luminífera. Su zapato saliendo de ella.
Diría: qué sorpresa, con la voz impostada, tratando de mentir con los ojos.
O no diría nada. Como santo Tomás, iría hasta ella para tocarla, para comprobar que no se trataba de un producto de su imaginación. Mordería la moneda de oro. Usaría el microscopio del tacto. Burlaría a su mente. Se burlaría de ella. Te descubrí. Niña con manos en la masa.
Diría: no te esperaba.
Diría: te esperaba.
Los escenarios se multiplicaban conforme subía la escalera. Los teatros enteros. Las marquesinas. Las palabras brotaban la una de la otra con reminiscencias de planta, de ser vivo. Hijas de las hijas de las hijas. Todo en femenino.
Diría: ¿Cómo estás? Y de inmediato estallaría en una carcajada jocosa, medianamente avergonzada. Si estuviera bien, si alguna de las dos estuviera bien, no estaría aquí, no estarían aquí. Un cuarto del hotel La Estrella de Choi.
Diría: ¿Dónde estás? Tratando de identificar su silueta entre la penumbra del lugar. Haciéndose presente y huyendo al mismo tiempo. Estableciendo la distancia. Determinando que se encontraban ahí, aquí, dentro del verbo estar. Que los muertos entierren a sus muertos. ¿Qué quería decir esa frase realmente? Y mientras el significado se le escapaba, eludiéndola con contorsiones imprevistas pero bien ensayadas, pensó que, de tener a santo Tomás frente a ella, le preguntaría: ¿Y quién te dijo que la carne es real? Volvió a repetir el nombre propio. Y luego el apellido.
Diría: aquí estoy. Titubeante. Abierta como la puerta que estaba abriendo. Derrotada en su apertura. Entregada a su apertura. ¿Qué importaba a fin de cuentas que no existiera, que nada existiera? ¿Cuántas fracturas se necesitaban para formar la caparazón de lo real?
Diría: ¿Quién eres? Fingiendo ignorancia. Sabiendo de más. Oyó el timbre del teléfono. Y luego la voz del recepcionista, un bostezo, la saliva uniendo diente contra diente antes de que la palabra “bueno” lograra romper el todo de la boca en dos. Número equivocado. Silencio. Y luz. Otra vez la luz sobre el filo de los escalones. Volvió la cabeza hacia el techo. Eso era. Sí, eso era: un tragaluz de cristales sucios, adulterados. Debían ser las tres de la tarde. Tal vez un poco antes. Minutos apenas.
Diría: apresaron a Juana Olivares. No, no diría eso. No tenía caso. Si sólo los muertos podían enterrar a los muertos, ¿quería eso decir que no había posibilidad alguna de conexión entre los muertos y los vivos? Pero qué falta de fe, pensó. Qué falta de imaginación. Empatía. Sintió su rodilla y el peso sobre su rodilla. La tensión sobre el talón, los talones. El momento exacto en que flexionaba la pierna y el cuerpo se impulsaba a sí mismo hacia el siguiente escalón. Eso era caminar hacia arriba. Eso era subir una escalera.
Diría: ya llegué, tratando de recordar el recorrido sin poder lograrlo. ¿Había, de verdad, subido la escalera? Cuando abrió la puerta no dijo nada. Se quedó detenida bajo el umbral, observando la espalda de alguien que miraba hacia la calle. Una silueta protegida por el velo de las cortinas raídas. Un bulto apenas.
--crg
Monday, June 07, 2010
EL AMANECER DE ROTHKO
(cuento en seis villanelles* narrativas, ocho cartas de póker y algunas líneas sueltas]
[en Luvina 59, Verano 2010, Cuento Mutante]
♣
I: LO QUE EL PÁJARO OBSERVA A TRAVÉS DE LA VENTANA:
Hay un hombre que coloca piezas de ropa dentro de una maleta grande.
Poco a poco, a un ritmo regular, el hombre se desliza con cierta lentitud desde los pies de la cama, donde se encuentran desperdigadas todas las prendas, hacia el clóset, en cuya parte baja se abre de par en par el equipaje.
El hombre emprende el mismo recorrido una y otra vez: órbita lunar.
Lo hace metódicamente, sin levantar la vista.
Caminar: un pie delante del otro.
Hay un hombre que coloca piezas de ropa dentro de una maleta grande.
Hay una mujer también, pero ella está sentada sobre las almohadas de la cama, la espalda contra la pared.
Sobre las piernas cruzadas en forma de flor de loto sostiene un libro que lee en voz alta.
El hombre emprende el mismo recorrido una y otra vez: órbita lunar.
Una lámpara de pie a su derecha.
Una lámpara encendida.
Hay un hombre que coloca piezas de ropa dentro de una maleta grande.
El pájaro inclina el cuello, como si reaccionara ante las palabras que no puede escuchar del otro lado del vidrio.
El abrir y cerrar de los párpados.
El hombre emprende el mismo recorrido una y otra vez: órbita lunar.
La noche oscura; tan oscura.
Si éste fuera el pájaro que visitó la ventana de una novela de DeLillo, seguramente estaría gorgoreando las palabras “mundos imposibles”.
Hay un hombre que coloca piezas de ropa dentro de una maleta grande.
El hombre emprende el mismo recorrido una y otra vez: órbita lunar.
♥
La luz que emite la ventana de la habitación alumbra apenas una calle solitaria bordeada de encinos
♥
II: LO QUE OBSERVA EL PASEANTE NOCTURNO:
Un pájaro que canta de noche.
Qué raro.
Hay un pájaro que canta de noche.
♠
III: LO QUE LA MUJER OBSERVA CUANDO CIERRA EL LIBRO Y NO DICE YA NADA MÁS:
El hombre se ha desplomado en el centro de un sillón mullido, de espaldas a la ventana por la que un pájaro negro espía la habitación.
