CONTRA LA CALIDAD LITERARIA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Pretender discernir la así llamada calidad literaria de un texto digital utilizando las normas y rituales que emergieron históricamente para analizar textos impresos en papel es como pedirle al chico salvaje e intenso que sea tu novio, con la secreta y malévola intención de que pronto se convierta en el señor de la casa. O viceversa. Tanto forma como contenido constituyen una unidad dinámica, definida por una serie de interdependencias mutuas, de ahí que el medio o soporte en que se escribe un texto importe, y mucho. No digo nada nuevo cuando digo que ningún texto brota de la nada. Por más genial que sea su autor, la elaboración de un texto involucra la participación del cuerpo y de la serie de tecnologías—del rudimentario cincel al ordenador contemporáneo, pasando por el multifacético lápiz—que hacen posible la existencia concreta de la escritura. Esas tecnologías y esos cuerpos son ciertamente históricos, productos sin duda de contextos volátiles y jerárquicos en los que la escritura ha jugado papeles distintos. No es del todo sorpresivo que una época de cambios radicales, como la que vivimos ahora en pos de la revolución digital, ocasione ansiedad y desconfianza entre los voceros del status quo. Es la voz de esta ola de neoconservadores la que se alza cada vez que se esgrime, como si fuera esencial y no histórico, natural y no contingente, el escabroso asunto de la calidad de lo literario.
Tal como lo argumenta John Gillory en Cultural Capital: The Problem of Literary Canon Formation, la literatura en cuanto tal surgió hacia finales del siglo XVIII para darle nombre al capital cultural de la burguesía. Con el término “literario” se describía, así, una forma de escritura históricamente determinada y culturalmente significativa. Aunque a lo largo del XIX y por la mayor parte del XX la categoría de lo literario fungió como un principio organizativo dominante en la formación del canon, su poder hegemónico decayó hacia fines del XX e inicios del XXI. Son varias las razones de este declive pero Gillory enumera, al menos para el caso de Inglaterra, tres: la institucionalización del inglés vernáculo en las escuelas primarias del siglo XVIII; la polémica a favor de la nueva crítica modernista instituida en las universidades; y la aparición de una teoría del canon que suplementó el currículum literario en las escuelas de posgrado. La literatura, pues, no es un sinónimo de buena escritura o de escritura de calidad. La literatura es el nombre que se la ha dado a una cierta forma de escritura que se publicó en papel, usualmente en la forma de libros, y que se constituyó en elemento hegemónico para la formación de cánones a lo largo del periodo moderno. Si una forma de escritura no es literaria sólo quiere decir, luego entonces, que es producto de otra era histórica y de prácticas tanto sociales como tecnológicas distintas a las dominantes durante la modernidad. No quiere decir que su calidad sea mayor o menor, sino que responde a condiciones y expectativas de suyo distintas. Y, como tales, habrá que aprender a leerlas.
La calidad, definida como el conjunto de propiedades que permiten juzgar el valor de algo, no es, por otra parte, inherente al texto. No hay nada, de hecho, inherente al texto. No hay nada que venga del texto sin que esto haya sido invocado por el lector. Mejor dicho: lo único inherente al texto es su cualidad alterada. El texto no dice ni se dice; el texto se da, lo que, en este caso, significa que se da a leer. El texto se produce ahí donde se erigen el tú y el yo. El texto existe cuando es leído y es justo entonces, en esa relación dinámica y crítica, que existe su valor. Como argumentaba Charles Bernstein respecto a la tan polémica definición de lo que es o no la poesía en uno de los capítulos que componen The Attack of the Difficult Poem, “un poema es una construcción verbal designada como poema. La designación de un texto como poema incita una cierta forma de lectura pero no nos dice nada acerca de la calidad del trabajo”. Lo mismo podría argumentarse para lo literario. Sólo una visión esencialista y, por lo tanto, ahistórica, haría de lo literario un sinónimo de calidad. Sólo una visión conservadora, es decir, atada fuertemente al estado de las cosas y las jerarquías propias de esas cosas, querría la repetición incesante de sólo un modo de producir textualidad.
¿Por qué habría de pedírsele a todo texto que parezca como si hubiera sido escrito con la tecnología y los estándares de conducta de sus congéneres del XIX? Pues porque una pequeña elite temerosa de perder los cotos de poder que refrenda su estética lo sigue argumentado aquí y allá en la plaza pública. Por mi parte, estoy convencida de que todo mundo tiene derecho a seguir escribiendo su versión propia del texto del XIX, ciertamente. Lo que esos neoconservadores no pueden hacer ya es esgrimir una noción de lo literario, que es histórica y contingente, como si se tratara de un estándar natural o intrínseco a toda forma de escritura. Seguiré siendo una admiradora de Dostoievsky hasta el último de mis días y, con seguridad, parte de mi trabajo seguirá produciéndose en papel, pero de la misma manera me entusiasman, y mucho, las posibilidades de acción que traen al oficio de escribir las transformaciones tecnológicas de hoy. Investigar esas posibilidades junto a una comunidad activa y vociferante que ha tomado a las plataformas digitales por asalto es uno de las alternativas más interesantes actualmente, entre otras cosas porque no hay reglas escritas, porque las estamos haciendo todos en el día a día. Si, como dijo Gertrude Stein, la única obligación del escritor es producirse como contemporáneo de su época, explorar las distintas formas de composición de una era es más una vocación crítica que una opción basada en el mero gusto personal.
Cito lo que Kathy Acker dijo en “Writing, Identity, and the Copyright in the Net Age,” cuando digo que “necesitamos recobrar esa energía que la gente tiene, como escritor y como lector, cuando envía por primera vez un e-mail por internet; cuando descubre que puede escribir cualquier cosa, hasta las más personales, incluso para alguien a quien no conoce. Cuando descubre que los que no se conocen pueden, sin embargo, comunicarse”. En eso andan, produciendo ese diálogo, desde Kenneth Goldsmith (Uncreative Writing. Managing Language in the Digital Era) hasta Vicente Luis Mora (El lectoespectador), desde Vanessa Place (Notes on Conceptualisms) hasta Damián Tabarosvsky (La literatura de izquierda). Y eso, francamente, me parece más interesante que andar midiendo qué texto se parece más al texto del XIX que el temeroso censor neoconservador guarda en su cabeza.
--crg
Saturday, January 28, 2012
DOLERSE DESDE EL PLANETA ELLAS
Dolerse, textos desde un país herido, por Cristina Rivera Garza (Sur+). Un libro que debería ser de lectura obligatoria para todos los habitantes de este país sangrante. La imprescindible autora de Verde Shangai nos invita a “desdeñar la apatía hacia el sufrimiento humano, ante el desmoronamiento de nuestra propia tragedia”. Crónicas sobre la violencia en uno de los mejores trabajos de la gran autora mexicana.
El artículo completo aquí: Los diez mejores libros mexicanos de Planeta Ellas.
--crg
Dolerse, textos desde un país herido, por Cristina Rivera Garza (Sur+). Un libro que debería ser de lectura obligatoria para todos los habitantes de este país sangrante. La imprescindible autora de Verde Shangai nos invita a “desdeñar la apatía hacia el sufrimiento humano, ante el desmoronamiento de nuestra propia tragedia”. Crónicas sobre la violencia en uno de los mejores trabajos de la gran autora mexicana.
El artículo completo aquí: Los diez mejores libros mexicanos de Planeta Ellas.
--crg
Thursday, January 26, 2012
Tuesday, January 24, 2012
NO SÉ SI MIS NUBES TE ALCANCEN
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Sus palabras vienen del exilio. Don Mee Choi nació en Corea del Sur en 1962 y llegó a los 19 años a Estados Unidos, luego de una estancia en Hong Kong. Su primer libro de poesía —que va del fragmento al verso, de la nota suelta al párrafo completo— interroga esta experiencia desde el punto de vista más íntimo de la historia personal pero también desde la crítica acérrima e inteligente al neocolonialismo y sus sintaxis. A veces, el que se va deja a un gemelo imaginario en su lugar. A veces, cuando la poesía lo hace posible, estos dos intercambian mensajes que, con suerte y gracias a Action Books que publicó este libro en el 2010, podemos leer. Aquí va una traducción de “Un viaje de la neocolonia a la Colonia”, en The Morning News Is Exciting! (Action Books, 2010), p. 81-85.
Se fue a Hong Kong en 1972. Tenía diez años y entonces sólo hablaba coreano. Imaginó que había dos de ella. Me imaginó. Yo crecí en Corea del Sur mientras que ella crecía en Hong Kong. Yo me quedo donde estoy.
Mi mensaje para ti:
Me quedé atrás. El hogar es una cosa en capas.
