POESIA NORTEAMERICANA: RAE ARMANTROUT
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Noviembre de 2008 fue un mes cargado de emociones políticas no sólo en los Estados Unidos, donde se elegía nuevo presidente, sino en el mundo entero, donde se esperaban los resultados con tanto o más entusiasmo que en la así llamada Unión Americana. Tal vez no fue mera coincidencia que la revista New Yorker de ese mismo mes publicara “Oraciones” (Prayers), un poema de Rae Armantrout, poeta californiana cuyo trabajo se viera ligado desde sus inicios con ese movimiento estético de corte crítico conocido como Poesía del lenguaje —dentro del cual resuenan los nombres de Charles Bernstein, Lyn Hejinian y Ron Silliman. Y digo que no fue mera coincidencia porque Armantrout, justo como sus colegas de Language Poetry, considera que la poesía tiene la capacidad de plantear y plantearse “preguntas verdaderas” acerca del mundo que la produce y al cual ilumina. La poesía, por eso, “nos hace pensar dos veces y escuchar otra vez por primera vez”.
Así las cosas, en el New Yorker de noviembre es posible leer:
“I. Rezamos/ y sucede la resurrección// Aquí vienen los jóvenes/ otra vez// disparando y riéndose// temblorosamente/ como timbres de teléfono.// II. Lo único que pedimos/ es que nuestro pensamiento// sostenga su momentum/ identifique sus blancos.// La presión/ en mi baja espalda/ asciende para ser reconocida/ como dolor.// Los triángulos azules/ en la alfombra/ se repiten.// Viene/ una discusión/ sobre los usos/ de la tortura.// El miedo/ de que todo esto/ termine.// El miedo/ de que no termine.”
Autora de nueve libros, entre los que se cuentan Nueva Vida (New Life) y Velo (Veil: New and Selected Poems), Armantrout ha mantenido una producción constante que no pocos consideran como la más lírica entre los poetas del lenguaje. Inédita todavía en español, la encargada de la cátedra de poesía del programa de Escritura Creativa de la Universidad de California en San Diego contestó unas cuantas preguntas en torno a su trabajo poético y el estado actual de la poesía norteamericana, cuyas respuestas bien podrían servir como una breve introducción a su obra y una decembrina invitación a su lectura.
“Escribo”, dice Armantrout, “porque lo que veo y oigo me parece de alguna manera equivocado. Necesito documentarlo todo y reflexionar luego sobre eso. Escribo para encontrar o enmarcar las preguntas necesarias ante mí misma. Para hacer al pensamiento (más) palpable. Me interesan las historias de origen, ya sea científicas o metodológicas. Me gusta jugar con ellas, reconfigurarlas, inventar nuevas. Siempre cargo un cuaderno conmigo en el cual anoto impresiones, vistas, pedazos de conversaciones, etc. Luego de hacer esto por un par de días o semanas, releo el material coleccionado y busco los patrones. Más tarde trato de arreglar esas piezas para ponerlas en diálogo y crear conjunciones interesantes”.
“La poesía”, asegura, “nos hace conscientes del lenguaje. Con frecuencia, estamos tan poco conscientes del lenguaje como un pez es consciente del agua. La poesía nos hace pensar dos veces y nos hace escuchar otra vez. La poesía se plantea preguntas reales. La poesía conecta ideas, imágenes, tonos, discursos que han sido separados por distintas convenciones. La fricción que se lleva a cabo cuando estas “cosas” separadas hacen contacto provoca que las chispas se eleven. Ese es el placer de la poesía”, concluye.
Sobre su relación con los poetas del lenguaje se expresa así: “Fui una de las integrantes originales de los poetas del lenguaje en la costa oeste. Éramos un grupo de amigos (como desde hace 30 años) que tenían una larga e intense conversación acerca de la poesía. Sentíamos que la poesía podía y debía reflejar y retar las condiciones sociales imperantes. Aprendimos mucho los unos de los otros entonces. Una de ellas fue, por ejemplo, el valor de los cortes o disyunciones en el poema o en el texto. Estas disyunciones le dan espacio al lector para pensar por ella misma y hacer las conexiones que pueda o deba hacer más tarde”
Acaso un buen ejemplo de ese intenso diálogo y del valor de esas líneas disyuntivas se encuentre en el poema “Motores” (Engines), escrito con Ron Silliman, e incluido en el libro Velos, que publicara Weslayan en 2001.
“Los espíritus a quienes llamamos motores en ningún momento y de ninguna manera fueron oscuridad. Los eucaliptos se encogen. La luz brilla sobre esas hojas en completo silencio. Eso es una lengua resbalosa. ¿Estamos sugiriendo relaciones que no queremos revelar?”
Alerta ante su entorno tanto político como poético, Armantrout sigue de cerca varias manifestaciones culturales estadounidenses, de entre las cuales rescata las siguientes: “Hay muchas líneas interesantes en la poesía norteamericana actual. Una de ellas es Flarf, en la que poetas como K. Silem Mohammad y Katia Degentesh hacen poemas con el lenguaje de búsquedas en Google (se le llama escultura google) para revelar las patologías del discurso contemporáneo. Otra línea es el nuevo minimalismo practicado por poetas como Graham Foust, Devin Johnston y Joe Massey. Estos poetas escriben poemas tensos, oblicuos que pueden ser descritos como líricos. Hay mujeres, tal vez inspiradas en la poeta canadiense Lisa Robertson, que escriben poemas post-feministas que son barrocos y excesivos y deliberadamente grotescos (vienen ahora mismo a la mente los nombres de Catherine Wagner, Lara Glenum y Sandra Lim). Y finalmente hay poetas como Juliana Spahr, Rodrigo Toscano y Ben Lerner, quienes escriben una poesía de agudo análisis político sin el carácter necesariamente paródico de Flarf. En cada uno de estos movimientos encuentro algo con lo que me relaciono o que me inspira”.
Las traducciones de poemas y entrevista son de crg.
--crg
Tuesday, December 30, 2008
Tuesday, December 23, 2008
NUNCA MIRES ATRÁS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Para muchos, diciembre representa el regreso a casa. Ya desde lugares recónditos o desde la otra esquina del barrio, ya cruzando fronteras o, cuando no hay de otra, desde la imaginación más arbitraria, la peregrinación hacia lo que se presume es el lugar del origen constituye una marca del doceavo mes del año. Allá vamos todos cuando todo se termina: a casa. De ahí salimos luego, recuperados o llenos de angustia, como si se tratara de otro inicio. Seguramente por eso me he declarado ya desde hace tiempo una decembrista convencida. Me gusta tocar a la puerta y hacer lo que las familias hacen cuando se reúnen: comer y hablar (no necesariamente en ese orden), que son los dos verbos que usamos con mayor frecuencia para reconocernos y, luego entonces, para producirnos como familiares, es decir, como descifrables. La historia, como todos aquellos que odian diciembre lo saben muy bien, casi nunca es tan armónica ni tan feliz. El hogar suele ser un espacio también teñido de oscuridad y conflicto, cuando no de perversidad o de franca extrañeza.
En algo similar pensaba con toda seguridad la teórica Sara Ahmed cuando, en su libro Encuentros extraños 1, abogaba por una definición del hogar que, lejos de descartar la presencia del extraño, o de colocarla de manera esquemática en el espacio del no-hogar que es la migración (o el nomadismo), la incorporara como uno de sus polos definitorios. El extraño es extraño, después de todo, porque se aproxima. Si el allá es concebible, entonces no queda tan lejos (ni simbólica ni materialmente). En lugar de caer en tal dicotomía, pues, Ahmed propone plantearse y responder las siguientes tres preguntas para poder definir cuál o qué es el hogar de alguien: el lugar donde la persona vive, el lugar donde vive la familia, el lugar de origen. De la interrelación, con frecuencia compleja cuando no dolorosa, de estas tres variables, surgiría un concepto de hogar que es a la vez histórico y sensorial. Alguien puede vivir en el mismo lugar que se familia y dentro de los confines de una misma nación. Alguien, por otra parte, puede vivir en una localidad donde no vive su familia y dentro de la cual recuerda el allá de su hogar, en el sentido de lugar de origen. Las combinaciones son, por supuesto, tan variadas como el desplazamiento trasnacional lo permita o requiera o imponga.
Por eso es posible imaginar cómo, para el que migra, la cuestión del hogar no sólo incluye una dislocación espacial sino también temporal. El hogar no sólo está allá, sino también en el pasado (que es donde reside el allá, para cuestiones cotidianas del migrante). El hogar, luego entonces, deviene cuestión de memoria y, por devenirlo, resulta también una cuestión imposible. ¿Puede un cuerpo regresar a la memoria? Como dice una de las informantes, de cuyas palabras echa mano Ahmed para ponerle palabras humanas a su investigación: “En Londres iba a “casa” al terminar el día. Durante las vacaciones venía a “casa” a Paris, con la familia. Y una vez cada dos años, íbamos a “casa” a la India. India era nuestro “verdadero hogar” y, sin embargo, paradójicamente, era el lugar donde ya no teníamos casa propia. Siempre nos quedamos como invitados”. Lo más verdadero, gracias a la migración, es lo más falso. Lo más propio resulta, luego entonces, lo más ajeno. El hogar es así el lugar donde el reconocimiento es más difícil. Tal vez por eso se toma y se come y se platica sin cesar en esas reuniones familiares: no porque todo nos resulte familiar, sino porque, a fuerza de extrañeza, nada lo es. Repetir sin cesar las narrativas familiares en fechas umbral es lo que, sin duda, nos vuelve si no menos extraños ante aquellos a los que nos une además de la genética una historia y un espacio compartido (ahora en la memoria) por lo menos un poco más legibles. Supongo que más de una copa navideña se alza, en realidad, en un brindis por tal legibilidad.
Contrario a gente que, como Braidotti o Chambers, teóricos que han asociado al hogar con una identidad fija y a la migración o el nomadismo con la posibilidad de la formación de identidades fluidas, cuando no trasgresoras, Ahmed sostiene que ni el hogar es tan fijo como se cree ni el que se va, ya sea por razones elegidas o impuestas, entra en un proceso desidentatario de manera automática. El que migra se aleja, por cierto, pero por lo mismo, se acerca a algo más. Ese proceso de extrañamiento es, según Ahmed, un proceso identatario que se desarrolla sobre todo en la piel. El hogar, es pues una suerte de piel social y memoriosa, y cualquier transformación en ese habitar recae y es registrado por el cúmulo de sensaciones que hacen del cuerpo un cuerpo habitado y de la habitación (en el sentido de proceso) un fenómeno corporal.
Supongo (¿espero?) que pocos además de Sara Ahmed se ponen a pensar en todo eso cuando sacan el boleto de avión o hacen las maletas o envuelven el platillo que llevarán a ese verdadero hogar donde ahora sólo son invitados. Supongo que menos todavía se quedarán impávidos en la sala del aeropuerto cuando se den cuenta, con terror o alivio, o lo que es peor: con ambos, que tal como lo atestigua la misma informante de Ahmed: “Había siempre algo reconfortante y familiar alrededor de los aeropuertos y terminales aéreas. Me daban una sensación de propósito y de seguridad. Estaba ahí con un destino definitivo: usualmente el hogar, en algún lado”. En todo caso, para los que van o los que regresan o los que se quedan haciendo un lugar de ese no-lugar que es el aeropuerto, el mismo consejo: nunca miren atrás (entre otras cosas, porque es imposible, nada más).
1 Sara Ahmed, Strange Encounters. Embodied Others in Post-Coloniality (London and New York: Routledge, 2000).
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Para muchos, diciembre representa el regreso a casa. Ya desde lugares recónditos o desde la otra esquina del barrio, ya cruzando fronteras o, cuando no hay de otra, desde la imaginación más arbitraria, la peregrinación hacia lo que se presume es el lugar del origen constituye una marca del doceavo mes del año. Allá vamos todos cuando todo se termina: a casa. De ahí salimos luego, recuperados o llenos de angustia, como si se tratara de otro inicio. Seguramente por eso me he declarado ya desde hace tiempo una decembrista convencida. Me gusta tocar a la puerta y hacer lo que las familias hacen cuando se reúnen: comer y hablar (no necesariamente en ese orden), que son los dos verbos que usamos con mayor frecuencia para reconocernos y, luego entonces, para producirnos como familiares, es decir, como descifrables. La historia, como todos aquellos que odian diciembre lo saben muy bien, casi nunca es tan armónica ni tan feliz. El hogar suele ser un espacio también teñido de oscuridad y conflicto, cuando no de perversidad o de franca extrañeza.
En algo similar pensaba con toda seguridad la teórica Sara Ahmed cuando, en su libro Encuentros extraños 1, abogaba por una definición del hogar que, lejos de descartar la presencia del extraño, o de colocarla de manera esquemática en el espacio del no-hogar que es la migración (o el nomadismo), la incorporara como uno de sus polos definitorios. El extraño es extraño, después de todo, porque se aproxima. Si el allá es concebible, entonces no queda tan lejos (ni simbólica ni materialmente). En lugar de caer en tal dicotomía, pues, Ahmed propone plantearse y responder las siguientes tres preguntas para poder definir cuál o qué es el hogar de alguien: el lugar donde la persona vive, el lugar donde vive la familia, el lugar de origen. De la interrelación, con frecuencia compleja cuando no dolorosa, de estas tres variables, surgiría un concepto de hogar que es a la vez histórico y sensorial. Alguien puede vivir en el mismo lugar que se familia y dentro de los confines de una misma nación. Alguien, por otra parte, puede vivir en una localidad donde no vive su familia y dentro de la cual recuerda el allá de su hogar, en el sentido de lugar de origen. Las combinaciones son, por supuesto, tan variadas como el desplazamiento trasnacional lo permita o requiera o imponga.
Por eso es posible imaginar cómo, para el que migra, la cuestión del hogar no sólo incluye una dislocación espacial sino también temporal. El hogar no sólo está allá, sino también en el pasado (que es donde reside el allá, para cuestiones cotidianas del migrante). El hogar, luego entonces, deviene cuestión de memoria y, por devenirlo, resulta también una cuestión imposible. ¿Puede un cuerpo regresar a la memoria? Como dice una de las informantes, de cuyas palabras echa mano Ahmed para ponerle palabras humanas a su investigación: “En Londres iba a “casa” al terminar el día. Durante las vacaciones venía a “casa” a Paris, con la familia. Y una vez cada dos años, íbamos a “casa” a la India. India era nuestro “verdadero hogar” y, sin embargo, paradójicamente, era el lugar donde ya no teníamos casa propia. Siempre nos quedamos como invitados”. Lo más verdadero, gracias a la migración, es lo más falso. Lo más propio resulta, luego entonces, lo más ajeno. El hogar es así el lugar donde el reconocimiento es más difícil. Tal vez por eso se toma y se come y se platica sin cesar en esas reuniones familiares: no porque todo nos resulte familiar, sino porque, a fuerza de extrañeza, nada lo es. Repetir sin cesar las narrativas familiares en fechas umbral es lo que, sin duda, nos vuelve si no menos extraños ante aquellos a los que nos une además de la genética una historia y un espacio compartido (ahora en la memoria) por lo menos un poco más legibles. Supongo que más de una copa navideña se alza, en realidad, en un brindis por tal legibilidad.
Contrario a gente que, como Braidotti o Chambers, teóricos que han asociado al hogar con una identidad fija y a la migración o el nomadismo con la posibilidad de la formación de identidades fluidas, cuando no trasgresoras, Ahmed sostiene que ni el hogar es tan fijo como se cree ni el que se va, ya sea por razones elegidas o impuestas, entra en un proceso desidentatario de manera automática. El que migra se aleja, por cierto, pero por lo mismo, se acerca a algo más. Ese proceso de extrañamiento es, según Ahmed, un proceso identatario que se desarrolla sobre todo en la piel. El hogar, es pues una suerte de piel social y memoriosa, y cualquier transformación en ese habitar recae y es registrado por el cúmulo de sensaciones que hacen del cuerpo un cuerpo habitado y de la habitación (en el sentido de proceso) un fenómeno corporal.
Supongo (¿espero?) que pocos además de Sara Ahmed se ponen a pensar en todo eso cuando sacan el boleto de avión o hacen las maletas o envuelven el platillo que llevarán a ese verdadero hogar donde ahora sólo son invitados. Supongo que menos todavía se quedarán impávidos en la sala del aeropuerto cuando se den cuenta, con terror o alivio, o lo que es peor: con ambos, que tal como lo atestigua la misma informante de Ahmed: “Había siempre algo reconfortante y familiar alrededor de los aeropuertos y terminales aéreas. Me daban una sensación de propósito y de seguridad. Estaba ahí con un destino definitivo: usualmente el hogar, en algún lado”. En todo caso, para los que van o los que regresan o los que se quedan haciendo un lugar de ese no-lugar que es el aeropuerto, el mismo consejo: nunca miren atrás (entre otras cosas, porque es imposible, nada más).
1 Sara Ahmed, Strange Encounters. Embodied Others in Post-Coloniality (London and New York: Routledge, 2000).
--crg
Thursday, December 18, 2008
THE IMPOSSIBLE HOME
It is the impossibility of return that binds place and memory together. That is, it is impossible to return to a place that was lived as home, precisely because the home is not exterior but interior to embodied subjects. The movements of subjects between places that come to be inhabited as home involve the discontinuities of personal biographies and wrinkles in the skin. The experience of leaving home in migration is hence always about the failure of memory to make sense of the palce one comes to inhabit, a failure that is exprienced in the discomfort of a migrant body, a body that feels out of place. The process of returning home is likewise about the failures of memory, of not being inhabited in the sme way by that which appears as familiar.
Sara Ahmed, Strange Encounters: Embodied Others in Post-Coloniality, 21.
--crg
It is the impossibility of return that binds place and memory together. That is, it is impossible to return to a place that was lived as home, precisely because the home is not exterior but interior to embodied subjects. The movements of subjects between places that come to be inhabited as home involve the discontinuities of personal biographies and wrinkles in the skin. The experience of leaving home in migration is hence always about the failure of memory to make sense of the palce one comes to inhabit, a failure that is exprienced in the discomfort of a migrant body, a body that feels out of place. The process of returning home is likewise about the failures of memory, of not being inhabited in the sme way by that which appears as familiar.
Sara Ahmed, Strange Encounters: Embodied Others in Post-Coloniality, 21.
--crg
Wednesday, December 17, 2008
THEIR IDEA, FOR EXAMPLE, OF THE SKY
They knew rain beforehand. They were prone to reminisce what they knew: the qualities of rain. Color. Shape. Temperature. It was the kind of knowledge passed down in whispers from generation to generation. Few had seen it (we have little data on their idea of, for example, the sky), but all knew. It was that kind of collective yearning. That kind of odd plurality. There was a strong poetic tradition in what may be described as their literature. The books of rain: Human-sized sheets of light cotton bruised by what they called "rain spots" kept together with wooden binds. "If you touch them," they would say, "you become water". No further explanation added. Their connection with rain gave them away: while we covered ourselves with raincoats and umbrellas out of a basic sense of self-protection; they, on the contrary, took their hats off and, facing the clouds, opened their arms and their mouths in a position most would describe as religious. Parting, their lips. Their feet some inches above the pavement. That devotion. They could spend hours looking at the drops on the windowpanes. They could listen ceaselessly to the voices they brought from far away places. They murmured.