Empequeñecido por el tamaño del mueble, el hombre parece más agotado de lo que está. Los brazos caídos a los costados del cuerpo.
Los ojos abiertos.
La frente inmóvil.
La mujer seguramente imagina un sombrero sobre esa cabeza de cabellos cortos y rubios.
El hombre se ha desplomado en el centro de un sillón mullido, de espaldas a la ventana por la que un pájaro negro espía la habitación.
Piensa, esto también con toda seguridad, que se trata de un hombre atormentado.
Un hombre de tiempo atrás; otro siglo incluso.
Los ojos abiertos.
Alguien que no sabe.
IV. LO QUE EL HOMBRE OBSERVA DENTRO DE SU CABEZA:
El hombre se ha desplomado en el centro de un sillón mullido, de espaldas a la ventana por la que un pájaro negro espía la habitación.
Si la mujer leyera el poema elegido al azar, deteniendo el dedo índice sobre las hojas en movimiento, ahora mismo volvería a posar la vista sobre sus letras y emprendería, de nueva cuenta, la lectura en voz alta.
Leer, a veces, es huir.
Los ojos abiertos.
El pájaro escucharía el eco: You want to get out, you want to tear yourself out, I am the outside, I am snow.
Y afuera, entonces, nevaría.
El hombre se ha desplomado en el centro de un sillón mullido, de espaldas a la ventana por la que un pájaro negro espía la habitación.
Los ojos abiertos.
♣
La noche convertida de súbito en un blanquísimo sudario al contacto con la voz.
Wrenching your way through, continuaría, tartamudeando.
This is urgent, cerraría el libro entonces, un golpe seco, y él, desde el sillón, luchando contra un cansancio infinito, la conminaría a continuar.
Los ojos abiertos.
It is your life, murmuraría en un tono cada vez más bajo, avergonzada.
La noche convertida de súbito en un blanquísimo sudario al contacto con la voz.
The last chance of freedom.
V: LO QUE EL AUTOR DEL POEMA OBSERVA DESDE LA VENTANA DE SU ESTUDIO LEJOS DE AHÍ, EN OTRO LUGAR:
This is urgent, cerraría el libro entonces, un golpe seco, y él, desde el sillón, luchando contra un cansancio infinito, la conminaría a continuar.
Un par de niños juegan con bolas de nieve.
Ríen, eso es obvio por los gestos de los rostros, aunque la risa no puede atravesar el cristal.
La noche convertida de súbito en un blanquísimo sudario al contacto con la voz.
Sus cuerpos dejan marcas sobre la nieve que, sin embargo, desaparecen pronto. Tabula rasa.
This is urgent, cerraría el libro entonces, un golpe seco, y él, desde el sillón, luchando contra un cansancio infinito, la conminaría a continuar.
VI: LO QUE EL HOMBRE OBSERVA DESDE LA CAMA (RETROSPECTIVA): El pájaro lo mira con curiosidad desde la intrincada rama de un encino.
La noche convertida de súbito en un blanquísimo sudario al contacto con la voz.
This is urgent, cerraría el libro entonces, un golpe seco, y él, desde el sillón, luchando contra un cansancio infinito, la conminaría a continuar.
♥
Negro sobre negro.
Se han borrado ya las arrugas que su cuerpo hizo brotar en la tela del sillón.
Nadie ha estado ahí, cavilando.
Sopesar significa levantar algo como para tantear la importancia que tiene o para reconocerlo.
Nadie escuchó en ese lugar los sonidos de las palabras que lo hicieron sonreír al incorporarse lentamente, como si tuviera más años o más peso.
Negro sobre negro.
Esto: un cuerpo que se aproxima a través de mucho tiempo.
Nadie evitó mirar atrás: el rostro bajo el sudario de la nieve.
Nadie ha estado ahí, cavilando.
Nadie.
VII: LO QUE EL HOMBRE OBSERVA DESDE LA CAMA (PROSPECTIVA):
Negro sobre negro.
Los pies, bajo las mantas grises, forman escarpadas montañas pequeñísimas.
Las rodillas.
Nadie ha estado ahí, cavilando.
Las caderas.
Recuerda las palabras y ve las letras flotando dentro del aire tibio de la habitación.
Negro sobre negro.
Nadie ha estado ahí, cavilando.
♥
Recuerda las palabras y ve las letras flotando dentro del aire tibio de la habitación.
Respirar es un movimiento.
El techo, sin grieta alguna, tabula rasa hecha de nieve.
Cuando se inclina sobre la cabeza de ella, como el pájaro antes sobre la escena de los dos, se pregunta sobre sus sueños.
Gorgorea: Mundos imposibles.
Recuerda las palabras y ve las letras flotando dentro del aire tibio de la habitación.
Un hilillo de saliva sobre el mentón.
Qué raro.
El techo, sin grieta alguna, tabula rasa hecha de nieve.
Hay un pájaro que canta de noche.
Las manchas del labial sobre las orillas de las almohadas.
Recuerda las palabras y ve las letras flotando dentro del aire tibio de la habitación.
Impresionismo.
Los cabellos: jirones en forma de signos de interrogación.
El techo, sin grieta alguna, tabula rasa hecha de nieve.
El omóplato es una quimera óptica.
El hombre, su mano derecha sobre el hombro de la mujer, finalmente cierra los ojos.
Recuerda las palabras y ve las letras flotando dentro del aire tibio de la habitación
El techo, sin grieta alguna, tabula rasa hecha de nieve.
♠
VIII: LO QUE NADIE VE:
Es un amanecer estupendo.
La luz emerge poco a poco por las orillas del mundo visible hasta que se derrama, todavía con delicadeza, en el centro de todo.
Iridiscente.
Los árboles adquieren forma.
VIII: LO QUE NADIE VE:
Una rama es una rama.
Los troncos.
La luz emerge poco a poco por las orillas del mundo visible hasta que se derrama, todavía con delicadeza, en el centro de todo.
