Thursday, May 30, 2013

Monday, May 27, 2013

CONTRA LA FICCIÓN

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

Cuando Karl Ove Knausgaard, el autor noruego que, después de haber publicado dos novelas bien comportadas, merecedoras de importantes premios en su país, dejó de creer en la ficción, optó por escribir una larga y escandalosa autobiografía en seis volúmenes a la que tituló, de manera por demás provocadora, Mi lucha (se ha traducido al español el primer volumen de la serie, La muerte del padre; y en inglés ha aparecido ya la segunda entrega: A Man in Love). En diversas entrevistas y en los volúmenes mismos de su detallada novela autobiográfica, Knausgaard ha declarado que eligió aproximarse “al núcleo mismo de la vida”, es decir, de su vida, porque había dejado de creer en otros géneros literarios como formas capaces de enfrentar la creciente falta de significado del mundo—una falta de significado evidente ya, de hecho, en la diseminación y dominio de la ficción en todos los aspectos de la vida cotidiana. “La vida a mi alrededor no era significativa. Siempre quería apartarme, dejarla atrás. La vida que llevaba no era mía. Trataba de volverla mía, esa era mi lucha, porque por supuesto que eso era lo que quería, pero fracasaba”. (Vol. 2, 469). ¿Qué podría la ficción literaria frente a la ficción en que se ha transformado la existencia misma? Su respuesta, negativa y radical—radical, de hecho, por negativa—lo condujo a las puertas de una de los más feroces y peculiares trabajos con el lenguaje del yo, que es una forma del lenguaje del nosotros, de nuestros días.

Una necesidad similar se encuentra, acaso, detrás del surgimiento y creciente popularidad de la así llamada auto-ficción: libros en que una diversidad de autores asumen el reto de contar la verdad propia a sabiendas, en un mundo que ha pasado ya por el giro lingüístico y el cuestionamiento de las grandes narrativas, de que tal tarea es imposible. Se trata de libros que saben, y lo  muestran así, al menos dos cosas: que no hay manera de tener un contacto directo con lo real, no al menos sin el lenguaje; y que el yo no es más que una convención, el acuerdo del cual partimos para colocarnos en modo íntimo, aunque transferible, ante el lenguaje. Son libros listos; libros irónicos; libros que cultivan una distancia cuidadosa, a veces elegante y a veces melancólica, frente a lo que saben no pueden ni conseguir ni prometer: verdad. Lo que Knausgaard se propone y nos propone es a la vez más descabellado y más imposible. Knausgaard, que a momentos elogia a la novela como el último territorio en que los adolescentes nihilistas pueden plantearse las grandes preguntas del ser, quiere la médula misma, la médula de sí, y la médula del lenguaje. El núcleo de la vida. El esqueleto mismo de los días. El marasmo. No lo que, pudiendo encontrar forma en algún cauce narrativo, fuera capaz de forjar su propio sitio en “el desarrollo del significado a lo largo del tiempo”, sino lo que, expuesto en una simultaneidad abrumadora, pegado al cúmulo de detalles concretos del cuerpo y de la respiración, escapara a cualquier noción preconcebida de lo que es un relato. Atento al anacronismo, Knausgaard no pide disculpas por su ímpetu neo-romántico o, incluso, romántico, pero sí toma su distancia con la inocencia o el autoritarismo.

Para que el lenguaje le dé lo único que no puede darle, verdad, Knausgaard recurre, antes que nada, a prácticas de escritura veloz y sin revisión posterior a través de las cuales cuestiona la noción misma de control autorial. En efecto, pocas veces revisó o corrigió Knausgaard las más de mil cuartillas que produjo en las sesiones de escritura afiebrada y vertiginosa que tomaban lugar en una oficina alejada del hogar que compartía con su creciente familia. Luego, en lugar de poner atención a los grandes nudos de la autobiografía convencional, Knausgaard produjo un lenguaje personal para poder traer a la página “el mundo en que vivía, dormía, comía, hablaba, hacía el amor y corría, el que tenía un olor, un sabor, un sonido propio, ahí donde llovía o soplaba el viento, el mundo que podías sentir sobre tu piel”. Ese mundo, concluye ferozmente la frase, ese mundo “estaba excluido del terreno del pensamiento”. (Vol.2, pág. 128). Se trata, sin duda, de una noción material de la palabra que pone tanto énfasis en el significado como en el significante. Además, aunque el texto no se despega en ningún momento del primer pronombre del singular, Knausgaard adopta desde el inicio una estrategia de despersonalización al echar mano del punto de vista del narrador objetivo: una cámara hipervigilante y voraz se aproxima a caras y cuerpos y calles y paisajes, devorándolos. Como el narrador omite en todo lo posible el juicio o la interpretación, el énfasis no está en la conciencia del autor sino en la materialidad misma del mundo exterior. Y en esto, como en su énfasis sobre la sinceridad y autenticidad de lo escrito, comparte una cierta poética objetivista—esa vanguardia de segunda generación de poetas modernistas que, lidereada en Estados Unidos por Louis Zukofsky, se propuso trabajar de cerca con las palabras de todos los días y a tratar el poema como un objeto. La lucha de Knausgaard, así, no es la lucha de una conciencia abstracta o ensimismada, sino la del observador participante que puede dar testimonio de las marcas que la vida de los cuerpos ha dejado en el mundo. Lejos del romanticismo trasnochado que nos invita a participar de las impresiones, alegadamente únicas u originales, de un autor, el yo despersonalizado de Knausgaard—autor, narrador y personaje—nos comparte las impresiones que, a veces a su pesar, nos regresan las cosas.

