UNA RED DE AGUJEROS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Salieron de Ciudad Victoria a las 4 de la mañana con tal de llegar a Zacatecas a eso del mediodía. Queríamos aprovechar mi participación en un festival, el mítico punto medio que a veces sorprende a la geografía, y el gusto compartido por la ciudad colonial para llevar a cabo una cita ya muchas veces postergada. Hay que aceptarlo: suele llegar el momento en la vida en que ni el FB ni el TW ni el MSN bastan para colmar las ganas de verse, como se dice, en vivo. Esa vieja costumbre. Me dio gusto verlos llegar, desvelados pero furibundos. Me dio gusto abrazarlos e iniciar, alrededor de una mesa, la conversación que nos ata desde que nos encontramos por primera vez, años atrás, allá en la tierra de origen que compartimos: Tamaulipas. Pasó muy poco tiempo para que Claudia Sorais Castañeda lo reconociera: venía muerta de miedo. Tanto Marco Antonio Huerta como Sara Uribe, poetas que residen en el puerto de Tampico, lo admitieron de inmediato: ellos también. Ninguno había tenido el ánimo de admitirlo en el coche que manejaba Claudia bajo el cielo norteño, pero cada kilómetro que avanzaban los obligaba a estar despiertos y a guardar silencio. La plática ligera. La sonrisa forzada. La alarma en todo lo demás. Por esos mismos caminos, aunque un poco más al norte, el Ejército había masacrado no hacía mucho a los niños Martín y Bryan Almanza Salazar, en una acción que permanece impune hasta el día de hoy. Por ejemplo. Por esos mismos caminos asesinaron no hace mucho también a un candidato a gobernador. Por esos mismos caminos, aunque más al este, fueron encontrados hace apenas un par de días los cuerpos de los 72 migrantes masacrados por el narco. La plática zacatecana no podía evadir los hechos. “¿Están las cosas tan mal como dicen los diarios?”, pregunté, refiriéndome al ámbito íntimo del barrio o la familia. Cuando volvieron la cabeza y bajaron la voz para empezar a responder supe que las cosas eran todavía peor.
Los caminos sin ley es el título de un libro de Graham Greene. Se refiere, desde entonces, a México.
Pero estos fueron, esos mismos caminos de Tamaulipas, los caminos de mi infancia. Y los quiero de vuelta. Por ahí avanzábamos de madrugada o en plena luz, desde Matamoros hasta Tampico, pasando ineludiblemente por San Fernando, para visitar amigos o parientes. ¿Cuántas veces no salimos tempranito de Matamoros para ir a Reynosa y ahí cruzar por MCallen? Por las carreteras y, luego, por las brechas ejidales, por ahí manejábamos también para llegar hasta el minúsculo cementerio de Santa Catarina, donde descansan los huesos de los más viejos de nuestros viejos. Íbamos de Tampico a Mante para visitar una tía en pleno verano: si eso no es el infierno, entonces ¿qué es? Recuerdo la tarde en que viajábamos en la caja de una pick up —el viento en la cara, la primeriza luz de algunas estrellas— justo antes de llegar a San Fernando para cargar gasolina. El cruce en chalán, por ejemplo, de Tuxpan a Tampico. Las colas de coches o de personas en el puente que une Matamoros con Brownsville. No son los caminos sin ley de Greene; son los caminos de mi familia y de familias como mi familia. Son míos. Son nuestros. Y lo dicho: los quiero de vuelta.
Acabo de darle RT a un tuit de Elda Cantú, residente fronteriza entre Nuevo León y Tamaulipas, que dice esto: En veinte años contaremos sobre el 2010: Por la noche había tiros y de día íbamos a trabajar. En el camino, bloqueos. Será un mal recuerdo.
No pude contestar un mensaje que escribió Claudia Sorais desde Ciudad Victoria, Tamaulipas: Abrazos virtuales desde este norte que duele.
He leído ya ¿Es esto una fiesta?, el artículo con el que Sara Uribe cuestiona, desde Tamaulipas, la conmemoración del bicentenario.
En esto seguimos: una guerra fatalmente fallida contra el narco. En esto estamos: una respuesta característicamente blanda del Presidente ante la masacre de los 72 migrantes.
Por esto y más estuve tentada a unirme a la iniciativa de luto activo lanzada entre la comunidad FB. La acción ha sido sencilla pero imponente: se ha tratado de reemplazar la imagen del avatar personal con un recuadro negro. El resultado a primera vista: dramático. A medida que aumentaba el número de participantes, la pantalla se fue convirtiendo en una colección de hoyos negros. Frente a ellos no pude dejar de preguntarme, con las palabras que utilizaran los vencidos frente a una ciudad de México ya tomada por el enemigo: ¿y será nuestra herencia una red de agujeros?
Otra manera de hacer la misma pregunta es: ¿y me quitaron para siempre ya los caminos de la infancia como a otros los caminos de su porvenir?
Respeto y comparto la indignación que anima la iniciativa del luto activo en internet. A diferencia de los cínicos o los nihilistas, todavía creo que este tipo de acciones producen lo que más necesitamos hoy en día: un sentido y una práctica de comunidad. Un reconocimiento en otros. Me resistí, sin embargo, a cubrir el rostro con el color negro porque creo que eso, borrar el rostro bajo el manto de la oscuridad, es precisamente lo que hace la violencia. El asesino mata antes de apretar las sogas o de dar el tiro de gracia; el asesino mata cuando cubre el rostro del otro con la sábana del silencio o de la indiferencia. Contra el pusilánime que nunca da la cara o el corrupto que evita encarar las consecuencias de sus actos, yo prefiero exponer el rostro. Porque la cara, tal como lo decía Levinas, la cara requiere. La cara clama. La cara, por el mero hecho de existir, precisa de una respuesta: ésta: la presencia. Ya lo decía también Peter Sloterdijk en el primer tomo de Esferas: “fue por la apertura del rostro —más que por la cerebralización o la formación de la mano— que el hombre se convirtió en animal abierto al mundo o, lo que importa más aquí, abierto al prójimo”. Así las cosas: mejor dar la cara y obligar a los culpables a encarar los hechos. Mejor abrirnos al rostro del otro, reconociendo su humanidad. Honrándola. El rostro es una puerta. El rostro conecta, sin remedio. Un hacia-afuera: el rostro. Un hacia-ti. Mírame, nos dices. Todos seguimos aquí.
--crg
Sunday, August 29, 2010
lapaginadebetobuzali: El Cuestionario Proust: CRISTINA RIVERA GARZA a la...
lapaginadebetobuzali: El Cuestionario Proust: CRISTINA RIVERA GARZA a la...: "¿Cuál es tu idea de “la felicidad perfecta”? Alrededor de una mesa rectangular hay amigos y alimentos y cosas para beber. La conversación ..."
Tuesday, August 24, 2010
EL JARDÍN DE SHINODA
[para Daniela y Scott, en Tokio]
a. las citas con/textuales
Todo jardín es artificial, eso se sabe. Con un pie en el mundo natural y otro en la historia, el jardín es umbroso. Franja que se cruza. Producto de la estética y, como bien lo sabe el Gran Jardinero que dispuso el árbol de la ciencia del bien y del mal junto al árbol de la vida, acicate de la ética. Territorio de ocio y disputa: el jardín. Zona también de “bizarría”, a decir de Antonio de Beatis, primero biógrafo de El Bosco, quien describiera así el Jardín de las Delicias: “Después hay algunas tablas con diversas bizarrías donde se imitan mares, cielos, bosques y campos y muchas otras cosas, unos que salen de una concha marina, otros que defecan grullas, hombres y mujeres, blancos y negros en actos y maneras diferentes, pájaros, animales de todas clases y realizados con mucho naturalismo, cosas tan placenteras y fantásticas que en modo alguno se podrían describir a aquellos que no las hayan visto”. Territorio de conocimiento y, si se transgrede o habita, hasta de desconocimiento.
b. la ficha
Es obvio que el artista conceptual Taro Shinoda (Tokio, 1964) ha pensado en esto y más. Quien se detiene frente a Ginga, una de las instalaciones con las que contribuye a la exposición Sensing Nature: Rethinking the Japanese Perception of Nature, sabe, y esto sin duda alguna, que está frente a un jardín. Se trata, claro está, de un jardín en la larga tradición del jardín japonés, en este caso inspirado directamente por el Jardín Hojo, que se encuentra frente al templo Tofuku-ji, en Kyoto, cuyo diseño estuvo a cargo del notable arquitecto del paisaje Shigemori Mirej. Pero quien se detiene frente a Ginga en un cuarto completamente blanco en el piso 53 de una torre en el centro mismo de Tokio, justo frente a una alberca redonda llena de un inmóvil líquido blanco, sólo sabe mitad de la historia. La otra mitad está a punto de suceder frente a sus ojos, apareciendo y desapareciendo casi al mismo tiempo. Un milagro o una alucinación. Quien se detiene frente a Ginga o frente a Milk o frente a otros trabajos de Shinoda tiene por fuerza que preguntarse si es uno o lo otro. O si fue. Por fortuna, el espectador interactuante no tiene que elegir una de las dos. Y.
