CITA PICTO-PILOSA
Neo-Gioconda (Velli)
--crg
Thursday, March 31, 2005
Wednesday, March 30, 2005
LOS SAGRADOS ALIMENTOS
Recibí este comunicado electrónico hace no mucho. Supongo que lo publico aquí porque estoy algo asustada, porque hay algo en él que más bien parece amenaza. Aunque se me acuse de exagerada, que lo soy, aviso a todos los lectores del ciberespacio que si algo extraño me sucede acaso pueda deberse al merodeo, hasta ahora virtual, de la Mujer Vampiro, la Verídica. He aquí sus propias palabras.
Marzo 29, 2005
Ciberespacio
Debo hablarle de mis alimentos.
Me pide, Cristina, que le describa un día [sic] de mi vida. No me pide que reflexione sobre mi condición ni que le exprese sensaciones especìficas de mi existencia. A usted, lo entiendo así, no le interesa lo que yo pueda pensar o sentir sobre mí misma sino lo que yo hago. O, más al punto, lo que yo termino haciendo. Una secuencia de escenas. Una concatenación de hechos. Algo palpable. Algo que se pueda comparar. Lo que usted quiere es que yo le de palabras, apenas las suficientes, para que pueda esbozar, luego y a solas, una silueta más o menos estable de algo que, con el tiempo, podría llegar a ser, incluso, yo misma. Usted quiere aprehender esa silueta paso a paso, tan mililimétricamente como sea posible. Todo eso en su imaginación. A usted, luego entonces, no le interesa conocerme. Deduzco que si le interesara conocerme me habría dado una cita o querría platicar conmigo. A usted, ahora lo entiendo, le interesa imaginarme.
Pero para imaginarme y, acaso, aborrecerme; para imaginarme como creo que se debe imaginarme, usted tendría que saber cómo me alimento.
Podría complacerla, claro está. Podría describirle en detalle escenas, tanto anodinas como fundamentales, de mi existencia--toda conversación es, después de todo, un intercambio de este tipo de repertorio. Toda conversación, incluso ésta que usted limita a nuestra correspondencia electrónica, es un esfuerzo por negociar un nuevo orden para esas escenas que conocemos demasiado bien, que sabemos de memoria, hasta el aburrimiento. Pero mucho me temo, querida Cristina, que la decepcionaría demasiado pronto.
Considere esto: No vivo en un edificio ominoso con puertas que rechinan y sirvientes uniformados de blanco. No tengo colmillos puntiagudos que brillen bajo el fulgor de la luna. No vengo de Transilvania. No ejerzo ningún hechizo extraño sobre los gatos. No llevo un aura de maldad sobre el cabello. ¿Cómo decirle que ese hombre de pantaloncillos plateados al que todos llamaban el Santo les ha dado una imagen más bien falaz--a veces me asombra mi moderación, lo juro-- de gente como yo?
Vea el contexto, entonces. El departamento austero, de cuatro recámaras y pisos de madera, sólo se distingue por los ventanales, usualmente limpísimos, por los cuales es posible ver las frondas de las jacarandas--por eso sé, entre otras cosas, que de noche todas son oscuras; que, de noche, todas las jacarandas son negras. Cito a uno de sus autores favoritos y le digo, con Benjamin, que detesto los sitios habitados donde todo se vuelve huella--la vela, el cojín, el cuadro, la foto, el garabato--porque esos lugares sólo me provocan la expresión: "Nada tengo que buscar aquí". Son lugares llenos. Lugares donde no hay espacio ya ni para la mirada, mucho menos para la duda. Prefiero el vidrio y el acero, precisamente, porque repelen todo vestigio, toda traza, toda huella. Esa repulsión me intriga. Prefiero una ventana.
Entérese de la vida material, entonces. No vivo de pesadas monedas de oro que extraigo de húmedos sótanos oscuros con ayuda de un esclavo jorobado. Afortunadamente, ahora es posible llevar a cabo transacciones económicas por internet y, gracias a ello, ya no tengo que recurrir a ningún asistente humano, jorobado o no, para que haga las colas tradicionales en los bancos. ¡Y no sabe usted, o acaso sí, cuántas personas trabajan en el turno nocturno! En todo caso, arreglo mis asuntos económicos puntualmente, y con cierta eficacia, desde la comodidad de mi oficina--una de las cuatro habitaciones de mi casa.
Hasta aquí puede seguirme, lo sé. ¿Se da cuenta ya de que ha hecho la pregunta equivocada?
Una persona no es, o no se agota, en su contexto o en la manera en que produce su vida. Una persona es, fundamentalmente, lo que come. Lo que engulle. Lo que incorpora a sí. Una persona es, me atrevería a asegurarlo, una manera de alimentarse.
Si esto es cierto, yo, querida Cristina, soy pura violencia.
Lo debí haber dicho desde un inicio--y lo dije, nos consta a las dos--pero no sé si deba entrar ahora, que es el claro después, en engorrosos detalles. Me juego la continuación de su lectura, su posible rechazo, su alarma, su asco. ¿Se da cuenta, Cristina, que quiso evadir el meollo del asunto con una pregunta demasiado púdica?
Los labios. El cuello. La sangre. Palabras para una escena sanguinolenta, efectivamente, pero, al fin y al cabo, atrayente. Sexual incluso. Excitante. Ojalá fuera así. Ojalá alimentarse fuera tan hermoso. ¿Pero nunca se pregunta usted acerca del diente que choca contra el hueso--ese ruido, ese momento, ese escándalo--y acerca del cuello que, casi partido en dos, cuelga del tronco de un cadáver? ¿Y si hay resistencia, que la hay siempre, no se pregunta nunca usted sobre la cercanía de los cuerpos y la manera en que se pega el olor a miedo y la alarma que produce el odio? ¿Y si no hay resistencia, lo cual sucede poco, no le da curiosidad saber qué es lo que se desliza por esos ojos abiertos e inmóviles que, al dolerse, porque eso hacen en su inmovilidad y en su apertura, dolerse, dolerse dolorosamente, se duelen por uno, por el hambre de uno?
Ojalá alimentarse, Cristina, fuera simple. Ojalá, de verdad, fuera hermoso. Ojalá hubiera maneras civilizadas de satisfacer el hambre. Pero toda comida es un asesinato, lo sabe usted bien. Todo festín, un festín de horror. Todo platillo, un dolor transfigurado.
Yo mato para comer, Cristina. Como usted. Como todos. Pero mis sagrados alimentos son frescos y, antes de serlo, antes de convertirse en mis sagrados alimentos, me miran a los ojos. Me maldicen.
Seguramente no querrá escribirme más después de esto. Si no lo hace le juro que la entenderé. Pero era mejor que lo supiera y que así se evitara la pena de seguir haciendo preguntas púdicas o equivocadas. Heme aquí, pues, por si no quedó claro: Soy una mujer vampiro y me alimento de sangre. Sangre fresca. Sangre, de preferencia, humana. Hay muy pocas maneras amables de obtenerla.
Y quedo de usted, por supuesto.
--crg
Recibí este comunicado electrónico hace no mucho. Supongo que lo publico aquí porque estoy algo asustada, porque hay algo en él que más bien parece amenaza. Aunque se me acuse de exagerada, que lo soy, aviso a todos los lectores del ciberespacio que si algo extraño me sucede acaso pueda deberse al merodeo, hasta ahora virtual, de la Mujer Vampiro, la Verídica. He aquí sus propias palabras.
Marzo 29, 2005
Ciberespacio
Debo hablarle de mis alimentos.
Me pide, Cristina, que le describa un día [sic] de mi vida. No me pide que reflexione sobre mi condición ni que le exprese sensaciones especìficas de mi existencia. A usted, lo entiendo así, no le interesa lo que yo pueda pensar o sentir sobre mí misma sino lo que yo hago. O, más al punto, lo que yo termino haciendo. Una secuencia de escenas. Una concatenación de hechos. Algo palpable. Algo que se pueda comparar. Lo que usted quiere es que yo le de palabras, apenas las suficientes, para que pueda esbozar, luego y a solas, una silueta más o menos estable de algo que, con el tiempo, podría llegar a ser, incluso, yo misma. Usted quiere aprehender esa silueta paso a paso, tan mililimétricamente como sea posible. Todo eso en su imaginación. A usted, luego entonces, no le interesa conocerme. Deduzco que si le interesara conocerme me habría dado una cita o querría platicar conmigo. A usted, ahora lo entiendo, le interesa imaginarme.
Pero para imaginarme y, acaso, aborrecerme; para imaginarme como creo que se debe imaginarme, usted tendría que saber cómo me alimento.
Podría complacerla, claro está. Podría describirle en detalle escenas, tanto anodinas como fundamentales, de mi existencia--toda conversación es, después de todo, un intercambio de este tipo de repertorio. Toda conversación, incluso ésta que usted limita a nuestra correspondencia electrónica, es un esfuerzo por negociar un nuevo orden para esas escenas que conocemos demasiado bien, que sabemos de memoria, hasta el aburrimiento. Pero mucho me temo, querida Cristina, que la decepcionaría demasiado pronto.
Considere esto: No vivo en un edificio ominoso con puertas que rechinan y sirvientes uniformados de blanco. No tengo colmillos puntiagudos que brillen bajo el fulgor de la luna. No vengo de Transilvania. No ejerzo ningún hechizo extraño sobre los gatos. No llevo un aura de maldad sobre el cabello. ¿Cómo decirle que ese hombre de pantaloncillos plateados al que todos llamaban el Santo les ha dado una imagen más bien falaz--a veces me asombra mi moderación, lo juro-- de gente como yo?
Vea el contexto, entonces. El departamento austero, de cuatro recámaras y pisos de madera, sólo se distingue por los ventanales, usualmente limpísimos, por los cuales es posible ver las frondas de las jacarandas--por eso sé, entre otras cosas, que de noche todas son oscuras; que, de noche, todas las jacarandas son negras. Cito a uno de sus autores favoritos y le digo, con Benjamin, que detesto los sitios habitados donde todo se vuelve huella--la vela, el cojín, el cuadro, la foto, el garabato--porque esos lugares sólo me provocan la expresión: "Nada tengo que buscar aquí". Son lugares llenos. Lugares donde no hay espacio ya ni para la mirada, mucho menos para la duda. Prefiero el vidrio y el acero, precisamente, porque repelen todo vestigio, toda traza, toda huella. Esa repulsión me intriga. Prefiero una ventana.
Entérese de la vida material, entonces. No vivo de pesadas monedas de oro que extraigo de húmedos sótanos oscuros con ayuda de un esclavo jorobado. Afortunadamente, ahora es posible llevar a cabo transacciones económicas por internet y, gracias a ello, ya no tengo que recurrir a ningún asistente humano, jorobado o no, para que haga las colas tradicionales en los bancos. ¡Y no sabe usted, o acaso sí, cuántas personas trabajan en el turno nocturno! En todo caso, arreglo mis asuntos económicos puntualmente, y con cierta eficacia, desde la comodidad de mi oficina--una de las cuatro habitaciones de mi casa.
Hasta aquí puede seguirme, lo sé. ¿Se da cuenta ya de que ha hecho la pregunta equivocada?
Una persona no es, o no se agota, en su contexto o en la manera en que produce su vida. Una persona es, fundamentalmente, lo que come. Lo que engulle. Lo que incorpora a sí. Una persona es, me atrevería a asegurarlo, una manera de alimentarse.
Si esto es cierto, yo, querida Cristina, soy pura violencia.
Lo debí haber dicho desde un inicio--y lo dije, nos consta a las dos--pero no sé si deba entrar ahora, que es el claro después, en engorrosos detalles. Me juego la continuación de su lectura, su posible rechazo, su alarma, su asco. ¿Se da cuenta, Cristina, que quiso evadir el meollo del asunto con una pregunta demasiado púdica?
Los labios. El cuello. La sangre. Palabras para una escena sanguinolenta, efectivamente, pero, al fin y al cabo, atrayente. Sexual incluso. Excitante. Ojalá fuera así. Ojalá alimentarse fuera tan hermoso. ¿Pero nunca se pregunta usted acerca del diente que choca contra el hueso--ese ruido, ese momento, ese escándalo--y acerca del cuello que, casi partido en dos, cuelga del tronco de un cadáver? ¿Y si hay resistencia, que la hay siempre, no se pregunta nunca usted sobre la cercanía de los cuerpos y la manera en que se pega el olor a miedo y la alarma que produce el odio? ¿Y si no hay resistencia, lo cual sucede poco, no le da curiosidad saber qué es lo que se desliza por esos ojos abiertos e inmóviles que, al dolerse, porque eso hacen en su inmovilidad y en su apertura, dolerse, dolerse dolorosamente, se duelen por uno, por el hambre de uno?
Ojalá alimentarse, Cristina, fuera simple. Ojalá, de verdad, fuera hermoso. Ojalá hubiera maneras civilizadas de satisfacer el hambre. Pero toda comida es un asesinato, lo sabe usted bien. Todo festín, un festín de horror. Todo platillo, un dolor transfigurado.
Yo mato para comer, Cristina. Como usted. Como todos. Pero mis sagrados alimentos son frescos y, antes de serlo, antes de convertirse en mis sagrados alimentos, me miran a los ojos. Me maldicen.
Seguramente no querrá escribirme más después de esto. Si no lo hace le juro que la entenderé. Pero era mejor que lo supiera y que así se evitara la pena de seguir haciendo preguntas púdicas o equivocadas. Heme aquí, pues, por si no quedó claro: Soy una mujer vampiro y me alimento de sangre. Sangre fresca. Sangre, de preferencia, humana. Hay muy pocas maneras amables de obtenerla.
Y quedo de usted, por supuesto.
--crg
Monday, March 28, 2005
VAMPÍRICA RELOADED
Marzo 27, 2005
Ciberespacio
Uno nunca sabe las consecuencias de sus actos, se sabe.
(Y así, como es mi costumbre, no quería empezar esta carta).
Pero el día en que le escribí y en el que aposté con usted--que no "prometí hacerle llegar", como usted dice--la muy kitsch pero muy querida Santo contra las mujeres vampiro, no tenía la menor idea de lo que esta mínima acción, esta casi contra-acción, acarrearía.
(Tampoco quería continuar mi comunicación con usted de esta manera, se lo juro. No es, de ninguna manera, mi intención).
Lo que quería describir era mi relación con la luz. Quería decirle que, tal como se lo imagina (aunque esto sólo lo supongo) no recuerdo haber visto nunca la luz natural del sol. Estoy acostumbrada, por supuesto, a la azulosa luz de neón, al amarillo letárgico del alumbrado público, al misterioso fulgor lunar, a la nunca silenciosa luz de la pantalla. Utilizo lámparas, como todo mundo. Y, de cuando en cuando, me bronceo en una de esas camas de luz que me cambian de color el cuerpo. Todo eso es cierto. Tan cierto como que no tengo recuerdo alguno de la luz natural del sol. Saber esto me produce una melancolía brutal y, ¿por qué no decirlo?, un poco de amargura.
