GOTAS ILUMINADAS POR LOS RELÁMPAGOS
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
8.
Por la noche volvió a llover. [Se estuvo
oyendo] el borbotar del agua durante largo rato; [luego
se ha de haber dormido, porque cuando despertó
sólo se oía] la llovizna callada.
Los vidrios de la ventana estaban opacos[,]
y del otro lado las gotas resbalaban en hilos
como de lágrimas. "Miraba caer
las gotas iluminadas por los relámpagos,
y cada vez que pensaba, pensaba
en ti, Susana". La lluvia
se convertía en brisa. Oyó: "El perdón
de los pecados y la resurrección de la carne.
Amén". Eso era
acá adentro, donde unas mujeres rezaban
el final del rosario. Se levantaban; encerraban
los pájaros; atrancaban
la puerta; apagaban
la luz. Sólo quedaba la luz de la noche, el siseo
de la lluvia como un murmullo de grillos...
--¿Por qué no has ido a rezar el rosario? [Estamos]
en el novenario de tu abuelo. [Allí estaba]
tu madre en el umbral de la puerta, con una vela
en la mano. Su sombra corrida
hacia el techo[,]
larga[,]
desdoblada.
Y las vigas del techo la devolvían en pedazos[,]
[despedazada.]
--Me siento triste --dijo. Entonces
ella se dio la vuelta. Apagó
la llama de la vela. Cerró
la puerta y abrió en sollozos[,]
que se siguieron oyendo confundidos con la lluvia.
El reloj de la iglesia dio las horas[,]
una tras otra[,]
una tras otra[,]
como si s hubiera encogido el tiempo.
--crg
Thursday, December 30, 2010
NUNCA HAN DE SALIR LAS COSAS COMO UNO QUIERE
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
7.
--Abuela, vengo a ayudarle a desgranar maíz.
--Ya terminamos; pero vamos a hacer chocolate. ¿Dónde
te habías metido? Todo el rato
que duró la tormenta te anduvimos buscando.
--Estaba en el otro patio.
--¿Y qué estabas haciendo?
¿Rezando? --No, abuela,
solamente estaba viendo llover.
La abuela lo miró con aquellos ojos medio grises,
medio amarillos, que ella tenía
y que parecían adivinar lo que había
dentro de uno. --Vete, pues, a limpiar
el molino. "A centenares de metros[,]
encima de todas las nubes[,]
más, mucho más allá de todo, estás
escondida, tú, Susana. Escondida en la inmensidad
de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no
puedo alcanzarte ni verte y adonde no
llegan mis palabras". --Abuela,
el molino no sirve, tiene el gusano roto.
--Esa Micaela ha de haber molido molcates
en él. No se le quita esa mala costumbre; pero en fin
ya no tiene remedio. --¿Por qué
no compramos otro? Este ya de tan viejo
ni servía. --Dices bien. Aunque con los gastos
que hicimos para enterrar a tu abuelo
y los diezmos que le hemos pagado a la iglesia
nos hemos quedado sin un centavo. Sin embargo, haremos
un sacrificio y compraremos otro. Sería bueno
que fueras a ver a doña Inés Villalpando y le pidieras
que nos fiara para octubre. Se lo pagaremos
con las cosechas. --Sí, abuela.
--Y de paso, para que hagas el mandado completo,
dile que nos empreste un cernidor y una podadera;
con lo crecidas que están las matas ya mero
se nos meten en las trasijaderas. Si yo tuviera
mi casa grande, con aquellos corrales que tenía,
no me estaría quejando. Pero tu abuelo
le jerró con venirse aquí. Todo sea por Dios:
nunca han de salir las cosas como uno quiere.
Dile a doña Inés que le pagaremos en las cosechas
todo lo que le debemos.
--Sí, abuela.
Había chuparrosas. Era la época. Se oía
el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín
[que se caía de flores.]
Se dio una vuelta por la repisa del Sagrado Corazón
y encontró veinticuatro centavos. Dejó
los cuatro centavos y tomó el veinte. Antes
de salir, su madre lo detuvo:
--¿A dónde vas?
--Con doña Inés Villalpando por un molino nuevo.
EL que teníamos se quebró.
--Dile que te de un metro de tafeta negra, como ésta
--y le dio la muestra--. Que te lo cargue
en nuestra cuenta. --Muy bien, mamá.
--A tu regreso cómprame unas cafiaspirinas. En la maceta
del pasillo encontrarás dinero. Encontró
un peso. Dejó el veinte y agarró el peso.
"Ahora me sobrará dinero para lo que se ofrezca".
--¡Pedro! --le gritaron--. ¡Pedro!
Pero él ya no oyó.
Iba muy lejos.
--crg
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
7.
--Abuela, vengo a ayudarle a desgranar maíz.
--Ya terminamos; pero vamos a hacer chocolate. ¿Dónde
te habías metido? Todo el rato
que duró la tormenta te anduvimos buscando.
--Estaba en el otro patio.
--¿Y qué estabas haciendo?
¿Rezando? --No, abuela,
solamente estaba viendo llover.
La abuela lo miró con aquellos ojos medio grises,
medio amarillos, que ella tenía
y que parecían adivinar lo que había
dentro de uno. --Vete, pues, a limpiar
el molino. "A centenares de metros[,]
encima de todas las nubes[,]
más, mucho más allá de todo, estás
escondida, tú, Susana. Escondida en la inmensidad
de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no
puedo alcanzarte ni verte y adonde no
llegan mis palabras". --Abuela,
el molino no sirve, tiene el gusano roto.
--Esa Micaela ha de haber molido molcates
en él. No se le quita esa mala costumbre; pero en fin
ya no tiene remedio. --¿Por qué
no compramos otro? Este ya de tan viejo
ni servía. --Dices bien. Aunque con los gastos
que hicimos para enterrar a tu abuelo
y los diezmos que le hemos pagado a la iglesia
nos hemos quedado sin un centavo. Sin embargo, haremos
un sacrificio y compraremos otro. Sería bueno
que fueras a ver a doña Inés Villalpando y le pidieras
que nos fiara para octubre. Se lo pagaremos
con las cosechas. --Sí, abuela.
--Y de paso, para que hagas el mandado completo,
dile que nos empreste un cernidor y una podadera;
con lo crecidas que están las matas ya mero
se nos meten en las trasijaderas. Si yo tuviera
mi casa grande, con aquellos corrales que tenía,
no me estaría quejando. Pero tu abuelo
le jerró con venirse aquí. Todo sea por Dios:
nunca han de salir las cosas como uno quiere.
Dile a doña Inés que le pagaremos en las cosechas
todo lo que le debemos.
--Sí, abuela.
Había chuparrosas. Era la época. Se oía
el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín
[que se caía de flores.]
Se dio una vuelta por la repisa del Sagrado Corazón
y encontró veinticuatro centavos. Dejó
los cuatro centavos y tomó el veinte. Antes
de salir, su madre lo detuvo:
--¿A dónde vas?
--Con doña Inés Villalpando por un molino nuevo.
EL que teníamos se quebró.
--Dile que te de un metro de tafeta negra, como ésta
--y le dio la muestra--. Que te lo cargue
en nuestra cuenta. --Muy bien, mamá.
--A tu regreso cómprame unas cafiaspirinas. En la maceta
del pasillo encontrarás dinero. Encontró
un peso. Dejó el veinte y agarró el peso.
"Ahora me sobrará dinero para lo que se ofrezca".
--¡Pedro! --le gritaron--. ¡Pedro!
Pero él ya no oyó.
Iba muy lejos.
--crg
Wednesday, December 29, 2010
LA CASTAÑEDA
Los mejores ensayos del 2010, según Alejandro Flores Valencia en El economista:
5. La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910-1930, de Cristina Rivera Garza (Tusquets)
Once años después de la publicación de su novela Nadie me verá llorar, en la que retrata parte de los avatares que padecían los internos del Manicomio La Castañeda, edificada en las postrimerías del Porfiriato, Cristina Rivera Garza desempolva sus documentos de investigación y retoma el aliento de aquellas imágenes que le sugirieron las fotografías de los internos, para reanimar la potencia de su prosa en un ensayo vigoroso e hiriente pero curiosamente también lenitivo: su literatura (su manera de hilvanar palabras que son también sensaciones) remienda las fisuras del alma que ella misma ha provocado. Sin duda alguna, La Castañeda es el ensayo histórico más importante, simbólico y estrujante que se produjo en 2010 en la lógica de las reflexiones, el debate y el problema sobre el centenario de nuestra revolución. La fundamental voz de la escritora mexicana se convierte en estas páginas en un eco ruidoso y sincero de los atormentados.
--crg
Los mejores ensayos del 2010, según Alejandro Flores Valencia en El economista:
5. La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910-1930, de Cristina Rivera Garza (Tusquets)
Once años después de la publicación de su novela Nadie me verá llorar, en la que retrata parte de los avatares que padecían los internos del Manicomio La Castañeda, edificada en las postrimerías del Porfiriato, Cristina Rivera Garza desempolva sus documentos de investigación y retoma el aliento de aquellas imágenes que le sugirieron las fotografías de los internos, para reanimar la potencia de su prosa en un ensayo vigoroso e hiriente pero curiosamente también lenitivo: su literatura (su manera de hilvanar palabras que son también sensaciones) remienda las fisuras del alma que ella misma ha provocado. Sin duda alguna, La Castañeda es el ensayo histórico más importante, simbólico y estrujante que se produjo en 2010 en la lógica de las reflexiones, el debate y el problema sobre el centenario de nuestra revolución. La fundamental voz de la escritora mexicana se convierte en estas páginas en un eco ruidoso y sincero de los atormentados.
--crg
PLAS, PLAS Y LUEGO OTRA VEZ PLAS
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
6.
El agua que goteaba de las tejas hacía
un agujero
en la arena del patio. Sonaba:
plas
plas
y luego otra vez
plas[,]
[en mitad de] una hoja de laurel que daba vueltas
y rebotes
metida en la hendidura de los ladrillos.
Ya se había ido la tormenta.
Ahora de vez en cuando la brisa
sacudía las ramas del granado haciéndolas chorrear
una lluvia espesa, estampando
la tierra con gotas brillantes que luego se empañaban.
Las gallinas, engarruñadas como si durmieran[,]
sacudían de pronto sus alas y salían
al patio, picoteando de prisa, atrapando
las lombrices desenterradas por la lluvia.
Al correrse las nubes, el sol
sacaba luz a la piedras, irisaba
todo de colores, se bebía
el agua de la tierra, jugaba con el aire
dándole brillo a las hojas con que jugaba
el aire.
--¿Qué tanto haces en el excusado, muchacho?
--Nada, mamá.
--Si sigues allí va a salir una culebra
y te va a morder. --Sí,
mamá. "Pensaba
en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos
papalotes en la época del aire. Oíamos
allá abajo el rumor viviente del pueblo
mientras estábamos encima de él, arriba
de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo
arrastrado por el viento. ´Ayúdame,
Susana´. Y una manos suaves se apretaban
a nuestras manos. ´Suelta
más hilo´. El aire
nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros
ojos, mientras el hilo corría entre los dedos
detrás del viento, hasta que se rompía con un leve
crujido como si hubiera sido trozado por las alas
de algún pájaro. Y allá arriba[,]
el pájaro de papel caía en maromas
arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose
en el verdor de la tierra. Tus labios
estaban mojados como si los hubiera besado
el rocío". --Te he dicho que salgas del excusado,
muchacho. --Sí, mamá.
Ya voy.
"De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí
mirándome con tus ojos de agua marina."
Alzó la vista y miró a su madre en la puerta.
--¿Por qué tardas tanto en salir?
¿Qué haces aquí?
--Estoy pensando.
--¿Y no puedes hacerlo en otra parte? Es dañoso
estar mucho tiempo en el excusado. Además,
debías de ocuparte de algo. ¿Por qué no vas
con tu abuela a desgranar maíz?
--Ya voy, mamá.
Ya voy.
--crg
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
6.
El agua que goteaba de las tejas hacía
un agujero
en la arena del patio. Sonaba:
plas
plas
y luego otra vez
plas[,]
[en mitad de] una hoja de laurel que daba vueltas
y rebotes
metida en la hendidura de los ladrillos.
Ya se había ido la tormenta.
Ahora de vez en cuando la brisa
sacudía las ramas del granado haciéndolas chorrear
una lluvia espesa, estampando
la tierra con gotas brillantes que luego se empañaban.
Las gallinas, engarruñadas como si durmieran[,]
sacudían de pronto sus alas y salían
al patio, picoteando de prisa, atrapando
las lombrices desenterradas por la lluvia.
Al correrse las nubes, el sol
sacaba luz a la piedras, irisaba
todo de colores, se bebía
el agua de la tierra, jugaba con el aire
dándole brillo a las hojas con que jugaba
el aire.
--¿Qué tanto haces en el excusado, muchacho?
--Nada, mamá.
--Si sigues allí va a salir una culebra
y te va a morder. --Sí,
mamá. "Pensaba
en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos
papalotes en la época del aire. Oíamos
allá abajo el rumor viviente del pueblo
mientras estábamos encima de él, arriba
de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo
arrastrado por el viento. ´Ayúdame,
Susana´. Y una manos suaves se apretaban
a nuestras manos. ´Suelta
más hilo´. El aire
nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros
ojos, mientras el hilo corría entre los dedos
detrás del viento, hasta que se rompía con un leve
crujido como si hubiera sido trozado por las alas
de algún pájaro. Y allá arriba[,]
el pájaro de papel caía en maromas
arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose
en el verdor de la tierra. Tus labios
estaban mojados como si los hubiera besado
el rocío". --Te he dicho que salgas del excusado,
muchacho. --Sí, mamá.
Ya voy.
"De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí
mirándome con tus ojos de agua marina."
Alzó la vista y miró a su madre en la puerta.
--¿Por qué tardas tanto en salir?
¿Qué haces aquí?
--Estoy pensando.
--¿Y no puedes hacerlo en otra parte? Es dañoso
estar mucho tiempo en el excusado. Además,
debías de ocuparte de algo. ¿Por qué no vas
con tu abuela a desgranar maíz?
--Ya voy, mamá.
Ya voy.
--crg
Tuesday, December 28, 2010
ACORTAR LAS VEREDAS
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
5.
--Soy Eduviges Dyada. Pase usted.
Parecía que me hubiera estado esperando.
Tenía todo dispuesto, según me dijo, haciendo
que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros[,]
al parecer desolados.
Pero no; [porque] en cuanto me acostumbré
a la oscuridad y al delgado hilo de luz que nos seguía[,]
vi crecer sombras a ambos lados
y sentí que íbamos caminando a través
de un angosto pasillo entre bultos.
--¿Qué es lo que hay aquí? --pregunté.
