DESDE EL MAL DE LA TAIGA
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"De esta autora mexicana atrapan su empeño formal y su escritura, limpia y precisa, que atesora el ritmo y se apoya en los silencios y en las repeticiones. La narración está acompañada por dibujos al carboncillo de Carlos Maiques que articulan un precioso diálogo con el relato, y tiene una playlist a modo de banda sonora del libro.
En El mal de la taiga el lector queda prendado por una mezcla de misterio, imaginación y fantasía, por la invitación a un viaje hacia regiones desconocidas".
La nota completa de Diajanida Hernández G. en Literatura Iberoamericana OPSemanal
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Wednesday, June 26, 2013
DESDE EL MAL DE LA TAIGA
"Los amantes del bosque real", un comentario de Andrea Garza en Cinco Centros. Revista electrónica de los estudiantes de la FFyl-BUAP.
"Hacia los confines del mundo, quizá un poco más lejos, los amantes avanzan. Es incierto hasta dónde es necesario llegar o si existe alguna finalidad; su marcha no se detiene, por cielo, mar, tierra… bosque, la taiga. El bosque boreal que limita con la tundra, de diversidad inexistente, territorio de coníferas, paisaje homogéneo, continuo y solitario. El refugio de los amantes, el lugar de la locura. Último reducto de la pasión, el frío de la taiga".
Texto completo en Los amantes del bosque real.
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"Los amantes del bosque real", un comentario de Andrea Garza en Cinco Centros. Revista electrónica de los estudiantes de la FFyl-BUAP.
"Hacia los confines del mundo, quizá un poco más lejos, los amantes avanzan. Es incierto hasta dónde es necesario llegar o si existe alguna finalidad; su marcha no se detiene, por cielo, mar, tierra… bosque, la taiga. El bosque boreal que limita con la tundra, de diversidad inexistente, territorio de coníferas, paisaje homogéneo, continuo y solitario. El refugio de los amantes, el lugar de la locura. Último reducto de la pasión, el frío de la taiga".
Texto completo en Los amantes del bosque real.
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Tuesday, June 25, 2013
EQUIPAJES ABANDONADOS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Pocas cosas tan personales como una maleta. Por algo va cerrada. Por algo, cuando la abren ante los ojos del público en el área de registro de equipaje o en las aduanas, se produce esa ola de obscena curiosidad y esa otra ola de pudor malherido que chocan, de inmediato, en el aire apresurado de aeropuertos o estaciones de tren, de autobús. La de veces que he mirado de reojo el contenido de una valija y, luego, ya sorprendida por el contraste o ya maravillada por la coherencia, he seguido la silueta del dueño o dueña de la misma. Se trata, después de todo, del más efímero y el más portátil de los museos del yo: una selección ardua de objetos que acompañarán al errabundo muy cerca del cuerpo en ese fuera de lugar que es todo viaje, solo para terminar, con el paso del tiempo y al final del recorrido, confundidos entre los otros objetos propios de la vida sedentaria. ¡Y cómo cambia la esencia y el valor hasta del más humilde cepillo de dientes cuando se le encuentra, pensando ya que estaba perdido, dentro de una maleta!
Ese conjunto de cosas que se llevan en los viajes, que así define la Real Academia la palabra equipaje, es en realidad, pues, una curaduría del sí mismo. El resumen más íntimo y el más práctico a la vez: los objetos que retratan a la persona no como esa persona se soñó o se idealizó, sino como se cargó a sí misma sobre caminos específicos y en cuartos concretos. Son los objetos que la necesidad, más que el gusto o la banalidad, atrae hacia el círculo imantado del trayecto. Se trata de pequeñas fotografías objetuales del ser humano en sus momentos más vulnerables: cuando está fuera de casa, cuando todo es nuevo o desconocido, cuando se ha roto, en todo caso, la rutina diaria.