¿Se imagina usted misma, Cristina, sin haber visto jamás la luz solar?
Pensaba en estas cosas, se lo juro. Pensaba en las tantas veces en que me he detenido--pesarosa, circunspecta, invadida de murmullos--frente a los cuadros de Vermeer. Ahí, toda yo, con ojos de mano que no puede salir de su bolsillo, con ojos de mano paralítica, con ojos deseantes, todo para no saber qué es eso. Eso. Recordaba, por ejemplo, la manera en que salía de mi boca la palabra overcast como si todavía la pronunciara Susan Keysen, la autora de GIrl, Interrupted--un libro que leí sólo porque su título estaba hermanado a uno de Vermeer. Overcast, murmuraba yo. Overcast. ¿Qué es exactamente eso?
Cada que pienso en la luz me pongo así, no se preocupe. Es, digamos, un asunto casi natural. O, en todo caso, tan natural como la luz que no puedo ver. Que nunca he visto. Un asunto de pura violencia, quiero decir.
Y eso es precisamente lo que quería decir en esta carta. Y la acabaría aquí, puesto que he dicho lo que quería decir, pero no puedo. ¡Las veces en que uno, habiendo dicho lo que tiene que decir, sigue hablando!
Pensaba en esas cosas, le decía. La palabra overcast. La luz de Vermeer. Mi amargura. Y, en eso, en ese trance, llegó a mi buzón electrónico un mensaje desde un Cuarto Amarillo.
Uno nunca sabe nada de las consecuencias de sus propios actos, ya se lo decía yo en el inicio con el que nunca quise iniciar.
Esto: El mensaje no era para mí, sino para usted. Unas chicas. Dicen ser unas chicas. Firma una tal Alejandra Ulloa desde www.cuartoamarillo.com. Me piden que las comunique con usted. La indignidad, Cristina, nótela bien. Después de todos mis años sobre el mundo--después de mis caminatas sin rumbo, mis nostalgias más sentimenttales, mis alimentos terrestres y celestes y marinos, mis largos desvaríos, mis sanguinarios silencios, mis deseos más o menos violentos, mis pesares. En fin. Después de todo esto que es inabarcable, que es, si es ciertamente, incesante, heme aquí de mensajera. Una emisaria más. Una corre-ve-y-dile. La indignidad de todo esto, ¿la nota bien? Lo hago por usted, me gustaría decirlo así. Me gustaría decir, con toda honestidad, que bajo de la inmortalidad a la condición de recadera, por usted. Pero eso no es cierto. Mis años, que son muchos, y los suyos, que no son tan pocos, me prohiben enunciar una mentira de tales dimensiones. La verdad es que no sé por qué lo hago. La verdad es que debería molestarme más de lo que en realidad me molesto. A fin de cuentas, la inmortalidad no sirve para tanto.
¿Se imagina, ahora sí, sin haber visto jamás la luz del sol?
Espero que me conteste. Quedo, de cualquier forma, a espera de su respuesta.
--crg
Marzo 27, 2005
Ciberespacio
Uno nunca sabe las consecuencias de sus actos, se sabe.
(Y así, como es mi costumbre, no quería empezar esta carta).
Pero el día en que le escribí y en el que aposté con usted--que no "prometí hacerle llegar", como usted dice--la muy kitsch pero muy querida Santo contra las mujeres vampiro, no tenía la menor idea de lo que esta mínima acción, esta casi contra-acción, acarrearía.
(Tampoco quería continuar mi comunicación con usted de esta manera, se lo juro. No es, de ninguna manera, mi intención).
Lo que quería describir era mi relación con la luz. Quería decirle que, tal como se lo imagina (aunque esto sólo lo supongo) no recuerdo haber visto nunca la luz natural del sol. Estoy acostumbrada, por supuesto, a la azulosa luz de neón, al amarillo letárgico del alumbrado público, al misterioso fulgor lunar, a la nunca silenciosa luz de la pantalla. Utilizo lámparas, como todo mundo. Y, de cuando en cuando, me bronceo en una de esas camas de luz que me cambian de color el cuerpo. Todo eso es cierto. Tan cierto como que no tengo recuerdo alguno de la luz natural del sol. Saber esto me produce una melancolía brutal y, ¿por qué no decirlo?, un poco de amargura.
¿Se imagina usted misma, Cristina, sin haber visto jamás la luz solar?
Pensaba en estas cosas, se lo juro. Pensaba en las tantas veces en que me he detenido--pesarosa, circunspecta, invadida de murmullos--frente a los cuadros de Vermeer. Ahí, toda yo, con ojos de mano que no puede salir de su bolsillo, con ojos de mano paralítica, con ojos deseantes, todo para no saber qué es eso. Eso. Recordaba, por ejemplo, la manera en que salía de mi boca la palabra overcast como si todavía la pronunciara Susan Keysen, la autora de GIrl, Interrupted--un libro que leí sólo porque su título estaba hermanado a uno de Vermeer. Overcast, murmuraba yo. Overcast. ¿Qué es exactamente eso?
Cada que pienso en la luz me pongo así, no se preocupe. Es, digamos, un asunto casi natural. O, en todo caso, tan natural como la luz que no puedo ver. Que nunca he visto. Un asunto de pura violencia, quiero decir.
Y eso es precisamente lo que quería decir en esta carta. Y la acabaría aquí, puesto que he dicho lo que quería decir, pero no puedo. ¡Las veces en que uno, habiendo dicho lo que tiene que decir, sigue hablando!
Pensaba en esas cosas, le decía. La palabra overcast. La luz de Vermeer. Mi amargura. Y, en eso, en ese trance, llegó a mi buzón electrónico un mensaje desde un Cuarto Amarillo.
Uno nunca sabe nada de las consecuencias de sus propios actos, ya se lo decía yo en el inicio con el que nunca quise iniciar.
Esto: El mensaje no era para mí, sino para usted. Unas chicas. Dicen ser unas chicas. Firma una tal Alejandra Ulloa desde www.cuartoamarillo.com. Me piden que las comunique con usted. La indignidad, Cristina, nótela bien. Después de todos mis años sobre el mundo--después de mis caminatas sin rumbo, mis nostalgias más sentimenttales, mis alimentos terrestres y celestes y marinos, mis largos desvaríos, mis sanguinarios silencios, mis deseos más o menos violentos, mis pesares. En fin. Después de todo esto que es inabarcable, que es, si es ciertamente, incesante, heme aquí de mensajera. Una emisaria más. Una corre-ve-y-dile. La indignidad de todo esto, ¿la nota bien? Lo hago por usted, me gustaría decirlo así. Me gustaría decir, con toda honestidad, que bajo de la inmortalidad a la condición de recadera, por usted. Pero eso no es cierto. Mis años, que son muchos, y los suyos, que no son tan pocos, me prohiben enunciar una mentira de tales dimensiones. La verdad es que no sé por qué lo hago. La verdad es que debería molestarme más de lo que en realidad me molesto. A fin de cuentas, la inmortalidad no sirve para tanto.
¿Se imagina, ahora sí, sin haber visto jamás la luz del sol?
Espero que me conteste. Quedo, de cualquier forma, a espera de su respuesta.
--crg
PEDRO PÁRAMO EN SIETE MINUTOS[1]
[Texto leído, en rigurosos siete minutos, durante la conmemoración del 50 aniversario de Pedro Páramo que se llevó a cabo en la sala Manuel M. Ponce del Instituto Nacional de Bellas Artes. Texto publicado, días después, en la sección de cultura del periódico Milenio]
Les cuento una historia verídica:
Yo leí a Rulfo, como muchos, al inicio de la adolescencia—cuando Pedro Páramo se aparecía como lectura felizmente obligatoria, aunque misteriosamente incomprensible, en programas de secundaria o preparatoria. Supongo que, también como muchos, aprendí cosas entonces que no estaba lista para saber todavía. El tiempo ha pasado y, con la supuesta madurez que da la edad adulta [sic], creo entender ahora cosas que no pude saber hace 20 o 25 años. Tal vez esto no sea cierto. Tal vez sí. Tal vez diré lo mismo, aunque con distintos temas, dentro de 30.
Les cuento, pues, una historia inventada, es decir, una historia en retrospectiva:
LECCIÓN #1. LA VORACIDAD DEL DESEO
Según consta en un ensayo primerizo y, como tal, sinceramente entusiasta, realistamente subyugado, adolescentemente rendido, Juan Rulfo me enseñó, antes que cualquier otra cosa, algo sobre el deseo. No había leído yo entonces los sesudos análisis que no dejaban (y no dejan) de aparecer en publicaciones ya académicas o ya literarias o ya de muchas índoles, así que mi encuentro primigenio, fundacional, con Pedro Páramo ocurrió fuera del territorio marcado por el deber, en un lugar sin otro esquema previsto más que el del intenso placer. Ocurrió, además, de esa manera incrédula y voraz que se produce al sostener un libro entre las manos que, al mismo tiempo, dificulta la respiración y el entendimiento. Recuerdo todavía de memoria la frase que lo desató todo: “Esperé treinta años a que regresaras, Susana.” citaba yo entonces, “Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti”.[2] Y nunca, como en ese momento, 30 años fueron 30 años. El antefuturo.
LECCIÓN #2. EL LIBRO IMPOSIBLE ES POSIBLE:
Sólo un periférico, una molécula centrífuga, un vendedor de llantas o un burócrata enfermo de palabras, un ajeno, pudo haber escrito, hace cincuenta años, un libro con una premisa como ésta: “Ir a un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe”[3]
LECCIÓN #3: EL LIBRO OUIJA:
Pocas veces como en Pedro Páramo queda claro que el libro es un artefacto para comunicarse con los muertos.
LECCIÓN #4: COLINDANCIAS:
He escuchado ya por mucho tiempo y cada vez con mayor frecuencia que Juan Rulfo es nuestro mejor poeta. Aunque siempre he estado de acuerdo, no ha sido sino hasta hace poco que me detengo a preguntarme por qué. La frase, ciertamente, es provocadora en sí—Juan Rulfo escribió, después de todo, una novela y un libro de cuentos. La transdenominación, pues, es efectiva porque es, en principio, provocadora. Pero mucho me temo que las razones que se aducen para hacer de Rulfo un poeta se deben a elementos a los que yo no le daría demasiado peso: el lirismo de sus imágenes, por ejemplo, sobre todo en aquellas relacionadas al cuerpo de Susana San Juan. Novelas líricas, después de todo, hay muchas, y no todos sus autores reciben el epíteto de poetas. Ahora, una vez más después de tantos años, creo que la poesía de Rulfo se encuentra en su manejo peculiar de la oración—en su transformar la oración (formalmente la portadora de un pensamiento completo) en una línea en el sentido que le da al término la poeta norteamericana Lynn Hejinian como una construcción gramatical y semántica que se aleja, con frecuencia de la manera más enfática, de la idea de complitud asociada a la oración.[4] Esos diálogos escuetos, con apariencia de estar interrumpidos. Esas líneas a través de las cuales se expresa la fragmentación de un mundo—el de los vivos junto con el de los muertos. Esas líneas que se resisten al poder amalgamador de la anécdota y que, diseminándose hacia direcciones siempre imprevistas, regresando a veces, avanzando y retrocediendo al mismo tiempo otras, no sólo alejan a Pedro Páramo del realismo nacionalista de su época sino que lo colocan en esa colindancia en que la línea, siendo parte de un párrafo, se acerca sin embargo al verso.
LECCIÓN #5: EL EXPERIMENTALISTA:
Me gustaba entonces, como ahora, abrir a Pedro Páramo en cualquier página y empezar su lectura en cualquier sitio. Ese tipo de interacción—aleatoria, abierta, sin sujeción al desarrollo de la anécdota—me obliga ahora a calificar a Rulfo como uno de nuestras grandes experimentalistas.
LECCIÓN #6: UNA IMAGEN Y UN DIGO PARA SIEMPRE:
Todo se va, me enseñó Pedro Páramo, todo se va por entre los dedos. Todo no acaba de irse. Si en algún lado puede contenerse el universo colindante, fugitivo, de Pedro Páramo sería en esta cita: “Y es que no había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.
Digo para siempre.”[5]
[1] Siete minutos es el tiempo que el INBA me ofreció para compartir algunos comentarios sobre Pedro Páramo el domingo pasado.
[2] Juan Rulfo, Pedro Páramo, 74.
[3] Juan Rulfo, Pedro Páramo, 8.
[4] Lyn Hejinian, “Line”, The Language of Inquiry (Los Angeles: University of California Press, 2000), 132.
[5] Juan Rulfo, Pedro Páramo, 52.
[Texto leído, en rigurosos siete minutos, durante la conmemoración del 50 aniversario de Pedro Páramo que se llevó a cabo en la sala Manuel M. Ponce del Instituto Nacional de Bellas Artes. Texto publicado, días después, en la sección de cultura del periódico Milenio]
Les cuento una historia verídica:
Yo leí a Rulfo, como muchos, al inicio de la adolescencia—cuando Pedro Páramo se aparecía como lectura felizmente obligatoria, aunque misteriosamente incomprensible, en programas de secundaria o preparatoria. Supongo que, también como muchos, aprendí cosas entonces que no estaba lista para saber todavía. El tiempo ha pasado y, con la supuesta madurez que da la edad adulta [sic], creo entender ahora cosas que no pude saber hace 20 o 25 años. Tal vez esto no sea cierto. Tal vez sí. Tal vez diré lo mismo, aunque con distintos temas, dentro de 30.
Les cuento, pues, una historia inventada, es decir, una historia en retrospectiva:
LECCIÓN #1. LA VORACIDAD DEL DESEO
Según consta en un ensayo primerizo y, como tal, sinceramente entusiasta, realistamente subyugado, adolescentemente rendido, Juan Rulfo me enseñó, antes que cualquier otra cosa, algo sobre el deseo. No había leído yo entonces los sesudos análisis que no dejaban (y no dejan) de aparecer en publicaciones ya académicas o ya literarias o ya de muchas índoles, así que mi encuentro primigenio, fundacional, con Pedro Páramo ocurrió fuera del territorio marcado por el deber, en un lugar sin otro esquema previsto más que el del intenso placer. Ocurrió, además, de esa manera incrédula y voraz que se produce al sostener un libro entre las manos que, al mismo tiempo, dificulta la respiración y el entendimiento. Recuerdo todavía de memoria la frase que lo desató todo: “Esperé treinta años a que regresaras, Susana.” citaba yo entonces, “Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti”.[2] Y nunca, como en ese momento, 30 años fueron 30 años. El antefuturo.
LECCIÓN #2. EL LIBRO IMPOSIBLE ES POSIBLE:
Sólo un periférico, una molécula centrífuga, un vendedor de llantas o un burócrata enfermo de palabras, un ajeno, pudo haber escrito, hace cincuenta años, un libro con una premisa como ésta: “Ir a un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe”[3]
LECCIÓN #3: EL LIBRO OUIJA:
Pocas veces como en Pedro Páramo queda claro que el libro es un artefacto para comunicarse con los muertos.