La multitud trepidante de las hojas.
Dicho de un ave, aletear significa mover frecuentemente las alas sin echar a volar.
VIII: LO QUE NADIE VE:
Dicho de un hombre significa mover los brazos a modo de alas.
En el rectángulo de la ventana, al que conforman dos cuadrados claramente diferenciados, se asienta poco a poco el color rojo.
La luz emerge poco a poco por las orillas del mundo visible hasta que se derrama, todavía con delicadeza, en el centro de todo.
El proceso de impregnación.
Se trata de un momento apenas; no más.
VIII: LO QUE NADIE VE:
La luz emerge poco a poco por las orillas del mundo visible hasta que se derrama, todavía con delicadeza, en el centro de todo.
♣
El pájaro emprende, de repente, el vuelo. Aletear también significa cobrar aliento.
Villanelle: 1586, from Fr., from It. villanella "ballad, rural song," from fem. of villanello "rustic," from M.L. villanus (see villain). As a poetic form, five 3-lined stanzas and a final quatrain, with only two rhymes throughout, usually of pastoral or lyric nature. Online Etymology Dictionary, © 2010 Douglas Harper
--crg
(cuento en seis villanelles* narrativas, ocho cartas de póker y algunas líneas sueltas]
[en Luvina 59, Verano 2010, Cuento Mutante]
♣
I: LO QUE EL PÁJARO OBSERVA A TRAVÉS DE LA VENTANA:
Hay un hombre que coloca piezas de ropa dentro de una maleta grande.
Poco a poco, a un ritmo regular, el hombre se desliza con cierta lentitud desde los pies de la cama, donde se encuentran desperdigadas todas las prendas, hacia el clóset, en cuya parte baja se abre de par en par el equipaje.
El hombre emprende el mismo recorrido una y otra vez: órbita lunar.
Lo hace metódicamente, sin levantar la vista.
Caminar: un pie delante del otro.
Hay un hombre que coloca piezas de ropa dentro de una maleta grande.
Hay una mujer también, pero ella está sentada sobre las almohadas de la cama, la espalda contra la pared.
Sobre las piernas cruzadas en forma de flor de loto sostiene un libro que lee en voz alta.
El hombre emprende el mismo recorrido una y otra vez: órbita lunar.
Una lámpara de pie a su derecha.
Una lámpara encendida.
Hay un hombre que coloca piezas de ropa dentro de una maleta grande.
El pájaro inclina el cuello, como si reaccionara ante las palabras que no puede escuchar del otro lado del vidrio.
El abrir y cerrar de los párpados.
El hombre emprende el mismo recorrido una y otra vez: órbita lunar.
La noche oscura; tan oscura.
Si éste fuera el pájaro que visitó la ventana de una novela de DeLillo, seguramente estaría gorgoreando las palabras “mundos imposibles”.
Hay un hombre que coloca piezas de ropa dentro de una maleta grande.
El hombre emprende el mismo recorrido una y otra vez: órbita lunar.
♥
La luz que emite la ventana de la habitación alumbra apenas una calle solitaria bordeada de encinos
♥
II: LO QUE OBSERVA EL PASEANTE NOCTURNO:
Un pájaro que canta de noche.
Qué raro.
Hay un pájaro que canta de noche.
♠
III: LO QUE LA MUJER OBSERVA CUANDO CIERRA EL LIBRO Y NO DICE YA NADA MÁS:
El hombre se ha desplomado en el centro de un sillón mullido, de espaldas a la ventana por la que un pájaro negro espía la habitación.
Empequeñecido por el tamaño del mueble, el hombre parece más agotado de lo que está. Los brazos caídos a los costados del cuerpo.
Los ojos abiertos.
La frente inmóvil.
La mujer seguramente imagina un sombrero sobre esa cabeza de cabellos cortos y rubios.
El hombre se ha desplomado en el centro de un sillón mullido, de espaldas a la ventana por la que un pájaro negro espía la habitación.
Piensa, esto también con toda seguridad, que se trata de un hombre atormentado.
Un hombre de tiempo atrás; otro siglo incluso.
Los ojos abiertos.
Alguien que no sabe.
IV. LO QUE EL HOMBRE OBSERVA DENTRO DE SU CABEZA:
El hombre se ha desplomado en el centro de un sillón mullido, de espaldas a la ventana por la que un pájaro negro espía la habitación.
Si la mujer leyera el poema elegido al azar, deteniendo el dedo índice sobre las hojas en movimiento, ahora mismo volvería a posar la vista sobre sus letras y emprendería, de nueva cuenta, la lectura en voz alta.
Leer, a veces, es huir.
Los ojos abiertos.
El pájaro escucharía el eco: You want to get out, you want to tear yourself out, I am the outside, I am snow.
Y afuera, entonces, nevaría.
El hombre se ha desplomado en el centro de un sillón mullido, de espaldas a la ventana por la que un pájaro negro espía la habitación.
Los ojos abiertos.
♣
La noche convertida de súbito en un blanquísimo sudario al contacto con la voz.
Wrenching your way through, continuaría, tartamudeando.
This is urgent, cerraría el libro entonces, un golpe seco, y él, desde el sillón, luchando contra un cansancio infinito, la conminaría a continuar.
Los ojos abiertos.
It is your life, murmuraría en un tono cada vez más bajo, avergonzada.
La noche convertida de súbito en un blanquísimo sudario al contacto con la voz.
The last chance of freedom.
V: LO QUE EL AUTOR DEL POEMA OBSERVA DESDE LA VENTANA DE SU ESTUDIO LEJOS DE AHÍ, EN OTRO LUGAR:
This is urgent, cerraría el libro entonces, un golpe seco, y él, desde el sillón, luchando contra un cansancio infinito, la conminaría a continuar.
Un par de niños juegan con bolas de nieve.
Ríen, eso es obvio por los gestos de los rostros, aunque la risa no puede atravesar el cristal.