Tu mensaje para mí:
El té verde es la norma y no se le añade nada más. En la economía de la Colonia es esencial que se aproveche cualquier oportunidad para darse a conocer. Si vienes de una neocolonia desconocida, entonces eres nada y así permanecerás hasta la fecha de tu partida. Toma un trago y quédate cerca de tus familiares. Tu equipaje pronto absorberá la niebla. Al transbordador en que viajas le depara una sorpresa —Té y los Ingleses. Ahora resulta evidente que la Colonia espera poder mantener a su creciente población en un estándar de vida razonable. Tu lengua es optativa. Es ideal para tu nueva situación doméstica: un departamento de tres recámaras con un balcón lo suficientemente grande para ti y tu tristeza. Todos admiramos la vista al puerto. No busques árboles ni sus flores. Los gorriones dejarán de gorjear después del crepúsculo. No te dejes enterrar por tu abrigo. No hay inviernos aquí. Por supuesto que puedes estar desolada. Esa es la Ley. Establecer residencia en una Colonia usualmente implica una cierta seguridad e incertidumbre. Toma otro trago. El té verde es la norma y no se le añade nada más. No te dejes embaucar por la ausencia de un toque de queda. Sabemos que la distancia es abrumadora. Ese es un aspecto esencial de la Colonia. Si vienes de una neocolonia desconocida, es necesario que te identifiques. No nos interesa. Aquí apreciamos el crecimiento rápido.
Mi mensaje para ti:
La hogar es una cosa en capas. Vivo como si no te hubieras ido nunca. Vivo en la casa en que naciste y hablo tu lengua optativa. Aquí sí hay inviernos. Me pongo seguido tu bufanda de listones y los guantes rojos. Te imagino de niña. Tú tienes una vista al puerto y yo una al río. La distancia es abrumadora. Se ha registrado un cambio en la Ley. La ley de 1972 ratifica la ley de 1961. ¿Qué pide la Ley? Estamos desoladas. Tu madre envió la maleta con la ropa usada. Me pongo tus vestidos sin mangas y huelo tu niebla. Mis gorriones no tienen ningún lugar al cual ir. No sé si mis nubes te alcancen o no. Te imagino de niña. Espero tu regreso.
Tu mensaje para mí:
Sé de la nostalgia. Es inimaginable e involucra a la comunidad de alguna manera. Empieza con una familia en la distancia. La seguridad no es nada. Partir no es nada. La Colonia es algo pero la neocolonia no es nada. El invierno no es nada; sin embargo, la Ley es algo. El caso es que estás desolada. La ideología es una cosa en capas. La Colonia es espacial. Una teoría descriptiva, que le llaman. La cena, el alimento más importante del día, que originalmente se tomaba a mediodía, y que gradualmente empezó a tomarse más tarde, no se empezó a servir entre las 3 y 4 de la tarde sino hasta el siglo XVIII. A media tarde se sirve el té, la hora de las visitas decentes. Tu familia se puede sentir incómoda en la mesa. Ahora los separan las sillas. Ahora duermen separados del suelo, bajo sábanas removibles. Y sueñas en capas: la montaña, el mar, el río, el puente, y el transbordador se traslapan, se doblan, y parten. Es posible que tu lengua optativa se deforme. A tu madre puede aquejarla un mal —el precio de tener un mundo interior. Quitarse los zapatos al entrar en casa está bien, pero no es apropiado hacerlo frente a la Ley. El hogar es nada y esa nada eres tú. Las nubes desaparecen con el tiempo. Debes soportar la distancia. La niebla es tu hogar.
Mi mensaje para ti:
Te fuiste. Por favor, regresa. Tengo tu peine. Sé de la nostalgia. Se abre como el paraguas de mamá. Juego a vestir a tus muñecas de papel, el clóset dibujado a lápiz. Camino despacio sobre el puente, tu horquilla para el pelo en mi pelo. El río tiene las aguas revueltas. Arrojo mis brazos y me quito los zapatos. Soy ninguna. Por favor, regresa. Tengo tu peine. Deprímete. Desaparece. Dile que no a la cena y a la niebla.
Tu mensaje para mí:
Olvidar es maravilloso y la noria de mi padre no tiene fondo. Freud dice: la manera en que se desarrollan la tradición nacional y la memoria de la niñez de cada individuo podría llegar a ser totalmente análoga. En efecto, alguna alta autoridad puede cambiar el objetivo de resistir por el de recordar. La locura puede ser una forma de resistencia. Olvidar es maravilloso y la noria de mi padre no tiene fondo. Para poder recordar un incidente doloroso para la sensibilidad nacional, la agencia psíquica de base tiene que resistir a la alta autoridad. Sin embargo, esto va contra la Ley. Té y recuerdos falsos. ¿Qué es más adorable? ¿La Colonia o la neocolonia? El cambio en el objetivo es menor. Olvida algo y, luego, recuerda cualquier otra cosa. Lo más adorable es el inconsciente, es tan vívido. En defensa de la paramnesia de la nación, el té debe servirse a todas horas. Migración, ¡mi nación! La familia en la distancia debe estar separada por un océano. La cercanía puede provocar accesos de nacionalismo. Obedece tus obsesiones de orden. La soledad de la niñez puede cambiar de objetivo. La soledad de la nación es una falsa categoría. Sé un fraude. Sé la Ley.
Mi mensaje para ti:
¿Estás triste? No estoy enojada. Te sentaste sobre el regazo de tu padre. 1972 fue el año de tu partida. Me acuerdo de tu falda de flores y tus shorts, la horquilla en tu cabello. La Ley se estaba acercando y tú te estabas alejando. Mis nubes te persiguieron. ¿Eres adorable? Yo soy tan vívida. Mis gorriones viajan sobre el océano a través de la noche y recuerdan tus flores. No soy tierra baldía. Yo sigo.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Sus palabras vienen del exilio. Don Mee Choi nació en Corea del Sur en 1962 y llegó a los 19 años a Estados Unidos, luego de una estancia en Hong Kong. Su primer libro de poesía —que va del fragmento al verso, de la nota suelta al párrafo completo— interroga esta experiencia desde el punto de vista más íntimo de la historia personal pero también desde la crítica acérrima e inteligente al neocolonialismo y sus sintaxis. A veces, el que se va deja a un gemelo imaginario en su lugar. A veces, cuando la poesía lo hace posible, estos dos intercambian mensajes que, con suerte y gracias a Action Books que publicó este libro en el 2010, podemos leer. Aquí va una traducción de “Un viaje de la neocolonia a la Colonia”, en The Morning News Is Exciting! (Action Books, 2010), p. 81-85.
Se fue a Hong Kong en 1972. Tenía diez años y entonces sólo hablaba coreano. Imaginó que había dos de ella. Me imaginó. Yo crecí en Corea del Sur mientras que ella crecía en Hong Kong. Yo me quedo donde estoy.
Mi mensaje para ti:
Me quedé atrás. El hogar es una cosa en capas.
Tu mensaje para mí:
El té verde es la norma y no se le añade nada más. En la economía de la Colonia es esencial que se aproveche cualquier oportunidad para darse a conocer. Si vienes de una neocolonia desconocida, entonces eres nada y así permanecerás hasta la fecha de tu partida. Toma un trago y quédate cerca de tus familiares. Tu equipaje pronto absorberá la niebla. Al transbordador en que viajas le depara una sorpresa —Té y los Ingleses. Ahora resulta evidente que la Colonia espera poder mantener a su creciente población en un estándar de vida razonable. Tu lengua es optativa. Es ideal para tu nueva situación doméstica: un departamento de tres recámaras con un balcón lo suficientemente grande para ti y tu tristeza. Todos admiramos la vista al puerto. No busques árboles ni sus flores. Los gorriones dejarán de gorjear después del crepúsculo. No te dejes enterrar por tu abrigo. No hay inviernos aquí. Por supuesto que puedes estar desolada. Esa es la Ley. Establecer residencia en una Colonia usualmente implica una cierta seguridad e incertidumbre. Toma otro trago. El té verde es la norma y no se le añade nada más. No te dejes embaucar por la ausencia de un toque de queda. Sabemos que la distancia es abrumadora. Ese es un aspecto esencial de la Colonia. Si vienes de una neocolonia desconocida, es necesario que te identifiques. No nos interesa. Aquí apreciamos el crecimiento rápido.
Mi mensaje para ti:
La hogar es una cosa en capas. Vivo como si no te hubieras ido nunca. Vivo en la casa en que naciste y hablo tu lengua optativa. Aquí sí hay inviernos. Me pongo seguido tu bufanda de listones y los guantes rojos. Te imagino de niña. Tú tienes una vista al puerto y yo una al río. La distancia es abrumadora. Se ha registrado un cambio en la Ley. La ley de 1972 ratifica la ley de 1961. ¿Qué pide la Ley? Estamos desoladas. Tu madre envió la maleta con la ropa usada. Me pongo tus vestidos sin mangas y huelo tu niebla. Mis gorriones no tienen ningún lugar al cual ir. No sé si mis nubes te alcancen o no. Te imagino de niña. Espero tu regreso.