LECCIÓN #4: COLINDANCIAS:
He escuchado ya por mucho tiempo y cada vez con mayor frecuencia que Juan Rulfo es nuestro mejor poeta. Aunque siempre he estado de acuerdo, no ha sido sino hasta hace poco que me detengo a preguntarme por qué. La frase, ciertamente, es provocadora en sí—Juan Rulfo escribió, después de todo, una novela y un libro de cuentos. La transdenominación, pues, es efectiva porque es, en principio, provocadora. Pero mucho me temo que las razones que se aducen para hacer de Rulfo un poeta se deben a elementos a los que yo no le daría demasiado peso: el lirismo de sus imágenes, por ejemplo, sobre todo en aquellas relacionadas al cuerpo de Susana San Juan. Novelas líricas, después de todo, hay muchas, y no todos sus autores reciben el epíteto de poetas. Ahora, una vez más después de tantos años, creo que la poesía de Rulfo se encuentra en su manejo peculiar de la oración—en su transformar la oración (formalmente la portadora de un pensamiento completo) en una línea en el sentido que le da al término la poeta norteamericana Lynn Hejinian como una construcción gramatical y semántica que se aleja, con frecuencia de la manera más enfática, de la idea de complitud asociada a la oración.[4] Esos diálogos escuetos, con apariencia de estar interrumpidos. Esas líneas a través de las cuales se expresa la fragmentación de un mundo—el de los vivos junto con el de los muertos. Esas líneas que se resisten al poder amalgamador de la anécdota y que, diseminándose hacia direcciones siempre imprevistas, regresando a veces, avanzando y retrocediendo al mismo tiempo otras, no sólo alejan a Pedro Páramo del realismo nacionalista de su época sino que lo colocan en esa colindancia en que la línea, siendo parte de un párrafo, se acerca sin embargo al verso.
LECCIÓN #5: EL EXPERIMENTALISTA:
Me gustaba entonces, como ahora, abrir a Pedro Páramo en cualquier página y empezar su lectura en cualquier sitio. Ese tipo de interacción—aleatoria, abierta, sin sujeción al desarrollo de la anécdota—me obliga ahora a calificar a Rulfo como uno de nuestras grandes experimentalistas.
LECCIÓN #6: UNA IMAGEN Y UN DIGO PARA SIEMPRE:
Todo se va, me enseñó Pedro Páramo, todo se va por entre los dedos. Todo no acaba de irse. Si en algún lado puede contenerse el universo colindante, fugitivo, de Pedro Páramo sería en esta cita: “Y es que no había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.
Digo para siempre.”[5]
[1] Siete minutos es el tiempo que el INBA me ofreció para compartir algunos comentarios sobre Pedro Páramo el domingo pasado.
[2] Juan Rulfo, Pedro Páramo, 74.
[3] Juan Rulfo, Pedro Páramo, 8.
[4] Lyn Hejinian, “Line”, The Language of Inquiry (Los Angeles: University of California Press, 2000), 132.
[5] Juan Rulfo, Pedro Páramo, 52.
EL MÉTODO SE LO COMIÓ TODO
(Por Luis Felipe Fabre y Cristina Rivera-Garza. Del libro inédito, El libro de los poemas que nunca escribimos.
Publicado en Confabulario, suplemento del periódico El Universal, Sábado 27, 2005)
[1.
ca. 1975, pacman entró en nuestras vidas: royendo. Se trataba de un círculo dentado, de un círculo voraz, de un círculo preguntándose ¿y los dientes? Se trataba de una mordida y de otra mordida, y de una mordida más, y de una mordida y de un hueco. Tras otro hueco. Un túnel. Avanzaba.
¿Y los dientes?
Por debajo de la materia, en la superficie de la pantalla, frente a nuestros ojos: redondos: sin dientes: fijos.
Confesión tristísima: aquí hubo un poema.
Pero ca. 1975 (cotejar este dato) pacman entró en nuestras vidas.]
[2.
Pregunta: ¿Cómo se escribe?
Respuesta: ¿cómo se borra?]
[3.
Seleccionar todo. Delete.
Deshacer escritura.
Con la aparición de la computadora, cuando nuestras vidas se llenaron de cursores y el papel se volvió lámpara, ca. 1982, aunque habría que cotejar este dato, desapareció el borrador.
¿Y los dientes?
Seleccionar todo. Deshacer escritura.
Ca. 1982, nuestras vidas lámparas cursores
cotejar este dato
desapareció.
No se puede rehacer.]
[4.
Una mordida o un bocado. Cosa de dientes. Se trataba del afuera, cómo engullirlo. Se trataba del adentro. Cosa de garganta. Mordida. Bocado. En cualquier caso lo contrario a una sílaba.
Quinta instrucción: NO HABLAR CON LA BOCA LLENA
Pacman nos ejercitó en el oficio de avanzar tragando. Cuando las computadoras entraron en nuestras vidas, ca. 1982, ahora estoy segura, aunque bien podría estar seguro, de ese dato, ya estábamos entrenados.
Confesión tristísima: no se puede rehacer escritura.
Octosílabo vacío:
avanzamos a través de él.]
[5.
Diana Fuss asegura que, entre los asesinos seriales, los que practican el canibalismo se distinguen por literalizar la retórica amorosa. Te como. Te engullo. Te saboreo. Te digiero. Mh. ¡Qué dulzura!
Los caníbales borran. Los caníbales cumplen la metáfora. Los caníbales se toman muy en serio a la poesía.
Cuánta violencia.
No se puede rehacer escritura. Te vomito. Te excreto. Te olvido.
Diana Fuss presiona seleccionar todo. Delete.
Era una carta de amor.]
[6.
Aquí podría estar aquel billete de Sor Juana donde le informa a la virreina que su secreto está bien guardado.
Un octosílabo: vues-tro-se-cre-to-rom-pí
Otro octosílabo: por-no-rom-per-el-se-cre-to
Prosificando: le dice que se esté tranquila. Le dice que rompió la carta. Le dice que se tragó los pedazos de papel. Cosa de su pecho.
Te como. Te engullo. Te digiero. Te incorporo.
Cuánto amor.
Séptima instrucción: CONTAR LAS SÍLABAS CON LOS DEDOS.
Octava instrucción: SI TERMINA EN ESDRÚJULA, SE RESTA UNA SÍLABA.
Un bocado. Una mordida. ¿Y los dientes?
Sor Juana le informa a la virreina que se tragó el secreto nuestro: anti-sílabas.]
[7.
Era un poema de amor. Decía:
Te digiero. Te incorporo. Te engullo. Te como.
Avanzaba hacia atrás. Invertido.
La boca cambiaba de función. Decía beso.
Seleccionarlo todo.
Algo puede estar en la punta de mis dedos, una octava sostenida, esperando.
Eso decía. Cosa de teclado.
No hay dientes.
Decía: la escritura se puede deshacer.
Decía: el amor se puede deshacer.
Era un poema que estuvo aquí.]
[8.
Confesión tristísima: yo soy pacman
lírico
yo entré en nuestras vidas: royendo
caníbal
ca. 2004 (habrá que cotejar ese dato)
sílaba menos: cosa de pecho, papel roto, pedazos
cuánta violencia guardada como
yo soy pacman, yo me como
las palabras: materia de secreto
cada bocado una anti-sílaba
novena instrucción: ESDRÚJULA O NO ESDRÚJULA
un hambre sostenida en la punta de los dientes, esperando.
Cosa de tiempo. Cosa de lámpara. Cosa de teclado.
La celeste carátula de Pärt.
El amor se puede deshacer.
El amor no se puede deshacer.
El lenguaje se puede deshacer.
El lenguaje no se puede deshacer.
Yo salí de nuestras vidas.
Un delete sostenido en la punta de los dedos, esperando.
Cosa de una tecla. Un parpadeo. Una voluntad. Una falla eléctrica.
Lo que suceda primero.]
--crg
(Por Luis Felipe Fabre y Cristina Rivera-Garza. Del libro inédito, El libro de los poemas que nunca escribimos.
Publicado en Confabulario, suplemento del periódico El Universal, Sábado 27, 2005)
[1.
ca. 1975, pacman entró en nuestras vidas: royendo. Se trataba de un círculo dentado, de un círculo voraz, de un círculo preguntándose ¿y los dientes? Se trataba de una mordida y de otra mordida, y de una mordida más, y de una mordida y de un hueco. Tras otro hueco. Un túnel. Avanzaba.
¿Y los dientes?
Por debajo de la materia, en la superficie de la pantalla, frente a nuestros ojos: redondos: sin dientes: fijos.
Confesión tristísima: aquí hubo un poema.
Pero ca. 1975 (cotejar este dato) pacman entró en nuestras vidas.]
[2.
Pregunta: ¿Cómo se escribe?
Respuesta: ¿cómo se borra?]
[3.
Seleccionar todo. Delete.
Deshacer escritura.
Con la aparición de la computadora, cuando nuestras vidas se llenaron de cursores y el papel se volvió lámpara, ca. 1982, aunque habría que cotejar este dato, desapareció el borrador.
¿Y los dientes?
Seleccionar todo. Deshacer escritura.
Ca. 1982, nuestras vidas lámparas cursores
cotejar este dato
desapareció.
No se puede rehacer.]
[4.
Una mordida o un bocado. Cosa de dientes. Se trataba del afuera, cómo engullirlo. Se trataba del adentro. Cosa de garganta. Mordida. Bocado. En cualquier caso lo contrario a una sílaba.
Quinta instrucción: NO HABLAR CON LA BOCA LLENA
Pacman nos ejercitó en el oficio de avanzar tragando. Cuando las computadoras entraron en nuestras vidas, ca. 1982, ahora estoy segura, aunque bien podría estar seguro, de ese dato, ya estábamos entrenados.
Confesión tristísima: no se puede rehacer escritura.
Octosílabo vacío:
avanzamos a través de él.]
[5.
Diana Fuss asegura que, entre los asesinos seriales, los que practican el canibalismo se distinguen por literalizar la retórica amorosa. Te como. Te engullo. Te saboreo. Te digiero. Mh. ¡Qué dulzura!
Los caníbales borran. Los caníbales cumplen la metáfora. Los caníbales se toman muy en serio a la poesía.
Cuánta violencia.
No se puede rehacer escritura. Te vomito. Te excreto. Te olvido.
Diana Fuss presiona seleccionar todo. Delete.
Era una carta de amor.]
[6.
Aquí podría estar aquel billete de Sor Juana donde le informa a la virreina que su secreto está bien guardado.
Un octosílabo: vues-tro-se-cre-to-rom-pí
Otro octosílabo: por-no-rom-per-el-se-cre-to
Prosificando: le dice que se esté tranquila. Le dice que rompió la carta. Le dice que se tragó los pedazos de papel. Cosa de su pecho.
Te como. Te engullo. Te digiero. Te incorporo.
Cuánto amor.
Séptima instrucción: CONTAR LAS SÍLABAS CON LOS DEDOS.
Octava instrucción: SI TERMINA EN ESDRÚJULA, SE RESTA UNA SÍLABA.
Un bocado. Una mordida. ¿Y los dientes?
Sor Juana le informa a la virreina que se tragó el secreto nuestro: anti-sílabas.]
[7.
Era un poema de amor. Decía:
Te digiero. Te incorporo. Te engullo. Te como.
Avanzaba hacia atrás. Invertido.
La boca cambiaba de función. Decía beso.
Seleccionarlo todo.
Algo puede estar en la punta de mis dedos, una octava sostenida, esperando.
Eso decía. Cosa de teclado.
No hay dientes.
Decía: la escritura se puede deshacer.
Decía: el amor se puede deshacer.
Era un poema que estuvo aquí.]
[8.
Confesión tristísima: yo soy pacman
lírico
yo entré en nuestras vidas: royendo
caníbal
ca. 2004 (habrá que cotejar ese dato)
sílaba menos: cosa de pecho, papel roto, pedazos
cuánta violencia guardada como
yo soy pacman, yo me como
las palabras: materia de secreto
cada bocado una anti-sílaba
novena instrucción: ESDRÚJULA O NO ESDRÚJULA
un hambre sostenida en la punta de los dientes, esperando.
Cosa de tiempo. Cosa de lámpara. Cosa de teclado.
La celeste carátula de Pärt.
El amor se puede deshacer.
El amor no se puede deshacer.
El lenguaje se puede deshacer.
El lenguaje no se puede deshacer.
Yo salí de nuestras vidas.
Un delete sostenido en la punta de los dedos, esperando.
Cosa de una tecla. Un parpadeo. Una voluntad. Una falla eléctrica.
Lo que suceda primero.]
--crg
Sunday, March 27, 2005
SOY TOTALMENTE BARBONA II
La gripe era, ya lo decía ayer, horrísona. Pero entre el Sábado De Gloria y el Domingo de Resurrección se han sucedido dos cosas francamente deliciosas: la lectura (fanática) (gozosa) (devotísima) de Cortafuegos, de Henning Mankell, y este artículo que Verónica Murguía publicó hoy en Las Rayas de la Cebra, su columna de la Jornada Semanal.
Digo: ajúa, ay, oh, mh, ajá, puesn. Todo eso junto y todo a la vez, cual debe.
Yo nada más añado que si así van a ser todos los domingos de resurrección entonces sí juego. Faltaba más! Ah, claro, no puedo no decir que para aquell@s que no quieran ser totalmente palacio siempre existe la alternativa, digo yo, de ser totalmente (jocosamente) (criticamente) (irreverentemente) barbona.
FEMINISMO Verónica Murguía
Hace unos días una amiga muy querida me dijo que le daban ganas de escribir un texto que versara sobre la admiración que le inspiran ciertas mujeres. "Eso sí", me dijo con acento terminante, "no quiero que suene feminista." Como si ser feminista equivaliera a lavar dólares, o a vender éxtasis a la puerta de las secundarias. La verdad, no entiendo cómo fue que una revolución que ha cambiado a las sociedades, que no ha ocasionado muertos entre los opositores y cuyos motivos tienen una vigencia total, haya caído en semejante descrédito.
Yo sí soy feminista. Caray, vivo en México, el país donde está Ciudad Juárez, y como todos sabemos, allá ocurren crímenes cuya vileza no puedo calificar. ¿Cómo no voy a ser feminista?
A veces, cuando digo que lo soy, mi interlocutor me pregunta qué me hace falta, o de qué me quejo, como si yo fuera la única mujer del mundo. Trabajo en lo que quiero, ¿no? Mi marido es buena gente, ¿no? (¡como si eso fuera un don otorgado por el machismo!)… ¿Entonces? Es como decirle al defensor de los derechos animales: ¿Eres una foca? ¿Te han apaleado para quitarte el pellejo y que se lo ponga una tipa horrible? ¿Te han abierto la yugular y te han dejado colgado para hacer moronga? Entonces, ¿de qué te quejas?
