Tuesday, September 24, 2013

SE SIGUE HABLANDO ESPAÑOL

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Habremos de enfrentarnos a una verdad pequeña pero contundente: una buena parte de lo que se da en llamar literatura latinoamericana se produce desde hace tiempo en Estados Unidos, con frecuencia en español y, a veces, en inglés. A eso, en Estados Unidos, se le conoce desde hace años también como el New Latino Writing: escritores que, a diferencia de los latinos de antaño, no necesariamente escriben en inglés, y sí a menudo en español, provenientes además de regiones que están más allá de las rutas tradicionales que parten de México o del Caribe. A menudo marginalizados, ocultos bajo denominaciones múltiples o, de plano, confusas, y con frecuencia ausentes de los registros literarios tanto en Estados Unidos como en sus países de origen en América Latina, estos escritores han ido ganando, sin embargo, espacios de visibilización en fechas más recientes. Existen y han existido, sin duda, y tal existencia no deja de ser motivo de discusión, ansiedad, celebración. A veces las tres al mismo tiempo.
El segundo Voices for the New Century/ Voces para el nuevo siglo, organizado por el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán en la Universidad de Cornell reunió, hace apenas unos cuantos días, a escritores originarios de Guatemala, Chile, Argentina, España o México cuya característica principal era que la producción de su obra se lleva a cabo en/desde, aunque no necesariamente sobre, Estados Unidos. Ya como profesores o ya como estudiantes de posgrado, en todo caso con años de experiencia vital y laboral en el vecino del norte, la mayoría de estos autores han iniciado o continúan produciendo una obra en español y, lo que es más, en un diálogo intenso con tradiciones literarias latinoamericanas. Otra característica peculiar de los ahí reunidos era una preocupación por la escritura que iba más allá de la simple publicación de la obra propia. Un par de ejemplos. Además de publicar novela y cuento, tanto en papel como de manera digital, Rodrigo Hasbún, de Bolivia, y Rodrigo Fuentes, de Guatemala, han ido armando una revista en red que responde al nombre de Traviesa. En un formato bilingüe, e incluyendo conversaciones entre autores, además de la publicación digital de breves antologías de cuento curadas por autores diversos (extremadamente recomendables, por cierto), esta revista atraviesa, y de manera por demás traviesa, géneros y geografías. Un proyecto similar ocupa las energías de la escritora argentina Pola Oloixarac y las traductoras Jennifer Croft y Heather Cleary en The Buenos Aires Review. También bilingüe y de vocación ex–céntrica, esta publicación revisa poesía y prosa, así como ficción y no ficción contemporánea. El escritor chileno Antonio Díaz so sólo ocupa su tiempo estudiando en el programa de creación literaria (MFA) de la New York University, sino que también se vale de las tecnologías digitales para promover su proyecto editorial en línea: una colección cuentos de 20 autores menores de 40 que primero se presentará digitalmente en selecciones de 5 autores por libro para, eventualmente, ingresar al universo del papel.
Pero la paulatina colonización de la esfera digital, y la concomitante apertura de canales de producción y distribución alternativos, es apenas una de las formas que distingue los actos de escritura de este presente de los escritores-en-español de Estados Unidos. Otro par de ejemplos. Además de ser la artífice y actual directora del tercer MFA en español de los Estados Unidos ubicado ahora en la Universidad de Iowa, la poeta española Ana Merino lleva a cabo importantes proyectos comunitarios que ponen en contacto a sus estudiantes, tanto de licenciatura como de posgrado, con la comunidad de donde con frecuencia provienen. Así, por ejemplo, se le debe a la imaginación y la energía incesante de esta madrileña franca y directa, como ella misma se define, la creación del Spanish Creative Literacy Project, un intervención pública que incluye la impartición gratuita de talleres de escritura en las comunidades que así lo requieran. Otra especialista en literatura en español, Esmeralda Lara Bonilla, aprovechó sus años de enseñanza en la Universidad de Syracuse para establecer La Casita Cultural Center —un centro educativo, artístico y cultural en el que, además de contar con una galería y espacios para la producción teatral, se imparten por igual talleres para la comunidad.
Para tener una visión global de la experiencia reciente de estos escritores-en-español de los Estados Unidos, bien valdría la pena revisar los ensayos que componen el libro que editó hace no tanto la escritora argentina y profesora del Departamento de Estudios Hispánicos de Rice University, Gisela Heffes. En efecto, en Poéticas de los (dis)locamientos, una variedad de autores latinoamericanos y españoles analizan su experiencia vital y producción creativa en Estados Unidos, especialmente dentro de la academia norteamericana, aunque no únicamente ahí. Queda claro en esas páginas, entre otras cosas, que el fuera de lugar no sólo es una posición incómoda sino también generativa. Que las segundas lenguas pueden limitar, pero también liberar. Las dos cosas al mismo tiempo. Y que, conforme avanza raudo y veloz el siglo XXI, algunos importantes ejes de producción escritural latinoamericana han dejado atrás la relación que va de las Américas a España, para deslizarse del mundo de habla hispana hacia Estados Unidos, una mezcla que no sólo ha resultado en la muy temida (y más anunciada) norteamericanización de América Latina sino también, tal vez de manera incluso más fundamental, en la latinoamericanización de Estados Unidos. Más que globalizados, estamos ante el caso de escritores planetarios (el término es de Spivak) que desde y con sus comunidades, tanto materiales como digitales, y entre lenguas maternas y madrastras, se encargan de encarnar al escritor del aquí y del ahora.
--crg