--crg
They knew rain beforehand. They were prone to reminisce what they knew: the qualities of rain. Color. Shape. Temperature. It was the kind of knowledge passed down in whispers from generation to generation. Few had seen it (we have little data on their idea of, for example, the sky), but all knew. It was that kind of collective yearning. That kind of odd plurality. There was a strong poetic tradition in what may be described as their literature. The books of rain: Human-sized sheets of light cotton bruised by what they called "rain spots" kept together with wooden binds. "If you touch them," they would say, "you become water". No further explanation added. Their connection with rain gave them away: while we covered ourselves with raincoats and umbrellas out of a basic sense of self-protection; they, on the contrary, took their hats off and, facing the clouds, opened their arms and their mouths in a position most would describe as religious. Parting, their lips. Their feet some inches above the pavement. That devotion. They could spend hours looking at the drops on the windowpanes. They could listen ceaselessly to the voices they brought from far away places. They murmured.
--crg
Tuesday, December 16, 2008
LOS LIBROS SOLOS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
¿Por qué uno encuentra los libros que encuentra al azar? No lo sé. ¿Qué incita a la mano a lanzarse hacia un rectángulo de papel y no otro? Tampoco lo sé. ¿Cómo es que el ojo salta, despavorido o alegre, en todo caso emocionado, y el corazón empieza a latir con fuerza repentina nada más a su contacto? Supongo que la respuesta a estas interrogantes, de existir, está a la vista de todos, es decir, dentro del proceso de lectura de esos libros que se presentan sin anuncio o recomendación, desnudos.
Peregrinary, poems by Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, translated from the polish by Bill Johnston, (Brookline, MA: Zephyr Press, 2008).
Era una tarde de otoño, debería decir. El aire, que ya era fresco, invitaba el remolinear de los pájaros. Se antojaba un café, una charla, un buen saludo de mano: algo cálido y humano. Algo aquí. El libro apareció en ese contexto. No buscaba nada en realidad y, tal vez por eso, la palabra Peregrinary llamó mi atención. Más cercana al latín (peregrinare) que al inglés coloquial (peregrination). Más cercana a este ir de un lado a otro por mucho tiempo y en tierras muy remotas sin entender demasiado pero con devoción. Más cercana a esto. Asumo que fue por eso que tomé el libro, el cual contiene fragmentos de nueve libros anteriores, y que fui, sin pensarlo demasiado, hasta Wólka Krowicka, cerca de Lubaczów, justo en la frontera entre Polonia y Ucrania. Ahí donde nació, en 1962, Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, un nombre, si hay que creerle al traductor Bill Johnston, de difícil pronunciación incluso para los polacos. Dycki, pues, para los iniciados. Dycki para los que saben que, como fronterizo, creció hablando un dialecto local hasta que la educación formal, justo en la secundaria, lo hizo optar por el polaco propiamente dicho. Dycki, pues, para los que saben que tal “opción” partió a su familia en dos y a sus poemas en miles de pedazos. En “Manantial”, un poema de Guía para los vagabundos cualesquiera que sea su lugar de residencia (2000), por ejemplo, esto: “es el otoño Señor y no tengo hogar/ cuando llego a la región de Prezemysl/ para escarbar dentro de mí y dentro de aquellos cercanos a mí/ cuando me cuentan la historia de quien cortó a quien// en pedazos con un hacha ucraniana o polaca quien/ aventó a quien en la noria cerca de la que paso/ para escarbar dentro de mí descubrir mi verdadera/ esencia pero primero bebo el agua refrescante de esa noria// le doy crédito a la historia de mi familia y bebo de ella/ como de un manantial que formo desde la profundidad de la historia/ sobre los monstruos en ambos lados del espejo y no he sido/ inocente tampoco desde que empecé a escribir en polaco contra quién”.
De uno a otro (extracto de) libro incluido en Peregrinary, es claro que Dycki, como todo escritor verdadero, ha permanecido fiel a un puñado de temas que no cambian con el tiempo. Las obsesiones son obsesiones son (y lo demás es la falsa novedad del mercado). La enfermedad, la muerte y la poesía aparecen ingrávidas en el primer verso de Neni y otros poemas (1990), la selección que abre esta antología, así como aparecen, aparentemente igual aunque una lectura cuidadosa los verá por fuerza como distintos, en los versos de La historia de las familias polacas (2005), el último libro incluido en esta selección. En construcciones dan la apariencia de ser sonetos (sin serlo del todo), escuetos y confesionales (aunque en un sentido distinto a los personalísimos versos de Szymborska, por ejemplo), Dycki habla de discute entra en el cuerpo que cae. En “Atragantado de sí mismo va directo al cielo”, un poema del tercer libro incluido aquí, expresa: “guerrea contra mí y vencerás/ cada día saldrás victorioso/ y cada día derrotado el momento en el que llamo/ a los muertos por su ayuda// es mi ocupación favorita convocar a los muertos”. Y así lo hace, una y otra vez, la poesía convertida en el canal misterioso y carnal por el que pasan sus cuerpos: “antes de que descubriera tu muerte en el cuarto/ en el onceavo piso y viera en el asombro/ de tu desnudez y antes de que descubriera que la muerte es una cosa/ que viene después del desayuno comida y cena// me di cuenta de que el que yacía frente a mí/ en los aposentos de la noche de ayer y el que yacía entre azucenas/ era mi amigo mi fisiología era sobre todo/ mi amigo y mi fisiología// una cosa que es sagrada”.
En otra maniobra que a ojos mordaces o poco adiestrados pudiera resultar repetitiva pero que no lo es, Dycki inicia sus poemas dos o tres veces con el mismo verso e, incluso, con la misma estrofa. Sólo la lectura completa y atenta del poema revelará la manera en que los vocablos, que son los mismos, han cambiado, saturándose de otra materia e iniciando un peregrinaje distinto. Tal vez por eso dice: “mi hermana Wanda trae una azucena de su caminata/ mientras yo escribo un poema acerca de la muerte/ y escribo ese poema otra vez desde el inicio/ y soy incapaz de terminarlo”. Y tal vez por eso nos recuerda en otro poema: “Te hablaré de la muerte en mi imperfecta/ lengua reconocida por su imperfección”, y aún en otro: “uso el lenguaje con dificultad (soy/ un poeta contemporáneo)”. En el lenguaje y por el lenguaje, la muerte transpira en cada cosa (sagrada) que aparece en los poemas de Dycki, y luego esa muerte, la misma muerte, se ve a sí misma y, viéndose, mira al lector con sus ojos transparentes.
Podría decir que fue la palabra frontera en “en nuestro pequeño pueblo fronterizo (que queda/ sobre un pequeño río y otro pequeño/ río) la muerte aparecería los lunes/ en día de mercado cuando hay mucho de donde escoger”. O que fue la palabra libro como en: “la nieve para ti no es ese mundo ingeniosamente/ o prácticamente imaginado/ desde que te mudaste a un sueño/ para escribir un libro muy separado”. O la plegaria: “la incredulidad es ese lugar milagroso/ que abandono todos los días por alguien más”. Pero en realidad quiero creer que fueron esos ojos transparentes los que me miraron a través de las hojas del libro y a través de las hojas del otoño mientras yo pasaba por ahí sin saber a ciencia cierta que lo esperaba, o mejor, que no lo esperaba oír diciéndome “escarba aquí, dentro de ti y dentro de los tuyos en esa lengua imperfecta, reconocida por su imperfección, que es donde se hacen los libros solos”.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
¿Por qué uno encuentra los libros que encuentra al azar? No lo sé. ¿Qué incita a la mano a lanzarse hacia un rectángulo de papel y no otro? Tampoco lo sé. ¿Cómo es que el ojo salta, despavorido o alegre, en todo caso emocionado, y el corazón empieza a latir con fuerza repentina nada más a su contacto? Supongo que la respuesta a estas interrogantes, de existir, está a la vista de todos, es decir, dentro del proceso de lectura de esos libros que se presentan sin anuncio o recomendación, desnudos.
Peregrinary, poems by Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, translated from the polish by Bill Johnston, (Brookline, MA: Zephyr Press, 2008).
Era una tarde de otoño, debería decir. El aire, que ya era fresco, invitaba el remolinear de los pájaros. Se antojaba un café, una charla, un buen saludo de mano: algo cálido y humano. Algo aquí. El libro apareció en ese contexto. No buscaba nada en realidad y, tal vez por eso, la palabra Peregrinary llamó mi atención. Más cercana al latín (peregrinare) que al inglés coloquial (peregrination). Más cercana a este ir de un lado a otro por mucho tiempo y en tierras muy remotas sin entender demasiado pero con devoción. Más cercana a esto. Asumo que fue por eso que tomé el libro, el cual contiene fragmentos de nueve libros anteriores, y que fui, sin pensarlo demasiado, hasta Wólka Krowicka, cerca de Lubaczów, justo en la frontera entre Polonia y Ucrania. Ahí donde nació, en 1962, Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, un nombre, si hay que creerle al traductor Bill Johnston, de difícil pronunciación incluso para los polacos. Dycki, pues, para los iniciados. Dycki para los que saben que, como fronterizo, creció hablando un dialecto local hasta que la educación formal, justo en la secundaria, lo hizo optar por el polaco propiamente dicho. Dycki, pues, para los que saben que tal “opción” partió a su familia en dos y a sus poemas en miles de pedazos. En “Manantial”, un poema de Guía para los vagabundos cualesquiera que sea su lugar de residencia (2000), por ejemplo, esto: “es el otoño Señor y no tengo hogar/ cuando llego a la región de Prezemysl/ para escarbar dentro de mí y dentro de aquellos cercanos a mí/ cuando me cuentan la historia de quien cortó a quien// en pedazos con un hacha ucraniana o polaca quien/ aventó a quien en la noria cerca de la que paso/ para escarbar dentro de mí descubrir mi verdadera/ esencia pero primero bebo el agua refrescante de esa noria// le doy crédito a la historia de mi familia y bebo de ella/ como de un manantial que formo desde la profundidad de la historia/ sobre los monstruos en ambos lados del espejo y no he sido/ inocente tampoco desde que empecé a escribir en polaco contra quién”.
De uno a otro (extracto de) libro incluido en Peregrinary, es claro que Dycki, como todo escritor verdadero, ha permanecido fiel a un puñado de temas que no cambian con el tiempo. Las obsesiones son obsesiones son (y lo demás es la falsa novedad del mercado). La enfermedad, la muerte y la poesía aparecen ingrávidas en el primer verso de Neni y otros poemas (1990), la selección que abre esta antología, así como aparecen, aparentemente igual aunque una lectura cuidadosa los verá por fuerza como distintos, en los versos de La historia de las familias polacas (2005), el último libro incluido en esta selección. En construcciones dan la apariencia de ser sonetos (sin serlo del todo), escuetos y confesionales (aunque en un sentido distinto a los personalísimos versos de Szymborska, por ejemplo), Dycki habla de discute entra en el cuerpo que cae. En “Atragantado de sí mismo va directo al cielo”, un poema del tercer libro incluido aquí, expresa: “guerrea contra mí y vencerás/ cada día saldrás victorioso/ y cada día derrotado el momento en el que llamo/ a los muertos por su ayuda// es mi ocupación favorita convocar a los muertos”. Y así lo hace, una y otra vez, la poesía convertida en el canal misterioso y carnal por el que pasan sus cuerpos: “antes de que descubriera tu muerte en el cuarto/ en el onceavo piso y viera en el asombro/ de tu desnudez y antes de que descubriera que la muerte es una cosa/ que viene después del desayuno comida y cena// me di cuenta de que el que yacía frente a mí/ en los aposentos de la noche de ayer y el que yacía entre azucenas/ era mi amigo mi fisiología era sobre todo/ mi amigo y mi fisiología// una cosa que es sagrada”.
En otra maniobra que a ojos mordaces o poco adiestrados pudiera resultar repetitiva pero que no lo es, Dycki inicia sus poemas dos o tres veces con el mismo verso e, incluso, con la misma estrofa. Sólo la lectura completa y atenta del poema revelará la manera en que los vocablos, que son los mismos, han cambiado, saturándose de otra materia e iniciando un peregrinaje distinto. Tal vez por eso dice: “mi hermana Wanda trae una azucena de su caminata/ mientras yo escribo un poema acerca de la muerte/ y escribo ese poema otra vez desde el inicio/ y soy incapaz de terminarlo”. Y tal vez por eso nos recuerda en otro poema: “Te hablaré de la muerte en mi imperfecta/ lengua reconocida por su imperfección”, y aún en otro: “uso el lenguaje con dificultad (soy/ un poeta contemporáneo)”. En el lenguaje y por el lenguaje, la muerte transpira en cada cosa (sagrada) que aparece en los poemas de Dycki, y luego esa muerte, la misma muerte, se ve a sí misma y, viéndose, mira al lector con sus ojos transparentes.
Podría decir que fue la palabra frontera en “en nuestro pequeño pueblo fronterizo (que queda/ sobre un pequeño río y otro pequeño/ río) la muerte aparecería los lunes/ en día de mercado cuando hay mucho de donde escoger”. O que fue la palabra libro como en: “la nieve para ti no es ese mundo ingeniosamente/ o prácticamente imaginado/ desde que te mudaste a un sueño/ para escribir un libro muy separado”. O la plegaria: “la incredulidad es ese lugar milagroso/ que abandono todos los días por alguien más”. Pero en realidad quiero creer que fueron esos ojos transparentes los que me miraron a través de las hojas del libro y a través de las hojas del otoño mientras yo pasaba por ahí sin saber a ciencia cierta que lo esperaba, o mejor, que no lo esperaba oír diciéndome “escarba aquí, dentro de ti y dentro de los tuyos en esa lengua imperfecta, reconocida por su imperfección, que es donde se hacen los libros solos”.
--crg
Monday, December 15, 2008
BECAUSE IT RAINS; IT IS RAINING
Poetry disregards the principle of non-contradiction
Poetry does not think
Poetry says nothing
Poetry cannot be paraphrased
Poetry says what is says by saying it and only says what it says by saying it
The novel does not contradict itself (and if it does, itis severely criticized)
The novel thinks
The novel says
The novel can be paraphrased
The novel says what it says without saying it and doesn´t only say what it says by saying it
Jacques Roubaud, Cleaning House, 240-241.
Have you checked your novel lately? Your Poe-
try to check your poem and then check your
novel´s saying no, turning its back
(does the novel have a back?)
towards your poem, have you
as of late? Check it
--crg
Poetry disregards the principle of non-contradiction
Poetry does not think
Poetry says nothing
Poetry cannot be paraphrased
Poetry says what is says by saying it and only says what it says by saying it
The novel does not contradict itself (and if it does, itis severely criticized)
The novel thinks
The novel says
The novel can be paraphrased
The novel says what it says without saying it and doesn´t only say what it says by saying it
Jacques Roubaud, Cleaning House, 240-241.
Have you checked your novel lately? Your Poe-
try to check your poem and then check your
novel´s saying no, turning its back
(does the novel have a back?)
towards your poem, have you
as of late? Check it
--crg
Sunday, December 14, 2008
DICTADO
1. Levantarse temprano, tomar café, pensar en el mensaje.
2. Tomar café, recortar extrañas figuras en papel color marrón, pensar en el mensaje.
3. Pensar en el mensaje.
4. Decirle a Los Cercanos que está pensando en el mensaje. Oírles decir: pensamos en el mensaje.
5. Esparcir las extrañas figuras marrón (todo parece indicar que son pájaros) sobre un papel color beige, pensar en el mensaje.
6. Poner la mesa y masticar y tomar café y pensar en el mensaje.
7. Imprimir la palabra DICTADO (en color rojo) muchas veces entre las alas de los pájaros extraños.
(ver algo a través del ventanal entre 7 y 8)
8. Elegir el papel (guinda), elegir la pluma (negra), escribir (finalmente) el mensaje.
9. Elegir la botella (vacía) y colocar mensaje dentro de la botella (pensar que los pájaros extraños deben estar escapando entonces del papel).
(preguntarse qué vió o si vió en realidad algo entre 7 y 8)
10. Encender el auto, abrir las puertas para Los Cercanos (y sus mensajes), y manejar hacia el mar pensando en el mensaje.
11. Elegir una playa neutra que, de entonces en adelante, será La Playa de los Mensajes.
12. Pedirle al más pequeño entre todos Los Cercanos que arroje las botellas (con los mensajes) al mar.
13. Pensar en los mensajes y pensar en los pájaros.
14. Murmurar la palabra DICTADO.
(decidir que no vió algo en realidad entre 7 y 8 )
15. Ver los pájaros que (de hecho) vuelan sobre el mensaje que se va. Las alas, ese batir.
16.Pd. Comer langosta (total ya está ahí) y tomar cerveza y contar (porque se puede) las estrellas.
--crg
1. Levantarse temprano, tomar café, pensar en el mensaje.
2. Tomar café, recortar extrañas figuras en papel color marrón, pensar en el mensaje.
3. Pensar en el mensaje.
4. Decirle a Los Cercanos que está pensando en el mensaje. Oírles decir: pensamos en el mensaje.
5. Esparcir las extrañas figuras marrón (todo parece indicar que son pájaros) sobre un papel color beige, pensar en el mensaje.
6. Poner la mesa y masticar y tomar café y pensar en el mensaje.
7. Imprimir la palabra DICTADO (en color rojo) muchas veces entre las alas de los pájaros extraños.
(ver algo a través del ventanal entre 7 y 8)
8. Elegir el papel (guinda), elegir la pluma (negra), escribir (finalmente) el mensaje.
9. Elegir la botella (vacía) y colocar mensaje dentro de la botella (pensar que los pájaros extraños deben estar escapando entonces del papel).
(preguntarse qué vió o si vió en realidad algo entre 7 y 8)
10. Encender el auto, abrir las puertas para Los Cercanos (y sus mensajes), y manejar hacia el mar pensando en el mensaje.
11. Elegir una playa neutra que, de entonces en adelante, será La Playa de los Mensajes.
12. Pedirle al más pequeño entre todos Los Cercanos que arroje las botellas (con los mensajes) al mar.
13. Pensar en los mensajes y pensar en los pájaros.
14. Murmurar la palabra DICTADO.
(decidir que no vió algo en realidad entre 7 y 8 )
15. Ver los pájaros que (de hecho) vuelan sobre el mensaje que se va. Las alas, ese batir.
16.Pd. Comer langosta (total ya está ahí) y tomar cerveza y contar (porque se puede) las estrellas.
--crg
Saturday, December 13, 2008
RECETA
Sobre la mesa recién traída del otro lado coloque el árbol viviente y las esferas de color dudoso en pequeños platos de madera. Deposite las viandas entre ellas: el queso que todo lo salva y todo lo alivia, el paté con trufas, el salami, el pan, las mandarinas. Después de encender las velas, distribúyalas al azar por la mesa y otras esquinas de casa. Aspire la fragancia de la ¿canela? y abra las botellas de vino. Junto a Los Cercanos, rememore o invente, da lo mismo. Ría. Ría hasta que considere seriamente la posibilidad de reír demasiado. Y, en duelo fantástico, dedíquese entonces a escuchar las siguiente selección de melodías: Joe Cocker, With a little help of my friends; Procol Harum, A whiter shade of pale; The Moody Blues, Nights of white satin; Frank Zappa; Watermelon on Easter Hay; Frank Sinatra, Fly me to the moon; The Mamas & Papas, California dreams; Jefferson Airplane, White rabbit; Beatles, Here, there and everywhere; Patsy Cline, I fall to pieces; The Mother Lovers, I am straight; The Fifth Dimension, The age of aquarius; Jethro Tull; Aqualung; Woodie Guthrie, This land is your land (with subsequent versions by Bob Dylan and Joan Baez); Genesis, The carpet crawlers; Sabu, Tan pequeña es; Rockdrigo, Metro Balderas; Jaime Lopez/Roberto González, El seguramente/El huerto; Stevie Wonder, All is fair in love; Camilo Sesto, Melina; Caifanes, Sombra en tiempos perdidos; Oscar Chavez, Macondo.