La noche convertida de súbito en un blanquísimo sudario al contacto con la voz.
Sus cuerpos dejan marcas sobre la nieve que, sin embargo, desaparecen pronto. Tabula rasa.
This is urgent, cerraría el libro entonces, un golpe seco, y él, desde el sillón, luchando contra un cansancio infinito, la conminaría a continuar.
VI: LO QUE EL HOMBRE OBSERVA DESDE LA CAMA (RETROSPECTIVA): El pájaro lo mira con curiosidad desde la intrincada rama de un encino.
La noche convertida de súbito en un blanquísimo sudario al contacto con la voz.
This is urgent, cerraría el libro entonces, un golpe seco, y él, desde el sillón, luchando contra un cansancio infinito, la conminaría a continuar.
♥
Negro sobre negro.
Se han borrado ya las arrugas que su cuerpo hizo brotar en la tela del sillón.
Nadie ha estado ahí, cavilando.
Sopesar significa levantar algo como para tantear la importancia que tiene o para reconocerlo.
Nadie escuchó en ese lugar los sonidos de las palabras que lo hicieron sonreír al incorporarse lentamente, como si tuviera más años o más peso.
Negro sobre negro.
Esto: un cuerpo que se aproxima a través de mucho tiempo.
Nadie evitó mirar atrás: el rostro bajo el sudario de la nieve.
Nadie ha estado ahí, cavilando.
Nadie.
VII: LO QUE EL HOMBRE OBSERVA DESDE LA CAMA (PROSPECTIVA):
Negro sobre negro.
Los pies, bajo las mantas grises, forman escarpadas montañas pequeñísimas.
Las rodillas.
Nadie ha estado ahí, cavilando.
Las caderas.
Recuerda las palabras y ve las letras flotando dentro del aire tibio de la habitación.
Negro sobre negro.
Nadie ha estado ahí, cavilando.
♥
Recuerda las palabras y ve las letras flotando dentro del aire tibio de la habitación.
Respirar es un movimiento.
El techo, sin grieta alguna, tabula rasa hecha de nieve.
Cuando se inclina sobre la cabeza de ella, como el pájaro antes sobre la escena de los dos, se pregunta sobre sus sueños.
Gorgorea: Mundos imposibles.
Recuerda las palabras y ve las letras flotando dentro del aire tibio de la habitación.
Un hilillo de saliva sobre el mentón.
Qué raro.
El techo, sin grieta alguna, tabula rasa hecha de nieve.
Hay un pájaro que canta de noche.
Las manchas del labial sobre las orillas de las almohadas.
Recuerda las palabras y ve las letras flotando dentro del aire tibio de la habitación.
Impresionismo.
Los cabellos: jirones en forma de signos de interrogación.
El techo, sin grieta alguna, tabula rasa hecha de nieve.
El omóplato es una quimera óptica.
El hombre, su mano derecha sobre el hombro de la mujer, finalmente cierra los ojos.
Recuerda las palabras y ve las letras flotando dentro del aire tibio de la habitación
El techo, sin grieta alguna, tabula rasa hecha de nieve.
♠
VIII: LO QUE NADIE VE:
Es un amanecer estupendo.
La luz emerge poco a poco por las orillas del mundo visible hasta que se derrama, todavía con delicadeza, en el centro de todo.
Iridiscente.
Los árboles adquieren forma.
VIII: LO QUE NADIE VE:
Una rama es una rama.
Los troncos.
La luz emerge poco a poco por las orillas del mundo visible hasta que se derrama, todavía con delicadeza, en el centro de todo.
La multitud trepidante de las hojas.
Dicho de un ave, aletear significa mover frecuentemente las alas sin echar a volar.
VIII: LO QUE NADIE VE:
Dicho de un hombre significa mover los brazos a modo de alas.
En el rectángulo de la ventana, al que conforman dos cuadrados claramente diferenciados, se asienta poco a poco el color rojo.
La luz emerge poco a poco por las orillas del mundo visible hasta que se derrama, todavía con delicadeza, en el centro de todo.
El proceso de impregnación.
Se trata de un momento apenas; no más.
VIII: LO QUE NADIE VE:
La luz emerge poco a poco por las orillas del mundo visible hasta que se derrama, todavía con delicadeza, en el centro de todo.
♣
El pájaro emprende, de repente, el vuelo. Aletear también significa cobrar aliento.
Villanelle: 1586, from Fr., from It. villanella "ballad, rural song," from fem. of villanello "rustic," from M.L. villanus (see villain). As a poetic form, five 3-lined stanzas and a final quatrain, with only two rhymes throughout, usually of pastoral or lyric nature. Online Etymology Dictionary, © 2010 Douglas Harper
--crg
Saturday, June 05, 2010
NO ESTÁN SOLOS. HOY NO HAY SOLEDADD
Junio 5: Luto Nacional por la muerte de 49 niños en la Guardería ABC en Hermosillo, Sonora.
Mientras esperamos el dictamen de la Suprema Corte hay que decir: 11 de 11. Ni un voto menos.
Que los ministros sepan, como nosotros, que en el destino de los 49 niños masacrados de Hermosillo nos jugamos también el destino de la nación.
No estamos solos. Hoy no hay soledad.
--crg
Junio 5: Luto Nacional por la muerte de 49 niños en la Guardería ABC en Hermosillo, Sonora.
Mientras esperamos el dictamen de la Suprema Corte hay que decir: 11 de 11. Ni un voto menos.
Que los ministros sepan, como nosotros, que en el destino de los 49 niños masacrados de Hermosillo nos jugamos también el destino de la nación.
No estamos solos. Hoy no hay soledad.
