Friday, October 27, 2006

LA MERCANCÍA EN LA ERA DE LA REPRODUCCION PIRÁTICA
[publicado en La Primera Dama, sección de cultura del periódico mexicano El Universal]

El original no existe, se sabe. En una época que ha puesto en duda de manera sistemática no sólo el valor sino la existencia misma de lo “auténtico” es sólo natural (y utilizo esta palabra aquí con sumo cuidado) que las copias y sus auras, como dijera Walter Benjamin en uno de los ensayos más citados del siglo XX, ocupen un lugar especial y controvertido (y también especialmente controvertido) en las vidas cotidianas de los consumidores contemporáneos. Ya en 1936, cuando el torturado filósofo alemán publicó “El arte en la era de la reproducción mecánica”, ambivalentemente denostaba y celebraba las capacidades tecnológicas de una época que, por una parte, aseguraban la reproducción de la obra de arte aunque, por otra, lo hacían a costa de la pérdida de su aura, su aquí y ahora que, según él, constituía su certificado de autenticidad (algo que definía como “la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material hasta su testificación histórica”). ¿Qué decir unos 70 años después, ya en plena era de la reproducción pirática? Si bien una mercancía no es un objeto artístico y sí, por el contrario, un objeto masivo resultado de la desarrollada capacidad tecnológica para producir en serie, todo parece indicar que las habilidades reproductivas, especialmente cuando éstas son tan masivas como las productivas, ocasionan efectos económicos y culturales que bien vale la pena revisar.

Basta pasearse por cualquier calle céntrica de cualquier ciudad del país para encontrarse con los emblemáticos vendedores ambulantes que dan cuenta del estatus de las mercancías en la era de la reproducción pirática. Veamos.

1)La mercancía pirata transforma el concepto de autenticidad en un asunto de fe. La calidad creciente de las réplicas hace realmente difícil distinguir entre el objeto original y el objeto no-original. Así, al ir comparando detalle por detalle y no encontrar diferencia alguna entre uno y otro, el consumidor no tiene otra alternativa más que recurrir a la creencia de que, como el objeto ha sido adquirido en un establecimiento autorizado, es decir, en un establecimiento que paga impuestos al estado, el objeto, luego entonces, es el objeto original. Esta relación entre el estado y el objeto, escandalosa de por sí, significaría poca cosa sin la mediación de la creencia. Y es ésta, no el objeto, la que nos hace exclamar, dependiendo del anhelo o del caso, que lo que tenemos entre manos es un objeto original.

2)La mercancía pirata democratiza el mercado de maneras perversas. Transformando en realidad una promesa que todo régimen político hace pero ninguno cumple, los Ambulantes Vendedores participan en la democratización de ciertos objetos (películas, ropa, bolsas, zapatos, discos, entre tantos otros) al extraerlos de los canales de comercialización elitistas y ponerlos al alcance de un público masivo. De esta manera, independientemente de los ingresos económicos, las mayorías tienen acceso a los objetos de estatus social que alguna vez fueron el coto cerrado de los pocos.

3)La mercancía pirata obliga a enunciar lo obvio y, luego entonces, a denunciarlo. En un retuércano de probada perversión, la mercancía pirata devela la descarada búsqueda de estatus de los consumidores. La clase media no nace, se hace a través de las etiquetas de la ropa que se pone. Cuando el consumidor se ve obligado a anunciar que la mercancía en uso es la “original”, lo que el consumidor confiesa es que poco le importa el disfrute del objeto (por eso los defensores de lo “auténtico” no pueden ser verdaderos hedonistas) y mucho, en cambio, el status que el objeto le confiere. Lo original es el poder de decir “lo original”.

4)La mercancía pirata se sale con la suya. Paródica lo es, no cabe duda. Y también es irónica. La mercancía pirata coloca esa sonrisa socarrona en la cara de quien pagó menos de la mitad y aún menos por una etiqueta muy bien copiadita.

--crg

Thursday, October 26, 2006

GREGORIO SAMSA SE DESPIERTA EN ASIA (Y ADEMÁS ES MUJER)
[publicado, hace tiempo, en La Primera Dama, columna colectiva que aparece cada viernes en la sección cultural del periódico mexicano El Universal]


Cuando desperté una mañana después de un sueño intranquilo, me encontré sobre mi cama convertida en un mero cuerpo humano. Estaba tumbada sobre mi espalda suave, llena de huesos puntiagudos y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre hundido, parduzco, coronado por un ombligo, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sentí frío y, entonces, abrí los ojos. No tuve más remedio que volver a saberlo: no se trataba de un sueño.

Había llegado a Asia unos meses antes, no he de mentir, más por casualidad que por deseo. Me habían traído acá las circunstancias, como se dice de las cosas que escapan a nuestro control y que sin embargo nos estructuran: un asunto que la compañía de seguros no había podido resolver desde el otro lado del océano. Así, un día desperté en una ciudad gris y monolítica y, como si fuera natural, salí a caminar. Me bastaron un par de cuadras para caer rendida: ante las dimensiones brutales de la urbe: ante un cansancio de días de aeropuertos: ante un aire contaminado que me oprimía el pecho: ante la sospecha de que presenciaba algo incomprensible. No era el pasado, como resultaría imaginable tratándose como se trataba del oriente, sino el futuro. Era esa máquina de demolición que, más allá del segundo anillo de la ciudad, parecía lista para arrasar con todo. Lo hacía.

Al inicio pensé que se debía puramente a mi desconcierto de extranjera pero pronto la sospecha creció hasta convertirse en absurda certeza: caminaba, de eso me convencí pronto, por espacios diseñados para seres que ya no conocería. Por un momento cerré los ojos y los vi: sus cuerpos tenían piernas y brazos, como el mío, pero protegidos por pantallas de todo tipo y conectados a máquinas diversas (desde los anteojos hasta el teléfono celular, pasando por la antena de orientación que les permitirá encontrar lugares sin tener que interactuar con otro) se deslizaban, entre bicicletas y escupitajos, con energías inéditas-—mitad implante genético, mitad pastilla de color extinto. Luego abrí los ojos y los seguí viendo. Sus periódicos abundaban en noticias sobre las nuevas adicciones, entre las cuales reinaba la internetmanía, o las cifras que indicaban el crecimiento de esto o de lo otro. Todo crecía sin cesar en esas ciudades de dimensiones post-humanas; todo, ciertamente, menos el aire que escaseaba. Por eso disfrutaba tanto las tardes de viento. Entonces buscaba el cobijo de los árboles reales y, sentada bajo sus frondas, me dedicaba a oír la melodía que producían sus hojas trémulas.