“La literatura de ficción no tiene valor alguno; la narrativa documental no tiene valor alguno”, esto declara Knausgaard hacia el final del segundo tomo de la serie autobiográfica cuando el lector ya ha entendido que lo que el texto le ofrece, y le pide, no es verosimilitud sino verdad. “Los únicos géneros que tenían valor para mí, los que todavía conferían algo de significado al mundo, eran los diarios personales y los ensayos, el tipo de literatura que no lidiaba con la narrativa, que no era acerca de algo, sino que sólo consistía en una voz, la voz de una personalidad propia, una vida, una cara, una mirada que pudiera verte. ¿Qué es la obra de arte sino la mirada de otro viéndote? Una mirada que no se dirige ni a algo superior ni algo inferior en nosotros, sino que nos enfrenta a la misma altura de nuestra propia mirada”. (Vol.2, 545). 

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TRAVIESA

Escribir cartas es cosa de ayer y de hoy. Aquí van algunas que intercambié con la escritora chilena Lina Meruane y que la revista Traviesa guardó. Aquí están tanto en español como en inglés. 

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Saturday, May 25, 2013

Thursday, May 23, 2013

Tuesday, May 21, 2013

EL ESCULTOR ERRANTE

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


En el proyecto Sustraiak, el escultor Jose Pablo Arriaga (Markina-Xemein, Biskaia, 1969) ha creado grandes estructuras de madera que, cual abrazo, se enredan en la base de los árboles más diversos. El movimiento es circular, pero no cerrado. El ciño sale a veces de la tierra para elevarse, muy pegado al tallo, hacia las alturas, o desciende, orgánico y en rizoma, para volver a la superficie terrestre donde se hunde otra vez, confundiéndose con las raíces. Se trata, luego entonces, de largos rectángulos de madera que, en lugar de desvanecerse luego de completar el trayecto del abrazo, se quedan en la tierra para convertirse en la tierra misma, un lugar de origen. José Pablo Arriaga ha intervenido árboles así en su natal Euskal Herria y en México, Transilvania o Lyon, entre otros tantos lugares, transformado a su paso el paisaje ya sea urbano o rural. No se trata tanto de un afán por marcar, de manera personal, los lugares del deslizamiento, sino más bien de crear los lazos que, de manera material y concreta, den cuenta de la palpable formación de comunidades en distintas latitudes de la tierra.

El que viaja pasa, sí, pero también se queda.  
Las raíces salen a veces, se asoman a la tierra, pero regresan a ella.
Sólo el que se establece de firmemente en un sitio, vinculándose de manera estrecha con sus personas y sus cosas puede, en realidad, irse.

En el verano del 2004, José Pablo Arriaga se subió a un velero que denominó Markina, el nombre del pequeño pueblo de la provincia vasca en el que vive y donde tiene su estudio, y partió del puerto de Leikeitio en el golfo de Vizcaya en mar Cantábrico, con rumbo a África. Ya antes había navegado durante 43 días, remando en solitario en una piragua, pero esta vez apartó un año de su vida con el propósito de circunnavegar el continente africano y así mezclarse de lleno con sus habitantes y sus cielos, sus aires, sus materiales. Que las primeras páginas de Therese, el hermoso libro que documenta el proceso de creación y la exposición de las quince esculturas que produjo a partir de su contacto con 15 distintos países africanos, de inicio con los dibujos de Malengu, un niño congolés de 8 años al que conoció en el poblado de Kabw, dice mucho de su afán por evitar la mirada imperial que escudriña y saquea, o la visión distante del que transforma lo distinto en exótico. “Al igual que Malengu, yo también he querido transmitir mis vivencias, él con su bolígrafo [en un cuadernillo hecho con tapas de cartón de embalaje] y yo con mis esculturas en la isla de Lekeitio… Me gustaría que Malengu, algún día”, añade Arriaga en el prólogo del libro, “pueda desarrollarse como artista y esté, como yo en estos momentos, escribiendo una nota de agradecimiento”.  Mucho dice también de él, de su postura ante el viaje mismo, cuando, después de naufragar frente a las costas de Dakar, decidió celebrar el acontecimiento con los pescadores que lo rescataron.

Expuestas en la isla de Garraitz, justo frente al puerto de Leikeitio desde el cual partió en una embarcación de siete metros y medio preparada tan sólo para costear, las quince esculturas, casi todas monumentales, traen consigo la experiencia del viaje. [http://www.arriagaarte.com/eskultura.php]. Y traer, aquí, es un verbo pegado a la madera y a la piel. Ahí, sobre las altas rocas o en medio de un bosque de esbeltas hayas, entre el oleaje súbito de la costa o en la boca de escarpados arrecifes, las esculturas dejan clara la extrañeza, la artificialidad del elemento distinto, pero también su vocación de volverse uno con el paisaje.

Las esculturas no son tanto la visión del viaje, o la interpretación del mismo, es decir, su normalización posterior desde el sedentarismo, como su encarnamiento. La madera no se parte en dos, quebrándose: la madera, desgajándose, siempre queda conectada a la estructura más firme o más amplia mientras se lanza, al mismo tiempo, hacia la piedra o el aire o el agua. Hay algo de mano tibia o de abrazo tenaz en esos extremos que, sin soltarse de las estructuras de madera de corte minimal, caen sobre el paisaje agreste, demoledor, de una isla. África está aquí. Esto es lo que es salir de Canarias a Cabo Verde mientras se parten tres timones; y esto es tratar de arreglar el motor, sin éxito alguno, en la costa de Mauritania; esto es navegar, también, por el río Congo y el Kasai sobre cuyas aguas una madre sigue abrazando con fuerza a su hija enferma, esa Theresa del título que todavía muere, y por lo tanto todavía vive, sobre las aguas. Aquí está todavía Juan Pablo, experto en el manejo de la madera, construyendo un féretro para ella con sus propias manos. Esto es verse obligado a hacer un agujero apenas en un costal de cacahuates cuando el hambre; y esto es quedarse sin pasaporte y disfrazarse de mujer para lograr pasar un puesto de vigilancia militar.