--crg
Thursday, June 03, 2010
Wednesday, June 02, 2010
TENDIDA COMO BANDIDA
[en "Así escribo", Nexos, Junio 2010]
a) Pequeño tratado contra las sillas y breve historia de la escritura vertical:
Escribir sentada ya fue. Las sillas, como bien lo decía Jimmie Durham, son espías del Estado; mecanismos contra el natural nomadismo del cuerpo. Hace mucho que no me inclino frente a un escritorio; tampoco frente a un altar; menos frente a la real ésa. Sentarse y escribir son actos antitéticos: el primero le apuesta al sedentarismo, que es el otro nombre del status quo, y el segundo a la provocación que es toda crítica. Las frases “estar sentado” y “estar sedado” sólo difieren en una letra, y debe ser por algo. Era Vasconcelos, si mal no recuerdo, quien clamaba por una escritura de a pie, con todas las connotaciones estéticas y políticas del caso. Hemingway aducía que escribir de pie le permitía concentrarse mejor. Eduardo Mendoza escribe de pie y con pluma. Todo eso es cierto y hay más, claro. Pero también es cierto, aunque más pedestre, admitir que hace poco me di cuenta que no poseo un escritorio. Entre mis ires y venires, entre estancias cada vez más cortas en cada vez más sitios, en efecto, me olvidé de adquirir un escritorio. Confesión tristísima: soy escritora, por decirlo de algún modo, de cama.
b) Tendida como bandida:
Lo he dicho ya varias veces: no es casualidad que la cama, la mesa, el ataúd y la página compartan la forma del divino rectángulo. Ahí nacemos y morimos, en toda la extensión de las palabras. Luego entonces, del lado derecho de mi cama, rodeada de libros y papeles, en un desorden que algunos han descrito como descomunal y otros como simplemente muy mío, tendida como bandida, así escribo. Me gustaría decir que esto es una forma de escritura horizontal, pero en sentido estricto se trata de otra cosa. Medio recargada contra las almohadas, con las rodillas flexionadas, en realidad esto es una posición fetal. Como si escribir fuera, de hecho, volver a ese inicio donde todo, eso dicen algunos, es lo mismo. Como si escribir y el inicio del cuerpo fueran la misma cosa. Muy a la ChacMol, pues. Se trata de una postura contra la que no pocos de los médicos que me han atendido se oponen con vehemencia: a ella le debo el dolor de espalda que, unido al dolor que provoca en mis muñecas la estrechez del teclado, se suman en, al menos, dos dolores distintos. Así twitteo y bloggeo y reviso cuentas de hotmail y gmail y escribo artículos y le añado, a veces, una o dos frases a algún otro texto más largo. Acunada dentro de mí misma. La lap top en plexo.
c) La cosa del pasado:
No tengo escritorio, ya lo dije, pero hay una mesa grande en un cuarto rodeado de ventanales. Se llama mesa de comedor, pero en realidad es una superficie rectangular que sirve para muchas cosas distintas. Ahí departo con la familia y los amigos, en efecto. Pero ahí va a parar la correspondencia y los pinceles y las hojas y los libros y los vasos y los periódicos y todo aquello que peque o presuma de imperdible. Los textos académicos los escribo por lo regular ahí, porque ahí hay espacio, luego de una leve reorganización, para legajos y libros. Me siento, sí. Cierro todas las ventanas (de la pantalla, quiero decir), sí. Apago el celular, sí. Documento con corrección mis fuentes: sí. Es una velocidad y una disciplina y una forma de concentración sin la cual el libro de historia o el artículo especializado no podría ni siquiera soñar en avanzar. Es una cosa del pasado.
d) Sobre ruedas:
No se trata de una mesa propiamente, ni de un escritorio. Es uno de esas mesas que las madres de clase media solían usar para llevar los aditamentos del cocktail al centro de un cuarto lleno de gente y que ahora algunos diseñadores llaman, con algo de pompa, mesa auxiliar. Ocupa un espacio liminal entre la cocina y el comedor, justo a un lado de los enchufes y el ventanal. Es tan pequeña que sólo cabe en ella la lap top y alguna taza de café. Tiene dos repisas donde es posible colocar algún que otro libro o la taza de café que sólo con incomodidad se tolera sobre la superficie. Tiene ruedas. Sobre esa mesita que se mueve, aceptando por igual su deseo de estar anclada y su manía de escapar, ahí escribo los textos más largos: novelas, híbridos, ensayos. Es fácil alejarse de ella y regresar. De hecho, me incorporo con bastante frecuencia porque, para escribir, siempre necesito consultar algo. Necesito estar de pie, avanzar, sentir que el cuerpo no ha desaparecido. No desaparece. Ya no fumo, pero igual paseo alrededor de la casa con libro en mano o mirada enloquecida. Luego regreso. Uno siempre termina por regresar. Como pudiera cambiarla de sitio si quisiera, nótese el potencial del subjuntivo, la ansiedad conocida como la ansiedad del-mismo-lugar desaparece en ella, con ella, a su lado. Nos llevamos bien, quiero decir. Tenemos una relación sobre ruedas.
--crg
[en "Así escribo", Nexos, Junio 2010]
a) Pequeño tratado contra las sillas y breve historia de la escritura vertical:
Escribir sentada ya fue. Las sillas, como bien lo decía Jimmie Durham, son espías del Estado; mecanismos contra el natural nomadismo del cuerpo. Hace mucho que no me inclino frente a un escritorio; tampoco frente a un altar; menos frente a la real ésa. Sentarse y escribir son actos antitéticos: el primero le apuesta al sedentarismo, que es el otro nombre del status quo, y el segundo a la provocación que es toda crítica. Las frases “estar sentado” y “estar sedado” sólo difieren en una letra, y debe ser por algo. Era Vasconcelos, si mal no recuerdo, quien clamaba por una escritura de a pie, con todas las connotaciones estéticas y políticas del caso. Hemingway aducía que escribir de pie le permitía concentrarse mejor. Eduardo Mendoza escribe de pie y con pluma. Todo eso es cierto y hay más, claro. Pero también es cierto, aunque más pedestre, admitir que hace poco me di cuenta que no poseo un escritorio. Entre mis ires y venires, entre estancias cada vez más cortas en cada vez más sitios, en efecto, me olvidé de adquirir un escritorio. Confesión tristísima: soy escritora, por decirlo de algún modo, de cama.