Entre una cosa y otra salga a la terraza y, mientras se soba los antebrazos (hace frío allá afuera), dése cuenta de que, en efecto, esa es la noche más luminosa sobre la tierra.
--crg
Sobre la mesa recién traída del otro lado coloque el árbol viviente y las esferas de color dudoso en pequeños platos de madera. Deposite las viandas entre ellas: el queso que todo lo salva y todo lo alivia, el paté con trufas, el salami, el pan, las mandarinas. Después de encender las velas, distribúyalas al azar por la mesa y otras esquinas de casa. Aspire la fragancia de la ¿canela? y abra las botellas de vino. Junto a Los Cercanos, rememore o invente, da lo mismo. Ría. Ría hasta que considere seriamente la posibilidad de reír demasiado. Y, en duelo fantástico, dedíquese entonces a escuchar las siguiente selección de melodías: Joe Cocker, With a little help of my friends; Procol Harum, A whiter shade of pale; The Moody Blues, Nights of white satin; Frank Zappa; Watermelon on Easter Hay; Frank Sinatra, Fly me to the moon; The Mamas & Papas, California dreams; Jefferson Airplane, White rabbit; Beatles, Here, there and everywhere; Patsy Cline, I fall to pieces; The Mother Lovers, I am straight; The Fifth Dimension, The age of aquarius; Jethro Tull; Aqualung; Woodie Guthrie, This land is your land (with subsequent versions by Bob Dylan and Joan Baez); Genesis, The carpet crawlers; Sabu, Tan pequeña es; Rockdrigo, Metro Balderas; Jaime Lopez/Roberto González, El seguramente/El huerto; Stevie Wonder, All is fair in love; Camilo Sesto, Melina; Caifanes, Sombra en tiempos perdidos; Oscar Chavez, Macondo.
Entre una cosa y otra salga a la terraza y, mientras se soba los antebrazos (hace frío allá afuera), dése cuenta de que, en efecto, esa es la noche más luminosa sobre la tierra.
--crg
Friday, December 12, 2008
Wednesday, December 10, 2008
LIBREROS EN OFICINA
Es posible escaparse de las engorrosas categorías la mayoría de las veces. Nadie que escriba en serio puede o debe pensar en ellas, por ejemplo. Pero alguien que organiza sus libros en nuevos libreros tiene que reconsiderarlas con sentido crítico y, acaso sobre todo, con sentido práctico. Esa es la labor. Esa es la tarea. Hay, pues, diez libreros con siete estantes cada uno (el séptimo estante es singularmente corto, por lo cual acepta sólo libros pequeños). En cada estante caben entre 45 y 50 libros, dependiendo de su grosor. Hay, por otra parte, suficientes libros para llenar esos (y otros) libreros, repartidos en temas varios, aunque la literatura y la historia son predominantes, y en varias lenguas, con el dominio del inglés y del español.
Después de darle muchas vueltas en la cabeza y de rozar lo políticamente incorrecto, he aquí el singular sistema de sistemas de organización local:
1) Un sistema geográfico y cronólogico para los libros de historia escritos en Inglés distribuidos en dos libreros y medio de la siguiente manera: un estante para revistas; dos para historia colonial latinoamericana; dos para historia moderna latinoamericana; cuatro para historia colonial y moderna de México (con libros mezclados en inglés y español); uno para historia de Mexico-Americanos en los Estados Unidos; uno para historia de Estados Unidos; uno para historias de europa, africa y asia; dos para historia de género; uno para historia de la medicina (con especial énfasis en la psiquiatría); uno para historia del cuerpo.
2) Un sistema alfabético para ficción escrita en y/o traducida al Inglés, con libros distribuidos en dos y medio libreros, iniciando con Acker y terminando con Xingjan.
3) Un sistema alfabético para poesía escrita tanto en español o en inglés (o en cualquier otro idioma), iniciando con antologías regionales/temáticas/generacionales y terminando con el autor desconocido. Estos libros ocupan cinco estantes e incluyen desde los clásicos en pasta de cuero hasta plaquettes.
4) Un sistema alfabético para teoría (libros para pensar) que inicia con Adorno y termina con Zizek. Estos libros ocupan los siete estantes de un librero que se ubica directamente tras la espalda del sistema organizador.
5) Un sistema alfabético para ficción escrita o traducida al español, cuyos libros ocupan un librero y medio.
6) Un sistema por editorial que incluye ficción reciente escrita y/o traducida al español, repartido en tres estantes dobles (el sistema asume que recordará eventualmente lo que quedó detrás).
7) Un sistema por tamaño para libros de arte. Este ocupa dos estantes de un librero.
8) Un sistema altamente azaroso para libros que el sistema no supo donde colocar, ocupando los dos estantes más bajos de dos libreros.
9) Un sistema puramente emocional para libros indispensables, que uno debe tener a la mano siempre en todo momento, cuyos elementos se encuentran en un onceavo librero corto que se ubica a la mano derecha del sistema organizativo.
El más breve de los análisis de estos variados sistemas de organización tendría que subrayar: 1) la facilidad con la que se aplica el sistema decimal a los libros de historia (región, cronología, abecedario). 2) La facilidad con la que la poesía asume el sistema puertoriqueño de organización (al menos así lo tienen el Borders de San Juan): todo junto y a la vez y siguiendo únicamente y de oídas al abecedario.
Lo demás, que sigue en cajas, seguirá ahí hasta nuevo aviso.
--crg
Es posible escaparse de las engorrosas categorías la mayoría de las veces. Nadie que escriba en serio puede o debe pensar en ellas, por ejemplo. Pero alguien que organiza sus libros en nuevos libreros tiene que reconsiderarlas con sentido crítico y, acaso sobre todo, con sentido práctico. Esa es la labor. Esa es la tarea. Hay, pues, diez libreros con siete estantes cada uno (el séptimo estante es singularmente corto, por lo cual acepta sólo libros pequeños). En cada estante caben entre 45 y 50 libros, dependiendo de su grosor. Hay, por otra parte, suficientes libros para llenar esos (y otros) libreros, repartidos en temas varios, aunque la literatura y la historia son predominantes, y en varias lenguas, con el dominio del inglés y del español.
Después de darle muchas vueltas en la cabeza y de rozar lo políticamente incorrecto, he aquí el singular sistema de sistemas de organización local:
1) Un sistema geográfico y cronólogico para los libros de historia escritos en Inglés distribuidos en dos libreros y medio de la siguiente manera: un estante para revistas; dos para historia colonial latinoamericana; dos para historia moderna latinoamericana; cuatro para historia colonial y moderna de México (con libros mezclados en inglés y español); uno para historia de Mexico-Americanos en los Estados Unidos; uno para historia de Estados Unidos; uno para historias de europa, africa y asia; dos para historia de género; uno para historia de la medicina (con especial énfasis en la psiquiatría); uno para historia del cuerpo.
2) Un sistema alfabético para ficción escrita en y/o traducida al Inglés, con libros distribuidos en dos y medio libreros, iniciando con Acker y terminando con Xingjan.
3) Un sistema alfabético para poesía escrita tanto en español o en inglés (o en cualquier otro idioma), iniciando con antologías regionales/temáticas/generacionales y terminando con el autor desconocido. Estos libros ocupan cinco estantes e incluyen desde los clásicos en pasta de cuero hasta plaquettes.
4) Un sistema alfabético para teoría (libros para pensar) que inicia con Adorno y termina con Zizek. Estos libros ocupan los siete estantes de un librero que se ubica directamente tras la espalda del sistema organizador.
5) Un sistema alfabético para ficción escrita o traducida al español, cuyos libros ocupan un librero y medio.
6) Un sistema por editorial que incluye ficción reciente escrita y/o traducida al español, repartido en tres estantes dobles (el sistema asume que recordará eventualmente lo que quedó detrás).
7) Un sistema por tamaño para libros de arte. Este ocupa dos estantes de un librero.
8) Un sistema altamente azaroso para libros que el sistema no supo donde colocar, ocupando los dos estantes más bajos de dos libreros.
9) Un sistema puramente emocional para libros indispensables, que uno debe tener a la mano siempre en todo momento, cuyos elementos se encuentran en un onceavo librero corto que se ubica a la mano derecha del sistema organizativo.
El más breve de los análisis de estos variados sistemas de organización tendría que subrayar: 1) la facilidad con la que se aplica el sistema decimal a los libros de historia (región, cronología, abecedario). 2) La facilidad con la que la poesía asume el sistema puertoriqueño de organización (al menos así lo tienen el Borders de San Juan): todo junto y a la vez y siguiendo únicamente y de oídas al abecedario.
Lo demás, que sigue en cajas, seguirá ahí hasta nuevo aviso.
--crg
PARALELISMO
Hay algo (o mucho) (o demasiado) de ironía entre haber dejado atrás una ciudad monstruosa creciente hambrienta de los suyos donde, además, caen aviones (literalmente) sobre las cabezas de los transeúntes que avanzan sobre ciertas avenidas, y haber llegado a un pequeño poblado cerca del mar donde hasta los ciegos respetan las señales de tráfico sólo para oler (literalmente) el humo del avión que cayó anteayer sobre las cabezas de los resdientes de una casa de grandes ventanales y jardín hechizo.
Hay algo de ironía, me digo, mientras observo las llamas y aspiro.
--crg
Hay algo (o mucho) (o demasiado) de ironía entre haber dejado atrás una ciudad monstruosa creciente hambrienta de los suyos donde, además, caen aviones (literalmente) sobre las cabezas de los transeúntes que avanzan sobre ciertas avenidas, y haber llegado a un pequeño poblado cerca del mar donde hasta los ciegos respetan las señales de tráfico sólo para oler (literalmente) el humo del avión que cayó anteayer sobre las cabezas de los resdientes de una casa de grandes ventanales y jardín hechizo.
Hay algo de ironía, me digo, mientras observo las llamas y aspiro.
--crg
UNBELIEF IS THE MIRACULOUS PLACE/ THAT I ABANDON DAILY FOR SOMEONE ELSE
I´ll tell you about death in my imperfect
tongue renowned by its imperfection
but before I tell you about death
as of something beautifully lost
you must name me fittingly
so do not become friends with anyone
without his ashes in your palm
and without his ashes in your mouth
and without ashes in your guts which push
toward the light and so will not betray you
or abandon you when you´re falling descending
downwards with all still before you
Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki,Peregrinary (trans. from the polish by Bill Johnston), 89.
--crg
I´ll tell you about death in my imperfect
tongue renowned by its imperfection
but before I tell you about death
as of something beautifully lost
you must name me fittingly
so do not become friends with anyone
without his ashes in your palm
and without his ashes in your mouth
and without ashes in your guts which push
toward the light and so will not betray you
or abandon you when you´re falling descending
downwards with all still before you
Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki,Peregrinary (trans. from the polish by Bill Johnston), 89.
--crg
Tuesday, December 09, 2008
I TOO WAS FLEEING FROM MYSELF TOWARD THE BORDER
I´ll tell you about death in my imperfect
tongue renowned for its imperfection
but before I tell you about death as I have
already done for many before you
you must name me fittingly and remember
my name till the day when darkness will begin
to descend over all you have touched
and discarded once and for all
then I will tell you about death
then I will tell you mostly about myself
do not become friends with anyone
who in a hopeless situation is unable to give
Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, Peregrinary (trans. from the Polish by Bill Johnston), 85
--crg
I´ll tell you about death in my imperfect
tongue renowned for its imperfection
but before I tell you about death as I have
already done for many before you
you must name me fittingly and remember
my name till the day when darkness will begin
to descend over all you have touched
and discarded once and for all
then I will tell you about death
then I will tell you mostly about myself
do not become friends with anyone
who in a hopeless situation is unable to give
Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, Peregrinary (trans. from the Polish by Bill Johnston), 85
--crg
LA SOBREMESA DESDE EL FUTURO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura}
Imagino que los arqueólogos del futuro medirán nuestros niveles de sofisticación cultural por la duración de nuestras sobremesas. Poco a poco, conforme vayan configurando los equipos a cargo de la exploración de ese mundo que, después de la hecatombe, habrá quedado atrapado entre escombros y olvido, desentrañarán uno de los fenómenos más suculentos de la vida cotidiana de antaño. Imagino sus rostros durante el proceso: incrédulos y agradecidos. Imagino sus manos: temblando. Los ojos: abiertos en desmesura.
Los especialistas de finales del siglo XXII avanzarán con cuidado entre los desechos de los grandes centros urbanos del norte y, sin duda, se detendrán con curiosidad y disgusto frente a los contenedores de plástico que aparecerán junto a las pantallas de antiguas computadoras. Esto, se dirán entre ellos conteniendo apenas el asco, esto es un popote. A medida que retiren el polvo con brochas de pelo finísimo, se darán cuenta de la extraña cercanía registrada entre los tenedores y los lápices y los clips sobre los escritorios de metal, sugiriendo la compenetración absoluta entre el proceso de trabajo y el proceso de alimentación. Los especialistas se preguntarán entonces, con justa razón, sobre el lugar del placer en ese cuadro. Lo observarán todo desde lejos y, luego, se verán uno al otro con miradas oblicuas. Entonces moverán las cabezas de izquierda a derecha en signo de pesar y resignación pronunciando, al mismo tiempo, las palabras “soledad absoluta”, “materialismo desatado”, “locura sideral”.
El equipo de arqueólogos encargados de la zona sur del orbe desenterrará, sin embargo, remanentes distintos. Ahí, en esos territorios informes y todavía tibios, con base en datos rescatados metódicamente del desastre del pasado y con la ayuda de teorías antropológicas elaboradas in situ, los especialistas desentrañarán, con asombro y envidia confundidos, el concepto de la sobremesa. En los gruesos reportes que mandarán a la Estación Central de Estudios Culturales aparecerán los dibujos de círculos y rectángulos que, organizados en una estructura planetaria, representarán a los platos y tazas y copas que compartían espacio con los tenedores y los cuchillos. Se trataba, definirán en sus altos diccionarios, de una congregación sin fines productivos que se llevaba a cabo después de la comida, es decir, una vez que el momento del consumo necesario llegaba a su término. El tiempo, medido por el número de objetos de porcelana y cristal presentes sobre el rectángulo de la mesa, pasaba sin resabios entre los antebrazos y los ojos y las bocas de los convidados. A pesar de contar con instrumentos de medición casi perfectos, los ur-arqueólogos tendrán dificultades casi insalvables para calcular el número exacto de horas que duraban estos asuntos. A veces eran cortas, ciertamente, pero con frecuencia, esto lo descubrirán al constatar la mezcla de las vajillas, la sobremesa se extendía hasta alcanzar el inicio de la próxima ingesta de alimentos. Los manteles, esto lo notarán los especialistas con cierta suspicacia, escribiéndolo apenas en pies de páginas pequeñísmos, guardaban un inquietante parecido con la consistencia de las sábanas. Esos pliegues. Aquellas manchas.
Ya sin datos duros, pero inducidos por el placer mismo del descubrimiento, los arqueólogos se darán a la tarea de repetir lo que, en su imaginación, era sin duda el lenguaje de la sobremesa. “¿Vamos a sobremesear?”, se dirán entre ellos, guiñándose un ojo. “Uno puede comer con cualquiera, eso es cierto, pero no a todo mundo se le convida a la sobremesa”, asegurarán con autoridad científica. “¿Así que este es el significado de la palabra ahíto?”, se preguntarán en voz baja, preguntándose en realidad muchas otras cosas. “Te invito a sobremesear mañana, ¿cómo ves?”. El futuro será, sin duda, un mejor lugar después de todo esto.
Dudo que esta columna sobreviva el desastre que se avecina pero, por si acaso, va aquí mensaje en metafórica botella de cristal.
Estimados Ur-Arqueólogos del Futuro:
Si en algo nos parecemos, y no estoy segura de si esto es un buen o un mal pensamiento, asumo que disfrutarán, como lo hemos hecho por siglos en ciertas regiones de este mundo, de la sobremesa. Tendrán razón si deducen que se trata de una de las actividades más improductivas e inútiles que llegamos a inventar en nuestra historia, sólo equiparable, aunque en sentido contrario, al descubrimiento de la agricultura. Tendrán razón si, al imaginarla, se les nubla la vista o se les hace agua la boca. A todo eso le llamamos, incluso ahora, gozo o placer (existen hasta el momento debates elegantísimos al respecto). Pero no les escribo yo para arrebatarles el gusto del descubrimiento propio, sino para sugerirles, con la humildad característica del más remoto de los pasados, que al introducirse por primera vez en los vericuetos de la sobremesa escuchen con atención las palabras de un cierto artefacto musical (denominado canción) que, en voz de una andrógina del punk nacida todavía un siglo atrás, ha transmitido un mensaje cuya validez no cesa. Patti Smith, en efecto, dijo alguna vez: “Desire is hunger, the fire I breath; love is the banquet on which we feed”.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura}
Imagino que los arqueólogos del futuro medirán nuestros niveles de sofisticación cultural por la duración de nuestras sobremesas. Poco a poco, conforme vayan configurando los equipos a cargo de la exploración de ese mundo que, después de la hecatombe, habrá quedado atrapado entre escombros y olvido, desentrañarán uno de los fenómenos más suculentos de la vida cotidiana de antaño. Imagino sus rostros durante el proceso: incrédulos y agradecidos. Imagino sus manos: temblando. Los ojos: abiertos en desmesura.
Los especialistas de finales del siglo XXII avanzarán con cuidado entre los desechos de los grandes centros urbanos del norte y, sin duda, se detendrán con curiosidad y disgusto frente a los contenedores de plástico que aparecerán junto a las pantallas de antiguas computadoras. Esto, se dirán entre ellos conteniendo apenas el asco, esto es un popote. A medida que retiren el polvo con brochas de pelo finísimo, se darán cuenta de la extraña cercanía registrada entre los tenedores y los lápices y los clips sobre los escritorios de metal, sugiriendo la compenetración absoluta entre el proceso de trabajo y el proceso de alimentación. Los especialistas se preguntarán entonces, con justa razón, sobre el lugar del placer en ese cuadro. Lo observarán todo desde lejos y, luego, se verán uno al otro con miradas oblicuas. Entonces moverán las cabezas de izquierda a derecha en signo de pesar y resignación pronunciando, al mismo tiempo, las palabras “soledad absoluta”, “materialismo desatado”, “locura sideral”.
