TRES PIEZAS VAMPÍRICAS
I.
DAR LA ESPALDA, cortometraje, México.
Entraría al cine aprisa, con el periódico sobre la cabeza y la respiración agitada. Afuera, el aguacero del verano. El mismo de siempre. El único. No me preguntaría sobre la película--su título, su autor, su tema--sino hasta que aparecieran en la pantalla los tacones altos sobre las baldosas. Close-up. El sonido, ése. Toc, toc. Toc, toc. Toc. Las poderosas pantorrillas. Toc. No me preguntaría nada, no tendría tiempo. La palabra estupor. La palabra reconocimiento. Justo antes de que surgiera la interrogante, se desarrollaría frente a mí la respuesta: La mujer que avanza como sobre dagas no ve hacia atrás. Camina: Entra a un bar de grandes espejos biselados: Saluda: Se contonea apenas al compás de la música electrónica: Observa su entorno--derecha, izquierda: Toma una larga copa de champán: Ríe: Platica--algo insulso, algo predecible: Eleva la copa: Guiña: Plática algo más--algo que se pierde entre los murmullos: Se despide. Afuera: el repiquetear de los zapatos femeninos. La velocidad.
Todo esto lo supondría.
Todo esto sería una conjetura porque el espectador, que sería yo, que únicamente, de esto me acabaría de dar cuenta en ese momento, sería yo en la sala vacía, nunca vería el rostro del personaje femenino. Ahí estaría la melena encendida de su cabello ondulado, la línea vertical del cuello, sus equidistantes hombros, la suave curvatura de la espalda, las nalgas, las piernas. Ahí estaría ella, toda ella, es cierto, pero de espalda. Se trataría de ese raro tipo de películas que, en lugar de (de)mostrar a su personaje, lo protegería de la visión ajena. De la visión mía. Me quedaría hundida en el asiento minutos después del fin del cortometraje, ciega en muchos sentidos y aspirando el olor a humedad vieja de los sillones. Entonces vendrían a mi mente las fotografías de Lorna Simpson y pensaría, como uno de sus críticos, que si el rostro es una noticia, la espalda es un poema en clave.
II.
LA VOZ POR LA BOCINA, Instalación, México.
La sala es blanca, blancas las paredes, los pisos, los techos.
Yo entraría ahí como quien se introduce en un sueño: sin saber cómo o por qué, encontrándome en el lugar de súbito, sin explicación. Toda entera.
En el centro de la sala hay un pupitre escolar. Sobre el pupitre, un teléfono. El teléfono está descolgado.
NO TOCAR
La bocina negra, pesada.
El cordón: una espiral no infinita.
La voz que sale de la bocina es tentativa, incrédula, meditabunda.
La voz dice:
¿Estás ahí? ¿Hace frío allá? ¿Hay sol? ¿Hay alguien? ¿Estás ahí?
Una y otra vez. Una y otra vez y nada más. Excepto por el batir de alas o de tela, excepto por ese ruido, sólo las preguntas básicas: “¿Estás ahí? ¿Hace frío allá? ¿Hay sol? ¿Hay alguien? ¿Estás ahí?”.
NO TOCAR
III
LA MUJER VAMPIRO CONTRA LOS HOMBRES SANTOS, historieta, México.
La encontraría en el puesto de la esquina de mi infancia, junto al Contraespía Ibáñez y Rarotonga. Se trataría de una revista de dimensiones normales y con los acostumbrados recuadros. No habría nada singular en la publicación, excepto que la heroína, la Mujer Vampiro del título, nunca aparecería en ella.
Habría, sobre todo o únicamente, huellas de su presencia. Pruebas irrevocables de que ella habría estado ahí: estigmatas en el cuerpo de lo real. Rasguños en la cara de Nadie. Graffiti. Señeras señas. Marcas. Inscripciones. Pero los Hombres Santos del título, vestidos ad hoc, nunca podrían dar con ella. Nunca podrían darle alcance.
Una trama fantasmática en el más puro estilo realista.
--crg
Thursday, June 30, 2005
Wednesday, June 29, 2005
CORRER CON SUERTE
Dice que no se lo esperaba. Literalmente dice: “Uno no espera nunca algo así”. Luego levanta la taza del té--una taza pequeñísima, de intrincados diseños orientales, de la que asciende un humo con aroma a jazmín--y se la lleva a los labios con una lentitud casi exasperante.
Dice que había decidido caminar esa noche porque sí. Eso lo dice después de titubear mucho, por mucho rato también.
--¿Le sirvo más té? --pregunta, con ánimo de interrumpir la conversación, deseando no tener que contar nada.
Dice que no sintió sino que, al inicio, presintió su aparición. Algo como un súbito estado de alerta, un latigazo de adrenalina, un silencio ensordecedor. Y después, casi de inmediato, ese zumbido--una abeja tal vez; la mosca que, enloquecida, da vueltas dentro de su propio frasco.
--Corrí --dice--, sin saber por qué. Corrí como loca. Corrí, yo que nunca corro.
Este es el momento en que yo me llevo la diminuta taza a la boca y, por segundos apenas, el aroma a jazmín me hace pensar en las calles estrechas del barrio chino de San Francisco. Bajo la vista. Guardo silencio. La espero.
--Y empecé a gritar --susurra--. ¿Se imagina?
Le digo que sí, que me resulta fácil imaginar eso. Una mujer que grita en la calle, pidiendo auxilio.
--Pero no había nada cerca de mí o detrás. Nadie. Hasta los fantasmas debieron pensar que estaba loca.
Supongo que a ella eso le preocupa. Esto: dar la apariencia de estar loca. Supongo que a una mujer que tiene la delicadeza y el buen gusto de escoger el tipo de tazas en las que ahora tomamos este té delicioso, este té traído, con toda seguridad, del oriente, en pesados barcos fantasmáticos, le debe preocupar lo que los vivos y los muertos piensen de su estado mental. De su normalidad.
--¿Y entonces sobrevino el ataque?
La mujer se detiene. El mundo se detiene. Suspendida, la taza parece un ingrávido objeto surrealista en el centro de la habitación.
--Sobrevenir --murmura--. Qué bonita palabra.
Parpadeo. No puedo evitar la sonrisa. Si no estuviera tratando de obtener información sobre los ataques de la Mujer Vampiro, la Verídica, seguramente me detendría a considerar todas y cada una de las posibilidades de uso y desuso del sobrevenir, ese verbo. Lo enunciaría con ella una y otra vez hasta que la carcajada se volviera batiente y nada en el mundo importara, nada, excepto la palabra misma. Haría eso y más, estoy segura, pero tengo una misión. Soy presa de una curiosidad.
--El ruido --dice--, el sonido me rodeó. Un batir de alas o de tela. Eso parecía aquello. Golpes que no dolían, ¿me explico? Una gran turbación. Un no saber qué estaba pasando. Todo negro. Y, luego, todo más negro aún.
Está tratando de recordar. Ve hacia la pared y ve el parque. Se ve caminar y, luego, correr, y trata de ver más allá. Su contexto. Un rato después se da por vencida.
--Luego ya no supe --concluye.
Sobre el rojo damasco del sofá, la mujer se queda quieta, aún más. Su brazo izquierdo: una lápida de yeso. Su cuello: vendas blancas alrededor. Sus mejillas: rasguños, moretones, inflamación. Me ve verla.
--¿Tuve suerte, verdad? --parece que pregunta pero en realidad lo afirma. Parpadeo de nueva cuenta. Asiento. Sobrevenir, qué bonita palabra. Analgésico. Jazmín. Barco. La cabeza, de repente, llena de sustantivos. Esta vez corrió con suerte, sin duda. Pero eso, por pudor, porque el aroma del té ya me lleva hacia las 5 de la tarde de un país sin nombre, porque sí, no se lo digo.
--crg
Dice que no se lo esperaba. Literalmente dice: “Uno no espera nunca algo así”. Luego levanta la taza del té--una taza pequeñísima, de intrincados diseños orientales, de la que asciende un humo con aroma a jazmín--y se la lleva a los labios con una lentitud casi exasperante.
Dice que había decidido caminar esa noche porque sí. Eso lo dice después de titubear mucho, por mucho rato también.
--¿Le sirvo más té? --pregunta, con ánimo de interrumpir la conversación, deseando no tener que contar nada.
Dice que no sintió sino que, al inicio, presintió su aparición. Algo como un súbito estado de alerta, un latigazo de adrenalina, un silencio ensordecedor. Y después, casi de inmediato, ese zumbido--una abeja tal vez; la mosca que, enloquecida, da vueltas dentro de su propio frasco.
--Corrí --dice--, sin saber por qué. Corrí como loca. Corrí, yo que nunca corro.
Este es el momento en que yo me llevo la diminuta taza a la boca y, por segundos apenas, el aroma a jazmín me hace pensar en las calles estrechas del barrio chino de San Francisco. Bajo la vista. Guardo silencio. La espero.
--Y empecé a gritar --susurra--. ¿Se imagina?
Le digo que sí, que me resulta fácil imaginar eso. Una mujer que grita en la calle, pidiendo auxilio.
--Pero no había nada cerca de mí o detrás. Nadie. Hasta los fantasmas debieron pensar que estaba loca.
Supongo que a ella eso le preocupa. Esto: dar la apariencia de estar loca. Supongo que a una mujer que tiene la delicadeza y el buen gusto de escoger el tipo de tazas en las que ahora tomamos este té delicioso, este té traído, con toda seguridad, del oriente, en pesados barcos fantasmáticos, le debe preocupar lo que los vivos y los muertos piensen de su estado mental. De su normalidad.
--¿Y entonces sobrevino el ataque?
La mujer se detiene. El mundo se detiene. Suspendida, la taza parece un ingrávido objeto surrealista en el centro de la habitación.
--Sobrevenir --murmura--. Qué bonita palabra.
Parpadeo. No puedo evitar la sonrisa. Si no estuviera tratando de obtener información sobre los ataques de la Mujer Vampiro, la Verídica, seguramente me detendría a considerar todas y cada una de las posibilidades de uso y desuso del sobrevenir, ese verbo. Lo enunciaría con ella una y otra vez hasta que la carcajada se volviera batiente y nada en el mundo importara, nada, excepto la palabra misma. Haría eso y más, estoy segura, pero tengo una misión. Soy presa de una curiosidad.
--El ruido --dice--, el sonido me rodeó. Un batir de alas o de tela. Eso parecía aquello. Golpes que no dolían, ¿me explico? Una gran turbación. Un no saber qué estaba pasando. Todo negro. Y, luego, todo más negro aún.
Está tratando de recordar. Ve hacia la pared y ve el parque. Se ve caminar y, luego, correr, y trata de ver más allá. Su contexto. Un rato después se da por vencida.
--Luego ya no supe --concluye.
Sobre el rojo damasco del sofá, la mujer se queda quieta, aún más. Su brazo izquierdo: una lápida de yeso. Su cuello: vendas blancas alrededor. Sus mejillas: rasguños, moretones, inflamación. Me ve verla.
--¿Tuve suerte, verdad? --parece que pregunta pero en realidad lo afirma. Parpadeo de nueva cuenta. Asiento. Sobrevenir, qué bonita palabra. Analgésico. Jazmín. Barco. La cabeza, de repente, llena de sustantivos. Esta vez corrió con suerte, sin duda. Pero eso, por pudor, porque el aroma del té ya me lleva hacia las 5 de la tarde de un país sin nombre, porque sí, no se lo digo.