Me fastidian igual personas como la escritora Camille Paglia, estridente opositora del feminismo —y que prefiere ignorar la suerte de las mujeres en África, Asia y ay, Latinoamérica—, que aquellas feministas que no quieren que se lea Lolita de Nabokov en la universidad, que porque es sexista. El feminismo que se atrinchera en la academia me parece que a veces se enfrasca en una discusión estéril. Un ejemplo, aunque cae, no dentro de la lucha feminista, sino en la de la igualdad racial: los miles de estudiantes y maestros que se oponen, en Estados Unidos, a la lectura de Huckleberry Finn, una de las novelas fundacionales de la narrativa norteamericana, porque en ella se usa la palabra nigger (peyorativo de negro). No importa que quien la usa en la novela sea, como dicen, mujeriego, parrandero, borracho y jugador.
De lo que se pierden, ni modo.
No se trata de censurar, sino de leer con un punto de vista enriquecido por un conocimiento más amplio y profundo de los temas que se debaten. La censura es inútil. Empobrece y muchas veces es de una condescendencia repelente. Habría que tener claro que el lenguaje políticamente correcto, que siempre deviene en eufemismos ridículos, y que es, entre otras cosas, una afectación cursilérrima, no sirve de nada. De nada. Las cosas que deben ser políticamente correctas suceden en el ámbito de lo social y lo político, no en el ámbito del arte. Además, en el arte no hay correcto o incorrecto.
Pero vuelvo a lo del feminismo: unos días antes de que mi amiga me hiciera el comentario de marras, llegó a mi buzón electrónico un ensayo que criticaba el machismo en las canciones mexicanas. Inútil, tendencioso, lleno de advertencias rarísimas. Me parece que nadie se vuelve macho sólo por aprenderse unas canciones. Se necesita una sociedad entera, una familia y un ambiente, para hacer de un niño un macho infumable. Antes, llegó un artículo muy simpático titulado "Me gusta ser mujer (y odio a las histéricas)", escrito por una Leila Guerrero, argentina. Muy chistoso y desparpajado. Leila Guerrero, que odia a las histéricas y que las agrupa injustamente con las feministas, trata el tema de la menstruación con una desenvoltura que no hubiera sido posible sin las luchas de las histéricas, como ella las llama.
El feminismo, aquél de antes, en el que las militantes se obligaban a no depilarse el bigote y quemar sus brassieres en hogueras públicas, creó respuestas automáticas y sistemas cerrados de pensamiento, como ocurre con todas las revoluciones. Creó dogmas, y los dogmas son impedimentos para la reflexión. Pero esta ideología, afortunadamente, ha cambiado, ha evolucionado y seguirá desplegándose y sofisticándose. Nos dará herramientas para adentrarnos en el estudio de las leyes y las sociedades, en el análisis de cada problema y cada respuesta, para no permitir que la moda —sí, la moda— nos dicte lo que pensamos. Ya no está de moda ser feminista, pacifista, defensor de los derechos animales, o de izquierda.
A mí qué me importa la moda, si sus ideólogos son publicistas, mercachifles y políticos. No quiero ser una estúpida Totalmente Palacio. Quiero vivir en un mundo más justo. Punto.
--crg
La gripe era, ya lo decía ayer, horrísona. Pero entre el Sábado De Gloria y el Domingo de Resurrección se han sucedido dos cosas francamente deliciosas: la lectura (fanática) (gozosa) (devotísima) de Cortafuegos, de Henning Mankell, y este artículo que Verónica Murguía publicó hoy en Las Rayas de la Cebra, su columna de la Jornada Semanal.
Digo: ajúa, ay, oh, mh, ajá, puesn. Todo eso junto y todo a la vez, cual debe.
Yo nada más añado que si así van a ser todos los domingos de resurrección entonces sí juego. Faltaba más! Ah, claro, no puedo no decir que para aquell@s que no quieran ser totalmente palacio siempre existe la alternativa, digo yo, de ser totalmente (jocosamente) (criticamente) (irreverentemente) barbona.
FEMINISMO Verónica Murguía
Hace unos días una amiga muy querida me dijo que le daban ganas de escribir un texto que versara sobre la admiración que le inspiran ciertas mujeres. "Eso sí", me dijo con acento terminante, "no quiero que suene feminista." Como si ser feminista equivaliera a lavar dólares, o a vender éxtasis a la puerta de las secundarias. La verdad, no entiendo cómo fue que una revolución que ha cambiado a las sociedades, que no ha ocasionado muertos entre los opositores y cuyos motivos tienen una vigencia total, haya caído en semejante descrédito.
Yo sí soy feminista. Caray, vivo en México, el país donde está Ciudad Juárez, y como todos sabemos, allá ocurren crímenes cuya vileza no puedo calificar. ¿Cómo no voy a ser feminista?
A veces, cuando digo que lo soy, mi interlocutor me pregunta qué me hace falta, o de qué me quejo, como si yo fuera la única mujer del mundo. Trabajo en lo que quiero, ¿no? Mi marido es buena gente, ¿no? (¡como si eso fuera un don otorgado por el machismo!)… ¿Entonces? Es como decirle al defensor de los derechos animales: ¿Eres una foca? ¿Te han apaleado para quitarte el pellejo y que se lo ponga una tipa horrible? ¿Te han abierto la yugular y te han dejado colgado para hacer moronga? Entonces, ¿de qué te quejas?
Me fastidian igual personas como la escritora Camille Paglia, estridente opositora del feminismo —y que prefiere ignorar la suerte de las mujeres en África, Asia y ay, Latinoamérica—, que aquellas feministas que no quieren que se lea Lolita de Nabokov en la universidad, que porque es sexista. El feminismo que se atrinchera en la academia me parece que a veces se enfrasca en una discusión estéril. Un ejemplo, aunque cae, no dentro de la lucha feminista, sino en la de la igualdad racial: los miles de estudiantes y maestros que se oponen, en Estados Unidos, a la lectura de Huckleberry Finn, una de las novelas fundacionales de la narrativa norteamericana, porque en ella se usa la palabra nigger (peyorativo de negro). No importa que quien la usa en la novela sea, como dicen, mujeriego, parrandero, borracho y jugador.
De lo que se pierden, ni modo.
No se trata de censurar, sino de leer con un punto de vista enriquecido por un conocimiento más amplio y profundo de los temas que se debaten. La censura es inútil. Empobrece y muchas veces es de una condescendencia repelente. Habría que tener claro que el lenguaje políticamente correcto, que siempre deviene en eufemismos ridículos, y que es, entre otras cosas, una afectación cursilérrima, no sirve de nada. De nada. Las cosas que deben ser políticamente correctas suceden en el ámbito de lo social y lo político, no en el ámbito del arte. Además, en el arte no hay correcto o incorrecto.
Pero vuelvo a lo del feminismo: unos días antes de que mi amiga me hiciera el comentario de marras, llegó a mi buzón electrónico un ensayo que criticaba el machismo en las canciones mexicanas. Inútil, tendencioso, lleno de advertencias rarísimas. Me parece que nadie se vuelve macho sólo por aprenderse unas canciones. Se necesita una sociedad entera, una familia y un ambiente, para hacer de un niño un macho infumable. Antes, llegó un artículo muy simpático titulado "Me gusta ser mujer (y odio a las histéricas)", escrito por una Leila Guerrero, argentina. Muy chistoso y desparpajado. Leila Guerrero, que odia a las histéricas y que las agrupa injustamente con las feministas, trata el tema de la menstruación con una desenvoltura que no hubiera sido posible sin las luchas de las histéricas, como ella las llama.
El feminismo, aquél de antes, en el que las militantes se obligaban a no depilarse el bigote y quemar sus brassieres en hogueras públicas, creó respuestas automáticas y sistemas cerrados de pensamiento, como ocurre con todas las revoluciones. Creó dogmas, y los dogmas son impedimentos para la reflexión. Pero esta ideología, afortunadamente, ha cambiado, ha evolucionado y seguirá desplegándose y sofisticándose. Nos dará herramientas para adentrarnos en el estudio de las leyes y las sociedades, en el análisis de cada problema y cada respuesta, para no permitir que la moda —sí, la moda— nos dicte lo que pensamos. Ya no está de moda ser feminista, pacifista, defensor de los derechos animales, o de izquierda.
A mí qué me importa la moda, si sus ideólogos son publicistas, mercachifles y políticos. No quiero ser una estúpida Totalmente Palacio. Quiero vivir en un mundo más justo. Punto.
--crg
Saturday, March 26, 2005
EL DÍA (ES UN DECIR) EN QUE ME VOLVÍ INMORTAL
Andaba de viaje y, por supuesto, no abrí mi correspondencia electrónica. Ahora, ya de regreso, sufriendo una de esas gripas horrísonas con que las vacaciones se despiden de manera definitiva de uno, no puedo no prestarle atención a la carta que la Verídica Mujer Vampiro me ha enviado. Digo esto (no puedo no prestarle atención) porque, inocente como suelo serlo, todavía espero que, aunque ya no lo menciona en esta carta, su promesa de hacerme llegar la inencontrable Santo contra las mujeres vampiro sea cierta. Pero también lo digo (con las dos negaciones del caso) porque sus cartas, dos hasta la fecha, me intrigan, me irritan, me hacen reír, me dejan cariacontecida.
Marzo 23, 2005
Ciberespacio
Querida Cristina:
Las calles están más solas que de costumbre aunque estén más llenas. Quiero decir que no andan por aquí los habituales, a los que reconozco nada más de verles su sombra, sino que estos días santos y pesarosos están llenos de extraños. Desde un punto de vista (el mío, por supuesto) esto es bastante conveniente, puesto que uno se cansa de alimentarse de seres los que casi se conoce--una costumbre que podría caer, si se llevara a un extremo, en lo promiscuo. Desde otro punto de vista (cualesquiera que no sea el mío), esto no le importa a nadie.
No sé por qué siempre tengo que empezar contándole cosas que no tengo la intención de contar. Yo quería empezar diciéndole, de una vez por todas, sin pausa ni misterio, que no recuerdo nada de mi infancia. Quería empezar así, firmemente, con decisión, "No recuerdo nada de mi infancia y, por eso, supongo que no la tuve". Quería, por supuesto, contradecir a todos esos escritores que creen que la infancia es el territorio por excelencia de la literatura, escribiendo un relato literario que, olímpicamente, se saltara tal etapa de la vida.
Todo eso pensaba y quería hacer, Cristina, pero ya no lo hice.
Aunque es verdad, o mi versión de la verdad para no alterarla: No recuerdo nada de mi infancia y, por eso, asumo que no la tuve. Es más: aseguro que no importa.
Mi vida empieza el día (esto es un decir, por supuesto, ya que nunca he visto, más que en fotografías, un día) en que me volví inmortal.
Alguien colocó sus labios sobre mi cuello y, acto seguido, empezó a succionar mi sangre. Alguien me atravesó el corazón con un objeto punzocortante y me dejó sobre las baldosas, creyendo que estaba muerta. Alguien no supo, no pudo saberlo, la manera trabajosa, determinada, magistral, en que extraje el objeto punzocortante, y la manera absoluta, sin vuelta atrás, en que decidí seguir viviendo.
Ahí está. Eso es todo lo que quería decirle al inicio. Una escena de sangre--el corazón latiendo, la respiración entrecortada, los labios, el cuello--dentro de la cual se lleva a cabo una decisión racional.
Antes de eso no hubo nada. Y, después de eso, de esa escena de sangre que lleva dentro, como preñada del hijo equivocado, una escena minimal, se inicia esta vida larga, esta vida sin salida, esta vida en la inmortalidad. Si hubiera muerto, me habría convertido en una víctima más. Una mujer buena. Alguien más allá del bien o del mal. Pero no lo hice. Ya todo eso no ocurrió. Sin embargo, aún ahora, no sé si no soy la víctima de esa muerte. La que no pasó.
Tampoco sé si me arrepiento. No sé, si, dado el caso, lo volvería a hacer. No sé nada en realidad. Sólo sé que en ese momento, sin infancia de por medio, inicia la historia de mi vida. La historia que quiero contarle. La historia para la que le pido su más detallada y concentrada atención.
Esto es todo por hoy, Cristina. Se ha hecho tarde (aunque usted, esoty segura, diría que se hace temprano) y los extraños merodean. Mh.
Queda de usted esta noche inusitadamente corta, la Verídica.
--crg
Andaba de viaje y, por supuesto, no abrí mi correspondencia electrónica. Ahora, ya de regreso, sufriendo una de esas gripas horrísonas con que las vacaciones se despiden de manera definitiva de uno, no puedo no prestarle atención a la carta que la Verídica Mujer Vampiro me ha enviado. Digo esto (no puedo no prestarle atención) porque, inocente como suelo serlo, todavía espero que, aunque ya no lo menciona en esta carta, su promesa de hacerme llegar la inencontrable Santo contra las mujeres vampiro sea cierta. Pero también lo digo (con las dos negaciones del caso) porque sus cartas, dos hasta la fecha, me intrigan, me irritan, me hacen reír, me dejan cariacontecida.
Marzo 23, 2005
Ciberespacio
Querida Cristina:
Las calles están más solas que de costumbre aunque estén más llenas. Quiero decir que no andan por aquí los habituales, a los que reconozco nada más de verles su sombra, sino que estos días santos y pesarosos están llenos de extraños. Desde un punto de vista (el mío, por supuesto) esto es bastante conveniente, puesto que uno se cansa de alimentarse de seres los que casi se conoce--una costumbre que podría caer, si se llevara a un extremo, en lo promiscuo. Desde otro punto de vista (cualesquiera que no sea el mío), esto no le importa a nadie.
No sé por qué siempre tengo que empezar contándole cosas que no tengo la intención de contar. Yo quería empezar diciéndole, de una vez por todas, sin pausa ni misterio, que no recuerdo nada de mi infancia. Quería empezar así, firmemente, con decisión, "No recuerdo nada de mi infancia y, por eso, supongo que no la tuve". Quería, por supuesto, contradecir a todos esos escritores que creen que la infancia es el territorio por excelencia de la literatura, escribiendo un relato literario que, olímpicamente, se saltara tal etapa de la vida.
Todo eso pensaba y quería hacer, Cristina, pero ya no lo hice.
Aunque es verdad, o mi versión de la verdad para no alterarla: No recuerdo nada de mi infancia y, por eso, asumo que no la tuve. Es más: aseguro que no importa.
Mi vida empieza el día (esto es un decir, por supuesto, ya que nunca he visto, más que en fotografías, un día) en que me volví inmortal.
Alguien colocó sus labios sobre mi cuello y, acto seguido, empezó a succionar mi sangre. Alguien me atravesó el corazón con un objeto punzocortante y me dejó sobre las baldosas, creyendo que estaba muerta. Alguien no supo, no pudo saberlo, la manera trabajosa, determinada, magistral, en que extraje el objeto punzocortante, y la manera absoluta, sin vuelta atrás, en que decidí seguir viviendo.