Tu mensaje para mí:
Sé de la nostalgia. Es inimaginable e involucra a la comunidad de alguna manera. Empieza con una familia en la distancia. La seguridad no es nada. Partir no es nada. La Colonia es algo pero la neocolonia no es nada. El invierno no es nada; sin embargo, la Ley es algo. El caso es que estás desolada. La ideología es una cosa en capas. La Colonia es espacial. Una teoría descriptiva, que le llaman. La cena, el alimento más importante del día, que originalmente se tomaba a mediodía, y que gradualmente empezó a tomarse más tarde, no se empezó a servir entre las 3 y 4 de la tarde sino hasta el siglo XVIII. A media tarde se sirve el té, la hora de las visitas decentes. Tu familia se puede sentir incómoda en la mesa. Ahora los separan las sillas. Ahora duermen separados del suelo, bajo sábanas removibles. Y sueñas en capas: la montaña, el mar, el río, el puente, y el transbordador se traslapan, se doblan, y parten. Es posible que tu lengua optativa se deforme. A tu madre puede aquejarla un mal —el precio de tener un mundo interior. Quitarse los zapatos al entrar en casa está bien, pero no es apropiado hacerlo frente a la Ley. El hogar es nada y esa nada eres tú. Las nubes desaparecen con el tiempo. Debes soportar la distancia. La niebla es tu hogar.
Mi mensaje para ti:
Te fuiste. Por favor, regresa. Tengo tu peine. Sé de la nostalgia. Se abre como el paraguas de mamá. Juego a vestir a tus muñecas de papel, el clóset dibujado a lápiz. Camino despacio sobre el puente, tu horquilla para el pelo en mi pelo. El río tiene las aguas revueltas. Arrojo mis brazos y me quito los zapatos. Soy ninguna. Por favor, regresa. Tengo tu peine. Deprímete. Desaparece. Dile que no a la cena y a la niebla.
Tu mensaje para mí:
Olvidar es maravilloso y la noria de mi padre no tiene fondo. Freud dice: la manera en que se desarrollan la tradición nacional y la memoria de la niñez de cada individuo podría llegar a ser totalmente análoga. En efecto, alguna alta autoridad puede cambiar el objetivo de resistir por el de recordar. La locura puede ser una forma de resistencia. Olvidar es maravilloso y la noria de mi padre no tiene fondo. Para poder recordar un incidente doloroso para la sensibilidad nacional, la agencia psíquica de base tiene que resistir a la alta autoridad. Sin embargo, esto va contra la Ley. Té y recuerdos falsos. ¿Qué es más adorable? ¿La Colonia o la neocolonia? El cambio en el objetivo es menor. Olvida algo y, luego, recuerda cualquier otra cosa. Lo más adorable es el inconsciente, es tan vívido. En defensa de la paramnesia de la nación, el té debe servirse a todas horas. Migración, ¡mi nación! La familia en la distancia debe estar separada por un océano. La cercanía puede provocar accesos de nacionalismo. Obedece tus obsesiones de orden. La soledad de la niñez puede cambiar de objetivo. La soledad de la nación es una falsa categoría. Sé un fraude. Sé la Ley.
Mi mensaje para ti:
¿Estás triste? No estoy enojada. Te sentaste sobre el regazo de tu padre. 1972 fue el año de tu partida. Me acuerdo de tu falda de flores y tus shorts, la horquilla en tu cabello. La Ley se estaba acercando y tú te estabas alejando. Mis nubes te persiguieron. ¿Eres adorable? Yo soy tan vívida. Mis gorriones viajan sobre el océano a través de la noche y recuerdan tus flores. No soy tierra baldía. Yo sigo.
--crg
Sunday, January 22, 2012
THE LITTLE MONSTER OF DREGS THINKS OF THE GIRL IN THE FLAMMABLE SKIRT [IN A FOREIGN TONGUE]
Me acuerdo de la muchacha de la que leí en los diarios--la de la falda en llamas. Había comprado una falda de chifón color púrpura, con muchos motivos de líneas onduladas. Se la puso para ir a una fiesta y, mientras bailaba, muy cerca de las veladoras con esencia de vainilla, de repente se incendió como una antorcha. Cuando el muchacho con el que bailaba sintió el calor y olió el aroma a plástico quemado, gritó y enrolló a la chica en llamas en la alfombra. Ella sufrió quemaduras de tercer grado por todos los muslos. Pero lo que me sigo preguntando es: durante el primer segundo, cuando empezó a sentir que su falda ardía, ¿en qué pensó ella? Antes de que supiera que era por las velas, ¿se imaginó que lo había ocasionado ella misma? Con los asombrosos giros de su cadera, y el calor de la música dentro de sí, ¿creyó ella, tan sólo por un glorioso segundo, que su pasión se había vuelto realidad?
Aimee Bender, The Girl in the Flammable Skirt, p. 180-181.
--crg
Me acuerdo de la muchacha de la que leí en los diarios--la de la falda en llamas. Había comprado una falda de chifón color púrpura, con muchos motivos de líneas onduladas. Se la puso para ir a una fiesta y, mientras bailaba, muy cerca de las veladoras con esencia de vainilla, de repente se incendió como una antorcha. Cuando el muchacho con el que bailaba sintió el calor y olió el aroma a plástico quemado, gritó y enrolló a la chica en llamas en la alfombra. Ella sufrió quemaduras de tercer grado por todos los muslos. Pero lo que me sigo preguntando es: durante el primer segundo, cuando empezó a sentir que su falda ardía, ¿en qué pensó ella? Antes de que supiera que era por las velas, ¿se imaginó que lo había ocasionado ella misma? Con los asombrosos giros de su cadera, y el calor de la música dentro de sí, ¿creyó ella, tan sólo por un glorioso segundo, que su pasión se había vuelto realidad?
Aimee Bender, The Girl in the Flammable Skirt, p. 180-181.
--crg
Thursday, January 19, 2012
EL OJO DEL CICLÓN
El álamo se sacude el cabello húmedo
frente al psiquiátrico de Ch´Dngyangni
Acaso todavía sopla el viento nocturno--
el viento entrelazado con las cabelleras de los pájaros enloquecidos
Coloco un niño en cada ventana iluminada
y dejo el hospital
el niño-del-pecho-triturado el niño-de-los-pulmones-llenos-de-piedras el niño-que-aletea-como-un-abanico-hecho-pedazos el niño-de-los-labios-pegados el niño-de-los-ojos-derretidos el niño-de-los-dientes-molidos-hasta-su-desaparición el niño-de-todas-las-costillas-rotas el niño-al-que-le-sacaron-cada-uno-de-los-cabellos especialmente-el-niño-al-que-le-extrajeron-la-sangre-y-la-tiraron-por-el-dreanje el niño-de-la-lengua-estirada-como-chicle el niño-del-cerebro-chupado-por-un gato
Los pájaros enloquecidos se colocan las coronas unos a otros
y el cielo nocturno parece redondo
Un niño pequeño se detuvo frente a la ventana de una pequeña casa en el bosque
y un conejo corrió hacia la casa, tocó a la puerta, y dijo
oigo la canción de los niños
Ayúdenos, ayúdenos
La canción que me golpea la garganta como un hipo continuo
En el centro de la mente de los pájaros enloquecidos
mis niños que quieren regresar a mi cuerpo y recostarse
la barca iluminada que carga a los niños flota silenciosamente
Kim Hyesoon, "The Eye of the Cyclone", traducido del koreano al inglés por Don Mee Choi, Fairy Tale Review. The Violet Issue (Alabama: University of Alabama Press, 2007), 60. Traducción del inglés al español por crg.
--crg
El álamo se sacude el cabello húmedo
frente al psiquiátrico de Ch´Dngyangni
Acaso todavía sopla el viento nocturno--
el viento entrelazado con las cabelleras de los pájaros enloquecidos
Coloco un niño en cada ventana iluminada
y dejo el hospital
el niño-del-pecho-triturado el niño-de-los-pulmones-llenos-de-piedras el niño-que-aletea-como-un-abanico-hecho-pedazos el niño-de-los-labios-pegados el niño-de-los-ojos-derretidos el niño-de-los-dientes-molidos-hasta-su-desaparición el niño-de-todas-las-costillas-rotas el niño-al-que-le-sacaron-cada-uno-de-los-cabellos especialmente-el-niño-al-que-le-extrajeron-la-sangre-y-la-tiraron-por-el-dreanje el niño-de-la-lengua-estirada-como-chicle el niño-del-cerebro-chupado-por-un gato
Los pájaros enloquecidos se colocan las coronas unos a otros
y el cielo nocturno parece redondo
Un niño pequeño se detuvo frente a la ventana de una pequeña casa en el bosque
y un conejo corrió hacia la casa, tocó a la puerta, y dijo
oigo la canción de los niños
Ayúdenos, ayúdenos
La canción que me golpea la garganta como un hipo continuo
En el centro de la mente de los pájaros enloquecidos
mis niños que quieren regresar a mi cuerpo y recostarse
la barca iluminada que carga a los niños flota silenciosamente
Kim Hyesoon, "The Eye of the Cyclone", traducido del koreano al inglés por Don Mee Choi, Fairy Tale Review. The Violet Issue (Alabama: University of Alabama Press, 2007), 60. Traducción del inglés al español por crg.
--crg
BLANCA NIEVES: LA HISTORIA DEL CAZADOR
Saqué el cuchillo y sostuve su cabeza
hacia atrás. Ella cerró los ojos. Un venado
atravesó el claro del bosque, se detuvo
y se dio la vuelta. Pensé
que me miraba.
Pienso que todavía me mira...
Hice un juramento:
obedecer las órdenes, sin misericordia
o placer. Incluso la parte
que podrías pensar como plancentera--
No era una niña suave. No era
ni siquiera una niña. Era mi tarea.