--Tiliches --me dijo ella--. Tengo la casa
toda entilichada. La escogieron para guardar
los muebles todos los que se fueron
y nadie ha regresado por ellos.
Lo tengo siempre descombrado por si alguien viene.
¿De modo que usted es hijo de ella?
--¿De quién? --respondí.
--De Doloritas.
--Sí, ¿pero cómo lo sabe?
--Ella me avisó que usted vendría. Y hoy
precisamente. Que llegaría hoy.
--¿Quién? ¿Mi madre?
--Sí. Ella.
Yo no supe qué pensar. Ni ella
me dejó en qué pensar:
--Éste es su cuarto --me dijo.
No tenía puertas, solamente
aquella por donde habíamos entrado. Encendió
la vela y lo vi vacío.
--Aquí no hay donde acostarse --le dije.
--No se preocupe por eso. Usted ha de venir
cansado y el sueño es muy buen colchón
para el cansancio. Ya mañana le arreglaré
su cama. Como usted sabe, no es fácil ajuarear
las cosas en un dos por tres. Para eso
hay que estar prevenido, y la madre de usted
no me avisó sino hasta ahora.
--Mi madre --dije--, mi madre ya murió.
--Entonces ésa debe ser la causa de que su voz
se oyera tan débil, como si hubiera tenido que atravesar
una distancia muy larga para llegar
hasta aquí. Ahora
lo entiendo.
¿Y cuánto hace que murió?
--Hace ya casi siete días.
--Pobre de ella. Se ha de haber sentido abandonada.
Nos hicimos la promesa de morir juntas. De irnos
las dos para darnos ánimo una a la otra
en el otro viaje, por si se necesitara, por si acaso
encontráramos alguna dificultad, Éramos
muy amigas. ¿Nunca
le habló de mí?
--No, nunca.
--Me parece raro. Claro que éramos
unas chiquillas. Y ella estaba apenas recién
casada. Pero nos queríamos mucho. Tu madre
era tan bonita, tan, digamos, tan tierna[,]
que daba gusto quererla. Daban
ganas de quererla. ¿De modo
que me lleva ventaja, no? Pero ten la seguridad
de que la alcanzaré. Sólo
yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros;
pero conozco como acortar las veredas. Todo
consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera
y no cuando Él lo disponga. O, si tu quieres[,]
forzarlo a disponer antes de tiempo. Perdóname
que te hable de tú; lo hago porque te considero
[como] mi hijo. Sí, muchas veces me dije:
"El hijo de Dolores debió haber sido mío".
Después te diré por qué. Lo único que quiero
decirte ahora es que alcanzaré a tu madre
en alguno de los caminos
de la eternidad.
Yo creía que aquella mujer estaba loca. Luego
ya no creí nada. Me sentí en un mundo lejano
y me dejé arrastrar. Mi cuerpo, que parecía aflojarse[,]
se doblaba ante todo, había soltado sus amarras
y cualquiera podía jugar con él como si fuera un trapo.
--Estoy cansado --le dije.
--Ven a tomar antes algún bocado.
Algo de algo.
Cualquier cosa.
--Iré. Iré después.
--crg
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
5.
--Soy Eduviges Dyada. Pase usted.
Parecía que me hubiera estado esperando.
Tenía todo dispuesto, según me dijo, haciendo
que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros[,]
al parecer desolados.
Pero no; [porque] en cuanto me acostumbré
a la oscuridad y al delgado hilo de luz que nos seguía[,]
vi crecer sombras a ambos lados
y sentí que íbamos caminando a través
de un angosto pasillo entre bultos.
--¿Qué es lo que hay aquí? --pregunté.
--Tiliches --me dijo ella--. Tengo la casa
toda entilichada. La escogieron para guardar
los muebles todos los que se fueron
y nadie ha regresado por ellos.
Lo tengo siempre descombrado por si alguien viene.
¿De modo que usted es hijo de ella?
--¿De quién? --respondí.
--De Doloritas.
--Sí, ¿pero cómo lo sabe?
--Ella me avisó que usted vendría. Y hoy
precisamente. Que llegaría hoy.
--¿Quién? ¿Mi madre?
--Sí. Ella.
Yo no supe qué pensar. Ni ella
me dejó en qué pensar:
--Éste es su cuarto --me dijo.
No tenía puertas, solamente
aquella por donde habíamos entrado. Encendió
la vela y lo vi vacío.
--Aquí no hay donde acostarse --le dije.
--No se preocupe por eso. Usted ha de venir
cansado y el sueño es muy buen colchón
para el cansancio. Ya mañana le arreglaré
su cama. Como usted sabe, no es fácil ajuarear
las cosas en un dos por tres. Para eso
hay que estar prevenido, y la madre de usted
no me avisó sino hasta ahora.
--Mi madre --dije--, mi madre ya murió.
--Entonces ésa debe ser la causa de que su voz
se oyera tan débil, como si hubiera tenido que atravesar
una distancia muy larga para llegar
hasta aquí. Ahora
lo entiendo.
¿Y cuánto hace que murió?
--Hace ya casi siete días.
--Pobre de ella. Se ha de haber sentido abandonada.
Nos hicimos la promesa de morir juntas. De irnos
las dos para darnos ánimo una a la otra
en el otro viaje, por si se necesitara, por si acaso
encontráramos alguna dificultad, Éramos
muy amigas. ¿Nunca
le habló de mí?
--No, nunca.
--Me parece raro. Claro que éramos
unas chiquillas. Y ella estaba apenas recién
casada. Pero nos queríamos mucho. Tu madre
era tan bonita, tan, digamos, tan tierna[,]
que daba gusto quererla. Daban
ganas de quererla. ¿De modo
que me lleva ventaja, no? Pero ten la seguridad
de que la alcanzaré. Sólo
yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros;
pero conozco como acortar las veredas. Todo
consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera
y no cuando Él lo disponga. O, si tu quieres[,]
forzarlo a disponer antes de tiempo. Perdóname
que te hable de tú; lo hago porque te considero
[como] mi hijo. Sí, muchas veces me dije:
"El hijo de Dolores debió haber sido mío".
Después te diré por qué. Lo único que quiero
decirte ahora es que alcanzaré a tu madre
en alguno de los caminos
de la eternidad.
Yo creía que aquella mujer estaba loca. Luego
ya no creí nada. Me sentí en un mundo lejano
y me dejé arrastrar. Mi cuerpo, que parecía aflojarse[,]
se doblaba ante todo, había soltado sus amarras
y cualquiera podía jugar con él como si fuera un trapo.
--Estoy cansado --le dije.
--Ven a tomar antes algún bocado.
Algo de algo.
Cualquier cosa.
--Iré. Iré después.
--crg
UN PEQUEÑO TEATRO PARA EL OJO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Aconteció más o menos así:
platicábamos alrededor de una mesa después de cenar o de comer. Era una de esas reuniones extrañas en las que se combinan, y esto por pura casualidad, amigos de muchos años con conocidos que de repente se vuelven entrañables. La conversación viró hacia los temas comunes o de siempre: los libros, los amores, los viajes. A mí me pasó lo que suele pasarle a los obsesivos: hablé de Comala como si fuera un sitio del que acababa de regresar. Cité a Damiana Cisneros. Me volví a sonreír ante el sueño maldito y el sueño bendito de Doroteo/Dorotea. En esas andaba cuando alguien más mencionó el título de la obra y, luego, como si fuera necesario, el autor del libro.
Pero, ¿es que también escribía?
La pregunta me dejó callada por un rato. Mientras trataba de digerir la información, me acordé mucho de los alumnos en las universidades norteamericanas que, al llegar a la fatídica sección del curso dedicado al muralismo mexicano, me preguntaban cada vez con mayor frecuencia si ese señor Diego Rivera había sido el esposo de la pintora Frida Kahlo. El tiempo, en efecto pasa. Algunas obras póstumas se alargan más que otras. El alemán que, alrededor de la mesa, había preguntado si Juan Rulfo también escribía, había visto únicamente sus fotografías. Para él, Juan Rulfo era un fotógrafo. Un fotógrafo, además, muy bueno.
Antes de que lograra salir de mi estupor, ya el alemán en cuestión había celebrado la cámara Leica de los negativos rulfianos más tempranos, sólo para describir, en bastante detalle, la calidad profesional de las tres Rollei Flex que había utilizado a lo largo de su vida. Una de ellas adquirida en Alemania, abundó. Negativos 6 por 6.
Hacia inicios o finales de siglo, nunca estuvo seguro del año, había tenido la buena fortuna de asistir a una exposición de la fotografía de Rulfo organizada en Innsbruck. Ahí, además del trabajo de Rulfo, se mostraban también las placas de Walter Reuter, el fotógrafo con el que había trabajado en la región mixe. En la exposición, y esto le había causado especial asombro, se incluían las fotografías que Rulfo había tomado durante el transcurso de la filmación de un par de películas La escondida (Roberto Gavaldón, 1955) y El despojo (Antonio Reynoso, 1960). Luego, buscando datos de su obra, había encontrado otras cosas de ese artista visual que, para su gran sorpresa, le resultaba ahora también un escritor.
Recordé todo eso apenas hoy, cuando revisaba unas notas para un ensayo sobre el ojo y el oído en la obra de Rulfo. Recordé, por ejemplo, que hacia finales de la década de los 40, Rulfo había aceptado un empleo como agente de viajes con la compañía Euskadi, tomando para sí esa casi olvidada profesión que compartiera con aquel famoso escarabajo de corte kafkiano. Recordé que entre otras cosas, esa fue la profesión que al inicio lo llevaría a atravesar vastas regiones de ese territorio convulsionado por los embates de la modernidad: la desigualdad social, sobre todo, el legado de injusticia de una revolución que había seleccionado con feroz precisión a sus beneficiarios. Recordé sus fotos. Las volví a ver. Como al mítico ángel de Benjamin, a Rulfo le interesaba la mirada en retrospectiva: ésa que observa en todo detalle el desastre ocasionado por los vientos del progreso. La ruina era lo suyo, sin duda. El pedazo mínimo de realidad en que se concentra, con todo su poder crítico, lo que pudiendo haber sido, no fue. La violencia que detuvo toda esa serie de posibilidades. El momento de la decisión. De ahí, sin duda, esos rectángulos de papel albuminado donde quedaron las huellas de la pobreza descarnada, el abandono espectacular, la permanencia de los rituales religiosos, la risa que asustaba o asusta. De ahí, los sobrecitos de papel glacine que Rulfo confeccionaba a mano para proteger sus negativos. De ahí esa cámara que, casi al ras del suelo, insiste en aproximar la línea del horizonte hasta el ojo espectador. Hasta el cuerpo. Todo eso que también apareció en los mundos de su escritura. Esa manera.
Pero Rulfo no sólo tomó placas de paisajes o rostros o edificaciones deterioradas. El artista visual también enfocó su lente hacia esas controladas representaciones de lo real que son las escenografías cinematográficas. En 1955, en efecto, aprovechó la filmación de La Escondida, película dirigida por Roberto Gavaldón, para hacer una serie de fotos en el transcurso de las grabaciones. Lo mismo hizo años más tarde, entre 1959 y 1960, cuando Antonio Reynoso dirigió El despojo. Un año antes de publicar Pedro Páramo, Rulfo también tomó fotografías de los ensayos que el ballet de Magda Montoya llevó a cabo en Amecameca. No se trata de lo real, lo repito como si hiciera falta repetirlo, sino de la representación de lo real, y aún más: de la representación de la representación de lo real. Algo similar ocurre en la serie sobre los ferrocarriles, donde explora las posibilidades de la geometría. El ojo rulfiano se detiene, pues, con igual cuidado en las texturas del deterioro, esa inscripción visible del tiempo sobre el mundo en tanto objeto, como en los trompe d’oeil de las figuraciones de la figuración. Esa puesta en abismo. Un teatro de la imaginación. Un ojo realista no habría hecho eso. Un ojo experimentalmente realista, uno ojo realista in extremis, sí que lo hizo.
Ahora aprovecho que estoy escribiendo este artículo para salir de mi estupor y contestarle con toda tranquilidad al amigo alemán aquel que, en efecto, sí, Juan Rulfo también escribía.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Aconteció más o menos así:
platicábamos alrededor de una mesa después de cenar o de comer. Era una de esas reuniones extrañas en las que se combinan, y esto por pura casualidad, amigos de muchos años con conocidos que de repente se vuelven entrañables. La conversación viró hacia los temas comunes o de siempre: los libros, los amores, los viajes. A mí me pasó lo que suele pasarle a los obsesivos: hablé de Comala como si fuera un sitio del que acababa de regresar. Cité a Damiana Cisneros. Me volví a sonreír ante el sueño maldito y el sueño bendito de Doroteo/Dorotea. En esas andaba cuando alguien más mencionó el título de la obra y, luego, como si fuera necesario, el autor del libro.
Pero, ¿es que también escribía?
La pregunta me dejó callada por un rato. Mientras trataba de digerir la información, me acordé mucho de los alumnos en las universidades norteamericanas que, al llegar a la fatídica sección del curso dedicado al muralismo mexicano, me preguntaban cada vez con mayor frecuencia si ese señor Diego Rivera había sido el esposo de la pintora Frida Kahlo. El tiempo, en efecto pasa. Algunas obras póstumas se alargan más que otras. El alemán que, alrededor de la mesa, había preguntado si Juan Rulfo también escribía, había visto únicamente sus fotografías. Para él, Juan Rulfo era un fotógrafo. Un fotógrafo, además, muy bueno.
Antes de que lograra salir de mi estupor, ya el alemán en cuestión había celebrado la cámara Leica de los negativos rulfianos más tempranos, sólo para describir, en bastante detalle, la calidad profesional de las tres Rollei Flex que había utilizado a lo largo de su vida. Una de ellas adquirida en Alemania, abundó. Negativos 6 por 6.
Hacia inicios o finales de siglo, nunca estuvo seguro del año, había tenido la buena fortuna de asistir a una exposición de la fotografía de Rulfo organizada en Innsbruck. Ahí, además del trabajo de Rulfo, se mostraban también las placas de Walter Reuter, el fotógrafo con el que había trabajado en la región mixe. En la exposición, y esto le había causado especial asombro, se incluían las fotografías que Rulfo había tomado durante el transcurso de la filmación de un par de películas La escondida (Roberto Gavaldón, 1955) y El despojo (Antonio Reynoso, 1960). Luego, buscando datos de su obra, había encontrado otras cosas de ese artista visual que, para su gran sorpresa, le resultaba ahora también un escritor.