c. el elemento autobiográfico
Me volví shinodista una calurosa tarde de verano. Lo confieso de entrada: mi fascinación fue desde el inicio tan ardiente como la estación que llegaba a su fin. Esa mañana me despertaron las cigarras y, más tarde, un cuervo intentó decirme algo al oído que no entendí. Miré el cielo, como siempre. Imaginé todas sus posibilidades e hice un listado de secretos aberrantes. Me volví verde con el verde reinante. Leí con todo respeto en la ficha del caso: “El Jardín del Este es un paisaje seco (karesansui) que incluye estrellas organizadas de acuerdo a un motivo de la Osa Mayor, el cual brilla a través de un patrón de ‘surcos’ rastrilladas en la grava. Aquí Shinoda usa las ondas creadas por muchas gotas de agua que caen de manera simultánea sobre un lechoso líquido blanco para expresar la luz estelar de la Vía Láctea”. Guardé silencio. Esperé con los ojos muy abiertos. Iba a decir “aquí no pasa nada” justo cuando no estuve segura de que algo hubiera o no pasado. Un sueño o una alucinación o un poco de ambas. Esperé otra vez. La mirada en la alberca lechosa y el dedo sobre el botón de la cámara. Un juego o una competencia o un poco de ambas. Y volvió a suceder: todo milagro es efímero y viceversa. Reí. Vicevérsica y vesánicamente, así reí.
d. a manera de explicación
En uno de los ensayos que sirven de introducción a Taro Shinoda (Tokio: Tsutomu Ikeuchi, 1999), Yukie Kamiya asegura que, al buscar producir el “perfecto organismo artificial”, Shinoda no utiliza ni tierra ni piedras ni madera ni flores, sino que “todo es reemplazado por materiales manufacturados”. En efecto, en el jardín de Shinoda, lo artificial es artificial al cuadrado. Lo artificial se ve al espejo y se hace un guiño y te invita a verlo. El espectador de Ginga puede elevar la vista fácilmente y comprobar que el cielo, también blanco, está lleno de botellas de plástico vueltas hacia abajo. Ahí, a manera de manto estelar, se despliega el sistema de goteo familiar a todo jardín o invernadero. Pero aquí, como si se tratara de un Pollock extreme, o un Pollock vuelto loco por la literalidad o a través de ella, el goteo está hecho de gotas, en efecto, de agua. Y, para acentuar el vuelco, la gota de agua cae sobre un cuerpo de agua. El contacto es la flor. El contacto es la escultura que desaparece al formarse. El contacto es el milagro o la alucinación o ambas. El momento súbito del obturador. La Vía láctea.
e. la evolución
Shinoda fue, al inicio, un arquitecto del paisaje. Y es, desde entonces y sobre todo ahora, un ingeniero filosófico, como él se define a sí mismo, que reflexiona sobre las relaciones entre la tecnología y el destino de la humanidad. No se trata de producir un ser humano más eficiente, dice su concepto de evolución, sino un humano no humano, algo en armonía con la naturaleza. Se antoja colocar en algún punto de esta oración el adverbio “finalmente”.
f. aquí y ahora
La escultura más efímera. Una luciérnaga de agua. La sorpresa y la sonrisa. Lo inmediato percibido como inmediato. Y.
--crg
[para Daniela y Scott, en Tokio]
a. las citas con/textuales
Todo jardín es artificial, eso se sabe. Con un pie en el mundo natural y otro en la historia, el jardín es umbroso. Franja que se cruza. Producto de la estética y, como bien lo sabe el Gran Jardinero que dispuso el árbol de la ciencia del bien y del mal junto al árbol de la vida, acicate de la ética. Territorio de ocio y disputa: el jardín. Zona también de “bizarría”, a decir de Antonio de Beatis, primero biógrafo de El Bosco, quien describiera así el Jardín de las Delicias: “Después hay algunas tablas con diversas bizarrías donde se imitan mares, cielos, bosques y campos y muchas otras cosas, unos que salen de una concha marina, otros que defecan grullas, hombres y mujeres, blancos y negros en actos y maneras diferentes, pájaros, animales de todas clases y realizados con mucho naturalismo, cosas tan placenteras y fantásticas que en modo alguno se podrían describir a aquellos que no las hayan visto”. Territorio de conocimiento y, si se transgrede o habita, hasta de desconocimiento.
b. la ficha
Es obvio que el artista conceptual Taro Shinoda (Tokio, 1964) ha pensado en esto y más. Quien se detiene frente a Ginga, una de las instalaciones con las que contribuye a la exposición Sensing Nature: Rethinking the Japanese Perception of Nature, sabe, y esto sin duda alguna, que está frente a un jardín. Se trata, claro está, de un jardín en la larga tradición del jardín japonés, en este caso inspirado directamente por el Jardín Hojo, que se encuentra frente al templo Tofuku-ji, en Kyoto, cuyo diseño estuvo a cargo del notable arquitecto del paisaje Shigemori Mirej. Pero quien se detiene frente a Ginga en un cuarto completamente blanco en el piso 53 de una torre en el centro mismo de Tokio, justo frente a una alberca redonda llena de un inmóvil líquido blanco, sólo sabe mitad de la historia. La otra mitad está a punto de suceder frente a sus ojos, apareciendo y desapareciendo casi al mismo tiempo. Un milagro o una alucinación. Quien se detiene frente a Ginga o frente a Milk o frente a otros trabajos de Shinoda tiene por fuerza que preguntarse si es uno o lo otro. O si fue. Por fortuna, el espectador interactuante no tiene que elegir una de las dos. Y.
c. el elemento autobiográfico
Me volví shinodista una calurosa tarde de verano. Lo confieso de entrada: mi fascinación fue desde el inicio tan ardiente como la estación que llegaba a su fin. Esa mañana me despertaron las cigarras y, más tarde, un cuervo intentó decirme algo al oído que no entendí. Miré el cielo, como siempre. Imaginé todas sus posibilidades e hice un listado de secretos aberrantes. Me volví verde con el verde reinante. Leí con todo respeto en la ficha del caso: “El Jardín del Este es un paisaje seco (karesansui) que incluye estrellas organizadas de acuerdo a un motivo de la Osa Mayor, el cual brilla a través de un patrón de ‘surcos’ rastrilladas en la grava. Aquí Shinoda usa las ondas creadas por muchas gotas de agua que caen de manera simultánea sobre un lechoso líquido blanco para expresar la luz estelar de la Vía Láctea”. Guardé silencio. Esperé con los ojos muy abiertos. Iba a decir “aquí no pasa nada” justo cuando no estuve segura de que algo hubiera o no pasado. Un sueño o una alucinación o un poco de ambas. Esperé otra vez. La mirada en la alberca lechosa y el dedo sobre el botón de la cámara. Un juego o una competencia o un poco de ambas. Y volvió a suceder: todo milagro es efímero y viceversa. Reí. Vicevérsica y vesánicamente, así reí.
d. a manera de explicación
En uno de los ensayos que sirven de introducción a Taro Shinoda (Tokio: Tsutomu Ikeuchi, 1999), Yukie Kamiya asegura que, al buscar producir el “perfecto organismo artificial”, Shinoda no utiliza ni tierra ni piedras ni madera ni flores, sino que “todo es reemplazado por materiales manufacturados”. En efecto, en el jardín de Shinoda, lo artificial es artificial al cuadrado. Lo artificial se ve al espejo y se hace un guiño y te invita a verlo. El espectador de Ginga puede elevar la vista fácilmente y comprobar que el cielo, también blanco, está lleno de botellas de plástico vueltas hacia abajo. Ahí, a manera de manto estelar, se despliega el sistema de goteo familiar a todo jardín o invernadero. Pero aquí, como si se tratara de un Pollock extreme, o un Pollock vuelto loco por la literalidad o a través de ella, el goteo está hecho de gotas, en efecto, de agua. Y, para acentuar el vuelco, la gota de agua cae sobre un cuerpo de agua. El contacto es la flor. El contacto es la escultura que desaparece al formarse. El contacto es el milagro o la alucinación o ambas. El momento súbito del obturador. La Vía láctea.
e. la evolución
Shinoda fue, al inicio, un arquitecto del paisaje. Y es, desde entonces y sobre todo ahora, un ingeniero filosófico, como él se define a sí mismo, que reflexiona sobre las relaciones entre la tecnología y el destino de la humanidad. No se trata de producir un ser humano más eficiente, dice su concepto de evolución, sino un humano no humano, algo en armonía con la naturaleza. Se antoja colocar en algún punto de esta oración el adverbio “finalmente”.
f. aquí y ahora
La escultura más efímera. Una luciérnaga de agua. La sorpresa y la sonrisa. Lo inmediato percibido como inmediato. Y.