--crg
Tuesday, June 28, 2005
LA MELANCOLÍA DE LA NUBE QUE SE VUELVE, AHORA MISMO, BRUMA
La escritura daña, se sabe. Uno es una persona antes de escrbir, y otra completamente distinta, otra ya dañada, cuando lo hace. Mientras lo hace. No hay escapatoria, eso también lo sé.
Escribir me hace creer, por ejemplo, que las cartas que firma un anónimo y algo desquiciado alguien que se hace llamar La Mujer Vampiro, La Verídica, existen. Escribir me obliga a leer esos textos con sumo cuidado, sin sentido de saciedad. Entre líneas. Escribir me hace pensar en ella y, luego, me hace olvidarla sólo para tener el placer de creer que, cuando la recuerdo, ella existe por primera vez. Escribir me hace pensar que lo que veo frente a mí es un cadáver y que el ruido que escucho son sus pasos, alejándose. Escribir me induce a marcar el número telefónico de la policía local creyendo, verdaderamente, que aquí se ha cometido un crimen.
Aquí se ha cometido un crimen.
Escribir lo sabe.
El hombre de mirada vidriosa se asoma a mi oficina y escribir me dice que la busca todavía. Él dice, entonces, justo en ese momento:
--La busco todavía --y yo sonrío, satisfecha.
Y porque necesito aire y hoy se ha cometido un crimen aquí, en la escritura, que es el mundo, lo invito a caminar bajo los oyameles. La melancolía de los días grises. Ah. Eso. Y la melancolía de las ramas que, verdes y opacas, se comban sobre las cabezas. Y la melancolía de los pasos, uno tras otro. Uno tras otros.
--Es un día gris --murmura, sabiendo que él y yo lo sabemos, pero que el lector necesita saberlo junto con nosotros. La complicidad. La convención. El escurrimiento del lenguaje.
--Sí --contesto, sin mirarlo, porque, después o antes de todo, lo conozco bien. Es mi personaje, es el personaje que yo creo independientemente de que un hombre de mirada vidriosa, de mirada sulfúrica, esté aquí, bajo el dintel de mi puerta, preguntando por ella.
--Estos días me recuerdan a mi adolescencia --le digo cuando ya estamos afuera, en la inmediación de la montaña, como si lo conociera de toda la vida. Como si le interesara.
La melancolía de la ráfaga y, luego, la melancolía de la escritura que trata, desde entonces, de producir la ráfaga a voluntad, en cualquier lado, a todas horas. Esa imposibilidad. El mundo bajo la ráfaga de aire frío: un vendaval: la adolescencia.
--Va a llover --dice él y asiento. Sus palabras me obligan a ver el cielo.
--¿Y por qué la buscas? --le pregunto. Intrigada de verdad. Intrigada por el cielo.
--Por lo mismo que tú --dice. Como si lo supiera. Como si me conociera. Me pregunto, de reojo, que es como se pregunta uno este tipo de cosas, si ahora yo soy su personaje. Si en este mismo momento me está produciendo.
--Esto es la lluvia --le digo, mostrándole la gota que resbala lentamente, muy lentamente, por el dorso de mi mano. No sé por qué la constatación, que es toda escritura, nos hace reír. Es entonces que corremos ladera abajo, dentro de las palabras "a carcajada batiente", hasta que el aire, que siempre se escapa, no da para más. Hasta que los pulmones. Hasta que las rodillas.
Alguien cae.
El crimen, otra vez.
La silueta sobre el pavimento.
Lo que está frente a los ojos pero los ojos no saben, no pueden, no quieren ver.
--Tú sabes que los vampiros no existen, ¿cierto? --le pregunto, resollando todavía.
--También tú --asegura. Por razones que todavía no entiendo, por razones que nunca entenderé, le creo.
La melancolía de la nube que se vuelve, ahora mismo, bruma.
--Pero sí se llama Ulises Aldravandi --confieso en voz muy baja--. Y también se llama Xian.
--¿Dónde está? --pregunta y, mucho me temo, suplica. Sus ojos suplican. Él de verdad cree que yo lo sé y por eso suplica--. ¿No te das cuenta que aquí se ha cometido un crimen, Cristina?
No es sino hasta que me sacude, literalmente, que empiezo a entender. Aquí, en la ladera de la montaña, rodeados de oyameles y balidos, dentro de las palabras "no hay tal lugar", hay un hombre que me sacude los hombros y yo empiezo a entender: La escritura daña: Nada tiene solución.
--crg
La escritura daña, se sabe. Uno es una persona antes de escrbir, y otra completamente distinta, otra ya dañada, cuando lo hace. Mientras lo hace. No hay escapatoria, eso también lo sé.
Escribir me hace creer, por ejemplo, que las cartas que firma un anónimo y algo desquiciado alguien que se hace llamar La Mujer Vampiro, La Verídica, existen. Escribir me obliga a leer esos textos con sumo cuidado, sin sentido de saciedad. Entre líneas. Escribir me hace pensar en ella y, luego, me hace olvidarla sólo para tener el placer de creer que, cuando la recuerdo, ella existe por primera vez. Escribir me hace pensar que lo que veo frente a mí es un cadáver y que el ruido que escucho son sus pasos, alejándose. Escribir me induce a marcar el número telefónico de la policía local creyendo, verdaderamente, que aquí se ha cometido un crimen.
Aquí se ha cometido un crimen.
Escribir lo sabe.
El hombre de mirada vidriosa se asoma a mi oficina y escribir me dice que la busca todavía. Él dice, entonces, justo en ese momento:
--La busco todavía --y yo sonrío, satisfecha.
Y porque necesito aire y hoy se ha cometido un crimen aquí, en la escritura, que es el mundo, lo invito a caminar bajo los oyameles. La melancolía de los días grises. Ah. Eso. Y la melancolía de las ramas que, verdes y opacas, se comban sobre las cabezas. Y la melancolía de los pasos, uno tras otro. Uno tras otros.
--Es un día gris --murmura, sabiendo que él y yo lo sabemos, pero que el lector necesita saberlo junto con nosotros. La complicidad. La convención. El escurrimiento del lenguaje.
--Sí --contesto, sin mirarlo, porque, después o antes de todo, lo conozco bien. Es mi personaje, es el personaje que yo creo independientemente de que un hombre de mirada vidriosa, de mirada sulfúrica, esté aquí, bajo el dintel de mi puerta, preguntando por ella.
--Estos días me recuerdan a mi adolescencia --le digo cuando ya estamos afuera, en la inmediación de la montaña, como si lo conociera de toda la vida. Como si le interesara.
La melancolía de la ráfaga y, luego, la melancolía de la escritura que trata, desde entonces, de producir la ráfaga a voluntad, en cualquier lado, a todas horas. Esa imposibilidad. El mundo bajo la ráfaga de aire frío: un vendaval: la adolescencia.
--Va a llover --dice él y asiento. Sus palabras me obligan a ver el cielo.
--¿Y por qué la buscas? --le pregunto. Intrigada de verdad. Intrigada por el cielo.
--Por lo mismo que tú --dice. Como si lo supiera. Como si me conociera. Me pregunto, de reojo, que es como se pregunta uno este tipo de cosas, si ahora yo soy su personaje. Si en este mismo momento me está produciendo.
--Esto es la lluvia --le digo, mostrándole la gota que resbala lentamente, muy lentamente, por el dorso de mi mano. No sé por qué la constatación, que es toda escritura, nos hace reír. Es entonces que corremos ladera abajo, dentro de las palabras "a carcajada batiente", hasta que el aire, que siempre se escapa, no da para más. Hasta que los pulmones. Hasta que las rodillas.
Alguien cae.
El crimen, otra vez.
La silueta sobre el pavimento.
Lo que está frente a los ojos pero los ojos no saben, no pueden, no quieren ver.
--Tú sabes que los vampiros no existen, ¿cierto? --le pregunto, resollando todavía.
--También tú --asegura. Por razones que todavía no entiendo, por razones que nunca entenderé, le creo.
La melancolía de la nube que se vuelve, ahora mismo, bruma.
--Pero sí se llama Ulises Aldravandi --confieso en voz muy baja--. Y también se llama Xian.
--¿Dónde está? --pregunta y, mucho me temo, suplica. Sus ojos suplican. Él de verdad cree que yo lo sé y por eso suplica--. ¿No te das cuenta que aquí se ha cometido un crimen, Cristina?
No es sino hasta que me sacude, literalmente, que empiezo a entender. Aquí, en la ladera de la montaña, rodeados de oyameles y balidos, dentro de las palabras "no hay tal lugar", hay un hombre que me sacude los hombros y yo empiezo a entender: La escritura daña: Nada tiene solución.
--crg
LA INQUIETANTE (E INTERNACIONAL) SEMANA DE LAS MUJERES BARBUDAS
(publicado en la revista Tentación, Sábado 25 de Junio, 2005)
Se trata de desmarcar el vello facial, apropiándoselo de formas lúdicas, inesperadas.Se trata de desmarcar el género, volviéndolo tan flexible y cambiante como es.Se trata de ser otro de otra de otro de otra.
Se trata de hacer una travesura.Se trata de pasársela bien.
Mujeres (y hombres) de todas las edades se pusieron las barbas para producirse como otros: para mirarse con asombro: para cruzar definiciones de género: para convertirse en tu espejo empañado: para ser monstruosas (y para dejar de serlo): para preguntarte ¿qué es ser hombre?, ¿qué es ser mujer?, ¿qué es ser otro?: para celebrar cierta masculinidad propia (y cierta ajena): para dar la cara (aunque de una forma oblicua): para echar relajo: para fugarse de la biología: para ocultar el rostro (y la mano aquella que tira la piedra): para jugar dominó (una tarde) como si lo importante fueran las fichas: para contribuir a la incesante propagación de géneros: para guiñar el ojo izquierdo (con arrebatadora feminidad): para trastocar (que es, como todos saben, tocar con un tras) la realidad de un gesto: para ver por la ventana como quien ve más allá: para jugar (en serio): para mesarse (ergo) la barba: para vernos la cara (y a la cara también): para tener un (v)ello día de Tijuana a Guadalajara, de la Ciudad de México a Madrid, de Ciudad Juárez a Hermosillo pasando por las Tierras Altas: para confirmar que “así quedó por desobedecer a sus padres, a la ley, a sí misma”, para que la escritura se vuelva imagen (y viceversa): para que el cuerpo, como la escritura, viva en colindancia perpetua.
IRREVERENTE: ENIGMÁTICA: PARADÓJICA: DESOBEDIENTE: INTERNACIONAL
Hay antecedentes, por supuesto. Julia Pastrana, originalmente del noroeste de México y, luego, hace más de un siglo, de circos europeos y rusos. La sensata mujer barbuda de Saboteur, la película de Alfred Hitchcock. El famosísimo y de verdad inquietante óleo que José de Ribera (1591-1652) hizo de la mujer barbuda que amamanta a su hijo (y que ahora se encuentra, según ciertos informes, en Toledo). La sensual bigotona de El lado oscuro del corazón, la película que Eliseo Subiela hizo en 1992.