Cuando tomé el pulmón y el hígado
estaban tibios. Se los traje
sangrientos en una bolsa a la reina,
quien me lo agradeció y mencionó una medalla.
Esa noche dejé mis aposentos,
me agazapé en la maleza y me enfermé.
Piensa lo que quieras:
que le perdoné la vida, que cantaba
mientras mantenía la casa de siete hombrecitos.
Cree en la manzana, en el ataúd de cristal
sin su cubierta de bandera,
donde yacía
tan perfectamente preservada como Eva Perón
hasta que llegó el príncipe para llevársela.
Por supuesto que el príncipe no se la llevó
lo hicieron los sirvientes. Y cuando tropezaron
contra la cepa de un árbol--
si es que crees en la historia--el pedazo de la manzana,
atorada en su garganta, saltó,
un Heimlich mágico.
Lo puedo ver muy claramente ahora:
ella se sienta, el príncipe toma
su manecita suave, y la reina malvada
intercambia sus Ferragamos por unos tenis de hierro fundido.
Y yo recuerdo mi lugar en la historia:
dejé ir a la niña
hacia esos bosques fabulosos, en invierno,
mientras la nieve caía a nuestro alrededor,
blanca sobre su cabello negro,
blanca sobre sus azules ojos arios,
blanca sobre su bonita boca abierta.
Kim Addonizio, "Snow White: The Huntsman´s Story", Fairy Tale Review. The Violet Issue (Alabama, University of Alabama Press, 2007), 15-16. Traducción al español por crg.
--crg
Saqué el cuchillo y sostuve su cabeza
hacia atrás. Ella cerró los ojos. Un venado
atravesó el claro del bosque, se detuvo
y se dio la vuelta. Pensé
que me miraba.
Pienso que todavía me mira...
Hice un juramento:
obedecer las órdenes, sin misericordia
o placer. Incluso la parte
que podrías pensar como plancentera--
No era una niña suave. No era
ni siquiera una niña. Era mi tarea.
Cuando tomé el pulmón y el hígado
estaban tibios. Se los traje
sangrientos en una bolsa a la reina,
quien me lo agradeció y mencionó una medalla.
Esa noche dejé mis aposentos,
me agazapé en la maleza y me enfermé.
Piensa lo que quieras:
que le perdoné la vida, que cantaba
mientras mantenía la casa de siete hombrecitos.
Cree en la manzana, en el ataúd de cristal
sin su cubierta de bandera,
donde yacía
tan perfectamente preservada como Eva Perón
hasta que llegó el príncipe para llevársela.
Por supuesto que el príncipe no se la llevó
lo hicieron los sirvientes. Y cuando tropezaron
contra la cepa de un árbol--
si es que crees en la historia--el pedazo de la manzana,
atorada en su garganta, saltó,
un Heimlich mágico.
Lo puedo ver muy claramente ahora:
ella se sienta, el príncipe toma
su manecita suave, y la reina malvada
intercambia sus Ferragamos por unos tenis de hierro fundido.
Y yo recuerdo mi lugar en la historia:
dejé ir a la niña
hacia esos bosques fabulosos, en invierno,
mientras la nieve caía a nuestro alrededor,
blanca sobre su cabello negro,
blanca sobre sus azules ojos arios,
blanca sobre su bonita boca abierta.
Kim Addonizio, "Snow White: The Huntsman´s Story", Fairy Tale Review. The Violet Issue (Alabama, University of Alabama Press, 2007), 15-16. Traducción al español por crg.
--crg
Tuesday, January 17, 2012
POESÍA Y CULTURA POPULAR
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En 1980, el artista Sol LeWitt dio a conocer uno de sus dieciocho libros de artista: Autobiografía. Se trata de una colección de más de mil fotografías en blanco y negro, dispuestas en forma de cuadrícula, usualmente nueve por página, a través de las cuales se ofrece un catalogo exhaustivo de los objetos que poblaban su entorno inmediato: el estudio en 117 de Hester Street en Nueva York. En su autobiografía aparece de todo-- muebles, utensilios, grietas, enchufes, fotografías de fotografías--excepto una imagen de él propiamente dicha. Es, en este sentido, una autobiografía sin auto. O, mejor dicho, una autobiografía sin yo. Incluso mejor: cuando hojeamos Autobiography estamos frente a un recuento personalísimo, sí, pero indirecto de la vida del catalogador. Lo que se persigue, en todo caso lo que se deja ver, es el efecto que ese alguien, que esa presencia, ha dejado como marca o como mirada sobre los objetos retratados. Es, pues, un recuento íntimo realizado a través de las trazas que tal intimidad diseminó en su alrededor, marcándolo todo a su paso. El yo, de estar en algún lado, está en la vida misma de las cosas. Y, como las fotografías se presentan en un sistema antijerárquico donde todas aparentan tener el mismo valor, el yo, de encontrarse en algún lado, se encuentra en el sistema mismo que hace funcionar a esta autobiografía como un recuento de una vida.
Unas tres décadas después, pero tratando sobre todo el campo de la poesía, Marjorie Perloff notaba que las posturas críticas asociadas a la New Sentece durante las décadas de los 60s y los 70s, tuvieron como blanco una cierta poesía de fácil acceso y sintaxis plana, hecha en versos cortos que concluían, veces más o veces menos, con una especie de epifanía que, en pocas palabras, alumbraría la ruta vital del lector. Desde su punto de vista, pues, los así llamados Language Poets destruyeron esos facilismos a través de textos a los que rigió una falta de referencialidad casi programática, una distorsión sintáctica que más de las veces intentaba recordarnos la ineludible presencia del lenguaje, así como una continua decepción de las expectativas del lector. Pero tomar una posición crítica en la era de la producción digital--una era claramente post-newsentence y post-language poetry--ha requerido tomar otro tipo de riesgos o metodologías. Lo que Perloff cataloga en Unoriginal Genius: Poetry by Other Means in the New Century es una serie de elementos que se dejan reconocer ya como parte de las así llamadas escrituras conceptualistas. Tiempo después de que Barthes y Foucault prescribieran la muerte del autor, dándole la bienvenida al mismo tiempo al nacimiento del lector en tanto autoridad última respecto al texto, Perloff señala, sobre todo, al diálogo como característica principal de los textos de la resistencia en los albores del siglo XXI. Y por diálogo entiende tanto el que se establece con textos anteriores como con textos en otros medios, pero también el diálogo que se establece también en una serie de escrituras que se hacen “a través” de otros, produciendo textos ecfrásticos que permiten al poeta articularse con y participar de ciertos discursos públicos.
Menciono tanto la Autobiography de LeWitt como algunos de los elementos que Perloff reúne en su recuento teórico e histórico de las poéticas contemporáneas porque ambas visiones me permiten leer en toda su amplitud y con mayor gozo dos libros recientemente publicados en México. Se trata de Jeffery (Obra negra), de Saúl Ordóñez —un libro que obtuvo el Premio Elías Nandino en el 2011— y La radio en el pecho, de Eduardo de Gortari, ambos publicados por Tierra Adentro.
Ya hace un par de años Ordóñez había publicado un libro ecfrástico en el que un yo mediado dialogaba con ciertas obras de arte contemporáneo. En Museo vivo, Ordóñez no intentaba criticar al museo como un obstáculo arcaico contra el cual hay que manifestarse de manera directa y rígida, sino que presentaba un entendimiento del museo como marco de referencia y, aún más, como una mediación crítica que le permitía dejar atrás el papel del poeta-visionario, para convertirse en un poeta-curador. ¿Y qué cura el poeta curador? A través del ojo de las palabras, el poeta recontextualizaba y actualizaba la obra de otros, estableciendo así una relación promiscua, francamente triangular, con un espectador que también la conocía (o querría, en todo caso, conocerla). El poeta curador, que es claramente un poeta post-expresivo, curaba el rigor mortis de la lectura definitiva. Ahora, en Jeffery, Ordóñez echa mano de un caso tremendo de la nota roja para decir al cuerpo en el cuerpo. En la página 74, justo al final del libro, leemos: “Entre 1978 y 1991, Jeffrey Dahmer asesinó a 17 hombres. Practicó con ellos la necrofilia y el canibalismo, y conservó partes de sus cuerpos como trofeos. Por sus crímenes, se le conoce como el carnicero de Milwaukee”. Participando de ese discurso público del que hablaba Perloff, en este caso a través de este ejemplo de la cultura popular que es la nota roja, Ordóñez logra articular el lenguaje del asesinato con el lenguaje del amor. Lo logra porque no olvida en ningún momento el punto mismo de su imbricación: el cuerpo. Hablando en el lugar de Jeffery, o hablándole a él, o tomando el lugar de la víctima, Ordóñez construye, acaso como LeWitt, una autobiografía sin auto, un recuento personal donde el yo no es un eje sino apenas un reflejo en uno de los tantos espejos que existen en cada palabra ya de por sí citada o extraída de la lectura de un recuento popular.