--crg
Friday, August 20, 2010
Y LA VIDA SEGUÍA SU CAMINO ALLÁ AFUERA
Bajo un puente. Dentro de un baresito con luces amarillas y rojas. Sobre la mesa: raíces de algas, sashimi de atún, pepinos en salsa de miso, sake. La sorpresa de la tonadilla vieja en el sonido. Y, afuera, la vida, como siempre, en su camino a Tokio o a México o Katmandú o a.
--crg
Bajo un puente. Dentro de un baresito con luces amarillas y rojas. Sobre la mesa: raíces de algas, sashimi de atún, pepinos en salsa de miso, sake. La sorpresa de la tonadilla vieja en el sonido. Y, afuera, la vida, como siempre, en su camino a Tokio o a México o Katmandú o a.
--crg
Wednesday, August 18, 2010
Tuesday, August 17, 2010
LA GIGANTA II
[en La Mano Oblicua, columna del martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Le aclaró el misterio del polvo: era del Sahara, un desierto enorme que, a pesar de encontrarse lejos, compartía corrientes de viento con la isla. Se encontraban, en efecto, en una isla: cuando se incorporó y, siguiendo sus instrucciones, dio los pasos necesarios para estar fuera de la ciudad, observó la topografía con más cuidado. Las eras geológicas. Los trazos fronterizos. La fauna. Increíble lo que puede parecerse la superficie de la tierra a la superficie del cerebro, pensó. No le quedó la menor duda: hasta su nariz llegó el aroma del mar, un tufo de planta carnívora y de cocos podridos. Algas. Lianas. Hasta sus oídos llegó el rumor de las olas. Un gris imperial. Se trataba de una isla pequeña, salpicada de selvas, y destruida. Él había sobrevivido, eso lo aseguró de manera vehemente, gracias al azar.
—Debió haber sido una guerra terrible —comentó ella sin pensarlo mucho, asumiendo que su primera impresión era la cierta.
—Mucho —mencionó él, sentado sobre un pliegue de su blusa, sin importarle en realidad si se referían al mismo tema. Los ojos, de súbito, en otro lugar—. Mira —le señaló al final. Un cierto alborozo en la voz. Una chispa en las pupilas. Se refería a un montón de pedazos de madera que, rotos, se amontonaban cerca de unos arrecifes. Las olas los movían a su antojo, llevándolos a la playa y trayéndolos de vuelta a la superficie marina.
—En eso llegaste tú —aseguró.
Tenía cosas concretas qué preguntarle: el nombre de la ciudad, la causa de su ruina, la ubicación del helicóptero en que había llegado, ¿había muchos más? Necesitaba información. Necesitaba saber cómo irse. Eso sobre todo: necesitaba irse. De momento eso era lo único que se le ocurría hacer con su vida: dejar atrás una isla desierta adonde había llegado sin mucha conciencia o voluntad, aparentemente como resultado de un naufragio. Siempre es extraño el momento en que se encuentra un objetivo en la vida, recapacitó.
—El helicóptero –dijo, titubeante—. ¿Hay más?
El hombre muy pequeño la miró desde donde se encontraba, que era su hombro, y se negó a contestar. La veía y, luego, se volvía a ver el paisaje. La veía y cerraba los ojos, viendo en realidad a otro lado. La veía y se desesperaba.
—Mira —volvió a señalar otros destrozos en la ciudad: árboles partidos en dos, antenas rotas, cúpulas por donde zureaban las palomas.
—¿Qué quieres que mire? —le preguntó, irritada, olvidándose por un momento que tenía que bajar la voz al hablarle—. Todo eso ya lo vi al llegar.
—Fíjate bien —insistió a gritos.
Nunca supo cómo no lo había notado antes: las grandes huellas hundidas en el pavimento, los cofres de los autos destrozados por manazas gigantescas, los lagos sin seña alguna de agua. Los estanques secos. Guardó silencio mientras lo observaba todo, digiriéndolo. Guardó silencio cuando cayó sobre una banqueta y dobló las rodillas. Todo es estela de algo más, se dijo. La destrucción no es más que un eco de otra destrucción. Luego meneó la cabeza con gran lentitud. Las palomas revolotearon cerca de sus cabellos, confundiéndolos de seguro con algún nido. Los insectos. El sonido insomne de los insectos cerca de los orificios nasales, a la entrada de los oídos. Cuando finalmente estuvo lista para decir algo, se volvió a verlo. El hombre dormía ya. O fingía dormir. Parecía dulce e inofensivo entre los pliegues de su manga. Daba la impresión de que soñaba algo.
La que no puede ser de verdad eres tú, esa frase la recordaría después.
Sonrió. Pudieron haber discutido por horas enteras, pero en lugar de contestar, sonrió. Luego cerró los ojos y, con un brazo en alto, intentó arreglarse el cabello. Su inmovilidad la arrulló. Cuando él se despertó y estiró los brazos, el movimiento no dejó de provocarle cosquillas en su costado. ¿Y si existiera en realidad? Cuando volvió a abrir los ojos, evitó mirarlo y prefirió guarecer la mirada en el cielo. Un azul diluido en la taza de la oscuridad. Imaginó las aves contra las que habría batallado a lo largo de la vida: las plumas de colores, los picos de guerra, el ruido infernal. Imaginó el rostro aterrado de Mandeville cuando presenció por primera vez la manera tan precaria en que se defendía de los aleteos de los pájaros: los codos erguidos, las rocas puntiagudas, los alaridos. Pronto pudo incluso ver el rostro contrito de Mandeville al observar su desfallecimiento. El hombre muy pequeño conocería la derrota, de eso no le cupo la menor duda. Cuando se volvió a ver una vez más el entorno vacío también estuvo segura de que conocía el olvido. El olvido de sí.
—Amar una cosa es estar empeñado en que exista —murmuró sin darse cuenta. El sonido de una ambulancia en algún lugar dentro de su voz.
—Eso ya la dijo hace mucho tiempo Ortega y Gasset —le respondió a gritos el hombre muy pequeño desde la cuenca que se formaba detrás de su clavícula, ahí donde se había arrellanado. El eco de un eco. La puesta en abismo. La desaparición. Nada los había preparado para la explosión de la carcajada: el súbito movimiento del cuerpo, el espasmo del abdomen, la onda abrupta del sonido. Él resbaló hasta caer dentro de su ombligo y ella no pudo más que cubrirse los labios en un intento infructuoso por detener el ataque de risa. ¿Quién era ella en realidad para afirmar o negar la existencia de alguien que se comunicaba tan exasperadamente? En un mundo a todas luces abandonado, ¿a quién le correspondería decidir quién o qué era de verdad? Cuando logró incorporarse volvió a colocar la mano izquierda a los pies del hombrecillo, en signo de invitación. Él se subió.
—Si sabes eso —le dijo en voz muy baja cuando logró sostenerlo a la altura de sus ojos— entonces debe saber que amar una cosa es no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquel objeto esté ausente.
El hombre muy pequeño, por toda respuesta, se alzó de hombros. El ruido del helicóptero los distrajo. El viento del Sahara les despeinó los cabellos y colocó una capa de polvo sobre sus labios. La giganta lo observó entonces, en la palma de su propia mano. Era la misma cara que debió haber tenido Mandeville, entre 1357 y 1371, cuando se disponía a describirlo y a despedirse. Las dos cosas al mismo tiempo. Era la cara de alguien que lo ha inventado ya todo.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna del martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Le aclaró el misterio del polvo: era del Sahara, un desierto enorme que, a pesar de encontrarse lejos, compartía corrientes de viento con la isla. Se encontraban, en efecto, en una isla: cuando se incorporó y, siguiendo sus instrucciones, dio los pasos necesarios para estar fuera de la ciudad, observó la topografía con más cuidado. Las eras geológicas. Los trazos fronterizos. La fauna. Increíble lo que puede parecerse la superficie de la tierra a la superficie del cerebro, pensó. No le quedó la menor duda: hasta su nariz llegó el aroma del mar, un tufo de planta carnívora y de cocos podridos. Algas. Lianas. Hasta sus oídos llegó el rumor de las olas. Un gris imperial. Se trataba de una isla pequeña, salpicada de selvas, y destruida. Él había sobrevivido, eso lo aseguró de manera vehemente, gracias al azar.
—Debió haber sido una guerra terrible —comentó ella sin pensarlo mucho, asumiendo que su primera impresión era la cierta.
—Mucho —mencionó él, sentado sobre un pliegue de su blusa, sin importarle en realidad si se referían al mismo tema. Los ojos, de súbito, en otro lugar—. Mira —le señaló al final. Un cierto alborozo en la voz. Una chispa en las pupilas. Se refería a un montón de pedazos de madera que, rotos, se amontonaban cerca de unos arrecifes. Las olas los movían a su antojo, llevándolos a la playa y trayéndolos de vuelta a la superficie marina.
—En eso llegaste tú —aseguró.
Tenía cosas concretas qué preguntarle: el nombre de la ciudad, la causa de su ruina, la ubicación del helicóptero en que había llegado, ¿había muchos más? Necesitaba información. Necesitaba saber cómo irse. Eso sobre todo: necesitaba irse. De momento eso era lo único que se le ocurría hacer con su vida: dejar atrás una isla desierta adonde había llegado sin mucha conciencia o voluntad, aparentemente como resultado de un naufragio. Siempre es extraño el momento en que se encuentra un objetivo en la vida, recapacitó.