Monday, September 23, 2013

ALVARO MUTIS (1923-2013)


Entrevisté a Álvaro Mutis hace algunos años, en su casa de la Ciudad de México. Esto fue lo que salió en El País: Las vidas de Álvaro Mutis.

--crg

Tuesday, September 17, 2013

LEER DESDE AFUERA

[en La Mano Oblicua, columna del martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]


Podría pensarse que el número de traducciones tendría por fuerza que aumentar en un mundo globalizado, pero éste no es el caso. Ya es bien sabido que el porcentaje de libros traducidos en el mercado estadunidense —uno de los más activos del mundo— es de apenas 3 por ciento. De por si poco halagüeña, la situación empeora cuando se señala que, de esa cifra, solo 0.7 por ciento le corresponde a libros de narrativa o de poesía. Si se toma en cuenta que muchas de las decisiones de traducción se toman con base en proyecciones de ventas, o que las recomendaciones de traducción con frecuencia obedecen a los contactos de grupos poderosos, no sería del todo descabellado decir que no solo se traduce poco, sino que también se traduce jerárquicamente. Por eso es, sin duda, motivo de celebración cuando pequeñas editoriales apuestan por publicar libros en traducción, y lo es más todavía cuando, alejándose de las decisiones del mercado o del poder, estas editoriales proponen una lectura alternativa de los cánones internos o nacionales. Tal es el caso de la publicación en inglés de Three Messages and a Warning. Contemporary Short Stories of the Fantastic, una antología curada por Eduardo Jiménez y Chris N. Brown que publicó en 2011 Small Beer Press, una pequeña editorial ubicada en Massachusetts.
Gracias a una definición amplia de lo fantástico —una que incluye a la ciencia ficción, el terror, lo sobrenatural, las historias de fantasmas o aparecidos, el registro apocalíptico, entre otras tantas— este Tres mensajes y una advertencia (un título tomado de un cuento de Ana Clavel incluido en el volumen) logra incorporar autores que rara vez aparecen juntos y, al hacerlo, contribuyen a cuestionar, o ampliar según sea el caso, el registro de la producción escrita hoy por hoy en México. No solo es que los antologadores incluyeron autores de distintas generaciones —de Amparo Dávila a Gabriela Damián Miravete, por ejemplo— sino que también, saltándose definiciones estrictas o estereotipos de lo que es un género literario, reunieron aquí a escritores reconocidos por su apego a lo fantástico, como es el caso de Alberto Chimal, con el trabajo de escritoras, como a Ana Clavel, más conocida por su énfasis en cuestiones de erotismo. Está aquí Gerardo Sifuentes, una presencia esperada en una colección de este tipo, pero también se encuentra Jesús Ramírez Bermúdez, más destacado por esos ensayos en los que combina su conocimiento detallado del mundo de la psiquiatría con una manera punzante de leer el mundo. Está José Luis Zárate, asiduo practicante del cuentuito, pero también Claudia Guillén, una escritora que se ha distinguido por sus duras exploraciones realistas de ciertos rincones marginados de la experiencia urbana. La lista continúa así: sorprendiendo por el contraste, asombrando por el riesgo, complaciendo a propios y extraños por la incorporación, precisamente, de los propios y los extraños. Aquí están los conocidos, ciertamente, pero sobre todo los que con frecuencia e injustamente pasan desapercibidos, y luego, claro que sí, los por conocer. Se trata, pues, de lo que las antologías logran en sus mejores momentos: inaugurar modos de lectura que, independientemente de los incluidos (siempre faltará uno o sobrará otro, por cierto), permiten reconfigurar panoramas enteros de producción escritural.
Hace algunos años, la poeta de Los Ángeles Jen Hofer se propuso hacer una antología de poesía escrita por mujeres en México. Como Hofer leía desde afuera, con iguales cantidades de rigor y avidez, curiosidad y ganas de no respetar los lineamientos internos del ambiente literario nacional, el libro que resultó de su lectura trajo a colación un mapa de poesía contemporánea muy distinto a los puntos de vista oficiales u oficialistas desde los cuales se elaboran una y otra vez, repetidas hasta la saciedad a veces, las antologías locales. Algo similar parece haber ocurrido con Eduardo Jiménez Mayo y Chris Brown en su proceso de lectura y selección. Traducidos al inglés por un equipo de voluntarios, los 34 cuentos originales que componen este volumen dan la impresión de ser el resultado de una lectura gozosa; una lectura sin jerarquías impuestas o autoimpuestas; una lectura guiada por el placer o el sentido del asombro más que el compadrazgo o el favor personal. Por eso es que, como anota bien Debra Castillo en la contraportada: esta colección “expande nuestra visión de la producción literaria del México contemporáneo, colapsando las fronteras entre la alta cultura y la cultura popular e ideas preestablecidas de identidad nacional”.
Así pues, conscientes de su función como lectores entre culturas, tanto Jiménez Mayo como Brown señalan su afán de ir más allá de las definiciones trilladas no solo en términos de género literario sino también, acaso sobre todo, en relación a la producción cambiante, sorpresiva, cada vez más interesante de nociones de identidad nacional e, incluso, posnacional. Entre las páginas de estosTres mensajes y una advertencia viaja un México sin duda singular, raro, mercurial, directo hacia los Estados Unidos. Ni realismo mágico ni realismo duro —las dos formas más exportables de la realidad nacional hasta ahora— estos cuentos traen visa para ese otro México que se desenvuelve juguetón y magro en las ciudades, terrible y escurridizo en la imaginación. Que la antología haya sido nominada para uno de los World Fantasy Awards —uno de los más reconocidos en este campo —solo es evidencia de lo necesario que resulta una selección así.
Coda: En verdad creo que si las antologías nacionales respondieran a preocupaciones y objetivos como los que motivaron la realización de este libro, nuestra idea de lo que se hace en México hoy en día sería bastante, sino es que fantásticamente, distinta.
--crg