INAUDITA, CÓMICA-MÁGICO-MUSICAL, FRESCA, EMINENTEMENTE POLÍTICA
Así hasta llegar a la Ciudad de México, a la Casa Refugio Citlaltepetl, donde se encontraron: mujeres barbudas y barbonas: poetas, ensayistas, dramaturgas, novelistas, fotógrafas, profesoras, cuentistas, performanceras y periodistas: imágenes fotográficas, internéticas, videograbadas, textuales de mujeres tras-tocadas: hombres barbados: algunos performance de pelos: una escena de Plagio de Palabras, la obra de Elena Guiochins. VK Vodka Kick.
LÚDICA, CRÍTICA, ALERTA, FESTIVA, DESFACHATADA, ESCANDALOSA
Así hasta cubrir las paredes de la ciudad con las fotografías barbadas: todas juntas y todas a la vez: una intervención urba(rba)na.
Por todo eso y, por supuesto, también nada más porque sí, una semana para hablar en otros tonos acerca de las múltiples maneras en que producimos la materialidad de nuestros cuerpos y sus prácticas cotidianas—sus horizontes expansivos, sus abismos de tres filos, su fugacidad, sus crímenes, su no-cesar, sus obstáculos, su más-allá.
Y SI UNA MUJER SE PONE LA BARBA, ¿MUESTRA SU VERDADERO ROSTRO?
--crg
(publicado en la revista Tentación, Sábado 25 de Junio, 2005)
Se trata de desmarcar el vello facial, apropiándoselo de formas lúdicas, inesperadas.Se trata de desmarcar el género, volviéndolo tan flexible y cambiante como es.Se trata de ser otro de otra de otro de otra.
Se trata de hacer una travesura.Se trata de pasársela bien.
Mujeres (y hombres) de todas las edades se pusieron las barbas para producirse como otros: para mirarse con asombro: para cruzar definiciones de género: para convertirse en tu espejo empañado: para ser monstruosas (y para dejar de serlo): para preguntarte ¿qué es ser hombre?, ¿qué es ser mujer?, ¿qué es ser otro?: para celebrar cierta masculinidad propia (y cierta ajena): para dar la cara (aunque de una forma oblicua): para echar relajo: para fugarse de la biología: para ocultar el rostro (y la mano aquella que tira la piedra): para jugar dominó (una tarde) como si lo importante fueran las fichas: para contribuir a la incesante propagación de géneros: para guiñar el ojo izquierdo (con arrebatadora feminidad): para trastocar (que es, como todos saben, tocar con un tras) la realidad de un gesto: para ver por la ventana como quien ve más allá: para jugar (en serio): para mesarse (ergo) la barba: para vernos la cara (y a la cara también): para tener un (v)ello día de Tijuana a Guadalajara, de la Ciudad de México a Madrid, de Ciudad Juárez a Hermosillo pasando por las Tierras Altas: para confirmar que “así quedó por desobedecer a sus padres, a la ley, a sí misma”, para que la escritura se vuelva imagen (y viceversa): para que el cuerpo, como la escritura, viva en colindancia perpetua.
IRREVERENTE: ENIGMÁTICA: PARADÓJICA: DESOBEDIENTE: INTERNACIONAL
Hay antecedentes, por supuesto. Julia Pastrana, originalmente del noroeste de México y, luego, hace más de un siglo, de circos europeos y rusos. La sensata mujer barbuda de Saboteur, la película de Alfred Hitchcock. El famosísimo y de verdad inquietante óleo que José de Ribera (1591-1652) hizo de la mujer barbuda que amamanta a su hijo (y que ahora se encuentra, según ciertos informes, en Toledo). La sensual bigotona de El lado oscuro del corazón, la película que Eliseo Subiela hizo en 1992.
INAUDITA, CÓMICA-MÁGICO-MUSICAL, FRESCA, EMINENTEMENTE POLÍTICA
Así hasta llegar a la Ciudad de México, a la Casa Refugio Citlaltepetl, donde se encontraron: mujeres barbudas y barbonas: poetas, ensayistas, dramaturgas, novelistas, fotógrafas, profesoras, cuentistas, performanceras y periodistas: imágenes fotográficas, internéticas, videograbadas, textuales de mujeres tras-tocadas: hombres barbados: algunos performance de pelos: una escena de Plagio de Palabras, la obra de Elena Guiochins. VK Vodka Kick.
LÚDICA, CRÍTICA, ALERTA, FESTIVA, DESFACHATADA, ESCANDALOSA
Así hasta cubrir las paredes de la ciudad con las fotografías barbadas: todas juntas y todas a la vez: una intervención urba(rba)na.
Por todo eso y, por supuesto, también nada más porque sí, una semana para hablar en otros tonos acerca de las múltiples maneras en que producimos la materialidad de nuestros cuerpos y sus prácticas cotidianas—sus horizontes expansivos, sus abismos de tres filos, su fugacidad, sus crímenes, su no-cesar, sus obstáculos, su más-allá.
Y SI UNA MUJER SE PONE LA BARBA, ¿MUESTRA SU VERDADERO ROSTRO?
--crg
Sunday, June 26, 2005
LÍNEAS HUÉRFANAS
Tal vez todo se deba a que, cuando empecé a escribir, lo hacía en una máquina Olivetti, la Lettera 33, cuerpo gris teclas blancas. Tal vez el hecho esté relacionado a que, en aquel entonces, el aspecto final de la cuartilla era siempre una sorpresa. Uno jalaba la hoja del extremo superior y, alas, después de ese angustiante chirrido del rodillo, ahí estaba, hecha a su manera, siempre inédita. Para los que sólo han escrito en la pantalla debe resultar impensable lo que se hacía en aquellos tiempos: uno empezaba a teclear y no había manera de saber, con anticipación, dónde iba a quedar, o si iba a quedar, la cita de pie de página o cuándo se iba a cortar un párrafo. Así, por eso, debido a la sopresa con que se terminaba a sí misma una cuartilla, quedaban tantas líneas huérfanas.
Las líneas huérfanas siempre me molestaron. Verlas ahí, tan solas, tan exahustas, tan quién-sabe-cómo al inicio de una nueva hoja, me producía sentimientos encontrados. Era capaz de volver a "pasar a máquina" (como se decía entonces) toda una cuartilla, y de añadir dos o tres oraciones que poco o casi nada tenían que ver con el original, con tal de evitarlas. La de ideas que no se produjeron a último minuto, forzadas por este proceso aritificial. ¡La cantidad de palabras de relleno también!
El caso es que ahora que todo se puede predecir y medir con sólo presionar teclas que lo organizan todo automáticamente, las extraño. Ay, las huérfanas. Estos textos que empiezan donde deben y terminan donde ya está prescrito me producen un extraño desasosiego--ese estado no del todo desagradable y sin embargo muy molesto que se origina cuando las cosas son lo que se suponen que deben de ser. Nada tan aburrido, lo digo de todo corazón, como el deber ser que se honra a sí mismo a través de sus reglas. Nada tan decepcionante como lo esperado.
Supongo que le debo a ese extraño desasosiego este ejercicio privado: tengo tiempo coleccionando líneas huérfanas en un Orfanatorio Privado. Sucede así: basta con que el párrafo se corte inesperadamente al final de una hoja-pantalla para que, con ayuda del cut&paste, vaya el raudo y feliz cursor a salvar a la línea huérfana como si estuviera a punto de ahogarse o de sucumbir. Esa línea (usualmente corta por cortada) va a parar entonces al Textual Orfanatorio--un archivo sin otro sentido más que el servir de refugio a mis líneas huérfanas. Sin padre, sin madre, sin perro que les ladre, sin sentido, sin victoria, sin heroísmo, sin final, sin para qué--todas ellas se liberan de la complitud textual, del pensamiento acabado, en un Orfanatorio verdaderamente precario.
En honor a la imperfección. Para tratar de hacer una réplica del verbo, que sí existe, desembonar. Porque donde no hay grieta todo está completo y si todo está completo entonces no puedo respirar. Para recontextualizar y descontextualizar. Para honrar al residuo. Nada más porque sí.
Las líneas huérfanas no encuentran en ese archivo ni sosiego ni sentido, pero pueden existir, en cuanto tal, sin traicionarse, ahí.
--crg
Tal vez todo se deba a que, cuando empecé a escribir, lo hacía en una máquina Olivetti, la Lettera 33, cuerpo gris teclas blancas. Tal vez el hecho esté relacionado a que, en aquel entonces, el aspecto final de la cuartilla era siempre una sorpresa. Uno jalaba la hoja del extremo superior y, alas, después de ese angustiante chirrido del rodillo, ahí estaba, hecha a su manera, siempre inédita. Para los que sólo han escrito en la pantalla debe resultar impensable lo que se hacía en aquellos tiempos: uno empezaba a teclear y no había manera de saber, con anticipación, dónde iba a quedar, o si iba a quedar, la cita de pie de página o cuándo se iba a cortar un párrafo. Así, por eso, debido a la sopresa con que se terminaba a sí misma una cuartilla, quedaban tantas líneas huérfanas.
Las líneas huérfanas siempre me molestaron. Verlas ahí, tan solas, tan exahustas, tan quién-sabe-cómo al inicio de una nueva hoja, me producía sentimientos encontrados. Era capaz de volver a "pasar a máquina" (como se decía entonces) toda una cuartilla, y de añadir dos o tres oraciones que poco o casi nada tenían que ver con el original, con tal de evitarlas. La de ideas que no se produjeron a último minuto, forzadas por este proceso aritificial. ¡La cantidad de palabras de relleno también!
El caso es que ahora que todo se puede predecir y medir con sólo presionar teclas que lo organizan todo automáticamente, las extraño. Ay, las huérfanas. Estos textos que empiezan donde deben y terminan donde ya está prescrito me producen un extraño desasosiego--ese estado no del todo desagradable y sin embargo muy molesto que se origina cuando las cosas son lo que se suponen que deben de ser. Nada tan aburrido, lo digo de todo corazón, como el deber ser que se honra a sí mismo a través de sus reglas. Nada tan decepcionante como lo esperado.
Supongo que le debo a ese extraño desasosiego este ejercicio privado: tengo tiempo coleccionando líneas huérfanas en un Orfanatorio Privado. Sucede así: basta con que el párrafo se corte inesperadamente al final de una hoja-pantalla para que, con ayuda del cut&paste, vaya el raudo y feliz cursor a salvar a la línea huérfana como si estuviera a punto de ahogarse o de sucumbir. Esa línea (usualmente corta por cortada) va a parar entonces al Textual Orfanatorio--un archivo sin otro sentido más que el servir de refugio a mis líneas huérfanas. Sin padre, sin madre, sin perro que les ladre, sin sentido, sin victoria, sin heroísmo, sin final, sin para qué--todas ellas se liberan de la complitud textual, del pensamiento acabado, en un Orfanatorio verdaderamente precario.
En honor a la imperfección. Para tratar de hacer una réplica del verbo, que sí existe, desembonar. Porque donde no hay grieta todo está completo y si todo está completo entonces no puedo respirar. Para recontextualizar y descontextualizar. Para honrar al residuo. Nada más porque sí.
Las líneas huérfanas no encuentran en ese archivo ni sosiego ni sentido, pero pueden existir, en cuanto tal, sin traicionarse, ahí.
--crg
Saturday, June 25, 2005
¿SOLO PARA ESO DA TU IMAGINACIÓN?