—El helicóptero –dijo, titubeante—. ¿Hay más?
El hombre muy pequeño la miró desde donde se encontraba, que era su hombro, y se negó a contestar. La veía y, luego, se volvía a ver el paisaje. La veía y cerraba los ojos, viendo en realidad a otro lado. La veía y se desesperaba.
—Mira —volvió a señalar otros destrozos en la ciudad: árboles partidos en dos, antenas rotas, cúpulas por donde zureaban las palomas.
—¿Qué quieres que mire? —le preguntó, irritada, olvidándose por un momento que tenía que bajar la voz al hablarle—. Todo eso ya lo vi al llegar.
—Fíjate bien —insistió a gritos.
Nunca supo cómo no lo había notado antes: las grandes huellas hundidas en el pavimento, los cofres de los autos destrozados por manazas gigantescas, los lagos sin seña alguna de agua. Los estanques secos. Guardó silencio mientras lo observaba todo, digiriéndolo. Guardó silencio cuando cayó sobre una banqueta y dobló las rodillas. Todo es estela de algo más, se dijo. La destrucción no es más que un eco de otra destrucción. Luego meneó la cabeza con gran lentitud. Las palomas revolotearon cerca de sus cabellos, confundiéndolos de seguro con algún nido. Los insectos. El sonido insomne de los insectos cerca de los orificios nasales, a la entrada de los oídos. Cuando finalmente estuvo lista para decir algo, se volvió a verlo. El hombre dormía ya. O fingía dormir. Parecía dulce e inofensivo entre los pliegues de su manga. Daba la impresión de que soñaba algo.
La que no puede ser de verdad eres tú, esa frase la recordaría después.
Sonrió. Pudieron haber discutido por horas enteras, pero en lugar de contestar, sonrió. Luego cerró los ojos y, con un brazo en alto, intentó arreglarse el cabello. Su inmovilidad la arrulló. Cuando él se despertó y estiró los brazos, el movimiento no dejó de provocarle cosquillas en su costado. ¿Y si existiera en realidad? Cuando volvió a abrir los ojos, evitó mirarlo y prefirió guarecer la mirada en el cielo. Un azul diluido en la taza de la oscuridad. Imaginó las aves contra las que habría batallado a lo largo de la vida: las plumas de colores, los picos de guerra, el ruido infernal. Imaginó el rostro aterrado de Mandeville cuando presenció por primera vez la manera tan precaria en que se defendía de los aleteos de los pájaros: los codos erguidos, las rocas puntiagudas, los alaridos. Pronto pudo incluso ver el rostro contrito de Mandeville al observar su desfallecimiento. El hombre muy pequeño conocería la derrota, de eso no le cupo la menor duda. Cuando se volvió a ver una vez más el entorno vacío también estuvo segura de que conocía el olvido. El olvido de sí.
—Amar una cosa es estar empeñado en que exista —murmuró sin darse cuenta. El sonido de una ambulancia en algún lugar dentro de su voz.
—Eso ya la dijo hace mucho tiempo Ortega y Gasset —le respondió a gritos el hombre muy pequeño desde la cuenca que se formaba detrás de su clavícula, ahí donde se había arrellanado. El eco de un eco. La puesta en abismo. La desaparición. Nada los había preparado para la explosión de la carcajada: el súbito movimiento del cuerpo, el espasmo del abdomen, la onda abrupta del sonido. Él resbaló hasta caer dentro de su ombligo y ella no pudo más que cubrirse los labios en un intento infructuoso por detener el ataque de risa. ¿Quién era ella en realidad para afirmar o negar la existencia de alguien que se comunicaba tan exasperadamente? En un mundo a todas luces abandonado, ¿a quién le correspondería decidir quién o qué era de verdad? Cuando logró incorporarse volvió a colocar la mano izquierda a los pies del hombrecillo, en signo de invitación. Él se subió.
—Si sabes eso —le dijo en voz muy baja cuando logró sostenerlo a la altura de sus ojos— entonces debe saber que amar una cosa es no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquel objeto esté ausente.
El hombre muy pequeño, por toda respuesta, se alzó de hombros. El ruido del helicóptero los distrajo. El viento del Sahara les despeinó los cabellos y colocó una capa de polvo sobre sus labios. La giganta lo observó entonces, en la palma de su propia mano. Era la misma cara que debió haber tenido Mandeville, entre 1357 y 1371, cuando se disponía a describirlo y a despedirse. Las dos cosas al mismo tiempo. Era la cara de alguien que lo ha inventado ya todo.
--crg
Thursday, August 12, 2010
Tuesday, August 10, 2010
LA GIGANTA [1]
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Apareció en la esquina, justo a un lado de los señalamientos de tráfico. Tenía sed y por eso pronunció la palabra agua. Luego se entretuvo observando las ruinas que la rodeaban: los edificios partidos en dos, las cúpulas abiertas de las iglesias, las antenas rotas, las banderas rasgadas. El polvo la obligó a toser varias veces. El polvo le irritó los ojos. Una de sus manos se posó sobre el cofre de un coche, destrozándolo. Eso le pasaba muy seguido al inicio: destruir cosas sin darse cuenta. Avanzó varios metros hacia la derecha y, sin motivación alguna, sintiéndose perdida, regresó al lugar del inicio. Se detuvo, indecisa. Observó el cielo: un azul muy diluido que se asemejaba al gris. Luego, como si ya no tuviera otra cosa por hacer, exhaló. El ruido de la respiración asustó a una parvada de diminutos pájaros que se escondía entre la estructura metálica de un espectacular. La ráfaga que salió de su boca impregnó la tarde de un olor agrio y añejo. Aire de lejos. Aire lleno de tiempo.
Primero cayó sobre la banqueta con ánimos de sentarse pero, cuando ya no pudo más, cerró los ojos y se tendió sobre la calle. No sabía que estuviera tan cansada. Durmió de lado, el antebrazo izquierdo como almohada bajo su oreja. Soñó cosas extrañas. Soñó que corría sobre una pradera interminable entre vacas inmóviles y margaritas agitadas por el viento. Reía. Soñó que su cuerpo se remontaba hacia el cielo ayudada por el cordón de un papalote. Soñó que levitaba, luego, por sí misma. Entonces se despertó con un sobresalto.
—Agua —se dijo—. Necesito agua.
Nunca supo cuanto tiempo había dormido pero, cuando se incorporó, la ciudad seguía igual: deshabitada y destruida. Una nube de polvo al ras del suelo. Concluyó que tal destrozo sólo podía ser el resultado de una guerra. Se preguntó, cabizbaja, por la suerte de los ejércitos, por el destino de los triunfadores, el tamaño de los cementerios. Luego avanzó por la avenida central con cuidado, tratando de esquivar árboles y vehículos. El tiempo le había enseñado a ser cuidadosa con eso. Cuando avizoró el estanque no pudo ocultar su gusto. Se aproximó aprisa e, inclinada sobre el líquido, bebió hasta saciarse. El ruido de la parvada de gansos al escapar. El ruido de los sorbos avorazados. No fue sino hasta que se limpiaba los labios con el dorso de la mano derecha que recapacitó en que no sabía donde estaba.
La ciudad tenía límites difusos. Parecía estar a punto de desaparecer varias veces sólo para irrumpir, con renovados bríos, tras montañas o puentes. Vista desde lo alto daba la impresión de ser el lomo de un animal prehistórico que se movía despacio. Había altas torres de comunicación y, por eso, supuso que la urbe contaba con radio y televisión. Había presas. En uno de los extremos se extendía una gran hilera de aviones: asumió que ahí había estado un aeropuerto. Pudo reconocer con facilidad las iglesias y los cementerios; los edificios donde se asentaba el poder, pesados y pétreos; los parques. A pesar del polvo y la sequía, los parques lucían un verde que era muchos verdes. Un verde extraño. Llegó a pensar que los habían pintado. Las casas provocaron su curiosidad. Tendida sobre el pavimento se asomó por los ventanales de unas cuantas: no había nadie dentro. La ausencia le provocó una súbita melancolía y, minutos más tarde, una indescriptible sensación de alivio. Los muebles, por otra parte, parecían normales: mesas, sillas, camas, espejos. En uno de ellos vio el blanco de sus ojos y salió corriendo.