El equipo de arqueólogos encargados de la zona sur del orbe desenterrará, sin embargo, remanentes distintos. Ahí, en esos territorios informes y todavía tibios, con base en datos rescatados metódicamente del desastre del pasado y con la ayuda de teorías antropológicas elaboradas in situ, los especialistas desentrañarán, con asombro y envidia confundidos, el concepto de la sobremesa. En los gruesos reportes que mandarán a la Estación Central de Estudios Culturales aparecerán los dibujos de círculos y rectángulos que, organizados en una estructura planetaria, representarán a los platos y tazas y copas que compartían espacio con los tenedores y los cuchillos. Se trataba, definirán en sus altos diccionarios, de una congregación sin fines productivos que se llevaba a cabo después de la comida, es decir, una vez que el momento del consumo necesario llegaba a su término. El tiempo, medido por el número de objetos de porcelana y cristal presentes sobre el rectángulo de la mesa, pasaba sin resabios entre los antebrazos y los ojos y las bocas de los convidados. A pesar de contar con instrumentos de medición casi perfectos, los ur-arqueólogos tendrán dificultades casi insalvables para calcular el número exacto de horas que duraban estos asuntos. A veces eran cortas, ciertamente, pero con frecuencia, esto lo descubrirán al constatar la mezcla de las vajillas, la sobremesa se extendía hasta alcanzar el inicio de la próxima ingesta de alimentos. Los manteles, esto lo notarán los especialistas con cierta suspicacia, escribiéndolo apenas en pies de páginas pequeñísmos, guardaban un inquietante parecido con la consistencia de las sábanas. Esos pliegues. Aquellas manchas.
Ya sin datos duros, pero inducidos por el placer mismo del descubrimiento, los arqueólogos se darán a la tarea de repetir lo que, en su imaginación, era sin duda el lenguaje de la sobremesa. “¿Vamos a sobremesear?”, se dirán entre ellos, guiñándose un ojo. “Uno puede comer con cualquiera, eso es cierto, pero no a todo mundo se le convida a la sobremesa”, asegurarán con autoridad científica. “¿Así que este es el significado de la palabra ahíto?”, se preguntarán en voz baja, preguntándose en realidad muchas otras cosas. “Te invito a sobremesear mañana, ¿cómo ves?”. El futuro será, sin duda, un mejor lugar después de todo esto.
Dudo que esta columna sobreviva el desastre que se avecina pero, por si acaso, va aquí mensaje en metafórica botella de cristal.
Estimados Ur-Arqueólogos del Futuro:
Si en algo nos parecemos, y no estoy segura de si esto es un buen o un mal pensamiento, asumo que disfrutarán, como lo hemos hecho por siglos en ciertas regiones de este mundo, de la sobremesa. Tendrán razón si deducen que se trata de una de las actividades más improductivas e inútiles que llegamos a inventar en nuestra historia, sólo equiparable, aunque en sentido contrario, al descubrimiento de la agricultura. Tendrán razón si, al imaginarla, se les nubla la vista o se les hace agua la boca. A todo eso le llamamos, incluso ahora, gozo o placer (existen hasta el momento debates elegantísimos al respecto). Pero no les escribo yo para arrebatarles el gusto del descubrimiento propio, sino para sugerirles, con la humildad característica del más remoto de los pasados, que al introducirse por primera vez en los vericuetos de la sobremesa escuchen con atención las palabras de un cierto artefacto musical (denominado canción) que, en voz de una andrógina del punk nacida todavía un siglo atrás, ha transmitido un mensaje cuya validez no cesa. Patti Smith, en efecto, dijo alguna vez: “Desire is hunger, the fire I breath; love is the banquet on which we feed”.
--crg
Monday, December 08, 2008
Friday, December 05, 2008
USHUAIA
El varado atisba
la pregunta:
hay dos olas de carne en el mar
un arrecife, la punta
del iceberg la blanca mansedumbre que se abre
en dos (hay dos).
Esa es la pregunta.
Una mano se eleva en la costa.
En la cubierta hay zapatos, que avanzan.
Dentro del barco inmóvil: alguien o algo.
La nube parece.
¿Es esa la pregunta?
Estuvo en las noticias del 5 de diciembre: Las 122 personas que habían quedado varadas, desde el pasado jueves, en la Antártida a abordo del crucero Ushuaia fueron rescatadas y llevadas en el buque El Aquiles a una base militar chilena.
Varar es el nombre de esto.
--crg
El varado atisba
la pregunta:
hay dos olas de carne en el mar
un arrecife, la punta
del iceberg la blanca mansedumbre que se abre
en dos (hay dos).
Esa es la pregunta.
Una mano se eleva en la costa.
En la cubierta hay zapatos, que avanzan.
Dentro del barco inmóvil: alguien o algo.
La nube parece.
¿Es esa la pregunta?
Estuvo en las noticias del 5 de diciembre: Las 122 personas que habían quedado varadas, desde el pasado jueves, en la Antártida a abordo del crucero Ushuaia fueron rescatadas y llevadas en el buque El Aquiles a una base militar chilena.
Varar es el nombre de esto.
--crg
ALQUIMISTAS, ANIMISTAS, SOBRE TODO ELECTRICISTAS (Fangoria dixit)
Su arribo data del año tres de la nueva era: eso se sabe. Otearon el paisaje, se protegieron los ojos contra el embate de la arena y, a falta de bandera, clavaron un bastón de metal entre las piedras. A eso todos le llamaron El Inicio. Lo que siguió después del inicio resulta poco conocido. Se sabe que fueron años de edificación transcurridos en el silencio de los iguales. Eso parecían: iguales a los otros. Rezaban: aprendimos sus lenguajes, retomamos sus costumbres, habitamos en casas parecidas a las suyas. Los cables de la electricidad cambiaron la faz del cielo y la manera en que las manos tocaban el mango de los cuchillos sobre las mesas del anochecer. Los focos prendidos animaron por igual sus conversaciones y sus enconos. El ruido de la electricidad los mantuvo alertas por mucho tiempo. Cuando conocieron el llanto, el momento de ese contacto es impreciso o meramente hipotético, dedujeron que se trataba de un fenómeno eléctrico que sólo afecta al corazón. Luego masticaron sus días y hablaron, como los otros, de sus rutinas. Luego apagaron la luz. Y recordaron.
--crg
Su arribo data del año tres de la nueva era: eso se sabe. Otearon el paisaje, se protegieron los ojos contra el embate de la arena y, a falta de bandera, clavaron un bastón de metal entre las piedras. A eso todos le llamaron El Inicio. Lo que siguió después del inicio resulta poco conocido. Se sabe que fueron años de edificación transcurridos en el silencio de los iguales. Eso parecían: iguales a los otros. Rezaban: aprendimos sus lenguajes, retomamos sus costumbres, habitamos en casas parecidas a las suyas. Los cables de la electricidad cambiaron la faz del cielo y la manera en que las manos tocaban el mango de los cuchillos sobre las mesas del anochecer. Los focos prendidos animaron por igual sus conversaciones y sus enconos. El ruido de la electricidad los mantuvo alertas por mucho tiempo. Cuando conocieron el llanto, el momento de ese contacto es impreciso o meramente hipotético, dedujeron que se trataba de un fenómeno eléctrico que sólo afecta al corazón. Luego masticaron sus días y hablaron, como los otros, de sus rutinas. Luego apagaron la luz. Y recordaron.
--crg
Thursday, December 04, 2008
Wednesday, December 03, 2008
Tuesday, December 02, 2008
LAS PALMERAS SALVAJES: Primer Premio de Literatura Transtotal Borimex
Era una reunión arrebatada y carcajienta que, de súbito, se convirtió en una sesión de comité. Había, esto habrá que anotarlo con mesurada discreción, pequeños vasos rebosantes de un líquido claro, cuyo aroma más bien punzante parecía tener algo que ver con el ánimo relajado, si no es que celebratorio, de la primer cumbre borimex de la región. Hubo recuerdos, eso es cierto, pero también propuestas. A más de una le sobraban los diez dólares de regalías que resultaron de la publicación de un libro colectivo. Fue cuestión de mencionar las palabras Palmeras Salvajes (justo en medio de una conversación sobre la carga erótica de esa bebida insensata que es el chichaito) para que surgieran, de esos lugares ignotos de la mente, las escuetas bases del premio: una obra transtotal, escrita por un Bori o Mex, cuyo premio incluiría 90 dólares (a las cuantiosas regalías se les sumaron donaciones in situ), publicación en blog, y una botella del ya mentado chichaito. Supongo que se precisará de al menos una sesión más (o tal vez dos) (acaso tres) para afinar detalles. Los mantendré informados.
--crg
Era una reunión arrebatada y carcajienta que, de súbito, se convirtió en una sesión de comité. Había, esto habrá que anotarlo con mesurada discreción, pequeños vasos rebosantes de un líquido claro, cuyo aroma más bien punzante parecía tener algo que ver con el ánimo relajado, si no es que celebratorio, de la primer cumbre borimex de la región. Hubo recuerdos, eso es cierto, pero también propuestas. A más de una le sobraban los diez dólares de regalías que resultaron de la publicación de un libro colectivo. Fue cuestión de mencionar las palabras Palmeras Salvajes (justo en medio de una conversación sobre la carga erótica de esa bebida insensata que es el chichaito) para que surgieran, de esos lugares ignotos de la mente, las escuetas bases del premio: una obra transtotal, escrita por un Bori o Mex, cuyo premio incluiría 90 dólares (a las cuantiosas regalías se les sumaron donaciones in situ), publicación en blog, y una botella del ya mentado chichaito. Supongo que se precisará de al menos una sesión más (o tal vez dos) (acaso tres) para afinar detalles. Los mantendré informados.
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TODOS PERDEMOS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Kiran Desai nació en Nueva Dehli pero desde los 14 años ha vivido fuera de India —primero una estadía más bien breve en la Gran Bretaña y luego, de manera un poco más permanente, en los Estados Unidos. Esa experiencia errante en un mundo post-colonial está sin duda presente en las dos novelas que Desai ha publicado hasta la fecha: Hullaballoo in the Orchard y The Inheritance of Loss/ El Legado de la pérdida, con la que se hizo acreedora al prestigioso Premio Man Booker en 2006 y que en años anteriores recayera en autores como Coetzee, Atwood y Banville. Celebrada de manera unánime por la crítica, El legado de la pérdida no sólo recibió elogios por la compleja humanidad de sus personajes trasatlánticos —hombres y mujeres, jóvenes y viejos, en continua confrontación moral y material con las equívocas fuerzas del colonialismo tanto en Nueva York como en India— sino también por su fino tratamiento (acaso profético) de la política de la región. En vísperas de los sangrientos eventos que han asolado a Bombay en días recientes, no hay más que estar de acuerdo con la máxima aquella que dicta que la literatura, y no el análisis científico de la realidad social, puede llegar más hondo cuando de lo que se trata es de develar la cara más humana, más apegada a la tierra, de los grandes eventos macroeconómicos del mundo globalizado.
El amplio set de personajes que convive en esa casa medio derruida al pie del Monte Kanchenjunga, en Kalimpong, en las inmediaciones de los Himalaya, se da inicio con Jemubahi, el amargado juez que recibió su educación tanto en derecho como en la sutil idiosincrasia del racismo en Cambridge. Allá, solo, Jemu aprendió a desconocerse (“a tomar refugio en la tercera persona”) y a despreciarse. Allá, solo, sin poder reír y casi sin hablar, Jemu aprendió la crueldad con la que luego tratará a su esposa, acusándola de carecer de modales occidentales hasta debilitarla de tal manera que la locura llega a parecerle una opción ventajosa frente a la vida con el marido que su familia eligió para ella. Junto a un Jemu incapaz de verific ar su pasado emerge, hablador y ferviente, el cocinero, cuyo hijo lleva una existencia precaria como garrotero en diversos restaurantes de la gran manzana, y con quien sólo se comunica por carta. Ese es el par que recibe a Sai, la nieta de 17 años que ha perdido a ambos padres en un accidente y que llega, cual de la nada, después de una estancia en un convento. La presencia de Sai no sólo convoca los recuerdos reprimidos del juez —su crueldad, su maledicencia, su soledad— sino también la presencia de Gyan, el joven tutor Nepalí con quien Sai aprende lo fluido, por no decir traicionero, que puede llegar a ser el amor: “No era algo firme, eso estaba aprendiendo [Gyan], no estaba escrito en piedra; era más bien algo informe que se prestaba a la traición y tomaba la forma del molde en que lo virtiera”.
La ambivalencia de la lucha por y dentro de India aparece de la mano precisamente de Gyan. En un ambiente público dominado por la testosterona, Gyan pronto deja el espacio íntimo de los escarceos amorosos para formar parte del ejército de liberación de Gorkha —es a sus jóvenes soldados a quienes confiesa los lugares donde el juez guarda alimentos y otros objetos de valor, y a ellos a quienes entrega, no sin pesar o remordimiento posterior, la clave para irrumpir en el hogar en el que antes descubriera el amor. Recordando la retirada del ejército británico en 1947 surge la pregunta: “¿Una nación con tal clímax en su historia, en su corazón, no tendrá hambre por eso otra vez?”. La respuesta, en los gritos de los Nepalis que poco han ganado con la independencia, es un enérgico Sí.
En lo que podría ser una de las descripciones más vívidas de la experiencia de los inmigrantes de India —y de más regiones del mundo para tal efecto— en Nueva York, Desai sigue de cerca las hazañas cotidianas de Biju, el hijo del cocinero que, aunque manda cartas de triunfo hasta el Himalaya, con frecuencia se va a dormir con hambre sobre colchas que coloca directamente sobre el suelo sucio de los restaurantes donde trabaja. Sin papeles migratorios y ninguna otra protección de por medio, Biju vive a expensas de los depredadores urbanos, a menudo paisanos de India con más años de residencia en los Estados Unidos. En la tumultuosa soledad del inmigrante, Biju aprende, entre otras cosas, que “se vive intensamente con otros, sólo para verlos desaparecer de la noche a la mañana, puesto que la clase de la sombras estaba condenada al movimiento.
Aunque los registros de la novela son variados y nunca sentimentales, puesto que Desai evita por igual el folklore y la victimización, es claro que a los ojos de la autora pocas cosas se salvan de la devastación moral y económica que resultan del colonialismo contemporáneo. Todos perdemos, parece decir. Perdemos dentro de India, devastada por la bomba de la pobreza y la violencia confundidas. Y perdemos fuera de India, en la soledad y la discriminación. Pierde el que se va y también pierde el que regresa, como también pierde el que ni siquiera es capaz de irse la primera vez. Acaso como a Sai, la única opción que queda, de haber una, es “nunca volver a creer que sólo existe una narrativa y que esa narrativa le pertenece sólo a ella”. En todo caso, eso se lo podrá preguntar a la propia autora este diciembre 2, en el contexto de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde sostendremos una charla.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Kiran Desai nació en Nueva Dehli pero desde los 14 años ha vivido fuera de India —primero una estadía más bien breve en la Gran Bretaña y luego, de manera un poco más permanente, en los Estados Unidos. Esa experiencia errante en un mundo post-colonial está sin duda presente en las dos novelas que Desai ha publicado hasta la fecha: Hullaballoo in the Orchard y The Inheritance of Loss/ El Legado de la pérdida, con la que se hizo acreedora al prestigioso Premio Man Booker en 2006 y que en años anteriores recayera en autores como Coetzee, Atwood y Banville. Celebrada de manera unánime por la crítica, El legado de la pérdida no sólo recibió elogios por la compleja humanidad de sus personajes trasatlánticos —hombres y mujeres, jóvenes y viejos, en continua confrontación moral y material con las equívocas fuerzas del colonialismo tanto en Nueva York como en India— sino también por su fino tratamiento (acaso profético) de la política de la región. En vísperas de los sangrientos eventos que han asolado a Bombay en días recientes, no hay más que estar de acuerdo con la máxima aquella que dicta que la literatura, y no el análisis científico de la realidad social, puede llegar más hondo cuando de lo que se trata es de develar la cara más humana, más apegada a la tierra, de los grandes eventos macroeconómicos del mundo globalizado.
El amplio set de personajes que convive en esa casa medio derruida al pie del Monte Kanchenjunga, en Kalimpong, en las inmediaciones de los Himalaya, se da inicio con Jemubahi, el amargado juez que recibió su educación tanto en derecho como en la sutil idiosincrasia del racismo en Cambridge. Allá, solo, Jemu aprendió a desconocerse (“a tomar refugio en la tercera persona”) y a despreciarse. Allá, solo, sin poder reír y casi sin hablar, Jemu aprendió la crueldad con la que luego tratará a su esposa, acusándola de carecer de modales occidentales hasta debilitarla de tal manera que la locura llega a parecerle una opción ventajosa frente a la vida con el marido que su familia eligió para ella. Junto a un Jemu incapaz de verific ar su pasado emerge, hablador y ferviente, el cocinero, cuyo hijo lleva una existencia precaria como garrotero en diversos restaurantes de la gran manzana, y con quien sólo se comunica por carta. Ese es el par que recibe a Sai, la nieta de 17 años que ha perdido a ambos padres en un accidente y que llega, cual de la nada, después de una estancia en un convento. La presencia de Sai no sólo convoca los recuerdos reprimidos del juez —su crueldad, su maledicencia, su soledad— sino también la presencia de Gyan, el joven tutor Nepalí con quien Sai aprende lo fluido, por no decir traicionero, que puede llegar a ser el amor: “No era algo firme, eso estaba aprendiendo [Gyan], no estaba escrito en piedra; era más bien algo informe que se prestaba a la traición y tomaba la forma del molde en que lo virtiera”.
La ambivalencia de la lucha por y dentro de India aparece de la mano precisamente de Gyan. En un ambiente público dominado por la testosterona, Gyan pronto deja el espacio íntimo de los escarceos amorosos para formar parte del ejército de liberación de Gorkha —es a sus jóvenes soldados a quienes confiesa los lugares donde el juez guarda alimentos y otros objetos de valor, y a ellos a quienes entrega, no sin pesar o remordimiento posterior, la clave para irrumpir en el hogar en el que antes descubriera el amor. Recordando la retirada del ejército británico en 1947 surge la pregunta: “¿Una nación con tal clímax en su historia, en su corazón, no tendrá hambre por eso otra vez?”. La respuesta, en los gritos de los Nepalis que poco han ganado con la independencia, es un enérgico Sí.
En lo que podría ser una de las descripciones más vívidas de la experiencia de los inmigrantes de India —y de más regiones del mundo para tal efecto— en Nueva York, Desai sigue de cerca las hazañas cotidianas de Biju, el hijo del cocinero que, aunque manda cartas de triunfo hasta el Himalaya, con frecuencia se va a dormir con hambre sobre colchas que coloca directamente sobre el suelo sucio de los restaurantes donde trabaja. Sin papeles migratorios y ninguna otra protección de por medio, Biju vive a expensas de los depredadores urbanos, a menudo paisanos de India con más años de residencia en los Estados Unidos. En la tumultuosa soledad del inmigrante, Biju aprende, entre otras cosas, que “se vive intensamente con otros, sólo para verlos desaparecer de la noche a la mañana, puesto que la clase de la sombras estaba condenada al movimiento.