Me gustaría, Cristina, de verdad, que fuera así de sencillo, escribe, a mano, en una carta que ha traído un mensajero muy joven esta mañana de lluvia hasta mi casa.
--¿Quiere que le diga algo? --me ha preguntado antes de darse la media vuelta y salir, titubeando.
--No --le dije, titubeando también, incierta--. Nada.
Me gustaría que bastara con oír ese ruido de voces en la calle, con levantarse, con correr una cortina. Me gustaría que bastara con la pena ajena, la vergüenza propia, el dolor de los otros, la misericordia, el placer. Me gustaría, de verdad, que todo eso fuera suficiente. También a mí me enternecen esas cosas, te lo juro.
Quisiera decir que lo escribe con pesar, pero mucho me temo que eso no es cierto.
¿Y qué creías? Sales corriendo, espantada, con la convicción, según leo en tu blog, de que no verás algo así en tu vida. Insisto: ¿Qué creías entonces? ¿Qué te imaginabas?
Ser vampiro tiene sus privilegios, Cristina: escribe, y lo noto en esta oración apenas, en esa letra pequeñísima y firme que, en tinta marrón, atraviesa lahoja de papel cuadriculado. :la soledad, por ejemplo. Tú, que escribes,debes saberlo. Debes saber qué preciosa, qué necesaria, qué difícil de retener es: la soledad. Su gozo. Su extrema libertad. Este aire que yo elijo. Y el espacio que llena.
Quisiera creer que miente, pero mucho me temo que eso no es cierto.
(Esta es una carta escrita desde la soledad. Lo entiendo así. La magnífica).
No puedo ver la luz del día, efectivamente, pero la noche me pertenece. No soy capaz, como dices, de “bañarme de luz, respirar la luz, lagrimear la luz” pero añorar la luz puede ser igual o más poderoso. ¿Lo habías pensado? Lo que importa, en todo caso, querida Cristina, es la relación con eso, con la luz. Lo que importa es el deseo. Su intensidad. Su arraigo.
Quisiera creer que falsea, pero mucho me temo que eso no es cierto. ¿O es cierto?
Aquí hubo una cortina de pesado terciopelo.
Detrás de la cortina hubo un perfil—delicado, impensable, femenino.
Detrás del perfil, muchos años.
Aquí hubo señuelo.
¿Sólo para eso da tu imaginación?, pregunta, después de lo que pareciera ser un largo silencio. Un silencio atravesado de bruma. ¿La oigo correr ahora?¿Son esos los piquetes de sus pasos sobre el pavimento? ¿Sólo de esa manera--normal, terrestre, diurna--puede soportarme tu imaginación? Veo que no nos hemos entendido. ¿Y la respiración que se trasmina por debajo de la puerta es un castillo que se derrumba? Veo que no nos entenderemos. ¿Está aquí, detrás mío, espiando lo que leo, que son sus letras, que es su tinta, su reticencia, sobre la parte posterior de mi hombro izquierdo? ¿Está en los lados de la lluviosa mañana gris y, luego entonces, ha sucumbido?¿Sobrevuela su propio desastre como un pelícano sin dirección? ¿Ha caído?¿Está cayendo? Veo tu deseo, Cristina, que es aniquilarme.
Aquí hubo una pesada cortina de terciopelo.
Un perfil.
Un señuelo de escrituras íntimas.
Aquí está todavía el dónde, el cuándo, el cómo una cortina se cierra.
(¿Pero es verdad que, reacia, se cierra la cortina?)
La mujer soslaya la sospecha suspendida.
No es para tanto el día, querida. Los árboles crecen en el día. Los animales despiertan en el día. Los hombres. Las mujeres. Se hacen en sus días. Pero el día puede ser también el pliegue donde se suspende, de soslayo, la sospecha. Yo soy el despojo. ¿Y si esto fuera un castillo? ¿Y si fueras tú la que no necesitara la luz?
Afuera: la llovizna.
El verano se inicia así: con la llovizna. Todo es gris. Recuerdo que el bosque alrededor de todo esto, que es el gris, se llama Lutavia. En Lutavia hay reuniones secretas que congregan, en lugares y fechas desconocidas, a hombres y mujeres que no pertenecen a nada. Recuerdo su primera misiva. ¿Y si yo fuera la que precisara de oscuridad?
El mensajero, que regresa con toda seguridad de Lutavia, insiste: ¿Quiere que le diga algo?
Yo insisto: No, nada.
Y veo el cadáver una vez más. Y juro que no volveré a ver algo así en mi vida. Y me pregunto, sin poder dejar de temblar, cuál de las dos no puede salir de la oscuridad.
--crg
Me gustaría, Cristina, de verdad, que fuera así de sencillo, escribe, a mano, en una carta que ha traído un mensajero muy joven esta mañana de lluvia hasta mi casa.
--¿Quiere que le diga algo? --me ha preguntado antes de darse la media vuelta y salir, titubeando.
--No --le dije, titubeando también, incierta--. Nada.
Me gustaría que bastara con oír ese ruido de voces en la calle, con levantarse, con correr una cortina. Me gustaría que bastara con la pena ajena, la vergüenza propia, el dolor de los otros, la misericordia, el placer. Me gustaría, de verdad, que todo eso fuera suficiente. También a mí me enternecen esas cosas, te lo juro.
Quisiera decir que lo escribe con pesar, pero mucho me temo que eso no es cierto.
¿Y qué creías? Sales corriendo, espantada, con la convicción, según leo en tu blog, de que no verás algo así en tu vida. Insisto: ¿Qué creías entonces? ¿Qué te imaginabas?
Ser vampiro tiene sus privilegios, Cristina: escribe, y lo noto en esta oración apenas, en esa letra pequeñísima y firme que, en tinta marrón, atraviesa lahoja de papel cuadriculado. :la soledad, por ejemplo. Tú, que escribes,debes saberlo. Debes saber qué preciosa, qué necesaria, qué difícil de retener es: la soledad. Su gozo. Su extrema libertad. Este aire que yo elijo. Y el espacio que llena.
Quisiera creer que miente, pero mucho me temo que eso no es cierto.
(Esta es una carta escrita desde la soledad. Lo entiendo así. La magnífica).
No puedo ver la luz del día, efectivamente, pero la noche me pertenece. No soy capaz, como dices, de “bañarme de luz, respirar la luz, lagrimear la luz” pero añorar la luz puede ser igual o más poderoso. ¿Lo habías pensado? Lo que importa, en todo caso, querida Cristina, es la relación con eso, con la luz. Lo que importa es el deseo. Su intensidad. Su arraigo.
Quisiera creer que falsea, pero mucho me temo que eso no es cierto. ¿O es cierto?
Aquí hubo una cortina de pesado terciopelo.
Detrás de la cortina hubo un perfil—delicado, impensable, femenino.
Detrás del perfil, muchos años.
Aquí hubo señuelo.
¿Sólo para eso da tu imaginación?, pregunta, después de lo que pareciera ser un largo silencio. Un silencio atravesado de bruma. ¿La oigo correr ahora?¿Son esos los piquetes de sus pasos sobre el pavimento? ¿Sólo de esa manera--normal, terrestre, diurna--puede soportarme tu imaginación? Veo que no nos hemos entendido. ¿Y la respiración que se trasmina por debajo de la puerta es un castillo que se derrumba? Veo que no nos entenderemos. ¿Está aquí, detrás mío, espiando lo que leo, que son sus letras, que es su tinta, su reticencia, sobre la parte posterior de mi hombro izquierdo? ¿Está en los lados de la lluviosa mañana gris y, luego entonces, ha sucumbido?¿Sobrevuela su propio desastre como un pelícano sin dirección? ¿Ha caído?¿Está cayendo? Veo tu deseo, Cristina, que es aniquilarme.
Aquí hubo una pesada cortina de terciopelo.
Un perfil.
Un señuelo de escrituras íntimas.
Aquí está todavía el dónde, el cuándo, el cómo una cortina se cierra.
(¿Pero es verdad que, reacia, se cierra la cortina?)
La mujer soslaya la sospecha suspendida.
No es para tanto el día, querida. Los árboles crecen en el día. Los animales despiertan en el día. Los hombres. Las mujeres. Se hacen en sus días. Pero el día puede ser también el pliegue donde se suspende, de soslayo, la sospecha. Yo soy el despojo. ¿Y si esto fuera un castillo? ¿Y si fueras tú la que no necesitara la luz?
Afuera: la llovizna.
El verano se inicia así: con la llovizna. Todo es gris. Recuerdo que el bosque alrededor de todo esto, que es el gris, se llama Lutavia. En Lutavia hay reuniones secretas que congregan, en lugares y fechas desconocidas, a hombres y mujeres que no pertenecen a nada. Recuerdo su primera misiva. ¿Y si yo fuera la que precisara de oscuridad?
El mensajero, que regresa con toda seguridad de Lutavia, insiste: ¿Quiere que le diga algo?
Yo insisto: No, nada.
Y veo el cadáver una vez más. Y juro que no volveré a ver algo así en mi vida. Y me pregunto, sin poder dejar de temblar, cuál de las dos no puede salir de la oscuridad.
--crg
Friday, June 24, 2005
NO QUIERO VOLVER A VER ALGO ASÍ EN MI VIDA
Al inicio pensé que se trataba de una bolsa de basura o de la rama húmeda de un árbol. Luego, a medida que me aproximaba, tuve que aceptar que no reconocía la forma de lo que tenía frente a mí. No fue sino hasta después, hasta que cerré los ojos, que pude rehacer, desde la oscuridad de la imaginación, lo que acababa de vislumbrar en la oscuridad del mundo.
Había salido tarde de una reunión y me dirigía, caminando, a casa. Pensaba en cosas imposibles mientras tarareaba una canción de Leonard Cohen. Pateaba piedras. Veía las ramas de los eucaliptos. Aspiraba el sosegado ambiente nocturno. Me sentía libre como la adolescente que ya no soy. Creo que fue mientras pensaba eso, mientras pensaba que me sentía libre como la adolescente que no soy, que la silueta se apareció, poco a poco, frente a mí.
Cerré los ojos y dejé de respirar. Eso pasó. Luego recompuse la escena detrás de los párpados y, sin haberlo conseguido del todo, casi de inmediato, los abrí de nueva cuenta. El cuerpo de un hombre dispuesto en ángulos extraños--una mano aquí, una rodilla allá, el cabello enrojecido--continuaba ahí, sin vida, frente a mí. Un cuerpo sobre el pavimento. Quise gritar pero no pude. Un charco de sangre. Quise alejarme. Un rictus de terror. Quise cerrar los ojos otra vez. Un tenis roto. Quise arrojar mi mano hacia su frente, hacia su hombro, hacia sus propias manos, como si el consuelo que es el tacto durante la vida pudiera serlo de igual manera durante la muerte. Un pantalón de mezcilla. Quise pensar. Un cuerpo sobre el pavimento. Quise ver.
¿Era esto entonces?
Mientras marcaba el número teléfonico del departamento de policía alcancé a escuchar el eco de sus tacones. Luego, mientras esperaba una respuesta, identifiqué el aroma turbio de su velocidad. Todavía con el auricular en la oreja traté de saber si se iba ya o si regresaba, despavorida. Cuando llegó la policía sólo estábamos él y yo, ahí, sobre la calle. Su cadáver y su interlocutora. Su espejo. Su materia exprimida. Su alimento y su lectora. Su trituración. Su despojo, su ruina. Su gabazo. El ruido urbano alrededor.