El ruido del helicóptero la obligó a virar el rostro. Se había recostado sobre una colina, esquivando con destreza árboles y antenas, muy cerca del lago que la había salvado de la deshidratación. El hombro derecho sobre el pasto, la espalda curva, la mente en blanco. Había visto de reojo las nubes que, nimbadas de colores rojizos, anunciaban el fin de otro día. Una lenta puesta de sol. El guante de la noche. Al inicio pensó que el sonido de las aspas era producto de su imaginación y, luego, antes de verlo, sintió miedo. Pensó que no sabía qué hacer con su vida y, por eso, no se movió. Las luces del helicóptero pasaron cerca de su cintura, a un lado de la cadera, pero no alumbraron ni su rostro ni sus manos. Entonces, cuando pensó que el helicóptero retrocedía, se atrevió a virar poco a poco la cabeza. Un lento movimiento milenario. Un desplazamiento de muchos siglos. La tierra. Le dio tiempo para ver que algo caía del vehículo en movimiento, pero no para saber qué era. Le dio tiempo de sentir el contacto del aterrizaje en algún lugar de su cabeza, pero no para llevar la mano hacia el cabello y averiguarlo.
Jean De Mandeville escribió El libro de las maravillas del mundo entre 1357 y 1371, después de haber desaparecido por aproximadamente 35 años de su lugar de origen, el que, por otra parte, todavía es incierto. Capítulo a capítulo, en una prosa ágil y no exenta de humor, Mandeville relató así sus aventuras en tierras cada vez más lejanas, aderezándolas con señeras descripciones de seres improbables. Árboles cuyos frutos eran unos corderos diminutos, por ejemplo. Países donde los hombres tenían los pies al revés u orejas que alcanzaban la cintura. Frentes que albergaban un ojo. La mujer tentó con precaución su cuero cabelludo, intentando localizar lo que había caído del helicóptero pero no logró hacerlo. Volvió a recostarse sobre el pasto y a pensar que no sabía qué hacer con su vida. Ya casi lo había olvidado cuando sintió algo sobre el cuello, muy cerca del hueso izquierdo de la clavícula. Fue ahí que logró detenerlo. Tan pronto lo atrapó, lo colocó frente a sus ojos. El capítulo LV del libro de Mandeville se intitula “De una tierra donde son los hombres muy pequeños y pelean con las aves”. En eso pensó la mujer cuando le hizo la primera pregunta.
—¿Y de dónde vienes tú?
El aliento de la mujer movió sus largos cabellos. El hombre, que colgaba por la parte posterior de la camisa, se llevó las manos a las orejas. Cerró los ojos. Pataleó en el aire. Parecía gritar algo porque mantenía la boca abierta, pero de él sólo emanaba un sonido ininteligible y agudo, más parecido a un silbido que a una voz.
—¿Me entiendes? —susurró ella después, muy despacio, colocándolo sobre la palma de su mano con una extraña suavidad. Vestía unos pantalones a rayas que lo hacían parecer gracioso y unos zapatos relumbrantes, de color negro. Una barba tupida le cubría la parte inferior del rostro.
—Así está mejor —grito él, las manos alrededor de la boca para acentuar el sonido. Por su frente caían unos chorros de sudor.
—Pero tú no eres de verdad —musitó ella luego de un rato, incapaz de dejar de verlo—. No hay manera de que tú existas.
—Mira quién habla —contestó él, gritando. Ella tuvo que inclinarse para poder oírlo y, notando el gesto, él repitió:
—Yo creo que quien no puede ser de verdad eres tú.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Apareció en la esquina, justo a un lado de los señalamientos de tráfico. Tenía sed y por eso pronunció la palabra agua. Luego se entretuvo observando las ruinas que la rodeaban: los edificios partidos en dos, las cúpulas abiertas de las iglesias, las antenas rotas, las banderas rasgadas. El polvo la obligó a toser varias veces. El polvo le irritó los ojos. Una de sus manos se posó sobre el cofre de un coche, destrozándolo. Eso le pasaba muy seguido al inicio: destruir cosas sin darse cuenta. Avanzó varios metros hacia la derecha y, sin motivación alguna, sintiéndose perdida, regresó al lugar del inicio. Se detuvo, indecisa. Observó el cielo: un azul muy diluido que se asemejaba al gris. Luego, como si ya no tuviera otra cosa por hacer, exhaló. El ruido de la respiración asustó a una parvada de diminutos pájaros que se escondía entre la estructura metálica de un espectacular. La ráfaga que salió de su boca impregnó la tarde de un olor agrio y añejo. Aire de lejos. Aire lleno de tiempo.
Primero cayó sobre la banqueta con ánimos de sentarse pero, cuando ya no pudo más, cerró los ojos y se tendió sobre la calle. No sabía que estuviera tan cansada. Durmió de lado, el antebrazo izquierdo como almohada bajo su oreja. Soñó cosas extrañas. Soñó que corría sobre una pradera interminable entre vacas inmóviles y margaritas agitadas por el viento. Reía. Soñó que su cuerpo se remontaba hacia el cielo ayudada por el cordón de un papalote. Soñó que levitaba, luego, por sí misma. Entonces se despertó con un sobresalto.
—Agua —se dijo—. Necesito agua.
Nunca supo cuanto tiempo había dormido pero, cuando se incorporó, la ciudad seguía igual: deshabitada y destruida. Una nube de polvo al ras del suelo. Concluyó que tal destrozo sólo podía ser el resultado de una guerra. Se preguntó, cabizbaja, por la suerte de los ejércitos, por el destino de los triunfadores, el tamaño de los cementerios. Luego avanzó por la avenida central con cuidado, tratando de esquivar árboles y vehículos. El tiempo le había enseñado a ser cuidadosa con eso. Cuando avizoró el estanque no pudo ocultar su gusto. Se aproximó aprisa e, inclinada sobre el líquido, bebió hasta saciarse. El ruido de la parvada de gansos al escapar. El ruido de los sorbos avorazados. No fue sino hasta que se limpiaba los labios con el dorso de la mano derecha que recapacitó en que no sabía donde estaba.
La ciudad tenía límites difusos. Parecía estar a punto de desaparecer varias veces sólo para irrumpir, con renovados bríos, tras montañas o puentes. Vista desde lo alto daba la impresión de ser el lomo de un animal prehistórico que se movía despacio. Había altas torres de comunicación y, por eso, supuso que la urbe contaba con radio y televisión. Había presas. En uno de los extremos se extendía una gran hilera de aviones: asumió que ahí había estado un aeropuerto. Pudo reconocer con facilidad las iglesias y los cementerios; los edificios donde se asentaba el poder, pesados y pétreos; los parques. A pesar del polvo y la sequía, los parques lucían un verde que era muchos verdes. Un verde extraño. Llegó a pensar que los habían pintado. Las casas provocaron su curiosidad. Tendida sobre el pavimento se asomó por los ventanales de unas cuantas: no había nadie dentro. La ausencia le provocó una súbita melancolía y, minutos más tarde, una indescriptible sensación de alivio. Los muebles, por otra parte, parecían normales: mesas, sillas, camas, espejos. En uno de ellos vio el blanco de sus ojos y salió corriendo.
El ruido del helicóptero la obligó a virar el rostro. Se había recostado sobre una colina, esquivando con destreza árboles y antenas, muy cerca del lago que la había salvado de la deshidratación. El hombro derecho sobre el pasto, la espalda curva, la mente en blanco. Había visto de reojo las nubes que, nimbadas de colores rojizos, anunciaban el fin de otro día. Una lenta puesta de sol. El guante de la noche. Al inicio pensó que el sonido de las aspas era producto de su imaginación y, luego, antes de verlo, sintió miedo. Pensó que no sabía qué hacer con su vida y, por eso, no se movió. Las luces del helicóptero pasaron cerca de su cintura, a un lado de la cadera, pero no alumbraron ni su rostro ni sus manos. Entonces, cuando pensó que el helicóptero retrocedía, se atrevió a virar poco a poco la cabeza. Un lento movimiento milenario. Un desplazamiento de muchos siglos. La tierra. Le dio tiempo para ver que algo caía del vehículo en movimiento, pero no para saber qué era. Le dio tiempo de sentir el contacto del aterrizaje en algún lugar de su cabeza, pero no para llevar la mano hacia el cabello y averiguarlo.
Jean De Mandeville escribió El libro de las maravillas del mundo entre 1357 y 1371, después de haber desaparecido por aproximadamente 35 años de su lugar de origen, el que, por otra parte, todavía es incierto. Capítulo a capítulo, en una prosa ágil y no exenta de humor, Mandeville relató así sus aventuras en tierras cada vez más lejanas, aderezándolas con señeras descripciones de seres improbables. Árboles cuyos frutos eran unos corderos diminutos, por ejemplo. Países donde los hombres tenían los pies al revés u orejas que alcanzaban la cintura. Frentes que albergaban un ojo. La mujer tentó con precaución su cuero cabelludo, intentando localizar lo que había caído del helicóptero pero no logró hacerlo. Volvió a recostarse sobre el pasto y a pensar que no sabía qué hacer con su vida. Ya casi lo había olvidado cuando sintió algo sobre el cuello, muy cerca del hueso izquierdo de la clavícula. Fue ahí que logró detenerlo. Tan pronto lo atrapó, lo colocó frente a sus ojos. El capítulo LV del libro de Mandeville se intitula “De una tierra donde son los hombres muy pequeños y pelean con las aves”. En eso pensó la mujer cuando le hizo la primera pregunta.
—¿Y de dónde vienes tú?