b) Tendida como bandida:
Lo he dicho ya varias veces: no es casualidad que la cama, la mesa, el ataúd y la página compartan la forma del divino rectángulo. Ahí nacemos y morimos, en toda la extensión de las palabras. Luego entonces, del lado derecho de mi cama, rodeada de libros y papeles, en un desorden que algunos han descrito como descomunal y otros como simplemente muy mío, tendida como bandida, así escribo. Me gustaría decir que esto es una forma de escritura horizontal, pero en sentido estricto se trata de otra cosa. Medio recargada contra las almohadas, con las rodillas flexionadas, en realidad esto es una posición fetal. Como si escribir fuera, de hecho, volver a ese inicio donde todo, eso dicen algunos, es lo mismo. Como si escribir y el inicio del cuerpo fueran la misma cosa. Muy a la ChacMol, pues. Se trata de una postura contra la que no pocos de los médicos que me han atendido se oponen con vehemencia: a ella le debo el dolor de espalda que, unido al dolor que provoca en mis muñecas la estrechez del teclado, se suman en, al menos, dos dolores distintos. Así twitteo y bloggeo y reviso cuentas de hotmail y gmail y escribo artículos y le añado, a veces, una o dos frases a algún otro texto más largo. Acunada dentro de mí misma. La lap top en plexo.
c) La cosa del pasado:
No tengo escritorio, ya lo dije, pero hay una mesa grande en un cuarto rodeado de ventanales. Se llama mesa de comedor, pero en realidad es una superficie rectangular que sirve para muchas cosas distintas. Ahí departo con la familia y los amigos, en efecto. Pero ahí va a parar la correspondencia y los pinceles y las hojas y los libros y los vasos y los periódicos y todo aquello que peque o presuma de imperdible. Los textos académicos los escribo por lo regular ahí, porque ahí hay espacio, luego de una leve reorganización, para legajos y libros. Me siento, sí. Cierro todas las ventanas (de la pantalla, quiero decir), sí. Apago el celular, sí. Documento con corrección mis fuentes: sí. Es una velocidad y una disciplina y una forma de concentración sin la cual el libro de historia o el artículo especializado no podría ni siquiera soñar en avanzar. Es una cosa del pasado.
d) Sobre ruedas:
No se trata de una mesa propiamente, ni de un escritorio. Es uno de esas mesas que las madres de clase media solían usar para llevar los aditamentos del cocktail al centro de un cuarto lleno de gente y que ahora algunos diseñadores llaman, con algo de pompa, mesa auxiliar. Ocupa un espacio liminal entre la cocina y el comedor, justo a un lado de los enchufes y el ventanal. Es tan pequeña que sólo cabe en ella la lap top y alguna taza de café. Tiene dos repisas donde es posible colocar algún que otro libro o la taza de café que sólo con incomodidad se tolera sobre la superficie. Tiene ruedas. Sobre esa mesita que se mueve, aceptando por igual su deseo de estar anclada y su manía de escapar, ahí escribo los textos más largos: novelas, híbridos, ensayos. Es fácil alejarse de ella y regresar. De hecho, me incorporo con bastante frecuencia porque, para escribir, siempre necesito consultar algo. Necesito estar de pie, avanzar, sentir que el cuerpo no ha desaparecido. No desaparece. Ya no fumo, pero igual paseo alrededor de la casa con libro en mano o mirada enloquecida. Luego regreso. Uno siempre termina por regresar. Como pudiera cambiarla de sitio si quisiera, nótese el potencial del subjuntivo, la ansiedad conocida como la ansiedad del-mismo-lugar desaparece en ella, con ella, a su lado. Nos llevamos bien, quiero decir. Tenemos una relación sobre ruedas.
--crg
Tuesday, June 01, 2010
JUAN RULFO EN CAMPO ALASKA
[En La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
He mencionado ya que, de aquella impactante primera visita de febrero de 2009, recordaba la textura y tamaño de las argollas que brotaban del piso y las paredes. Creo haber evocado el ruido de las ráfagas del viento también; el aroma de los piñoneros. No mencioné, sin embargo, que las fotografías que colgaban de las paredes altas y blancas de una de las dos salas que componían el Museo de Sitio de Campo Alaska también fueron memorables. No todas, eso es cierto. Algunas. Siete de las 23 fotografías en exhibición me hicieron detenerme en seco y respirar hondo. Las vi una y otra vez, y con el correr de los meses, regresé a verlas incluso en más ocasiones porque me pasó con esas imágenes lo mismo que cuando observé por primera vez el entrañable, frágil retrato de un Efraín Hernández delgado y tremendamente solo en medio de una meseta de maíz con el Popocatépetl de fondo: a primera vista imaginé que esa imagen era de Juan Rulfo. La información acerca del retrato de Hernández me la confirmó de inmediato Alejandro Toledo, un crítico literario y estudioso de este escritor, en cuyo criterio confío por completo. Adscribir la autoría de algunas de las fotografías que colgaban de las paredes del Museo de Sitio Campo Alaska a Juan Rulfo me tomó, sin embargo, más tiempo.
Nadie, por principio de cuentas sabía que uno de los primeros viajes que emprendió Rulfo como representante de ventas de la Goodrich Euskadi lo llevó, antes que a cualquier otro sitio, al extremo noroeste del país. Cuando regresé al archivo local para investigar si el ingeniero taciturno había hecho alguna anotación al respecto, supe la respuesta casi de inmediato: No. A diferencia del nombre de Max Ernst, que aparecía en un par de ocasiones en las hojas cuadriculadas partidas a la mitad, el de Rulfo brillaba por su ausencia. Las fotografías, sin embargo, no me dejaron en paz. Y una intuición es una intuición. Regresé, he dicho ya, y con el permiso de los vigilantes, revolví cajones y hurgué entre papeles viejos. Los vigilantes del Museo de Sitio no hicieron más que encogerse de hombros cuando, comparando los retratos que tenía en la mano con siete que colgaban de las paredes blancas, los interrogué.