Ahí está. Eso es todo lo que quería decirle al inicio. Una escena de sangre--el corazón latiendo, la respiración entrecortada, los labios, el cuello--dentro de la cual se lleva a cabo una decisión racional.
Antes de eso no hubo nada. Y, después de eso, de esa escena de sangre que lleva dentro, como preñada del hijo equivocado, una escena minimal, se inicia esta vida larga, esta vida sin salida, esta vida en la inmortalidad. Si hubiera muerto, me habría convertido en una víctima más. Una mujer buena. Alguien más allá del bien o del mal. Pero no lo hice. Ya todo eso no ocurrió. Sin embargo, aún ahora, no sé si no soy la víctima de esa muerte. La que no pasó.
Tampoco sé si me arrepiento. No sé, si, dado el caso, lo volvería a hacer. No sé nada en realidad. Sólo sé que en ese momento, sin infancia de por medio, inicia la historia de mi vida. La historia que quiero contarle. La historia para la que le pido su más detallada y concentrada atención.
Esto es todo por hoy, Cristina. Se ha hecho tarde (aunque usted, esoty segura, diría que se hace temprano) y los extraños merodean. Mh.
Queda de usted esta noche inusitadamente corta, la Verídica.
--crg
Thursday, March 17, 2005
ANDAN SUELTAS
Las barbonas, la Vampírica, y ahora, por si fuera el colmo (que lo es), Penetra: la escritofrénica, la de púas-en-la-voz, la no-le-pido-prestado-nada-a-nadie, la no-doy, la tampoco-fío. La carne-letra-abismo. La contemporánea de Gertrude. Reflexiva. Ella-Misma. Rojísima. Maggie Triana lo hace otra vez: Penetra. Aquí: http://www.penetra-escritofrenica.blogspot.com
--crg
Las barbonas, la Vampírica, y ahora, por si fuera el colmo (que lo es), Penetra: la escritofrénica, la de púas-en-la-voz, la no-le-pido-prestado-nada-a-nadie, la no-doy, la tampoco-fío. La carne-letra-abismo. La contemporánea de Gertrude. Reflexiva. Ella-Misma. Rojísima. Maggie Triana lo hace otra vez: Penetra. Aquí: http://www.penetra-escritofrenica.blogspot.com
--crg
SOY TOTALMENTE BARBONA
Alejandro Toledo, barbado escritor y crítico literario, me envía ésta de barbonas.
UN HOMBRE QUE ATRAE A LAS MUJERES
Alejandro Toledo
para ti, Carolina,
dondequiera que te encuentres
Señoras y señores:
Yo no debería estar aquí. Mi vida atraviesa por momentos difíciles y mi condición natural ahora es el aislamiento. Si acepté participar en esta mesa redonda en homenaje a uno de nuestros más respetables escritores, es porque en la invitación creí ver el indicio de una salida. En los últimos meses me he visto rodeado por una extraña atmósfera que me hace actuar sin pensar mucho en las repercusiones de mis actos, hasta envolverme en situaciones en que nunca hubiera querido encontrarme. Es como si no pudiera controlar mi futuro, y así los constantes presentes ya fueran afectados por un grave designio. En otras palabras —y en verdad al leerles está página, así como fue al escribirla, busco serenidad en mi mente confusa—, siento que mi vida transcurre como en un sueño infinito, un sueño que primero fue tierna fantasía y luego vistió el ropaje de su hermana la irrealidad. ¡Oh, Dios!, sólo Dios sabe a dónde voy a parar. Doy muchas vueltas y me pierdo. Lo que me ocurre, ya lo habrán adivinado ustedes, ya lo habrán notado en mi rostro, ya en él habrán leído con más transparencia que en mis torpes palabras, lo que no me deja siquiera expresarme es que he perdido a una mujer.
Lo dije todo. Sé que voy demasiado rápido y no me gustaría ocupar con meras lamentaciones el espacio que me ha sido asignado; ustedes se preguntarán además por qué me refiero a asuntos de índole estrictamente personal, pero antes quiero ordenar mis ideas. Intento dar coherencia a una historia reciente que me afecta y me seguirá afectando por el resto de mis días. Debo estar sereno, me es preciso estarlo. Parte del triunfo que logre esta noche —un triunfo pequeño, es cierto: una primera versión de mi desdicha— depende en mucho de la serenidad y cordura que consiga siquiera esta vez.
Antes afirmé —no deja de afligirme la confesión— que he perdido a una mujer. No me detengo en la triste verdad —nunca dejaré de lamentarlo— sino en la forma en que quise expresar el hecho. Hablo de “pérdida” y con ello sólo quiero decir que ya no está conmigo. El mundo tiene a Carolina porque —¡oh, Dios!— ella lo recorre con una compañía de cirqueros en que malamente fue a caer. ¡Ay, amor! ¡Ay, Carolina! ¿Por qué me castigas de esta manera? ¿Por qué cambiaste tu vida tranquila de Morelia por el ajetreo incesante de un circo de tercera? ¿Por qué cambiar mi amor por el de un payaso? ¿Qué te llevó a hacerlo?
No puedo ser complaciente, no puedo dar falsa imagen de la mujer que amo. Por desgracia la historia me acusa, pues si ella se volvió andariega fue porque en principio le negué mi posada. Confieso además que luego de haberla hecho mía una tarde, huí en una forma canallesca que ella no dejó de recordar en lo sucesivo y de lo cual ahora me arrepiento. Mi cuerpo buscó además otras texturas, pero en lo profundo mi alma —ahora lo sé, sólo ahora puedo sentirlo—, mi alma permaneció fiel a la figura de mi amada. La amé en la inconsciencia, y la razón me hizo correr.
No basta el arrepentimiento, lo entiendo. A nadie más que a mí puede parecerle en estos momentos nada tan lánguido como el arrepentimiento. Pasa el tiempo y a la distancia descubrimos que nuestra actuación no fue la debida, y que esa mujer que rechazamos —ésa y no otra— pudo habernos hecho felices. Ante la mujer el hombre es un enano miedoso, y si al principio percibí las maravillas que encerraba Carolina —delgada, frágil, hermosa—, quizás el asombro ante lo inusitado impulsó mi fuga. Huí de ella a sabiendas de que estaba lastimándola; huí de mí sin comprender el daño que me hacía.
Recuerdo sus cartas, sus llamadas telefónicas, su llanto. Fueron largos esos meses en que me rehusaba a escribirle, a responder a sus súplicas, meses en los cuales, extraviado en otros cuerpos, no sentí ninguna piedad ante sus lágrimas. Nos gusta herir, aun cuando esas heridas formen llagas en nosotros, aun con la certeza de que esas heridas traerán castigos que no podremos soportar.
Una mañana contesté el teléfono. En el auricular la voz de Carolina:
—Soy yo, te hablo desde la estación del tren. Vine a estar contigo, vine a buscarte.
Lo que parecía su último recurso es apenas el inicio de la historia. ¿Para qué hablar de mi negativa? ¿Para qué decir que me alejé de casa varios días para que Carolina no me encontrara, que leí con falso orgullo los papeles con letra nerviosa que deslizó bajo la puerta? La altivez fue gestando mi derrumbe.
Y sólo meses más tarde pude comprender que yo la amaba.
Vino el tiempo del vacío. Es curiosa la manera como vamos sintiendo los espacios. Al responder con mi rechazo a la pasión de Carolina, me alimentaban la plenitud y la soberbia; al perder todo contacto con ella me invadió un paisaje yermo, un no existir de las cosas, un enfriamiento de la vida. Acudí a otras mujeres con el mal humor y aburrimiento que acompañan a quien ve en todos los teatros la misma función, con actrices torpes o descontentas con el papel que les asignaron, ennegrecidas, locas o seniles. Y esto me era ajeno.
Despertaba todas las mañanas percibiendo la misma atmósfera de mis sueños. Fue primero el sentimiento de la soledad, y luego —más preciso—, la ausencia de Carolina. En mi interior, como en la vida, vagué por las calles sin rumbo fijo, sólo tras el leve atisbo de una sombra que me hacía concebir su fantasma.
Era una imagen esquiva. En una de mis alucinaciones nocturnas perseguí a Carolina con una cámara fotográfica; ella deambulaba con tranquilidad frente a viejas iglesias y casas en ruinas, y por uno de esos angustiosos sinsentidos de que se alimentan los sueños, nunca pude alcanzarla. Entre el recuerdo intenso de la amada y las historias que la noche me deparó, fui consagrándome a su figura. Pensé que acaso ya era muy tarde para el reencuentro, pero quise buscarla. Emprendí el viaje.
Sí, era yo quien te buscaba ahora, Carolina. Quizá tú misma lo deseabas con tanta fuerza en tu soledad que por fin acudí al llamado. ¿Me esperabas? Era mi temor. El tren siguió la vía a ritmo lento y yo en mi camarín, insomne, con la angustia de encontrarte en manos ajenas. ¿Me esperará Carolina? Tras la oscuridad el tren en marcha; los cristales dibujaron las formas de la noche. Y al amanecer, Morelia.
Pocas ciudades tan propicias a lo maravilloso. En mis anteriores visitas a Morelia siempre sentí esa aura mágica que luego sólo he podido hallar en Florencia y Montevideo. Si me fuera dado nombrar a una ciudad, hermana de aquellas ciudades de mil historias, pienso que la llamaría Carolina. Pero esa mañana el cielo nublado sostuvo una continua llovizna que me acompañó de la estación al parque central en un murmullo gris.
Antes de estar con Carolina quise reflexionar, sentado en una banca, sobre mi condición de hombre. ¿Qué era lo que estaba haciendo? ¿Cuál era el rumbo que tomaba mi corazón? ¿Ante qué mujer me humillaba? No obstante, el destino ya todo lo había decidido.
Envuelto en lluvia, tomé el único camino que daría felicidad a mi vida, pero un largo temor congelaba mi cuerpo y me hizo andar despacio, muy despacio, con una calma que parecía prepararme a la tristeza. La casa estaba a oscuras, las ventanas cerradas, nadie entreabrió el cortinado. Pensé dejar una carta que anunciara mi presencia en la ciudad, insistí con algunos toquidos. Estaba en este menester cuando una niña, quizás ante el mandato de la madre, salió de la casa de junto y se dirigió a la puerta en que me encontraba, ya medio entristecido y cavilante.
Recuerdo sus palabras frías:
—La señorita ya no vive aquí. Se fue de Morelia hace un mes. No dijo si volvería.
Imaginen entonces mi desesperación, esa profunda melancolía que inició en ese instante su más angustioso estado. Me fui sin despedirme de la niña, caminé por muchas horas como inconsciente y hacia la tarde me aposenté a llorar en una de las jardineras de la plaza. Ahí pude presenciar un espectáculo que me conmovió al hacerme partícipe de una oscura metáfora:
La lluvia descansaba cuando las aves iniciaron su retorno al abrigo de los árboles. Me pareció extraño que no llegaran directamente a las copas, pues se instalaron en las construcciones aledañas al parque —la iglesia, el edificio de gobierno y las otras casas con portales. Con los minutos se formó un curioso cerco de aves que me rodeaba, como el público de una corrida de toros en espera del pase definitivo para abalanzarse sobre el matador y glorificarlo. Así, a un tiempo las aves remontaron el vuelo en danza circular hacia sus nidos, que formó sobre mí un remolino inquietante, mezclándose con parsimonia entre paraísos y laureles.
Esa noche regresé en tren a la ciudad.
Para mi pesar, la historia aquí no se detiene. Por muchos meses sostuve mis actividades normales e incluso soporté el hedor de alguna de mis antiguas cónyuges. Mas tanto recordaba a Carolina, ella estaba tan presente en cada segundo que, puedo decirlo, casi la olvidé. Así deberían haber quedado las cosas, en esa cotidianidad incolora, pero el verdadero final ocurrió hace unos días y referirlo ahora, tan desnuda el alma, me conmueve, pues al hacerlo compruebo de nuevo mi caída. Porque siento que estoy sumergido en un mal sueño, y ¿no es verdad que cuando uno tiene conciencia del sueño eso quiere decir que pronto despertará? ¿Contar el sueño no es una forma de exorcizar los fantasmas que lo habitan?
Hace unos días, sí, hace unos pocos días se instaló en un lote baldío cercano a mi oficina un desvencijado circo trashumante. La voz afónica de un payaso que recorría las calles, micrófono en mano y bocina al hombro, interrumpía diariamente mis ensimismamientos: “¡El circo de los hermanos Campos invita a todos los niños a su función circense!”, “¡La mujer barbuda y el payaso Boris!”, “¡El gran león y su amigo el elefante!”. Circo de viajeros, que aparece una mañana en el solar más humilde, vive de los pocos incautos que llegan a él y desaparece como si nunca hubiera existido, con payasos taciturnos, leones viejos de colmillos débiles, elefantes que sólo esperan la muerte, mujeres avejentadas y gordas que visten trusas pequeñas y se contonean, provocativas. Circo de las tristezas.
Lo triste llama a lo triste, y un hombre solo gusta de hacer cosas absurdas. El circo ya tenía una semana instalado y pensé que pronto abandonaría el lugar. Esas carpas raídas nunca llaman a las multitudes. Pagué una cantidad en mi concepto irrisoria, y me dieron lugar junto a unas diez personas —acaso dos familias con sus hijos atascados de dulces rancios— que apenas ocupaban un tramo del tablado en círculo que rodeaba la pista. Iba no a reír —a quien procuran risa esos espectáculos— sino a complacerme en la desventura ajena, siempre más terrible que la propia; o quizá simplemente pensaba distraer mis injustos reveses.
De la función no retengo sino una mirada, su mirada, los ojos de mi querida Carolina. ¿Cómo podía ser Carolina esa mujer de barba rojiza y carnes sueltas, que primero aplaudió al mago, luego jugó con el payaso (ambos el mismo individuo con nombres y trajes diferentes) y al fin subió al trapecio para desarrollar desquiciantes piruetas? Era horrible pensar que fuera ella, era en extremo horrible siquiera imaginarlo. Pero era ella, sí, tenía que ser ella.
De pronto me vino un hálito esperanzador. “El azar es sabio y dispuso este nuevo encuentro”, cavilé. Quise reconstruir el periplo de la amada, y supuse que ante mi deplorable atrofia de quererla ella había optado por la vida errante hallando en ese circo, imagen de la infancia, su refugio. Ahora estaríamos juntos, ahora viviríamos felices, ahora...
Los que actúan, poco saben del espectador; tienden frente a él un velo oscuro y difícilmente clarifican su rostro. De este modo explico el que Carolina no atendiera mi turbación al yo reconocerla, y continuara el espectáculo con la seguridad que le fue dando la costumbre. Vinieron los aplausos poco entusiastas y las caravanas; creí ver cuando ella tomaba de la mano al payaso Boris, pero entonces mi nuevo dolor aún era miope. Opté por deslizarme hacia los camiones que usan los cirqueros como casas y estuve un rato esperando hasta que apareció la bella Carolina. Jalaba de su barba como para desprenderla y entonces se fijó en mí. El payaso venía detrás y oyó mi susurro: “Carolina”, pero siguió de largo, visiblemente molesto y contrariado. Ella esperó porque supo que yo hablaría.