El taller de José Pablo Arriaga está en Markina, una pequeña población de apenas 5 mil habitantes muy cerca de la frontera con Francia. Ahí trabaja, en el mismo espacio donde lo hizo alguna vez su abuelo, carpintero de oficio y casamentero de afición. Ahí, entre herramientas de aquella época y pesada maquinaria de ahora mismo, José Pablo también fabrica muebles [http://www.arriagaarte.com/altzarigaraikidea.php] o diseña puertas que pueden verse aquí y allá por las callecitas del pueblo. Ahí, donde se pasea juvenil y energética la terranova de pelaje muy negro que responde al nombre de Val y deja huellas de sus patas sobre el aserrín, José Pablo ha colgado también un gran mapa de África donde una gruesa línea negra marca su travesía.

Como las raíces de Sustraiak, José Pablo es un escultor errante, sin duda, pero también se sabe quedar. 

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Tuesday, May 14, 2013

LAS MONTAÑAS CULMINANTES

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Subir una montaña no es cosa menor. Colocar un pie y, después, otro, sobre el camino terrizo a más de 4,000 metros sobre el nivel del mar sí quita el aire. La hiperventilación. La disminución del volumen sistólico. La hipoxia. Tal vez todas estas reacciones del cuerpo frente a la altitud sólo contribuyan a acentuar la relación extraña, poderosa, tremendamente cercana, que ofrecen las cumbres altas.

3:16 A paso de tortuga, vamos. Poco a poquito. La voz de la niña. El acento de la infancia. ¿Desde dónde? Los ecos. Las voces. Tan difícil entender algo, cualquier cosa, a lo lejos. El ruido del aire contra los pabellones de las orejas. La voz de una mujer. Alguien abre los brazos y mira hacia arriba. Lo que dirá la montaña de todo esto. 3:19*

Algunos afirman que el Nevado de Toluca o Xinantécatl es un volcán extinto, pero prefiero a aquellos que, al decir que es un volcán activo en estado de quietud, sugieren que poco sabemos en realidad de los grandes ciclos de la Tierra. Nada, ni el fin de un volcán, está escrito en piedra. Algunos afirman, igualmente, que lo más probable es que el topónimo náhuatl del Nevado de Toluca haya sido Chicnauhtécatl, que significa Nueve Cerros, una voz ligada con Chicnahuapan, el topónimo náhuatl del río Lerma, que significa Nueve Aguas o Nueve Manantiales, pero yo prefiero ese significado, para algunos extravagante, que ha asociado el topónimo Xinantécatl con Hombre Desnudo. En matlatzinca: Nro’maani Nechhútatá, Casa del Dios de las Aguas. En otomí: Tastobo, Montaña Blanca, de tasi, blanco, y tobo, montaña.

3:20 Sobre una piedra sola en medio de la vereda. Una especie de mesa ancestral. Una silla. Hallar la palabra que describe o encarna el ruido que hace la punta del zapato cuando choca contra la tierra suelta y, luego, el ruido que hace al dejarla atrás. Adentro, el corazón, que existe. Un latido es un la-ti-do. Afuera, la respiración agitada de los otros. Los otros pasos que es difícil o improbable describir. Aquí no se siente tanto la presión del aire, dice alguien que avanza. Las nubes a lo lejos. El cielo tan azul. Y las tolvaneras. 3:22

Aunque la morfología actual de la montaña data del periodo cuaternario, con una geología compuesta de rocas ígneas extrusivas intermedias, las primeras deformaciones que le dieron origen ocurrieron en el oligoceno tardío y el mioceno temprano medio, hace aproximadamente 1,600,000 de años. Y no es necesario tener toda esa información en la mente para que los pies sepan lo que intuye el intelecto o la imaginación: la materia es tiempo con forma. Al avanzar, el cuerpo lo sabe: no se camina tanto por el espacio como a través del tiempo. Eras geológicas de por medio.

3:25 Si ya venimos caminando desde la mañana, continuemos ahora. Una señora de 35 a su hijo de 7 o 9. Vienen subiendo la montaña, ella y tres niños, desde las 9 am. No nos dijeron que hoy no podíamos usar el auto, explica. Un perro, al que llaman Kaiser, pasa corriendo. La horda de adolescentes. Sus risas. Y, luego, los ecos de sus risas. 3:27

Tal vez pocos decretos presidenciales contengan tantos adjetivos llenos de admiración como el que convirtió al Nevado de Toluca en un parque nacional el 25 de enero de 1936. Montañas culminantes. Majestuosas cumbres. Bello contraste. Firmado por el entonces presidente Lázaro Cárdenas, el documento hace un llamado a proteger los “bosques, pastos y yerbales” de “la montaña denominada Nevado de Toluca, cuyas cumbres, coronadas de nieves, imprimen al panorama un bello contraste con el territorio intertropical que se extiende en sus faldas”. Además de la preservación de la flora y la fauna, las consideraciones para emitir el decreto eran, sobre todo, tres: preservar los recursos acuíferos del lugar, asegurándose que el agua cubriera las necesidades de la industria y de la agricultura por igual; ayudar a la preservación del buen clima; asegurar recursos para el turismo.

3:29 El latir loco del corazón. La sombra de la mano sobre el papel. Los mocos resbalando por la nariz, sobre el labio superior. El sabor a sal. Alguien, más lejos, empieza a subir por el pliegue más alto a paso regular. Su figura como sobre la cuerda última que da al abismo. Su figura como la de un increíblemente pequeño en la distancia. 3: 31

“En su labio se encuentran dos domos dacíticos, fuertemente alterados, el pico del Águila y el del Fraile.”