Alguna vez, en una charla que ofrecía para el Laboratorio Fronterizo de Escritura, el poeta Reynaldo Jiménez se quejaba del espacio tan grande que la poesía contemporánea le había cedido a las canciones populares. Eduardo de Gortari no estaba entre los 20 o 25 participantes de ese experimento fronterizo, pero bien pudo haber estado ahí, asintiendo. En La radio en el pecho, el poeta también echa mano de un discurso público--la canción escrita en inglés por grupos de gran popularidad como Radiohead o The Beatles--para trabajar con el lenguaje y la experiencia del lenguaje. Ejerciendo la traducción en el sentido más amplio de la palabra, es decir, creando covers que no aspiran a ser las canciones mismas en otra lengua sino su extraño doble o su gemelo maldito, De Gortari actualiza y re-localiza una forma que toca a ya varias generaciones de consumidores.
Más, mucho más puede ser dicho de estos dos libros intertextuales, dialógicos, citacionales, oblicuos. Básteme decir que ambos se retiran de la falsa dicotomía que por tanto tiempo estuvo a cargo de construir los diques entre La Literatura y Lo Popular (ambas con mayúsculas). Ambos son profundamente personales sin necesidad de recurrir al yo del ego lírico. Y en ambos titubea esa huella irónica o melancólica o feroz de la persona que somos cuando leemos los diarios de reojo o escuchamos las canciones del top ten.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En 1980, el artista Sol LeWitt dio a conocer uno de sus dieciocho libros de artista: Autobiografía. Se trata de una colección de más de mil fotografías en blanco y negro, dispuestas en forma de cuadrícula, usualmente nueve por página, a través de las cuales se ofrece un catalogo exhaustivo de los objetos que poblaban su entorno inmediato: el estudio en 117 de Hester Street en Nueva York. En su autobiografía aparece de todo-- muebles, utensilios, grietas, enchufes, fotografías de fotografías--excepto una imagen de él propiamente dicha. Es, en este sentido, una autobiografía sin auto. O, mejor dicho, una autobiografía sin yo. Incluso mejor: cuando hojeamos Autobiography estamos frente a un recuento personalísimo, sí, pero indirecto de la vida del catalogador. Lo que se persigue, en todo caso lo que se deja ver, es el efecto que ese alguien, que esa presencia, ha dejado como marca o como mirada sobre los objetos retratados. Es, pues, un recuento íntimo realizado a través de las trazas que tal intimidad diseminó en su alrededor, marcándolo todo a su paso. El yo, de estar en algún lado, está en la vida misma de las cosas. Y, como las fotografías se presentan en un sistema antijerárquico donde todas aparentan tener el mismo valor, el yo, de encontrarse en algún lado, se encuentra en el sistema mismo que hace funcionar a esta autobiografía como un recuento de una vida.
Unas tres décadas después, pero tratando sobre todo el campo de la poesía, Marjorie Perloff notaba que las posturas críticas asociadas a la New Sentece durante las décadas de los 60s y los 70s, tuvieron como blanco una cierta poesía de fácil acceso y sintaxis plana, hecha en versos cortos que concluían, veces más o veces menos, con una especie de epifanía que, en pocas palabras, alumbraría la ruta vital del lector. Desde su punto de vista, pues, los así llamados Language Poets destruyeron esos facilismos a través de textos a los que rigió una falta de referencialidad casi programática, una distorsión sintáctica que más de las veces intentaba recordarnos la ineludible presencia del lenguaje, así como una continua decepción de las expectativas del lector. Pero tomar una posición crítica en la era de la producción digital--una era claramente post-newsentence y post-language poetry--ha requerido tomar otro tipo de riesgos o metodologías. Lo que Perloff cataloga en Unoriginal Genius: Poetry by Other Means in the New Century es una serie de elementos que se dejan reconocer ya como parte de las así llamadas escrituras conceptualistas. Tiempo después de que Barthes y Foucault prescribieran la muerte del autor, dándole la bienvenida al mismo tiempo al nacimiento del lector en tanto autoridad última respecto al texto, Perloff señala, sobre todo, al diálogo como característica principal de los textos de la resistencia en los albores del siglo XXI. Y por diálogo entiende tanto el que se establece con textos anteriores como con textos en otros medios, pero también el diálogo que se establece también en una serie de escrituras que se hacen “a través” de otros, produciendo textos ecfrásticos que permiten al poeta articularse con y participar de ciertos discursos públicos.
Menciono tanto la Autobiography de LeWitt como algunos de los elementos que Perloff reúne en su recuento teórico e histórico de las poéticas contemporáneas porque ambas visiones me permiten leer en toda su amplitud y con mayor gozo dos libros recientemente publicados en México. Se trata de Jeffery (Obra negra), de Saúl Ordóñez —un libro que obtuvo el Premio Elías Nandino en el 2011— y La radio en el pecho, de Eduardo de Gortari, ambos publicados por Tierra Adentro.
Ya hace un par de años Ordóñez había publicado un libro ecfrástico en el que un yo mediado dialogaba con ciertas obras de arte contemporáneo. En Museo vivo, Ordóñez no intentaba criticar al museo como un obstáculo arcaico contra el cual hay que manifestarse de manera directa y rígida, sino que presentaba un entendimiento del museo como marco de referencia y, aún más, como una mediación crítica que le permitía dejar atrás el papel del poeta-visionario, para convertirse en un poeta-curador. ¿Y qué cura el poeta curador? A través del ojo de las palabras, el poeta recontextualizaba y actualizaba la obra de otros, estableciendo así una relación promiscua, francamente triangular, con un espectador que también la conocía (o querría, en todo caso, conocerla). El poeta curador, que es claramente un poeta post-expresivo, curaba el rigor mortis de la lectura definitiva. Ahora, en Jeffery, Ordóñez echa mano de un caso tremendo de la nota roja para decir al cuerpo en el cuerpo. En la página 74, justo al final del libro, leemos: “Entre 1978 y 1991, Jeffrey Dahmer asesinó a 17 hombres. Practicó con ellos la necrofilia y el canibalismo, y conservó partes de sus cuerpos como trofeos. Por sus crímenes, se le conoce como el carnicero de Milwaukee”. Participando de ese discurso público del que hablaba Perloff, en este caso a través de este ejemplo de la cultura popular que es la nota roja, Ordóñez logra articular el lenguaje del asesinato con el lenguaje del amor. Lo logra porque no olvida en ningún momento el punto mismo de su imbricación: el cuerpo. Hablando en el lugar de Jeffery, o hablándole a él, o tomando el lugar de la víctima, Ordóñez construye, acaso como LeWitt, una autobiografía sin auto, un recuento personal donde el yo no es un eje sino apenas un reflejo en uno de los tantos espejos que existen en cada palabra ya de por sí citada o extraída de la lectura de un recuento popular.
Alguna vez, en una charla que ofrecía para el Laboratorio Fronterizo de Escritura, el poeta Reynaldo Jiménez se quejaba del espacio tan grande que la poesía contemporánea le había cedido a las canciones populares. Eduardo de Gortari no estaba entre los 20 o 25 participantes de ese experimento fronterizo, pero bien pudo haber estado ahí, asintiendo. En La radio en el pecho, el poeta también echa mano de un discurso público--la canción escrita en inglés por grupos de gran popularidad como Radiohead o The Beatles--para trabajar con el lenguaje y la experiencia del lenguaje. Ejerciendo la traducción en el sentido más amplio de la palabra, es decir, creando covers que no aspiran a ser las canciones mismas en otra lengua sino su extraño doble o su gemelo maldito, De Gortari actualiza y re-localiza una forma que toca a ya varias generaciones de consumidores.
Más, mucho más puede ser dicho de estos dos libros intertextuales, dialógicos, citacionales, oblicuos. Básteme decir que ambos se retiran de la falsa dicotomía que por tanto tiempo estuvo a cargo de construir los diques entre La Literatura y Lo Popular (ambas con mayúsculas). Ambos son profundamente personales sin necesidad de recurrir al yo del ego lírico. Y en ambos titubea esa huella irónica o melancólica o feroz de la persona que somos cuando leemos los diarios de reojo o escuchamos las canciones del top ten.
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Wednesday, January 11, 2012
PORQUE LA REALIDAD MOLESTA O HIERE O NO ALCANZA O ABRUMA
Los camaradas de la revista Litoral publican en su número de enero Sueño Serial.
Se dice que es a causa de la lectura. Se dice que todo se debe a un cierto, aunque perverso, gusto por las largas horas solitarias. Se dice, de manera insistente, que está relacionada con la timidez. Se dice que ciertas personas nacen con esa facilidad o con esa fatalidad o que en muchos casos está presente la miopía. Yo creo que la respuesta más básica y, tal vez por eso, la más verdadera, tiene que ver con un peculiar desencanto por lo real. Se escribe, esa actividad por demás inexplicable, porque la realidad molesta o hiere o no alcanza o abruma. De ahí parte todo. Sin ese elemento central, sin ese peculiar desembonamiento, ni la lectura ni la timidez ni el gusto ni la facilidad o fatalidad habrían sido posibles. Sin eso, quiero decir, no existiría la escritura. Y alguien a quien no le gusta la realidad terminará siempre, sin alternativa alguna, poniéndole una atención acaso desmedida a los sueños.