—Amor —le dije—. Te busqué en Morelia pero te habías ido. He sufrido mucho sin ti, el destino nos vuelve a enfrentar, no me abandones.
Ella guardó silencio y quise besarla. Me detuvieron la barba rasposa y maloliente, y sus brazos rígidos. A lo lejos el payaso observaba la escena. Carolina pareció dudar, sentía el enojo de Boris y sólo atinó a balbucir:
—No, Alejandro, no. Es demasiado tarde. Lo nuestro no puede ser —volviendo su mirada a donde el hombre aquel.
Intenté retenerla apretando su cuerpo con el mío; el payaso dio media vuelta hacia su guarida, ofendido por mi actitud. Carolina se percató de todo y corrió hacia él, diáfana, gritando: “¡Jorge, Jorge!”
Así entendí que nada tenía remedio. Abandoné el lugar y vagué toda la noche por la ciudad. Al día siguiente busqué el circo, pero ya no estaba. Y en lo que fuera el centro de la pista lloré de nuevo por mi amada, la dulce Carolina. En mi memoria surgieron versos muy antiguos:
Adiós, Carolina, el cielo ha querido
sufriendo en el mundo dejarme sin ti.
En vano procuro buscar afanoso
en Dios el consuelo de tanto sufrir;
pasó ya aquel tiempo feliz y dichoso...
perdí, Carolina, perdí mi reposo
perdiéndote a ti.
Esta es su historia. Mi futuro es en verdad incierto y sólo columbro alegría si pienso que alguna vez Carolina sabrá de este relato, testimonio de un profundo amor. Mientras... acaso intentaré disiparme en otras mujeres, pues mi vida entera se ve marcada por un tórrido signo femenino. Amigo, novio, confesor, amante... Aunque está mal que yo lo diga, soy un hombre que atrae a las mujeres.
--crg
Alejandro Toledo, barbado escritor y crítico literario, me envía ésta de barbonas.
UN HOMBRE QUE ATRAE A LAS MUJERES
Alejandro Toledo
para ti, Carolina,
dondequiera que te encuentres
Señoras y señores:
Yo no debería estar aquí. Mi vida atraviesa por momentos difíciles y mi condición natural ahora es el aislamiento. Si acepté participar en esta mesa redonda en homenaje a uno de nuestros más respetables escritores, es porque en la invitación creí ver el indicio de una salida. En los últimos meses me he visto rodeado por una extraña atmósfera que me hace actuar sin pensar mucho en las repercusiones de mis actos, hasta envolverme en situaciones en que nunca hubiera querido encontrarme. Es como si no pudiera controlar mi futuro, y así los constantes presentes ya fueran afectados por un grave designio. En otras palabras —y en verdad al leerles está página, así como fue al escribirla, busco serenidad en mi mente confusa—, siento que mi vida transcurre como en un sueño infinito, un sueño que primero fue tierna fantasía y luego vistió el ropaje de su hermana la irrealidad. ¡Oh, Dios!, sólo Dios sabe a dónde voy a parar. Doy muchas vueltas y me pierdo. Lo que me ocurre, ya lo habrán adivinado ustedes, ya lo habrán notado en mi rostro, ya en él habrán leído con más transparencia que en mis torpes palabras, lo que no me deja siquiera expresarme es que he perdido a una mujer.
Lo dije todo. Sé que voy demasiado rápido y no me gustaría ocupar con meras lamentaciones el espacio que me ha sido asignado; ustedes se preguntarán además por qué me refiero a asuntos de índole estrictamente personal, pero antes quiero ordenar mis ideas. Intento dar coherencia a una historia reciente que me afecta y me seguirá afectando por el resto de mis días. Debo estar sereno, me es preciso estarlo. Parte del triunfo que logre esta noche —un triunfo pequeño, es cierto: una primera versión de mi desdicha— depende en mucho de la serenidad y cordura que consiga siquiera esta vez.
Antes afirmé —no deja de afligirme la confesión— que he perdido a una mujer. No me detengo en la triste verdad —nunca dejaré de lamentarlo— sino en la forma en que quise expresar el hecho. Hablo de “pérdida” y con ello sólo quiero decir que ya no está conmigo. El mundo tiene a Carolina porque —¡oh, Dios!— ella lo recorre con una compañía de cirqueros en que malamente fue a caer. ¡Ay, amor! ¡Ay, Carolina! ¿Por qué me castigas de esta manera? ¿Por qué cambiaste tu vida tranquila de Morelia por el ajetreo incesante de un circo de tercera? ¿Por qué cambiar mi amor por el de un payaso? ¿Qué te llevó a hacerlo?
No puedo ser complaciente, no puedo dar falsa imagen de la mujer que amo. Por desgracia la historia me acusa, pues si ella se volvió andariega fue porque en principio le negué mi posada. Confieso además que luego de haberla hecho mía una tarde, huí en una forma canallesca que ella no dejó de recordar en lo sucesivo y de lo cual ahora me arrepiento. Mi cuerpo buscó además otras texturas, pero en lo profundo mi alma —ahora lo sé, sólo ahora puedo sentirlo—, mi alma permaneció fiel a la figura de mi amada. La amé en la inconsciencia, y la razón me hizo correr.
No basta el arrepentimiento, lo entiendo. A nadie más que a mí puede parecerle en estos momentos nada tan lánguido como el arrepentimiento. Pasa el tiempo y a la distancia descubrimos que nuestra actuación no fue la debida, y que esa mujer que rechazamos —ésa y no otra— pudo habernos hecho felices. Ante la mujer el hombre es un enano miedoso, y si al principio percibí las maravillas que encerraba Carolina —delgada, frágil, hermosa—, quizás el asombro ante lo inusitado impulsó mi fuga. Huí de ella a sabiendas de que estaba lastimándola; huí de mí sin comprender el daño que me hacía.
Recuerdo sus cartas, sus llamadas telefónicas, su llanto. Fueron largos esos meses en que me rehusaba a escribirle, a responder a sus súplicas, meses en los cuales, extraviado en otros cuerpos, no sentí ninguna piedad ante sus lágrimas. Nos gusta herir, aun cuando esas heridas formen llagas en nosotros, aun con la certeza de que esas heridas traerán castigos que no podremos soportar.
Una mañana contesté el teléfono. En el auricular la voz de Carolina:
—Soy yo, te hablo desde la estación del tren. Vine a estar contigo, vine a buscarte.
Lo que parecía su último recurso es apenas el inicio de la historia. ¿Para qué hablar de mi negativa? ¿Para qué decir que me alejé de casa varios días para que Carolina no me encontrara, que leí con falso orgullo los papeles con letra nerviosa que deslizó bajo la puerta? La altivez fue gestando mi derrumbe.
Y sólo meses más tarde pude comprender que yo la amaba.
Vino el tiempo del vacío. Es curiosa la manera como vamos sintiendo los espacios. Al responder con mi rechazo a la pasión de Carolina, me alimentaban la plenitud y la soberbia; al perder todo contacto con ella me invadió un paisaje yermo, un no existir de las cosas, un enfriamiento de la vida. Acudí a otras mujeres con el mal humor y aburrimiento que acompañan a quien ve en todos los teatros la misma función, con actrices torpes o descontentas con el papel que les asignaron, ennegrecidas, locas o seniles. Y esto me era ajeno.
Despertaba todas las mañanas percibiendo la misma atmósfera de mis sueños. Fue primero el sentimiento de la soledad, y luego —más preciso—, la ausencia de Carolina. En mi interior, como en la vida, vagué por las calles sin rumbo fijo, sólo tras el leve atisbo de una sombra que me hacía concebir su fantasma.
Era una imagen esquiva. En una de mis alucinaciones nocturnas perseguí a Carolina con una cámara fotográfica; ella deambulaba con tranquilidad frente a viejas iglesias y casas en ruinas, y por uno de esos angustiosos sinsentidos de que se alimentan los sueños, nunca pude alcanzarla. Entre el recuerdo intenso de la amada y las historias que la noche me deparó, fui consagrándome a su figura. Pensé que acaso ya era muy tarde para el reencuentro, pero quise buscarla. Emprendí el viaje.
Sí, era yo quien te buscaba ahora, Carolina. Quizá tú misma lo deseabas con tanta fuerza en tu soledad que por fin acudí al llamado. ¿Me esperabas? Era mi temor. El tren siguió la vía a ritmo lento y yo en mi camarín, insomne, con la angustia de encontrarte en manos ajenas. ¿Me esperará Carolina? Tras la oscuridad el tren en marcha; los cristales dibujaron las formas de la noche. Y al amanecer, Morelia.
Pocas ciudades tan propicias a lo maravilloso. En mis anteriores visitas a Morelia siempre sentí esa aura mágica que luego sólo he podido hallar en Florencia y Montevideo. Si me fuera dado nombrar a una ciudad, hermana de aquellas ciudades de mil historias, pienso que la llamaría Carolina. Pero esa mañana el cielo nublado sostuvo una continua llovizna que me acompañó de la estación al parque central en un murmullo gris.
Antes de estar con Carolina quise reflexionar, sentado en una banca, sobre mi condición de hombre. ¿Qué era lo que estaba haciendo? ¿Cuál era el rumbo que tomaba mi corazón? ¿Ante qué mujer me humillaba? No obstante, el destino ya todo lo había decidido.
Envuelto en lluvia, tomé el único camino que daría felicidad a mi vida, pero un largo temor congelaba mi cuerpo y me hizo andar despacio, muy despacio, con una calma que parecía prepararme a la tristeza. La casa estaba a oscuras, las ventanas cerradas, nadie entreabrió el cortinado. Pensé dejar una carta que anunciara mi presencia en la ciudad, insistí con algunos toquidos. Estaba en este menester cuando una niña, quizás ante el mandato de la madre, salió de la casa de junto y se dirigió a la puerta en que me encontraba, ya medio entristecido y cavilante.
Recuerdo sus palabras frías:
—La señorita ya no vive aquí. Se fue de Morelia hace un mes. No dijo si volvería.
Imaginen entonces mi desesperación, esa profunda melancolía que inició en ese instante su más angustioso estado. Me fui sin despedirme de la niña, caminé por muchas horas como inconsciente y hacia la tarde me aposenté a llorar en una de las jardineras de la plaza. Ahí pude presenciar un espectáculo que me conmovió al hacerme partícipe de una oscura metáfora:
La lluvia descansaba cuando las aves iniciaron su retorno al abrigo de los árboles. Me pareció extraño que no llegaran directamente a las copas, pues se instalaron en las construcciones aledañas al parque —la iglesia, el edificio de gobierno y las otras casas con portales. Con los minutos se formó un curioso cerco de aves que me rodeaba, como el público de una corrida de toros en espera del pase definitivo para abalanzarse sobre el matador y glorificarlo. Así, a un tiempo las aves remontaron el vuelo en danza circular hacia sus nidos, que formó sobre mí un remolino inquietante, mezclándose con parsimonia entre paraísos y laureles.
Esa noche regresé en tren a la ciudad.
Para mi pesar, la historia aquí no se detiene. Por muchos meses sostuve mis actividades normales e incluso soporté el hedor de alguna de mis antiguas cónyuges. Mas tanto recordaba a Carolina, ella estaba tan presente en cada segundo que, puedo decirlo, casi la olvidé. Así deberían haber quedado las cosas, en esa cotidianidad incolora, pero el verdadero final ocurrió hace unos días y referirlo ahora, tan desnuda el alma, me conmueve, pues al hacerlo compruebo de nuevo mi caída. Porque siento que estoy sumergido en un mal sueño, y ¿no es verdad que cuando uno tiene conciencia del sueño eso quiere decir que pronto despertará? ¿Contar el sueño no es una forma de exorcizar los fantasmas que lo habitan?
Hace unos días, sí, hace unos pocos días se instaló en un lote baldío cercano a mi oficina un desvencijado circo trashumante. La voz afónica de un payaso que recorría las calles, micrófono en mano y bocina al hombro, interrumpía diariamente mis ensimismamientos: “¡El circo de los hermanos Campos invita a todos los niños a su función circense!”, “¡La mujer barbuda y el payaso Boris!”, “¡El gran león y su amigo el elefante!”. Circo de viajeros, que aparece una mañana en el solar más humilde, vive de los pocos incautos que llegan a él y desaparece como si nunca hubiera existido, con payasos taciturnos, leones viejos de colmillos débiles, elefantes que sólo esperan la muerte, mujeres avejentadas y gordas que visten trusas pequeñas y se contonean, provocativas. Circo de las tristezas.
Lo triste llama a lo triste, y un hombre solo gusta de hacer cosas absurdas. El circo ya tenía una semana instalado y pensé que pronto abandonaría el lugar. Esas carpas raídas nunca llaman a las multitudes. Pagué una cantidad en mi concepto irrisoria, y me dieron lugar junto a unas diez personas —acaso dos familias con sus hijos atascados de dulces rancios— que apenas ocupaban un tramo del tablado en círculo que rodeaba la pista. Iba no a reír —a quien procuran risa esos espectáculos— sino a complacerme en la desventura ajena, siempre más terrible que la propia; o quizá simplemente pensaba distraer mis injustos reveses.
De la función no retengo sino una mirada, su mirada, los ojos de mi querida Carolina. ¿Cómo podía ser Carolina esa mujer de barba rojiza y carnes sueltas, que primero aplaudió al mago, luego jugó con el payaso (ambos el mismo individuo con nombres y trajes diferentes) y al fin subió al trapecio para desarrollar desquiciantes piruetas? Era horrible pensar que fuera ella, era en extremo horrible siquiera imaginarlo. Pero era ella, sí, tenía que ser ella.
De pronto me vino un hálito esperanzador. “El azar es sabio y dispuso este nuevo encuentro”, cavilé. Quise reconstruir el periplo de la amada, y supuse que ante mi deplorable atrofia de quererla ella había optado por la vida errante hallando en ese circo, imagen de la infancia, su refugio. Ahora estaríamos juntos, ahora viviríamos felices, ahora...
Los que actúan, poco saben del espectador; tienden frente a él un velo oscuro y difícilmente clarifican su rostro. De este modo explico el que Carolina no atendiera mi turbación al yo reconocerla, y continuara el espectáculo con la seguridad que le fue dando la costumbre. Vinieron los aplausos poco entusiastas y las caravanas; creí ver cuando ella tomaba de la mano al payaso Boris, pero entonces mi nuevo dolor aún era miope. Opté por deslizarme hacia los camiones que usan los cirqueros como casas y estuve un rato esperando hasta que apareció la bella Carolina. Jalaba de su barba como para desprenderla y entonces se fijó en mí. El payaso venía detrás y oyó mi susurro: “Carolina”, pero siguió de largo, visiblemente molesto y contrariado. Ella esperó porque supo que yo hablaría.