—Pero se nota que es una misma lente aquí, ¿no es cierto? —dije al final de una parca conversación, ya un tanto frustrada.
—Si usted lo dice —fue la última respuesta que pude obtener.
Si yo lo digo. Repetí la frase una y otra vez mientras manejaba. Primero en voz baja, luego, en voz alta y firme. Al final lo grité: Sí, yo lo digo.
Había tenido la precaución de tomar fotografías de las fotografías, cosa que me facilitaron los vigilantes, acomodando escritorios y mesas en ese cuartito que hacía las veces de archivo olvidado, oficina privada y comedor para empleados. El proceso no duró mucho tiempo: tomé 48 fotografías de las 48 fotografías que aparecieron después de husmear archiveros y abrir carpetas cerradas por muchos años. Esa es mi única evidencia: el número. Juan Rulfo tomó 48 fotografías de su visita a Campo Alaska en 1948. Si lo digo yo.
Las imágenes destacaban, como una gran mayoría de las tomadas por el autor jalisciense, el proceso de degradación de los objetos materiales, fueran éstos edificaciones o cosas cotidianas como muebles o juguetes. El contraste de la luz era dramático y parco a la vez. Acaso dramático debido a que era parco. La transición del gris al negro o al blanco se llevaba a cabo de manera veloz, dentro del lapso de un pestañeo o un guiño. Lo que me llamó la atención esta vez, lo que no pude dejar de asociar a la historia escrita en un rollo de caja registradora que, por cierto, había extraído subrepticiamente del Archivo Local, fueron las fotografías de las personas. Sus rostros. Sus dientes partidos. Escuetas, las imágenes. Frontales, los ángulos. Golpes más que encuadres.
A Rulfo debió haberle llamado la atención su gesto. Imagino que se dirigía de Tijuana a Mexicali cuando le dio hambre y alguien le recomendó que se bajara del autobús en La Rumorosa. El habría confundido el nombre de las montañas con el nombre del pueblo al inicio, pero al final entendería. Eventualmente. Una leve sonrisa. La inclinación apenas de la cabeza. La última población antes de entrar a la sierra y no saber. Los piñoneros. Las rocas, inconmensurables. La absoluta sensación de orfandad. Cuando entró al restaurantito que se encontraba a un lado de la estación no se imaginó que la conversación con otro comensal lo llevaría a caminar el par de kilómetros que los separaban de Campo Alaska. La palabra manicomio, sin duda, le habría interesado. La idea de que ahí, en medio de la nada, pudiera existir algo así. Un pabellón. Todavía. Le dio entonces el último trago a un café recalentado, encargó su maleta con la dueña del lugar y se ajustó el sombrero.
—Vamos —dijo.
Y fue.
No tomó fotografías de los hombres y de las mujeres que, en harapos, avanzaban sin dirección alguna dentro de la gran sala del edificio o permanecían inmóviles muy cerca de las ventanas. No tomó fotografías de las heces, de los platos sucios, de las sábanas rotas. No retrató sus bocas abiertas hacia el cielo. Sus manos, implorando. Una vez que estuvo dentro del edificio, sólo se detuvo con interés junto al hombre que, de espaldas a todo eso, se inclinaba frente a una mesa que hacía las veces de escritorio. El ruido de la máquina de escribir se confundía con los murmullos de los locos. Era obvio que el hombre estaba concentrado en su actividad. Los ojos emergían en el centro del recuadro, pero la mirada no se elevaba para enfrentar la lente, sino que se dirigía hacia abajo. Una leve caída. Los labios apretados uno contra el otro, como si su labor requiriera un esfuerzo físico enorme. Si la vista del espectador seguía el ángulo de visión del personaje del retrato, entonces descendía hasta toparse con la cubierta negra, de apariencia pesada, de una vieja máquina de escribir.
El tamaño de la máquina, además, contrastaba de manera más bien cómica, de manera más bien triste, con el estrecho rollo de papel que, después de caer en cascada, formando rizos ondulantes, se acumulaba tras de sí. De esa manera conocí al Autor de la historia de esa mujer que quería ser otra. La historia de la mujer que quería ser amada como otra lo había sido, lejos, en otro sitio. La historia de una mujer que deseaba orillar a un hombre hasta el fin del mundo, donde se encontraban.
Al final, cuando se alejaba, Rulfo no pudo evitarlo. Se detuvo y miró hacia atrás. Desde el onceavo mes de 1948 vio las ruinas que yo observé a inicios de 2009. Luego se caló el sombrero.
—Vamos —dijo.
Y fue.
--crg
[En La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
He mencionado ya que, de aquella impactante primera visita de febrero de 2009, recordaba la textura y tamaño de las argollas que brotaban del piso y las paredes. Creo haber evocado el ruido de las ráfagas del viento también; el aroma de los piñoneros. No mencioné, sin embargo, que las fotografías que colgaban de las paredes altas y blancas de una de las dos salas que componían el Museo de Sitio de Campo Alaska también fueron memorables. No todas, eso es cierto. Algunas. Siete de las 23 fotografías en exhibición me hicieron detenerme en seco y respirar hondo. Las vi una y otra vez, y con el correr de los meses, regresé a verlas incluso en más ocasiones porque me pasó con esas imágenes lo mismo que cuando observé por primera vez el entrañable, frágil retrato de un Efraín Hernández delgado y tremendamente solo en medio de una meseta de maíz con el Popocatépetl de fondo: a primera vista imaginé que esa imagen era de Juan Rulfo. La información acerca del retrato de Hernández me la confirmó de inmediato Alejandro Toledo, un crítico literario y estudioso de este escritor, en cuyo criterio confío por completo. Adscribir la autoría de algunas de las fotografías que colgaban de las paredes del Museo de Sitio Campo Alaska a Juan Rulfo me tomó, sin embargo, más tiempo.