Yo escribo, luego entonces le pongo una aten- ción desmedida a mis sueños.
Todavía no los redacto en el momento del despertar ni los llevo como piedra preciosa al diván de analista alguno, pero no lo puedo evitar: les pongo atención. Una atención, ciertamente, desmedida. Tengo sueños largos y llenos de anécdotas como una telenovela. Y sueños que, de tan abruptos, me despiertan con gritos que se originan en otros mundos fantasmáticos. Tengo sueños en blanco y negro y sueños en technicolor. Hay sueños a los que me mudo por días enteros, viviendo una vida que bien pudo haber sido mía si no hubiera estado soñando. Tengo, incluso, sueños seriales que me visitan detrás de los párpados de manera recurrente aunque nunca regular. Sé que se trata del mismo sueño por razones que sólo son explicables dentro del sueño mismo —una cierta estrategia narrativa, algunos colores, alguna textura, ciertas frases, algún asomo de geografía—. El caso es que a esos sueños no sólo los reconozco cuando llegan sino que también los añoro cuando no llegan y los lloro, como si se trataran de un ser querido, cuando se acaban. El sueño de la calle Normal fue, de entre todos, el más constante. Por años.
Pueden leer el texto completo aquí, en la página 4.
--crg
Los camaradas de la revista Litoral publican en su número de enero Sueño Serial.
Se dice que es a causa de la lectura. Se dice que todo se debe a un cierto, aunque perverso, gusto por las largas horas solitarias. Se dice, de manera insistente, que está relacionada con la timidez. Se dice que ciertas personas nacen con esa facilidad o con esa fatalidad o que en muchos casos está presente la miopía. Yo creo que la respuesta más básica y, tal vez por eso, la más verdadera, tiene que ver con un peculiar desencanto por lo real. Se escribe, esa actividad por demás inexplicable, porque la realidad molesta o hiere o no alcanza o abruma. De ahí parte todo. Sin ese elemento central, sin ese peculiar desembonamiento, ni la lectura ni la timidez ni el gusto ni la facilidad o fatalidad habrían sido posibles. Sin eso, quiero decir, no existiría la escritura. Y alguien a quien no le gusta la realidad terminará siempre, sin alternativa alguna, poniéndole una atención acaso desmedida a los sueños.
Yo escribo, luego entonces le pongo una aten- ción desmedida a mis sueños.
Todavía no los redacto en el momento del despertar ni los llevo como piedra preciosa al diván de analista alguno, pero no lo puedo evitar: les pongo atención. Una atención, ciertamente, desmedida. Tengo sueños largos y llenos de anécdotas como una telenovela. Y sueños que, de tan abruptos, me despiertan con gritos que se originan en otros mundos fantasmáticos. Tengo sueños en blanco y negro y sueños en technicolor. Hay sueños a los que me mudo por días enteros, viviendo una vida que bien pudo haber sido mía si no hubiera estado soñando. Tengo, incluso, sueños seriales que me visitan detrás de los párpados de manera recurrente aunque nunca regular. Sé que se trata del mismo sueño por razones que sólo son explicables dentro del sueño mismo —una cierta estrategia narrativa, algunos colores, alguna textura, ciertas frases, algún asomo de geografía—. El caso es que a esos sueños no sólo los reconozco cuando llegan sino que también los añoro cuando no llegan y los lloro, como si se trataran de un ser querido, cuando se acaban. El sueño de la calle Normal fue, de entre todos, el más constante. Por años.
Pueden leer el texto completo aquí, en la página 4.
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Tuesday, January 10, 2012
LO QUE PASA ES QUE YO TRABAJO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Son numerosos los escritores que describen su encuentro con los libros de Juan Rulfo como un momento crucial de asombro y de liberación confundidas. Generalmente bien recibida por la crítica, tanto de su tiempo como después, la obra rulfiana generó especial entusiasmo entre aquellos escritores que buscaban con avidez nuevas rutas de exploración. No es de extrañarse, luego entonces, que autores tan diversos como Gabriel García Márquez o Sergio Pitol, por mencionar sólo dos, reaccionaran casi de inmediato con un gusto y un asombro irrevocables. En sus respuestas, como en tantas otras, no sólo queda la huella de la admiración que surge ante lo conocido sino también, acaso de mayor importancia, está ahí el extraño estupor que marca a las cosas hasta ese momento inconcebibles. ¿Cómo pudo un hombre de provincias, de poco menos de 40 años, casado y con hijos, que había desempeñado, además, oficios tan variados como el de agente de inmigración y agente de viajes para una compañía de neumáticos, componer un universo de escritura y de lectura tan lejano a la tradición imperante?
Acaso la respuesta a esta interrogante se encuentre en la pregunta misma: únicamente un hombre nacido lejos de la Ciudad de México, sólo de manera tangencial vinculado a los círculos literarios de la época, habituado a leer con avidez tanto dentro como fuera de los cánones establecidos, y con una rica y muy privada vida personal pudo haber trasgredido, sin afán principista alguno, los gestos automáticos de la literatura circundante, y haber puesto de manifiesto una versión resumida e íntima de las enseñanzas de la vanguardia. Porque si Rulfo es, en efecto, nuestro gran escritor experimental, habrá que decir que lo es tanto dentro del texto como fuera del mismo. Con él no sólo se inauguran o se develan rutas inéditas en el mapa literario mexicano sino que también surgen maneras singulares, maneras alejadas del ejercicio del poder cultural, de vivir esos procesos de escritura.
En el México de medio siglo, cuando escritores de la más diversa índole comprendían, y empezaban a utilizar a su favor, los beneficios de una relación estratégica con el estado, la reticencia rulfiana no deja de ser especialmente notoria. Después de todo la hegemonía del estado pos-revolucionario descansó, a decir de muchos, en el uso estratégico y más bien flexible de una arena cultural dinámica e inclusiva. Así, evadiendo tanto el margen minimalista de un Efrén Hernández como la afanosa búsqueda de prominencia de un Octavio Paz, más que encontrar el punto medio, Rulfo fundó un lugar a la vez incómodo y tangible para el escritor mexicano moderno. Una posibilidad, al menos. Notorio, sí, pero rodeado de distancias. Asequible a traducciones y reediciones, pero modesto en presentaciones públicas y contacto con los incipientes medios. Sin rechazar a instituciones y grupos culturales, pero autónomo respecto a ambos en lo concerniente a la procuración de sus medios de vida. Calificado por Vila Matas como un escritor del No, Rulfo fue tomando decisiones peculiares en tanto autor de una obra cada vez más reconocida tanto a nivel nacional como internacional. Es cierto que, a simple vista, Rulfo únicamente publicó dos libros y que, después, dejó de escribir. Pero esta realidad por todos conocida, no quiere decir que Rulfo haya dejado de producir una obra que tomó vericuetos distintos y altamente singulares para su época o para la nuestra.
Rulfo aceptó, por una parte, la afanosa ayuda de los colegas que buscaban, y conseguían, traducciones de sus libros, pero en lugar de concentrarse en la acumulación de la obra personal, editó por muchos años textos de antropología e historia para el Instituto Nacional Indigenista —un trabajo cuyas demandas al decir de biógrafos y lectores especializados no eran muchas, pero cuyo horario cumplió de manera más bien medrosa. Si esto es cierto, entonces he aquí no sólo al Rulfo que dejó de publicar, sino también, acaso sobre todo, al Rulfo editor que publicó de otra manera. Habrá que tomar en cuenta también que, en lugar de multiplicar su obra literaria como era de esperarse, Rulfo concentró sus energías en el ejercicio de la fotografía, sin dejar de lado sus incursiones en el cine. He aquí a Rulfo en su activo papel de artista visual, continuando con su producción igualmente de otra manera. En lugar de convertirse en el literato oficial del régimen, continuó con un empleo que le permitía hacerse responsable de una familia que crecía. He aquí al Rulfo de lo cotidiano. En lugar de buscar, ya activa o pasivamente, posiciones en la burocracia cultural, ejerció su gusto por la conversación y el discurrir literario en el Centro Mexicano de Escritores y en el mundo semi-privado del café y del bar. ¿Es este el Rulfo bohemio? Claro que sí y qué va. Guardando sus distancias de las canonjías oficiales, Rulfo no sólo creó una leyenda sino, sobre todo, una ética: una leyenda basada en una ética que incluía el trabajo. No por nada, en aquella famosa entrevista que concedió a la televisión española en 1977, justo cuando el periodista se esforzaba por entender los mecanismos más oscuros de su proceso creativo, Rulfo aclaró de manera sucintamente rulfiana: “Lo que pasa es que yo trabajo”. Se refería, sin lugar a dudas, a las horas que, a lo largo de su vida, fue dejando en diversas oficinas tanto de la iniciativa privada como en el Instituto Nacional Indigenista. Pero quiero creer que también hacía referencia a la interrupción que representaba ese trabajo, a las necesidades que satisfacía, a la independencia que otorgaba. Todo junto y todo a la vez. El Rulfo escritor, artista visual, editor.