Las mañanas eran otra cosa. Solía pasarlas en oficinas bulliciosas donde, yendo de oficial en oficial, terminaba por no arreglar nada. Desde la Compañía Central me pedían respuestas y, ante las mías, que eran además de negativas, desalentadoras, me exigían insistencia. Yo insistía. A eso dedicaba mis mañanas: a insistir sobre un asunto que sólo tenía relevancia para un puñado de personas del otro lado del mundo. Luego, con el cansancio que produce la frustración continua, me dirigía a las máquinas dispensadoras donde, a cambio de un par de monedas, obtenía mis víveres: un par de frutas, un trozo de pan, agua. Masticaba despacio, saboreando cuanto podía. Luego veía la vida del otro lado de los ventanales: la amplitud de las avenidas, la lentitud del tráfico y las torres elevadísimas por cuyas puertas colosales parecía estar a punto de cruzar ese otro cuerpo que, estaba segura, yo ya no reconocería.

--crg

Wednesday, October 25, 2006

Tuesday, October 24, 2006

SIMPLE PLACER. PURO PLACER
[publicado en Archivos del Sur, Revista Digital de Cultura desde Buenos Aires, número 65, espacio de autor, www.quadernsdigitals.net]


Lo recordaría todo de improviso y en detalle. Vería el anillo de jade alrededor del dedo anular y, de inmediato, vería el otro anillo de jade. Abriría los ojos desmesuradamente y, sin saber por qué, callaría. No preguntaría nada más. Diría: sí, muy hermoso. Lo es. Y pasaría las yemas de sus dedos sobre la delicada figura de las serpientes. Una caricia. El asomo de una caricia. Una mano inmóvil, abajo. Una mano de alabastro.


Cruzaba la ciudad al amanecer, en el asiento posterior de un taxi. Iba entre adormilada y tensa, su bolsa de mano contra el pecho. En el aeropuerto la aguardaba el inicio de un largo viaje. Lo sabía y saberlo sólo le producía desasosiego. No tenía idea de cuando había aparecido su disgusto por los viajes, esa renuencia a emprenderlos, su forma de resignarse, no sin amargura, ante ellos. Con frecuencia tenía pesadillas antes de partir y, ya en las escalinatas del avión, presentía cosas terribles. Una muerte súbita. El descubrimiento de una enfermedad crónica. La soledad.

--Este será el último --se prometía en voz baja y, luego, movía la cabeza de derecha a izquierda, incapaz de creerse.

--¿Decía algo? --le preguntó el taxista, mirándola por el espejo retrovisor.

--Nada –-susurró--. Decía que será el último viaje.

--Ah, eso --repitió él. Luego sólo guardó silencio.

Cuando el auto bajó gradualmente la velocidad, los dos se asomaron por las ventanillas.

--Un accidente --murmuró él, desganado.

--Sí --asintió ella. Pero a medida de que se aproximaban al lugar de la colisión, no vieron autos destruidos o señas de conflicto. Avanzaron a vuelta de rueda sin saber qué pasaba, preguntándoselo con insistencia. Abrieron los ojos. Observaron el cielo gris, las caras de los chóferes desvelados, los pedazos de vidrio sobre el asfalto. No fue sino hasta que estuvieron a punto de dejar la escena atrás que los dos se percataron de lo acontecido.

--Pero si es un cuerpo --exclamó él. La voz en súbito estado de alarma.

--Un cuerpo desnudo --susurró ella--. Un cuerpo sin cabeza.

Ella le pidió que se detuviera y que la esperara. Ya abajo, mostró su identificación para que los policías que vigilaban la escena la dejaran cruzar la valla amarilla. Caminó alrededor del cuerpo decapitado y, antes de pedir algo con qué cubrirlo, se detuvo a mirar la mano izquierda del muerto. Ahí, alrededor del dedo anular, justo antes de que iniciara el gran charco de sangre, estaba el anillo de jade. Dos serpientes entrelazadas, verdes. Un objeto de una delicadeza extrema. La Detective lanzó su mano hacia la sortija pero al final, justo cuando concluía su gesto, se detuvo en seco. Había algo en el anillo, algo entre el anillo y el mundo, que le impedía el contacto. Fue entonces que observó su propia mano, inmóvil y larga, suspendida en el aire de la madrugada.

--Se le hace tarde --alcanzó a oír. Y se puso en marcha.



Hay una ciudad dentro de una cabeza.



A su regreso preguntó por él, por el hombre decapitado, pero nadie supo darle datos al respecto. Buscó entre los documentos archivados en el Departamento de Investigación de Homicidios y tampoco encontró información ahí. Hasta su asistente se mostró incrédulo cuando le refirió el suceso.

--¿Estás segura? --la miró de lado--. Habríamos sabido de algo así.

--¿Tampoco en los diarios? --preguntó--. ¿Tampoco ahí?

El muchacho movió la cabeza en gesto negativo y bajó la vista. Ella no pudo soportar su sospecha o su lástima y salió a toda prisa de la oficina.



El taxista le aseguró que lo recordaba todo. A petición suya vació su memoria frente a sus ojos, sobre sus manos, en todo detalle. Recordaba que el cuerpo cercenado se encontraba en el segundo carril de la autopista que iba al aeropuerto. Recordaba que no llevaba ninguna prenda de vestir y que la piel mostraba magulladuras varias. Pintura abstracta. Tortura. Recordaba el charco de sangre y los extraños ángulos que formaban los distintos miembros del cuerpo. Recordaba que había ya tres o cuatro policías, en eso su memoria dudaba un poco, alrededor del cadáver cuando ella se bajó del auto y merodeó los hechos. Recordaba que había sido él quien reaccionó: tenían que alejarse de ahí si no quería perder el vuelo. Ella tenía que dejar la posición en que se encontraba, de cuclillas junto al muerto, si es que quería llegar a tiempo. Eso hizo: se incorporó. El ruido de las rodillas. Eso lo recordaba también. Al final: el ruido de las rodillas. Eso.



--Siempre quise un anillo así --le dijo a la mujer que lo portaba con cierta indiferencia y cierto donaire.

La mujer elevó la mano, el dorso apuntando hacia sus ojos. Parecía que lo mirara por primera vez.

--¿Te gusta de verdad?

--Sí --afirmó la Detective--. Todavía me gustaría tener uno así.