Aunque los registros de la novela son variados y nunca sentimentales, puesto que Desai evita por igual el folklore y la victimización, es claro que a los ojos de la autora pocas cosas se salvan de la devastación moral y económica que resultan del colonialismo contemporáneo. Todos perdemos, parece decir. Perdemos dentro de India, devastada por la bomba de la pobreza y la violencia confundidas. Y perdemos fuera de India, en la soledad y la discriminación. Pierde el que se va y también pierde el que regresa, como también pierde el que ni siquiera es capaz de irse la primera vez. Acaso como a Sai, la única opción que queda, de haber una, es “nunca volver a creer que sólo existe una narrativa y que esa narrativa le pertenece sólo a ella”. En todo caso, eso se lo podrá preguntar a la propia autora este diciembre 2, en el contexto de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde sostendremos una charla.
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Friday, November 28, 2008
RECETA
Al pavo se le pone lo que usualmente va en el pavo: romero, mantequilla con trufas, manzanas o peras, limones o naranjas, sal y pimienta. Se le coloca en el horno después, por supuesto. Y ahí se le olvida por horas enteras. El tiempo hará lo suyo, que es pasar. Mientras tanto, no dude en escribir programas de estudios, artículos atrasados, cartas pospuestas. Cuando regrese a la realidad (porque regresar a la realidad es inevitable), saque el pavo del horno y, junto con todos los otros implementos, arranque el auto (acepte que va tarde) y diríjase rumbo a la frontera más cercana. Maneje con cuidado. Cruce. De súbito, al presentir (que es otra manera de decir: inventar) que el pavo no está completamente cocido, visite cuanto restaurante conozca (de preferencia aquellos donde la tratan bien) para pedir prestado un horno. Reconozca, al paso del tiempo (que sigue pasando porque eso es lo suyo), que conseguir un horno ajeno es cosa de locos en noche de Acción de Gracias. Si usted siempre termina involucrándose en cosa de locos, admita que ésta es una de las más inútiles y largas. Llegue a la casa consabida y, al destapar el famoso pavo, dése cuenta, con esa sonrisita idiota del que ha andado, sin duda, en la más distante de todas las fronteras, que el pavo está listo y rico y bien. Aromático. Cocine a toda prisa todo lo demás: ejotes con cebollines, ensalada con clementinas, relleno con nueces varias, compota de arándanos. Tome una o dos copas de albariño mientras enciende la llama de la estufa, le cuentan dos o tres historias confunidadas y trata de probar el aderezo. Siéntese a la mesa junto a los verdaderamente suyos y véalos a la cara. Abra esa botella especial de châteaneuf-du-pape y, todavía sin dejar de mirarlos, entre borbotones de carcajadas, dé gracias por muchas cosas, por todo de hecho, pero sobre todo por ese pavo paseado y transfronterizo que sabe a fuga y a regreso. Cosa dulce. Materia onírica. Un hecho.
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Al pavo se le pone lo que usualmente va en el pavo: romero, mantequilla con trufas, manzanas o peras, limones o naranjas, sal y pimienta. Se le coloca en el horno después, por supuesto. Y ahí se le olvida por horas enteras. El tiempo hará lo suyo, que es pasar. Mientras tanto, no dude en escribir programas de estudios, artículos atrasados, cartas pospuestas. Cuando regrese a la realidad (porque regresar a la realidad es inevitable), saque el pavo del horno y, junto con todos los otros implementos, arranque el auto (acepte que va tarde) y diríjase rumbo a la frontera más cercana. Maneje con cuidado. Cruce. De súbito, al presentir (que es otra manera de decir: inventar) que el pavo no está completamente cocido, visite cuanto restaurante conozca (de preferencia aquellos donde la tratan bien) para pedir prestado un horno. Reconozca, al paso del tiempo (que sigue pasando porque eso es lo suyo), que conseguir un horno ajeno es cosa de locos en noche de Acción de Gracias. Si usted siempre termina involucrándose en cosa de locos, admita que ésta es una de las más inútiles y largas. Llegue a la casa consabida y, al destapar el famoso pavo, dése cuenta, con esa sonrisita idiota del que ha andado, sin duda, en la más distante de todas las fronteras, que el pavo está listo y rico y bien. Aromático. Cocine a toda prisa todo lo demás: ejotes con cebollines, ensalada con clementinas, relleno con nueces varias, compota de arándanos. Tome una o dos copas de albariño mientras enciende la llama de la estufa, le cuentan dos o tres historias confunidadas y trata de probar el aderezo. Siéntese a la mesa junto a los verdaderamente suyos y véalos a la cara. Abra esa botella especial de châteaneuf-du-pape y, todavía sin dejar de mirarlos, entre borbotones de carcajadas, dé gracias por muchas cosas, por todo de hecho, pero sobre todo por ese pavo paseado y transfronterizo que sabe a fuga y a regreso. Cosa dulce. Materia onírica. Un hecho.
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Tuesday, November 25, 2008
HISTORIA Y COLLAGE
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Desde que escribo historia, que es mucho después de que empezara a escribir novelas, tuve la sospecha de que el público en general no lee libros de historia porque la gran mayoría, independientemente del tema que traten o la anécdota que intenten desarrollar, van escritos de la misma forma. Me refiero, por supuesto, a los libros de historia académica, a los libros académicos de historia que suelen explorar, por cierto, temas de suyo interesantes y anécdotas por demás amenas o escandalosas. Sin embargo, organizados de acuerdo a principios inculcados, ya subrepticia o ya de manera evidente, por manuales de reglas metodológicas o libros de consejos acerca de cómo escribir una tesis, muchos de estos textos se conforman de acuerdo a, y de paso confirman, una narrativa lineal en modo aristotélico, la cual incluye, a saber, tres pasos: la elaboración de un contexto estable y debidamente documentado; la descripción, de preferencia en gran detalle, del conflicto y/o hecho que ocurre en dicho contexto; y la producción de una resolución final o una lección, de preferencia ligada a un lenguaje teórico que incluya grandes conceptos. Esta narrativa, que tiende a reproducir una idea lineal, es decir, secuencial, es decir visual, de lo narrado, tiene como consecuencia el ocluir el sentido de impermanencia y de simultaneidad tan asociadas a las labores del oído y la presencia. Una escritura histórica en modo etnográfico, luego entonces, precisará de estrategias narrativas que contrarresten este fenómeno y abran las posibilidades dialógicas del texto. Y aquí es donde los consejos de Walter Benjamín, y sus peculiares notas para una filosofía de la historia, vuelven a hacer su aparición: el collage como estrategia para componer una página de alto contraste cuyo resultado es el conocimiento no como explicación del “objeto de estudio” sino como redención del mismo.
Ciertos expedientes históricos suelen responder, de hecho, a una composición basada en un principio semejante. Me refiero, claro está, a los expedientes médicos. Aunque firmado por un doctor, el diagnóstico pocas veces es lineal o definitivo. Todo lo contrario: una lectura detallada de este material textual pone en evidencia que el diagnóstico, como el expediente mismo, es un constructo multi-vocal y, además, contradictorio. Para muestra basta un botón: he aquí una vez más el expediente de Matilda Burgos (no es su verdadero nombre), la enferma que hablaba mucho y que, por ello, se convirtió en el personaje central de un libro. En la boleta de admisión, la primera hoja del expediente de Matilda Burgos, se responde a la pregunta acerca de la causa de su admisión con las siguientes dos alternativas: Confusión mental amoralidad. Demencia precoz hebefrénica. La primera de estas anotaciones está conspicua y significativamente tachada. A manera de palimpsesto o de capa geológica, el expediente acoge ésta y otras revisiones pero sin borrar las notas precedentes y, de más importancia para el lector en modo etno-historiográfico, sin incorporar las nuevas versiones a las anteriores, es decir, sin normalizarlas. El texto, en este sentido, no sólo es una colección de marcas sino una colección de marcas o inscripciones en permanente y perpetua competencia. Una escritura histórica que se pensara ante todo como escritura tendría que proponerse como reto el encarnar en la página del libro este sentido de composición competitiva y tensa, esta estructura dialógica propia de e interna al documento mismo. El collage, así, no sería una medida de representación arbitraria o externa al documento, sino una estrategia que, en ciertos casos, en casos como el de Matilda Burgos, contribuiría a llevar al papel su historia y la manera en que esa historia fue compuesta a inicios de siglo XX dentro de las instalaciones del Manicomio General La Castañeda, que es donde ella estuvo. Así entonces, no basta con identificar “todas” las versiones posibles y rechazar sólo una, la versión final, sino que hay que mostrarlo. La función del collage es sostener tantas versiones como sea posible, colocándolas tan cerca una de la otra como para provocar el contraste, el asombro, el gozo—ese conocimiento producido por la epifanía no enunciada sino compuesta o fabricada por el mero tendido del texto, su arquitectura.
Lo que esto significa en términos de la posición del autor dentro del texto, especialmente en una era en que se experimenta con la muerte del autor, es importante. El historiador en modo etnográfico que escribe de acuerdo a los principios del collage no puede preservar su posición hermenéutica como intérprete de documentos o como descifrador de signos. No se trata de un historiador que ande en busca de la verdad escondida de las cosas. Este otro historiador, y aquí utilizo un símil del mundo de la música contemporánea, cumplirá más bien las funciones de compositor o, aún mejor, de director de orquesta gestual muy a la Boulez. Lo cito: “El director debe tener en todo momento disponible en su cabeza, y de manera instantánea, el dibujo de la disposición, tanto más cuanto que los acontecimientos que se quieren suscitar no se producen de raíz de una secuencia fija, o porque dicha secuencia puede ser improvisada y puede cambiar en cualquier momento. Hay que “tocar” a los músicos, como si fueran las teclas de un piano” *. Hay que “tocar” a los documentos, parafraseo ahora, como si fueran las teclas de un piano. Y esto lo debe saber tanto el historiador como el escritor de novelas históricas.
* Pierre Boulez, La escritura del gesto. Conversaciones con Cécil Grilly (Barcelona: Gedisa, 2003), 117.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Desde que escribo historia, que es mucho después de que empezara a escribir novelas, tuve la sospecha de que el público en general no lee libros de historia porque la gran mayoría, independientemente del tema que traten o la anécdota que intenten desarrollar, van escritos de la misma forma. Me refiero, por supuesto, a los libros de historia académica, a los libros académicos de historia que suelen explorar, por cierto, temas de suyo interesantes y anécdotas por demás amenas o escandalosas. Sin embargo, organizados de acuerdo a principios inculcados, ya subrepticia o ya de manera evidente, por manuales de reglas metodológicas o libros de consejos acerca de cómo escribir una tesis, muchos de estos textos se conforman de acuerdo a, y de paso confirman, una narrativa lineal en modo aristotélico, la cual incluye, a saber, tres pasos: la elaboración de un contexto estable y debidamente documentado; la descripción, de preferencia en gran detalle, del conflicto y/o hecho que ocurre en dicho contexto; y la producción de una resolución final o una lección, de preferencia ligada a un lenguaje teórico que incluya grandes conceptos. Esta narrativa, que tiende a reproducir una idea lineal, es decir, secuencial, es decir visual, de lo narrado, tiene como consecuencia el ocluir el sentido de impermanencia y de simultaneidad tan asociadas a las labores del oído y la presencia. Una escritura histórica en modo etnográfico, luego entonces, precisará de estrategias narrativas que contrarresten este fenómeno y abran las posibilidades dialógicas del texto. Y aquí es donde los consejos de Walter Benjamín, y sus peculiares notas para una filosofía de la historia, vuelven a hacer su aparición: el collage como estrategia para componer una página de alto contraste cuyo resultado es el conocimiento no como explicación del “objeto de estudio” sino como redención del mismo.
Ciertos expedientes históricos suelen responder, de hecho, a una composición basada en un principio semejante. Me refiero, claro está, a los expedientes médicos. Aunque firmado por un doctor, el diagnóstico pocas veces es lineal o definitivo. Todo lo contrario: una lectura detallada de este material textual pone en evidencia que el diagnóstico, como el expediente mismo, es un constructo multi-vocal y, además, contradictorio. Para muestra basta un botón: he aquí una vez más el expediente de Matilda Burgos (no es su verdadero nombre), la enferma que hablaba mucho y que, por ello, se convirtió en el personaje central de un libro. En la boleta de admisión, la primera hoja del expediente de Matilda Burgos, se responde a la pregunta acerca de la causa de su admisión con las siguientes dos alternativas: Confusión mental amoralidad. Demencia precoz hebefrénica. La primera de estas anotaciones está conspicua y significativamente tachada. A manera de palimpsesto o de capa geológica, el expediente acoge ésta y otras revisiones pero sin borrar las notas precedentes y, de más importancia para el lector en modo etno-historiográfico, sin incorporar las nuevas versiones a las anteriores, es decir, sin normalizarlas. El texto, en este sentido, no sólo es una colección de marcas sino una colección de marcas o inscripciones en permanente y perpetua competencia. Una escritura histórica que se pensara ante todo como escritura tendría que proponerse como reto el encarnar en la página del libro este sentido de composición competitiva y tensa, esta estructura dialógica propia de e interna al documento mismo. El collage, así, no sería una medida de representación arbitraria o externa al documento, sino una estrategia que, en ciertos casos, en casos como el de Matilda Burgos, contribuiría a llevar al papel su historia y la manera en que esa historia fue compuesta a inicios de siglo XX dentro de las instalaciones del Manicomio General La Castañeda, que es donde ella estuvo. Así entonces, no basta con identificar “todas” las versiones posibles y rechazar sólo una, la versión final, sino que hay que mostrarlo. La función del collage es sostener tantas versiones como sea posible, colocándolas tan cerca una de la otra como para provocar el contraste, el asombro, el gozo—ese conocimiento producido por la epifanía no enunciada sino compuesta o fabricada por el mero tendido del texto, su arquitectura.
Lo que esto significa en términos de la posición del autor dentro del texto, especialmente en una era en que se experimenta con la muerte del autor, es importante. El historiador en modo etnográfico que escribe de acuerdo a los principios del collage no puede preservar su posición hermenéutica como intérprete de documentos o como descifrador de signos. No se trata de un historiador que ande en busca de la verdad escondida de las cosas. Este otro historiador, y aquí utilizo un símil del mundo de la música contemporánea, cumplirá más bien las funciones de compositor o, aún mejor, de director de orquesta gestual muy a la Boulez. Lo cito: “El director debe tener en todo momento disponible en su cabeza, y de manera instantánea, el dibujo de la disposición, tanto más cuanto que los acontecimientos que se quieren suscitar no se producen de raíz de una secuencia fija, o porque dicha secuencia puede ser improvisada y puede cambiar en cualquier momento. Hay que “tocar” a los músicos, como si fueran las teclas de un piano” *. Hay que “tocar” a los documentos, parafraseo ahora, como si fueran las teclas de un piano. Y esto lo debe saber tanto el historiador como el escritor de novelas históricas.
* Pierre Boulez, La escritura del gesto. Conversaciones con Cécil Grilly (Barcelona: Gedisa, 2003), 117.
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Monday, November 24, 2008
FIN DE SEMANA EN MARTE
Las noticias de los primeros asentamientos surgieron a finales del siglo pasado. Se trataba de pequeños clanes que, aprovechando el parecido físico y adoptando pronto los rituales de la comida y el lenguaje, se mezclaron sin gran escándalo con la población local. Con ayuda de una tecnología inédita, abrieron las montañas de arena que les designaron y, poco a poco, construyeron sus casas y sus calles. Ahí escucharon música y jugaron cartas; ahí también se reprodujeron sin ánimo alguno de poblar el planeta. Ahí conjugaron los verbos. El lenguaje de las ostras llegó después, cuando descubrieron que nadie sobre la tierra había descubierto aún la facilidad con la que es posible intercambiar los signos que emergen en sus orillas. Ahí amaron.
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Thursday, November 20, 2008
LA CONSTRUCCIÓN DEL SUSPENSO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Me aficioné a leer al autor sueco Henning Mankell debido los achaques y la soledad que caracteriza a Kurt Wallander, ese detective ya no tan joven que acierta tantas veces como falla a lo largo de los casos que le toca resolver. Cuando empecé a leer Pisando los talones, la novela en que un apesadumbrado Wallander trata de dar con un asesino a quien le molesta sobremanera la felicidad de la gente, me llamó la atención sobre todo el cuidado de la prosa. Estaba ante una intriga interesante, eso era cierto, pero sobre todo estaba incursionando en un mundo de oraciones cadenciosas cuya construcción enunciaba, página a página, el suspenso de la trama. Y de ahí pal real, como se dice. Poco a poco, conforme iba devorando los libros de la serie Wallander, el paisaje de Escania me fue resultando familiar: la cadencia de sus inviernos, la naturaleza de sus vientos racheados, el estado de sus carreteras, la belleza de sus costas. También poco a poco me fui sintiendo cerca de esa entidad conocida como “la inescrutable alma nórdica” que, para mí, ha llevado desde siempre el sello de Hamsun, de Ibsen, de Strindberg y de Bergman. Leí con mayor o menor gusto, pues, todos esos libros de Mankell sin considerar ni siquiera la posibilidad de que llegara a su fin, asumiendo de hecho que la serie Wallander sería infinita. Pero lo inimaginable pasó: la serie llegó a su fin. Y, traicionada, sufriendo las consecuencias de un abandono inconcebible, dejé de leer a Mankell. Pensé que si para él era tan sencillo deshacerse de Wallander, para mí tendría que ser igual de sencillo deshacerme de él y, sin más, di por terminada esa extraña relación amorosa que se fragua, al calor de páginas y personajes y escenas, con ciertos autores.
No fue sino hasta hace poco que, beneficiándome de una donación de libros, volví a leer dos de sus novelas: Zapatos Italianos (traducida al español en el 2006) y Profundidades (con traducción del 2007). Si no me los hubieran obsequiado, ahora lo sé bien, me habría perdido de dos experiencias importantes. Bastó recorrer la primera página de Zapatos italianos para constatar que me encontraba, una vez más, ante una escritura depurada hasta su punto máximo: ningún rodeo, ninguna innecesaria deriva, ninguna salida en falso. “Siempre me siento más solo cuando hace frío”, dice la primera frase y, antes de dar por terminado el segundo párrafo, esto: “La vida es una frágil rama que se mece sobre un abismo”. Bastó también leer las páginas de Hielo, la primera sección el libro, para comprobar que las profundidades del corazón humano no le son desconocidas a un Mankell de 60 años, cada vez más consciente del deterioro del cuerpo y de los extremos accidentados de la vida: el dolor, el perdón, el amor.
La imagen es escalofriante: cada mañana un hombre de avanzada edad cava un agujero en el hielo para zambullirse en el agua helada con tal de sentirse vivo. El hombre, que alguna vez fue médico, es el único habitante de una isla a donde sólo llega, y eso de cuando en cuando, el servicio de correos. El hombre ha vivido así por los últimos 12 años de su vida, todo esto después de “la catástrofe”. Hasta esa isla desierta llega una anciana que avanza sobre el hielo con ayuda de un andador. Se trata de una mujer enferma de cáncer que, hace 37 años, él abandonó. Ahora, a punto de morir, la mujer ha regresado para pedirle que cumpla una promesa que él le hizo. “— ¿Quieres saber por qué deseo ver esa laguna? De repente su voz adoptó otro timbre. ⎯Sí ⎯confesé— quisiera saberlo. ⎯Porque es la promesa más hermosa que me hayan hecho en la vida. ⎯¿La más hermosa? ⎯La única verdaderamente hermosa”.