Murió, me lo recuerda la fecha, hace unos 26 años. Por estos días. Va un traguito de mezcal todo discreto a su salud, cómo no.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Son numerosos los escritores que describen su encuentro con los libros de Juan Rulfo como un momento crucial de asombro y de liberación confundidas. Generalmente bien recibida por la crítica, tanto de su tiempo como después, la obra rulfiana generó especial entusiasmo entre aquellos escritores que buscaban con avidez nuevas rutas de exploración. No es de extrañarse, luego entonces, que autores tan diversos como Gabriel García Márquez o Sergio Pitol, por mencionar sólo dos, reaccionaran casi de inmediato con un gusto y un asombro irrevocables. En sus respuestas, como en tantas otras, no sólo queda la huella de la admiración que surge ante lo conocido sino también, acaso de mayor importancia, está ahí el extraño estupor que marca a las cosas hasta ese momento inconcebibles. ¿Cómo pudo un hombre de provincias, de poco menos de 40 años, casado y con hijos, que había desempeñado, además, oficios tan variados como el de agente de inmigración y agente de viajes para una compañía de neumáticos, componer un universo de escritura y de lectura tan lejano a la tradición imperante?
Acaso la respuesta a esta interrogante se encuentre en la pregunta misma: únicamente un hombre nacido lejos de la Ciudad de México, sólo de manera tangencial vinculado a los círculos literarios de la época, habituado a leer con avidez tanto dentro como fuera de los cánones establecidos, y con una rica y muy privada vida personal pudo haber trasgredido, sin afán principista alguno, los gestos automáticos de la literatura circundante, y haber puesto de manifiesto una versión resumida e íntima de las enseñanzas de la vanguardia. Porque si Rulfo es, en efecto, nuestro gran escritor experimental, habrá que decir que lo es tanto dentro del texto como fuera del mismo. Con él no sólo se inauguran o se develan rutas inéditas en el mapa literario mexicano sino que también surgen maneras singulares, maneras alejadas del ejercicio del poder cultural, de vivir esos procesos de escritura.
En el México de medio siglo, cuando escritores de la más diversa índole comprendían, y empezaban a utilizar a su favor, los beneficios de una relación estratégica con el estado, la reticencia rulfiana no deja de ser especialmente notoria. Después de todo la hegemonía del estado pos-revolucionario descansó, a decir de muchos, en el uso estratégico y más bien flexible de una arena cultural dinámica e inclusiva. Así, evadiendo tanto el margen minimalista de un Efrén Hernández como la afanosa búsqueda de prominencia de un Octavio Paz, más que encontrar el punto medio, Rulfo fundó un lugar a la vez incómodo y tangible para el escritor mexicano moderno. Una posibilidad, al menos. Notorio, sí, pero rodeado de distancias. Asequible a traducciones y reediciones, pero modesto en presentaciones públicas y contacto con los incipientes medios. Sin rechazar a instituciones y grupos culturales, pero autónomo respecto a ambos en lo concerniente a la procuración de sus medios de vida. Calificado por Vila Matas como un escritor del No, Rulfo fue tomando decisiones peculiares en tanto autor de una obra cada vez más reconocida tanto a nivel nacional como internacional. Es cierto que, a simple vista, Rulfo únicamente publicó dos libros y que, después, dejó de escribir. Pero esta realidad por todos conocida, no quiere decir que Rulfo haya dejado de producir una obra que tomó vericuetos distintos y altamente singulares para su época o para la nuestra.
Rulfo aceptó, por una parte, la afanosa ayuda de los colegas que buscaban, y conseguían, traducciones de sus libros, pero en lugar de concentrarse en la acumulación de la obra personal, editó por muchos años textos de antropología e historia para el Instituto Nacional Indigenista —un trabajo cuyas demandas al decir de biógrafos y lectores especializados no eran muchas, pero cuyo horario cumplió de manera más bien medrosa. Si esto es cierto, entonces he aquí no sólo al Rulfo que dejó de publicar, sino también, acaso sobre todo, al Rulfo editor que publicó de otra manera. Habrá que tomar en cuenta también que, en lugar de multiplicar su obra literaria como era de esperarse, Rulfo concentró sus energías en el ejercicio de la fotografía, sin dejar de lado sus incursiones en el cine. He aquí a Rulfo en su activo papel de artista visual, continuando con su producción igualmente de otra manera. En lugar de convertirse en el literato oficial del régimen, continuó con un empleo que le permitía hacerse responsable de una familia que crecía. He aquí al Rulfo de lo cotidiano. En lugar de buscar, ya activa o pasivamente, posiciones en la burocracia cultural, ejerció su gusto por la conversación y el discurrir literario en el Centro Mexicano de Escritores y en el mundo semi-privado del café y del bar. ¿Es este el Rulfo bohemio? Claro que sí y qué va. Guardando sus distancias de las canonjías oficiales, Rulfo no sólo creó una leyenda sino, sobre todo, una ética: una leyenda basada en una ética que incluía el trabajo. No por nada, en aquella famosa entrevista que concedió a la televisión española en 1977, justo cuando el periodista se esforzaba por entender los mecanismos más oscuros de su proceso creativo, Rulfo aclaró de manera sucintamente rulfiana: “Lo que pasa es que yo trabajo”. Se refería, sin lugar a dudas, a las horas que, a lo largo de su vida, fue dejando en diversas oficinas tanto de la iniciativa privada como en el Instituto Nacional Indigenista. Pero quiero creer que también hacía referencia a la interrupción que representaba ese trabajo, a las necesidades que satisfacía, a la independencia que otorgaba. Todo junto y todo a la vez. El Rulfo escritor, artista visual, editor.
Murió, me lo recuerda la fecha, hace unos 26 años. Por estos días. Va un traguito de mezcal todo discreto a su salud, cómo no.
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Sunday, January 08, 2012
Thursday, January 05, 2012
LAS AVENTURAS DE LA INCREÍBLEMENTE PEQUEÑA
¿Arte povera? ¿Desvío de lo didáctico hacia el relajo? ¿Una forma de hibridación y degradación de materiales propios y encontrados? ¿Ejemplo personal de nuevo fabulismo? Todo eso o algo así dice Jorge Carrión de un proyecto que bien podría retomar este 2012: La cuenta atrás (y I).
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¿Arte povera? ¿Desvío de lo didáctico hacia el relajo? ¿Una forma de hibridación y degradación de materiales propios y encontrados? ¿Ejemplo personal de nuevo fabulismo? Todo eso o algo así dice Jorge Carrión de un proyecto que bien podría retomar este 2012: La cuenta atrás (y I).
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Tuesday, January 03, 2012
CUATRO O CINCO COSAS QUE TAMPOCO HARÉ EN EL 2012 (Y UNA QUE SÍ)
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
1) Solía sacar buenas calificaciones en física. De hecho, me interesaba mucho la física. Llegué a pensar que, luego de estudiar lo que me apasionaba, que eran las ciencias sociales y la historia y la literatura, estudiaría física. Una segunda licenciatura, por ejemplo. O un posgrado que combinara las muchas teorías del poder, y la resistencia contra el poder; las muchas teorías del lenguaje, y los vericuetos del lenguaje, con la ciencias exactas. A qué más que la verdad: nunca pasó. Pero desde entonces, desde ese año que bien podría ser el año jaguar I, aparece en la lista de deseos de año nuevo, enclenque y avergonzado, ese deseo: este año sí seguiré deseando estudiar física. Faltaba más. Lo mismo, aunque desde tiempos más recientes, me pasa con la arquitectura. Y, a veces, con la psiquiatría.
2) ¿Quién que se respete va a la playa, especialmente a la playa que rodea a las muy frías aguas del Pacífico en el sur de California, sin un libro en la mano? Yo no, por supuesto. Todo mundo sabe que la playa se hizo para colocar una toalla sobre la arena y abrir, al ritmo de las olas, las hojas del libro. O para caminar sin rumbo, un poco después, viendo las nubes y pensando en el libro, naturalmente. Por eso nunca he aprendido a surfear, de eso me quejo todo el tiempo. Por eso me quedo viendo a los surfistas que, enfundados en largos trajes negros, se aventuran en las gélidas aguas de un océano, con una genuina combinación de admiración y de envidia. Pero este año, como desde que vivo en California, este año juro que seguiré deseando aprender a surfear. Lo que quiere decir, por supuesto, que el deseo sigue intacto y voraz y cierto.
3) De entre las muchas cosas que he leído sobre Wittgenstein, siempre me impresionó aquella historia que contó uno de sus discípulos: la tarde en que caminaban, tres de ellos, imitando las órbitas de la tierra y la luna alrededor del sol. Tres círculos en movimiento sobre una banqueta que era, por gracia de la metáfora y la complicidad, el universo. También me impresionó su viaje a lo que era entonces la URSS, sus ganas de convertirse en maestro rural (cosa que llevó a cabo) y, sobre todo, el hecho de que construyó una casa con sus propias manos. El filósofo como albañil. El hombre de letras como hombre de manos útiles. Creo recordar, si la memoria o la imaginación no me traicionan, que la casa ésa que Wittgenstein diseñó y construyó con sus propias manos y a solas está en alguna costa de Irlanda. Pues eso, desde entonces, desde que leí esa anécdota he querido construir una casa, un pequeño cuarto aunque sea, en alguna costa o a los pies de una gran montaña. Este año, sin duda. Este año sí.