La mujer se volvió a ver las aguas alumbradas de la alberca y, con melancolía o indiferencia, la Detective no pudo decidir cuál, se llevó un vaso alargado hacia los labios.

--Es un anillo de oriente --dijo--. De las islas --pronunciaba las palabras como si no estuviera ahí, alrededor de la alberca, entre los sosegados murmullos de gente que deja pasar el tiempo en una fiesta--. Un regalo --concluyó volviendo a colocar el dorso de la mano izquierda justo frente a sus ojos. La mirada, incrédula. O desasida. Las uñas apuntando hacia el cielo—-. El regalo de una fecha excesivamente sentimental.

--Un regalo amoroso --intercedió la Detective en voz muy baja.

La mujer, por toda respuesta, le sonrió incrédula, desganada.

--Podría decirse que sí --murmuró al final--. Algo así.



No podía evitarlo, cada que conocía a alguien se hacía las mismas preguntas. ¿Se trata de una persona capaz de matar? ¿Estoy frente a la víctima o el victimario? ¿Opondría resistencia en el momento crucial? Gajes del oficio. Cuando la mujer se dio la vuelta, alejándose por la orilla de la alberca con una languidez de otro tiempo, un tiempo menos veloz aunque no menos intenso, la Detective estaba indecisa. No sabía si la mujer era capaz de matar a sangre fría, cercenando la cabeza y arrojando el cuerpo después sobre una carretera que va al aeropuerto. No sabía si la mujer era la víctima de una conspiración hecha de joyas y estupefacientes y mentiras. No sabía si la indiferencia era una máscara o la cabeza ya sin máscara. La mujer, en todo caso, la intrigó precisamente por eso, porque su actitud no le dejaba saber nada de ella. Porque su actitud era un velo.



--¿Qué es un anillo en realidad? --le había preguntado al Asistente sin despegar las manos del volante ni dejar de ver hacia la carretera--. ¿Un grillete? ¿El eslabón de una cadena? ¿Una marca de pertenencia?

--Un anillo puede ser también una promesa --interrumpió el muchacho--. No todo regalo amoroso, no todo objeto marcado por San Valentín, tiene que ser tan terrible como lo imaginas.

La Detective se volvió a verlo. Estiró la comisura derecha de la boca y le pidió un cigarro.

--Pero si tú no fumas —le recordó.

--Nada más para sostenerlo entre los dedos -—dijo—-. Anda -—lo conminó.

--¿Estás segura de que se trata del mismo anillo? ¿Del mismo diseño?

--Mismo diseño, sí. Pero puede ser una casualidad. Una casualidad tremenda. Además, tenemos otras cosas por resolver. No tenemos tiempo para investigar asesinatos que nadie registró en ningún lado. No nos pagan para hacer eso.

Los dos se vieron de reojo y se echaron a reír. Luego, bajo la luz roja del semáforo, bajaron las ventanillas del auto y se dedicaron a ver el cielo.

--¿Cómo empezamos?



Hay una película dentro de una cabeza.



La volvió a encontrar en los pasillos de un gran almacén. Mercancías. Precios. Etiquetas. La Detective buscaba filtros para café mientras que la Mujer del Anillo de Jade analizaba, con sumo cuidado, con un cuidado que más bien parecía una escenografía, unas cuantas botellas de vino. La observó de lejos mientras decidía cómo acercarse: los hombros estrechos, el pelo largo y lacio, los zapatos de tacón. No era una mujer hermosa, pero sí elegante. Se trataba de alguien que siempre llamaba la atención.

--La casualidad es una cosa tremenda -—le dijo por todo saludo cuando se colocó frente a ella y le extendió la mano.

--¿Vienes aquí muy seguido? --le contestó la mujer sin sorpresa alguna, colocando el rostro cerca del de la Detective para brindarle, y recibir, los besos de un saludo más familiar.

--En realidad no --dijo y sonrió en el acto—-. Vengo aquí nada más cuando sé que me encontraré en el pasillo 8, a las tres de la tarde, a la Mujer con el Anillo de Jade.

--¿Todavía quieres uno así? --volvió a elevar la mano izquierda, las uñas al techo, para ver el anillo de nueva cuenta.

--¿Lo vendes? --la Mujer del Anillo soltó una carcajada entre estridente y dulce, luego la tomó del codo y la guió, sin preguntarle, hasta la salida del almacén.

--Ven --dijo--. Sígueme.

Se subieron a la parte trasera de un coche negro que arrancó a toda velocidad. La Mujer del Anillo marcó un número en su teléfono celular y, volviéndose hacia la ventanilla, dijo algo en voz muy baja y en un idioma que la Detective no entendió. Pronto transitaban por callejuelas bordeadas de tendajos y puestos de comida. El olor a grasa frita. El olor a incienso. El olor a muchos cuerpos juntos. Cuando el auto finalmente llegó a su destino tuvo la sensación de que se habían trasladado a otra zona de tiempo, en otro país. Puro bullicio alrededor.

--Te voy a pedir un favor muy grande --le avisó la mujer--. Voy a pedirte que me aclares algo --imposible saber qué había en sus ojos detrás de las gafas negras, imposible saber qué motivaba el leve temblor de los labios—-. Tú te dedicas a investigar cosas, ¿no es cierto?

Tan pronto como la Detective asintió, volvió a tomarla del codo y a dirigirla entre el gentío y bajo los techos de los tendajos hacia otros vericuetos aún más estrechos. Finalmente abrió una puerta de madera roja y, como si se encontraran ya a salvo después de una larga persecución, se echaron sobre unos sillones de piel abullonados. Un hombrecillo frágil les ofreció agua. Alguien más encendió la música de fondo. La mujer apagó su teléfono.

--A final de cuentas la casualidad no es una cosa tan tremenda ¿verdad? --preguntó La Detective con su altanería usual, tratando de enterar cuanto antes en el tema.

--En todo caso no es un asunto original --le contestó con una altanería si no similar, por lo menos de la misma contundencia.

--Quieres hablarme de un hombre decapitado del que nadie sabe nada. Quieres contarme del otro anillo --la Detective se cubría la boca con el vaso de agua mientras la veía y veía, al mismo tiempo, el cuarto donde se encontraban. Las ventanas cubiertas por gruesas cortinas de terciopelo. El piso de silenciosa madera. Las telarañas en las esquinas. Igual ahí se acababa todo. Igual y no había nada más.