Seguramente algo parecido pasó por la cabeza de la artista contemporánea Sophie Calle cuando, en 1981, se contrató por unos cuantos meses como camarera de un hotel en Venecia y empezó a fisgonear, y retratar, las posesiones personales de los viajeros. De entre todas las imágenes que se mostraron en museos del mundo, tal vez las más conmovedoras o apabullantes tengan que ver con maletas expuestas a la mirada de los otros. Los objetos diseñados para tocar el cuerpo tocan, así, la mirada del otro. Pupilas intrusivas. Irises ajenos. Publicadas luego en el libro Ecrit Sur l´image—L´Hotel, las fotografías y los textos no solo revelan el vouyerismo de la artista sino, sobre todo, el nuestro. Ahí estamos, fascinados por ese espacio donde confluyen los objetos del mundo privado con la intrusión, también personal, de la mirada pública. Ahí estamos, viendo.
Si esa carga íntima, esa promesa de tacto con el cuerpo, hace que los objetos de una maleta cobren especial peso, su abandono, especialmente cuando éste obedece a causas ajenas o impuestas con violencia, no puede dejar de causar estupor o angustia. Tal vez por eso, de entre todos los dibujos que realizó el artista judío-checo Bedrich Fritta en y acerca de campo de concentración de Theresienstadt durante la Segunda Guerra Mundial, uno de los más lúgubres sea el que tituló precisamente así: Equipajes abandonados, el cual se describe todavía de la siguiente manera en las paredes del Museo del Holocausto de Berlín: “Las metáforas de Fritta son especialmente impactantes en su obra Equipajes abandonados, con sus árboles sin hojas contra paredes impenetrables, un oscuro cielo nocturno, y las maletas que yacen, abandonadas. Esta no es una historia de un momento específico del gueto, pero habla de la ausencia de seres humanos—de la vida extinguida”.
Algo similar se experimenta al ver los contenidos de las 400 maletas que el fotógrafo John Crispin encontró a mediados de los 90 en el ático de un manicomio en el norte de Estados Unidos: elWillard Asylum for the Insane, en el estado de Nueva York. Intactas por casi un siglo, estas valijas muestran los objetos de vidas no vividas: las vidas de hombres y mujeres que fueron encerrados en los pabellones de una institución estatal y que murieron, después, para ser enterrados en tumbas sin nombre, pero con número. La más sencilla de búsquedas en internet nos pone en contacto, como espectadores inesperados a lo largo del tiempo, con las posesiones personales de Anna, por ejemplo: una carta que no se dirigía a ella, algunos cinturones dorados, un par de cepillos de dientes, un peine. O los objetos que alguna vez le sirvieron de algo a Frank C., veterano de la guerra: un pequeño juego de costura, un juego de aseo personal, una pistola de juguete, algunas fotografías familiares, un uniforme perfectamente conservado. Las posesiones de Flora T. incluían una botella de perfume, un juego de cartas, y un ominoso juego de jeringas de vidrio, aparentemente usadas para inyectarla con sulfato de estricnina, una droga que se usó para tratar la epilepsia a inicios del siglo XX.
Más recientemente, a inicios de la primavera del 2011, una serie de maletas no reclamadas en estaciones de autobuses de Tamaulipas, un estado especialmente golpeado por los crímenes relacionados al narcotráfico, alarmó a la ciudadanía. Abandonada y muda, esta serie de bultos y maletas dijo más que muchas palabras acerca de la cruenta violencia que arrasaba, y arrasa, con la vida de hombres y mujeres cuyo único delito es transportarse por las carreteras del país. Aunque el número de maletas encontradas permaneció en disputa (las cifras iban de las 29 a las 400, por ejemplo), su contenido se utilizaría para esclarecer la identidad de los 145 cadáveres encontrados en fosas clandestinas cercanas a San Fernando, el mismo lugar donde fue descubierta la masacre de 72 migrantes, la mayoría de origen centroamericano, que estremeció a todo mundo en el verano del 2010.
Poco se llegó a saber del contenido de esas maletas. Poco sabemos de la selección de objetos que algunos consideraron indispensable en su camino hacia el norte del país. Pero ahí también, en esos museos portátiles y efímeros, se concentran las verdades más íntimas y las más prácticas de la migración.