Cumplir una promesa tiene consecuencias. La anécdota, llena de recovecos por los que se deslizan personajes heridos y entrañables, personajes cada vez más alejados de los mundos de todos y más presas de sus propios mundos incomunicables, lleva al lector por los gélidos bosques que Mankell imagina como habitados por aquellos que hablan su propia lengua: “Yo creo que en estos parajes cada uno tiene su propio dialecto. Se entienden entre sí pero cada uno habla a su manera. Así es más seguro. En las regiones más remotas puede llegar a parecer que cada personaje constituye una raza aparte”. La evocación de las islas nórdicas y la descripción puntual de fenómenos climatológicos como la temperatura o los vientos hacen dolorosamente vívidas las costas agrestes de esos lugares apartados donde perviven personajes con poca capacidad para comunicarse pero con gran capacidad para resistir.
Zapatos italianos no es una novela de detectives, pero en su centro palpita, como en toda novela que se digne de serlo, un enigma que no sólo es anecdótico sino que va construido de párrafo en párrafo del libro entero. El suspenso es, después de todo, una manera de narrar: una manera de frenar la acción para dejarla fluir luego, en otro sentido. Cuando, por ejemplo, el ex-médico husmea en la bolsa de mano de la vieja que ha llegado sin invitación ni mucha explicación de por medio a su isla, el narrador registra que encuentra algo pero, con sabiduría, con infinita paciencia y más malicia, deja pasar una o dos oraciones más antes de descubrirle al lector su contenido. “Estaba a punto de volverla a guardar en el bolso [una agenda] cuando vi que había un papel entre las páginas. Lo abrí y leí lo que ponía”. Hasta ese momento, el lector imagina que la información contenida en ese papel será importante, sin embargo, en lugar de darla a conocer, el narrador continúa con un punto y aparte. “Después, me fui al vestíbulo. El perro estaba sentado a mi lado”. El lector podría imaginar entonces que la información en el papel o no es importante o es tan importante que llegará sólo después. Lo segundo es lo que impera: “Seguía sin saber por qué había venido Harriet a mi isla. Pero lo que había encontrado en el bolso era un documento en el que se le comunicaba que estaba gravemente enferma y que le quedaba poco tiempo de vida”. Entonces y hasta entonces, Mankell da por concluido ese subcapítulo, iniciando el siguiente con una descripción del viento.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Me aficioné a leer al autor sueco Henning Mankell debido los achaques y la soledad que caracteriza a Kurt Wallander, ese detective ya no tan joven que acierta tantas veces como falla a lo largo de los casos que le toca resolver. Cuando empecé a leer Pisando los talones, la novela en que un apesadumbrado Wallander trata de dar con un asesino a quien le molesta sobremanera la felicidad de la gente, me llamó la atención sobre todo el cuidado de la prosa. Estaba ante una intriga interesante, eso era cierto, pero sobre todo estaba incursionando en un mundo de oraciones cadenciosas cuya construcción enunciaba, página a página, el suspenso de la trama. Y de ahí pal real, como se dice. Poco a poco, conforme iba devorando los libros de la serie Wallander, el paisaje de Escania me fue resultando familiar: la cadencia de sus inviernos, la naturaleza de sus vientos racheados, el estado de sus carreteras, la belleza de sus costas. También poco a poco me fui sintiendo cerca de esa entidad conocida como “la inescrutable alma nórdica” que, para mí, ha llevado desde siempre el sello de Hamsun, de Ibsen, de Strindberg y de Bergman. Leí con mayor o menor gusto, pues, todos esos libros de Mankell sin considerar ni siquiera la posibilidad de que llegara a su fin, asumiendo de hecho que la serie Wallander sería infinita. Pero lo inimaginable pasó: la serie llegó a su fin. Y, traicionada, sufriendo las consecuencias de un abandono inconcebible, dejé de leer a Mankell. Pensé que si para él era tan sencillo deshacerse de Wallander, para mí tendría que ser igual de sencillo deshacerme de él y, sin más, di por terminada esa extraña relación amorosa que se fragua, al calor de páginas y personajes y escenas, con ciertos autores.
No fue sino hasta hace poco que, beneficiándome de una donación de libros, volví a leer dos de sus novelas: Zapatos Italianos (traducida al español en el 2006) y Profundidades (con traducción del 2007). Si no me los hubieran obsequiado, ahora lo sé bien, me habría perdido de dos experiencias importantes. Bastó recorrer la primera página de Zapatos italianos para constatar que me encontraba, una vez más, ante una escritura depurada hasta su punto máximo: ningún rodeo, ninguna innecesaria deriva, ninguna salida en falso. “Siempre me siento más solo cuando hace frío”, dice la primera frase y, antes de dar por terminado el segundo párrafo, esto: “La vida es una frágil rama que se mece sobre un abismo”. Bastó también leer las páginas de Hielo, la primera sección el libro, para comprobar que las profundidades del corazón humano no le son desconocidas a un Mankell de 60 años, cada vez más consciente del deterioro del cuerpo y de los extremos accidentados de la vida: el dolor, el perdón, el amor.
La imagen es escalofriante: cada mañana un hombre de avanzada edad cava un agujero en el hielo para zambullirse en el agua helada con tal de sentirse vivo. El hombre, que alguna vez fue médico, es el único habitante de una isla a donde sólo llega, y eso de cuando en cuando, el servicio de correos. El hombre ha vivido así por los últimos 12 años de su vida, todo esto después de “la catástrofe”. Hasta esa isla desierta llega una anciana que avanza sobre el hielo con ayuda de un andador. Se trata de una mujer enferma de cáncer que, hace 37 años, él abandonó. Ahora, a punto de morir, la mujer ha regresado para pedirle que cumpla una promesa que él le hizo. “— ¿Quieres saber por qué deseo ver esa laguna? De repente su voz adoptó otro timbre. ⎯Sí ⎯confesé— quisiera saberlo. ⎯Porque es la promesa más hermosa que me hayan hecho en la vida. ⎯¿La más hermosa? ⎯La única verdaderamente hermosa”.
Cumplir una promesa tiene consecuencias. La anécdota, llena de recovecos por los que se deslizan personajes heridos y entrañables, personajes cada vez más alejados de los mundos de todos y más presas de sus propios mundos incomunicables, lleva al lector por los gélidos bosques que Mankell imagina como habitados por aquellos que hablan su propia lengua: “Yo creo que en estos parajes cada uno tiene su propio dialecto. Se entienden entre sí pero cada uno habla a su manera. Así es más seguro. En las regiones más remotas puede llegar a parecer que cada personaje constituye una raza aparte”. La evocación de las islas nórdicas y la descripción puntual de fenómenos climatológicos como la temperatura o los vientos hacen dolorosamente vívidas las costas agrestes de esos lugares apartados donde perviven personajes con poca capacidad para comunicarse pero con gran capacidad para resistir.
Zapatos italianos no es una novela de detectives, pero en su centro palpita, como en toda novela que se digne de serlo, un enigma que no sólo es anecdótico sino que va construido de párrafo en párrafo del libro entero. El suspenso es, después de todo, una manera de narrar: una manera de frenar la acción para dejarla fluir luego, en otro sentido. Cuando, por ejemplo, el ex-médico husmea en la bolsa de mano de la vieja que ha llegado sin invitación ni mucha explicación de por medio a su isla, el narrador registra que encuentra algo pero, con sabiduría, con infinita paciencia y más malicia, deja pasar una o dos oraciones más antes de descubrirle al lector su contenido. “Estaba a punto de volverla a guardar en el bolso [una agenda] cuando vi que había un papel entre las páginas. Lo abrí y leí lo que ponía”. Hasta ese momento, el lector imagina que la información contenida en ese papel será importante, sin embargo, en lugar de darla a conocer, el narrador continúa con un punto y aparte. “Después, me fui al vestíbulo. El perro estaba sentado a mi lado”. El lector podría imaginar entonces que la información en el papel o no es importante o es tan importante que llegará sólo después. Lo segundo es lo que impera: “Seguía sin saber por qué había venido Harriet a mi isla. Pero lo que había encontrado en el bolso era un documento en el que se le comunicaba que estaba gravemente enferma y que le quedaba poco tiempo de vida”. Entonces y hasta entonces, Mankell da por concluido ese subcapítulo, iniciando el siguiente con una descripción del viento.
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Saturday, November 15, 2008
TEORÍA DEL BOSQUE
Listen to the shoe, approaching. A sublte crack. There is a hand that, unaware of istelf, reaches for. It is called drizzling. Someone smiles. Overcast, the sky: a vault full of broken twigs. That noise. Broken leaves. Approaching, the shoe. Broken. Someone within the forest, here.
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Listen to the shoe, approaching. A sublte crack. There is a hand that, unaware of istelf, reaches for. It is called drizzling. Someone smiles. Overcast, the sky: a vault full of broken twigs. That noise. Broken leaves. Approaching, the shoe. Broken. Someone within the forest, here.
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Tuesday, November 11, 2008
SANTO REMEDIO
Hay momentos en la vida en que hasta el más diestro se transforma en personaje de novela de Henning Mankell: un hombre o mujer que habita esa isla de hielo agitada por vientos racheados del noreste a la espera, para colmo, del invierno. Para esos momentos se inventó, creo yo, el queso P´tit Basque (Istara, Pur Brebis, Pyrénées-Atlantiques). El consejo: hay que partir rodajas muy delgadas y comerlo a mordiscos pequeñísimos, lentamente. El bienestar es inmediato. A medida que el queso va haciéndose de su lugar entre los dientes y, luego, en la boca del estómago, brota la genuflexión ésa a la que comúnmente se le denomina como sonrisa. Luego: la carcajada. Luego. Y, entonces, de súbito, el Personaje de Bellísima Novela Nórdica deja atrás la espera del Invierno, que se aproxima, abre a toda prisa la puerta de la entrada y, en carrera loca hacia la costa, se deshace una a una de sus ropas. Ya en el agua, que imagina tan fría como las del mar del norte, se aleja del mundo en largas brazadas rítmicas. Al regresar, cuando todo eso no es sino un recuerdo más, está el queso. El P´tit Basque. Santo Remedio.
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Hay momentos en la vida en que hasta el más diestro se transforma en personaje de novela de Henning Mankell: un hombre o mujer que habita esa isla de hielo agitada por vientos racheados del noreste a la espera, para colmo, del invierno. Para esos momentos se inventó, creo yo, el queso P´tit Basque (Istara, Pur Brebis, Pyrénées-Atlantiques). El consejo: hay que partir rodajas muy delgadas y comerlo a mordiscos pequeñísimos, lentamente. El bienestar es inmediato. A medida que el queso va haciéndose de su lugar entre los dientes y, luego, en la boca del estómago, brota la genuflexión ésa a la que comúnmente se le denomina como sonrisa. Luego: la carcajada. Luego. Y, entonces, de súbito, el Personaje de Bellísima Novela Nórdica deja atrás la espera del Invierno, que se aproxima, abre a toda prisa la puerta de la entrada y, en carrera loca hacia la costa, se deshace una a una de sus ropas. Ya en el agua, que imagina tan fría como las del mar del norte, se aleja del mundo en largas brazadas rítmicas. Al regresar, cuando todo eso no es sino un recuerdo más, está el queso. El P´tit Basque. Santo Remedio.
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LA MODERNIDAD A DOS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Habrá que decirlo con toda serenidad: a juzgar por el número de libros vendidos, Octavio Paz no es un poeta sino un ensayista. De acuerdo a cifras publicadas no hace mucho, el texto de Octavio Paz que más se ha distribuido y se distribuye en México no es un libro de poesía y ni siquiera un tratado sobre teoría poética o un ensayo sobre arte. Su legado, al menos el que le queda al lector no profesional, está en otro sitio. Octavio Paz es El laberinto de la soledad. Es sabido, por supuesto, que la poesía de Paz ha sido y seguirá siendo estudiada a profundidad por lectores especializados tanto dentro como fuera de la academia. Es sabido, por supuesto, que la poesía, sea de Paz o no, en general no vende (y por ello valdría la pena preguntarse, por ejemplo, por el libro más vendido de otros poetas mexicanos que combinaron la escritura de sus poemas, como lo han hecho no pocos, con el ensayo). Ninguna de estas dos afirmaciones anteriores borra el dato: el libro más leído de Octavio Paz es, y por mucho, ese ensayo publicado originalmente en 1950, en pleno auge alemanista. En sus páginas, un Paz de 36 años resumió una lectura atenta de Samuel Ramos y de algunos historiadores más bien convencionales pero franceses para construir, con retórica elegante y a todas luces convincente, una versión de la modernidad mexicana que, con el paso de los años y con la ayuda de escuelas públicas y privadas tanto de México como en el extranjero, ha sobrevivido, a veces se antoja que no con la suficiente polémica, hasta nuestros días.
Juan Rulfo tenía más o menos la misma edad cuando, apenas unos cinco años después, en 1955, publicó Pedro Páramo. Vivía en la Ciudad de México desde 1946, el mismo año en que Miguel Alemán, un civil con buen gusto en el vestir, se convirtió en el presidente de México, impulsando desde el inicio un agresivo plan de industrialización que serviría, entre otras cosas, para agravar la disparidad social y para convertir a la capital del país en una mancha urbana en continuo proceso de expansión. Juan Rulfo, cuyo universo literario va poblado de paisajes rurales, mujeres de profundos deseos carnales, y el parco hablar de campesinos y hacendados, escribió sus cuentos y su novela en esa ciudad que, con algo de pudor y otro tanto de premura, intentaba a toda costa dejar atrás sus ropajes de rancho grande. Como producto del masivo proceso migratorio que llevó a cientos de miles de hombres y mujeres de las provincias a la ciudad ya convertida en eje de producción tanto industrial como cultural, Rulfo pronto adoptó la actitud del inmigrante que, aún sintiéndose fuera de lugar en el medio urbano, aprovechó, y esto con furor, las oportunidades de la gran ciudad: las librerías y los cines, las salas de conciertos, las calles, los escritores, e incluso los volcanes de las afueras donde solía caminar. En tanto autor de una obra, esto habrá que decirlo también con la serenidad del caso, Rulfo fue un autor citadino. Y su contexto vital, su contemporaneidad, no fue ni la Revolución Mexicana de 1910 ni la Guerra Cristera de 1926-1928, sino el proceso de modernización de tintes claramente urbanos de mediados de siglo.
Pedro Páramo y el Laberinto de la soledad son, pues, libros tutelares que, una vez más a juzgar por el número de ventas y el número de estudios dedicados a sus páginas y el número de traducciones, produjeron las primeras y más permanentes lecturas de la modernidad mexicana. Se trata, así entonces, de libros in situ. El laberinto de la soledad, este es mi argumento, es una obra que, resumiendo el conocimiento de un status quo nacional e internacional, mira hacia atrás: hacia los albores del siglo XIX. Se trata de un libro eminentemente anti-moderno, más hecho para contener el embate de lo nuevo (y desconocido) que para encarnarlo. Pedro Páramo, escrita en el umbral de la ciudad por un inmigrante afecto a lecturas periféricas —que iban, según aseguran los expertos, desde novelas nórdicas hasta ese libro extraño e inclasificable que todavía es Cartucho, de Nellie Campobello— y a las largas caminatas por la ciudad y sus alrededores, es un libro que mira, en cambio, hacia donde estamos aquí y ahora. En el umbral del siglo XX, justo en su cintura más enigmática, ahí están dos puertas: una que se abre paso hacia la jerarquía formal y social del XIX, que a no pocos todavía les resulta deseable, y otra que se desplaza, con la extrañeza del caso, hacia lo que todavía en 1955 (e incluso ahora) no sabíamos pero avizoramos.
Son libros distintos, se entiende, puesto que pertenecen a tradiciones literarias tan aparentemente apartadas como el ensayo y la ficción, pero no son libros incomparables. Son libros de su tiempo y son, además, libros que ha (a)probado el tiempo. Cada uno responde a un temperamento, a una estética, a una (más o menos enunciada) política. Pero ambos discurren, con herramientas que les son propias, sobre esa modernidad que los conforma y a la cual, a la manera misteriosa de los libros, que no es otra cosa más que la lectura de los mismos, configuran también. Independientemente de la temática que abordan y el género dentro del que se inscriben son libros que se ven de frente, sin hablar, o hablando lenguajes distintos, pero que se comunican igual. Repito: no se trata de un diálogo entre un México rural y un México urbano. De la orfandad al sexo, pasando por la pobreza, el humor, la raza y el más allá, estos dos libros han dialogado sin tapujos pero desde trincheras diferentes sobre el tiempo y espacio que los contiene a ambos.
Habrá que decirlo de nueva cuenta y también con serenidad: a juzgar por el número de libros vendidos (y traducidos) Juan Rulfo es Pedro Páramo. Su legado, incluso para el lector no profesional y a pesar de la belleza de su trabajo fotográfico, está ahí. Su legado dice, sobre todo: la realidad es extraña y está fragmentada en mil pedazos. Piensa en ella, tócala. Nada está resuelto hasta que tú lo leas. Dice: Juan Rulfo no existe: existes tú. Empieza.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Habrá que decirlo con toda serenidad: a juzgar por el número de libros vendidos, Octavio Paz no es un poeta sino un ensayista. De acuerdo a cifras publicadas no hace mucho, el texto de Octavio Paz que más se ha distribuido y se distribuye en México no es un libro de poesía y ni siquiera un tratado sobre teoría poética o un ensayo sobre arte. Su legado, al menos el que le queda al lector no profesional, está en otro sitio. Octavio Paz es El laberinto de la soledad. Es sabido, por supuesto, que la poesía de Paz ha sido y seguirá siendo estudiada a profundidad por lectores especializados tanto dentro como fuera de la academia. Es sabido, por supuesto, que la poesía, sea de Paz o no, en general no vende (y por ello valdría la pena preguntarse, por ejemplo, por el libro más vendido de otros poetas mexicanos que combinaron la escritura de sus poemas, como lo han hecho no pocos, con el ensayo). Ninguna de estas dos afirmaciones anteriores borra el dato: el libro más leído de Octavio Paz es, y por mucho, ese ensayo publicado originalmente en 1950, en pleno auge alemanista. En sus páginas, un Paz de 36 años resumió una lectura atenta de Samuel Ramos y de algunos historiadores más bien convencionales pero franceses para construir, con retórica elegante y a todas luces convincente, una versión de la modernidad mexicana que, con el paso de los años y con la ayuda de escuelas públicas y privadas tanto de México como en el extranjero, ha sobrevivido, a veces se antoja que no con la suficiente polémica, hasta nuestros días.
Juan Rulfo tenía más o menos la misma edad cuando, apenas unos cinco años después, en 1955, publicó Pedro Páramo. Vivía en la Ciudad de México desde 1946, el mismo año en que Miguel Alemán, un civil con buen gusto en el vestir, se convirtió en el presidente de México, impulsando desde el inicio un agresivo plan de industrialización que serviría, entre otras cosas, para agravar la disparidad social y para convertir a la capital del país en una mancha urbana en continuo proceso de expansión. Juan Rulfo, cuyo universo literario va poblado de paisajes rurales, mujeres de profundos deseos carnales, y el parco hablar de campesinos y hacendados, escribió sus cuentos y su novela en esa ciudad que, con algo de pudor y otro tanto de premura, intentaba a toda costa dejar atrás sus ropajes de rancho grande. Como producto del masivo proceso migratorio que llevó a cientos de miles de hombres y mujeres de las provincias a la ciudad ya convertida en eje de producción tanto industrial como cultural, Rulfo pronto adoptó la actitud del inmigrante que, aún sintiéndose fuera de lugar en el medio urbano, aprovechó, y esto con furor, las oportunidades de la gran ciudad: las librerías y los cines, las salas de conciertos, las calles, los escritores, e incluso los volcanes de las afueras donde solía caminar. En tanto autor de una obra, esto habrá que decirlo también con la serenidad del caso, Rulfo fue un autor citadino. Y su contexto vital, su contemporaneidad, no fue ni la Revolución Mexicana de 1910 ni la Guerra Cristera de 1926-1928, sino el proceso de modernización de tintes claramente urbanos de mediados de siglo.