--¿Siempre eres tan apresurada? --le preguntó. Los ojos entornados. La molestia. Los gestos de la buena educación.

--Supongo que sí. Esto --se interrumpió para beber otro trago de agua-- es mi trabajo. Así me gano la vida. No es un hobby, por si te interesa saberlo.

--Puedo pagarte dos o tres veces más de lo que ganas.

--Que sean cuatro --respondió de inmediato. Luego sonrió. Entonces empezaron a hablar.



El dinero. El dinero siempre hacía de las suyas con ella. El dinero y el conocimiento: dos monedas de cambio. Estaba segura de que al final de todo, cuando recibiera la cantidad pactada, volvería a reírse frente al espejo del baño con la misma incredulidad y la misma agudeza. ¿De verdad lo necesitaba? El agua. Las gotas de agua sobre el rostro. Se respondería entonces lo que se respondía ahora mismo: no, en sentido estricto, no lo necesitaba. Añadiría: quien lo necesita, quien necesita darlo a cambio de lo que yo sabré, es ella. Y entonces volvería a ver el anillo como lo vio la primera vez: una argolla, una trampa, el último eslabón de la cadena que todavía ataba al decapitado a la vida. Una seña. El hallazgo y el dinero. La cadena del mundo natural. Cuando se metió bajo las sábanas pensó que no le molestaría en lo más mínimo que fueran de seda.



Le dijo que el anillo era una promesa. Una promesa que había dado y una promesa que había recibido. Un pacto.

-—¿De sangre? -—la interrumpió sin poder ocultar la burla.

—-Algo así -—contestó ella, sin inmutarse, viéndola al centro mismo de los ojos.
Le dijo que ella también lo había visto sobre la carretera. Lo había visto, aclaró, sin saber que era él. Sin imaginarlo siquiera. Dijo que su auto también había bajado la velocidad y que, al no ver el accidente, se había preguntado por la causa de la demora. Tenía que llegar a tiempo. Dijo que llevaba entre las manos el boleto para emprender un largo viaje, un viaje al oriente. Y se lo mostró en ese instante. Le mostró el boleto. Un boleto sin usar. Cuando él no llegó, eso también se lo dijo, cuando comprobó que no llegaba, que ya no llegaría más, se dio la media vuelta y regresó a su casa. No había llorado, le dijo.

También le dijo que era cursi, muy cursi, cursi de una manera extrema. Que se tomaba las cosas literalmente. Que tenía otros defectos de los que no podía hablar. Le dijo que no había tratado de averiguar nada. La curiosidad sólo llegó después. Le dijo que al inicio se contentó con escuchar los rumores que intercambiaban los chóferes. Captaba una que otra palabra de sus conversaciones en voz baja: cuerpo, tortura, cabeza, mano. Luego oyó las palabras que se referían al sitio: la carretera, el segundo carril, el aeropuerto. Dijo que poco a poco, sin quererlo en realidad, había formado un rompecabezas de ecos, susurros, secretos. Nada más le hacía falta la cabeza, le dijo. Porque hay una ciudad ahí. Una película. Una vida entera ahí. En la cabeza.



El anillo de jade era una joya preciada. Si se trataba en realidad de ese anillo, del anillo que aparecía en las fotografías que había conseguido por internet, entonces estaban frente a una alhaja de gran valor. Venía de oriente, en efecto, pero el diseñador le pertenecía a dos mundos: un habitante de la metrópoli central ya por años. Las serpientes entrelazadas, sin embargo, venían de más atrás. De todo el tiempo. El motivo que desde lejos parecía únicamente amoroso era también, cuando visto de cerca, letal. Una serpiente abría las fauces. La otra también. Frente a frente, en estado de estupor o de alerta, la circunferencia del anillo parecía tener el tamaño exacto para que los dientes, aunque mostrándose, no se tocaran. Se trataba de un círculo hecho para prevenir un daño. Para exorcizarlo.



Una serpiente frente a otra. Las bocas abiertas. Los cuerpos entrelazados. Un lecho circular bajo sus cuerpos. El inicio de una película. El inicio de una ciudad. La Detective abrió los ojos desmesuradamente frente al parabrisas. Las luces intermitentes del semáforo sobre el hombre, sobre la mujer, que yacían ajenos de todo, en otro lado. La redondez de los hombros. La apertura de lo labios. El aroma a té de jazmín por entre todo eso. Uno respiraba dentro del otro. Las palabras: para siempre. Las palabras: una isla de terciopelo. Las palabras: aquí adentro todo es mío. Uno respiraba fuera del otro.



Había ido a la Lejana Ciudad Oriental para continuar con la investigación del tráfico de estupefacientes. Días antes, por un golpe de suerte, habían dado con un nombre que, de inmediato, les pareció de importancia en el caso. Cuando hubo que decidir quién emprendería el viaje, los detectives casados y los de recién contratación la señalaron a ella como si le selección fuera obvia y natural. No tuvo alternativa. En el momento del despegue, todavía con el desasosiego que le producía el viaje y la visión del cuerpo decapitado, pensó en las muchas cosas a las que la obligaba su soltería. Viajar por el mundo, por ejemplo. Detenerse frente a cadáveres frescos. Preguntarse por la ubicación de una cabeza.

--¿Viaje de placer? --le había preguntado su compañero de asiento tratando de hacer plática.

Por toda respuesta la Detective meneó la cabeza y cerró los ojos. Placer. Hacía mucho tiempo que no hacía cosas por placer. Simple placer. Puro placer.



Hay un avión que vuela dentro de una cabeza.



--El carpetazo al asunto vino desde arriba --le susurró el Asistente mientras caminaban a su auto. Y se lo había repetido después, ya en la mesa del restaurante donde habían elegido comer ese día.

--Falta de indicios -—continuó-—. Ya sabes. Una ejecución más. Una de tantas.
El hueso de un pollo saliendo de su boca. Los dedos llenos de grasa. Las palabras rápidas.

--¿Y nunca encontraron ni el arma ni la cabeza?

--Nunca.



Hay un cuerpo dentro de una cabeza. Una mano de alabastro. Un anillo.