El aliento de la mujer movió sus largos cabellos. El hombre, que colgaba por la parte posterior de la camisa, se llevó las manos a las orejas. Cerró los ojos. Pataleó en el aire. Parecía gritar algo porque mantenía la boca abierta, pero de él sólo emanaba un sonido ininteligible y agudo, más parecido a un silbido que a una voz.
—¿Me entiendes? —susurró ella después, muy despacio, colocándolo sobre la palma de su mano con una extraña suavidad. Vestía unos pantalones a rayas que lo hacían parecer gracioso y unos zapatos relumbrantes, de color negro. Una barba tupida le cubría la parte inferior del rostro.
—Así está mejor —grito él, las manos alrededor de la boca para acentuar el sonido. Por su frente caían unos chorros de sudor.
—Pero tú no eres de verdad —musitó ella luego de un rato, incapaz de dejar de verlo—. No hay manera de que tú existas.
—Mira quién habla —contestó él, gritando. Ella tuvo que inclinarse para poder oírlo y, notando el gesto, él repitió:
—Yo creo que quien no puede ser de verdad eres tú.
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Saturday, August 07, 2010
TAMBIÉN ES UN MANIFIESTO
La Castañeda/ María Teresa Priego: El Universal, Agosto 7, 2010.
“Hablar del cuerpo, de las sensaciones del cuerpo, anotaba Wittgenstein en una de sus famosas alocuciones, no es tarea fácil. Decir: ‘Ésta es mi boca’. Decir: ‘Duele aquí’. Decir: ‘Siento esto o lo otro’. O ‘lo sentí’. Hablar de la mente. Decir: ‘Éstas son las varias derrotas de mi voluntad’, Cristina Rivera Garza. Y cuando una persona es capaz de decir “Duele aquí” (Hace cien años. Hoy. Mañana) ¿quién está allí para escucharla? ¿Quién se atreve? Cristina se hundió en parte de los 75 mil expedientes del manicomio de La Castañeda. Sola. Con su cuaderno de notas y un proyecto de tesis. Quizá entonces unos milímetros menos sola.
Hay libros que una siempre quiso leer, archivos que una ansiaba que “alguien” leyera. “Oír voces no sólo es del todo posible sino también deseable”, escribió. Pero “las voces” elegidas, hay que tener el valor de permitirse escucharlas, la fuerza para transportarlas a través de la escritura. Porque se intuye que podrían confundirse las voces “elegidas” y las voces que se imponen. ¿Quién acude a semejante cita? Cristina.
Lo hizo antes con su novela Nadie me verá llorar, en la que aparece una escena retomada en la tesis: “¿Cómo se convierte uno en fotógrafo de locos?”, pregunta la loca al fotógrafo. Cristina aceptó/necesitó/soportó ser la mediadora. Entre un tiempo y otro. Entre ellas/os “los locos” y “nosotros”, los que somos a como somos. Internó el cuerpo en el lenguaje de la locura, de esa supuesta “incoherencia”, que es una forma de memoria, rotunda coherencia de soliloquio. Desgarrada. Alterna. “Ahí estaba, dentro del óvalo de una fotografía, esa mujer que miraba hacia el futuro, retando o seduciendo, Me hizo escribirla, eso es cierto”.
1910. La Castañeda con su arquitectura grandilocuente abría sus puertas. Orden y Progreso. Los principios de la psiquiatría mexicana. 848 internos. La revolución. “Sólo dos años después de abrir sus puertas, cada enfermero del hospital se hacía cargo de un promedio de 150 internos en varios pabellones. De igual manera, 86 médicos supervisaban a 1024 internos”. La fábrica de sarapes para el trabajo terapéutico de las mujeres, la de sombreros de paja para los hombres. Un espacio de formación de médicos psiquiatras. Los “lunáticos”. Epilépticos. Hambrientos. Prostitutas. Pordioseros. Desoladora e involuntaria cofradía de los desamados.
En La Castañeda, Olga I. habló de su vida: “Una zanja rodeada por altos muros”. Matilda Burgos escribió textos de denuncia a los que llamaba solemnemente (ella tan desamparada) “despachos diplomáticos”. “Luz D. explicaba: ‘Debo advertirles que yo no bebo, a menos que me ponga nerviosa, lo cual sucede cuando el dolor moral, las pérdidas físicas y cuando el vacío de mi alma se refleja en mi parte física”.
“La sociedad hiere”, afirmó el doctor Mariano Rivadeneyra, (Desde La Castañeda) “hiere hasta el punto de volvernos locos”. Hiere hasta el punto de sumergirnos en una negación defensiva. Indiferencia. Construimos “altos muros”. Cristina parece decir: “Escucha. Aquí está. Si quieres, si puedes: Escucha”. Los engranajes trituradores de una maquinaria social que avanza excluyendo: “Estas mujeres no se presentaron a sí mismas como los heraldos rebeldes de los tiempos por venir, sino como recordatorios del costo humano del progreso. Ellas expresaron la destrucción; ellas encarnaban la destrucción.”
“Narrativas dolientes” es un trabajo histórico/académico/político/poético. Historia del encierro. Personas con rostros y nombres en condición de encierro. Principios de la psiquiatría (y la criminología) sus intervenciones, sus promesas y sus prejuicios: “Los ovarios y el útero son centros que se reflejan en el cerebro de las mujeres. Pueden determinar temibles enfermedades y pasiones hasta ahora desconocidas”.
Pero “Narrativas dolientes” es también un manifiesto. En el sentido más disruptivo. Profundamente humanista. No afirmo que fuera la “intención” de Cristina. Ella es así. Así cree en la vida y en las personas. Así se duele. Así escribe. Así acompañó la poesía de A. Pizarnik. De ese tamaño es su esperanza. Si olvidamos a “los olvidados”, la máquina deshumanizada nos tritura. ¿Por qué insistir en olvidarlos? Como si padeciéramos “locura moral”. Y ¿quién no es en algún lugar (toda proporción guardada) ‘un olvidado’? y ¿Qué sucedería si ese bagaje adentro nuestro, fuera reconocido? Aprehendido. Y eligiéramos vivir en consecuencia.
Cristina muestra que no hay lucidez, sin travesía. Ni travesía sin incertidumbre que cuestione “la lucidez”. Cita a R. Williams: “Tenemos que ver no sólo que el sufrimiento es evitable sino que no es evitado. Y no sólo que el sufrimiento nos destruye sino que no necesita destruirnos. Contra el temor de una muerte general y contra la pérdida de conexión, un sentido de vida es afirmado”. El “sueño de la razón” engendra sus monstruosos soliloquios, cuando ignora los rostros, los contextos, las singularidades del dolor. Qué valientemente sola habrá estado Cristina ante su escritura. “Con-jurar”, escribió, “también es una manera de designar esa acción a través de la cual es posible prometer-con-otro”.
--crg
La Castañeda/ María Teresa Priego: El Universal, Agosto 7, 2010.
“Hablar del cuerpo, de las sensaciones del cuerpo, anotaba Wittgenstein en una de sus famosas alocuciones, no es tarea fácil. Decir: ‘Ésta es mi boca’. Decir: ‘Duele aquí’. Decir: ‘Siento esto o lo otro’. O ‘lo sentí’. Hablar de la mente. Decir: ‘Éstas son las varias derrotas de mi voluntad’, Cristina Rivera Garza. Y cuando una persona es capaz de decir “Duele aquí” (Hace cien años. Hoy. Mañana) ¿quién está allí para escucharla? ¿Quién se atreve? Cristina se hundió en parte de los 75 mil expedientes del manicomio de La Castañeda. Sola. Con su cuaderno de notas y un proyecto de tesis. Quizá entonces unos milímetros menos sola.
Hay libros que una siempre quiso leer, archivos que una ansiaba que “alguien” leyera. “Oír voces no sólo es del todo posible sino también deseable”, escribió. Pero “las voces” elegidas, hay que tener el valor de permitirse escucharlas, la fuerza para transportarlas a través de la escritura. Porque se intuye que podrían confundirse las voces “elegidas” y las voces que se imponen. ¿Quién acude a semejante cita? Cristina.
Lo hizo antes con su novela Nadie me verá llorar, en la que aparece una escena retomada en la tesis: “¿Cómo se convierte uno en fotógrafo de locos?”, pregunta la loca al fotógrafo. Cristina aceptó/necesitó/soportó ser la mediadora. Entre un tiempo y otro. Entre ellas/os “los locos” y “nosotros”, los que somos a como somos. Internó el cuerpo en el lenguaje de la locura, de esa supuesta “incoherencia”, que es una forma de memoria, rotunda coherencia de soliloquio. Desgarrada. Alterna. “Ahí estaba, dentro del óvalo de una fotografía, esa mujer que miraba hacia el futuro, retando o seduciendo, Me hizo escribirla, eso es cierto”.