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Tuesday, June 18, 2013
ORINAR EN LAS CIUDADES
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Uno de los puntos incluidos en la Guía de quince puntos para orinar en la ciudad (15-Point Guide to Peeing in the City, Blue Q Books) recomienda, especialmente a las mujeres, sobre todo a las que usan pantalón, buscar un espacio más o menos holgado entre dos autos estacionados, bajarse la prenda de ropa, ponerse en cuclillas ahí, y soltar el chorro de orina. La estrategia, que ha sido utilizada por mujeres a lo largo y ancho de la historia con o sin autos de por medio es, claramente, bien conocida y popular, pero el verla incluida como uno de los puntos de esta guía que se propone ver la ciudad con las necesidades del cuerpo le otorga un aura de método científico, algo probado y aprobado por distintos vericuetos empíricos del que eventualmente se componen las reglas.
Escrito por Ray Tempus en un estilo práctico, desenfadado, y lleno de buen humor, y con diseño y fotografías de Vinnie Angel, la guía de 40 pequeñas páginas tiene la apariencia de un diario de campo: ese atado de notas manuscritas e imágenes rápidas que los antropólogos llevan consigo cuando, al analizar un grupo social ajeno o remoto, utilizan esa vieja estrategia llamada “observación participante”. La guía pretende solucionar un viejo problema urbano: ¿qué hacer cuando la urgencia de ir al baño, hacer pipí o pis o de la chis, orinar o desalojar la vejiga ataca en un sitio que no cuenta con la facilidades del caso? El punto número 14, diseñado especialmente para hombres, sugiere colocarse frente a una gran maceta, darle la espalda al mundo, y orinar ahí. Ventaja: ningún tipo de salpicadura. El punto número 6, especial para mujeres que visten falda, de preferencia muy corta, sugiere dar un paso más largo de lo debido, o subir dos escalones a la vez en lugar de solo uno, detenerse por un momento ahí y soltar la orina. Pequeña, y por lo tanto fácilmente portable (en el bolsillo trasero de algún pantalón, por ejemplo), la guía no solo ofrece soluciones de emergencia para hombres y mujeres en francos apuros, sino que también incluye sugerencias para ponderar con calma a lo largo del tiempo: la mejor posición de los pies en estos menesteres, por ejemplo. Los protocolos urbanos a los que hay que atenerse en caso de ser descubierto.
Porque Ray Tempus quiere pensar fuera del estrecho espacio del lavatorio, no menciona ahí los baños públicos que, desde 1848 y gracias a un Acta de Sanidad Pública, fueron establecidos en Londres, Inglaterra, para beneficio de los orinadores de la ciudad. Tampoco hace mención alguna a los urinarios urbanos al aire libre que, por ejemplo, se encuentran con facilidad en el centro de Amsterdam: estructuras de plástico o de metal cuyo sistema de drenaje se conecta al alcantarillado de la ciudad, impidiendo así que la muchedumbre consumidora de cerveza siguiera mancillando la piedra del centro histórico de la ciudad. A Tempus tampoco le interesan los modernos cubículos que existen en París o en Montevideo, donde los paseantes con urgencias de micción pueden descargarse con cierta comodidad aunque rodeados del peculiar olor.
Los que mean en público no gozan, en general, de buena reputación. Incontinentes o borrachos, maleducados o trasgresores, no son pocas las veces en que son acusados, además, de faltas a la moral o, en ciudades como Manhattan, de violaciones al código sanitario con infracciones que van desde los 100 a los 200 dólares. Aún así, no falta aquí y allá el país que decreta que orinar en público no es una falta, como lo hizo Uruguay recientemente, o la leyenda que coloca en un lugar de honor al que se descarga en público. El caso del Manneken Pis, la estatua de bronce de 61 centímetros que, en Bruselas, representa a un niño que mea dentro del cuenco de una fuente, es ejemplar en este sentido. Ya sea si se trata del niño que, al orinar sobre la mecha encendida de la dinamita del enemigo, salvó a la ciudad de una invasión, o del hijo aparentemente extraviado de un rico comerciante que fue encontrado después, muy quitado de la pena y de la ropa mientras orinaba con gusto, las leyendas en este caso son sorprendentemente positivas.