—Amor —le dije—. Te busqué en Morelia pero te habías ido. He sufrido mucho sin ti, el destino nos vuelve a enfrentar, no me abandones.
Ella guardó silencio y quise besarla. Me detuvieron la barba rasposa y maloliente, y sus brazos rígidos. A lo lejos el payaso observaba la escena. Carolina pareció dudar, sentía el enojo de Boris y sólo atinó a balbucir:
—No, Alejandro, no. Es demasiado tarde. Lo nuestro no puede ser —volviendo su mirada a donde el hombre aquel.
Intenté retenerla apretando su cuerpo con el mío; el payaso dio media vuelta hacia su guarida, ofendido por mi actitud. Carolina se percató de todo y corrió hacia él, diáfana, gritando: “¡Jorge, Jorge!”
Así entendí que nada tenía remedio. Abandoné el lugar y vagué toda la noche por la ciudad. Al día siguiente busqué el circo, pero ya no estaba. Y en lo que fuera el centro de la pista lloré de nuevo por mi amada, la dulce Carolina. En mi memoria surgieron versos muy antiguos:
Adiós, Carolina, el cielo ha querido
sufriendo en el mundo dejarme sin ti.
En vano procuro buscar afanoso
en Dios el consuelo de tanto sufrir;
pasó ya aquel tiempo feliz y dichoso...
perdí, Carolina, perdí mi reposo
perdiéndote a ti.
Esta es su historia. Mi futuro es en verdad incierto y sólo columbro alegría si pienso que alguna vez Carolina sabrá de este relato, testimonio de un profundo amor. Mientras... acaso intentaré disiparme en otras mujeres, pues mi vida entera se ve marcada por un tórrido signo femenino. Amigo, novio, confesor, amante... Aunque está mal que yo lo diga, soy un hombre que atrae a las mujeres.
--crg
IMÁGENES PARA UNA GENIAL-LOGÍA DE LA PRE-HISTORIA DE LAS INQUIETANTES MUJERES BARBUDAS
De la película Saboteur de Alfred Hitchcock.
La escena: un hombre y una mujer huyen y, en el proceso, totalmente por azar, se suben al trailer donde descansan los integrantes de un circo: el enano facista, el prudente hombre elástico, las siamesas furiosas, la mujer montaña y, claro, por supuesto, la sensata Mujer Barbuda.
Es a ella, a su sensatez, que los forajidos le deben la posibilidad de protegerse de la mirada vigilante de la policía que los persigue. Después de álgida discusión, el voto de la Mujer Barbuda los salva.
Así, con tubos en la barba y voz muy femenina, un actor interpreta a una proto-mujer barbuda. Hitchcock no lo sabía, o acaso sí, pero entonces empezaba ya esta larga inquietud que desemboca en la frase: Soy totalmente barbona.
--crg
De la película Saboteur de Alfred Hitchcock.
La escena: un hombre y una mujer huyen y, en el proceso, totalmente por azar, se suben al trailer donde descansan los integrantes de un circo: el enano facista, el prudente hombre elástico, las siamesas furiosas, la mujer montaña y, claro, por supuesto, la sensata Mujer Barbuda.
Es a ella, a su sensatez, que los forajidos le deben la posibilidad de protegerse de la mirada vigilante de la policía que los persigue. Después de álgida discusión, el voto de la Mujer Barbuda los salva.
Así, con tubos en la barba y voz muy femenina, un actor interpreta a una proto-mujer barbuda. Hitchcock no lo sabía, o acaso sí, pero entonces empezaba ya esta larga inquietud que desemboca en la frase: Soy totalmente barbona.
--crg
LA MUJER VAMPIRO ESCRIBE...
No sé, en realidad, si deba hacer pública esta misiva. Pero después de debatirme entre las múltiples posibilidades--es decir, publicarla o no publicarla--me decido a hacerlo por razones que todavía no comprendo pero entre las que se cuentan: la luz matutina: brillantísima; las ráfagas de aire a las cuales sólo les hace falta la proverbial sábana blanca para dejar su trazo en el paisaje; el fugaz recuerdo de lorena velázquez en bikini; mi afecto un tanto intrigado y otro tanto voluble por un hombre que gustaba del color plateado y se hacía llamar, válgame dios, El Santo; esta maldita costumbre de contestar todo, pero absolutamente todo escrito que llega a mí; la imagen conmovedora de una mujer vampira alumbrada por la luz azulosa de una pantalla mientras, inclinada apenas sobre el teclado, escribe una misiva para una Mujer Desconocida que ha encontrado, días atrás, en otra pantalla. Debe haber más razones, supongo. O tal vez ninguna más. Pero estas son las palabras de la Vampira Mujer que merodea cibercafés casi de madrugada.
Marzo 2, 2005
Ciudad de México
Las noches son muy largas, Cristina. Tan largas que le alcanza a una el tiempo para caminar sin rumbo bajo jacarandas muy oscuras y para asomarse, de cuando en cuando, a esos lugares bulliciosos e iluminados donde la gente se congrega para reír, para conversar, para embriagarse. Esas cosas humanas que usted, lo asumo así, conoce bien. Esas cosas tan ajenas.
Esta es una noche muy larga, Cristina, y he caminado sin rumbo--eso es lo que quería decir, en una sola oración, desde el principio, pero no he logrado hacerlo sino hasta ahora. Este momento.
Quiero decir que caminé por largo rato y me detuve, como suelo hacerlo, bajo una jacaranda (ha notado que de noche todas las jacarandas son negras, ¿verdad?) y luego frente a una pantalla y, ahí, ya sabrá, el azar siempre tan original, frente a sus letras.
Le escribo porque camino de noche, usualmente sin rumbo, y me atraen, con frecuencia, tanto las jacarandas como las luces que brotan de las pantallas de las computadoras. Estoy dentro de un edificio al que llaman ciberespacio. Y le escribo. Todo esto es real.
Usted sí puede creer que existo. Usted sí es capaz de creer que le escribe la verídica Mujer Vampiro desde un lugar inverosímil del espacio. Usted sí.
Quiero decir que camino y (¿de verdad no ha notado que las jacarandas son todas negras de noche?) que tengo una historia que contar. Yo también. Es algo que tiene que ver con un hombre de pantaloncillos plateados y una mujer de largos rizos rubios y bikini. A veces me pregunto, con esa desesperación que sólo puede dar la eternidad, por qué no me hice personaje de Anne Rice—ya sabe, libro de pasta dura, película en Hollywood, y Brad. Pero no, qué va, heme aquí, mexicana y sin alternativa, caminando sin rumbo en noches tan largas pobladas de pantallas. Mi historia, Cristina. Se la quiero contar—eso es lo que de verdad quería decir desde el principio pero no me atrevía. ¡Ay, pensar en todo lo que una tiene que escribir para, finalmente y por azar, atreverse a decir lo que uno quería decir desde el principio!Es algo que tiene que ver con mi verdad, Cristina. Escribo “mi verdad” y, antes de que me borre, le digo que sé, lo sé de cierto, que usted no cree en la verdad. Por consideración a usted, aunque sin creerlo del todo, le digo pues que es algo que tiene que ver con una versión--la mía.
Apuesto que le interesa. Apuesto que me dedicará algo de su atención. Apuesto la inencontrable Santo contra las mujeres vampiro si usted gana o si usted pierde. Se la apuesto.
Queda de usted.
Puede mandar su respuesta a soylamujervampiro@hotmail.com
Pd. La noche, de repente, se ha vuelto corta. Muy corta.
--crg
No sé, en realidad, si deba hacer pública esta misiva. Pero después de debatirme entre las múltiples posibilidades--es decir, publicarla o no publicarla--me decido a hacerlo por razones que todavía no comprendo pero entre las que se cuentan: la luz matutina: brillantísima; las ráfagas de aire a las cuales sólo les hace falta la proverbial sábana blanca para dejar su trazo en el paisaje; el fugaz recuerdo de lorena velázquez en bikini; mi afecto un tanto intrigado y otro tanto voluble por un hombre que gustaba del color plateado y se hacía llamar, válgame dios, El Santo; esta maldita costumbre de contestar todo, pero absolutamente todo escrito que llega a mí; la imagen conmovedora de una mujer vampira alumbrada por la luz azulosa de una pantalla mientras, inclinada apenas sobre el teclado, escribe una misiva para una Mujer Desconocida que ha encontrado, días atrás, en otra pantalla. Debe haber más razones, supongo. O tal vez ninguna más. Pero estas son las palabras de la Vampira Mujer que merodea cibercafés casi de madrugada.
Marzo 2, 2005
Ciudad de México
Las noches son muy largas, Cristina. Tan largas que le alcanza a una el tiempo para caminar sin rumbo bajo jacarandas muy oscuras y para asomarse, de cuando en cuando, a esos lugares bulliciosos e iluminados donde la gente se congrega para reír, para conversar, para embriagarse. Esas cosas humanas que usted, lo asumo así, conoce bien. Esas cosas tan ajenas.
Esta es una noche muy larga, Cristina, y he caminado sin rumbo--eso es lo que quería decir, en una sola oración, desde el principio, pero no he logrado hacerlo sino hasta ahora. Este momento.
Quiero decir que caminé por largo rato y me detuve, como suelo hacerlo, bajo una jacaranda (ha notado que de noche todas las jacarandas son negras, ¿verdad?) y luego frente a una pantalla y, ahí, ya sabrá, el azar siempre tan original, frente a sus letras.
Le escribo porque camino de noche, usualmente sin rumbo, y me atraen, con frecuencia, tanto las jacarandas como las luces que brotan de las pantallas de las computadoras. Estoy dentro de un edificio al que llaman ciberespacio. Y le escribo. Todo esto es real.
Usted sí puede creer que existo. Usted sí es capaz de creer que le escribe la verídica Mujer Vampiro desde un lugar inverosímil del espacio. Usted sí.
Quiero decir que camino y (¿de verdad no ha notado que las jacarandas son todas negras de noche?) que tengo una historia que contar. Yo también. Es algo que tiene que ver con un hombre de pantaloncillos plateados y una mujer de largos rizos rubios y bikini. A veces me pregunto, con esa desesperación que sólo puede dar la eternidad, por qué no me hice personaje de Anne Rice—ya sabe, libro de pasta dura, película en Hollywood, y Brad. Pero no, qué va, heme aquí, mexicana y sin alternativa, caminando sin rumbo en noches tan largas pobladas de pantallas. Mi historia, Cristina. Se la quiero contar—eso es lo que de verdad quería decir desde el principio pero no me atrevía. ¡Ay, pensar en todo lo que una tiene que escribir para, finalmente y por azar, atreverse a decir lo que uno quería decir desde el principio!Es algo que tiene que ver con mi verdad, Cristina. Escribo “mi verdad” y, antes de que me borre, le digo que sé, lo sé de cierto, que usted no cree en la verdad. Por consideración a usted, aunque sin creerlo del todo, le digo pues que es algo que tiene que ver con una versión--la mía.
Apuesto que le interesa. Apuesto que me dedicará algo de su atención. Apuesto la inencontrable Santo contra las mujeres vampiro si usted gana o si usted pierde. Se la apuesto.
Queda de usted.
Puede mandar su respuesta a soylamujervampiro@hotmail.com
Pd. La noche, de repente, se ha vuelto corta. Muy corta.
--crg
Wednesday, March 16, 2005
Tuesday, March 15, 2005
LA INQUIETANTE SEMANA DE LAS MUJERES BARBUDAS
Se trata de desmarcar el vello facial, apropiándoselo de formas lúdicas, inesperadas.
Se trata de desmarcar el género, volviéndolo tan flexible y cambiante como es.
Se trata de hacer una travesura.
Se trata de pasársela bien.
El caso es que amiguerrilleras de Madrid, Tijuana y Tierras Altas estamos organizando la Primera Semana Internacional de las Mujeres Barbudas.
Participar es sencillo: manda una foto tuya a: criveragarza@gmail.com (si estás en la zona Tierras Altas de México), a amaranta.caballero@gmail.com (si estás en la zona Frontera México-Estados Unidos), a margarita.valencia@gmail.com (si estás en la Zona Madrid). En cada uno de esos puntos nosotras agrandaremos las imágenes y les colocaremos una preciosa barba o un sutil bigote o lo que tú nos pidas.
Se trata de llenar nuestros espacios cotidianos con estos carteles (escuelas, calles, bibliotecas, antros).
Se trata de llevar barba a cualquier plática o foro en que participemos durante esa semana.
Se trata de ser otro de otra de otro.
Se trata, puesn.
La inquietante semana de las mujeres barbudas se acerca, se acerca, se acerca...
Y, claro, amigos barbados del mundo, uníos!
--crg
Se trata de desmarcar el vello facial, apropiándoselo de formas lúdicas, inesperadas.
Se trata de desmarcar el género, volviéndolo tan flexible y cambiante como es.
Se trata de hacer una travesura.
Se trata de pasársela bien.
El caso es que amiguerrilleras de Madrid, Tijuana y Tierras Altas estamos organizando la Primera Semana Internacional de las Mujeres Barbudas.
Participar es sencillo: manda una foto tuya a: criveragarza@gmail.com (si estás en la zona Tierras Altas de México), a amaranta.caballero@gmail.com (si estás en la zona Frontera México-Estados Unidos), a margarita.valencia@gmail.com (si estás en la Zona Madrid). En cada uno de esos puntos nosotras agrandaremos las imágenes y les colocaremos una preciosa barba o un sutil bigote o lo que tú nos pidas.
Se trata de llenar nuestros espacios cotidianos con estos carteles (escuelas, calles, bibliotecas, antros).
Se trata de llevar barba a cualquier plática o foro en que participemos durante esa semana.
Se trata de ser otro de otra de otro.
Se trata, puesn.
La inquietante semana de las mujeres barbudas se acerca, se acerca, se acerca...
Y, claro, amigos barbados del mundo, uníos!
--crg
Monday, March 14, 2005
EL MUNDO SIN EL OJO DERECHO: STOP, stare at me!
Una semana de intervención post-picassiana
Desde Las Tierras Altas. Desde Tijuana. Desde Madrid, Maggie Triana nos convoca a ver el mundo todo en izquierdo. ¿Qué pasaría si, de repente, el ojo derecho desapareciera? Si vemos el mundo con el ojo izquierdo y sólo con el ojo izquierdo, ¿de qué manera cambiaría nuestra política? Estas y otras interrogantes se verán despejadas una vez que cubras tu ojo derecho y dejes libre al izquierdo.
Participar en esta intervención post-picassiana es sencillo: consigue un parche, preferentemente de colores llamativos, escribe algo sobre él, y cubre tu ojo derecho. Así, en la calle, en tu trabajo, en la escuela, en en la cantina o en la biblioteca, tu ojo derecho anuniciará cosas que tu ojo izquierdo observará y/o inventará con sumo cuidado.