3:34 Otra cúspide. De pie. Los pastizales sobre la ladera. El color gris oscuro. El color granito. O carbón, a veces. La gota de sudor que baja, primero lentísima y, luego, apresurada, por la sien izquierda. La boca tremendamente seca. El latir ya no loco, sino loco y hondo en un lado del pecho. ¿Por qué desaparecieron todos? La respiración. Esto existe. 3:35


Las palabras de fray Bernardino de Sahagún en el siglo XVI, lo describen bien: Es un monte alto que tiene encima dos fuentes, que por ninguna parte corren, y el agua es clarísima y ninguna cosa se cría en ella, porque es frigidísima. Una de estas fuentes es profundísima; parecen gran cantidad de ofrendas en ella, y poco ha que yendo allí religiosos a ver aquellas fuentes, hallaron que había ofrenda allí, reciente ofrecida de papel y copal y petates de pequeñitos, que había muy poco que se habían ofrecido, que estaba dentro del agua.

Es fácil concebir, desde su cima, el pasado y el futuro en toda su demente amplitud. El presente. A unos 4,690 metros sobre el nivel del mar, en el punto 19° 16’ 04.4” - 99° 46’ 02.4” del globo terráqueo, es posible observar los embalses perennes más altos de México: las así llamadas lagunas del Sol y de la Luna que, desde tiempos inmemoriales, han recibido ofrendas y sacrificios. Ahí, en sus orillas, caminando por sus orillas y, luego, descansando en sus orillas, introduciendo una mano primero y un pie después en sus aguas heladas, es posible entender que un cráter es esto: puro presente. Un presente en estado de quietud.

*En itálicas, notas sin aire: apuntes que tomo justo cuando el ascenso me deja sin aire y dejo de escribir tan pronto recupero el ritmo regular de la respiración.

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Thursday, May 09, 2013

Tuesday, May 07, 2013

RULFO Y LA "MIJERÍA"/ II

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

A la par, aunque de manera más escueta, Rulfo también le dedicó comentarios elogiosos, comentarios que también involucraban el uso del vocablo “esperanza”, a Luis Rodríguez, o don Luis, como lo llamó haciendo eco del trato respetuoso que le prodigaban los mixes a su líder. En su descripción de Zacatepec, una capital del distrito mixe, Rulfo hizo hincapié en la similitud del paisaje de miseria que compartía con otros poblados de la sierra, pero también recalcó que “en categoría política sobrepasa a cualquiera. Allí radica “el hombre” que mueve los ánimos de los hombres mixes, el patriarca de una raza que ha sabido subsistir a pesar de todas las adversidades: Luis Rodríguez, o don Luis, como se le nombra con respeto. Basta una orden suya para poner en movimiento al imperio mixe de un confín a otro. Basta un consejo, una palabra de consuelo, para que Tlahuitoltepec o Ayutla, azotados por algún mal, recobren la esperanza.”. A don Luis, tanto como al ingeniero Sandoval, Rulfo le atribuye una “visión extraordinaria”.

En una serie de frases sueltas que no llegó a convertir en una argumentación articulada en párrafos, Rulfo esbozó, sin embargo, algunas de sus ideas fundamentales acerca del mundo indígena y su relación con el impulso modernizador de la época. Lejos de detenerse en consideraciones esencialistas que tanto han privilegiado el “alma” de los pueblos o la diferencia inmanente del indígena, Rulfo se concentró en sus procesos de trabajo, especialmente el trabajo colectivo, también conocido como tequio, en tanto “formidable elemento de producción” y en tanto modo “solidario y orgánico” de producir comunidad. Es ahí donde radica, a su ver, es decir, de acuerdo con la visión del que estuvo ahí y lo vio todo, “la utilidad social” que había hecho posible la construcción de obras “en beneficio de su nación”. Si se destruían los vínculos generados por el trabajo colectivo, auguraba Rulfo, “la nación se convertiría en comunidades dispersas … fácil sería entonces que se vieran despojados de sus tierras”.

Muchos años después, hacia finales del siglo XX, Floriberto Díaz, el antropólogo mixe que impulsó el Comité de Defensa de los Recursos Humanos y Culturales Mixes, el cual tendría continuidad en la Asamblea de Autoridades Mixes, y la fundación de Servicios del Pueblo Mixe en 1998, prestó una similar atención a la relación del trabajo colectivo con la formación y la sobrevivencia de los pueblos indígenas. Además de considerar que “las plantas, el agua, las rocas, las montañas también expresan y captan sentimientos,” es decir, que el ser humano, el jää´y, no es el único con estas capacidades, los mixes han hecho del trabajo, en especial del trabajo colectivo conocido como tequio, la liga de producción que los une a la tierra y la liga de liderazgo que los estructura como entidad política. “Kutunk, en mixe, nada tiene que ver con el significado occidental de la palabra autoridad, significa, literalmente, “cabeza de trabajo”; en la práctica es quien con su ejemplo motiva que la comunidad realice las actividades necesarias para su desarrollo” (61). El trabajo comunal, el tequio, es “una energía transformadora que mantiene, además, al ser humano en constante contacto creativo con la naturaleza” (63).
No deja de ser llamativo que en “Una visión del Pueblo Mixe”, uno de los capítulos que integran el libro Floriberto Díaz. Escrito. Comunidad, energía viva del pensamiento mixe, compilado por Sofía Robles Hernández y Rafael Cardoso Jiménez, Díaz muestre una especial animadversión por el tipo de proyectos modernizadores que, generados desde el centro del país desde una óptica mestiza e integradora, nunca comprendieron la relevancia del trabajo colectivo de las comunidades indígenas, produciendo así despojo, dislocación y pobreza. Acusando la injusta adjudicación de tierras comunales mixes por parte de representantes de “los intereses de la nación” (las comillas son usadas así, en el original), Díaz acusó especialmente a “la Comisión del Papaloapan, Fábricas de Papel Tuxtepec, y el propio Instituto Nacional Indigenista y sus representantes regionales” (83). El ángel melancólico del progreso agita sus alas con desesperación: Juan Rulfo, escritor ejemplar, fue empleado en distintos tiempos de su vida por al menos dos de estas agencias citadas por Díaz. Asesor e investigador de campo para la Comisión del Papaloapan. Integrante del Departamento de Publicaciones, cuando estaba a cargo de Carlos Solórzano, del Instituto Nacional Indigenista desde 1963, hasta su muerte en 1986. Y el ángel del progreso guarda silencio.
En varios de los obituarios que se le dedicaron al ingeniero Raúl Sandoval en 1956 se comentó, casi al pasar, que su muerte había sido resultado de un accidente. Omar González, autor del texto “Juan Rulfo: Oaxaca”, publicado en el semanario Punto y Aparte el 19 de mayo del 2011 afirma, citando a su vez un artículo de Alberto Vidal en el número 409 de México en la cultura, que la muerte del apresurado constructor de la presa Miguel Alemán, el “domador de ríos” y, a decir de Rulfo, “el héroe de esos doscientos cincuenta mil huérfanos de la cuenca del Papaloapan”, fue producto de un asesinato “mientras investigaba negocios turbios en torno a la obra [de a Comisión del Papaloapan]”. Una fotografía de Rulfo, la ahora famosa “Músicos mixes” fue utilizada, en todo caso, para ilustrar el número con el que México en la cultura honoró la muerte de Raúl Sandoval. En el reverso, la foto llevaba la inscripción “Músicos Zacatepec-Mixes, Oax”.
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Saturday, May 04, 2013