Tuesday, September 10, 2013

GRACIAS, MAESTROS

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Excepto por unos meses en que estudié de paso en una escuela privada, toda mi educación, desde los años de la primaria hasta los gloriosos tiempos de la UNAM, se llevó a cabo en aulas de la Secretaría de Educación Pública de México. En los múltiples viajes a los que me obligaba la pertenencia a una familia errante, no era raro llegar a mitad de año, ya cuando todos los grupos estaban conformados y todo mundo tenía a sus amigos, como un alien venido de otros planetas. Podría contar historias terribles de desorientación o lo que hoy en día se llamabullying, pero todo eso sería mentira. De Monterrey a Delicias, de Tampico a Toluca pasando por Texcoco, siempre hubo un lugar ahí para mí. Tuve buenos compañeros en todos esos sitios y, en algunos de ellos, tuve amigos. Tuve, eso sí, maestras dedicadas, maestros apasionados por su trabajo que, a pesar de lidiar con grupos enormes y salarios magros, se daban tiempo de aportar algo personal, algo que ciertos alumnos recibíamos como único e irremplazable durante esas jornadas matutinas en que uno aprende los rudimentos básicos de la vida. Nos daban algo, pues, que nos llevaríamos con nosotros, acaso sin saber, por todos los años habidos y por haber.
En Delicias, en una escuela que en aquel entonces todavía era rural y cuyo horario incluía clases de 9:00 a 12:00, y de 2:00 a 5:00 pm, con descanso para comer, con regreso a casa incluido, aprendí las reglas básicas de la responsabilidad comunitaria. Además de cuidar de los patios y las áreas públicas, los alumnos teníamos la obligación de lavar las bancas y los pisos de los salones de clase cada viernes, ocasión de fiesta y de griterío y de inolvidables guerras de agua entre los estudiantes. Nos quedaba claro que trabajábamos para nosotros, para nuestro bien común, y también nos quedaba claro que participar en la construcción de ese bienestar era divertido. El maestro Juan, un dandy de pelo engominado que vestía de traje con todo y corbata y delgado cinturón de cuero para dar clases, se daba a la tarea de corregir y anotar breves mensajes en los cuadernos de doble raya, forma italiana, donde llevábamos a cabo ejercicios de escritura, o en los cuadernos de hojas cuadriculadas, forma francesa, en que hacíamos los ejercicios de matemáticas. Alguna vez el maestro Juan pasó a visitarnos a casa. Nunca supimos por qué, pero se quedó a tomar café mientras hablaba de la vida en esa pequeña ciudad norteña, diseñada de acuerdo a las directrices de un panal, en que cada intersección aparecía una rotonda con una fuente magnífica.
Hubo una maestra con nombre de Emperatriz en todo esto. Tenía los labios gruesos y los pómulos altos. Cada mañana, a las ocho en punto, nos recibía con ese peinado de chongo bien resuelto sobre la parte posterior de la cabeza que le daba un aire, efectivamente, regio. Recuerdo sobre todo su paciencia. La manera en que movía las manos cuando la lección se volvía difícil. Le quedaba bien el color verde claro: un verde casi menta que me hacía pensar en los ríos de agua fría de los bosques encantados. Había algo elegante y fresco en su persona. No era el aura maternal que tanto se le atribuye a las maestras de primaria, sino algo más: una cierta sofisticación que siempre me hizo imaginarla como una soltera codiciada e independiente. Una mujer libre, educada, firme. Cuando llegué a su grupo, a mitad de año, me encontró un lugar cerca de su escritorio para darme explicaciones en corto en caso de que las necesitara. En esa escuela empecé a tocar la flauta. Y ahí me desmayé una vez, durante una de esas ceremonias de saludo a la bandera, cuando la escolta marchaba bajo un sol demencial.