Tampoco falta, de cuando en cuando, el texto que, saltándose el cliché de la lluvia de oro, detiene el mundo solo un momento para ver a una mujer orinando al aire libre. José Watanabe, el poeta peruano, publicó “Canción” en el aptamente titulado Cosas del cuerpo: La señorita Esther H/ en el campo solitario, excepto/ algún zorro, me pidió que no la mirara, que/ me volteara/ porque iba a rociar el mundo. Yo escuché entonces/ a mis espaldas/ ese sonido sibilante de sus aguas entre las piedras.// Pichi de mujer/no es pichi de hombre, supe. Pichi de mujer/ se expande y se hace atmósfera, marejada/ concupiscente/que ese día envolvió también al caballo, al buey que labraba,/ a mi perro colero/ y a cuanto macho que respiraba a la redonda.// La señorita Esther era mi maestra rural./ Ella dilató por primera vez la nariz/ de mi corazón.// Una arbitrariedad de niño/sospechó su reconditez como fruta de rápido zumo./Unas veces naranja, otras ciruelas de Chile./ En la escuela rural sabíamos poco/ pero sospechábamos mucho.
Nunca sabremos si la señorita Esther H., esa maestra rural que rápido cedió a la presión de la vejiga, en efecto dijo aquello de que “iba a rociar el mundo”, pero la frase bien podría ser incluida en la guía de los 15 puntos para orinar en la ciudad. Queda, de cualquier manera, su nombre inscrito de ya en la lista de las que mean en público. Y queda, pues, ese “sonido sibilante” y esa “marejada concupiscente”.
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Saturday, June 15, 2013
ESCRITORIOS, EL BIG BANG DE TODAS LAS HISTORIAS
Una guía de lectura, en efecto, singular. Una guía de lectura basada en el lugar de trabajo de los escritores--el cual puede ser, en efecto, un escritorio o una mesa o una cama.
Nota completa, de Sardiflor (dirección en TW: @arenqliterario), en El asombrario&Co y El diario.es
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Thursday, June 13, 2013
Tuesday, June 11, 2013
LAS SIRENAS DISECADAS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
La presencia constante de sirenas en la iconografía popular y muchas de las leyendas que recorren las tierras altas de la zona central de México puede causar sorpresa, cuando no franco estupor. No es del todo fácil o lógico, después de todo, imaginar a estos seres prodigiosos lejos del mar, en un paisaje dominado por montañas y bosques, arados y surcos. Pero aún así, en efecto, hay sirenas y sirenos por todos lados. ¿Qué hace, por ejemplo, una pareja de ellos viviendo en aparente armonía en las gélidas aguas de las lagunas del Sol y de la Luna en el cráter de un volcán? ¿Por qué continúa apareciendo tras la neblina esa temible Tlanchana, mitad mujer y mitad serpiente oscura, si sólo se lleva a hombres jóvenes a su abismo de agua? ¿Cómo es que, habiendo matado a un sireno de manera despiadada, éste amenaza con regresar una y otra vez y otra más?
El pasado lacustre de la región, siendo inmemorial, parece perdido ya para siempre. En efecto, el Nevado de Toluca ha sido un espacio ritual y sagrado desde, al menos, el siglo XV y XVI. Hasta su cima, dominada por dos lagunas que los lugareños no dudan en describir como “dos ojos del mar”, han llegado sacerdotes y visionarios, peregrinaciones y creyentes por igual. Cada uno de ellos ha dejado su huella: las enormes ofrendas de copal o los picos de maguey que, poco a poco, han sido descubiertas e investigadas por equipos de arqueología subacuática de la UNAM. Los bastones de mando, muchos con formas que asemejan el rayo o el relámpago, también abundan en el lugar. Para los antiguos y actuales habitantes de estas regiones, las montañas siguen siendo enormes “vasos de agua” que, gracias al poder del rayo, y socorridos a menudo por la intercesión de graniceros, vierten su líquido preciado sobre los campos de cultivo y las comarcas aledañas. En sociedades rurales, cuya sobrevivencia física y espiritual depende sobre todo de la cosecha de maíz, esta no ha sido ni es una cuestión menor.