No fue sino hasta que llegué a casa, algunas horas después, que pude vomitar y llorar al mismo tiempo. ¿Así que eso era? Me lo pregunté muchas veces. Frente al refrigerador. A un lado del bote de basura. Bajo los cobertores. A través del vidrio de la cocina. Me lo pregunté en todos lados. Como conocía la respuesta, callé. Para entonces ya había decidido que no quería volver a ver algo así en mi vida.
--crg
Al inicio pensé que se trataba de una bolsa de basura o de la rama húmeda de un árbol. Luego, a medida que me aproximaba, tuve que aceptar que no reconocía la forma de lo que tenía frente a mí. No fue sino hasta después, hasta que cerré los ojos, que pude rehacer, desde la oscuridad de la imaginación, lo que acababa de vislumbrar en la oscuridad del mundo.
Había salido tarde de una reunión y me dirigía, caminando, a casa. Pensaba en cosas imposibles mientras tarareaba una canción de Leonard Cohen. Pateaba piedras. Veía las ramas de los eucaliptos. Aspiraba el sosegado ambiente nocturno. Me sentía libre como la adolescente que ya no soy. Creo que fue mientras pensaba eso, mientras pensaba que me sentía libre como la adolescente que no soy, que la silueta se apareció, poco a poco, frente a mí.
Cerré los ojos y dejé de respirar. Eso pasó. Luego recompuse la escena detrás de los párpados y, sin haberlo conseguido del todo, casi de inmediato, los abrí de nueva cuenta. El cuerpo de un hombre dispuesto en ángulos extraños--una mano aquí, una rodilla allá, el cabello enrojecido--continuaba ahí, sin vida, frente a mí. Un cuerpo sobre el pavimento. Quise gritar pero no pude. Un charco de sangre. Quise alejarme. Un rictus de terror. Quise cerrar los ojos otra vez. Un tenis roto. Quise arrojar mi mano hacia su frente, hacia su hombro, hacia sus propias manos, como si el consuelo que es el tacto durante la vida pudiera serlo de igual manera durante la muerte. Un pantalón de mezcilla. Quise pensar. Un cuerpo sobre el pavimento. Quise ver.
¿Era esto entonces?
Mientras marcaba el número teléfonico del departamento de policía alcancé a escuchar el eco de sus tacones. Luego, mientras esperaba una respuesta, identifiqué el aroma turbio de su velocidad. Todavía con el auricular en la oreja traté de saber si se iba ya o si regresaba, despavorida. Cuando llegó la policía sólo estábamos él y yo, ahí, sobre la calle. Su cadáver y su interlocutora. Su espejo. Su materia exprimida. Su alimento y su lectora. Su trituración. Su despojo, su ruina. Su gabazo. El ruido urbano alrededor.
No fue sino hasta que llegué a casa, algunas horas después, que pude vomitar y llorar al mismo tiempo. ¿Así que eso era? Me lo pregunté muchas veces. Frente al refrigerador. A un lado del bote de basura. Bajo los cobertores. A través del vidrio de la cocina. Me lo pregunté en todos lados. Como conocía la respuesta, callé. Para entonces ya había decidido que no quería volver a ver algo así en mi vida.
--crg
Thursday, June 23, 2005
ULYSSE, ALUMBRADA
Debe ser algo así:
Hay una ambulancia que transita, roja, la avenida. Y el grito, y el eco del grito, y el grito del eco del eco, la persiguen con su endecha brutal. Esto es una alarma. Ulises acaricia la cera, calentándola. Esto es una garganta que se esparce. Y la cabellera de la sirena (bandera) (llamarada horizontal) (cosa que vuela sin rumbo) es una orquesta. Una acumulación de sonidos. Boulez dirige la ambulancia con un gesto huérfano. Un gesto sin brazo ni vientre ni pelo. Atonal. La cera en el escenario que forman las yemas del dedo medio y el pulgar. Suave como un recién cadáver, sin voluntad: la cera. Suave como un hombre al que se le dice: eres suave. Ulises, que no es Ulises Aldravandi, y que pasea dentro del cíclope de la alarma atemporal, se quita la oreja y, a través del tímpano desnudo, del tímpano que es una membrana de hondos vagidos, el rumor se inmiscuye. Entra.
Afuera: la cera que es un cuerpo: se derrite: bajo el paraguas solar: resbala
la sirena: un puro tañido espinoso: la daga sobre la que camino:
La ambulancia: su orquesta: un rojo hexagonal.
Afuera, bajo la luz, tú: segunda persona del singular.
La mujer abre las palmas de las manos y las palmas de los dientes y las palmas de los vellos, y las lanza, a todas las palmas, todas abiertas, desde debajo del arco trémulo de una iglesia, hacia el cielo. Un mediodía.
Se baña de luz. Respira la luz. Lagrimea la luz.
De entre las páginas del libro de 1602 surgen—trepidantes, alucinógenos, minuciosos—los insectos de agua dulce, los insectos de tierra, los insectos de todos estos siglos. Una clasificación.
Ulises, que no es Ulises Aldravandi. Que no será.
Podría ser algo así:
Esto es, querido mío, la falsedad.
Es algo así:
La segunda tentativa sobre lo que una vampira hace con la luz (acción que la convierte, como es de suponerse, en una ex-vampira) o la luz que, tentativa, se aproxima al sujeto, que puede ser la misma vampira u otra, pero que indudablemente abre la cortina. Y estalla: la luz, el sujeto, la cortina. La mirada. Así.
--crg
Debe ser algo así:
Hay una ambulancia que transita, roja, la avenida. Y el grito, y el eco del grito, y el grito del eco del eco, la persiguen con su endecha brutal. Esto es una alarma. Ulises acaricia la cera, calentándola. Esto es una garganta que se esparce. Y la cabellera de la sirena (bandera) (llamarada horizontal) (cosa que vuela sin rumbo) es una orquesta. Una acumulación de sonidos. Boulez dirige la ambulancia con un gesto huérfano. Un gesto sin brazo ni vientre ni pelo. Atonal. La cera en el escenario que forman las yemas del dedo medio y el pulgar. Suave como un recién cadáver, sin voluntad: la cera. Suave como un hombre al que se le dice: eres suave. Ulises, que no es Ulises Aldravandi, y que pasea dentro del cíclope de la alarma atemporal, se quita la oreja y, a través del tímpano desnudo, del tímpano que es una membrana de hondos vagidos, el rumor se inmiscuye. Entra.
Afuera: la cera que es un cuerpo: se derrite: bajo el paraguas solar: resbala
la sirena: un puro tañido espinoso: la daga sobre la que camino:
La ambulancia: su orquesta: un rojo hexagonal.
Afuera, bajo la luz, tú: segunda persona del singular.
La mujer abre las palmas de las manos y las palmas de los dientes y las palmas de los vellos, y las lanza, a todas las palmas, todas abiertas, desde debajo del arco trémulo de una iglesia, hacia el cielo. Un mediodía.
Se baña de luz. Respira la luz. Lagrimea la luz.
De entre las páginas del libro de 1602 surgen—trepidantes, alucinógenos, minuciosos—los insectos de agua dulce, los insectos de tierra, los insectos de todos estos siglos. Una clasificación.
Ulises, que no es Ulises Aldravandi. Que no será.
Podría ser algo así:
Esto es, querido mío, la falsedad.
Es algo así:
La segunda tentativa sobre lo que una vampira hace con la luz (acción que la convierte, como es de suponerse, en una ex-vampira) o la luz que, tentativa, se aproxima al sujeto, que puede ser la misma vampira u otra, pero que indudablemente abre la cortina. Y estalla: la luz, el sujeto, la cortina. La mirada. Así.
--crg
Wednesday, June 22, 2005
LO QUE SE HACE CON LA LUZ
No debiste, escribe en su carta.
No debiste apostarte bajo el balcón ni tirar piedrecillas contra el ventanal (para eso hay timbres, añade, entre paréntesis, en su carta). No debiste gritar: ¡Sal de ahí! Ni hacer como que no notabas a la pequeña multitud que, entusiasmada por tu desacato, intrigada por tus consignas, empezó a congregarse bajo las jacarandas del bulevar.
Porque yo había, efectivamente, buscado su casa. Había caminado bajo sus señas y, después de soñarla—ella dormía, en mi sueño, bajo la luz torrencial del día, ella se tapaba apenas con transparentes sábanas terrenas, ella descansaba, y soñaba a su vez, dentro de su descanso, con la luz, esta luz, que no podía ver pero que sí podía imaginar—había salido yo a toda prisa bajo la luz torrencial que acababa de dejar, sola y atroz, dentro del sueño. Y la había encontrado, como es de suponerse.
Esto es una verdadera tragedia, escribe también, en su carta. Mírate la cara: desvelada, marchita, llena de anticipación.
Y la miro, porque la obedezco. Y constato. Mi cara.
No debiste, insiste, en su carta, dentro de la escritura de su carta. No debiste gritar que miento, que viste la fotografía, que alguien me busca, que soy una ladrona vulgar. Jade. Mancuernillas. Hay cosas que no se gritan, Cristina, y escribe mi nombre como quien levanta una bandera blanca detrás de una colina. Hay cosas que se callan o, mejor aún, que se imaginan. Sólo se imaginan.
Y lo que hago ahora, mientras leo la carta y escribo sobre la carta que leo, es decir, mientras leo y escribo de manera intermitente, de manera interrumpida, de manera intercalada, es imaginar el momento en que ella escribe la carta. Su rostro: marchito, desvelado, lleno de anticipación. Sus fosas nasales: una pura aspiración de cocaína. Sus manos: púrpuras (no sé, de verdad, por qué las veo de color púrpura). Su sonrisa: melancólica y furiosa como la luz que está condenada a imaginar. Sus manos: un clavo en el plexo de cada palma abierta. Sus manos: ah, sus manos. Su nuca: el teatro de una fiebre única. Su confesión:
Soñaba, efectivamente, con la luz. Soñaba con un libro que se abre bajo la solar iridiscencia de un mediodía. Luminosa rampa. Soñaba con la lengua cuando sale de su cavidad—rosa ella, suave ella, desatada. Soñaba con el reflejo que salta del filo de una daga cuando la daga sale, veloz, de las vísceras, diestra, del adentro, ágil, de un sitio denominado espina u oscuridad. Soñaba. Me gusta soñar. No debiste, lo repite insistentemente en su carta, no debiste interrumpir mi melancolía. Mi imposibilidad.
Porque hay una casa en llamas en alguna esquina del encéfalo.
Porque en junio cunde la predicción y mi silla es de madera.
Porque llueve. Porque lloverá. Porque hoy llueve.
Porque los cinco dedos de mi mano izquierda tocan la orilla delgadísima del cielo. Y entonces, el cielo, que es una lengua pavorosa, deja caer del azar los otros cinco dedos.
Porque no sé hablar.
Porque la muda observa sin cesar el agua intranquila de la pecera.
Porque alguien se hunde bajo las mamparas de un texto.
Porque te conozco. Porque no te conozco.
Porque la sirena, que es una sirena que canta desde la ambulancia roja, anuncia tu llegada.
Porque no puedes salir.