Pedro Páramo y el Laberinto de la soledad son, pues, libros tutelares que, una vez más a juzgar por el número de ventas y el número de estudios dedicados a sus páginas y el número de traducciones, produjeron las primeras y más permanentes lecturas de la modernidad mexicana. Se trata, así entonces, de libros in situ. El laberinto de la soledad, este es mi argumento, es una obra que, resumiendo el conocimiento de un status quo nacional e internacional, mira hacia atrás: hacia los albores del siglo XIX. Se trata de un libro eminentemente anti-moderno, más hecho para contener el embate de lo nuevo (y desconocido) que para encarnarlo. Pedro Páramo, escrita en el umbral de la ciudad por un inmigrante afecto a lecturas periféricas —que iban, según aseguran los expertos, desde novelas nórdicas hasta ese libro extraño e inclasificable que todavía es Cartucho, de Nellie Campobello— y a las largas caminatas por la ciudad y sus alrededores, es un libro que mira, en cambio, hacia donde estamos aquí y ahora. En el umbral del siglo XX, justo en su cintura más enigmática, ahí están dos puertas: una que se abre paso hacia la jerarquía formal y social del XIX, que a no pocos todavía les resulta deseable, y otra que se desplaza, con la extrañeza del caso, hacia lo que todavía en 1955 (e incluso ahora) no sabíamos pero avizoramos.
Son libros distintos, se entiende, puesto que pertenecen a tradiciones literarias tan aparentemente apartadas como el ensayo y la ficción, pero no son libros incomparables. Son libros de su tiempo y son, además, libros que ha (a)probado el tiempo. Cada uno responde a un temperamento, a una estética, a una (más o menos enunciada) política. Pero ambos discurren, con herramientas que les son propias, sobre esa modernidad que los conforma y a la cual, a la manera misteriosa de los libros, que no es otra cosa más que la lectura de los mismos, configuran también. Independientemente de la temática que abordan y el género dentro del que se inscriben son libros que se ven de frente, sin hablar, o hablando lenguajes distintos, pero que se comunican igual. Repito: no se trata de un diálogo entre un México rural y un México urbano. De la orfandad al sexo, pasando por la pobreza, el humor, la raza y el más allá, estos dos libros han dialogado sin tapujos pero desde trincheras diferentes sobre el tiempo y espacio que los contiene a ambos.
Habrá que decirlo de nueva cuenta y también con serenidad: a juzgar por el número de libros vendidos (y traducidos) Juan Rulfo es Pedro Páramo. Su legado, incluso para el lector no profesional y a pesar de la belleza de su trabajo fotográfico, está ahí. Su legado dice, sobre todo: la realidad es extraña y está fragmentada en mil pedazos. Piensa en ella, tócala. Nada está resuelto hasta que tú lo leas. Dice: Juan Rulfo no existe: existes tú. Empieza.
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Monday, November 10, 2008
Tuesday, November 04, 2008
LA NOVELA NEO-CATASTROFISTA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El conocimiento que producen las ciencias naturales se trasmina de maneras tan interesantes como masivas en nuestras interpretaciones más básicas de la vida cotidiana. Tal es el caso, por ejemplo, de las visiones newtonianas del universo que, extirpando el caos del sistema solar, nos entregan a la tierra como el componente singular de una maquinaria perfecta y auto-regulada —el universo— cuyos cambios sólo ocurren en largos periodos de tiempo. Lo mismo sucede con nociones darwinianas de la evolución que, borrando los grandes saltos de la cadena evolutiva, nos hacen pensar en el cambio, en cualquier proceso de cambio, como algo gradual y sujeto a una lógica progresiva que, de manera natural por encontrarse en condiciones competitivas, favorece la selección de los más fuertes. Tal como lo demostraron los más diversos ideólogos de la revolución industrial y, en México, los astutos miembros de la elite porfiriana a finales del siglo XIX e inicios del XX (aunque nunca solamente ellos), una selección estratégica de estas ideas, en general ancladas en nociones de progreso dentro de sistemas cerrados, ha sido fundamental para legitimizar la implantación de prácticas de vida y relaciones de poder que han beneficiado históricamente a una minoría con características de clase y raza bastante específicas. Si esto es cierto, como parecen atestiguarlo una plétora de estudios en el campo de la historia de las ideas y, más específicamente, de la historia social de la ciencia, entonces sería lógico argumentar que cualquier transformación, especialmente si ésta es radical, en el conocimiento que producen las ciencias naturales influenciará, a través del corrosivo de la crítica más que de la mimesis convencional, interpretaciones distintas de la vida social. Esta es la premisa básica que motiva la sección denominada “Ciencias Extremas” del libro Dead Cities, publicado por Mike Davis en 2002, traducido como Ciudades Muertas. Ecología, catástrofe y revuelta, y publicado por la editorial Traficantes de Sueños en el 2007.
Los neo-catastrofistas, en palabras de Davis, atacan las bases mismas de la geología victoriana proponiendo, en cambio, una geocosmología que parte, para empezar, de una visión abierta del universo para enfatizar la estrecha e histórica relación que une a la superficie terrestre con la celeste, construyendo así “una tierra existencial formada por la energía creativa de los cataclismos”. Lejos de las nociones gradualistas, y por ende conservadoras, de la evolución darwiniana y apegados a una lógica no linear que no teme desasociar causa y efecto, los neo-catastrofistas pintados por Davis parecen tener una visión más o menos benigna de las grandes catástrofes y están listos, por lo tanto, para reemplazar “el lento avance temporal lineal de la micro-evolución con las explosiones no-lineales de la macro-evolución”. No es coincidencia, por supuesto, que una propuesta que señala con tanta vehemencia el papel generativo del cataclismo haya resultado de interés para un pensador que, como Mike Davis, se ha dedicado por mucho tiempo al análisis de las fuerzas políticas y sociales que constriñen la experiencia humana hasta volverla casi imposible en cuanto tal, así como de las fuerzas revolucionarias que, liberando tal experiencia, la posibilitan. No es coincidencia tampoco, claro está, que esté yo ahora tratando de generar un vínculo entre esa visión que, desde el centro de la tierra y desde el marco referencial del cielo, rechaza con tanto vigor la mera posibilidad de una tierra lineal, y linealmente explicada, dentro de un universo de mecanismos tan regulares como perfectos, con una cierta manera de componer estructuras lingüísticas y propuestas estéticas a las que denominamos, por falta de mejor término, como novelas. Si lo que sigue es mínimamente fructífero, será posible pensar a las así (¿mal?) llamadas novelas experimentales menos como anomalías o meros ejercicios de decoración excesiva y más como procesos de conocimiento y de cuestionamiento allegados a una visión cataclísmica de la historia y del tiempo, y del lugar de la agencia humana entre ellos.
Darwiniana en su fe en el cambio gradual y progresivo que conduce a la supervivencia del personaje mejor delineado, y newtoniana en su aspiración aislacionista que reproduce movimientos regulares y, por lo tanto, predecibles y armónicos, es decir, entendibles, la novela convencional ratifica, independientemente del contenido de su trama, el estado de las cosas. Conservadora por antonomasia —y esto, repito, independientemente de las características de su anécdota— la novela convencional se construye poco a poco, siguiendo la lógica de la microevolución, hasta que una epifanía revelatoria explica, es decir, aclara, el meollo de su propia historia. Evitando el “extraño vals entre la tierra y sus cometas apocalípticos”, la novela convencional es clara y familiar, produciendo así las respuestas emocionales que, en nombre de otro científico por cierto, se denominan como pavlovianas.
En claro contraste, la novela neo-catastrofista, justo como la teoría geocosmológica de la que proviene la terminología, rechaza cualquier noción de causa-efecto, favoreciendo, en cambio, causalidades estructurales que emanan de “extraños loops de retroalimentación compleja”. Si los neo-catastrofistas vinculan, a través de “interacciones resonantes”, a los fenómenos del cielo y de la tierra, presentándolos como resultados altamente singulares de “emparejamientos de osciladores” dentro de un caos más o menos determinado, la novela que comparte ese nombre está dispuesta a recibir el impacto que abrirá, de repente y con gran fuerza y no necesariamente con una explicación lógica, “innumerables caminos posibles de evolución partiendo de la misma situación inicial”. Contingente e inexplicable, productora y producto de su propio proceso de producción, la novela neo-catastrofista nos enseña que, así como “el universo no está preñado de vida ni la biosfera de vida humana”, la escritura sólo en raras ocasiones contiene las condiciones únicas y acaso irrepetibles para dar a luz a la novela —esa composición histórica y política que rompe, porque ésa es una de sus posibilidades, con el estado de las cosas.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El conocimiento que producen las ciencias naturales se trasmina de maneras tan interesantes como masivas en nuestras interpretaciones más básicas de la vida cotidiana. Tal es el caso, por ejemplo, de las visiones newtonianas del universo que, extirpando el caos del sistema solar, nos entregan a la tierra como el componente singular de una maquinaria perfecta y auto-regulada —el universo— cuyos cambios sólo ocurren en largos periodos de tiempo. Lo mismo sucede con nociones darwinianas de la evolución que, borrando los grandes saltos de la cadena evolutiva, nos hacen pensar en el cambio, en cualquier proceso de cambio, como algo gradual y sujeto a una lógica progresiva que, de manera natural por encontrarse en condiciones competitivas, favorece la selección de los más fuertes. Tal como lo demostraron los más diversos ideólogos de la revolución industrial y, en México, los astutos miembros de la elite porfiriana a finales del siglo XIX e inicios del XX (aunque nunca solamente ellos), una selección estratégica de estas ideas, en general ancladas en nociones de progreso dentro de sistemas cerrados, ha sido fundamental para legitimizar la implantación de prácticas de vida y relaciones de poder que han beneficiado históricamente a una minoría con características de clase y raza bastante específicas. Si esto es cierto, como parecen atestiguarlo una plétora de estudios en el campo de la historia de las ideas y, más específicamente, de la historia social de la ciencia, entonces sería lógico argumentar que cualquier transformación, especialmente si ésta es radical, en el conocimiento que producen las ciencias naturales influenciará, a través del corrosivo de la crítica más que de la mimesis convencional, interpretaciones distintas de la vida social. Esta es la premisa básica que motiva la sección denominada “Ciencias Extremas” del libro Dead Cities, publicado por Mike Davis en 2002, traducido como Ciudades Muertas. Ecología, catástrofe y revuelta, y publicado por la editorial Traficantes de Sueños en el 2007.
Los neo-catastrofistas, en palabras de Davis, atacan las bases mismas de la geología victoriana proponiendo, en cambio, una geocosmología que parte, para empezar, de una visión abierta del universo para enfatizar la estrecha e histórica relación que une a la superficie terrestre con la celeste, construyendo así “una tierra existencial formada por la energía creativa de los cataclismos”. Lejos de las nociones gradualistas, y por ende conservadoras, de la evolución darwiniana y apegados a una lógica no linear que no teme desasociar causa y efecto, los neo-catastrofistas pintados por Davis parecen tener una visión más o menos benigna de las grandes catástrofes y están listos, por lo tanto, para reemplazar “el lento avance temporal lineal de la micro-evolución con las explosiones no-lineales de la macro-evolución”. No es coincidencia, por supuesto, que una propuesta que señala con tanta vehemencia el papel generativo del cataclismo haya resultado de interés para un pensador que, como Mike Davis, se ha dedicado por mucho tiempo al análisis de las fuerzas políticas y sociales que constriñen la experiencia humana hasta volverla casi imposible en cuanto tal, así como de las fuerzas revolucionarias que, liberando tal experiencia, la posibilitan. No es coincidencia tampoco, claro está, que esté yo ahora tratando de generar un vínculo entre esa visión que, desde el centro de la tierra y desde el marco referencial del cielo, rechaza con tanto vigor la mera posibilidad de una tierra lineal, y linealmente explicada, dentro de un universo de mecanismos tan regulares como perfectos, con una cierta manera de componer estructuras lingüísticas y propuestas estéticas a las que denominamos, por falta de mejor término, como novelas. Si lo que sigue es mínimamente fructífero, será posible pensar a las así (¿mal?) llamadas novelas experimentales menos como anomalías o meros ejercicios de decoración excesiva y más como procesos de conocimiento y de cuestionamiento allegados a una visión cataclísmica de la historia y del tiempo, y del lugar de la agencia humana entre ellos.
Darwiniana en su fe en el cambio gradual y progresivo que conduce a la supervivencia del personaje mejor delineado, y newtoniana en su aspiración aislacionista que reproduce movimientos regulares y, por lo tanto, predecibles y armónicos, es decir, entendibles, la novela convencional ratifica, independientemente del contenido de su trama, el estado de las cosas. Conservadora por antonomasia —y esto, repito, independientemente de las características de su anécdota— la novela convencional se construye poco a poco, siguiendo la lógica de la microevolución, hasta que una epifanía revelatoria explica, es decir, aclara, el meollo de su propia historia. Evitando el “extraño vals entre la tierra y sus cometas apocalípticos”, la novela convencional es clara y familiar, produciendo así las respuestas emocionales que, en nombre de otro científico por cierto, se denominan como pavlovianas.
En claro contraste, la novela neo-catastrofista, justo como la teoría geocosmológica de la que proviene la terminología, rechaza cualquier noción de causa-efecto, favoreciendo, en cambio, causalidades estructurales que emanan de “extraños loops de retroalimentación compleja”. Si los neo-catastrofistas vinculan, a través de “interacciones resonantes”, a los fenómenos del cielo y de la tierra, presentándolos como resultados altamente singulares de “emparejamientos de osciladores” dentro de un caos más o menos determinado, la novela que comparte ese nombre está dispuesta a recibir el impacto que abrirá, de repente y con gran fuerza y no necesariamente con una explicación lógica, “innumerables caminos posibles de evolución partiendo de la misma situación inicial”. Contingente e inexplicable, productora y producto de su propio proceso de producción, la novela neo-catastrofista nos enseña que, así como “el universo no está preñado de vida ni la biosfera de vida humana”, la escritura sólo en raras ocasiones contiene las condiciones únicas y acaso irrepetibles para dar a luz a la novela —esa composición histórica y política que rompe, porque ésa es una de sus posibilidades, con el estado de las cosas.
--crg
Tuesday, October 28, 2008
LA CONSAGRACIÓN DE LA PANGEA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Un “cúmulodepalabras” pasa ahora mismo sobre la página. A través de la ventana es posible ver la “monumental M” de la montaña. La tormenta que se avecina será, sin duda, “una precipitación de palabras fundamentales”. La península es un tumor. Después, cuando todo acabe, quedará la “mancha en el asfalto. Fuera de foco/ lúbrica la visión del mecánico”. El firmamento, arriba; la fragancia de ciertos jardines, abajo; en medio: ese estado mental dentro del cual surge, con definitividad temeraria, la visión: “la distancia entre Liechtensein y Uzbekistán es un mar”.
De aquí hacia allá: la mirada en el telescopio.
De allá hacia acá: la mirada en el microscopio.
Entre una y otra: la tecnología del lenguaje sideral.
De la cintura del continente al registro de los cráteres que contienen “el alma lunar”, el Transterra de Gerardo Villanueva abraza el globo terráqueo en su amplitud más majestuosa y también en la más humana. Activan el ojo, es cierto, pero sus palabras van dirigidas, sobre todo, al pie. Levántate y anda, murmura su Lázaro privado. Toca. Percibe. Elévate y, luego, húndete aquí, nada (de nadar). Nubosidad variable. Sobrevive. Esto es una grieta. Aquí se abre una cartografía privada. El meridiano de la ansiedad se escribe así. La altitud. El viento. Las fronteras. ¿Sientes el palpitar de la geografía bajo la palma de la mano o en el rabillo del ojo? Más que agente globalizador, ese Lázaro que repta iconoclasta en las páginas transterrenas de Villanueva es, para utilizar la terminología de la teórica y crítica literaria Gyratri Spivak, un sujeto planetario. La diferencia entre uno y otro es estética, ciertamente, pero también es política. La diferencia, en todo caso, va más allá de la terminología y tiene que ver con los lazos que vinculan—ya con melancolía o con silencio, ya con celebración o movimiento—a los unos con los otros—al uno con el otro: la naturaleza y la consciencia, el paisaje y la ciudad, la historia y el cosmos.
En Transterra, quiero decir, las grandes derivas no son abstractas. Aquí la historia se escribe con la mayúscula de las dimensiones estelares y con la minúscula del cuerpo. Telescopio y microscopio al mismo tiempo, el sujeto planetario entiende que la alteridad, en efecto, “nos contiene y nos arroja fuera de nosotros mismos” al mismo tiempo; que, como también lo afirmaba Spivak, “lo que está por encima y más allá de nuestro alcance no es un continuo con nosotros ni es, de hecho, una discontinuidad”. Aquí el sujeto, en efecto, se sujeta: a la superficie terrestre, al devenir de la historia, a la memoria personal, al otro. El ser es una criatura, aquí. La fuerza de la gravedad. Divino y terreno a la vez, en continua retroalimentación con lo que lo rodea, el sujeto planetario se desliza con singulares poderes de percepción sobre esa “tierra existencial”, como la denominara el crítico social Mike Davis, “formada por la energía creativa de sus catástrofes”
Atenta a la superficie terrestre y a sus fenómenos tanto naturales como humanos, la poesía de Villanueva hace eco de los postulados de una geología contemporánea afincada en una reconsideración puntual de la catástrofe. Contrario a los universos aislados y predecibles que configuraron las imaginaciones de Newton, Darwin y Lyell, la tierra que imaginan unos cuantos científicos conocidos como neo-catastrofistas—entre los que se cuentan Kenneth Hsu en China y Mineo Kumazawa en la Universidad de Nagoya—no es inmune para nada al caos astronómico. Al contrario, parte singular de un sistema solar histórico que no parece preñado de vida a la menor provocación, la tierra es la corteza donde convergen, y esto continuamente aunque a escalas de tiempo distintas, eventos terrestres y procesos extraterrestres cuya evidencia más dramática aparece, precisamente, en forma de impactos monumentales de los cuales se generan las catástrofes. En Transterra, Gerardo Villanueva produce las palabras de esa geocosmología: una amplitud descomunal, una precisión casi científica, el guiño del humor, el fluir constante. Sus náufragos “llegan a Islas Galápagos,/ encuentran un nativo/ sin lenguaje para celebrar/ la recepción. Sus vouyeristas meditan: “Los cúmulos globulares vistos de lejos/ parecen supernovas./ ¿Acaso se trata de un nudo electromagnético, un triángulo amoroso, o/ una galaxia irreverente ? Lo mismo da./ Aquí, las leyes de Kepler se enredan, mientras en el televisor/ la pornografía sigue”. Sus radioescuchas (castellanos o panamericanos o simplemente americanos) le dan pie para invitar a Severo Sarduy: Yo diría que Artaud fue a la Sierra Tarahumara para escuchar.