Para muchos habitantes de las tierras altas no es difícil pensar que existió y existe, en efecto, una red de arroyos y ríos subterráneos que, partiendo de las cimas del volcán, se conectan con, y eventualmente desembocan en, mares y océanos distantes. El pasado lacustre del valle, sin embargo, es algo más que un producto de la imaginación. A lo largo del siglo XX, y hasta la fatídica fecha del 23 de junio de 1950, la vida cotidiana y laboral del valle estuvo dominado por tres grandes lagunas, la de Chignahuapan, la de Chimaliapan, y la de Chiconahuapan. Los residentes de los pueblos ribereños en los municipios de Ocoyoacac y Tultepec hasta Almoloya, Atizapán, Texcalyacac eran, sobre todo, pescadores o tuleros que se alimentaban de truchas, ranas, acociles. Todo eso desapareció, y no en un pasado remoto o en un fecha anónima. Todo eso desapareció el mismo día que se echaron a andar las obras hidráulicas que entubaron las aguas del río Lerma para satisfacer las necesidades de los habitantes de la Ciudad de México. Una noche de tormenta, gracias a las actividades de unos ingenieros que dinamitaron la laguna, “se perdió el río para siempre”. Eso se recuerda. Cuando se disecó la laguna, cuando la ciénega se convirtió en pantano, entonces las leyendas de las sirenas vengativas y amenazantes sirenos retomaron mayor fuerza en la región.
A inicios del XXI, los investigadores José Antonio Trejo Sánchez y Gerardo Arriaga llevaron a cabo una serie de entrevistas entre los ex-ribereños del valle de Toluca. En “Memoria colectiva: vida lacustre y reserva simbólica en el valle de Toluca, Estado de México”, incluyen las palabras de Atanasio Serrano: “En el año de mil novecientos cincuenta, por el mes de junio, un jueves de Corpus, el río se perdió para siempre. Decían las gentes que vivían cerca de la orilla de la laguna que una noche después de un aguacero con muchos rayos escucharon un ruido, como si la tierra chupara algo, y aseguraron que en ese momento los ingenieros probaban la capacidad de las bombas, instaladas en “El Cero”. Al día siguiente puro lodo se veía en el lecho del lago, tiempo después, los lirios y tulares, se fueron marchitando, y miles de especies acuáticas quedaron sepultadas en el fango del pantano. Nada quedaba de las aguas que daban vida al famoso río Lerma”.
De entre los relatos, destaca el de la Atl-Anchane o “Sirena de la laguna” en palabras de Cerón Hernández: “Fue ese tío, un señor ya grande, como de ochenta años, quien me lo platicó todo./ ¿Oiga, tío y qué llora alguien en Agua blanca?/
Sí hijo, sí llora. ¿Sabes por qué? Porque mataron al sireno, al marido de la sirena./ ¿Cómo lo mataron?/ Sí, mira había mucha sangre, como de dos metros de radio en el agua./ ¡Ay, tío!/ Y no lo encontramos./ Y bueno, ¿qué le pasó?/ Pues esa señorita se lo llevó abajo, porque allí estaba un ojo de agua bien hondo, yo creo que como de aquí de esta esquina hasta San Sebastián; así de hondo para abajo./ Pues de noche y a la mañana siguiente, ya no hubo pescado señor. Había pero muy poquito, ya ni sirenas ni nada. Se acabó. ¿Qué le pasó? Solo Dios sabe./ Ya después vinieron las obras del agua [...]”.
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Tuesday, June 04, 2013
EL AMOR VERDADERO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En el comienzo del amor que
cuenta Un hombre enamorado, del autor
noruego Karl Ove Knausgaard, hay una cara marcada. Karl Ove se ha enamorado de
Linda en una conferencia de escritores y, después de recibir su negativa, éste,
absolutamente ebrio, regresa a su habitación donde, a la manera de las
adolescentes autodestructivas, procede a marcase la cara con un vidrio. A la
mañana siguiente, cuando frente al espejo se da cuenta de lo que ha hecho, Karl
Ove se avergüenza profundamente de sus actos, pero no se esconde. Ebrio aún,
Karl Ove sale de su habitación, cruza los jardines y, marcado ya, se
muestra.