1910. La Castañeda con su arquitectura grandilocuente abría sus puertas. Orden y Progreso. Los principios de la psiquiatría mexicana. 848 internos. La revolución. “Sólo dos años después de abrir sus puertas, cada enfermero del hospital se hacía cargo de un promedio de 150 internos en varios pabellones. De igual manera, 86 médicos supervisaban a 1024 internos”. La fábrica de sarapes para el trabajo terapéutico de las mujeres, la de sombreros de paja para los hombres. Un espacio de formación de médicos psiquiatras. Los “lunáticos”. Epilépticos. Hambrientos. Prostitutas. Pordioseros. Desoladora e involuntaria cofradía de los desamados.
En La Castañeda, Olga I. habló de su vida: “Una zanja rodeada por altos muros”. Matilda Burgos escribió textos de denuncia a los que llamaba solemnemente (ella tan desamparada) “despachos diplomáticos”. “Luz D. explicaba: ‘Debo advertirles que yo no bebo, a menos que me ponga nerviosa, lo cual sucede cuando el dolor moral, las pérdidas físicas y cuando el vacío de mi alma se refleja en mi parte física”.
“La sociedad hiere”, afirmó el doctor Mariano Rivadeneyra, (Desde La Castañeda) “hiere hasta el punto de volvernos locos”. Hiere hasta el punto de sumergirnos en una negación defensiva. Indiferencia. Construimos “altos muros”. Cristina parece decir: “Escucha. Aquí está. Si quieres, si puedes: Escucha”. Los engranajes trituradores de una maquinaria social que avanza excluyendo: “Estas mujeres no se presentaron a sí mismas como los heraldos rebeldes de los tiempos por venir, sino como recordatorios del costo humano del progreso. Ellas expresaron la destrucción; ellas encarnaban la destrucción.”
“Narrativas dolientes” es un trabajo histórico/académico/político/poético. Historia del encierro. Personas con rostros y nombres en condición de encierro. Principios de la psiquiatría (y la criminología) sus intervenciones, sus promesas y sus prejuicios: “Los ovarios y el útero son centros que se reflejan en el cerebro de las mujeres. Pueden determinar temibles enfermedades y pasiones hasta ahora desconocidas”.
Pero “Narrativas dolientes” es también un manifiesto. En el sentido más disruptivo. Profundamente humanista. No afirmo que fuera la “intención” de Cristina. Ella es así. Así cree en la vida y en las personas. Así se duele. Así escribe. Así acompañó la poesía de A. Pizarnik. De ese tamaño es su esperanza. Si olvidamos a “los olvidados”, la máquina deshumanizada nos tritura. ¿Por qué insistir en olvidarlos? Como si padeciéramos “locura moral”. Y ¿quién no es en algún lugar (toda proporción guardada) ‘un olvidado’? y ¿Qué sucedería si ese bagaje adentro nuestro, fuera reconocido? Aprehendido. Y eligiéramos vivir en consecuencia.
Cristina muestra que no hay lucidez, sin travesía. Ni travesía sin incertidumbre que cuestione “la lucidez”. Cita a R. Williams: “Tenemos que ver no sólo que el sufrimiento es evitable sino que no es evitado. Y no sólo que el sufrimiento nos destruye sino que no necesita destruirnos. Contra el temor de una muerte general y contra la pérdida de conexión, un sentido de vida es afirmado”. El “sueño de la razón” engendra sus monstruosos soliloquios, cuando ignora los rostros, los contextos, las singularidades del dolor. Qué valientemente sola habrá estado Cristina ante su escritura. “Con-jurar”, escribió, “también es una manera de designar esa acción a través de la cual es posible prometer-con-otro”.
--crg
Tuesday, August 03, 2010
ERA/ERA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Fueron viajes sobre todo. Ese constante moverse o huir. Una larga carretera que, en aquel entonces, parecía no tener fin. No lo tenía.
Era otra era.
El contexto: el país, que en definitiva era otro, entraba en los años dorados del así llamado Milagro Mexicano y, mi familia, que se había asentado hacia cuartos de siglo en la esquina más noreste del rumbo, pudo dejar atrás su pasado bucólico, su pasado de agricultores rodeados de capullos de algodón y, luego, de sorgo, para emprender ese viaje hacia la ciudad y la universidad y los libros y, en consecuencia, hacia los otros muchos viajes de ida y de regreso.
De eso se hace la infancia a veces: viajes de ida y viajes de vuelta. Una ventanilla. La mirada, inquieta.
Por eso, si me lo preguntas así, tan directamente, te tendría que decir que los sesenta son poco más o menos ese oscilar. Un cochecito loco que parte. Una máquina de tiempo. Una máquina de palabras.
Porque viajar, bien lo sabes, viajar puede significar cualquier cosa. Algunos viajan sin haber salido nunca. Algunos viajan y en realidad no salen nunca. Otros viajan sin notarlo siquiera. A últimas fechas viajo, por ejemplo, a qué más decirlo, aprisa, usualmente trabajando. Un libro en las manos, por ejemplo. La computadora abierta. El iPhone. Pero antes, en esos viajes de los sesenta, la cosa era distinta. Viajar era, en realidad, irse. Desaparecer. Ya no estoy aquí.
Todo empezaba así: se checaban las llantas, el aceite, la posición de los espejos. Se lavaba el coche. Mi madre preparaba alimentos sanos —sándwiches con pan de centeno, agua fresca, alguna botella de vino— y los colocaba en una hielera. Ahí, cerca, iban los manteles, las servilletas. Cada quien ocupaba su lugar. Ah, el aroma de la gasolina. El ronroneo del motor. La carretera, abierta.
Era otra era.
Habría que señalar que, en las fotos de esa era, todas ellas teñidas de esos tonos pastel que tan bien distinguen los productos Kodak de entonces, el hombre y la mujer que eran mis padres aparecen, sobre todo, como un hombre y una mujer. Un cigarrillo en la boca: ella. Una pipa: él. A veces los dos juntos, en alguna fiesta. A veces con la tía aquella que acababa de regresar de la China y traía noticias de Fidel. A veces con el hawaiano que, a través de matrimonio, se convirtió en tío y trajo noticias de otros imperios. El pelo largo. Las camisas de flores. A veces con el gringo ése que era hippie y, además, mi tío que, siendo blanco, se volvió chicano y disparó, según consta o constaba en expedientes de la FBI, contra un ataque del KKK. Muchas veces en la playa, ahora que lo recuerdo. O en las orillas de los ríos. Un hombre. Una mujer. La pregunta en los ojos siempre: ¿Dónde está el otro lugar?
Así nos volvimos nómadas.
Mirar por una ventanilla siempre tiene consecuencias: uno sabe, sin lugar a dudas, que el paisaje se va. Nada es sólido. Nada permanente. No hay contexto. Lo que se queda atrás, con el paso del tiempo, queda, incluso, más atrás. No vale la pena ver por el espejo retrovisor. Ni alargar el brazo. Ni llorar. Todo se escapa.
Mirar por una ventanilla es desear. Y desear es morderse los labios. Cerrar los ojos. Abrirlos otra vez. En lugar de. La escritura llegó así: en lugar de quedarse, en lugar de amarrarse, en lugar de vivir.
Era otra era.
Algunos tenían televisión y la veían. Algunos leían cómics. Algunos coleccionaban huesos o tortugas o muñecos. Los nómadas, por su parte, no podían hacer nada de eso. Las reglas siguen siendo básicas y simples: hay que viajar con equipaje ligero. Hay que elegir bien cada objeto. Entre menos, mejor. Entre menos te ate al mundo que dejas atrás, mejor. Entre menos pese. De ahí el cuaderno de notas. De ahí la imaginación.
Los zapatos de gamusa.
La terlenka.
Los cuadernos Scribe forma francesa, cuadro chico, sin espiral.
Los lápices mirado, número dos.
Los incaíbles.
El azul celeste kodak.
Los signos de amor y paz.
Los cinturones anchos.
Los mosaicos de un verde de mayólica.
El hormiguero en el patio de atrás de la escuela primaria.
Los guajolotes salvajes.
Las maestras en minifalda.
La barba (de los hombres).
El largo cabello lacio (de las mujeres).
Los cigarrillos.
Las pipas.
Las ondas de la radio.
Los suplementos dominicales.
El príncipe valiente.
El béisbol.
La libertad.
Partíamos, eso es cierto. Partíamos sin despedirnos siquiera. No había cartas que nos conectaran al pasado y apenas algunos tenían número de teléfono. Tabula rasa. Había que reinventarse entonces. Elegir los recuerdos. Había que empezar a formar las frases con las que todo empezaría a acomodarse otra vez, en paz.
Y los bárbaros se quedaron a cenar.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Fueron viajes sobre todo. Ese constante moverse o huir. Una larga carretera que, en aquel entonces, parecía no tener fin. No lo tenía.
Era otra era.
El contexto: el país, que en definitiva era otro, entraba en los años dorados del así llamado Milagro Mexicano y, mi familia, que se había asentado hacia cuartos de siglo en la esquina más noreste del rumbo, pudo dejar atrás su pasado bucólico, su pasado de agricultores rodeados de capullos de algodón y, luego, de sorgo, para emprender ese viaje hacia la ciudad y la universidad y los libros y, en consecuencia, hacia los otros muchos viajes de ida y de regreso.