De una cierta contraesquina del Pacífico (Tijuana) a la cintura del continente (Oaxaca), de la urbe finisecular (la Ciudad de México) al triángulo de la Polinesia, el sujeto planetario Transterra, que es sólo otra forma de decir “se mueve en el lugar más hondo que es el aquí”. Fuera, pues, del discurso abstracto de la globalidad y enraizado, al contrario, en el más concreto de los posicionamientos errantes, este Transterra transita e inventa un planeta nervioso y herido, cejijunto, socavado. Vivo.
* Nota introductoria para el libro Transterra, de Gerardo Villanueva (Guadalajara: Litoral, 2008).
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Un “cúmulodepalabras” pasa ahora mismo sobre la página. A través de la ventana es posible ver la “monumental M” de la montaña. La tormenta que se avecina será, sin duda, “una precipitación de palabras fundamentales”. La península es un tumor. Después, cuando todo acabe, quedará la “mancha en el asfalto. Fuera de foco/ lúbrica la visión del mecánico”. El firmamento, arriba; la fragancia de ciertos jardines, abajo; en medio: ese estado mental dentro del cual surge, con definitividad temeraria, la visión: “la distancia entre Liechtensein y Uzbekistán es un mar”.
De aquí hacia allá: la mirada en el telescopio.
De allá hacia acá: la mirada en el microscopio.
Entre una y otra: la tecnología del lenguaje sideral.
De la cintura del continente al registro de los cráteres que contienen “el alma lunar”, el Transterra de Gerardo Villanueva abraza el globo terráqueo en su amplitud más majestuosa y también en la más humana. Activan el ojo, es cierto, pero sus palabras van dirigidas, sobre todo, al pie. Levántate y anda, murmura su Lázaro privado. Toca. Percibe. Elévate y, luego, húndete aquí, nada (de nadar). Nubosidad variable. Sobrevive. Esto es una grieta. Aquí se abre una cartografía privada. El meridiano de la ansiedad se escribe así. La altitud. El viento. Las fronteras. ¿Sientes el palpitar de la geografía bajo la palma de la mano o en el rabillo del ojo? Más que agente globalizador, ese Lázaro que repta iconoclasta en las páginas transterrenas de Villanueva es, para utilizar la terminología de la teórica y crítica literaria Gyratri Spivak, un sujeto planetario. La diferencia entre uno y otro es estética, ciertamente, pero también es política. La diferencia, en todo caso, va más allá de la terminología y tiene que ver con los lazos que vinculan—ya con melancolía o con silencio, ya con celebración o movimiento—a los unos con los otros—al uno con el otro: la naturaleza y la consciencia, el paisaje y la ciudad, la historia y el cosmos.
En Transterra, quiero decir, las grandes derivas no son abstractas. Aquí la historia se escribe con la mayúscula de las dimensiones estelares y con la minúscula del cuerpo. Telescopio y microscopio al mismo tiempo, el sujeto planetario entiende que la alteridad, en efecto, “nos contiene y nos arroja fuera de nosotros mismos” al mismo tiempo; que, como también lo afirmaba Spivak, “lo que está por encima y más allá de nuestro alcance no es un continuo con nosotros ni es, de hecho, una discontinuidad”. Aquí el sujeto, en efecto, se sujeta: a la superficie terrestre, al devenir de la historia, a la memoria personal, al otro. El ser es una criatura, aquí. La fuerza de la gravedad. Divino y terreno a la vez, en continua retroalimentación con lo que lo rodea, el sujeto planetario se desliza con singulares poderes de percepción sobre esa “tierra existencial”, como la denominara el crítico social Mike Davis, “formada por la energía creativa de sus catástrofes”
Atenta a la superficie terrestre y a sus fenómenos tanto naturales como humanos, la poesía de Villanueva hace eco de los postulados de una geología contemporánea afincada en una reconsideración puntual de la catástrofe. Contrario a los universos aislados y predecibles que configuraron las imaginaciones de Newton, Darwin y Lyell, la tierra que imaginan unos cuantos científicos conocidos como neo-catastrofistas—entre los que se cuentan Kenneth Hsu en China y Mineo Kumazawa en la Universidad de Nagoya—no es inmune para nada al caos astronómico. Al contrario, parte singular de un sistema solar histórico que no parece preñado de vida a la menor provocación, la tierra es la corteza donde convergen, y esto continuamente aunque a escalas de tiempo distintas, eventos terrestres y procesos extraterrestres cuya evidencia más dramática aparece, precisamente, en forma de impactos monumentales de los cuales se generan las catástrofes. En Transterra, Gerardo Villanueva produce las palabras de esa geocosmología: una amplitud descomunal, una precisión casi científica, el guiño del humor, el fluir constante. Sus náufragos “llegan a Islas Galápagos,/ encuentran un nativo/ sin lenguaje para celebrar/ la recepción. Sus vouyeristas meditan: “Los cúmulos globulares vistos de lejos/ parecen supernovas./ ¿Acaso se trata de un nudo electromagnético, un triángulo amoroso, o/ una galaxia irreverente ? Lo mismo da./ Aquí, las leyes de Kepler se enredan, mientras en el televisor/ la pornografía sigue”. Sus radioescuchas (castellanos o panamericanos o simplemente americanos) le dan pie para invitar a Severo Sarduy: Yo diría que Artaud fue a la Sierra Tarahumara para escuchar.
De una cierta contraesquina del Pacífico (Tijuana) a la cintura del continente (Oaxaca), de la urbe finisecular (la Ciudad de México) al triángulo de la Polinesia, el sujeto planetario Transterra, que es sólo otra forma de decir “se mueve en el lugar más hondo que es el aquí”. Fuera, pues, del discurso abstracto de la globalidad y enraizado, al contrario, en el más concreto de los posicionamientos errantes, este Transterra transita e inventa un planeta nervioso y herido, cejijunto, socavado. Vivo.
* Nota introductoria para el libro Transterra, de Gerardo Villanueva (Guadalajara: Litoral, 2008).
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Wednesday, October 22, 2008
FEROZ
Mientras yo escribía sobre el amor, la nación que ha abanderado tanto ideológica como materialmente la desregularización desde su mismo nacimiento nacionalizó una buena porción de sus bancos (imagino la sonrisa enorme de Carlos Marx en el cielo del post-capital ahora mismo), un turista francés con cierta proclividad por el fragmento recibió el premio Nobel, y cuatro cabezas (separadas de sus respectivos cuerpos) llegaron a las oficinas de instituciones de seguridad pública en sendas cajas de cerveza. Y el amor, que es feroz, se puso a caminar sobre el pavimento.
--crg
Mientras yo escribía sobre el amor, la nación que ha abanderado tanto ideológica como materialmente la desregularización desde su mismo nacimiento nacionalizó una buena porción de sus bancos (imagino la sonrisa enorme de Carlos Marx en el cielo del post-capital ahora mismo), un turista francés con cierta proclividad por el fragmento recibió el premio Nobel, y cuatro cabezas (separadas de sus respectivos cuerpos) llegaron a las oficinas de instituciones de seguridad pública en sendas cajas de cerveza. Y el amor, que es feroz, se puso a caminar sobre el pavimento.
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Tuesday, October 21, 2008
LA HISTORIA DEL AMOR II
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Cada que aparece, el amor aparece por primera vez. Tal vez su astucia, la astucia del amor, consista precisamente en eso: en aparecer en repetidas ocasiones haciéndose pasar en cada una de ellas, sin embargo, como un fenómeno a la vez eterno e irrepetible, es decir, como una experiencia sin historia. Yo no sé si los historiadores que convergen en La más bella historia del amor, la serie de conversaciones sobre el amor que la periodista Dominique Simonnet ha transformado en un libro, han repetido las palabras “nunca antes” y “nunca después” como lo suelen hacer los enamorados justo al dar por iniciado (o terminado) el trance amoroso, pero lo cierto es que su exploración de documentos en los archivos más diversos ha puesto de manifiesto que, en tanto experiencia eminentemente histórica, el amor es más un activísimo campo de negociación y conflicto que el nirvana impoluto construido por la memoria selectiva de todos los enamorados. Así las cosas, todo parece indicar que para poder existir, para poder seguir adelante, ni los caballeros, ni las damas, ni, sobre todo, el amor, deben recordar.
Pero memoria, sobre todo una memoria colectiva y polifónica, es lo que estos historiadores y especialistas franceses tratan de construir en las conversaciones con Simonnet. Tal vez después de leerlo no nos enamoraremos ya más o tal vez insistamos en enamorarnos aunque sea de otra manera, pero el libro, que va dividido en tres grandes actos—el matrimonio, el sentimiento, el placer—, nos recuerda que cada gesto, cada ademán, cada epifánico e irrepetible momento es un momento que ha sido debatido y negociado por hombres y mujeres que también creyeron, en su día, ser únicos e irrepetibles en su enunciación del “nunca antes” y el “nunca después”.
También nos recuerda el libro que, contrario a estereotipos mediáticos del mundo actual, el amor y la revolución suelen hacer mala pareja—baste recordar, como lo señala Mona Ozuf, la historiadora y especialista en mujeres en la época revolucionaria, que los jacobinos desarrollaron una reticencia bastante marcada ante lo que interpretaban como flaqueza, cuando no fanatismo, femenino. En su ideal social, más apegado a nociones de virilidad espartana, había poco espacio para el amor y las percibidas como sus aliadas naturales: las mujeres. De hecho, continúa Ozuf, “las mujeres se volvieron hostiles a la Revolución. ¡Decepcionadas, asqueadas, volvieron a la casa, deseando que la política no llegase a su hogar!”.
Del siglo XIX heredamos, a decir de Alain Corbin, el miedo hacia la mujer, algo que se nota en el surgimiento de una separación cada vez más marcada entre la zorra y el ángel doméstico—los dos lentes a través de las cuales se interpreta el comportamiento femenino en relación, claro está, a la ansiedad que provoca entre los bienpensantes la fuerza particular asociada a los miembros de la Comuna y, en general, de las crecientes clases menesterosas. El otro gran legado del siglo encorsetado es, por supuesto, el territorio mismo de la sexualidad, cuya fecha de nacimiento se ubica hacia 1838, fecha en la cual se utiliza por primera vez el término scientia sexualis para designar aquello que está sexuado y con el que, años más tarde, se hablará de todo aquello que se refiera a la vida sexual. El flirteo, producto de la embestida urbana y de la aparición de oportunidades más variadas de socialización, no sólo les permitió a los jóvenes conciliar la virginidad, el pudor y el deseo sino que, acaso de mayor importancia, su énfasis en las miradas oblicuas y las caricias discretas dictó el inicio de una nueva época: una en que, por poner atención a las preliminares, se valoriza el placer femenino y en la que, por consecuencia, se erotiza a la pareja conyugal. La puerta del placer propiamente dicho, pues, se abrió poco a poco con las miradas lánguidas y los roces apenas perceptibles sobre la vestimenta. El flirteo, en apariencia inocuo o ingenuo, resultó ser más peligroso que cualquier otra proclamación.
La primera gran mutación que ofreció el siglo XX fue, de acuerdo a Anne Marie Sohn, el fin del matrimonio concertado. Lejos de ser un lujo o una anomalía, el amor se convirtió de esta manera en un motivo de orgullo y en la base misma de la felicidad de la pareja. De mano, pues, del amor, y no en su contra, se desarrolló una sexualidad bucal no reproductiva que, además de subrayar la necesidad de la higiene, ya no sólo se concentró en formas de placer masculino. De hecho, la liberación sexual que muchos ubican, como lo hace Pascal Bruckner, hacia la década de los sesenta, contribuyó a traer de regreso el idea masculino de la sexualidad a través de la hegemonía, cuando no la dictadura, del orgasmo. “De pronto”, asegura Bruckner, “el sexo se volvió terrorista. El placer estaba prohibido. Ahora se vuelve obligatorio. El ambiente corresponde a la prohibición, no ya por la ley sino por la norma”. En este contexto pansexual el amor se volvió, en efecto, obsceno.
La última parte de La más bella historia del amor le corresponde a la novelista Alice Ferney. El amor, desde su punto de vista, se ha convertido ahora en un trabajo. Más que una irrupción divina o una inexplicable y súbita emoción, más que una liberación o una redención, el amor es “una acción, una voluntad, una atención”. Definido como aquello que “existe entre dos individuos que son capaces de vivir juntos sin matarse”, en una época en que todo parece posible a cada quien le toca inventarlo.
Se me antoja, después de leer esta versión francesa del amor, enterarme de la historia de la experiencia amorosa en Latinoamérica: de las palabras de matrimonio coloniales a los corridos revolucionarios que, aparentemente a contrapelo de los jacobinos, enunciaron y pusieron en primer lugar al amor y sus desajustes (Adelita, después de todo, sí se fue con otro, y no sabemos si Valentina se enteró de la pasión que dominaba al cantante), sería bueno contar con una conversación informada y amena entre historiadores de este lado del mundo que al fin nos aclare por qué, ante cada decepción amorosa, el deber del mexicano prescribe, entre otras cosas, un regreso directo y unívoco a las canciones de José Alfredo Jiménez.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Cada que aparece, el amor aparece por primera vez. Tal vez su astucia, la astucia del amor, consista precisamente en eso: en aparecer en repetidas ocasiones haciéndose pasar en cada una de ellas, sin embargo, como un fenómeno a la vez eterno e irrepetible, es decir, como una experiencia sin historia. Yo no sé si los historiadores que convergen en La más bella historia del amor, la serie de conversaciones sobre el amor que la periodista Dominique Simonnet ha transformado en un libro, han repetido las palabras “nunca antes” y “nunca después” como lo suelen hacer los enamorados justo al dar por iniciado (o terminado) el trance amoroso, pero lo cierto es que su exploración de documentos en los archivos más diversos ha puesto de manifiesto que, en tanto experiencia eminentemente histórica, el amor es más un activísimo campo de negociación y conflicto que el nirvana impoluto construido por la memoria selectiva de todos los enamorados. Así las cosas, todo parece indicar que para poder existir, para poder seguir adelante, ni los caballeros, ni las damas, ni, sobre todo, el amor, deben recordar.
Pero memoria, sobre todo una memoria colectiva y polifónica, es lo que estos historiadores y especialistas franceses tratan de construir en las conversaciones con Simonnet. Tal vez después de leerlo no nos enamoraremos ya más o tal vez insistamos en enamorarnos aunque sea de otra manera, pero el libro, que va dividido en tres grandes actos—el matrimonio, el sentimiento, el placer—, nos recuerda que cada gesto, cada ademán, cada epifánico e irrepetible momento es un momento que ha sido debatido y negociado por hombres y mujeres que también creyeron, en su día, ser únicos e irrepetibles en su enunciación del “nunca antes” y el “nunca después”.
También nos recuerda el libro que, contrario a estereotipos mediáticos del mundo actual, el amor y la revolución suelen hacer mala pareja—baste recordar, como lo señala Mona Ozuf, la historiadora y especialista en mujeres en la época revolucionaria, que los jacobinos desarrollaron una reticencia bastante marcada ante lo que interpretaban como flaqueza, cuando no fanatismo, femenino. En su ideal social, más apegado a nociones de virilidad espartana, había poco espacio para el amor y las percibidas como sus aliadas naturales: las mujeres. De hecho, continúa Ozuf, “las mujeres se volvieron hostiles a la Revolución. ¡Decepcionadas, asqueadas, volvieron a la casa, deseando que la política no llegase a su hogar!”.
Del siglo XIX heredamos, a decir de Alain Corbin, el miedo hacia la mujer, algo que se nota en el surgimiento de una separación cada vez más marcada entre la zorra y el ángel doméstico—los dos lentes a través de las cuales se interpreta el comportamiento femenino en relación, claro está, a la ansiedad que provoca entre los bienpensantes la fuerza particular asociada a los miembros de la Comuna y, en general, de las crecientes clases menesterosas. El otro gran legado del siglo encorsetado es, por supuesto, el territorio mismo de la sexualidad, cuya fecha de nacimiento se ubica hacia 1838, fecha en la cual se utiliza por primera vez el término scientia sexualis para designar aquello que está sexuado y con el que, años más tarde, se hablará de todo aquello que se refiera a la vida sexual. El flirteo, producto de la embestida urbana y de la aparición de oportunidades más variadas de socialización, no sólo les permitió a los jóvenes conciliar la virginidad, el pudor y el deseo sino que, acaso de mayor importancia, su énfasis en las miradas oblicuas y las caricias discretas dictó el inicio de una nueva época: una en que, por poner atención a las preliminares, se valoriza el placer femenino y en la que, por consecuencia, se erotiza a la pareja conyugal. La puerta del placer propiamente dicho, pues, se abrió poco a poco con las miradas lánguidas y los roces apenas perceptibles sobre la vestimenta. El flirteo, en apariencia inocuo o ingenuo, resultó ser más peligroso que cualquier otra proclamación.
La primera gran mutación que ofreció el siglo XX fue, de acuerdo a Anne Marie Sohn, el fin del matrimonio concertado. Lejos de ser un lujo o una anomalía, el amor se convirtió de esta manera en un motivo de orgullo y en la base misma de la felicidad de la pareja. De mano, pues, del amor, y no en su contra, se desarrolló una sexualidad bucal no reproductiva que, además de subrayar la necesidad de la higiene, ya no sólo se concentró en formas de placer masculino. De hecho, la liberación sexual que muchos ubican, como lo hace Pascal Bruckner, hacia la década de los sesenta, contribuyó a traer de regreso el idea masculino de la sexualidad a través de la hegemonía, cuando no la dictadura, del orgasmo. “De pronto”, asegura Bruckner, “el sexo se volvió terrorista. El placer estaba prohibido. Ahora se vuelve obligatorio. El ambiente corresponde a la prohibición, no ya por la ley sino por la norma”. En este contexto pansexual el amor se volvió, en efecto, obsceno.
La última parte de La más bella historia del amor le corresponde a la novelista Alice Ferney. El amor, desde su punto de vista, se ha convertido ahora en un trabajo. Más que una irrupción divina o una inexplicable y súbita emoción, más que una liberación o una redención, el amor es “una acción, una voluntad, una atención”. Definido como aquello que “existe entre dos individuos que son capaces de vivir juntos sin matarse”, en una época en que todo parece posible a cada quien le toca inventarlo.
Se me antoja, después de leer esta versión francesa del amor, enterarme de la historia de la experiencia amorosa en Latinoamérica: de las palabras de matrimonio coloniales a los corridos revolucionarios que, aparentemente a contrapelo de los jacobinos, enunciaron y pusieron en primer lugar al amor y sus desajustes (Adelita, después de todo, sí se fue con otro, y no sabemos si Valentina se enteró de la pasión que dominaba al cantante), sería bueno contar con una conversación informada y amena entre historiadores de este lado del mundo que al fin nos aclare por qué, ante cada decepción amorosa, el deber del mexicano prescribe, entre otras cosas, un regreso directo y unívoco a las canciones de José Alfredo Jiménez.
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