Abrió la puerta de su casa. Se quitó los zapatos. Puso agua para preparar té. Cuando finalmente se echó sobre el sillón de la sala se dio cuenta de que no sólo estaba exhausta sino también triste. Algo sobre el homicidio no atendido. Una ejecución más. Una de tantas. Algo sobre tener que emprender un viaje a una lejana ciudad del oriente. Algo sobre estatuas de tamaño natural destruidas por el tiempo. Miembros rotos alrededor. Algo sobre una mujer que usa dinero para comprar una cabeza dentro de la cual hay una ciudad con muchas luces y una película de dos cuerpos juntos, una respiración adversa, y un avión que despega. Algo sobre abrir la puerta y quitarse los zapatos y preparar té dentro de una casa donde una cabeza flota dentro de una cabeza.



Regresó al lugar de los hechos. Le ordenó al taxista que la esperara mientras husmeaba por entre la maleza que bordeaba el lado derecho de la carretera. El pensamiento llegó entero a su mente: busco una cabeza. Se detuvo en seco. Elevó el rostro hacia la claridad arrebatadora del cielo. Respiró profundamente. No creyó que ella fuera una mujer que buscaba una cabeza a la orilla de la carretera que iba al aeropuerto. Luego, pasados unos segundos apenas, volvió a mirar el suelo. Piedrecillas. Huellas. Desechos. Un pedazo de tela. Una lata oxidada. Una etiqueta. Plásticos. Colillas de cigarro. Tocó algunas cosas. A la mayoría sólo las vio de lejos. Se trataba, efectivamente, de una mujer que buscaba una cabeza a la orilla de una carretera. Pronto se convenció de que el crimen no había ocurrido ahí. Aquí. Pronto supo que esto sólo era una escena que reflejaba lo ocurrido en otro sitio. Un sitio lejano. Un sitio tan lejano como el oriente.



Perder la cabeza. El hombre lo había hecho. Perder todo lo que tenía dentro de la cabeza: una ciudad, una película, una vida, un anillo. Lo que él había perdido, ahora lo ganaba ella: la conexión que iba entre las luces de la ciudad y las luces de la película y las luces de la vida y las luces del anillo. Toda esa luminosidad sobre un lecho circular. La Detective lo vio todo de súbito otra vez, cegada por el momento. Acaso un sueño; con toda seguridad una alucinación. Ahí estaba de nueva cuenta la imbricación de los cuerpos. La malsana lentitud con que la yema del dedo índice resbalaba por la piel del vientre, el enramaje del pubis, la punta de los labios. El espasmo posterior. Ahí estaba ahora la mano que empuñaba, con toda decisión, el largo cabello femenino. Una brida. Los gemidos de dolor. Los gemidos de placer. Puro placer. Simple placer. La Detective se preguntó, muchas veces, si habría valido la pena eso. Esto: el estallido de la respiración, los ojos en blanco, el crujir del esqueleto. La Detective no pudo saber si el hombre, de estar vivo ahora, correría el riesgo de nuevo.



Hay placer, puro placer, simple placer, dentro de una cabeza.



La mujer no era hermosa, pero sí elegante. Había un velo entre ella y el mundo que producía tensión alrededor. Algo duro. Su manera de caminar. La forma en que levantaba la mano para mostrar, con indolencia, con algo parecido al inicio del aburrimiento, ese anillo. Una promesa. Eso había dicho: una promesa. Una promesa dada y ofrecida. La Detective la visitaba para darle malas noticias: ningún dato, ningún hallazgo, ninguna información. El hombre, cuyo nombre no se atrevía a pronunciar, había desaparecido sin dejar rastro alguno. Ya no podía más. No podía seguir manoseando periódicos viejos ni archivos ni documentos. No podía merodear por más días la escena de la escena de un crimen cometido lejos. No aguantaba más. Se lo decía todo así, de golpe, atropelladamente. No puedo seguir investigando su caso.

La Mujer del Anillo de Jade sonrió apenas. Le ofreció un té helado. La invitó a sentarse sobre el mullido sillón de su sala de estar. Luego abrió una puerta por la que entró una mujer muy pequeña que se hincó frente a ella y, sin verla a los ojos, le quitó los zapatos con iguales dosis de destreza y suavidad. Desapareció entonces y volvió a aparecer con un pequeño taburete forrado de terciopelo rojo y una palangana blanca, llena de agua caliente, de la que brotaban aromas a hierbas. Con movimientos delicados le ayudó a introducir sus pies desnudos en ella. El placer más básico. Simple placer. Puro placer. Un gemido apenas. El espasmo. La Mujer Pequeña colocó entonces una de sus extremidades sobre el taburete, entre sus propias piernas semiabiertas. Mientras masajeaba la planta de sus pies, la yema del dedo pulgar sobre la cabeza de los metatarsianos, el resto de los dedos sobre el empeine, la Mujer del Anillo de Jade guardó silencio. Y así se mantuvo cuando las diminutas manos de la masajista trabajaban los costados del pie en forma ascendente y cuando, minutos después, cogía el tendón de Aquiles con los dedos pulgar e índice y lo masajeaba en la misma dirección, firmemente. La mano abierta sobre el empeine, luego. Y, más tarde, en un tiempo que empezaba a no reconocer más, mientras la mujer sujetaba con la mano izquierda su rodilla, doblando suavemente la pierna sobre el muslo, La Detective tuvo unos deseos inmensos de gritar. El dolor la obligó a abrir los ojos que, hasta ese momento, había mantenido cerrados. Abrió los labios. Exhaló. Ahí, frente a ella, suspendida en el aire, estaba la mano de La Mujer del Anillo de Jade que le extendía, justo en ese instante, los billetes prometidos.

--Buen trabajo -—la felicitó.

La Detective agachó la cabeza pero elevó la mirada. Los codos sobre las rodillas, los billetes en la mano, y los pies en el agua tibia, aromática. Una imagen extraña. Una imagen fuera de lugar. La corrupción de los sentidos.



Siempre quise un anillo así. Todavía lo quiero.



--crg

Monday, October 23, 2006

COSAS RARAS SUCEDEN CUANDO SE TRANSITA POR UNO O MÁS DE LOS CIEN FREEWAYS DE MAGALI TERCERO
[publicado en Confabulario, octubre 21, 2006; texto escrito para la voz de Magali Tercero en ocasión de la presentación de su libro Cien Freeways: DF y alrededores, ganador del Premio Nacional de Crónica Urbana de la UACM 2005]


Aclaro: no soy Magali Tercero. Mi apariencia es la de Magali Tercero, la voz, el cuerpo, estos ojos que se elevan de la página para tratar de convencerlos de lo que, por increíble que parezca, hoy no es obvio. No puede serlo. Insisto (y ustedes lo saben): no soy Magali Tercero.