“Y ahí estaba toda la gente.
Ellos podrían ver la ignominia. Yo no la podría esconder. Todo el mundo podría
ver. Yo estaba ya marcado. Yo me había marcado a mí mismo”. (Vol.2, pág. 195).
Su exposición, la transformación
de su estado interior en uno exterior, de lo privado en público, de lo íntimo
en social, no es, sin embargo, un acto de desfachatez, y ni siquiera de
valentía.
“Me disculpo por esto,´ dije. Lo
siento´”. (Vol.2, pág. 195).
Su exposición, todo parece
indicarlo así, es un acto inevitable.
La pregunta con la que cierra la
descripción de ese primer encuentro con Linda no es una pregunta retórica de
ningún modo. La escena da inicio de la siguiente manera: “Silencio total. Me
mostré tal y como era, y sólo hubo silencio”. La pregunta es “¿Cómo podría
sobrevivir a eso?”, (Vol.2, pág. 195). Cualquier lector podría sentirse con la
tentación de contestarla de inmediato. Escribiendo, claro está. Escribiendo con
todo detalle la escena misma, así es cómo se sobrevive a eso. Y acaso ese sea
el trasfondo de esta segunda entrega de Mi
lucha, la serie autobiográfica que tanto ha escandalizado a la sociedad
noruega.
Pocas veces el amor ha sido tan
aterrador como el de este hombre que, no por estar profundamente enamorado, o
tal vez precisamente por estarlo, deja de lado su inmisericorde poder de
observación. Porque su afán no es contar una ficción, ni siquiera una historia
propiamente dicha, sino “aproximarse al núcleo de la vida”, la escritura de su
amor pronto se aparta de los relatos estereotipados del amor loco, propios de
tantos libros del siglo XX, pero también de los más sesudos tratados que, como
el de Alan Badiou, han hecho elogios más bien abstractos del amor largo,
comprometido, maduro. Apegada a los cuerpos y los objetos, sin apartarse un
segundo de aquello que observa, pero sin preocuparse hacia dónde se dirige o
qué confirma, la descripción Kausgaardiana logra tocar eso que significa amarse
a inicios del siglo XXI en un contexto urbano de la clase media intelectual. La
historia, es menester advertirlo, no es bella. Es poderosa, en efecto, pero no
bella a la manera de los cuentos con los que se arrulla a los niños. A la
manera, es decir, de la ficción. Los protagonistas de este amor y de esta
verdad, Karl Ove y Linda, no “fueron felices para siempre” pero fueron felices,
sí, a veces, de manera tentativa e intermitente, con frecuencia sin
proponérselo o sin saberlo o, francamente, en contra de sí mismos.
Por algo el libro no inicia con
el vertiginoso éxtasis, mental y físico, de dos que se encuentran por primera
vez sino con una pareja cansada que, con bastante irritación, lleva a tres
hijos pequeños a un parque de diversiones. “La gente que no tiene hijos casi
nunca entiende lo que esto implica, no importa lo maduro o lo inteligente que
pueda ser”, asegura Karl Ove mientras acomodan un asiento en la parte trasera
del auto y abrochan cinturones de seguridad y avanzan entre gritos y demandas
que, a menudo, no pueden atender. Bajo el sol inclemente, tratando de
repartirse un trabajo que parece abrumador, tanto Karl Ove como Linda tiene
poco de pareja romántica. La situación vuelve a repetirse, acaso a agrandarse,
cuando Karl Ove tiene que llevar a la hija mayor a una fiesta de cumpleaños.
Retratada en acuciosa precisión, la reunión parece más una sesión de tortura
que una ocasión para la relajación o el festejo. ¿Quién en su sano juicio
querría vivir algo así?