DESDE LA FRONTERA MÁS DISTANTE


Marie-Jose Hanaï, "Imaginar y franquear las fronteras en La frontera más distante de Cristina Rivera Garza, Escritural. Écritures d´Amérique Latine, No. Mars 2012.

Texto completo aquí.






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Friday, May 03, 2013

DESDE LA MUERTE ME DA


Rachel Newland, "La muerte me da y su representación literaria de lo (in)visible: una aproximación alternativa  a la violencia de género", en Catedral Tomada. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana/ Journal of Latin American Literary Criticism, Vol. 1, No. 1, 2013, 61-81.

Abstract y references aquí.


Sandra Buenaventura, "Cristina Rivera Garza: una lectora de Pizarnik", Escritural. Écritures d´Amérique Latine, No. 5, Mars 2012.

Texto completo aquí.


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Thursday, May 02, 2013

DESDE EL MAL DE LA TAIGA

Diajanida Hernández (@Diajanida). Crítico literario y Coordinadora editorial del Papel Literario. Recomienda leer: El mal de la taiga; de Cristina Rivera Garza. “Una novela breve e intensa. En El mal de la taigaCristina Rivera Garza cuenta una historia que mezcla el género policiaco con pinceladas del género fantástico. Una historia que oscila entre la realidad y la ensoñación. De esta autora mexicana no sólo sorprende su empeño formal, su escritura es limpia y precisa, atesora el ritmo, se apoya en los silencios. La narración está acompañada por ilustraciones al carboncillo de Carlos Maiques, que establecen un precioso diálogo con el relato y los hechos. En El mal de la taiga el lector queda prendado por una mezcla de misterio, imaginación y fantasía, por la invitación a un viaje hacia regiones desconocidas.”

En "Doce recomendaciones de doce lectores en el #díainternacionaldellibro", ProDaVinci. 


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Wednesday, May 01, 2013

Tuesday, April 30, 2013

RULFO Y LA "MIJERÍA" [1]