¿Pero es ella o soy yo, la que no es ella, quien se sube al taxi para recorrer la ciudad más grande del mundo a través de sus vías de alta velocidad? No lo sé. Ya no estoy segura de nada. Sé que me subo al taxi y que, ahí, en ese minúsculo espacio rodeado de ventanillas, un perpetuo heraldo negro me esclarece lo que sucede alrededor e, incluso, dentro de mí misma. Yo, que no soy Magali Tercero, pero que escucho con los oídos de Magali Tercero, le contesto con otra voz. ¿A poco? ¡No me diga! ¿De verdad?

Entonces, justo en ese instante, sucede la escritura, en esa cálida interacción, en esa súbita confianza, en la colisión de esos mundos que, por azares de la rapidez (o, con más frecuencia, la lentitud) vial, entrechocan, incrédulos. El movimiento los pone en contacto. La necesidad del traslado los conecta. Ella va ahí, en el asiento trasero, pero soy yo la que ve el mundo a través de sus ojos. Sus palabras son mías porque van abiertas, cartas sin marcar. Soy, por unos instantes, por los instantes en que el ojo absorbe la letra, Magali Tercero. Aquí. Ahora. Mis sentidos, que se aproximan a la ciudad con la ambivalente intimidad de lo que, por conocido y amado, se vuelve más desconocido, se la apropian, a la ciudad, a las palabras que encarnan a esa ciudad, por primera vez. Ésa es la clase de vértigo que producen estas crónicas.

Cosas raras suceden cuando se transita por uno o más de los cien freeways de Magali Tercero. El país se ensancha, por ejemplo. Las fronteras se vuelven blandas, aunque no menos feroces. México abarca, hacia el noroeste, hasta Los Angeles pasando por Chicago, y hasta Suiza por el este. Uno puede tomar el taxi, digamos, en el centro, en uno de los muchos centros del centro, que es otra manera de decir que sólo hay periferia, que todo es inmediación, y terminar, días después, por ejemplo, en una pequeña ciudad europea, discutiendo ardientes asuntos de identidad o el precio del boleto del metro con otros que tomaron el taxi o el bote o el avión en otro lado del mundo y terminaron, como yo, la autora de las crónicas, dentro de mi país.

O uno puede salir una noche hacia la noche y convivir de cerca, entre copas si se quiere, con las mujeres de la noche para descubrir que más allá o más acá de las diosas del erotismo, las ninfas u odaliscas inventadas por la fervorosa imaginación masculina están las mujeres de carne y hueso y un pedazo de pescuezo que, dicho sea de paso, en su compleja y brutal humanidad resultan más interesantes, más ellas. Se trata de mujeres con hijos, con adicciones, con aventuras, con esperanzas, con estudios universitarios, con cálculos infinitesimales, con rencores, con rehenes, con sobrevivencias varias. En uno de estos freeways de Magali Tercero uno puede, efectivamente, verlas a través de los vahos del alcohol y el cansancio ya al filo de la madrugada, pero sobre todo puede oírlas. Se trata de una voz, de voces que, por venir del más acá, emergen descarnadas, reales, dulces.

O uno puede iniciar el trayecto, porque toda escritura verdadera es el rastro de un trayecto, frente a un puesto de lotería, visualizando con religiosa osadía el número que, completo, nos librará de tener que tomar este otro taxi que, a toda velocidad éste sí, nos depositará a las puertas del reclusorio. Es posible, y en esto hay que tener cuidado, terminar en la cárcel si uno toma uno de los cien freways de Magali Tercero, quien, insisto, no soy yo. Uno puede acabar tras las rejas, acompañada de mujeres con hijos y amores y necesidades y bromas y asesinatos a cuestas. Incluso peor: uno puede terminar, en un abrir y cerrar de ojos, en la segunda ciudad mexicana más grande del mundo, que es Los Ángeles, para ver pasar al veterano que todavía alucina la violencia de sus guerras y, de reojo, a Tom Cruise acaso haciendo lo mismo. Uno puede caminar por Venice Beach, meditabunda.

El viaje verdadero, el más radical, es el que nos lleva hacia fuera de nosotros mismos: el que a través de su propia ejecución nos invita a ser otros. Ese desafío. Ese placer. El viaje extremo nos invita a ser, por ejemplo, Magali Tercero y a llegar, conminada por Magali Tercero, a hablar de un libro de crónicas que más bien parecen radiografías de la alteridad que presupone todo recorrido verdadero. No sé qué pase después. No sé, quiero decir, si algún día, después de cerrar estas páginas, regresaré a ser "yo misma" o, incluso, no sé si ese mítico "yo misma" todavía existe y, de existir, no sé si todavía lo quiero (tan ensimismado ese Yo Misma, tan solito, la verdad). Los buenos libros en todo caso, y éste sin duda alguna lo es, los libros que de verdad nos alcanzan y nos tocan, nos traen siempre ese regalo: la posibilidad de salir de ver con otros ojos: la aventura imposible y no por ello menos codiciada de ser otro.

Después de todo, creo que sí soy Magali Tercero. Todos aquí lo somos.

--crg

Monday, October 16, 2006

LA VIDA, EXTRAVIADA
[Publicado en Narrativas 3, www.revistanarrativas.com]

para Néstor Braunstein y Tamara Frances, que me hicieron pensar en todo esto

I.
El primer recuerdo en el que aparece el yo es el recuerdo de una pérdida. Un extravío. Vivía entonces en la esquina más noreste del país, ahí donde el Golfo conserva el nombre pero gana la nacionalidad, en una de esas casas de madera que, sin importar cuando fueron construidas, siempre dan la apariencia de ser viejísimas. Se había sustituido ya el cultivo del algodón por el del sorgo y, durante los meses del verano, las amplias parcelas del Valle adquirían entonces, como ahora, ese color encendido, entre marrón y naranja, que a menudo hace creer que uno pisa el sol, o algo parecido al sol, cuando camina por ahí. En ese lugar, entre los surcos de un campo de sorgo, emergió, con un terror inigualable, la primera noción del yo.

Yo estoy perdida.

Recuerdo esa frase. Y, junto con la frase, recuerdo las imágenes agigantadas del verde casi negro de los tallos del sorgo y las imágenes, también desproporcionadas, de las melgas que sostenían mis titubeantes pies.

No recuerdo cómo regresé a casa, ni el llanto que debió haber alertado a los que dormían en ese momento la siesta. Pero esa escena en la que el mundo adquiere dimensiones exorbitantes mientras yo me reduzco a una expresión mínima ha sido, desde entonces, la clave para identificar ese estado de fuga y espanto que es el estar perdido.