Nadie, por principio de cuentas sabía que uno de los primeros viajes que emprendió Rulfo como representante de ventas de la Goodrich Euskadi lo llevó, antes que a cualquier otro sitio, al extremo noroeste del país. Cuando regresé al archivo local para investigar si el ingeniero taciturno había hecho alguna anotación al respecto, supe la respuesta casi de inmediato: No. A diferencia del nombre de Max Ernst, que aparecía en un par de ocasiones en las hojas cuadriculadas partidas a la mitad, el de Rulfo brillaba por su ausencia. Las fotografías, sin embargo, no me dejaron en paz. Y una intuición es una intuición. Regresé, he dicho ya, y con el permiso de los vigilantes, revolví cajones y hurgué entre papeles viejos. Los vigilantes del Museo de Sitio no hicieron más que encogerse de hombros cuando, comparando los retratos que tenía en la mano con siete que colgaban de las paredes blancas, los interrogué.
—Pero se nota que es una misma lente aquí, ¿no es cierto? —dije al final de una parca conversación, ya un tanto frustrada.
—Si usted lo dice —fue la última respuesta que pude obtener.
Si yo lo digo. Repetí la frase una y otra vez mientras manejaba. Primero en voz baja, luego, en voz alta y firme. Al final lo grité: Sí, yo lo digo.
Había tenido la precaución de tomar fotografías de las fotografías, cosa que me facilitaron los vigilantes, acomodando escritorios y mesas en ese cuartito que hacía las veces de archivo olvidado, oficina privada y comedor para empleados. El proceso no duró mucho tiempo: tomé 48 fotografías de las 48 fotografías que aparecieron después de husmear archiveros y abrir carpetas cerradas por muchos años. Esa es mi única evidencia: el número. Juan Rulfo tomó 48 fotografías de su visita a Campo Alaska en 1948. Si lo digo yo.
Las imágenes destacaban, como una gran mayoría de las tomadas por el autor jalisciense, el proceso de degradación de los objetos materiales, fueran éstos edificaciones o cosas cotidianas como muebles o juguetes. El contraste de la luz era dramático y parco a la vez. Acaso dramático debido a que era parco. La transición del gris al negro o al blanco se llevaba a cabo de manera veloz, dentro del lapso de un pestañeo o un guiño. Lo que me llamó la atención esta vez, lo que no pude dejar de asociar a la historia escrita en un rollo de caja registradora que, por cierto, había extraído subrepticiamente del Archivo Local, fueron las fotografías de las personas. Sus rostros. Sus dientes partidos. Escuetas, las imágenes. Frontales, los ángulos. Golpes más que encuadres.
A Rulfo debió haberle llamado la atención su gesto. Imagino que se dirigía de Tijuana a Mexicali cuando le dio hambre y alguien le recomendó que se bajara del autobús en La Rumorosa. El habría confundido el nombre de las montañas con el nombre del pueblo al inicio, pero al final entendería. Eventualmente. Una leve sonrisa. La inclinación apenas de la cabeza. La última población antes de entrar a la sierra y no saber. Los piñoneros. Las rocas, inconmensurables. La absoluta sensación de orfandad. Cuando entró al restaurantito que se encontraba a un lado de la estación no se imaginó que la conversación con otro comensal lo llevaría a caminar el par de kilómetros que los separaban de Campo Alaska. La palabra manicomio, sin duda, le habría interesado. La idea de que ahí, en medio de la nada, pudiera existir algo así. Un pabellón. Todavía. Le dio entonces el último trago a un café recalentado, encargó su maleta con la dueña del lugar y se ajustó el sombrero.
—Vamos —dijo.
Y fue.
No tomó fotografías de los hombres y de las mujeres que, en harapos, avanzaban sin dirección alguna dentro de la gran sala del edificio o permanecían inmóviles muy cerca de las ventanas. No tomó fotografías de las heces, de los platos sucios, de las sábanas rotas. No retrató sus bocas abiertas hacia el cielo. Sus manos, implorando. Una vez que estuvo dentro del edificio, sólo se detuvo con interés junto al hombre que, de espaldas a todo eso, se inclinaba frente a una mesa que hacía las veces de escritorio. El ruido de la máquina de escribir se confundía con los murmullos de los locos. Era obvio que el hombre estaba concentrado en su actividad. Los ojos emergían en el centro del recuadro, pero la mirada no se elevaba para enfrentar la lente, sino que se dirigía hacia abajo. Una leve caída. Los labios apretados uno contra el otro, como si su labor requiriera un esfuerzo físico enorme. Si la vista del espectador seguía el ángulo de visión del personaje del retrato, entonces descendía hasta toparse con la cubierta negra, de apariencia pesada, de una vieja máquina de escribir.
El tamaño de la máquina, además, contrastaba de manera más bien cómica, de manera más bien triste, con el estrecho rollo de papel que, después de caer en cascada, formando rizos ondulantes, se acumulaba tras de sí. De esa manera conocí al Autor de la historia de esa mujer que quería ser otra. La historia de la mujer que quería ser amada como otra lo había sido, lejos, en otro sitio. La historia de una mujer que deseaba orillar a un hombre hasta el fin del mundo, donde se encontraban.
Al final, cuando se alejaba, Rulfo no pudo evitarlo. Se detuvo y miró hacia atrás. Desde el onceavo mes de 1948 vio las ruinas que yo observé a inicios de 2009. Luego se caló el sombrero.
—Vamos —dijo.
Y fue.
--crg