Recordé todo eso apenas hoy, cuando revisaba unas notas para un ensayo sobre el ojo y el oído en la obra de Rulfo. Recordé, por ejemplo, que hacia finales de la década de los 40, Rulfo había aceptado un empleo como agente de viajes con la compañía Euskadi, tomando para sí esa casi olvidada profesión que compartiera con aquel famoso escarabajo de corte kafkiano. Recordé que entre otras cosas, esa fue la profesión que al inicio lo llevaría a atravesar vastas regiones de ese territorio convulsionado por los embates de la modernidad: la desigualdad social, sobre todo, el legado de injusticia de una revolución que había seleccionado con feroz precisión a sus beneficiarios. Recordé sus fotos. Las volví a ver. Como al mítico ángel de Benjamin, a Rulfo le interesaba la mirada en retrospectiva: ésa que observa en todo detalle el desastre ocasionado por los vientos del progreso. La ruina era lo suyo, sin duda. El pedazo mínimo de realidad en que se concentra, con todo su poder crítico, lo que pudiendo haber sido, no fue. La violencia que detuvo toda esa serie de posibilidades. El momento de la decisión. De ahí, sin duda, esos rectángulos de papel albuminado donde quedaron las huellas de la pobreza descarnada, el abandono espectacular, la permanencia de los rituales religiosos, la risa que asustaba o asusta. De ahí, los sobrecitos de papel glacine que Rulfo confeccionaba a mano para proteger sus negativos. De ahí esa cámara que, casi al ras del suelo, insiste en aproximar la línea del horizonte hasta el ojo espectador. Hasta el cuerpo. Todo eso que también apareció en los mundos de su escritura. Esa manera.
Pero Rulfo no sólo tomó placas de paisajes o rostros o edificaciones deterioradas. El artista visual también enfocó su lente hacia esas controladas representaciones de lo real que son las escenografías cinematográficas. En 1955, en efecto, aprovechó la filmación de La Escondida, película dirigida por Roberto Gavaldón, para hacer una serie de fotos en el transcurso de las grabaciones. Lo mismo hizo años más tarde, entre 1959 y 1960, cuando Antonio Reynoso dirigió El despojo. Un año antes de publicar Pedro Páramo, Rulfo también tomó fotografías de los ensayos que el ballet de Magda Montoya llevó a cabo en Amecameca. No se trata de lo real, lo repito como si hiciera falta repetirlo, sino de la representación de lo real, y aún más: de la representación de la representación de lo real. Algo similar ocurre en la serie sobre los ferrocarriles, donde explora las posibilidades de la geometría. El ojo rulfiano se detiene, pues, con igual cuidado en las texturas del deterioro, esa inscripción visible del tiempo sobre el mundo en tanto objeto, como en los trompe d’oeil de las figuraciones de la figuración. Esa puesta en abismo. Un teatro de la imaginación. Un ojo realista no habría hecho eso. Un ojo experimentalmente realista, uno ojo realista in extremis, sí que lo hizo.
Ahora aprovecho que estoy escribiendo este artículo para salir de mi estupor y contestarle con toda tranquilidad al amigo alemán aquel que, en efecto, sí, Juan Rulfo también escribía.
--crg
Monday, December 27, 2010
AHI SE LO HAIGA
Notas a una lectura decembrina de Pedro Páramo
Me había quedado en Comala.
El arriero, que se siguió
de filo, me informó todavía
antes de despedirse:
--Yo voy más allá, donde se ve
la trabazón de los cerros. Allá
tengo mi casa. Si usted quiere
venir, será bienvenido. Ahora
que si quiere quedarse aquí, ahi
se lo haiga; aunque no
estaría demás que le echara una ojeada
al pueblo, tal vez encuentre
algún vecino viviente.
Y me quedé. A eso venía.
--¿Dónde podré encontrar alojamiento?
--le pregunté ya casi a gritos. --Busque
a doña Eduviges, si es que todavía vive.
Dígale que va de mi parte.
--¿Y cómo se llama usted?
--Abundio --me contestó. Pero
ya no alcancé a oír
el apellido.
--crg
Notas a una lectura decembrina de Pedro Páramo
Me había quedado en Comala.
El arriero, que se siguió
de filo, me informó todavía
antes de despedirse:
--Yo voy más allá, donde se ve
la trabazón de los cerros. Allá
tengo mi casa. Si usted quiere
venir, será bienvenido. Ahora
que si quiere quedarse aquí, ahi
se lo haiga; aunque no
estaría demás que le echara una ojeada
al pueblo, tal vez encuentre
algún vecino viviente.
Y me quedé. A eso venía.
--¿Dónde podré encontrar alojamiento?
--le pregunté ya casi a gritos. --Busque
a doña Eduviges, si es que todavía vive.
Dígale que va de mi parte.
--¿Y cómo se llama usted?
--Abundio --me contestó. Pero
ya no alcancé a oír
el apellido.
--crg
EL DÓNDE ES ESTO Y DÓNDE ES AQUELLO
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
3.
Era la hora en que los niños juegan en las calles
de todos los pueblos, llenando
con sus gritos
la tarde. Cuando aún las paredes negras
reflejan la luz amarilla
del sol. Al menos
eso había visto en Sayula
todavía ayer[,]
a esta misma hora.
Y había visto también el vuelo
de las palomas rompiendo el aire quieto,
sacudiendo sus alas como si se desprendieran
del día. Volaban
y caían sobre los tejados[, mientras]
los gritos de los niños revoloteaban
y parecían teñirse de azul en el cielo
del atardecer.
Ahora estaba aquí, en este pueblo
sin ruidos. Oía caer
mis pisadas sobre las piedras redondas
con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas
huecas, repitiendo su sonido en el eco
de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
Fui andando
por la calle real en esa hora. Miré
las casas vacías; las puertas
despostilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo
me dijo aquel fulano que se llamaba esta
yerba? "La capitana, señor. Una plaga
que nomás espera que se vaya la gente para invadir
las casas. Así las verá usted".
Al cruzar la bocacalle vi una señora
envuelta en un rebozo que desapareció como si
no existiera. Después volvieron a moverse
mis pasos y mis ojos siguieron asomándose
al agujero de las puertas. [Hasta que nuevamente]
la mujer del rebozo se cruzó frente a mí.
--¡Buenas noches! --me dijo. La seguí
con la mirada. Le grité:
--¿Dónde vive doña Eduviges?
Y ella señaló con el dedo:
--Allá, La casa está junto al puente.
Me di cuenta que su voz estaba
hecha de hebras humanas, que su boca
tenía dientes y una lengua que se trababa
y se destrababa al hablar, y que sus ojos
eran como todos los ojos de la gente que vive
sobre la tierra.
Había oscurecido.
Volvió a darme las buenas noches. Y aunque
no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules[,]
sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba
solamente el silencio[,]
era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez
[porque] mi cabeza venía llena de ruidos
y de voces. De voces,
sí. Y aquí[,]
donde el aire era escaso[,]
se oían mejor. Se quedaban dentro
de uno, pesadas. Me acordé
de lo que me había dicho mi madre:
"Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz".
Mi madre... la viva.
Hubiera querido decirle:
"Te equivocaste de domicilio. Me diste
una dirección mal dada. Me mandaste
al "¿dónde es esto y dónde es aquello?". A un pueblo
solitario. Buscando a alguien que no existe.
Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río.
Toqué la puerta; pero
en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si
el aire la hubiera abierto. Una mujer
estaba allí. Me dijo:
--Pase usted.
Y entré.
--crg
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
3.
Era la hora en que los niños juegan en las calles
de todos los pueblos, llenando
con sus gritos
la tarde. Cuando aún las paredes negras
reflejan la luz amarilla
del sol. Al menos
eso había visto en Sayula
todavía ayer[,]
a esta misma hora.
Y había visto también el vuelo
de las palomas rompiendo el aire quieto,
sacudiendo sus alas como si se desprendieran
del día. Volaban
y caían sobre los tejados[, mientras]
los gritos de los niños revoloteaban
y parecían teñirse de azul en el cielo
del atardecer.
Ahora estaba aquí, en este pueblo
sin ruidos. Oía caer
mis pisadas sobre las piedras redondas
con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas
huecas, repitiendo su sonido en el eco
de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
Fui andando
por la calle real en esa hora. Miré
las casas vacías; las puertas
despostilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo
me dijo aquel fulano que se llamaba esta
yerba? "La capitana, señor. Una plaga
que nomás espera que se vaya la gente para invadir
las casas. Así las verá usted".
Al cruzar la bocacalle vi una señora
envuelta en un rebozo que desapareció como si
no existiera. Después volvieron a moverse
mis pasos y mis ojos siguieron asomándose
al agujero de las puertas. [Hasta que nuevamente]
la mujer del rebozo se cruzó frente a mí.
--¡Buenas noches! --me dijo. La seguí
con la mirada. Le grité:
--¿Dónde vive doña Eduviges?
Y ella señaló con el dedo:
--Allá, La casa está junto al puente.
Me di cuenta que su voz estaba
hecha de hebras humanas, que su boca
tenía dientes y una lengua que se trababa
y se destrababa al hablar, y que sus ojos
eran como todos los ojos de la gente que vive
sobre la tierra.
Había oscurecido.
Volvió a darme las buenas noches. Y aunque
no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules[,]
sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba
solamente el silencio[,]
era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez
[porque] mi cabeza venía llena de ruidos
y de voces. De voces,
sí. Y aquí[,]
donde el aire era escaso[,]
se oían mejor. Se quedaban dentro
de uno, pesadas. Me acordé
de lo que me había dicho mi madre:
"Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz".
Mi madre... la viva.
Hubiera querido decirle:
"Te equivocaste de domicilio. Me diste
una dirección mal dada. Me mandaste
al "¿dónde es esto y dónde es aquello?". A un pueblo
solitario. Buscando a alguien que no existe.
Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río.
Toqué la puerta; pero
en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si
el aire la hubiera abierto. Una mujer
estaba allí. Me dijo:
--Pase usted.
Y entré.
--crg
Sunday, December 26, 2010
CUAR, CUAR, CUAR
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
II.
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire
[de] agosto sopla caliente, envenenado
[por] el olor podrido de la saponarias.
El camino subía y bajaba:
"sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; pera el que viene, baja".
--¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
--Comala, señor.
--¿Está seguro de que ya es Comala?
--Seguro, señor.
--¿Y por qué se ve esto tan triste?
--Son los tiempos, señor.
Yo imaginaba ver aquello a través
de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia,
entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella
suspirando por Comala, por el retorno;
pero jamás volvió.
Ahora yo vengo en su lugar.
Traigo los ojos con que ella miró estas cosas,
[porque] me dio sus ojos para ver:
"Hay allí, pasando el puerto de los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde este lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche".
Y su voz era secreta, casi apagada,
como si hablara consigo misma...
Mi madre.
--¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? --oí
[que] me preguntaban. --Voy a ver a mi padre --contesté.
--¡Ah! --dijo él.
Y volvimos al silencio.
Caminábamos cuesta abajo, oyendo
el trote rebotado de los burros. Los ojos
reventados por el sopor del sueño
en la canícula de agosto.
--Bonita fiesta le va a armar--volví a oír
la voz del que iba allí a mi lado--. Se pondrá
contento de ver a alguien después de tantos años
que nadie viene por aquí.
Luego añadió:
--Sea usted quien sea, se alegrará
de verlo. En la reverberación del sol[,]
la llanura parecía una laguna transparente, deshecha
en vapores por donde se traslucía un horizonte gris.
Y más allá, una línea
de montañas. Y todavía más allá
la más remota lejanía.
--¿Y qué trazas tiene tu padre, si se puede saber?
--No lo conozco --le dije--. Sólo
sé que se llama Pedro Páramo.
--¡Ah!, vaya.
--Sí, así me dijeron que se llamaba.
Oí otra vez el "¡ah!" del arriero.
Me había topado con él en Los Encuentros,
donde se cruzaban varios caminos. Me estuve allí
esperando hasta el al fin apareció este hombre.
--¿A dónde va usted? --le pregunté.
--Voy para abajo, señor.
--¿Conoce un lugar llamado Comala?
--Para allá mismo voy.
Y lo seguí.
Fui tras él tratando de emparejarme
a su paso, hasta que pareció darse cuenta
de que lo seguía y disminuyó la prisa
de su carrera. Después
los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos
los hombros. --Yo también soy hijo de Pedro Páramo
--me dijo. Una bandada de cuervos
pasó cruzando el cielo vacío, haciendo
cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos
cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente
allá arriba y nos íbamos hundiendo
en el puro calor sin aire. Todo
parecía estar como en espera de algo.
--Hace calor aquí --dije.
--Sí, y esto no es nada --me contestó
el otro--. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte
cuando lleguemos a Comala. Aquello está
sobre las brasas de la tierra, en la mera boca
del infierno. Con decirle [que]
muchos de los que allí se mueren, al llegar
al infierno regresan por su cobija.
--¿Conoce usted a Pedro Páramo? --le pregunté.
Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
--¿Quién es? --volví
a preguntar. --Un rencor vivo --me contestó
él. Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad
[ya que] los burros iban mucho más adelante de nosotros
encarrerados por la bajada.
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa
de la camisa, calentándome el corazón, como si
ella también sudara. Era un retrato
viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único
[que] conocí de ella. Me lo había encontrado
en el armario de la cocina, dentro de una cazuela
llena de yerbas: hojas de toronjil,
flore de castilla[,]
ramas de ruda.
[Desde entonces] lo guardé. Era el único.
Mi madre siempre fue enemiga
de retratarse. Decía que los retratos
eran cosa de brujería. Y así parecía ser;
[porque] el suyo estaba lleno de agujeros
como de aguja, y en dirección del corazón
tenía uno muy grande donde bien podía caber
el dedo del corazón.
Es el mismo que traigo aquí, pensando
[que] podría dar buen resultado
para que mi padre me reconociera.
--Mire usted --me dice el arriero, deteniéndose--:
¿Ve aquella loma que parece vejiga de puerco?
Pues detrasito de ella está La Media Luna.
Ahora voltié para allá.
¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala.
Y ahora voltié para este otro rumbo.
¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está?
Bueno, pues eso es La Media Luna de punta a cabo.
[Como quien dice,] toda la tierra
que se se puede abarcar con la mirada.
Y es de él todo ese terrrenal.
El caso es que nuestras madres nos parieron en un petate
aunque éramos hijos de Pedro Páramo.
Y lo más chisotso es que él nos llevó a bautizar.
Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
--No me acuerdo.
--¡Váyase mucho al carajo!
--¿Qué dice usted?
--Que estamos llegando, señor.
--Sí, ya veo. ¿Qué pasó por aquí?
--Un correcaminos, señor. Así se le nombran
a esos pájaros. --No, yo preguntaba por el pueblo
que se ve tan solo, como si estuviera
abandonado. Parece que no
lo habita nadie.
--No es que lo parezca. Así es.
Aquí no vive nadie.
--¿Y Pedro Páramo?
--Pedro Páramo murió hace muchos años.
--crg
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
II.