Recuerdo también, esto en otro lugar, al maestro de ciencias sociales que, al referirse de manera negativa a la primera vez que una mujer respondía el Informe presidencial (omito el nombre y la fecha por cuestiones de pudor propio), despertó en mí una furia que solo puedo calificar como de feminista. Palabras más o palabras menos dijo: “Como que no estuvo igual, ¿no? Como que no fue lo mismo. Como que no se oyó igual en la voz de una mujer”. Y mientras decía esto sentado sobre una orilla del escritorio, como si estuviera charlando con sus amigos en algún bar, hacía gestos chiquitos, gestos despectivos que a algunos les provocaron risa. A él le debo, sin duda, la caminata furibunda que me llevó a casa y la escritura, airada y veloz, vertical y de corrido, de lo que fue mi primer manifiesto público (que solo vio el cajón de mi nochero, por cierto).
Fue un maestro de español, de nombre Apolinar, el que me recomendó una lectura extracurricular:El diario de Ana Frank. Tengo la impresión de que, justo como lo quería esa joven judía de convicciones inmoderadas, su libro ha generado más libros que ningún otro sobre el planeta. A esa lectura asombrada y empática, temblorosa, fortísima, le debo un descubrimiento que marcó mi vida: podía ser una escritora. Había algo en el mundo que se denominaba ser una escritora. Y podía serlo en cualquier lugar, incluso dentro de un cuarto cuya puerta permanecía cerrada debido a la represión de un régimen totalitario. La primera vez que estuve en el museo en que se convirtió su casa en Ámsterdam, no pude evitar la familiaridad. Como tantas niñas, como tantas lectoras, conocía cada rincón, sabía dónde dormía quién y cómo. Sabía dónde estaban las ventanas. Pocas emociones se comparan con la que produce ver el trazo de la letra que te dijo por primera vez: escribir importa. Escribir salva. No hay nada más importante que escribir.
Una maestra, cuyo apodo era La maestra Campanita, me dio clases de latín en una escuela pública del Estado de México. Hace poco, mientras mi hijo se debatía sobre qué clase optativa tomar en su High School, le sugerí que tomara latín pensando, claro está, en esas lecciones.
En mi casa siempre hubo libros, en efecto. Pero las crónicas etnográficas, los tratados de ciencia, las novelas para jovencitas y las biografías de científicos connotados poco me prepararon para la primera vez que leí a Tolstói. Eso, como ya lo conté alguna vez, se lo debo a otro joven profesor de cabello largo y pantalón de mezclilla e ilusiones desmedidas aunque ciertas. El impacto fue enorme. No me recupero todavía de eso. Ahora que lo pienso bien, acaso por eso continúo escribiendo libros. Para recobrar el aire después de leer por primera vez a Tolstói.
El sistema de Educación Pública no es perfecto. No todos los maestros (ni todos los alumnos) son iguales. Pero, en lo que a mí respecta, gracias es poca cosa para dar cuando se ha recibido tanto de los maestros de las escuelas públicas de este país.
--crg