Para contestar esa pregunta, o
para abordarla al menos, es que Knausgaard regresa al momento en que dos,
encontrándose la mirada, se reconocen como propios. El momento en que dos
deciden que es todo o nada. Aquí. Para eso, una vez más, Karl Ove tendrá que
avanzar a tientas por tramos de la experiencia que él mismo ha delineado con
anterioridad, pero que se ha saltado, creando así una especie de repetición
interna que contribuye a configurar la estructura resbaladiza, casi sonora, del
proyecto total de la autobiografía. En algún momento, mientras relataba la
muerte del padre, había mencionado ya la manera en que había dejado Noruega, y
a su pareja, atrás. Cómo había tomado una decisión desesperada para salvar lo
que en ese momento le parecía su vida. Una última oportunidad. Pero no es sino
ahora, en el volumen de la biografía dedicada al amor, a las tribulaciones del
hombre enamorado, que Knausgaard se adentra en lo que había sido apenas un
motivo con anterioridad.
Ahí está, pues, el regreso a su
casa de hombre casado en Noruega después de la conferencia donde conoció a
Linda, su creciente frustración con una vida aparentemente sin rumbo, su primer
libro. Está también, la depresión de Linda, su intento de suicidio, los
erráticos intentos que ella hace por comunicarse, de entre todos sus conocidos,
con Karl Ove durante su proceso de recuperación. Y, luego, el drástico cambio
de residencia, de Noruega a Suecia, sin apenas un estado de alerta, de un día
para otro. El re-encuentro, a todas luces azaroso, con Linda. En la carta de
amor que Karl Ove le escribe a Linda cuando ésta finalmente ha dado señas de
estar interesada en él, declara “tiene que ser todo o nada, tienes que estar
tan en llamas como lo estoy yo”. Pronto, sus vidas cambian, en efecto, “no como
si hubieran sido afectadas por un viento pasajero, sino fundamentalmente”. De
ahí los hijos, esos tres pequeños que torturan a la pareja en un parque de
diversiones lleno de sol justo en el inicio del libro.
Fiel al principio narrativo que
ha puesto en marcha desde el primer volumen de la autobiografía, Knausgaard no
le escatima nada al lector de esta historia de amor. Cubriendo con igual
atención los momentos sublimes del encuentro como los dramáticos de conflicto,
la mirada knausgaardina se detiene con singular eficacia en los aspectos más
materiales de la vida en común: el trabajo doméstico, por ejemplo, la división
de tareas y de tiempos en el ámbito privado, las disputas sobre el tiempo
libre, las relaciones entre las actividades hogareñas y el trabajo asalariado.
En efecto, gran parte de esta historia de amor se ocupa de las labores de la
compra y preparación de alimentos, el lavado de la ropa, la limpieza de la
cocina y la recámara, la atención puntual de los hijos. Quién hace qué y por
cuánto tiempo es, tal vez, la discusión más frecuente entre estos amantes que,
a menudo exhaustos, si no es que francamente irritados, se apresuran a defender
con uñas y dientes el poco tiempo libre del que disponen. “¿Debíamos ignorar
una parte importante del poeta y el diarista por cuestiones de decencia?
¿Olvidar lo desagradable?”, se pregunta retóricamente Knausgaard mientras
avanza puntillosamente por la plétora de detalles fastidiosos, ingratos,
antipáticos, con frecuencia aburridos, que conforman la vida de las parejas
enamoradas. (Vol. 2, pág. 281).
No son estos los elementos
comúnmente asociados al amor romántico, y ni siquiera al amor filial que tanto
empieza a apreciar una cierta novelística latinoamericana cada vez más alerta a
las diferencias y las jerarquías de géneros, pero sí son las condiciones de un
amor real, contundente, miles de veces renovado. No es únicamente feliz a la
manera de los cuentos, pero es. No es sólo desgraciado a la manera de la
imposibilidad, pero es. Y ahí, como en ese rostro que se muestra marcado, y
marcado para siempre, radica su valor.
Habrá que pensárselo muy bien la
próxima vez que se desee un amor verdadero.
--crg