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire
[de] agosto sopla caliente, envenenado
[por] el olor podrido de la saponarias.
El camino subía y bajaba:
"sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; pera el que viene, baja".
--¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
--Comala, señor.
--¿Está seguro de que ya es Comala?
--Seguro, señor.
--¿Y por qué se ve esto tan triste?
--Son los tiempos, señor.
Yo imaginaba ver aquello a través
de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia,
entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella
suspirando por Comala, por el retorno;
pero jamás volvió.
Ahora yo vengo en su lugar.
Traigo los ojos con que ella miró estas cosas,
[porque] me dio sus ojos para ver:
"Hay allí, pasando el puerto de los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde este lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche".
Y su voz era secreta, casi apagada,
como si hablara consigo misma...
Mi madre.
--¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? --oí
[que] me preguntaban. --Voy a ver a mi padre --contesté.
--¡Ah! --dijo él.
Y volvimos al silencio.
Caminábamos cuesta abajo, oyendo
el trote rebotado de los burros. Los ojos
reventados por el sopor del sueño
en la canícula de agosto.
--Bonita fiesta le va a armar--volví a oír
la voz del que iba allí a mi lado--. Se pondrá
contento de ver a alguien después de tantos años
que nadie viene por aquí.
Luego añadió:
--Sea usted quien sea, se alegrará
de verlo. En la reverberación del sol[,]
la llanura parecía una laguna transparente, deshecha
en vapores por donde se traslucía un horizonte gris.
Y más allá, una línea
de montañas. Y todavía más allá
la más remota lejanía.
--¿Y qué trazas tiene tu padre, si se puede saber?
--No lo conozco --le dije--. Sólo
sé que se llama Pedro Páramo.
--¡Ah!, vaya.
--Sí, así me dijeron que se llamaba.
Oí otra vez el "¡ah!" del arriero.
Me había topado con él en Los Encuentros,
donde se cruzaban varios caminos. Me estuve allí
esperando hasta el al fin apareció este hombre.
--¿A dónde va usted? --le pregunté.
--Voy para abajo, señor.
--¿Conoce un lugar llamado Comala?
--Para allá mismo voy.
Y lo seguí.
Fui tras él tratando de emparejarme
a su paso, hasta que pareció darse cuenta
de que lo seguía y disminuyó la prisa
de su carrera. Después
los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos
los hombros. --Yo también soy hijo de Pedro Páramo
--me dijo. Una bandada de cuervos
pasó cruzando el cielo vacío, haciendo
cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos
cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente
allá arriba y nos íbamos hundiendo
en el puro calor sin aire. Todo
parecía estar como en espera de algo.
--Hace calor aquí --dije.
--Sí, y esto no es nada --me contestó
el otro--. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte
cuando lleguemos a Comala. Aquello está
sobre las brasas de la tierra, en la mera boca
del infierno. Con decirle [que]
muchos de los que allí se mueren, al llegar
al infierno regresan por su cobija.
--¿Conoce usted a Pedro Páramo? --le pregunté.
Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
--¿Quién es? --volví
a preguntar. --Un rencor vivo --me contestó
él. Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad
[ya que] los burros iban mucho más adelante de nosotros
encarrerados por la bajada.
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa
de la camisa, calentándome el corazón, como si
ella también sudara. Era un retrato
viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único
[que] conocí de ella. Me lo había encontrado
en el armario de la cocina, dentro de una cazuela
llena de yerbas: hojas de toronjil,
flore de castilla[,]
ramas de ruda.
[Desde entonces] lo guardé. Era el único.
Mi madre siempre fue enemiga
de retratarse. Decía que los retratos
eran cosa de brujería. Y así parecía ser;
[porque] el suyo estaba lleno de agujeros
como de aguja, y en dirección del corazón
tenía uno muy grande donde bien podía caber
el dedo del corazón.
Es el mismo que traigo aquí, pensando
[que] podría dar buen resultado
para que mi padre me reconociera.
--Mire usted --me dice el arriero, deteniéndose--:
¿Ve aquella loma que parece vejiga de puerco?
Pues detrasito de ella está La Media Luna.
Ahora voltié para allá.
¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala.
Y ahora voltié para este otro rumbo.
¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está?
Bueno, pues eso es La Media Luna de punta a cabo.
[Como quien dice,] toda la tierra
que se se puede abarcar con la mirada.
Y es de él todo ese terrrenal.
El caso es que nuestras madres nos parieron en un petate
aunque éramos hijos de Pedro Páramo.
Y lo más chisotso es que él nos llevó a bautizar.
Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
--No me acuerdo.
--¡Váyase mucho al carajo!
--¿Qué dice usted?
--Que estamos llegando, señor.
--Sí, ya veo. ¿Qué pasó por aquí?
--Un correcaminos, señor. Así se le nombran
a esos pájaros. --No, yo preguntaba por el pueblo
que se ve tan solo, como si estuviera
abandonado. Parece que no
lo habita nadie.
--No es que lo parezca. Así es.
Aquí no vive nadie.
--¿Y Pedro Páramo?
--Pedro Páramo murió hace muchos años.
--crg
TOPONIMIAS PEDROPARAMIANAS (en orden de aparición)
Comala
Los Colimotes
Los Encuentros
La Media Luna
Sayula
El Dónde es Esto y Dónde es Aquello
Colima
Contla
El Enmedio
Los Confines
El Mediotecho
Vilmayo
Mascota
La Andrómeda
Apango
El No Encuentro Donde Poner los Pies
Los Vertederos
La Puerta de Piedra
Los Andurriales
--crg
Comala
Los Colimotes
Los Encuentros
La Media Luna
Sayula
El Dónde es Esto y Dónde es Aquello
Colima
Contla
El Enmedio
Los Confines
El Mediotecho
Vilmayo
Mascota
La Andrómeda
Apango
El No Encuentro Donde Poner los Pies
Los Vertederos
La Puerta de Piedra
Los Andurriales
--crg
SE LLAMA DE ESTE MODO Y DE ESTE OTRO
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
1.
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre,
un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo.
Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera.
Le apreté sus manos en señal de que lo haría;
[pues] ella estaba por morirse y yo
en plan de prometerlo todo.
"No dejes de ir a visitarlo--me recomendó--.
Se llama de este modo y de este otro.
[Estoy segura de que] le dará gusto conocerte."
[Entonces] no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría,
y de tanto decírselo se lo seguí diciendo
[aun después que] a mis manos les costó trabajo
zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me lo había dicho:
--No vayas a pedirle nada.
Exígele lo nuestro.
Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio...
El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
--Así lo haré, madre.
[Pero] no pensé cumplir mi promesa.
Hasta ahora pronto
que comencé a llenarme de sueños, a darle
vuelo a las ilusiones.
Y de este modo se me fue formando un mundo
alrededor de la esperanza
[que era] aquel señor llamado Pedro Páramo,
el marido de mi madre.
Por eso vine a Comala.
--crg
Notas de una lectura decembrina de Pedro Páramo
1.
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre,
un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo.
Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera.
Le apreté sus manos en señal de que lo haría;
[pues] ella estaba por morirse y yo
en plan de prometerlo todo.
"No dejes de ir a visitarlo--me recomendó--.
Se llama de este modo y de este otro.
[Estoy segura de que] le dará gusto conocerte."
[Entonces] no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría,
y de tanto decírselo se lo seguí diciendo
[aun después que] a mis manos les costó trabajo
zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me lo había dicho:
--No vayas a pedirle nada.
Exígele lo nuestro.
Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio...
El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
--Así lo haré, madre.
[Pero] no pensé cumplir mi promesa.
Hasta ahora pronto
que comencé a llenarme de sueños, a darle
vuelo a las ilusiones.
Y de este modo se me fue formando un mundo
alrededor de la esperanza
[que era] aquel señor llamado Pedro Páramo,
el marido de mi madre.
Por eso vine a Comala.
--crg
Friday, December 24, 2010
Tuesday, December 21, 2010
INÉS Y LA ALEGRÍA DE LEER A ALMUDENA GRANDES
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura. Versión corta del texto preparado para la presentación de Inés y la alegría(Tusquets, Andanzas), en la FIL 2010]
A. Es inevitable preguntarse a veces para qué sirve una novela. ¿Por qué en un mundo donde todo ha sido dicho, donde aparentemente no hay ya nada nuevo bajo el sol, ahí donde los temas siguen siendo el amor o la muerte o el cuerpo o la enfermedad, uno continúa con esta larga tarea solitaria que es leer una novela?
Cada pregunta incluye su respuesta, eso se sabe. Tal vez uno toma el libro que responde al nombre de novela principalmente para eso: para gozar de una larga jornada solitaria junto a algo que palpita. Y acaso otra manera de decir lo mismo sosteniendo, sin embargo, algo un poco diferente es decir que uno lee una novela, especialmente una larga novela larga como ésta que ahora nos congrega, una novela como Inés y la alegría de Almudena Grandes, para no estar solo. Leemos, me gustaría decir algo que por obvio no deja de ser descabellado ahora mismo, leemos para tener tratos con la soledad.
B. En “La historia de Inés”, la sección con la que Almudena Grandes decidió cerrar éste, su primer episodio de una serie de seis bajo el espíritu común de “Episodios de una guerra interminable” hay espacio para documentar la primera visión. Justo después de “tener noticia” de un acontecimiento poco conocido en la historia moderna de España —se trata de la invasión del valle de Arán que tuvo lugar entre el 19 y el 27 de octubre de 1944— la autora concibe algo que parece descabellado, algo en todo caso sin explicación: una mujer montada a caballo se une a la guerrilla con cinco kilos de rosquillas a cuestas. Eso, poco más que eso, sucedió una tarde de febrero de 2005: la manifestación de algo que requiere si no explicación, por lo menos sí atención. La atención más reconcentrada.
Y si la pregunta sigue siendo la misma, ¿por qué o cómo es que seguimos leyendo novelas?, aquí encontraríamos al menos un par respuestas más. Porque al leer conocemos de hechos que la historia oficial o el olvido también oficial o la distracción más bien generalizada ha condenado a la invisibilidad. Justo como en el momento de su triunfal aparición como novela, allá por el siglo XIX, la novela se desgaja de la historia en su atención al detalle, su atención a las diminutas acciones cotidianas que más de un historiador o cronista han dejado atrás por considerarlas o transparentes o anodinas. Así, en Inés y la alegría se entretejen, “historias igual de heroicas pero mucho más pequeñas, momentos significativos de la resistencia antifranquista, que integran una epopeya modesta en apariencia, gigantesca si se le relaciona con su duración.” Así y todo, si el lector sólo quisiera saber algo que ha estado previamente oculto podría, de quererlo, de tener la opción, elegir otro tipo de libro o de medio. Pero uno lee una novela que trata aspectos poco conocidos o enterrados por la historia oficial sobre todo porque en sus páginas se trasmina la presencia de esa primera visión entre descabellada e inexplicable que surge, aparentemente de la nada, una tarde muy fría de febrero. Leemos porque algo pasó entre el 19 y el 27 de octubre en 1944 que en su quijotesca y atrabancada actitud contra el poder no sólo merece ser contada sino, sobre todo, merece ser contada también desde el lugar más desatado que da la imaginación. No para conocer, luego entonces, sino para preguntarnos (y aquí parafraseo a la Duras) lo que conoceríamos en caso de que conociéramos.
C. Uno lee, pues, una novela larga para tentar a la soledad y para hacerse preguntas imposibles y para perderse con gusto, con gozo, en la materialidad misma de todas las palabras. A la novela histórica tradicional se le a acusado de percibir el lenguaje como una especie de medio o contenedor a través del cual pasa, de preferencia sin obstáculo alguno, la anécdota o el relato. Se presume, claro está, que la estrella de la novela histórica es el contenido y que el lenguaje con el que va contada es más bien un pretexto, una vez más de preferencia maleable y liso. Pero si uno leyera libros por el así llamado “contenido” uno podría bien dejar de leer novelas. Uno tiene que leer esta versión novelada de un episodio nacional ocurrido en 1944 porque las palabras, todas y cada una de ellas, la sintaxis, la estructura dentro de la cual fluyen, todo eso junto, es también el episodio nacional. No sería lo mismo, por ejemplo, referirse a Dolores Ibárruri, la famosa Pasionaria, como una mujer de mediana edad enamorada de un hombre más joven (esto sería más o menos el relato, la anécdota, en otras palabras: la información) que decir: “una mujer enamorada, poderosa y enamorada, ambiciosa y enamorada, inteligente y enamorada, disciplinada y enamorada, legendaria pero, sobre todas las cosas, enamorada y por lo tanto débil, obsesionada, incauta, vulnerable, tiembla más que el mundo”. El uso aquí de la repetición no sólo ancla el ritmo de la frase, volviéndola tonada más que melodía, sino que también dice, diciéndolo pero sin decirlo, el carácter hondo y circular de la situación amorosa. O el ritmo del lenguaje que, también, marca el ritmo del embate de los cuerpos: “Desde allí fuimos andando, no sé cómo, porque yo no miraba y no escuchaba, no veía nada fuera de mí, no sentía nada más allá de a mi boca, porque de repente todo mi cuerpo era boca, todo mi cuerpo labios, toda mi piel, de la cabeza a los pies, las comisuras de mis labios, la punta de una lengua que era yo y lo era todo, y que no veía nada, pero lo sentía todo con es forma extremada, radical, de sentir que es propia de la boca, de los labios”.
Después de todo, lo sabemos ya, “la historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales”. Y de eso, de enunciar esa verdad que por simple no deja de ser elusiva, de enunciarlo con todas sus consecuencias, es decir, con sus largas frases pobladas de comas y, felizmente, de puntos y comas, de eso, pues, de enunciar esa historia inmortal pero en forma de cuerpo mortal, es de lo que se trata Inés y la alegría y es otra de las razones por las cuales seguimos leyendo novelas sobre un sofá o en la cama, ya cuando todo mundo se ha ido y empieza, finalmente, la realidad.
D. Una novela que no se lo proponga todo es una novela que sin duda fallará. Y para eso también sigue uno leyendo libros a los que denominamos novelas: para quererlo todo, todo junto y todo a la vez.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura. Versión corta del texto preparado para la presentación de Inés y la alegría(Tusquets, Andanzas), en la FIL 2010]
A. Es inevitable preguntarse a veces para qué sirve una novela. ¿Por qué en un mundo donde todo ha sido dicho, donde aparentemente no hay ya nada nuevo bajo el sol, ahí donde los temas siguen siendo el amor o la muerte o el cuerpo o la enfermedad, uno continúa con esta larga tarea solitaria que es leer una novela?