THE CARPATIAN MOUNTAIN WOMAN/ LA MUJER DE LOS CÁRPATOS: BILINGUAL READING AND MORE ON #LOSMUERTOSINDÓCILES

HOY

WEST VIRGINIA UNIVERSITY
LATIN AMERICAN STUDIES
DEPARTMENT OF WORLD LANGUAGES
DEPARTMENT OF ENGLISH

Tuesday, September 10th
130 Colson Hall
5:00  pm

Entrada libre


--crg

Monday, September 09, 2013

ESCRIBIR CON OTROS: DESAPROPIACIÓN Y COMUNIDAD EN TIEMPOS DE NECROPOLÍTICA

HOY




UNIVERSIDAD DE VIRGINIA
DEPARTAMENTO DE ESPAÑOL, ITALIANO Y PORTUGUÉS

LOS MUERTOS INDÓCILES
Escribir con otros: desapropiación y comunidad en tiempos de necropolítica

Septiembre 9, 2013
Gibson 111
6:15 pm

Entrada libre





--crg


Tuesday, September 03, 2013

NINGÚN CRÍTICO CUENTA ESTO

Una reseña (en inglés) de Ningún crítico cuenta esto, el libro de ensayos editado por Oswaldo Estrada: http://muse.jhu.edu/login?auth=0&type=summary&url=/journals/hispania/v095/95.4.persaud.htm