Porque no te llamas Xian.
(Todo esto pienso cuando pienso en la melancolía que interrumpo, la imposibilidad que intercalo, la escritura que, intermitente, me lee).
No debiste gritar que soñabas, Cristina. Cuando el ruido de tu congregación me despertó, cuando comprendí que estabas ahí, haciendo un alarde de tus nudos y de tu perfil, cuando te reconocí la voz, no tuve, como nadie la tiene, alternativa. Desperté y, sabiendo que arriesgaba todos mis años, toda mi muerte, toda mi vida, me incorporé. El ruido de las rodillas, tienes razón. La trepidación del respiro. Ah, la lentitud. La magnífica lentitud de ese segundo: corrí poco a poco la pesada cortina. Y cuando me viste, cuando tu ojo rompió, y esto sin cuidado alguno, el candado del vidrio, el nudo de mi propio perfil, no debiste gritar que esto, que esto que sí pasaba, era un sueño. Cristina. No debiste salir corriendo.
Estoy, después de todo, viva.
Y la veo escribir todo esto: un alud sobre el escritorio. Una línea inclinada, o, mejor, quebrada sobre el teclado. La nariz blanca. La mirada horizontal contra la pantalla. Todo en un raro azul que se me antoja calificar, por razones que desconozco, como un azul de metileno. Todo en un tumultuoso silencio lleno de aves despavoridas.
Y no sé, de verdad, qué haré con la luz.
--crg
No debiste, escribe en su carta.
No debiste apostarte bajo el balcón ni tirar piedrecillas contra el ventanal (para eso hay timbres, añade, entre paréntesis, en su carta). No debiste gritar: ¡Sal de ahí! Ni hacer como que no notabas a la pequeña multitud que, entusiasmada por tu desacato, intrigada por tus consignas, empezó a congregarse bajo las jacarandas del bulevar.
Porque yo había, efectivamente, buscado su casa. Había caminado bajo sus señas y, después de soñarla—ella dormía, en mi sueño, bajo la luz torrencial del día, ella se tapaba apenas con transparentes sábanas terrenas, ella descansaba, y soñaba a su vez, dentro de su descanso, con la luz, esta luz, que no podía ver pero que sí podía imaginar—había salido yo a toda prisa bajo la luz torrencial que acababa de dejar, sola y atroz, dentro del sueño. Y la había encontrado, como es de suponerse.
Esto es una verdadera tragedia, escribe también, en su carta. Mírate la cara: desvelada, marchita, llena de anticipación.
Y la miro, porque la obedezco. Y constato. Mi cara.
No debiste, insiste, en su carta, dentro de la escritura de su carta. No debiste gritar que miento, que viste la fotografía, que alguien me busca, que soy una ladrona vulgar. Jade. Mancuernillas. Hay cosas que no se gritan, Cristina, y escribe mi nombre como quien levanta una bandera blanca detrás de una colina. Hay cosas que se callan o, mejor aún, que se imaginan. Sólo se imaginan.
Y lo que hago ahora, mientras leo la carta y escribo sobre la carta que leo, es decir, mientras leo y escribo de manera intermitente, de manera interrumpida, de manera intercalada, es imaginar el momento en que ella escribe la carta. Su rostro: marchito, desvelado, lleno de anticipación. Sus fosas nasales: una pura aspiración de cocaína. Sus manos: púrpuras (no sé, de verdad, por qué las veo de color púrpura). Su sonrisa: melancólica y furiosa como la luz que está condenada a imaginar. Sus manos: un clavo en el plexo de cada palma abierta. Sus manos: ah, sus manos. Su nuca: el teatro de una fiebre única. Su confesión:
Soñaba, efectivamente, con la luz. Soñaba con un libro que se abre bajo la solar iridiscencia de un mediodía. Luminosa rampa. Soñaba con la lengua cuando sale de su cavidad—rosa ella, suave ella, desatada. Soñaba con el reflejo que salta del filo de una daga cuando la daga sale, veloz, de las vísceras, diestra, del adentro, ágil, de un sitio denominado espina u oscuridad. Soñaba. Me gusta soñar. No debiste, lo repite insistentemente en su carta, no debiste interrumpir mi melancolía. Mi imposibilidad.
Porque hay una casa en llamas en alguna esquina del encéfalo.
Porque en junio cunde la predicción y mi silla es de madera.
Porque llueve. Porque lloverá. Porque hoy llueve.
Porque los cinco dedos de mi mano izquierda tocan la orilla delgadísima del cielo. Y entonces, el cielo, que es una lengua pavorosa, deja caer del azar los otros cinco dedos.
Porque no sé hablar.
Porque la muda observa sin cesar el agua intranquila de la pecera.
Porque alguien se hunde bajo las mamparas de un texto.
Porque te conozco. Porque no te conozco.
Porque la sirena, que es una sirena que canta desde la ambulancia roja, anuncia tu llegada.
Porque no puedes salir.
Porque no te llamas Xian.
(Todo esto pienso cuando pienso en la melancolía que interrumpo, la imposibilidad que intercalo, la escritura que, intermitente, me lee).
No debiste gritar que soñabas, Cristina. Cuando el ruido de tu congregación me despertó, cuando comprendí que estabas ahí, haciendo un alarde de tus nudos y de tu perfil, cuando te reconocí la voz, no tuve, como nadie la tiene, alternativa. Desperté y, sabiendo que arriesgaba todos mis años, toda mi muerte, toda mi vida, me incorporé. El ruido de las rodillas, tienes razón. La trepidación del respiro. Ah, la lentitud. La magnífica lentitud de ese segundo: corrí poco a poco la pesada cortina. Y cuando me viste, cuando tu ojo rompió, y esto sin cuidado alguno, el candado del vidrio, el nudo de mi propio perfil, no debiste gritar que esto, que esto que sí pasaba, era un sueño. Cristina. No debiste salir corriendo.
Estoy, después de todo, viva.
Y la veo escribir todo esto: un alud sobre el escritorio. Una línea inclinada, o, mejor, quebrada sobre el teclado. La nariz blanca. La mirada horizontal contra la pantalla. Todo en un raro azul que se me antoja calificar, por razones que desconozco, como un azul de metileno. Todo en un tumultuoso silencio lleno de aves despavoridas.
Y no sé, de verdad, qué haré con la luz.
--crg
Tuesday, June 21, 2005
ESTO NO ES UN ATAQUE PERSONAL CONTRA LAS GAVIOTAS
(publicado en "Hasta Atrás" de la revista Día Siete)
De la misma manera en que toda ave fénix estará siempre asociada al proverbial pantano, el tigre a Borges, y el cisne a las manos del modernista aquel que le torció el cuello, la gaviota se ha convertido en el si ne qua non mismo de las tarjetas de Hallmark. Nada como las dos alas abiertas de la gaviota, como su cuerpo tan blanco, como su abundancia en las costas, para refrendar la sentimentalidad más pueril de finales de siglo XX.
Aclaro: esto no es un ataque personal contra las gaviotas.
Pero basta ver a una pareja caminando por la playa para que aparezca la gaviota que, en su vuelo exhibicionista hacia la cámara, deje en claro que estamos presenciando un Gran Momento Romántico. Cuando los creyentes del New Age elucubran sobre los poderes de la serenidad nunca falta la canónica imagen del océano y, sobre éste, el sello de la gaviota que, en gracil vuelo, corrobora que esto no es una metáfora. Cuando el hijo adolescente sale por primera vez de vacaciones, nada como la benigna fotografía de ese puerto coronado de gaviotas para que los padres se ablanden y manden, con frecuencia de inmediato, el cheque extra o el dinerito de más. Un ojalá que te mejores pronto tiene más posibilidad de convencer, enterneciendo, con gaviota que sin ella.
La gaviota, en otras palabras, no es un ave, es una retórica. Como la moneda, la gaviota es una medida de intercambio de nuestra cursilería más estereotípica. Por eso, cuando no sabemos decir nada amable, en el sentido más amplio de la palabra amable, decimos gaviota.
Aclaro: esto me pasa por ver tanto el cielo.
Pero, de ser un lugar, la gaviota sería el más común de los lugares. Las gaviotas, francamente, son los best-sellers del mundo de las aves—encantadoras, uniformes, inteligibles, fáciles de detectar, amenas. ¡Ay, pero qué bonitas son las gaviotas! Tal como lo demostraron los productores-directores de Buscando a Nemo, las gaviotas son, con sus honrosas excepciones, hambrientas, ruidosas y bastante torpes. Y para rematar: ahí donde el pelícano parece o ave pre-histórica o criatura de ciencia ficción, la gaviota parece real. Peor aún: lo es. La gaviota, en resumen, es un ave bastante media.
Como ya lo dije, y ahora reitero, esto no es un ataque personal contra las gaviotas. Si parece sentida diatriba en contra de la sobrevaloración de este pájaro que, para aquellos que viven en las costas, no pasa de ser o una molestia más bien llevadera o una presencia ante la cual hay que actuar con cierta cansina resignación, valga, pues, la apariencia. El día que una tarjeta de Hallmark muestre a una horda de alharaquientas gaviotas sobrevolando en desorden la acalorada discusión que sostiene a gritos una pareja que ha interrumpido su caminata por la playa, yo retiraré, con todo gusto, lo dicho.
--crg
(publicado en "Hasta Atrás" de la revista Día Siete)
De la misma manera en que toda ave fénix estará siempre asociada al proverbial pantano, el tigre a Borges, y el cisne a las manos del modernista aquel que le torció el cuello, la gaviota se ha convertido en el si ne qua non mismo de las tarjetas de Hallmark. Nada como las dos alas abiertas de la gaviota, como su cuerpo tan blanco, como su abundancia en las costas, para refrendar la sentimentalidad más pueril de finales de siglo XX.
Aclaro: esto no es un ataque personal contra las gaviotas.
Pero basta ver a una pareja caminando por la playa para que aparezca la gaviota que, en su vuelo exhibicionista hacia la cámara, deje en claro que estamos presenciando un Gran Momento Romántico. Cuando los creyentes del New Age elucubran sobre los poderes de la serenidad nunca falta la canónica imagen del océano y, sobre éste, el sello de la gaviota que, en gracil vuelo, corrobora que esto no es una metáfora. Cuando el hijo adolescente sale por primera vez de vacaciones, nada como la benigna fotografía de ese puerto coronado de gaviotas para que los padres se ablanden y manden, con frecuencia de inmediato, el cheque extra o el dinerito de más. Un ojalá que te mejores pronto tiene más posibilidad de convencer, enterneciendo, con gaviota que sin ella.
La gaviota, en otras palabras, no es un ave, es una retórica. Como la moneda, la gaviota es una medida de intercambio de nuestra cursilería más estereotípica. Por eso, cuando no sabemos decir nada amable, en el sentido más amplio de la palabra amable, decimos gaviota.
Aclaro: esto me pasa por ver tanto el cielo.
Pero, de ser un lugar, la gaviota sería el más común de los lugares. Las gaviotas, francamente, son los best-sellers del mundo de las aves—encantadoras, uniformes, inteligibles, fáciles de detectar, amenas. ¡Ay, pero qué bonitas son las gaviotas! Tal como lo demostraron los productores-directores de Buscando a Nemo, las gaviotas son, con sus honrosas excepciones, hambrientas, ruidosas y bastante torpes. Y para rematar: ahí donde el pelícano parece o ave pre-histórica o criatura de ciencia ficción, la gaviota parece real. Peor aún: lo es. La gaviota, en resumen, es un ave bastante media.