Cada pregunta incluye su respuesta, eso se sabe. Tal vez uno toma el libro que responde al nombre de novela principalmente para eso: para gozar de una larga jornada solitaria junto a algo que palpita. Y acaso otra manera de decir lo mismo sosteniendo, sin embargo, algo un poco diferente es decir que uno lee una novela, especialmente una larga novela larga como ésta que ahora nos congrega, una novela como Inés y la alegría de Almudena Grandes, para no estar solo. Leemos, me gustaría decir algo que por obvio no deja de ser descabellado ahora mismo, leemos para tener tratos con la soledad.
B. En “La historia de Inés”, la sección con la que Almudena Grandes decidió cerrar éste, su primer episodio de una serie de seis bajo el espíritu común de “Episodios de una guerra interminable” hay espacio para documentar la primera visión. Justo después de “tener noticia” de un acontecimiento poco conocido en la historia moderna de España —se trata de la invasión del valle de Arán que tuvo lugar entre el 19 y el 27 de octubre de 1944— la autora concibe algo que parece descabellado, algo en todo caso sin explicación: una mujer montada a caballo se une a la guerrilla con cinco kilos de rosquillas a cuestas. Eso, poco más que eso, sucedió una tarde de febrero de 2005: la manifestación de algo que requiere si no explicación, por lo menos sí atención. La atención más reconcentrada.
Y si la pregunta sigue siendo la misma, ¿por qué o cómo es que seguimos leyendo novelas?, aquí encontraríamos al menos un par respuestas más. Porque al leer conocemos de hechos que la historia oficial o el olvido también oficial o la distracción más bien generalizada ha condenado a la invisibilidad. Justo como en el momento de su triunfal aparición como novela, allá por el siglo XIX, la novela se desgaja de la historia en su atención al detalle, su atención a las diminutas acciones cotidianas que más de un historiador o cronista han dejado atrás por considerarlas o transparentes o anodinas. Así, en Inés y la alegría se entretejen, “historias igual de heroicas pero mucho más pequeñas, momentos significativos de la resistencia antifranquista, que integran una epopeya modesta en apariencia, gigantesca si se le relaciona con su duración.” Así y todo, si el lector sólo quisiera saber algo que ha estado previamente oculto podría, de quererlo, de tener la opción, elegir otro tipo de libro o de medio. Pero uno lee una novela que trata aspectos poco conocidos o enterrados por la historia oficial sobre todo porque en sus páginas se trasmina la presencia de esa primera visión entre descabellada e inexplicable que surge, aparentemente de la nada, una tarde muy fría de febrero. Leemos porque algo pasó entre el 19 y el 27 de octubre en 1944 que en su quijotesca y atrabancada actitud contra el poder no sólo merece ser contada sino, sobre todo, merece ser contada también desde el lugar más desatado que da la imaginación. No para conocer, luego entonces, sino para preguntarnos (y aquí parafraseo a la Duras) lo que conoceríamos en caso de que conociéramos.
C. Uno lee, pues, una novela larga para tentar a la soledad y para hacerse preguntas imposibles y para perderse con gusto, con gozo, en la materialidad misma de todas las palabras. A la novela histórica tradicional se le a acusado de percibir el lenguaje como una especie de medio o contenedor a través del cual pasa, de preferencia sin obstáculo alguno, la anécdota o el relato. Se presume, claro está, que la estrella de la novela histórica es el contenido y que el lenguaje con el que va contada es más bien un pretexto, una vez más de preferencia maleable y liso. Pero si uno leyera libros por el así llamado “contenido” uno podría bien dejar de leer novelas. Uno tiene que leer esta versión novelada de un episodio nacional ocurrido en 1944 porque las palabras, todas y cada una de ellas, la sintaxis, la estructura dentro de la cual fluyen, todo eso junto, es también el episodio nacional. No sería lo mismo, por ejemplo, referirse a Dolores Ibárruri, la famosa Pasionaria, como una mujer de mediana edad enamorada de un hombre más joven (esto sería más o menos el relato, la anécdota, en otras palabras: la información) que decir: “una mujer enamorada, poderosa y enamorada, ambiciosa y enamorada, inteligente y enamorada, disciplinada y enamorada, legendaria pero, sobre todas las cosas, enamorada y por lo tanto débil, obsesionada, incauta, vulnerable, tiembla más que el mundo”. El uso aquí de la repetición no sólo ancla el ritmo de la frase, volviéndola tonada más que melodía, sino que también dice, diciéndolo pero sin decirlo, el carácter hondo y circular de la situación amorosa. O el ritmo del lenguaje que, también, marca el ritmo del embate de los cuerpos: “Desde allí fuimos andando, no sé cómo, porque yo no miraba y no escuchaba, no veía nada fuera de mí, no sentía nada más allá de a mi boca, porque de repente todo mi cuerpo era boca, todo mi cuerpo labios, toda mi piel, de la cabeza a los pies, las comisuras de mis labios, la punta de una lengua que era yo y lo era todo, y que no veía nada, pero lo sentía todo con es forma extremada, radical, de sentir que es propia de la boca, de los labios”.
Después de todo, lo sabemos ya, “la historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales”. Y de eso, de enunciar esa verdad que por simple no deja de ser elusiva, de enunciarlo con todas sus consecuencias, es decir, con sus largas frases pobladas de comas y, felizmente, de puntos y comas, de eso, pues, de enunciar esa historia inmortal pero en forma de cuerpo mortal, es de lo que se trata Inés y la alegría y es otra de las razones por las cuales seguimos leyendo novelas sobre un sofá o en la cama, ya cuando todo mundo se ha ido y empieza, finalmente, la realidad.
D. Una novela que no se lo proponga todo es una novela que sin duda fallará. Y para eso también sigue uno leyendo libros a los que denominamos novelas: para quererlo todo, todo junto y todo a la vez.
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LEER LA CASTAÑEDA
En la humilde opinión de Jorge Carrión: Lo mejor del 2010
* Mejor ensayo (ex aequo): Pornotopía, de Beatriz Preciado, y La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General , 1910-1930, de Cristina Rivera Garza.
En el recuento de libros del 2010 de Sergio González Rodríguez, Reforma 12/19/2010:
Historia: De héroes y mitos, de Enrique Krauze; La revolución mexicana, de Álvaro Matute; La Castañeda, de Cristina Rivera Garza; La muerte entre los mexicas, de Eduardo Matos Moctezuma; Diré adiós a los señores, de Orlando Ortiz; El último brindis de don Porfirio, de Rafael Tovar y de Teresa; La insurgenta, de Carlos Pascual; México: Fotografía y Revolución, coordinado por Miguel Ángel Berumen.
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En la humilde opinión de Jorge Carrión: Lo mejor del 2010
* Mejor ensayo (ex aequo): Pornotopía, de Beatriz Preciado, y La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General , 1910-1930, de Cristina Rivera Garza.
En el recuento de libros del 2010 de Sergio González Rodríguez, Reforma 12/19/2010:
Historia: De héroes y mitos, de Enrique Krauze; La revolución mexicana, de Álvaro Matute; La Castañeda, de Cristina Rivera Garza; La muerte entre los mexicas, de Eduardo Matos Moctezuma; Diré adiós a los señores, de Orlando Ortiz; El último brindis de don Porfirio, de Rafael Tovar y de Teresa; La insurgenta, de Carlos Pascual; México: Fotografía y Revolución, coordinado por Miguel Ángel Berumen.
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Thursday, December 16, 2010
LAS AVENTURAS DE LA INCREÍBLEMENTE PEQUEÑA Y EL EXTRAÑO CASO DE LA CONFESIÓN QUE ERA UN RUEGO PARA QUE REGRESEN VIVAS
Marisela Escobedo, in memoriam
a.
Habría que entender algo. Mirar al cielo, por ejemplo. Mirar las palmas de las manos y avanzar a tientas. A veces es necesario tocar una pared y a veces es necesario rasguñar una pared. El dolor de las yemas de los dedos. El debajo las uñas. El cerrojo de los dedos. El muro existe por el eco que lo tienta. El muro es tu contra qué. Hasta ahí llegaron ¿no es cierto? Lo que se hace en realidad es caer y, luego, de ser posible, volver a caer. Leer es sólo una forma de postrarse.
b.
Caer de rodillas es un evento estelar. Hablar y gatear son con frecuencia lo mismo. Que quiere decir tocar el suelo con las manos. Que no es, como el caminar, un movimiento sano y articulado y vertical. Que es retroceder en el tiempo, invadir la infancia o la sinrazón. Balbucir. Trastabillar. Que es quebrarse, entiéndase. Decir: Aquí. Decir: Duele. Repetirlo. Que significa no me levantaré. Que es pedir que regresen vivas, gatear. Tú ganas. Entiéndase.
c.
El que reza se postra. El que ruega. El que pide: que regresen vivas. El que murmura: que encuentren el camino a casa, que me oigan, que despavoridas no. El que mueve los labios tan suavemente tan dulcemente tan silenciosamente. Lo contrario de la confesión es la dádiva. Lo contrario de la uña.
d.
El que continúa rezando a través del cuerpo, bajo la bóveda, dentro del cejo. Véase genuflexión, adoración, reverencia. Véase miedo. Siéntase el terror. Habría que entender algo. Mirar las manos vacías, por ejemplo. Sentir el peso del cuerpo que no está. Rasguñar que es gruñir con los dedos. Tiritar. Zaherir. Un muro también es una cosa hecha de sereno.
e.
El que pide o los que piden. Los que se unen para tomarse de las manos y orar. Rogar es una acción infinita. La madre que ve a través del velo de su hija. La hermana que espera. Un tío o un primo que se parten. Un círculo espectral. Habrá que desenterrar una puerta en el centro del muro. Una perilla en el margen de un rectángulo. Una llave diminuta. Una alcantarilla. La mano, que confía. El paso, que se da.
f.
Caer, que siempre es volver a caer. La repetición como el eco o la sombra del eco o la mancha de la sombra del eco. Ayer encendí cuatrocientos veinticinco velas. Consumir es una forma de producir tiempo. Esta es la cera con la que rehago tu cuello, tu boca, tu pelo.
g.
Habrá que entender algo o ver algo o definitivamente caer de bruces sobre algo. La fe es cosa de muros o ciegos. El que susurra: que regresen vivas. Que vuelvan. El que le da la vuelta a la llave. El que pregunta: ¿Quién está?
--crg
Marisela Escobedo, in memoriam
a.
Habría que entender algo. Mirar al cielo, por ejemplo. Mirar las palmas de las manos y avanzar a tientas. A veces es necesario tocar una pared y a veces es necesario rasguñar una pared. El dolor de las yemas de los dedos. El debajo las uñas. El cerrojo de los dedos. El muro existe por el eco que lo tienta. El muro es tu contra qué. Hasta ahí llegaron ¿no es cierto? Lo que se hace en realidad es caer y, luego, de ser posible, volver a caer. Leer es sólo una forma de postrarse.
b.
Caer de rodillas es un evento estelar. Hablar y gatear son con frecuencia lo mismo. Que quiere decir tocar el suelo con las manos. Que no es, como el caminar, un movimiento sano y articulado y vertical. Que es retroceder en el tiempo, invadir la infancia o la sinrazón. Balbucir. Trastabillar. Que es quebrarse, entiéndase. Decir: Aquí. Decir: Duele. Repetirlo. Que significa no me levantaré. Que es pedir que regresen vivas, gatear. Tú ganas. Entiéndase.
c.
El que reza se postra. El que ruega. El que pide: que regresen vivas. El que murmura: que encuentren el camino a casa, que me oigan, que despavoridas no. El que mueve los labios tan suavemente tan dulcemente tan silenciosamente. Lo contrario de la confesión es la dádiva. Lo contrario de la uña.
d.
El que continúa rezando a través del cuerpo, bajo la bóveda, dentro del cejo. Véase genuflexión, adoración, reverencia. Véase miedo. Siéntase el terror. Habría que entender algo. Mirar las manos vacías, por ejemplo. Sentir el peso del cuerpo que no está. Rasguñar que es gruñir con los dedos. Tiritar. Zaherir. Un muro también es una cosa hecha de sereno.
e.
El que pide o los que piden. Los que se unen para tomarse de las manos y orar. Rogar es una acción infinita. La madre que ve a través del velo de su hija. La hermana que espera. Un tío o un primo que se parten. Un círculo espectral. Habrá que desenterrar una puerta en el centro del muro. Una perilla en el margen de un rectángulo. Una llave diminuta. Una alcantarilla. La mano, que confía. El paso, que se da.
f.
Caer, que siempre es volver a caer. La repetición como el eco o la sombra del eco o la mancha de la sombra del eco. Ayer encendí cuatrocientos veinticinco velas. Consumir es una forma de producir tiempo. Esta es la cera con la que rehago tu cuello, tu boca, tu pelo.
g.
Habrá que entender algo o ver algo o definitivamente caer de bruces sobre algo. La fe es cosa de muros o ciegos. El que susurra: que regresen vivas. Que vuelvan. El que le da la vuelta a la llave. El que pregunta: ¿Quién está?
--crg
Tuesday, December 14, 2010
SUEÑO SERIAL II
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Houston, como todo lo demás, había cambiado. Reconocí algunas calles del centro, especialmente el bar donde acostumbraba beber los mejores martinis secos del mundo preparados, aún 7 años después, por la misma Amanda —una mesera algo guapa con la que se podía platicar a gusto. Reconocí el sinuoso camino que bordeaba el bayou donde amigos de toda confianza, aunque algo pachecos, aseguraban que habían visto cocodrilos o, al menos, grandes lagartos oscuros. Reconocí el Mais, ese restaurante vietnamita donde sostuve incontables reuniones nada clandestinas con furibundos izquierdistas norteamericanos y senegaleses y filipinos que querían aprender español. Todo lo demás, incluido mi barrio Normal, se veía distinto. Las casas eran más ostentosas y, sin sorpresa alguna, cada vez menos de los años 20 y más de los 90 (todo esto en el siglo XX). Ya no estaba el Reddie Room —donde alguna vez escuché, acaso con demasiado bourbon en las venas, a John Lee Hooker— ni el otro bar de la esquina donde un marzo de 13 o 14 años atrás tuve a bien bailar al compás de la música de Uncle Tupelo —todo esto por menos de cinco dólares y celebrando un cumpleaños. Era, como se sabe, otro mundo. Era, como se sabe, un mundo que, eventualmente, se convirtió en un mundo de mis sueños.