--crg

COMUNIDADES FRONTERIZAS

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


ací en una frontera, es cierto. Pero también elegí vivir en una. Uno puede vivir en una frontera y quedarse de uno o de otro lado, sin necesidad de cruzar. Y hablo de cruce físico y cultural, espiritual y material. Uno puede vivir en una zona frontera, quiero decir, y no necesariamente ser fronterizo. Yo llegué a la zona San Diego/Tijuana por el lado gringo en 1998, como profesora de SDSU, antes de serlo en UCSD. Pero no empecé a cruzar sino hasta 2001, cuando Noé Carrillo, entonces encargado de asuntos literarios del CECUT, me invitó a impartir un taller que terminó durando todo un año. De ahí surgió una práctica concreta y cotidiana, constante y apasionada, por contribuir a la construcción de comunidades fronterizas de escritura.
En el 2006 organicé en la frontera, justo en el cruce entre Tijuana y San Diego, el Laboratorio Fronterizo de Escritores. Con apoyo del FCE, la Fundación para las Letras Mexicanas, el ITESM-Campus Toluca y el CECUT, un grupo de 21 talleristas de México y Estados Unidos se dieron a la tarea de cruzar la frontera a pie y a diario para llevar a cabo talleres, además de conmigo, con poetas y narradores de todo el continente: Jen Hofer, poeta de Los Ángeles; la antropóloga y narradora Ruth Behar, desde Michigan aunque originalmente de Cuba; la poeta María Negroni, desde Nueva York, aunque originalmente de Argentina; y el poeta y editor Reinaldo Jiménez, desde Buenos Aires. Día tras día durante seis semanas, 21 escritores cruzaban la frontera, tomaban el tranvía hasta la estación de Palm, cerca de donde estaban las instalaciones del FCE que nos acogían.
Hasta ese sitio rodeado de industrias y comercios, sin ningún tipo de glamour cultural ni mucho menos literario, llegaron, además, profesores de UCSD y escritores de San Diego dispuestos a compartir sus experiencias y perspectivas respecto al lenguaje, la literatura, la vida. El hecho de que los 21 talleristas eran bilingües (requisito para poder participar en el proyecto) ayudó sin duda a que la conversación fuera fluida y significativa.
No fue fácil, ciertamente. El agotamiento físico y mental provocado por el cruce diario pronto nos obligó a buscar refugio en las instalaciones del CECUT. El taller, además, era un taller de trabajo. Las reuniones no se destinaban, quiero decir, a la charla y ni siquiera a la revisión de textos, sino sobre todo a la producción de los mismos. No me interesaba crear una plataforma para que jóvenes escritores emergentes hablaran sobre su trabajo, sino un espacio efectivamente fronterizo donde pudieran trabajar en conjunto, comunalmente y de tú a tú con creadores para quienes el cruce era o había sido también motivo de reflexión y de vida. Nos convertimos, pues, simbólica y literalmente en trabajadores del lenguaje fronterizo: nuestros cuerpos obligados a hacer lo mismo que nuestros lenguajes: cruzar. La experiencia fue intensa, dura, gozosa, productiva.
Años después, y junto con la editorial independiente y agencia cultural Nortestación, así como con el hostal y centro cultural Segundo Mundo, organizamos una serie de lecturas fronterizas con la participación, por primera vez en Tijuana, de importantes language poets como Lyn Hejinian, desde San Francisco, y Mónica de la Torre, desde Nueva York, aunque originalmente de la Ciudad de México. Al mismo tiempo, poetas innovadoras mexicanas como Rocío Cerón, Carla Faesler y Myriam Moscona presentaron lecturas bilingües en la Serie de Escritores de UCSD.
Todavía años después, ya siendo directora de la Maestría en Escritura Creativa (MFA Creative Writing) de la Universidad de California en San Diego, organicé un programa de intercambio y traducción entre jóvenes escritores de la Maestría, ninguno bilingüe, y poetas bilingües de México, América Latina y España. Con base en un concepto más bien amplio de traducción, tanto unos como otros se dieron a la tarea de contactarse por internet primero, e intercambiar y traducir, después, una plétora de textos. El resultado de esta práctica de trabajo fronterizo fue leído (en español e inglés) en la Feria del Libro de Tijuana en el 2012. Algunos participantes de entonces, especialmente los poetas-profesores del área de San Diego, repitieron hace apenas unas semanas en un festival de poesía Tijuana-San Diego. Este año que inicia, y empleando los recursos de UCSD y el CECUT, dos de las instituciones más importantes de esta frontera, estamos por dar inicio a un programa más estable que posibilite la continuación de esta producción comunitaria y bilingüe. Siempre quise participar en algo que se llamara Estación Experimental, y eso es lo que será. Un sitio de paso donde se inscriba la experiencia de aquellos que pasan y regresan, y vuelven a pasar.
La misma experiencia de traducción y re-escritura es lo que ha formado parte de los talleres que he impartido en distintas ciudades del país, tales como la Ciudad de México, Zacatecas, Mérida y, más recientemente, Oaxaca. Fue ahí precisamente, gracias a las prácticas de comunalidad que son parte de la práctica y la teoría mixe, que pude reflexionar de manera más abierta sobre el significado social y cultural de la serie de actividades que anoto en este artículo.
Un escritor no solo es los libros que publica. Una escritora no es solo el nombre propio que aparece en índices diversos. Los escritores son también, y lo son fundamentalmente, las prácticas de comunidad en las que participan y que los constituyen. La escritura es un ejercicio, finalmente, de otredad. No hay soledad en la escritura. Así, todos los proyectos aquí enumerados no podrían llevarse a cabo sin un trabajo de logística y organización, de convocatoria y contacto que no solo suele ser agotador y a veces frustrante, sino también poco lucidor. Pero es ese trabajo, constante y duro, terco y con otros, lo que finalmente puede resultar en la construcción de activas comunidades fronterizas que van, en efecto, de un lado a otro de la línea, de un lado al otro del lenguaje. A este trabajo, que es gratuito y obligatorio y comunal, se le conoce como tequio en ciertas tradiciones y prácticas del México indígena mesoamericano. A esto me refiero, con base en el concepto de comunalidad del antropólogo mixe Floriberto Díaz, como las comunidades de escritura en el capítulo “Escribir desapropiadamente” de mi más reciente libro Los muertos indóciles, publicado por Tusquets apenas este año.
--crg