4) Solía vivir en un departamento que quedaba cerca de una tapicería. Entre cafés de moda y tiendas de productos orgánicos, estaba eso que parecía una cueva o el lugar de las mil maravillas. Los tapiceros eran mexicanos. Tomaban tanto que, entre los que nos deteníamos en la banqueta para verlos trabajar, los conocíamos con el apelativo de los borrachos. Hasta ahí, hasta esa banqueta, llegaban los muebles desvencijados que días más tarde, y gracias al talento de los drunkies, salían convertidos en otra cosa. Quise tener esas sillas remodeladas y esos sofás retapizados muchas veces. La curiosidad era tanta que, con tal de verlos trabajar de cerca, compré una docena de sillas y se las llevé al taller. En lugar de irme, como todos, a esperar el milagro a otro lado, les llevé un six y les pedí un banquito y, sin preguntar siquiera, platicando de lo que hacía la familia que habían dejado atrás en Michoacán, me dediqué a verlos sin recato. Es que quiero aprender a hacer esto, les dije cuando empezaron a lanzarse miradas oblicuas entre ellos. En serio, insistí, porque no dejaron de mirarme bien raro. Mis doce sillas quedaron muy chulas, es cierto. Y todo lo demás que les he llevado. Pero este año, ahora sí, lo juro. Este año sí haré tiempo en mi agenda para seguir deseando hacer lo que ellos hacen: resucitar un objeto. Ese milagro.
5) Lo relata muy bien Henning Mankell en Zapatos italianos. Un hombre viejo, rumiando alguna culpa del pasado, vive en la isla más lejana. Hay bosques alrededor. Hay silencio. Ahí, cada mañana de invierno, el hombre se zambulle en el agua tan fría, en el agua gélida, en el agua insoportable, del mar del norte. Siempre que me entero de un nuevo grupo de gente que hace eso, zambullirse en aguas gélidas, me entra el deseo. No tengo idea de por qué, a decir verdad, ¿pero quién pudo alguna vez explicar cómo surge el deseo o a dónde va, si va? Sí, este año, que es el año del dragón, seguiré deseando tener el valor de pisar la nieve descalza, de quitarme la ropa de un tiro y de lanzarme de pies, sin pensar, conteniendo la respiración, en uno de esos lagos de aguas heladas.
6) Saqué, este año sí, mi credencial de elector. Se trata, como se sabe bien, del documento de identificación oficial que permite a los ciudadanos mexicanos presentarse legalmente a votar. Hice la larga cola y posé al final, con una sonrisa cansada, para la foto. Me tomaron las huellas digitales del caso. Contesté preguntas. Firmé papales. Votaré, claro está. Y mi candidato o candidata, por el que deseo votar, será el que presente un plan alternativo a la guerra absurda y cruel, violenta y aterradora, que sumió al 2011 en el luto colectivo. Alguien que sepa leer, no estaría mal. Alguien que sepa que el único plan que ha probado reducir los niveles de violencia de sociedades azoladas por la corrupción del poder y la saña del narco incluyó un apoyo directo y decidido a las prácticas culturales locales y autodirigidas a través de las cuales es posible recobrar el espacio público y el poder público. En efecto: lo más bello para los más humildes. No hay vuelta de hoja. No hay vuelta atrás.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
1) Solía sacar buenas calificaciones en física. De hecho, me interesaba mucho la física. Llegué a pensar que, luego de estudiar lo que me apasionaba, que eran las ciencias sociales y la historia y la literatura, estudiaría física. Una segunda licenciatura, por ejemplo. O un posgrado que combinara las muchas teorías del poder, y la resistencia contra el poder; las muchas teorías del lenguaje, y los vericuetos del lenguaje, con la ciencias exactas. A qué más que la verdad: nunca pasó. Pero desde entonces, desde ese año que bien podría ser el año jaguar I, aparece en la lista de deseos de año nuevo, enclenque y avergonzado, ese deseo: este año sí seguiré deseando estudiar física. Faltaba más. Lo mismo, aunque desde tiempos más recientes, me pasa con la arquitectura. Y, a veces, con la psiquiatría.
2) ¿Quién que se respete va a la playa, especialmente a la playa que rodea a las muy frías aguas del Pacífico en el sur de California, sin un libro en la mano? Yo no, por supuesto. Todo mundo sabe que la playa se hizo para colocar una toalla sobre la arena y abrir, al ritmo de las olas, las hojas del libro. O para caminar sin rumbo, un poco después, viendo las nubes y pensando en el libro, naturalmente. Por eso nunca he aprendido a surfear, de eso me quejo todo el tiempo. Por eso me quedo viendo a los surfistas que, enfundados en largos trajes negros, se aventuran en las gélidas aguas de un océano, con una genuina combinación de admiración y de envidia. Pero este año, como desde que vivo en California, este año juro que seguiré deseando aprender a surfear. Lo que quiere decir, por supuesto, que el deseo sigue intacto y voraz y cierto.
3) De entre las muchas cosas que he leído sobre Wittgenstein, siempre me impresionó aquella historia que contó uno de sus discípulos: la tarde en que caminaban, tres de ellos, imitando las órbitas de la tierra y la luna alrededor del sol. Tres círculos en movimiento sobre una banqueta que era, por gracia de la metáfora y la complicidad, el universo. También me impresionó su viaje a lo que era entonces la URSS, sus ganas de convertirse en maestro rural (cosa que llevó a cabo) y, sobre todo, el hecho de que construyó una casa con sus propias manos. El filósofo como albañil. El hombre de letras como hombre de manos útiles. Creo recordar, si la memoria o la imaginación no me traicionan, que la casa ésa que Wittgenstein diseñó y construyó con sus propias manos y a solas está en alguna costa de Irlanda. Pues eso, desde entonces, desde que leí esa anécdota he querido construir una casa, un pequeño cuarto aunque sea, en alguna costa o a los pies de una gran montaña. Este año, sin duda. Este año sí.
4) Solía vivir en un departamento que quedaba cerca de una tapicería. Entre cafés de moda y tiendas de productos orgánicos, estaba eso que parecía una cueva o el lugar de las mil maravillas. Los tapiceros eran mexicanos. Tomaban tanto que, entre los que nos deteníamos en la banqueta para verlos trabajar, los conocíamos con el apelativo de los borrachos. Hasta ahí, hasta esa banqueta, llegaban los muebles desvencijados que días más tarde, y gracias al talento de los drunkies, salían convertidos en otra cosa. Quise tener esas sillas remodeladas y esos sofás retapizados muchas veces. La curiosidad era tanta que, con tal de verlos trabajar de cerca, compré una docena de sillas y se las llevé al taller. En lugar de irme, como todos, a esperar el milagro a otro lado, les llevé un six y les pedí un banquito y, sin preguntar siquiera, platicando de lo que hacía la familia que habían dejado atrás en Michoacán, me dediqué a verlos sin recato. Es que quiero aprender a hacer esto, les dije cuando empezaron a lanzarse miradas oblicuas entre ellos. En serio, insistí, porque no dejaron de mirarme bien raro. Mis doce sillas quedaron muy chulas, es cierto. Y todo lo demás que les he llevado. Pero este año, ahora sí, lo juro. Este año sí haré tiempo en mi agenda para seguir deseando hacer lo que ellos hacen: resucitar un objeto. Ese milagro.
5) Lo relata muy bien Henning Mankell en Zapatos italianos. Un hombre viejo, rumiando alguna culpa del pasado, vive en la isla más lejana. Hay bosques alrededor. Hay silencio. Ahí, cada mañana de invierno, el hombre se zambulle en el agua tan fría, en el agua gélida, en el agua insoportable, del mar del norte. Siempre que me entero de un nuevo grupo de gente que hace eso, zambullirse en aguas gélidas, me entra el deseo. No tengo idea de por qué, a decir verdad, ¿pero quién pudo alguna vez explicar cómo surge el deseo o a dónde va, si va? Sí, este año, que es el año del dragón, seguiré deseando tener el valor de pisar la nieve descalza, de quitarme la ropa de un tiro y de lanzarme de pies, sin pensar, conteniendo la respiración, en uno de esos lagos de aguas heladas.
6) Saqué, este año sí, mi credencial de elector. Se trata, como se sabe bien, del documento de identificación oficial que permite a los ciudadanos mexicanos presentarse legalmente a votar. Hice la larga cola y posé al final, con una sonrisa cansada, para la foto. Me tomaron las huellas digitales del caso. Contesté preguntas. Firmé papales. Votaré, claro está. Y mi candidato o candidata, por el que deseo votar, será el que presente un plan alternativo a la guerra absurda y cruel, violenta y aterradora, que sumió al 2011 en el luto colectivo. Alguien que sepa leer, no estaría mal. Alguien que sepa que el único plan que ha probado reducir los niveles de violencia de sociedades azoladas por la corrupción del poder y la saña del narco incluyó un apoyo directo y decidido a las prácticas culturales locales y autodirigidas a través de las cuales es posible recobrar el espacio público y el poder público. En efecto: lo más bello para los más humildes. No hay vuelta de hoja. No hay vuelta atrás.
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