En todo eso pensaba mientras mi amigo manejaba lentamente, comentando los cambios más espectaculares del barrio y, también, los menos espectaculares. Cruzamos los rieles que, para entonces, ya no conducían a tren alguno sobre sus lomos. Y pasamos frente a la casa que alguna vez había sido mía y que, todavía protegida por la fronda de un fresno enorme y rodeada por las hojas iridiscentes de los viñedos, ocupaba entera una esquina. Como le había cedido la casa a una izquierdista lesbiana de radicales tendencias ecológicas, no me sorprendió en lo absoluto ver a las gallinas que, en contra de las leyes de la ciudad seguramente, vivían en lo que alguna vez fue mi hortaliza. Aún adornaba el porche de los años 20s esa bandera verde-blanca-roja con la que había pretendido ser nacionalista y la roja que indicaba mis proclividades políticas. Y seguían en pie los tendederos que los vecinos alguna vez habían calificado de “naturales” y que yo utilizaba como herramienta contra las nuevas tecnologías. Me imaginé, sin dificultad alguna, viviendo ahí por cuatro años aunque, claro está, sin gallinas. Oí, como oía entonces, ese sonido recatado y feroz de las plantas cuando crecen de noche.
Avanzamos a vuelta de rueda justo antes de que un sentimentalismo atroz me obligara a llorar. Y entonces, para absoluta sorpresa mía, reconocí la esquina que, en mi sueño del barrio de Normal, nunca había podido cruzar. Era una esquina como cualquier otra —había comercios y casas y gente y anuncios y postes del alumbrado público —cuya única seña de identidad era que, en cada uno de los sueños que componían el sueño serial del barrio de Normal, nunca había podido ver más allá de ella. Esa esquina se había convertido en mi límite onírico. Esa esquina era mi verdadera frontera. Mi abismo. Mi desconocimiento.
Emocionada, le pedí a mi amigo que no se detuviera, que la cruzara, que fuera más allá. Mi amigo, que me tenía aprecio, lo hizo no sin dejar de espiarme con el rabillo del ojo derecho. Yo sabía que se preguntaba con insistencia qué era exactamente lo que había encontrado pero, por ser gringo y amigo mío y por tenerme aprecio, no se iba a atrever a preguntármelo. En lugar de interrumpirme, avanzó. Y cruzó la esquina. Y siguió manejando. Y entramos, así, en el Más-Allá-de-la Esquina del No-Hay-Más-Allá. Yo lo veía todo con ojos de red. Lo espiaba todo con una avidez que sólo me conozco a ratos. No escuchaba nada más ni veía nada más ni imaginaba nada más. Estaba ahí, en el presente, sin ambages. Completa. Abierta al mensaje importantísimo y secreto que el sueño serial había decidido guardarse. Y avanzamos por minutos enteros así, en silencio. En la más total de las expectativas. Yo contenía la respiración y, mi amigo, por pura empatía, supongo que hacía lo mismo. No fue sino hasta quince minutos después que, irritada y dolida, susurré:
—Pero si aquí no hay nada.
Mi amigo se volvió a verme con algo de preocupación en el rostro porque el barrio donde manejábamos era ciertamente anodino y sin carácter alguno pero sólo con dificultad o con un sentido alterado de lo real podía asegurarse que no había nada ahí.
—Pensé que querías ver esto —me dijo con su docta voz de historiador urbano—, lo construyeron justo después de que te fuiste. Aquí sólo había maleza antes, ¿te acuerdas?
Le iba a pedir que me hablara de la maleza ésa que, por supuesto, no recordaba, pero entonces me di cuenta de que no tenía caso. Y, en lugar de guardar silencio, que es lo que uno debe hacer cuando algo sagrado o incomprensible realmente sucede, platiqué de otras cosas como si nada hubiera pasado. Mi amigo, porque me tenía aprecio, hizo lo mismo. Así llegamos al restaurante donde los investigadores que habían logrado sobrevivir a las bajísimas temperaturas de los auditorios universitarios festejaban ya el encuentro. Tomamos bourbon y, mientras no los oía, me dediqué a escuchar la voz de John Lee Hooker en ese lugar de mi cabeza que se seguía llamando el Reddie Room. Me paré una vez más en mi esquina y, justo cuando iba a dar el paso que me llevaría irremediablemente a cruzarla, me detuve. En seco.
—Por esto escribo —me dije, entre resignada y alerta, aceptando lo inaceptable y, al mismo tiempo, exigiendo lo imposible. Inmóvil.
—Nunca hay nada ¿verdad? —me susurró el amigo que me tenía aprecio mientras sonreía y bajaba la vista como si lo que acababa de decir le diera vergüenza.
—No, nunca —le aseguré muy lentamente, enunciando con cuidado cada consonante y cada vocal de cada palabra, luciendo de esa manera el luto que ya le empezaba a guardar al sueño que, estuve segura en ese momento, no regresaría más—. Nunca hay nada.
Luego tomé otro trago de bourbon. Miré el techo. Y seguí escuchando la voz de John Lee. Supuse que por eso, entre otras cosas, escribo. Por ese instante. Por esa nada.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Houston, como todo lo demás, había cambiado. Reconocí algunas calles del centro, especialmente el bar donde acostumbraba beber los mejores martinis secos del mundo preparados, aún 7 años después, por la misma Amanda —una mesera algo guapa con la que se podía platicar a gusto. Reconocí el sinuoso camino que bordeaba el bayou donde amigos de toda confianza, aunque algo pachecos, aseguraban que habían visto cocodrilos o, al menos, grandes lagartos oscuros. Reconocí el Mais, ese restaurante vietnamita donde sostuve incontables reuniones nada clandestinas con furibundos izquierdistas norteamericanos y senegaleses y filipinos que querían aprender español. Todo lo demás, incluido mi barrio Normal, se veía distinto. Las casas eran más ostentosas y, sin sorpresa alguna, cada vez menos de los años 20 y más de los 90 (todo esto en el siglo XX). Ya no estaba el Reddie Room —donde alguna vez escuché, acaso con demasiado bourbon en las venas, a John Lee Hooker— ni el otro bar de la esquina donde un marzo de 13 o 14 años atrás tuve a bien bailar al compás de la música de Uncle Tupelo —todo esto por menos de cinco dólares y celebrando un cumpleaños. Era, como se sabe, otro mundo. Era, como se sabe, un mundo que, eventualmente, se convirtió en un mundo de mis sueños.
En todo eso pensaba mientras mi amigo manejaba lentamente, comentando los cambios más espectaculares del barrio y, también, los menos espectaculares. Cruzamos los rieles que, para entonces, ya no conducían a tren alguno sobre sus lomos. Y pasamos frente a la casa que alguna vez había sido mía y que, todavía protegida por la fronda de un fresno enorme y rodeada por las hojas iridiscentes de los viñedos, ocupaba entera una esquina. Como le había cedido la casa a una izquierdista lesbiana de radicales tendencias ecológicas, no me sorprendió en lo absoluto ver a las gallinas que, en contra de las leyes de la ciudad seguramente, vivían en lo que alguna vez fue mi hortaliza. Aún adornaba el porche de los años 20s esa bandera verde-blanca-roja con la que había pretendido ser nacionalista y la roja que indicaba mis proclividades políticas. Y seguían en pie los tendederos que los vecinos alguna vez habían calificado de “naturales” y que yo utilizaba como herramienta contra las nuevas tecnologías. Me imaginé, sin dificultad alguna, viviendo ahí por cuatro años aunque, claro está, sin gallinas. Oí, como oía entonces, ese sonido recatado y feroz de las plantas cuando crecen de noche.
Avanzamos a vuelta de rueda justo antes de que un sentimentalismo atroz me obligara a llorar. Y entonces, para absoluta sorpresa mía, reconocí la esquina que, en mi sueño del barrio de Normal, nunca había podido cruzar. Era una esquina como cualquier otra —había comercios y casas y gente y anuncios y postes del alumbrado público —cuya única seña de identidad era que, en cada uno de los sueños que componían el sueño serial del barrio de Normal, nunca había podido ver más allá de ella. Esa esquina se había convertido en mi límite onírico. Esa esquina era mi verdadera frontera. Mi abismo. Mi desconocimiento.
Emocionada, le pedí a mi amigo que no se detuviera, que la cruzara, que fuera más allá. Mi amigo, que me tenía aprecio, lo hizo no sin dejar de espiarme con el rabillo del ojo derecho. Yo sabía que se preguntaba con insistencia qué era exactamente lo que había encontrado pero, por ser gringo y amigo mío y por tenerme aprecio, no se iba a atrever a preguntármelo. En lugar de interrumpirme, avanzó. Y cruzó la esquina. Y siguió manejando. Y entramos, así, en el Más-Allá-de-la Esquina del No-Hay-Más-Allá. Yo lo veía todo con ojos de red. Lo espiaba todo con una avidez que sólo me conozco a ratos. No escuchaba nada más ni veía nada más ni imaginaba nada más. Estaba ahí, en el presente, sin ambages. Completa. Abierta al mensaje importantísimo y secreto que el sueño serial había decidido guardarse. Y avanzamos por minutos enteros así, en silencio. En la más total de las expectativas. Yo contenía la respiración y, mi amigo, por pura empatía, supongo que hacía lo mismo. No fue sino hasta quince minutos después que, irritada y dolida, susurré:
—Pero si aquí no hay nada.
Mi amigo se volvió a verme con algo de preocupación en el rostro porque el barrio donde manejábamos era ciertamente anodino y sin carácter alguno pero sólo con dificultad o con un sentido alterado de lo real podía asegurarse que no había nada ahí.
—Pensé que querías ver esto —me dijo con su docta voz de historiador urbano—, lo construyeron justo después de que te fuiste. Aquí sólo había maleza antes, ¿te acuerdas?
Le iba a pedir que me hablara de la maleza ésa que, por supuesto, no recordaba, pero entonces me di cuenta de que no tenía caso. Y, en lugar de guardar silencio, que es lo que uno debe hacer cuando algo sagrado o incomprensible realmente sucede, platiqué de otras cosas como si nada hubiera pasado. Mi amigo, porque me tenía aprecio, hizo lo mismo. Así llegamos al restaurante donde los investigadores que habían logrado sobrevivir a las bajísimas temperaturas de los auditorios universitarios festejaban ya el encuentro. Tomamos bourbon y, mientras no los oía, me dediqué a escuchar la voz de John Lee Hooker en ese lugar de mi cabeza que se seguía llamando el Reddie Room. Me paré una vez más en mi esquina y, justo cuando iba a dar el paso que me llevaría irremediablemente a cruzarla, me detuve. En seco.
—Por esto escribo —me dije, entre resignada y alerta, aceptando lo inaceptable y, al mismo tiempo, exigiendo lo imposible. Inmóvil.
—Nunca hay nada ¿verdad? —me susurró el amigo que me tenía aprecio mientras sonreía y bajaba la vista como si lo que acababa de decir le diera vergüenza.
—No, nunca —le aseguré muy lentamente, enunciando con cuidado cada consonante y cada vocal de cada palabra, luciendo de esa manera el luto que ya le empezaba a guardar al sueño que, estuve segura en ese momento, no regresaría más—. Nunca hay nada.
Luego tomé otro trago de bourbon. Miré el techo. Y seguí escuchando la voz de John Lee. Supuse que por eso, entre otras cosas, escribo. Por ese instante. Por esa nada.
--crg
Friday, December 10, 2010
Thursday, December 09, 2010
HOY EN LOS MOCHIS
12:00
Charla en Universidad Autónoma Indígena de México (UAIM)
19:00
PRESENTACIÓN
La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General, México 1910-1930.
Comentarios de Elizabeth Moreno
Feria del Libro de Los Mochis
Sala General de la Sede Oficial
(Plazuela 27 de Septiembre)
Puesn.
--crg
12:00
Charla en Universidad Autónoma Indígena de México (UAIM)
19:00
PRESENTACIÓN
La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General, México 1910-1930.
Comentarios de Elizabeth Moreno
Feria del Libro de Los Mochis
Sala General de la Sede Oficial
(Plazuela 27 de Septiembre)
Puesn.
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Wednesday, December 08, 2010
TELEGRAMA 1.5 PARA DOS INCREÍBLEMENTE PEQUEÑAS FORAJIDAS
[El texto se escribirá a doble renglón entre líneas y en mayúscula sostenida/ No se deberán dividir silábicamente las palabras/ Se deberán eliminar palabras innecesarias como: artículos, conjunciones y preposiciones /Se usarán términos enclíticos, como "solicítole", "agradecémosle"/ Se deberá, en lo posible, utilizar palabras que no pasen de 10 caracteres].
DICEN VIÉRONLAS PADECER HAMBRE FRÍO SOLEDAD. DICEN VIÉRONLAS BAILAR FUMAR REIR. DICEN VIÉRONLAS CALLAR INMÓVILES OTRO LADO VENTANA. DICEN VIÉRONLAS CORRER DESPAVORIDAS HUIR. DICEN VIÉRONLAS CAER ABISMO CAJUELA TUMBA. DICEN TANTAS COSAS. REGRESEN. PONGAN GRITO EN EL CIELO EN EL CUERPO EN EL ÁRBOL. SIGAN INSTRUCCIONES CAMINO A CASA. ESPÉROLAS ORILLA MÁS LEJANA: AQUÍ. EL PAÍS DESAPARECIDO DESAPARECIENDO. QUIÉROLAS.
--crg
[El texto se escribirá a doble renglón entre líneas y en mayúscula sostenida/ No se deberán dividir silábicamente las palabras/ Se deberán eliminar palabras innecesarias como: artículos, conjunciones y preposiciones /Se usarán términos enclíticos, como "solicítole", "agradecémosle"/ Se deberá, en lo posible, utilizar palabras que no pasen de 10 caracteres].
DICEN VIÉRONLAS PADECER HAMBRE FRÍO SOLEDAD. DICEN VIÉRONLAS BAILAR FUMAR REIR. DICEN VIÉRONLAS CALLAR INMÓVILES OTRO LADO VENTANA. DICEN VIÉRONLAS CORRER DESPAVORIDAS HUIR. DICEN VIÉRONLAS CAER ABISMO CAJUELA TUMBA. DICEN TANTAS COSAS. REGRESEN. PONGAN GRITO EN EL CIELO EN EL CUERPO EN EL ÁRBOL. SIGAN INSTRUCCIONES CAMINO A CASA. ESPÉROLAS ORILLA MÁS LEJANA: AQUÍ. EL PAÍS DESAPARECIDO DESAPARECIENDO. QUIÉROLAS.
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A MANIFESTO, A NEOCONFESSION, A NEW ROMANCE
De Franciszka Voeltz: Manifesto of the Naïve/ Confessions of the Neoconfessionalists/ a Design for the New Romance
Y, ya ahí, pasen a visitar uno de los múltiples detalles de su: Detail Collector
--crg
De Franciszka Voeltz: Manifesto of the Naïve/ Confessions of the Neoconfessionalists/ a Design for the New Romance
Y, ya ahí, pasen a visitar uno de los múltiples detalles de su: Detail Collector
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SIN CONCESIONES AL STATUS QUO
Comentario de Yanet Aguilar sobre Óyeme con los ojos. De Sor Juana al Siglo XXI. 21 Escritoras Revolucionarias de Patricia Rosas Lopátegui.
Vale la pena hincarle el diente a esta antología. No se la pierdan.