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


En el origen de la Comisión del Paploapan está el desastre natural. El 23 de septiembre de 1944 un ciclón tocó tierra en el puerto de Veracruz, mientras un frente estacionario azotaba las costas de Guerrero, Oaxaca y Chiapas. Los altos niveles de precipitación pluvial en la zona oriente de la sierra mazateca ocasionaron el desbordamiento de la parte baja de la cuenca del río Papaloapan, lo que a su vez produjo una tremenda inundación que arrasó con al menos 200 mil hectáreas de tierra, dejando un saldo oficial de 100 muertos. Conocida como “La tragedia de Tuxtepec” o “El peor desastre de la cuenca”, y anunciada en su momento en el periódico El Universal con el encabezado “Tuxtepec ha desaparecido prácticamente”, la inundación devastó 80% de San Juan Bautista Tuxtepec, así como todas las poblaciones ribereñas de Veracruz. Tal como lo argumenta el historiador Tomás García Hernández en La tragedia de Tuxtepec, el desastre natural no sólo develó las carencias de una región que había visto pasar ya la bonanza del oro verde, como se le denominaba a la explotación bananera, sino que también marcó el inicio de la etapa moderna de un poblado con una ubicación estratégica para el desarrollo agrícola y ganadero de la región, así como también para el paso del comercio. “La inundación de Tuxtepec no sólo es un hecho dramático y dantesco”, aseguraba García Hernández, “es por muchas razones el inicio de la historia moderna de Tuxtepec… la tragedia marcó el parteaguas que dividió una etapa de una integración hacia adentro, por otra, la del Tuxtepec moderno, plenamente integrado hacia la cuenca, hacia el estado de Oaxaca y hacia el país mismo”.
Cuando el presidente Manuel Ávila Camacho y el gobernador del estado, Sánchez Cano, visitaron la población el 14 de octubre sólo encontraron desolación. Impactado, el Presidente dictó algunas medidas de emergencia: “Obras de defensa de la ciudad contra futuras inundaciones. Limpieza y reacondicionamiento de las calles. Amplio crédito para ejidatarios, agricultores y comerciantes. Agua potable para la ciudad. Instalación de una potente planta de energía eléctrica”. Poco tiempo después, el domingo 3 de diciembre, se constituyó el comité pro recuperación de Tuxtepec. Un año más tarde, para diciembre de 1945, un proyecto de decreto presentado ante el Congreso de la Unión autorizaba al Ejecutivo federal a formar una “Comisión técnica para el estudio de la cuenca total del río Papaloapan”. El acuerdo presidencial que dio finalmente origen a la Comisión del Papaloapan, que entró en vigor en 1947 y no llegó a su fin sino hasta 1984, fue firmado por Miguel Alemán en febrero de 1946. Durante el primer sexenio de sus actividades, la comisión gozó de una partida de 269’858,729.00 pesos, de los cuales 7’826, 905.00 pesos fueron destinados específicamente para una sección de estudios y planeación.
Estoy tentada a creer que una parte ínfima de esa partida fue lo que le tocó a Juan Rulfo cuando, a invitación expresa del ingeniero civil Raúl Sandoval Landázuri, vocal ejecutivo desde 1953, se incorporó a la Comisión del Papaloapan entre el 1 de febrero de 1955 y el 13 de noviembre de 1956, como asesor e investigador de campo, con el fin adicional, aunque incumplido, de crear y dirigir una revista. En efecto, Rulfo se trasladó a vivir a Ciudad Alemán, para desde ahí iniciar una serie de viajes por las regiones de la cuenca, especialmente las sierras oaxaqueñas que tanto marcarían su vida y su obra.
Jorge Zepeda rescató no hace mucho algunos escritos de Rulfo cuando era integrante de la comisión. En el texto y los dos esbozos que se publicaron en La Jornada Semanal del 12 de noviembre de 2006, Rulfo mostró un entusiasmo poco característico por el espíritu modernizador del México de mediados de siglo. Tal como el ángel del progreso que describiera Walter Benjamin, Juan Rulfo parece encarnar aquí una figura contradictoria: un apasionado del progreso que va hacia delante sobre los vientos de la Comisión del Papaloapan y, a la vez, el solidario defensor de las comunidades indígenas que, melancólicamente, mira la ruina, la miseria, la orfandad. Testigo y ejecutor del espíritu modernizador del periodo alemanista, Rulfo lamentaba, en efecto, el estado de las cosas, lo que estaba a punto de desaparecer, mientras, simultáneamente, elogiaba las oportunidades que el quehacer de ingenieros y agrónomos y biólogos le ofrecían a las comunidades de unas tierras hasta ese entonces volcadas hacia adentro, a decir del historiador García, de la cuenca del Papaloapan.
En el obituario que le dedica al ingeniero Sandoval, por ejemplo, Rulfo dio cuenta de las condiciones de miseria, soledad e indiferencia en que vivían “los pueblos de la Chinantla, de la Mijería; los mazatecos y los zapotecas; los pobrecitos chochos de la Alta Mixteca”. Rulfo insistía, sin embargo, en “la esperanza”, y no meras promesas, que el ingeniero Sandoval llevó a esas regiones del país. Lo que él “les dio”, dijo en más de una ocasión. Con una visión francamente optimista, Rulfo describió cómo Sandoval prestó por primera vez atención a los indios de la zona, a quiénes “no consideraba indios, sino integrantes del pueblo mexicano”, y cómo, a través de una actividad frenética, que incluía visitas constantes a la región, les hizo llegar “maíz. Hatos de ovejas” mientras también promovía “el cultivo de café en las zonas húmedas”.
Aunque algunas de las fotografías en las regiones mixes de Oaxaca fueron hechas en compañía de Walter Reuters, otras, entre ellas las más emblemáticas de la producción rulfiana, fueron producidas, todo parece indicarlo, como acompañante de Sandoval en la cuenca del Papaloapan. Iniciando o coronando sus escritos, adecuadamente, con el “yo lo vi”, el “yo estuve ahí” del testimonio presencial, Rulfo se convirtió en el testigo melancólico de las alas del progreso en su paso por la cuenca del río. En su visita a Tlacotalpan después de la inundación, por ejemplo, Rulfo dice: “Los pueblos del Bajo Papaloapan no tenían nada que temer: ni la invasión de las aguas ni, como lo comprobé en Tlacotalpan, la ocupación de las casas señoriales por la plebe de los barrios inundados”. Continúa, ya refiriéndose específicamente al ingeniero Sandoval: “Yo lo vi en Vigastepec trepando a pie las elevadas montañas… En Tepelmeme, donde derogó el abastecimiento de agua al gobierno de la nación, y no a él. Allí mismo en Tepelmeme descendió de la presa construida por él, cuando el cura del pueblo quiso adjudicarle su nombre”. Similares actos son reportados en el Alto Papaloapan, o en las riveras del río Santo Domingo, o el Tonto. Rulfo lo vio en persona. Rulfo estuvo ahí.
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Saturday, April 27, 2013

WILL YOU COME BACK AGAIN?


Where all the protesters.
Tricky and Francesca Belmonte last night in Bolonia.

Does it dixit.

--crg

Friday, April 26, 2013

WORDS TO KEEP AND LIES TO MAKE TRUE


Thao & the Get Down and Stay Down Holy Roller dixit.

--crg

Wednesday, April 24, 2013

Tuesday, April 23, 2013


HIRAKU MAKIMURA

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

En una de las primeras escenas de Baila, baila, baila, una de las más recientes publicaciones en español de Haruki Murakami, hay un gato de rostro extraño. Según el narrador, el gato “sólo miraba a la gente con desazón, como diciendo ´¿Qué es lo siguiente que voy a perder?´”. Para más detalles, el gato “no había tenido una vida feliz. Nadie lo había querido, y tampoco él había querido a nadie”. La condición del gato muerto no dista mucho del dilema del narrador que, a los 34 años, habiendo sido abandonado por la esposa y, luego, por la amante en turno, siente un gran vacío y una falta de conexión radical con el mundo. De ahí su decisión de regresar al pasado, justo al momento donde todo empezó a salir mal. De ahí su vuelta al Hotel Delfín, donde vivió lo que pareciera ser una última conexión verdadera con otra mujer: Kiki, la prostituta de orejas hermosas que ya había encontrado en su novela anterior, La caza del carnero salvaje y que, aparentemente, llora por él dentro del citado hotel.  Muy en el tenor de Hiraku Makimura, el personaje del escritor famoso pero sin talento que insiste con desparpajo en que nada tiene solución, en que más vale acoplarse que resistir, Baila, baila, baila es un largo tour de force donde el viaje a otro mundo, el mundo de la imaginación en el que vive el hombre carnero, cuenta como la única alternativa ante la falta de conexión humana del mundo actual. Expresándose en un lenguaje que envidiarían los redactores de tarjetas de hallmark, el hombre carnero aconseja: “Esto es todo lo que un servidor te puede enseñar. Baila. Baila lo mejor que puedas, sin pensar en nada. Tienes que bailar”.