De eso se hace la infancia a veces: viajes de ida y viajes de vuelta. Una ventanilla. La mirada, inquieta.
Por eso, si me lo preguntas así, tan directamente, te tendría que decir que los sesenta son poco más o menos ese oscilar. Un cochecito loco que parte. Una máquina de tiempo. Una máquina de palabras.
Porque viajar, bien lo sabes, viajar puede significar cualquier cosa. Algunos viajan sin haber salido nunca. Algunos viajan y en realidad no salen nunca. Otros viajan sin notarlo siquiera. A últimas fechas viajo, por ejemplo, a qué más decirlo, aprisa, usualmente trabajando. Un libro en las manos, por ejemplo. La computadora abierta. El iPhone. Pero antes, en esos viajes de los sesenta, la cosa era distinta. Viajar era, en realidad, irse. Desaparecer. Ya no estoy aquí.
Todo empezaba así: se checaban las llantas, el aceite, la posición de los espejos. Se lavaba el coche. Mi madre preparaba alimentos sanos —sándwiches con pan de centeno, agua fresca, alguna botella de vino— y los colocaba en una hielera. Ahí, cerca, iban los manteles, las servilletas. Cada quien ocupaba su lugar. Ah, el aroma de la gasolina. El ronroneo del motor. La carretera, abierta.
Era otra era.
Habría que señalar que, en las fotos de esa era, todas ellas teñidas de esos tonos pastel que tan bien distinguen los productos Kodak de entonces, el hombre y la mujer que eran mis padres aparecen, sobre todo, como un hombre y una mujer. Un cigarrillo en la boca: ella. Una pipa: él. A veces los dos juntos, en alguna fiesta. A veces con la tía aquella que acababa de regresar de la China y traía noticias de Fidel. A veces con el hawaiano que, a través de matrimonio, se convirtió en tío y trajo noticias de otros imperios. El pelo largo. Las camisas de flores. A veces con el gringo ése que era hippie y, además, mi tío que, siendo blanco, se volvió chicano y disparó, según consta o constaba en expedientes de la FBI, contra un ataque del KKK. Muchas veces en la playa, ahora que lo recuerdo. O en las orillas de los ríos. Un hombre. Una mujer. La pregunta en los ojos siempre: ¿Dónde está el otro lugar?
Así nos volvimos nómadas.
Mirar por una ventanilla siempre tiene consecuencias: uno sabe, sin lugar a dudas, que el paisaje se va. Nada es sólido. Nada permanente. No hay contexto. Lo que se queda atrás, con el paso del tiempo, queda, incluso, más atrás. No vale la pena ver por el espejo retrovisor. Ni alargar el brazo. Ni llorar. Todo se escapa.
Mirar por una ventanilla es desear. Y desear es morderse los labios. Cerrar los ojos. Abrirlos otra vez. En lugar de. La escritura llegó así: en lugar de quedarse, en lugar de amarrarse, en lugar de vivir.
Era otra era.
Algunos tenían televisión y la veían. Algunos leían cómics. Algunos coleccionaban huesos o tortugas o muñecos. Los nómadas, por su parte, no podían hacer nada de eso. Las reglas siguen siendo básicas y simples: hay que viajar con equipaje ligero. Hay que elegir bien cada objeto. Entre menos, mejor. Entre menos te ate al mundo que dejas atrás, mejor. Entre menos pese. De ahí el cuaderno de notas. De ahí la imaginación.
Los zapatos de gamusa.
La terlenka.
Los cuadernos Scribe forma francesa, cuadro chico, sin espiral.
Los lápices mirado, número dos.
Los incaíbles.
El azul celeste kodak.
Los signos de amor y paz.
Los cinturones anchos.
Los mosaicos de un verde de mayólica.
El hormiguero en el patio de atrás de la escuela primaria.
Los guajolotes salvajes.
Las maestras en minifalda.
La barba (de los hombres).
El largo cabello lacio (de las mujeres).
Los cigarrillos.
Las pipas.
Las ondas de la radio.
Los suplementos dominicales.
El príncipe valiente.
El béisbol.
La libertad.
Partíamos, eso es cierto. Partíamos sin despedirnos siquiera. No había cartas que nos conectaran al pasado y apenas algunos tenían número de teléfono. Tabula rasa. Había que reinventarse entonces. Elegir los recuerdos. Había que empezar a formar las frases con las que todo empezaría a acomodarse otra vez, en paz.
Y los bárbaros se quedaron a cenar.
--crg
Monday, August 02, 2010
TANTAS VERSIONES COMO SEA POSIBLE
La música de la locura
Mary Carmen Sánchez Ambriz
Para el lector que disfrutó de Nadie me verá llorar y quienes deseen asomarse a una lúcida investigación sobre el Manicomio General de México La Castañeda, el libro constituye una pieza medular.
Una faceta poco conocida de Cristina Rivera Garza es la de historiadora. Para el lector que disfrutó de Nadie me verá llorar y quienes deseen asomarse a una lúcida investigación sobre el Manicomio General de México La Castañeda, el libro constituye una pieza medular.
Cuando Rivera Garza vio por primera vez un expediente médico de La Castañeda tuvo la certeza que su experiencia derivaría en un libro. Pero no fue uno, sino dos y quizá sean más si decide seguir el hilo de la madeja de las narrativas dolientes e injusticias que tuvieron lugar de 1910 a 1930. En este ejercicio de hermanos siameses, como lo denomina la autora, la ficción encuentra su cause en Nadie me verá llorar y la no ficción en La Castañeda. Pocas ocasiones los escritores revelan cuáles son sus fuentes y de dónde obtuvieron la información que finalmente quedó plasmada en su libro. Ésta es una de ellas. En el caso de Rivera Garza, a manera de un palimpsesto, elabora un sólido retrato sobre cómo era la vida en el hospital psiquiátrico que se fundó hace 100 años y poco a poco va revelando los datos de los internos que le llamaron la atención, como es el caso de M. Burgos. También se destaca la labor que hizo el criminólogo Carlos Roumagnac, quien realizó entrevistas a los internos.
Bajo el amparo de Walter Benjamin, se aborda la historia no de una manera lineal y tampoco como un Sherlock Holmes que intenta buscar la verdad oculta, sino que recurre a mostrar tantas versiones como sea posible en un collage etnográfico.
Rivera Garza recuerda al director de orquesta y compositor Pierre Boulez cuando se refiere que hay que tocar a los músicos como si fueran las teclas del piano. En esta ardua tarea sobre los inicios de la psiquiatría en México, donde a las mujeres se les diagnosticaba con locura moral por el hecho de que hablaban demasiado, la autora no sólo toca los documentos como si fuesen teclas del piano, sino que interpreta con ellos, en cierta forma, las Variaciones Goldberg.
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La música de la locura
Mary Carmen Sánchez Ambriz
Para el lector que disfrutó de Nadie me verá llorar y quienes deseen asomarse a una lúcida investigación sobre el Manicomio General de México La Castañeda, el libro constituye una pieza medular.
Una faceta poco conocida de Cristina Rivera Garza es la de historiadora. Para el lector que disfrutó de Nadie me verá llorar y quienes deseen asomarse a una lúcida investigación sobre el Manicomio General de México La Castañeda, el libro constituye una pieza medular.
Cuando Rivera Garza vio por primera vez un expediente médico de La Castañeda tuvo la certeza que su experiencia derivaría en un libro. Pero no fue uno, sino dos y quizá sean más si decide seguir el hilo de la madeja de las narrativas dolientes e injusticias que tuvieron lugar de 1910 a 1930. En este ejercicio de hermanos siameses, como lo denomina la autora, la ficción encuentra su cause en Nadie me verá llorar y la no ficción en La Castañeda. Pocas ocasiones los escritores revelan cuáles son sus fuentes y de dónde obtuvieron la información que finalmente quedó plasmada en su libro. Ésta es una de ellas. En el caso de Rivera Garza, a manera de un palimpsesto, elabora un sólido retrato sobre cómo era la vida en el hospital psiquiátrico que se fundó hace 100 años y poco a poco va revelando los datos de los internos que le llamaron la atención, como es el caso de M. Burgos. También se destaca la labor que hizo el criminólogo Carlos Roumagnac, quien realizó entrevistas a los internos.
Bajo el amparo de Walter Benjamin, se aborda la historia no de una manera lineal y tampoco como un Sherlock Holmes que intenta buscar la verdad oculta, sino que recurre a mostrar tantas versiones como sea posible en un collage etnográfico.
Rivera Garza recuerda al director de orquesta y compositor Pierre Boulez cuando se refiere que hay que tocar a los músicos como si fueran las teclas del piano. En esta ardua tarea sobre los inicios de la psiquiatría en México, donde a las mujeres se les diagnosticaba con locura moral por el hecho de que hablaban demasiado, la autora no sólo toca los documentos como si fuesen teclas del piano, sino que interpreta con ellos, en cierta forma, las Variaciones Goldberg.
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