--crg
Comentario de Yanet Aguilar sobre Óyeme con los ojos. De Sor Juana al Siglo XXI. 21 Escritoras Revolucionarias de Patricia Rosas Lopátegui.
Vale la pena hincarle el diente a esta antología. No se la pierdan.
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Tuesday, December 07, 2010
SUEÑO SERIAL I
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Se dice que es a causa de la lectura. Se dice que todo se debe a un cierto, aunque perverso, gusto por las largas horas solitarias. Se dice, de manera insistente, que está relacionada con la timidez. Se dice que ciertas personas nacen con esa facilidad o con esa fatalidad o que en muchos casos está presente la miopía. Yo creo que la respuesta más básica y, tal vez por eso, la más verdadera, tiene que ver con un peculiar desencanto por lo real. Se escribe, esa actividad por demás inexplicable, porque la realidad molesta o hiere o no alcanza o abruma. De ahí parte todo. Sin ese elemento central, sin ese peculiar desembonamiento, ni la lectura ni la timidez ni el gusto ni la facilidad o fatalidad hubieran sido posibles. Sin eso, quiero decir, no existiría la escritura. Y alguien a quien no le gusta la realidad terminará siempre, sin alternativa alguna, poniéndole una atención acaso desmedida a los sueños.
Yo escribo, luego entonces le pongo una atención desmedida a mis sueños.
Todavía no los redacto en el momento del despertar ni los llevo como piedra preciosa al diván de analista alguno, pero no lo puedo evitar: les pongo atención. Una atención, ciertamente, desmedida. Tengo sueños largos y llenos de anécdotas como una telenovela. Y sueños que, de tan abruptos, me despiertan con gritos que se originan en otros mundos fantasmáticos. Tengo sueños en blanco y negro y sueños en technicolor. Hay sueños a los que me mudo por día enteros, viviendo una vida que bien pudo haber sido mía si no hubiera estado soñando. Tengo, incluso, sueños seriales que me visitan detrás de los párpados de manera recurrente aunque nunca regular. Sé que se trata del mismo sueño por razones que sólo son explicables dentro del sueño mismo—una cierta estrategia narrativa, algunos colores, alguna textura, ciertas frases, algún asomo de geografía. El caso es que a esos sueños no sólo los reconozco cuando llegan sino que también los añoro cuando no llegan y los lloro, como si se trataran de un ser querido, cuando se acaban. El sueño de la calle Normal fue, de entre todos, el más constante. Por años. Cuando llegaba, lo recibía como a un pariente muy querido con quien hubiera sostenido una conversación fundamental que, por razones fuera de nuestro control, había sido interrumpida. Quiero decir que, cuando llegaba, le abría la puerta de mi inconsciente, y más a menudo de mi inconsciencia, y me abocaba a disfrutar sus mensajes como un drogadicto frente al fix en turno.
Por razones que no puedo ni siquiera avizorar, tal vez por puro amor a la paradoja o por esa costumbre que me obliga a llevarle la contraria a todo lo que veo y oigo y siento, he vivido en dos ocasiones en barrios que sustentan el nada evocativo nombre de Normal—en Houston era Normal Heights y, en San Diego, Normal Heights. Las gemelas malditas. Mi sueño de la calle de Normal se sucedía, de esa manera brumosa y algo rara en que se suceden los sueños, en el barrio de Houston donde se erguían grandes casonas victorianas construidas en los años 20s a base del dinero producto del algodón o, según me dicen, petrodólares tempranos, aunque también en base a esa idea algo edulcorada de la grandiosidad sureña. Se trata, aún ahora, de casas de dos plantas con amplios porches fresquísimos y techos de dos aguas. A los costados de pequeñas callecitas sin banquetas, cruzado aquí y allá por rieles melancólicos, y poblado, así mismo, por oscuros bares donde tocaban jazz, el barrio de Normal era bastante normal fuera del sueño. En el sueño, sin embargo, el barrio era otra cosa. Había grandes aves metafísicas que sobrevolaban, negras, el desastre del tiempo. Había retorcidos encinos y rozagantes plantas de mariguana y flores de la pasión. Había centros comerciales siempre cerrados y estacionamientos permanentemente vacíos. Había tragaperras con luces espectaculares. Y caminatas infinitas que siempre, sin variación alguna, terminaban en una cierta esquina. Se trataba, estoy segura, de la Esquina del No-Hay-Más-Allá.
Soñé este sueño por años enteros, sabiendo sólo a medias que se llevaba a cabo, por supuesto, en el barrio Normal de Houston. Esto no lo vine a saber a ciencia cierta sino hasta el fatídico o bendito día, según se interprete, en que tuve que regresar. Todo esto 7 años más tarde. Asistía a una reunión académica a mediados de marzo. Atosigada por las temperaturas congelantes de los auditorios donde nos dábamos a la tarea de hablar sobre el estado actual de la historiografía moderna de México mientras nos titiritaban los dientes de una manera algo violenta, aunque no sólo por eso, me vi obligada a dejar los recintos donde se llevaba a cabo la reunión porque ya empezaba a toser. Estaba lista para enfrentar la humedad salvaje del trópico tejano pero, cuando un amigo de tiempo atrás se ofreció a manejar por la ciudad, acepté de inmediato porque la humedad era verdaderamente salvaje y, sin metáfora alguna, le pertenecía al trópico.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Se dice que es a causa de la lectura. Se dice que todo se debe a un cierto, aunque perverso, gusto por las largas horas solitarias. Se dice, de manera insistente, que está relacionada con la timidez. Se dice que ciertas personas nacen con esa facilidad o con esa fatalidad o que en muchos casos está presente la miopía. Yo creo que la respuesta más básica y, tal vez por eso, la más verdadera, tiene que ver con un peculiar desencanto por lo real. Se escribe, esa actividad por demás inexplicable, porque la realidad molesta o hiere o no alcanza o abruma. De ahí parte todo. Sin ese elemento central, sin ese peculiar desembonamiento, ni la lectura ni la timidez ni el gusto ni la facilidad o fatalidad hubieran sido posibles. Sin eso, quiero decir, no existiría la escritura. Y alguien a quien no le gusta la realidad terminará siempre, sin alternativa alguna, poniéndole una atención acaso desmedida a los sueños.
Yo escribo, luego entonces le pongo una atención desmedida a mis sueños.
Todavía no los redacto en el momento del despertar ni los llevo como piedra preciosa al diván de analista alguno, pero no lo puedo evitar: les pongo atención. Una atención, ciertamente, desmedida. Tengo sueños largos y llenos de anécdotas como una telenovela. Y sueños que, de tan abruptos, me despiertan con gritos que se originan en otros mundos fantasmáticos. Tengo sueños en blanco y negro y sueños en technicolor. Hay sueños a los que me mudo por día enteros, viviendo una vida que bien pudo haber sido mía si no hubiera estado soñando. Tengo, incluso, sueños seriales que me visitan detrás de los párpados de manera recurrente aunque nunca regular. Sé que se trata del mismo sueño por razones que sólo son explicables dentro del sueño mismo—una cierta estrategia narrativa, algunos colores, alguna textura, ciertas frases, algún asomo de geografía. El caso es que a esos sueños no sólo los reconozco cuando llegan sino que también los añoro cuando no llegan y los lloro, como si se trataran de un ser querido, cuando se acaban. El sueño de la calle Normal fue, de entre todos, el más constante. Por años. Cuando llegaba, lo recibía como a un pariente muy querido con quien hubiera sostenido una conversación fundamental que, por razones fuera de nuestro control, había sido interrumpida. Quiero decir que, cuando llegaba, le abría la puerta de mi inconsciente, y más a menudo de mi inconsciencia, y me abocaba a disfrutar sus mensajes como un drogadicto frente al fix en turno.
Por razones que no puedo ni siquiera avizorar, tal vez por puro amor a la paradoja o por esa costumbre que me obliga a llevarle la contraria a todo lo que veo y oigo y siento, he vivido en dos ocasiones en barrios que sustentan el nada evocativo nombre de Normal—en Houston era Normal Heights y, en San Diego, Normal Heights. Las gemelas malditas. Mi sueño de la calle de Normal se sucedía, de esa manera brumosa y algo rara en que se suceden los sueños, en el barrio de Houston donde se erguían grandes casonas victorianas construidas en los años 20s a base del dinero producto del algodón o, según me dicen, petrodólares tempranos, aunque también en base a esa idea algo edulcorada de la grandiosidad sureña. Se trata, aún ahora, de casas de dos plantas con amplios porches fresquísimos y techos de dos aguas. A los costados de pequeñas callecitas sin banquetas, cruzado aquí y allá por rieles melancólicos, y poblado, así mismo, por oscuros bares donde tocaban jazz, el barrio de Normal era bastante normal fuera del sueño. En el sueño, sin embargo, el barrio era otra cosa. Había grandes aves metafísicas que sobrevolaban, negras, el desastre del tiempo. Había retorcidos encinos y rozagantes plantas de mariguana y flores de la pasión. Había centros comerciales siempre cerrados y estacionamientos permanentemente vacíos. Había tragaperras con luces espectaculares. Y caminatas infinitas que siempre, sin variación alguna, terminaban en una cierta esquina. Se trataba, estoy segura, de la Esquina del No-Hay-Más-Allá.
Soñé este sueño por años enteros, sabiendo sólo a medias que se llevaba a cabo, por supuesto, en el barrio Normal de Houston. Esto no lo vine a saber a ciencia cierta sino hasta el fatídico o bendito día, según se interprete, en que tuve que regresar. Todo esto 7 años más tarde. Asistía a una reunión académica a mediados de marzo. Atosigada por las temperaturas congelantes de los auditorios donde nos dábamos a la tarea de hablar sobre el estado actual de la historiografía moderna de México mientras nos titiritaban los dientes de una manera algo violenta, aunque no sólo por eso, me vi obligada a dejar los recintos donde se llevaba a cabo la reunión porque ya empezaba a toser. Estaba lista para enfrentar la humedad salvaje del trópico tejano pero, cuando un amigo de tiempo atrás se ofreció a manejar por la ciudad, acepté de inmediato porque la humedad era verdaderamente salvaje y, sin metáfora alguna, le pertenecía al trópico.
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Sunday, December 05, 2010
PEQUEÑA TRADUCCIÓN DEL MEDIODÍA
[mientras escuchaba a Róisín Murphy]
El problema es llegar a saber dentro de un sueño. En el mío
la otra gente dormía y soñaba. Alguien estaba roncando.
El problema estaba doblado cuidadosamente sobre sí mismo como un pájaro de origami.
Se proveyeron las herramientas. Por ejemplo:
una casa de piedra caliza, un paquete de alfileres rectos
y un sarcófago de piedra.
El origami es una adivinanza. Los pliegues son aproximaciones.
El resultado tiene buena forma. La certeza puede doblarse
a modo de pájaro sin plumas. Aventado al aire, puede no volar
pero pudiera quedarse suspendido allá por unos segundos
y cagar sobre las piedras
antes de ser derribado con los alfileres.
Es del todo posible que la casa del sueño no sea en realidad
una casa, pero el pájaro, la roca doblada.
Los alfileres causan indigestión y el sarcófago,
un mueble empotrado que es parte de la anatomía.
La parte más difícil es reducir el sarcófago
hasta que su tamaño sea el de una pequeña caja de joyas,
y luego hacer malabares con el pájaro y los alfileres,
tan rápido como para que formen un círculo
sin causar ni un moretón, ni un piquete de alfiler o una cortada de papel.
Brevemente, nada tiene peso sobre las manos sino que vuela por el aire.
Kate Hall, "El sueño de la certeza", The Certainty Dream, 65.
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[mientras escuchaba a Róisín Murphy]
El problema es llegar a saber dentro de un sueño. En el mío
la otra gente dormía y soñaba. Alguien estaba roncando.
El problema estaba doblado cuidadosamente sobre sí mismo como un pájaro de origami.
Se proveyeron las herramientas. Por ejemplo:
una casa de piedra caliza, un paquete de alfileres rectos
y un sarcófago de piedra.
El origami es una adivinanza. Los pliegues son aproximaciones.
El resultado tiene buena forma. La certeza puede doblarse
a modo de pájaro sin plumas. Aventado al aire, puede no volar
pero pudiera quedarse suspendido allá por unos segundos
y cagar sobre las piedras
antes de ser derribado con los alfileres.
Es del todo posible que la casa del sueño no sea en realidad
una casa, pero el pájaro, la roca doblada.
Los alfileres causan indigestión y el sarcófago,
un mueble empotrado que es parte de la anatomía.
La parte más difícil es reducir el sarcófago
hasta que su tamaño sea el de una pequeña caja de joyas,
y luego hacer malabares con el pájaro y los alfileres,
tan rápido como para que formen un círculo
sin causar ni un moretón, ni un piquete de alfiler o una cortada de papel.
Brevemente, nada tiene peso sobre las manos sino que vuela por el aire.
Kate Hall, "El sueño de la certeza", The Certainty Dream, 65.
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PEQUEÑA TRADUCCIÓN MATUTINA CUATRO
Queridos ocupantes del bosque de los cerillos,
estamos haciéndonos más altos. Enciendo la carne asada de mi amigo
al rozar una simple idea contra
mi paisaje visible. Ocupantes,
sé que están pensando
si dejamos las ramas con las hojas
podrían crecer hasta ser lo suficientemente grandes
para que nuestros autobuses pasen a través de ellas.
Pero esto tomaría un tiempo que tal vez
no tengamos. El mundo
se está reduciendo conforme el universo se expande,
y recuerden, es posible
prenderle fuego a todo eso,
y entonces hacer que produzca semillas en la ceniza.
Queridos ocupantes de las cajas de mudanza,
hay días en que olvido
que ustedes tienen que vivir también aquí, en estos cubos
de cartón, revueltos junto con lámparas
que no funcionan. Todo está etiquetado pero
como hemos usado las cajas una y otra vez, los objetos en la lista
no son los que están dentro. Así que, ocupantes, estoy perdiendo
la fe. Los que me ayudan a mudarme están en movimiento también.
Ustedes han visto que se puede inundar un sótano.
He buscado a Santo Tomás como uno buscaría
a un plomero. Y sufro de mareos.
Recuérdenme que vivo aquí, aún si
no vivo. Dejen que se pierda la arquitectura.
Si la luna debe ser un péndulo,
dejen que el reflejo permanezca inmóvil.
Queridos ocupantes del tiempo y del espacio,
sujetos a leyes causales, estoy escapando
a través de una ventana rota,
allá donde las estrellas están, viendo hacia adentro
de mí a través de mí. Hace frío.
Estos son regalos más bien extraños. A mi amigo le di
hipotermia. Llevábamos puestos trajes de astronauta
atados por cuerdas atadas a
objetos flotantes. Le pasé los cristales de hielo
a través de esta composición. Ocupantes, el alma
está haciendo demasiadas preguntas. Quiere
saber si tiene una bella forma. Y no
sé qué responderle.