Murakami—un autor, sin duda, en pleno dominio de la forma—dictamina con justicia la hostilidad básica del mundo contemporáneo: un ambiente dominado por el capitalismo post-industrial donde los individuos, sometidos por las mercancías o las deudas, sólo pierden más y más. En ese contexto, el individuo sin conexión busca, acaso naturalmente, conectarse. Suspicaz ante la opción colectiva (“¿Quién se expondría de buen grado a una ducha de gases lacrimógenos? Así es el presente. La red se extiende de punta a punta. Fuera de la red hay otra red. No se puede escapar. Cuando se lanza una piedra, ésta traza una elipse y se vuelve contra uno mismo. Ciertamente es así”), Murakami ofrece como paliativo básico a la historia de amor convencional—una estrategia, por cierto, ensayada con gran efectividad por la novela rosa.

Acostumbrado a presentarse (¿a regodearse?) como “raro”, por no decir único, disciplinado hasta el hartazgo y dueño de una capacidad de observación que adquieren, a su decir, las personas que viven solas, el protagonista-narrador sólo puede conectarse a un lugar (el hotel Delfín) y a través de un servidor (el hombre carnero) con una mujer (la recepcionista de un hotel que también ha visto, aunque sin saber de qué se trata, al hombre carnero). Su capacidad de conexión acaba aquí. Acaso eso explique por qué, ante el asesinato de prostitutas pertenecientes a una red internacional de la que se sirven sus amigos y, a través de las conexiones de sus amigos, él mismo, la respuesta básica del narrador sea proteger el prestigio y la reputación de éstos y nunca cuestionar el estado de las cosas. En efecto, de cara al femenicido atroz, el narrador no elige ni investigar ni denunciar lo que pasa, sino ocultar lo que sabe a la policía y dolerse a solas, con algunos vuelos líricos, por las mujeres muertas. Nada más.

En no pocas ocasiones el relato fantástico ha sido utilizado como un mecanismo de crítica social—y en esto han insistido autores tan distintos como Todorov o Miéville—pero, convertido esta vez más en Makimura, Murakami nos lleva al mundo del hombre carnero para que oigamos, de su propia voz, esto: “Y no hay solución. Si no te gusta, no te queda más remedio que huir a otro mundo.”
Eso “que no te gusta” puede ser listado en breve así. El hotel Delfín es, ahora, el Dolphin hotel—una gran fortificación de acero y vidrio que, con su establecimiento, ha provocado la gentrificación de todo el vecindario. A ese mundo alineado y aterrador lo caracteriza estructuralmente el derroche propio del capital. Un entorno sin sentido sólo puede reafirmarse en trabajos alienados. Así, el protagonista es un escritor freelance que se aboca a su labor de “quitanieves cultural”. No se trata de un trabajo en el que pueda realizarse pero “se volcaba porque disfrutaba haciéndolo. Autodisciplina. Reinserción social”.  Peor es el caso de Gotanda, el amigo de adolescencia, quien luego de convertirse en un actor de moda se ve forzado a participar en bodrios cinematográficos y a rodearse de lujos impostados que sólo acrecientan la deuda que no le permite generar la vida que desea pero que, en un movimiento perverso del capital, le permite agrupar todos sus gastos—la prostitución incluida—como gastos de representación. De hecho, muchos de esos trabajos del capitalismo post-industrial—trabajos inmateriales, que dirían los neo-marxistas—se parecen a la prostitución. Mei, una de las prostitutas masacradas en Baila, baila, baila lo dice de manera indirecta: “Ella me preguntó qué clase de cosas escribía. Yo le expliqué brevemente en qué consistía mi trabajo. Me dijo que no parecía demasiado divertido. Le respondí que dependía de lo que escribiera. Yo era, por así decirlo, un quitanieves cultural. Me dijo que, entonces, ella era una quitanieves sensual”.

La única alternativa en este sitio irremediable es la imaginación. Por eso, en el piso 16 del Dolphin Hotel, el hombre carnero emite pequeños mensajes que no dejan de ser verdades comunes, el tipo de declaraciones que no ofenden a nadie y que no son más que la constatación de la ideología de una clase media que todavía gusta de verse como única, si no es que “rara” como el narrador mismo. “Si estás aquí es porque había llegado el momento en que vinieras”. “Si no quisieras venir, este lugar no existiría”. “No dejes de bailar mientras suene la música. ¿Lo entiendes? Baila. No dejes de bailar”. “Porque has perdido muchas cosas—dijo con voz calma—. Y no tienes adónde ir. Por eso me ves”. Con ese tipo de consejos que bien pudieran aparecer en cualquier manual new age, no es sorpresivo que el protagonista—y el autor—conecte con el sentido del individualismo conservador que tanto caracteriza a las clases medias que leen libros. Después de todo, ¿para qué ensayar la crítica de nuestro entorno—que es lo que se supone que hace la literatura—cuando está a la mano “la conexión” de una historia de amor convencional?