Como ya lo dije, y ahora reitero, esto no es un ataque personal contra las gaviotas. Si parece sentida diatriba en contra de la sobrevaloración de este pájaro que, para aquellos que viven en las costas, no pasa de ser o una molestia más bien llevadera o una presencia ante la cual hay que actuar con cierta cansina resignación, valga, pues, la apariencia. El día que una tarjeta de Hallmark muestre a una horda de alharaquientas gaviotas sobrevolando en desorden la acalorada discusión que sostiene a gritos una pareja que ha interrumpido su caminata por la playa, yo retiraré, con todo gusto, lo dicho.
--crg
Monday, June 20, 2005
NO LO DIGO YO, LO DICE LA JORNADA
Reivindican el derecho a desobedecer las intolerancias
Irrespetuoso comienzo de la Semana de las Mujeres Barbudas
ARTURO JIMENEZ
"De pelos y vellísimas lucieron una veintena de narradoras, poetas, periodistas, académicas, fotógrafas y artistas visuales durante la inauguración de la muy anunciada Inquietante e Internacional Se- mana de las Mujeres Barbudas, en la Casa Refugio Citlaltépetl. (La Jornada, 12/05/2005).
Estamos aquí, leyó la escritora Cristina Rivera Garza, en nombre de todas las barbonas y bigotonas, quienes cayeron en esa (des) gracia por desobedecer a sus padres y a todo tipo de intolerancia, y enlistó:
"Para mirarnos con asombro, para cruzar definiciones de género como quien cruza la calle, para echar relajo, para celebrar cierta masculinidad propia (y cierta ajena), para ser monstruosas (o para dejar de serlo), para preguntarnos ¿qué es ser hombre?, ¿qué es ser mujer?, ¿qué es ser otro?, para desidentificarnos, para mesarnos la (ergo) barba, para desobedecer, para dar la cara, para hacer una travesura, para ser tu espejo empañado, para pasarla bien."
Al sol lánguido de la tarde sabatina algunas de las desobedientes mujeres mostraron sin pudor sus piochas ante la discreta mirada de escándalo de los transeúntes de la colonia Condesa, como la dramaturga Bárbara Colio, quien en su nombre lleva la fama y a quien le informaban sin que les preguntara:
--Las mujeres vestidas de hombre se fueron por allá -señalándole la Casa Refugio.
--Pero si no estamos vestidas de hombre -les aclaraba la escritora bajacaliforniana acariciándose los pelos de la barba, pero envuelta en zapatillas y mallas beige y un vestidito negro.
Con su respuesta Bárba-ra, sincera al reconocer que nunca había logrado atraer tantas miradas como ese sábado, daba pie a un improbable debate sobre la gran diferencia entre lo que se ve y lo que se dice, o un análisis semiótico acerca de la validez relativa del famoso dicho: lo que se ve no se juzga.
Entre las bellas, velludas, velluditas también estaban Myriam Moscona, Francesca Gargallo, Mónica Nepote, Mónica Mayer, Carla Faesler y muchas más, todas respetables por irrespetuosas.
Pubis en la cara
Luego de una barbera y antioficial inauguración, todos los asistentes, velludos y lampiños, se desparramaron por los saloncitos de la casa refugio para ver a las peludas creadoras fotografiadas por Mariano Aparicio e Yvonne Venegas.
También pudieron apreciar las bárbaras intervenciones fotográficas (con barbas digitales) de Amaranta Caballero Prado y dos videos (en la semana proyectarán otros) de Adolfo Estrada, Maggie Valencia-Triana, Alpha Elena Escobedo, Xóchitl Zepeda-Blouin. En la espalda de una barbuda videograbada se leía: no tengo un pelo de tonta.
En el patio trasero de la casa también pudo verse una escena de una rasurada farsa melodramática -aunque el protagonista era una mujer barbuda de nombre Mauricio- de la obra Plagio de palabras. Debe reconocerse que el dilema del drama sí puso los pelos de punta (y las barbas a remojar) en su clasisismo: gay o no gay, esa es la cuestión.
Pegadas en las paredes, en carpetas se colocaron textos fotocopiados de varias creadoras peludas, para que fueran tomados por quien quisiera. En uno de ellos, titulado Inocencias barbadas, Ana Clavel bordaba sobre poblados pubis femeninos afeitados. En otro, llamado La isla de las Mujeres Barbadas, Cristina Peri Rossi escribe en las primeras líneas:
"En el continente de la Utopía, rodeada de mares (el Mar de la Melancolía, el Mar de Leche, el Mar de la Menopausia y el Mar de Espejo), se alza la isla de las Mujeres Barbadas, aquellas a quienes el vello del pubis se les subió a la cara por su facultad de amar a otras mujeres."
¿Señora, por qué trae barba?
Mónica Mayer también puso sus fotocopias, tituladas La travesti involuntaria, donde cuenta que, aunque le encanta ser mujer, suelen confundirla con hombre.
Los debates en su familia sobre el leninista qué hacer se acabaron cuando la invitaron a participar en la muy espectacular Inquietante e Internacional Semana de las Mujeres Barbudas.
"¡Ponerme la barba fue increíble! Primero noté cuán desnudo había estado mi rostro. Después observé que me gustaba acariciar mi propia barba. Por último comprendí que no me molestaba disfrazarme de hombre, sino ser travesti involuntaria. Ahora me dicen: '¿Señora, por qué trae barba?'"
Contra el mito
En dos cuartillas firmadas por Sayak/Margarita Valencia Triana, fechadas en Madrid, tituladas Welcome to Hairy Tales y colocadas junto a uno de los videos, se advierte:
"Cuidado: Esto es una irrupción táctica contra los mitos criptoreligiosos que acompañan a la idea de cuerpo y género.
"Precaución: No somos drags vaciadas de contenido, ni fashionistas extremas. No somos kitsch-optimistas, ni exhibicionistas vulgares. Somos lúdico-práctico-críticas."
El material expuesto en esta irrupción táctica podrá apreciarse toda la semana en la Casa Refugio Citlaltépetl. El día 23, los Jueves literarios se asociarán a la semana barbuda. A la lectura podrán asistir todo tipo de hombres, mujeres y demás seres humanos con pelos en la cara. Un lugar virtual para saber más sobre este cruce de definiciones de género es: www.unblogpropio.blogspot.com."
--crg
Reivindican el derecho a desobedecer las intolerancias
Irrespetuoso comienzo de la Semana de las Mujeres Barbudas
ARTURO JIMENEZ
"De pelos y vellísimas lucieron una veintena de narradoras, poetas, periodistas, académicas, fotógrafas y artistas visuales durante la inauguración de la muy anunciada Inquietante e Internacional Se- mana de las Mujeres Barbudas, en la Casa Refugio Citlaltépetl. (La Jornada, 12/05/2005).
Estamos aquí, leyó la escritora Cristina Rivera Garza, en nombre de todas las barbonas y bigotonas, quienes cayeron en esa (des) gracia por desobedecer a sus padres y a todo tipo de intolerancia, y enlistó:
"Para mirarnos con asombro, para cruzar definiciones de género como quien cruza la calle, para echar relajo, para celebrar cierta masculinidad propia (y cierta ajena), para ser monstruosas (o para dejar de serlo), para preguntarnos ¿qué es ser hombre?, ¿qué es ser mujer?, ¿qué es ser otro?, para desidentificarnos, para mesarnos la (ergo) barba, para desobedecer, para dar la cara, para hacer una travesura, para ser tu espejo empañado, para pasarla bien."
Al sol lánguido de la tarde sabatina algunas de las desobedientes mujeres mostraron sin pudor sus piochas ante la discreta mirada de escándalo de los transeúntes de la colonia Condesa, como la dramaturga Bárbara Colio, quien en su nombre lleva la fama y a quien le informaban sin que les preguntara:
--Las mujeres vestidas de hombre se fueron por allá -señalándole la Casa Refugio.
--Pero si no estamos vestidas de hombre -les aclaraba la escritora bajacaliforniana acariciándose los pelos de la barba, pero envuelta en zapatillas y mallas beige y un vestidito negro.
Con su respuesta Bárba-ra, sincera al reconocer que nunca había logrado atraer tantas miradas como ese sábado, daba pie a un improbable debate sobre la gran diferencia entre lo que se ve y lo que se dice, o un análisis semiótico acerca de la validez relativa del famoso dicho: lo que se ve no se juzga.
Entre las bellas, velludas, velluditas también estaban Myriam Moscona, Francesca Gargallo, Mónica Nepote, Mónica Mayer, Carla Faesler y muchas más, todas respetables por irrespetuosas.
Pubis en la cara
Luego de una barbera y antioficial inauguración, todos los asistentes, velludos y lampiños, se desparramaron por los saloncitos de la casa refugio para ver a las peludas creadoras fotografiadas por Mariano Aparicio e Yvonne Venegas.
También pudieron apreciar las bárbaras intervenciones fotográficas (con barbas digitales) de Amaranta Caballero Prado y dos videos (en la semana proyectarán otros) de Adolfo Estrada, Maggie Valencia-Triana, Alpha Elena Escobedo, Xóchitl Zepeda-Blouin. En la espalda de una barbuda videograbada se leía: no tengo un pelo de tonta.
En el patio trasero de la casa también pudo verse una escena de una rasurada farsa melodramática -aunque el protagonista era una mujer barbuda de nombre Mauricio- de la obra Plagio de palabras. Debe reconocerse que el dilema del drama sí puso los pelos de punta (y las barbas a remojar) en su clasisismo: gay o no gay, esa es la cuestión.
Pegadas en las paredes, en carpetas se colocaron textos fotocopiados de varias creadoras peludas, para que fueran tomados por quien quisiera. En uno de ellos, titulado Inocencias barbadas, Ana Clavel bordaba sobre poblados pubis femeninos afeitados. En otro, llamado La isla de las Mujeres Barbadas, Cristina Peri Rossi escribe en las primeras líneas:
"En el continente de la Utopía, rodeada de mares (el Mar de la Melancolía, el Mar de Leche, el Mar de la Menopausia y el Mar de Espejo), se alza la isla de las Mujeres Barbadas, aquellas a quienes el vello del pubis se les subió a la cara por su facultad de amar a otras mujeres."
¿Señora, por qué trae barba?
Mónica Mayer también puso sus fotocopias, tituladas La travesti involuntaria, donde cuenta que, aunque le encanta ser mujer, suelen confundirla con hombre.
Los debates en su familia sobre el leninista qué hacer se acabaron cuando la invitaron a participar en la muy espectacular Inquietante e Internacional Semana de las Mujeres Barbudas.
"¡Ponerme la barba fue increíble! Primero noté cuán desnudo había estado mi rostro. Después observé que me gustaba acariciar mi propia barba. Por último comprendí que no me molestaba disfrazarme de hombre, sino ser travesti involuntaria. Ahora me dicen: '¿Señora, por qué trae barba?'"
Contra el mito
En dos cuartillas firmadas por Sayak/Margarita Valencia Triana, fechadas en Madrid, tituladas Welcome to Hairy Tales y colocadas junto a uno de los videos, se advierte:
"Cuidado: Esto es una irrupción táctica contra los mitos criptoreligiosos que acompañan a la idea de cuerpo y género.