Kate Hall, "Recuérdenme para qué es la luz", The Certainty Dream, 33-34.
--crg
Queridos ocupantes del bosque de los cerillos,
estamos haciéndonos más altos. Enciendo la carne asada de mi amigo
al rozar una simple idea contra
mi paisaje visible. Ocupantes,
sé que están pensando
si dejamos las ramas con las hojas
podrían crecer hasta ser lo suficientemente grandes
para que nuestros autobuses pasen a través de ellas.
Pero esto tomaría un tiempo que tal vez
no tengamos. El mundo
se está reduciendo conforme el universo se expande,
y recuerden, es posible
prenderle fuego a todo eso,
y entonces hacer que produzca semillas en la ceniza.
Queridos ocupantes de las cajas de mudanza,
hay días en que olvido
que ustedes tienen que vivir también aquí, en estos cubos
de cartón, revueltos junto con lámparas
que no funcionan. Todo está etiquetado pero
como hemos usado las cajas una y otra vez, los objetos en la lista
no son los que están dentro. Así que, ocupantes, estoy perdiendo
la fe. Los que me ayudan a mudarme están en movimiento también.
Ustedes han visto que se puede inundar un sótano.
He buscado a Santo Tomás como uno buscaría
a un plomero. Y sufro de mareos.
Recuérdenme que vivo aquí, aún si
no vivo. Dejen que se pierda la arquitectura.
Si la luna debe ser un péndulo,
dejen que el reflejo permanezca inmóvil.
Queridos ocupantes del tiempo y del espacio,
sujetos a leyes causales, estoy escapando
a través de una ventana rota,
allá donde las estrellas están, viendo hacia adentro
de mí a través de mí. Hace frío.
Estos son regalos más bien extraños. A mi amigo le di
hipotermia. Llevábamos puestos trajes de astronauta
atados por cuerdas atadas a
objetos flotantes. Le pasé los cristales de hielo
a través de esta composición. Ocupantes, el alma
está haciendo demasiadas preguntas. Quiere
saber si tiene una bella forma. Y no
sé qué responderle.
Kate Hall, "Recuérdenme para qué es la luz", The Certainty Dream, 33-34.
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PEQUEÑA TRADUCCIÓN MATUTINA TRES
Cuando abro el cierre de la maleta,
salen camiones de volteo de juguete
y crecen hasta el tamaño de lo terrible.
Se ven exentos de duda.
¿Cuál es el signo de la desoledad?
Hago inventario: un par de anteojos y
la maleta vacía dentro de la cual me arrastro
para salvarme de la maquinaria pesada.
Cada vez que asomo la cabeza,
todavía me llevan
por la costa en mi propio vehículo
como un pedazo de material de construcción
o una carga de escombros para enarbolar y luego depositar.
Cuento los pájaros mainás en lo alto
como minutos. Pero no son
mainás de verdad. En la caja de descarga vacía, no son
ni siquiera hermosos, ni siquiera exactamente
pájaros; son demasiado oscuros y distantes
en el horizonte. Si pudiera usar mis camiones de volteo
para llenar de carbón la vastedad del océano,
me dirigiría a una pequeña isla. No habría
espacio entre ésta y donde estamos.
Kate Hall, "Dirección hidráulica", The Certainty Dream, 54.
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Cuando abro el cierre de la maleta,
salen camiones de volteo de juguete
y crecen hasta el tamaño de lo terrible.
Se ven exentos de duda.
¿Cuál es el signo de la desoledad?
Hago inventario: un par de anteojos y
la maleta vacía dentro de la cual me arrastro
para salvarme de la maquinaria pesada.
Cada vez que asomo la cabeza,
todavía me llevan
por la costa en mi propio vehículo
como un pedazo de material de construcción
o una carga de escombros para enarbolar y luego depositar.
Cuento los pájaros mainás en lo alto
como minutos. Pero no son
mainás de verdad. En la caja de descarga vacía, no son
ni siquiera hermosos, ni siquiera exactamente
pájaros; son demasiado oscuros y distantes
en el horizonte. Si pudiera usar mis camiones de volteo
para llenar de carbón la vastedad del océano,
me dirigiría a una pequeña isla. No habría
espacio entre ésta y donde estamos.
Kate Hall, "Dirección hidráulica", The Certainty Dream, 54.
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PEQUEÑA TRADUCCIÓN MATUTINA DOS
En las iglesias oscuras, ciertas cajas
permanecen selladas. Soy una de esas turistas
que al ser detenidas ante lo incorruptible
por un barandal de hierro, empujan
con tal de echar un vistazo a la pequeña ventana
por la que no se puede ver nada.
No hay nadie cerca de las velas de la oración.
Hemos prendido el fuego de nuestros deseos
y ellos emiten mucha luz.
En una pausa comercial empiezo a desear
que gane el equipo de voleibol azul.
Si lo hacen, el punto final
será anotado así: la pelota es un rayo blanco
justo sobre la línea y nadie
se mueve para recibirla.
Si juegan otra vez, no será hoy.
Hoy tengo muchas cosas que contestar.
Quince personas están saltando pero quince más están llorando
y sólo las separa una membrana muy fina.
Espero que algo en esa caja sellada
compense por todo esto. ¿Es un corazón de verdad?
Un corazón real apestaría
y se pudriría y se haría pedazos. Atrás de nosotros, el fuego
está absorbiendo los deseos. Está derritiendo
los pilares sobre los que descansan.
Kate Hall, "Un tour rápido por la catedral", The Certainty Dream, 14.
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En las iglesias oscuras, ciertas cajas
permanecen selladas. Soy una de esas turistas
que al ser detenidas ante lo incorruptible
por un barandal de hierro, empujan
con tal de echar un vistazo a la pequeña ventana
por la que no se puede ver nada.
No hay nadie cerca de las velas de la oración.
Hemos prendido el fuego de nuestros deseos
y ellos emiten mucha luz.
En una pausa comercial empiezo a desear
que gane el equipo de voleibol azul.
Si lo hacen, el punto final
será anotado así: la pelota es un rayo blanco
justo sobre la línea y nadie
se mueve para recibirla.
Si juegan otra vez, no será hoy.
Hoy tengo muchas cosas que contestar.
Quince personas están saltando pero quince más están llorando
y sólo las separa una membrana muy fina.
Espero que algo en esa caja sellada
compense por todo esto. ¿Es un corazón de verdad?
Un corazón real apestaría
y se pudriría y se haría pedazos. Atrás de nosotros, el fuego
está absorbiendo los deseos. Está derritiendo
los pilares sobre los que descansan.
Kate Hall, "Un tour rápido por la catedral", The Certainty Dream, 14.
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PEQUEÑA TRADUCCIÓN MATUTINA
Te vi viendo tus caballos de miniatura,
tu bote modelo con su pequeño timón del capitán.
Debiste hacerte aún más pequeño para caber
en ese espacio. Yo debí hacerlo. En cierto punto
estaba en la popa y tú estabas solo
en la proa con tu caleidoscopio.
Hicimos desfilar demasiadas cosas vivas
en esos navíos diminutos. Pudimos haber creado nuevas especies
con tanto hacinamiento. Estábamos ocupados en la cubierta,
temerosos de abrir esa puerta de madera. Los leones
podrían ser los mismos viejos leones que han poblado cada sabana
y estábamos listos para algo nuevo.
Pensamos que avistamos tierra. Queríamos tierra.
Kate Hall, "Estamos ocupados escribiendo animales", The Certainty Dream, 11.
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Te vi viendo tus caballos de miniatura,
tu bote modelo con su pequeño timón del capitán.
Debiste hacerte aún más pequeño para caber
en ese espacio. Yo debí hacerlo. En cierto punto
estaba en la popa y tú estabas solo
en la proa con tu caleidoscopio.
Hicimos desfilar demasiadas cosas vivas
en esos navíos diminutos. Pudimos haber creado nuevas especies
con tanto hacinamiento. Estábamos ocupados en la cubierta,
temerosos de abrir esa puerta de madera. Los leones
podrían ser los mismos viejos leones que han poblado cada sabana
y estábamos listos para algo nuevo.
Pensamos que avistamos tierra. Queríamos tierra.
Kate Hall, "Estamos ocupados escribiendo animales", The Certainty Dream, 11.
--crg
Saturday, December 04, 2010
PEQUEÑA TRADUCCIÓN NOCTURNA DOS
1.
aquí es donde la garganta cede y el talón de Aquiles
vislumbramos nuestro perro negro en la orilla del bosque
tratamos de no mirar fijamente
sus costillas están justificadas, sus huesos de la cadera
esta es la versión en la que aguantas el universo
construyes el esqueleto de un animal
le infundes vida a los huesos secos
aquí es donde quiero que vacíes tus bolsillos
esta es la versión en la que te aproximas a través del campo
y ésta es donde nos vamos gentilmente
y ésta es donde nos sacas los intestinos y nos acaricias el cabello
y ésta es por donde gotea el agua
2.
ésta es donde la garganta cede y el talón de Aquiles
donde no quiero que tú respires sobre mí
la bola del mecate y el caballo se convierten en una sola cosa
ésta es donde me peso en la balanza y me encuentro deficiente
esta es la versión en la que el león está rondando la casa
dime por qué piensas que somos un díptico
dímelo otra vez
ésta es donde nos arrinconamos en una esquina
y ésta es donde le ofreces un fémur al perro, le abres un agujero en la cabeza
y aquí es donde nos asomamos
y ésta es donde vemos al perro arrastrarse a ciegas
Kate Hall, "Esta es una carta sueño", The Certainty Dream, 48-49.
--crg
1.
aquí es donde la garganta cede y el talón de Aquiles
vislumbramos nuestro perro negro en la orilla del bosque
tratamos de no mirar fijamente
sus costillas están justificadas, sus huesos de la cadera
esta es la versión en la que aguantas el universo
construyes el esqueleto de un animal
le infundes vida a los huesos secos
aquí es donde quiero que vacíes tus bolsillos
esta es la versión en la que te aproximas a través del campo
y ésta es donde nos vamos gentilmente
y ésta es donde nos sacas los intestinos y nos acaricias el cabello
y ésta es por donde gotea el agua
2.
ésta es donde la garganta cede y el talón de Aquiles
donde no quiero que tú respires sobre mí
la bola del mecate y el caballo se convierten en una sola cosa
ésta es donde me peso en la balanza y me encuentro deficiente
esta es la versión en la que el león está rondando la casa
dime por qué piensas que somos un díptico
dímelo otra vez
ésta es donde nos arrinconamos en una esquina
y ésta es donde le ofreces un fémur al perro, le abres un agujero en la cabeza
y aquí es donde nos asomamos
y ésta es donde vemos al perro arrastrarse a ciegas
Kate Hall, "Esta es una carta sueño", The Certainty Dream, 48-49.
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PEQUEÑA TRADUCCIÓN NOCTURNA
Aquí una niña hace relojes.
Cuando llegue su tiempo,
los pondré a
funcionar. Un chico llega
en una minivan azul.
Haré de su motor
un metrónomo. La niña
lo oye. Deja caer las manos
que está tratando de sujetar. Con el tiempo,
haré que repiqueteen
contra el suelo, que aterricen aquí
y que descansen.
Aquí haré entonces que el chico pierda
una sandalia en el lodo. Sí.
Haré que la niña duerma
en un campo de amapolas.
Sí haré
que se ahoguen en una inundación.
Sí.
Kate Hall, "Time/Tiempo," The Certainty Dream, 57.
--crg
Aquí una niña hace relojes.
Cuando llegue su tiempo,
los pondré a
funcionar. Un chico llega
en una minivan azul.
Haré de su motor
un metrónomo. La niña
lo oye. Deja caer las manos
que está tratando de sujetar. Con el tiempo,
haré que repiqueteen
contra el suelo, que aterricen aquí
y que descansen.
Aquí haré entonces que el chico pierda
una sandalia en el lodo. Sí.
Haré que la niña duerma
en un campo de amapolas.
Sí haré
que se ahoguen en una inundación.
Sí.
Kate Hall, "Time/Tiempo," The Certainty Dream, 57.
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LAS HERRAMIENTAS DE TRABAJO
Una pantalla. Un montón de minúsculas. Una parvada de comas y otra de puntos y comas. Un teclado. Un ejército de puntos. Pause:Park:Fourtet. Una ráfaga constante de espacios en blanco. Un rebaño de eñes. Una MacBook Pro. Un cardumen de adjetivos y otro de adverbios y aún otro de gerundios. Una conexión. La más flagrante electricidad. Una manada entera de sustantivos. Pause:Park:Fourtet. Un corrillo de verbos regulares y otro de verbos irregulares. Una cafetera Cuisinart, automatic grind and brew thermal. Una lluvia de diéresis. Todos estos papeles. Pause:Park:Fourtet. 100% arabica whole bean coffee; dark roast. La luz de diciembre sobre el lado inconfesable de la mesa. Una mesa. Una silla. Y los pájaros que van y, luego, regresan. Una ventana por la cual ver.
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Una pantalla. Un montón de minúsculas. Una parvada de comas y otra de puntos y comas. Un teclado. Un ejército de puntos. Pause:Park:Fourtet. Una ráfaga constante de espacios en blanco. Un rebaño de eñes. Una MacBook Pro. Un cardumen de adjetivos y otro de adverbios y aún otro de gerundios. Una conexión. La más flagrante electricidad. Una manada entera de sustantivos. Pause:Park:Fourtet. Un corrillo de verbos regulares y otro de verbos irregulares. Una cafetera Cuisinart, automatic grind and brew thermal. Una lluvia de diéresis. Todos estos papeles. Pause:Park:Fourtet. 100% arabica whole bean coffee; dark roast. La luz de diciembre sobre el lado inconfesable de la mesa. Una mesa. Una silla. Y los pájaros que van y, luego, regresan. Una ventana por la cual ver.
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Thursday, December 02, 2010
DOS LECTURAS DE LA CASTAÑEDA. NARRATIVAS DOLIENTES DESDE EL MANICOMIO GENERAL, MÉXICO 1910-1930
Revista de la Universidad de México: Un diagnóstico a través de la mirada de Claudia Guillén
Letras Libres, Noviembre 2010: El lenguaje del sufrimiento de Pablo Duarte.
Y una invitación a seguir leyendo Nadie me verá llorar: Matilda de María Torres Ponce en Milenio, sección cultura.
--crg
Revista de la Universidad de México: Un diagnóstico a través de la mirada de Claudia Guillén
Letras Libres, Noviembre 2010: El lenguaje del sufrimiento de Pablo Duarte.
Y una invitación a seguir leyendo Nadie me verá llorar: Matilda de María Torres Ponce en Milenio, sección cultura.
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