Posibles frases para parches:
Esto sí es un ojo. /Ojo que no ve, corazón, siénteme./ Be queer. / El ojo es el espejo de sí mismo./ Soy totalmente pirata. /
Esta acción ha dado inicio hoy, marzo 14, en las calles de Madrid. No te quedes atrás. Los zapatos con tacón de aguja y los labios rojo encendido son totalmente opcionales!
Manda tus sugerencias y/o comentarios a margarita.valencia@gmail.com
--crg
Una semana de intervención post-picassiana
Desde Las Tierras Altas. Desde Tijuana. Desde Madrid, Maggie Triana nos convoca a ver el mundo todo en izquierdo. ¿Qué pasaría si, de repente, el ojo derecho desapareciera? Si vemos el mundo con el ojo izquierdo y sólo con el ojo izquierdo, ¿de qué manera cambiaría nuestra política? Estas y otras interrogantes se verán despejadas una vez que cubras tu ojo derecho y dejes libre al izquierdo.
Participar en esta intervención post-picassiana es sencillo: consigue un parche, preferentemente de colores llamativos, escribe algo sobre él, y cubre tu ojo derecho. Así, en la calle, en tu trabajo, en la escuela, en en la cantina o en la biblioteca, tu ojo derecho anuniciará cosas que tu ojo izquierdo observará y/o inventará con sumo cuidado.
Posibles frases para parches:
Esto sí es un ojo. /Ojo que no ve, corazón, siénteme./ Be queer. / El ojo es el espejo de sí mismo./ Soy totalmente pirata. /
Esta acción ha dado inicio hoy, marzo 14, en las calles de Madrid. No te quedes atrás. Los zapatos con tacón de aguja y los labios rojo encendido son totalmente opcionales!
Manda tus sugerencias y/o comentarios a margarita.valencia@gmail.com
--crg
Monday, March 07, 2005
SÉ LATÍN (METAFÓRICAMENTE) Y ME LA PASO BIEN
I. LA RISA CASTELLANA
Debo confesar, por principio de cuentas, que a mí me gusta la risa castellana. Esa filosa ironía carente de autocomplacencia que caracteriza, por ejemplo, el poema que ella intituló Auto-retrato, o la desparpajada hilaridad que provocan las presencias paródicas de mujeres míticas, mexicanas y no, incluidas en la farsa que escribió cuando ya era embajadora de México en Israel: El eterno femenino. Como a las escritoras en general, a Rosario Castellanos se le ha acusado con cierta sospechosa frecuencia de ser demasiado sensata en sus ensayos, demasiado azotada en cuestión de amores, y demasiado severa en sus juicios. Se le ha acusado, en otras palabras, de escribir buenos ensayos, de componer poemas de contenido amoroso, y de tener ideas sobre el mundo que la rodeaba. Se le ha acusado, todavía en otras palabras, de saber latín (metafóricamente y no). Se le ha acusado, y cualquier lector más o menos despistado de la obra de Castellanos lo sabe bien, falsamente. No hay más que asomarse a algunos de los textos de Álbum de familia, varios de sus poemas más últimos, y la farsa que no llegó a publicar en vida para saber que, a la manera de Bajtín, Castellanos se sirvió del humor para revertir de manera crítica y lúdica ciertos mitos genéricos y también raciales de la sociedad mexicana de medio siglo. Sabía dolerse, como lo han hecho otros y otras debido, digámoslo con tranquilidad, a las imperfecciones del mundo en que vivía y, si no me equivoco, en que todavía vivimos, pero también, o tal vez precisamente por eso, sabía reírse. Docta, sabihonda, autocrítica, creyéndose-más-poco-de-lo-que-era, Castellanos tuvo el buen tino de llevar a cabo un ambicioso proyecto en la fase última de su vida: el de sobreponer una pluralidad de voces jocosas, ilegítimas, femeninas, pretenciosas, sarcásticas, hilarantes, a una historia mexicana rígida, varonil, solemne, severa y oficialista.
II. SABER LATÍN Y REÍRSE MUCHO
Es tan sabida la segunda parte del dicho, tan transparente, tan obvia, tan implacable, que nadie en su sano juicio tendrá porque decir en voz alta que mujer que sabe latín, ni se casa ni tiene buen fin. Heme aquí pues, diciéndolo en voz alta, desacatando el silencio y mostrando, una vez más, un juicio un tanto cuanto poco sano. Como muchas, oí la primera parte de la frase cuando era niña pero, como pocas, vivía en un medio en que la segunda parte no era ni obvia ni transparente ni mucho menos implacable. Tuve, quiero decir, que preguntar. No recuerdo a ciencia cierta quién me dio la respuesta, pero sí recuerdo que fue demasiado tarde. Leía ya con una adicción que no me ha dejado hasta este momento y pensar, que era imaginar y evocar y avizorar y criticar y citar, me resultaba ya sumamente placentero. Cuando esa voz que, sospechosamente, no recuerdo, me hizo saber que el peligro consistía en no iba casarme y en que no tener buen fin, estallé en algo que ahora denominaría sin titubeo alguno como una Risa Castellana. No me importó entonces como no me importa, después de dos matrimonios, ahora. Aunque lo del buen fin todavía está en debate (supongo que el último veredicto no debe llegar sino hasta que deje de respirar) debo confesar que, a pesar de saber latín (metafóricamente, claro está), me la paso bastante bien.
Digo esto porque el dicho, según entiendo, pervive. Porque otras, las que empiezan a encerrarse en sus cuartos para pasar largas horas perversas leyendo libros o las que ya se sacan 10 en las escuelas, todavía escuchan, según me dicen, tanto la primera como la segunda parte del famoso lema. Lo digo porque, francamente, dicho sea con toda honestidad, El famoso dicho no es cierto o no siempre o no de ésa manera. Lo digo en voz alta, mostrando mi acostumbrada falta de juicio, porque, como lo dijo precisamente Rosario Castellanos en aquel umbral que nunca cruzó, debe haber otra forma humana y libre de ser—una forma humana y libre de ser en que la cual el saber y el placer no constituyan opciones excluyentes.
III. EL EXTRAÑO CASO DEL HOMBRE CULTO Y LA MUJER LIBRESCA
La situación, aunque común, no deja de ser inquietante.
Un hombre y una mujer leen. Leen mucho. Hablan sobre lo que leen todo el tiempo, de manera obsesiva, apasionada, beligerante. Discuten lo leído y lo por leer. Arman líos sobre un párrafo, una oración, una letra. El hombre y la mujer escriben.
Ergo: El hombre es un individuo culto. La mujer es una tipa libresca.
IV. EL ETERNO (PERO BIEN ETERNO) FEMENINO
Los que leyeron El Eterno Femenino saben que por ahí desfila Eva, quien se decide a comer la famosa manzana porque la alternativa era una vida absolutamente aburrida con un Adán más bien asustadizo; La Malinche, más astuta y manipuladora de lo que Cortés y todos sus hijos bastardos, al decir de Paz por supuesto, habrían querido o imaginado; y hasta una Rosario de la Peña que desdice o cuestiona punto por punto el Nocturno que le dedicó Manuel Acuña. Este acto de ventrilocuismo histórico, tan en boga en nuestros posmodernos y paródicos tiempos, le permitió a la Risa Castellana subvertir estereotipos y cuestionar mitos del pasado. Supongo que los habitantes del futuro harán algo similar con lo que sucede hoy. Alguien tendrá que describir, jocosamente, la manera en que Gloria Trevi se convirtió en una mártir de Mex-América, por ejemplo; y alguien más pasticherá a Ana Guevara y toda la ambigüedad genérica del caso o nos hará pensar en algo más con la versión mexicana, y aumentada, del tatcherismo colonial encarnada ni más ni menos que en lo que era entonces la primera dama. La lista crecerá, sin duda alguna. Pero ya entrados en gastos, válgame dios, ¿para qué esperarse hasta el futuro y no empezar el mismísimo día de hoy?
¿Qué hacen estas cuatro escritoras en un homenaje a Rosario Castellanos, por ejemplo?
V. LO QUE ME HABRÍA GUSTADO
En autorretrato, Castellanos se autodefine como una señora que, entre otras cosas, ve hacia un parque a través de una ventana pero no cruza la calle para caminar en él o para respirar otros aires. Pienso en eso mientras escribo este texto. Pienso en lo mucho que me habría gustado que lo hiciera.
--crg
[Texto presentado en Mujer que sabe latín, uno de los paneles en los que se celebró la obra de Rosario Castellanos en la Feria del Palacio de Minería]
I. LA RISA CASTELLANA
Debo confesar, por principio de cuentas, que a mí me gusta la risa castellana. Esa filosa ironía carente de autocomplacencia que caracteriza, por ejemplo, el poema que ella intituló Auto-retrato, o la desparpajada hilaridad que provocan las presencias paródicas de mujeres míticas, mexicanas y no, incluidas en la farsa que escribió cuando ya era embajadora de México en Israel: El eterno femenino. Como a las escritoras en general, a Rosario Castellanos se le ha acusado con cierta sospechosa frecuencia de ser demasiado sensata en sus ensayos, demasiado azotada en cuestión de amores, y demasiado severa en sus juicios. Se le ha acusado, en otras palabras, de escribir buenos ensayos, de componer poemas de contenido amoroso, y de tener ideas sobre el mundo que la rodeaba. Se le ha acusado, todavía en otras palabras, de saber latín (metafóricamente y no). Se le ha acusado, y cualquier lector más o menos despistado de la obra de Castellanos lo sabe bien, falsamente. No hay más que asomarse a algunos de los textos de Álbum de familia, varios de sus poemas más últimos, y la farsa que no llegó a publicar en vida para saber que, a la manera de Bajtín, Castellanos se sirvió del humor para revertir de manera crítica y lúdica ciertos mitos genéricos y también raciales de la sociedad mexicana de medio siglo. Sabía dolerse, como lo han hecho otros y otras debido, digámoslo con tranquilidad, a las imperfecciones del mundo en que vivía y, si no me equivoco, en que todavía vivimos, pero también, o tal vez precisamente por eso, sabía reírse. Docta, sabihonda, autocrítica, creyéndose-más-poco-de-lo-que-era, Castellanos tuvo el buen tino de llevar a cabo un ambicioso proyecto en la fase última de su vida: el de sobreponer una pluralidad de voces jocosas, ilegítimas, femeninas, pretenciosas, sarcásticas, hilarantes, a una historia mexicana rígida, varonil, solemne, severa y oficialista.
II. SABER LATÍN Y REÍRSE MUCHO
Es tan sabida la segunda parte del dicho, tan transparente, tan obvia, tan implacable, que nadie en su sano juicio tendrá porque decir en voz alta que mujer que sabe latín, ni se casa ni tiene buen fin. Heme aquí pues, diciéndolo en voz alta, desacatando el silencio y mostrando, una vez más, un juicio un tanto cuanto poco sano. Como muchas, oí la primera parte de la frase cuando era niña pero, como pocas, vivía en un medio en que la segunda parte no era ni obvia ni transparente ni mucho menos implacable. Tuve, quiero decir, que preguntar. No recuerdo a ciencia cierta quién me dio la respuesta, pero sí recuerdo que fue demasiado tarde. Leía ya con una adicción que no me ha dejado hasta este momento y pensar, que era imaginar y evocar y avizorar y criticar y citar, me resultaba ya sumamente placentero. Cuando esa voz que, sospechosamente, no recuerdo, me hizo saber que el peligro consistía en no iba casarme y en que no tener buen fin, estallé en algo que ahora denominaría sin titubeo alguno como una Risa Castellana. No me importó entonces como no me importa, después de dos matrimonios, ahora. Aunque lo del buen fin todavía está en debate (supongo que el último veredicto no debe llegar sino hasta que deje de respirar) debo confesar que, a pesar de saber latín (metafóricamente, claro está), me la paso bastante bien.
Digo esto porque el dicho, según entiendo, pervive. Porque otras, las que empiezan a encerrarse en sus cuartos para pasar largas horas perversas leyendo libros o las que ya se sacan 10 en las escuelas, todavía escuchan, según me dicen, tanto la primera como la segunda parte del famoso lema. Lo digo porque, francamente, dicho sea con toda honestidad, El famoso dicho no es cierto o no siempre o no de ésa manera. Lo digo en voz alta, mostrando mi acostumbrada falta de juicio, porque, como lo dijo precisamente Rosario Castellanos en aquel umbral que nunca cruzó, debe haber otra forma humana y libre de ser—una forma humana y libre de ser en que la cual el saber y el placer no constituyan opciones excluyentes.
III. EL EXTRAÑO CASO DEL HOMBRE CULTO Y LA MUJER LIBRESCA
La situación, aunque común, no deja de ser inquietante.
Un hombre y una mujer leen. Leen mucho. Hablan sobre lo que leen todo el tiempo, de manera obsesiva, apasionada, beligerante. Discuten lo leído y lo por leer. Arman líos sobre un párrafo, una oración, una letra. El hombre y la mujer escriben.
Ergo: El hombre es un individuo culto. La mujer es una tipa libresca.
IV. EL ETERNO (PERO BIEN ETERNO) FEMENINO
Los que leyeron El Eterno Femenino saben que por ahí desfila Eva, quien se decide a comer la famosa manzana porque la alternativa era una vida absolutamente aburrida con un Adán más bien asustadizo; La Malinche, más astuta y manipuladora de lo que Cortés y todos sus hijos bastardos, al decir de Paz por supuesto, habrían querido o imaginado; y hasta una Rosario de la Peña que desdice o cuestiona punto por punto el Nocturno que le dedicó Manuel Acuña. Este acto de ventrilocuismo histórico, tan en boga en nuestros posmodernos y paródicos tiempos, le permitió a la Risa Castellana subvertir estereotipos y cuestionar mitos del pasado. Supongo que los habitantes del futuro harán algo similar con lo que sucede hoy. Alguien tendrá que describir, jocosamente, la manera en que Gloria Trevi se convirtió en una mártir de Mex-América, por ejemplo; y alguien más pasticherá a Ana Guevara y toda la ambigüedad genérica del caso o nos hará pensar en algo más con la versión mexicana, y aumentada, del tatcherismo colonial encarnada ni más ni menos que en lo que era entonces la primera dama. La lista crecerá, sin duda alguna. Pero ya entrados en gastos, válgame dios, ¿para qué esperarse hasta el futuro y no empezar el mismísimo día de hoy?
¿Qué hacen estas cuatro escritoras en un homenaje a Rosario Castellanos, por ejemplo?
V. LO QUE ME HABRÍA GUSTADO
En autorretrato, Castellanos se autodefine como una señora que, entre otras cosas, ve hacia un parque a través de una ventana pero no cruza la calle para caminar en él o para respirar otros aires. Pienso en eso mientras escribo este texto. Pienso en lo mucho que me habría gustado que lo hiciera.
--crg
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