Dicen los que me encontraron entre el sorgo que, efectivamente, lloraba. Y que, al regresar al regazo materno, ya bajo el techo del porche que nos protegía del sol de mediodía, lo único que pedí fue ir de regreso al lugar de la pérdida.


II.
Cuando las familias se mudan con frecuencia, los hijos suelen perderse con creciente naturalidad. Debido a demandas laborales o a cierto talante inadmisiblemente aventurero en el carácter de mis padres, mi infancia estuvo marcada por los cambios súbitos de residencia, los largos y silenciosos viajes por carretera, y los extravíos que ocasiona el desconocimiento de un nuevo espacio.

Yo no sabía que carecía de lo que se llama “sentido de la orientación” hasta que llegamos a X, un pequeño pueblo en el centro del país, satélite de un campus universitario rodeado de agapandos en flor perpetua. Todavía sin desempacar del todo, pero acatando una disciplina que mis padres llamaban férrea pero que a mí todavía me parece algo exagerada, me llevaron a la escuela primaria. Como buenos padres, me depositaron a la entrada del colegio y, con las manos en alto, se despidieron de mí después de colocar el mítico beso en la mejilla derecha: un verdadero cuadro idílico que habría sido perfecto si a los tres no se nos hubiera olvidado dejar en claro la dirección de la nueva casa o las indicaciones específicas para regresar a ella.

A la hora de la salida, como era de esperarse, me perdí. Tomé, como suelo hacerlo hasta el día de hoy, con una prontitud acaso profética, el camino equivocado. Y caminé sin rumbo, pero también sin miedo, a través de mercados llenos de frutas coloridas, frente a iglesias de edad inverosímil, por calles sin pavimentar, hasta que llegué a una de las orillas de X. Entonces supe, sin lugar a dudas, que estaba perdida pero, sospechando que todo era cuestión de tomar el camino contrario, continué con mi travesía. Aparecieron funerarias y más iglesias y callejones estrechísimos y casuchas semi-derruidas que yo, olvidando que estaba perdida, veía con el asombro y la inocencia del turista. Así, con ese estado de ánimo por demás exultante, con una ligereza que apenas acababa de conocer, llegué hasta la estación del tren. No sabía yo entonces que unos treinta años más tarde describiría ese entrecruzamiento de vías, ese verdadero amasijo de metal, como algo pesado y melancólico, algo definitivamente venido de otro siglo, algo como una isla en el tiempo. Un grito sin voz. Una apabullante lejanía. No sabía yo hace treinta años que ese momento de absoluta desolación y de radical, aunque exultante, soledad, iba a quedar grabado a un lado del sonido de los trenes que no pasaron y del color a óxido que afectaba todo cuanto veía.

Un ciclista cadavérico, de rala caballera blanca, se detuvo al lado de la niña que, inmóvil, veía con absoluta concentración la ausencia total de acontecimientos.

—¿Estás perdida? —preguntó. Y su voz grave, su voz como de pelambre terco, su voz de tren que no pasaba, rajó en ese instante la atmósfera.

Y entonces regresó, con furia pero sin miedo, el yo.

—Si —murmuré—. Estoy perdida.

—Dime por dónde vives y te llevo —carraspeó.

Con la naturalidad que proporciona a veces el extravío, con esa proclividad por el riesgo que aún ahora nimba todo lo que hago y, también, lo que no hago, le ayudé al anciano a acomodar mi mochila en los manubrios de la bicicleta y me senté, con toda tranquilidad, en la parrilla trasera. Supongo que tuve que abrazarlo para no caer.

El hombre pedaleó cansina pero firmemente de un lado a otro mientras seguía al pie de la letra mis esquizofrénicas indicaciones. Cuando le pedía que diera vuelta a la derecha porque ese camino me resultaba familiar, él lo hacía sin chistar. Igual, sin decir absolutamente nada, seguía pedaleando cuando le informaba que, una vez más, me había equivocado. Supongo que así anduvimos una media hora y, dentro de esa media hora, con el viento revoloteando por mi fleco y despeinando las trenzas que mi madre se empeñaba en que fueran perfectas, juro que hubo un par de minutos, un segundo apenas, en que me sentí, cualquier cosa que eso signifique ahora, yo misma. Cuando finalmente avizoré la puerta negra detrás de la cual se escondía un pasillo muy angosto que desembocaba en mi casa, di un respingo.

—Aquí es —le dije al ciclista y salté del vehículo todavía en movimiento.

Él se detuvo con la misma silenciosa parsimonia de todo el trayecto y, después de darme mi mochila, colocó el pie derecho sobre el pavimento para detener la bicicleta y encender, así, un cigarrillo sin filtro.

Entonces llegó el terror.

Toqué el timbre de la casa con verdadera fruición, imaginando que el anciano en ese momento me arrancaría de mi vida y me llevaría de regreso a la estación de los trenes invisibles; imaginando que el anciano saludaría a mi madre y la regañaría sin misericordia alguna; imaginando, incluso, que le pediría una remuneración exorbitante por sus servicios. Imaginé, quiero decir, cosas cada vez más exageradas y descomunales. Mi madre, por fortuna, abrió la puerta y yo, un tanto recuperada con la sola visión de su presencia, volvía la cabeza para darle gracias al anciano cuando me di cuenta que éste ya había desaparecido. No había bicicleta ni hombre y ni siquiera el humo del cigarrillo. No había nada. Y en esa nada, de la que naturalmente no pude hablar pero que sí pude relatar, se ha quedado también otra manera de identificar ese estado exultante y sin brújula que es la pérdida.


III.
La edad más difícil para perderse es, dicho sea esto con toda honestidad, la adolescencia. Después de leer a Baudelaire, a Benjamin o a Kerouac, ningún extravío es un extravío.

La adolescencia, que es pura errancia, sufre de las limitaciones propias de las ideologías radicales o las misiones divinas. Perderse a los 14 o a los 17 es más un requisito que una aventura.

El adolescente, a fin y principio de cuentas, siempre encuentra su casa. Cuando no lo hace, entonces se sabe, con toda la amarga certeza del caso, que ha empezado la edad adulta. El verdadero extravío.