--crg

Tuesday, April 16, 2013

EL AUTOR SE DESVIVE

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Ha pasado el tiempo, de hecho ha pasado todo entero el siglo XX, desde que la muerte del autor, que preocupó, aunque con distintos nombres, a modernistas estadounidenses, a pensadores franceses, y a vanguardistas y neovanguardistas latinoamericanas por igual, sumó a filósofos y narradores a sus filas. Los elementos básicos de la narrativa del XIX, aquellos de los que se hacen los manuales de ficción, por ejemplo, no han salido indemnes de su contacto con esta muerte. Ni la posición del autor, ni la del narrador, ni la del personaje volverán a tener jamás el aura de lo obvio o la postura de lo inevitable. Precediendo con mucho al surgimiento de los conceptualismos de inicios del XXI, y  escrita, de hecho, al mismo tiempo que un grupo de poetas y teóricos, congregados en las páginas de la revista LANGUAGE, unieran el marxismo y la teoría francesa para dinamitar la cultura del verso, la obra de David Markson no sólo cuestiona los elementos básicos de la ficción, poniendo en entredicho con singular eficacia la posición de autor y lector, sino que también pone en juego una sintaxis singular que privilegia el uso, por ejemplo, de las frases subordinadas, las cuales suele presentar sin el precedente, justo al inicio de la oración, produciendo un efecto de sutil extrañeza en la lectura. Eso que Charles Berstein, language poet ejemplar, denominara el extrañizar (make strange) el lenguaje para así resaltarlo como campo de acción y no como mero vehículo de anécdota o sentimiento, forma ciertamente parte medular de la firma marksoniana.[1] También lleva su sello el entretejido de párrafos breves, tan breves en ocasiones como un versículo, cuya relación entre sí, más que expuesta, queda en manos del lector, concebido aquí como productor más que como consumidor de significado. Que estos párrafos breves se hagan, sobre todo en sus últimos libros, de citas textuales, con frecuencia apócrifas, y en otros tantos casos incluyendo información confusa o inexacta, sólo contribuye a socavar aún más la ya tenue figura del autor como eje y rector de los significados de un libro. No por nada David Foster Wallace se refirió a los libros de David Markson, especialmente a los de su último ciclo: Wittgenstein´s Mistress, Vanishing Point, This is not  a Novel, Reader´s Block, The Last Novel, de la siguiente manera: "[n]ada más ni nada menos el punto más alto de la ficción experimental en este país”.  

Las últimas novelas de Marson fueron escritas muy cerca de la muerte. La muerte del autor, el concepto, y la muerte del Autor, el personaje más frecuente de las mismas. Al mismo tiempo, por cierto, David Markson moría. Si en la lectura se dan cita todas las citas de la escritura entonces el autor, que ha muerto, ¡que ha estado muerto ya por tanto tiempo!, puede, sin duda, recorrer el camino de regreso. La lectura que convoca, y que convoca sobre todo a los muertos, no escatima: también convoca al autor muerto. La función autorial es invitada a ocupar así un espacio liminal entre algo que ya no es la muerte propiamente dicha ni la vida propiamente dicha. El autor vuelve, sí, de entre los muertos, pero no para reclamar un imperio que ha perdido para siempre en las inmediaciones del texto, sino, con toda probabilidad, para seguir cuestionando su relación ambigua, dinámica, especular con el mismo. El autor vuelve de entre los muertos no para vivir, sino para desvivir o, incluso, por paradójico que parezca, para desvivirse.

Aunque en una de sus últimas acepciones, el prefijo des- (confluencia de los prefijos latinos de-, ex-, dis- y a veces e-) denota, a veces, afirmación, como en su uso dentro de la palabra despavorido, en general des- es un prefijo que, “1. Denota negación o inversión del significado del simple, como en los verbos desconfiar o deshacer. También, en ciertas circunstancias, 2. Indica privación, como el caso de la palabra desabejar, o 4. Significa 'fuera de', como en los vocablos descamino o deshora”. No existe, por supuesto, el sustantivo desvida, pero existe el verbo desvivirse—un verbo pronominal que significa “mostrar incesante y vivo interés, solicitud o amor por algo o por alguien”. Acaso la lógica sugeriría que el desvivirse estaría más cercano a, si no es que sería sinónimo con, morir, pero es la gramática la que indica que un prefijo que usualmente quita, otorgue aquí. El que se desvive es el que muestra, ciertamente, un interés muy vivo. El que se desvive ha sido leído, es decir, invocado.

En tanto tema y en tanto preocupación formal, la muerte del autor marksoniana constituye, sin duda, un movimiento irónico, un guiño más que un gesto redondo y completo en sí a mucha de la teoría que anima una serie de textos sólo muy frágilmente unidos por un arco narrativo con base en una anécdota más bien básica: la muerte de alguien que escribe. Estructurados a partir de breves citas que por su extensión semejan versículos pero por su posición en el texto parecen párrafos, estas novelas marksonianas se presentan de entrada como textos híbridos cuyos elementos, incluso los más nimios, cuestionan y subvierten la delimitación estricta de los géneros literarios que convocan y de los que se sirven. En la páginas 12 y 13 de Vanishing Point, el libro que Markson publicó en el 2004, el autor declara como de la nada: "No-lineal. Discontinua. Como un collage. Un ensamblaje. Como resulta ya más que obvio”. Luego, sigue: “Una novela de referencia y alusión intelectual, por decirlo así, pero sin mucho de la novela. Esto también ya más que evidente por ahora”.[2] Luego, conforme el cuerpo de Autor empieza a decaer y, a la par, decae su lenguaje, la conexión se establece. Autor está muriendo justo frente a los ojos de Lector. Autor y Lector participan de esta muerte, desviviéndose por continuar ahí, en la lectura que, al menos momentáneamente, los resucita. Autor se desvive así. Lector también. Tal vez esto y no otra cosa sea la desmuerte del autor. El falso regreso. 



[1] Charles Bernstein, On poetics (Harvard University Press, 1992).
[2] David Markson, Vanishing Point (Shoemaker&Hoard, 2004), 12-13.

--crg