IV.
Llegué a vivir a X, una ciudad cerca del mar, un verano de mucho sol, saturado de buganvillas. Aunque todo mundo no hacía más que describirme la belleza del océano y la singularidad, acaso paradisíaca, de la costa, yo estaba tan llena de trabajo que, por meses enteros, no pude caminar por su orilla. El deseo de hacerlo no llegó sino hasta finales del invierno. Había disfrutado mi primer fin de semana verdaderamente libre y, después de comer y beber, después de platicar y callar con un amigo que venía de una costa aún más lejana, decidimos, como se deciden estas cosas, así, sin más, tomar el coche e ir a la playa. Eran, para entonces, las 11:30 de la noche y ninguno de los dos había tenido la precaución de llevar un mapa.

Manejamos sin prisa y sin destino, guiándonos por un mítico a-la-izquierda, a-la-izquierda, por buena parte de la noche. Cuando tocamos el mismo compact tres veces y la conversación caía fulminada por el cansancio, tuvimos que aceptarlo sin cortapisas: no teníamos la menor idea de dónde estábamos. Entonces nos dimos a la tarea de preguntar a otros motoristas nocturnos, especialmente a aquellos que se detenían bajo los semáforos que, a esa hora de la noche, tenían un ligero nimbo lyncheano.

—¿Cómo llegamos al mar? —preguntábamos con una inocencia que a los otros, jóvenes casi todos y en speed con toda seguridad, les resultaba altamente sospechosa. Supongo que era por eso que nos dejaban con la palabra en la boca, acompañados nada más del eco que dejaba en el aire húmedo el ruido de los neumáticos contra el pavimento.

—¿Dónde está el océano? —inquiríamos ya con algo de suspicacia propia ante los navegadores nocturnos de cerca-de-la-costa para recibir sólo risitas sardónicas o ventanillas en súbito movimiento vertical.

Todo parecía indicar que el océano, tan cercano, tan obvio, tan material, quería escabullirse.

—¿Falta mucho para llegar a la playa? —le preguntamos a otro motorista nocturno.

—No —dijo y, para nuestra gran sorpresa, continuó—: Síganme si quieren. Voy para allá.

A nosotros nos pareció absolutamente natural lo que hicimos: colocamos el coche detrás del suyo y, como si lo conociéramos de toda la vida o nos uniera una confianza ancestral, lo seguimos por debajo de puentes y sobre rieles metálicos, a lo largo de anchas avenidas sin tráfico y por enredados caminitos de laberinto. El solitario motorista nocturno nos condujo a su casa que, a todas luces, no quedaba cerca del mar. Cuando declinamos su invitación para tomar algo o ver, cuando menos, la televisión juntos, no fue por miedo o resquemor sino, más bien, pura terquedad: todavía creíamos que esa noche, esa noche y no otra, esa noche precisa llegaríamos a nuestro destino. Él lo entendió y, antes de dejarnos ir, nos dio las gracias.

Nos encontrábamos en la hora más oscura cuando decidimos detenernos. Los dos estábamos cansados y, a esas alturas, no sabíamos ya ni cómo regresar. Supongo que la frustración y el agotamiento fueron los que nos hicieron estacionar el coche en el lugar al que al coche se le dio la gana. No tardamos, en todo caso, en cerrar los ojos.

Tuve un sueño. En el sueño, la luz del sol y el bochorno me obligaban a abrir los ojos. Me movía lentamente después, tratando de recordar dónde estaba y por qué estaba ahí mientras bajaba la ventanilla. Entonces lo reconocía: era el olor a océano. Y entonces abría la puerta y, corriendo como hacia un imán, lo descubría detrás de los matorrales. Sereno. Obvio. En perpetuo movimiento. Ahí estaba. El mar. Mi amigo, que me había seguido sin yo darme cuenta, murmuraba entonces:

—Dimos con él —luego de titubear un poco, añadió—: O dimos con ella. Da lo mismo.

No fue sino hasta su segunda y políticamente correcta intervención que me di cabal cuenta de que eso no era un sueño.


V.
Perderse para producir el contexto desde el cual es posible atisbar el yo.
Perderse para encontrar una isla de óxido en el tiempo.
Perderse para recordar, unos treinta años después, el momento de la pérdida.
Perderse para cumplir una misión.
Perderse para encontrar lo que no se buscaba.
Perderse para restar.
Perderse para vivir dentro del Gran Aro del No.
Perderse para desvariar y discurrir y disgregar.
Perderse para perder.
Perderse para decir la vida, extraviada.


VI.
Lo único que se consigue saliendo a caminar sin propósito es cansarse.
Kôbô Abe, La mujer de la arena

--crg

Tuesday, October 03, 2006

EL TEC NARRATIVO

Como parte de la serie "Tres Generaciones Tres" que organiza la Cátedra de Humanidades del ITESM-Campus Toluca, se presenta la escritora mexicana PALOMA VILLEGAS, ganadora del premio Sor Juna Inés de la Cruz 2005 por la novela Agosto y fuga (México: Era, 2004).

En Luz Oblicua, novela publicada en 1995, Paloma Villegas exploró la pérdida de la utopía de la generación que vivió los años 60 con la confianza en un cambio y una renovación, de preferencia radical. Casi 10 años después, la autora abordó tangencialmente el mismo tema a través de la vida de cuatro personajes--Lázaro, Magda, Pablo , Nora--durante los cinco días previos a las elecciones de 1994. Y ahí están el levantamiento de Chiapas, la Alianza Cívica, la izquierda y sus confrontacioes, la izquierda y sus encuentros y sus desencuentros--todo esto a través de una escritura de gran poder evocativo, una mirada a la vez distanciada y enormemente pasional sobre hechos de los que nos separa una década entera. Agosto y fuga es, además, un manifiesto de amor a la ciudad de México.


AUDITORIO I
2:00 PM
¡ENTRADA LIBRE!

--crg

Monday, October 02, 2006

42

Los que cumplieron más de cuarenta
se deprimieron mucho el día de la fiesta,
o fingieron que era la misma fiesta
de hace cuatro años,
o comieron y bebieron tanto
que al día siguiente se sintieron enfermos,
casi viejos.

Pero los que cumplieron más de cuarenta
ya están mejor: sus gestos
han perdido la ostentación de la juventud.
Ahora pueden fumar, sostener una viga,
pelear con el marido por culpa de los closets
y hasta hacer el amor
con ademanes lentos, naturales,
con la resignación
de quien sabe que el tiempo es pura pérdida
de tiempo.

Los que cumplieron más de cuarenta, Julián Herbert.


Auto-regalo: una ciudad natal.

--crg