"Precaución: No somos drags vaciadas de contenido, ni fashionistas extremas. No somos kitsch-optimistas, ni exhibicionistas vulgares. Somos lúdico-práctico-críticas."
El material expuesto en esta irrupción táctica podrá apreciarse toda la semana en la Casa Refugio Citlaltépetl. El día 23, los Jueves literarios se asociarán a la semana barbuda. A la lectura podrán asistir todo tipo de hombres, mujeres y demás seres humanos con pelos en la cara. Un lugar virtual para saber más sobre este cruce de definiciones de género es: www.unblogpropio.blogspot.com."
--crg
Saturday, June 18, 2005
YA ESTÁ AQUÍ
Finalmente, lo que usted tanto esperó.
Para mirarnos con asombro, para cruzar definiciones de género como quien cruza la calle, para echar relajo, para celebrar cierta masculinidad propia (y cierta ajena), para ser monstruosas (o para dejar de serlo), para preguntarnos ¿qué es ser hombre?, ¿qué es ser mujer?, ¿qué es ser otro?, para desidentificarnos, para mesarnos la (ergo) barba, para desobedecer, para dar la cara, para hacer una travesura, para ser tu espejo empañado, para pasarla bien.
Hoy da inicio La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Barbudas.
Casa Refugio Citlaltépetl
(Citlaltépetl 25, Col. Condesa)
Sábado 18 de Junio, 2005
18:00 hrs.
Fotografías de Mariano Aparicio (Guadalajara, Jal.) e Yvonne Venegas (Tijuana, B.C.).
Foto Intervenida por Amaranta Caballero (Guanajuato/Tijuana).
Estudio Fotográfico In Situ de Maritza López.
Video de Adolfo Estrada (Toluca, Mex), Maggie Valencia-Triana (Zacatecas/Tijuana/Madrid) con edición de Alpha Elena Escobedo (Madrid), Xóchitl Zepeda-Blouin (Ciudad de México-París).
Escena Teatral de Elena Guiochins (Ciudad de México), Plagio de Palabras.
Blog "Un Blog Propio" (www.unblogpropio.blogspot.com) del Colectivo La Línea (Tijuana-Madrid-Tierras Altas).
Textos de Cristina Peri Rossi (Uruguay/Barcelona), Vizania Amezcua (Nayarit/Guadalajara/Cd. México), Mónica Mayer (Cd. México), Françoise Roy (Guadalajara), Myriam Moscona (Cd. México), Mónica Nepote (Guadalajara/Cd. México), Noé Morales Muñoz (Cd. México), Amelia Suárez (Toluca), Maggie Valencia Triana (Tijuana/Madrid), Bárbara Colio (Mexicali/Cd. México), Ana Clavel (Cd. México), Elena Guiochins (Cd. México), Francesca Gargallo (Italia/México), Sandra Lorenzano (Buenos Aires/Cd. México/San Diego), Adriana González Mateos (Cd. México), Luis Felipe Lomelí (Guadalajara/Monterrey/Cd. México/Tlaxcala), Carla Faesler (Cd. México), Ishtar Cardona (Veracruz/Cd. México), Amaranta Caballero Prado (Guanajuato/Tijuana), Abril Castro (Tijuana), Cristina Rivera-Garza (Tijuana/Metepec).
Equipo Técnico de Control Bureau y de la Universidad del Claustro de Sor Juana.
Curaduría dirigida por Abril Castro (Tijuana).
Apoyo de Revista Tentación (Alejandro Páez), Programa Universitario de Estudios de Género de la UNAM (Marissa Belausteguigoitia), Casa Refugio Citlaltépetl (Philippe Ollé).
Vodka VK cortesía de Humberto González.
PASE A VER A LA MUJER BARBUDA!
ASÍ QUEDÓ POR DESOBEDECER A SUS PADRES!
NO SE LA(S) PIERDA!
--crg
Finalmente, lo que usted tanto esperó.
Para mirarnos con asombro, para cruzar definiciones de género como quien cruza la calle, para echar relajo, para celebrar cierta masculinidad propia (y cierta ajena), para ser monstruosas (o para dejar de serlo), para preguntarnos ¿qué es ser hombre?, ¿qué es ser mujer?, ¿qué es ser otro?, para desidentificarnos, para mesarnos la (ergo) barba, para desobedecer, para dar la cara, para hacer una travesura, para ser tu espejo empañado, para pasarla bien.
Hoy da inicio La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Barbudas.
Casa Refugio Citlaltépetl
(Citlaltépetl 25, Col. Condesa)
Sábado 18 de Junio, 2005
18:00 hrs.
Fotografías de Mariano Aparicio (Guadalajara, Jal.) e Yvonne Venegas (Tijuana, B.C.).
Foto Intervenida por Amaranta Caballero (Guanajuato/Tijuana).
Estudio Fotográfico In Situ de Maritza López.
Video de Adolfo Estrada (Toluca, Mex), Maggie Valencia-Triana (Zacatecas/Tijuana/Madrid) con edición de Alpha Elena Escobedo (Madrid), Xóchitl Zepeda-Blouin (Ciudad de México-París).
Escena Teatral de Elena Guiochins (Ciudad de México), Plagio de Palabras.
Blog "Un Blog Propio" (www.unblogpropio.blogspot.com) del Colectivo La Línea (Tijuana-Madrid-Tierras Altas).
Textos de Cristina Peri Rossi (Uruguay/Barcelona), Vizania Amezcua (Nayarit/Guadalajara/Cd. México), Mónica Mayer (Cd. México), Françoise Roy (Guadalajara), Myriam Moscona (Cd. México), Mónica Nepote (Guadalajara/Cd. México), Noé Morales Muñoz (Cd. México), Amelia Suárez (Toluca), Maggie Valencia Triana (Tijuana/Madrid), Bárbara Colio (Mexicali/Cd. México), Ana Clavel (Cd. México), Elena Guiochins (Cd. México), Francesca Gargallo (Italia/México), Sandra Lorenzano (Buenos Aires/Cd. México/San Diego), Adriana González Mateos (Cd. México), Luis Felipe Lomelí (Guadalajara/Monterrey/Cd. México/Tlaxcala), Carla Faesler (Cd. México), Ishtar Cardona (Veracruz/Cd. México), Amaranta Caballero Prado (Guanajuato/Tijuana), Abril Castro (Tijuana), Cristina Rivera-Garza (Tijuana/Metepec).
Equipo Técnico de Control Bureau y de la Universidad del Claustro de Sor Juana.
Curaduría dirigida por Abril Castro (Tijuana).
Apoyo de Revista Tentación (Alejandro Páez), Programa Universitario de Estudios de Género de la UNAM (Marissa Belausteguigoitia), Casa Refugio Citlaltépetl (Philippe Ollé).
Vodka VK cortesía de Humberto González.
PASE A VER A LA MUJER BARBUDA!
ASÍ QUEDÓ POR DESOBEDECER A SUS PADRES!
NO SE LA(S) PIERDA!
--crg
Friday, June 17, 2005
TANGO
La ciudad no eras vos
No era tu confusión de lenguas
ni de sexos
No era el cerezo que florecía -blanco-
detrás del muro
como un mensaje de Oriente
No era tu casa
de múltiples amantes
y frágiles cerraduras
La ciudad era esta incertidumbre
la eterna pregunta -quién soy-
dicho de otro modo; quién sos.
"Otra vez eros" 1994
--crg
La ciudad no eras vos
No era tu confusión de lenguas
ni de sexos
No era el cerezo que florecía -blanco-
detrás del muro
como un mensaje de Oriente
No era tu casa
de múltiples amantes
y frágiles cerraduras
La ciudad era esta incertidumbre
la eterna pregunta -quién soy-
dicho de otro modo; quién sos.
"Otra vez eros" 1994
--crg
Thursday, June 16, 2005
LA INQUIETANTE (E INTERNACIONAL) SEMANA DE LAS MUJERES BARBUDAS
Se trata de desmarcar el vello facial, apropiándoselo de formas lúdicas, inesperadas.
Se trata de desmarcar el género, volviéndolo tan flexible y cambiante como es.
Se trata de hacer una travesura. Se trata de pasársela bien.
El caso es que un grupo de narradoras, ensayistas, poetas, dramaturgas, perfomanceras, todas de distintas generaciones, estamos participando en la Primera Semana Internacional de las Mujeres Barbudas, la cual dará inicio el 18 de junio en la Casa Refugio Citlaltépetl.
Ahí se exhibirán fotografías barbadas, videos, textos. Una parte importante del evento consiste en intervenir fotos propias, añadiéndoles barbas a través de un sencillo proceso de photoshop, para luego subirlas a sitios específicos en la red.
www.unblogpropio.blogspot.com
www.cristinariveragarza.blogspot.com
www.amarantacaballero.blogspot.com
Otra parte fundamental ha consitido en posar, con barbas, para una fotografía profesional tomada por Mariano Aparicio e Yvonne Venegas.
El día de la inauguración podrás tomarte tu foto barbada en el estudio in situ de Maritza López. Lleven sus barbas!
Se trata también de llenar nuestros espacios cotidianos con carteles de ciertas mujeres barbadas (escuelas, calles, bibliotecas, antros).
Se trata, si así lo desean, de llevar barba a cualquier plática o foro en que participemos durante esa semana.
Se trata de ser otro de otra de otro.
Se trata de un experimento con la alteridad.
Esta es una invitación.
La inquietante semana de las mujeres barbudas se acerca, se acerca, se acerca...Y, claro, amigos barbados del mundo, uníos!
--crg
Se trata de desmarcar el vello facial, apropiándoselo de formas lúdicas, inesperadas.
Se trata de desmarcar el género, volviéndolo tan flexible y cambiante como es.
Se trata de hacer una travesura. Se trata de pasársela bien.
El caso es que un grupo de narradoras, ensayistas, poetas, dramaturgas, perfomanceras, todas de distintas generaciones, estamos participando en la Primera Semana Internacional de las Mujeres Barbudas, la cual dará inicio el 18 de junio en la Casa Refugio Citlaltépetl.
Ahí se exhibirán fotografías barbadas, videos, textos. Una parte importante del evento consiste en intervenir fotos propias, añadiéndoles barbas a través de un sencillo proceso de photoshop, para luego subirlas a sitios específicos en la red.
www.unblogpropio.blogspot.com
www.cristinariveragarza.blogspot.com
www.amarantacaballero.blogspot.com
Otra parte fundamental ha consitido en posar, con barbas, para una fotografía profesional tomada por Mariano Aparicio e Yvonne Venegas.
El día de la inauguración podrás tomarte tu foto barbada en el estudio in situ de Maritza López. Lleven sus barbas!
Se trata también de llenar nuestros espacios cotidianos con carteles de ciertas mujeres barbadas (escuelas, calles, bibliotecas, antros).
Se trata, si así lo desean, de llevar barba a cualquier plática o foro en que participemos durante esa semana.
Se trata de ser otro de otra de otro.
Se trata de un experimento con la alteridad.
Esta es una invitación.
La inquietante semana de las mujeres barbudas se acerca, se acerca, se acerca...Y, claro, amigos barbados del mundo, uníos!
--crg
LA CARTA DIURNA
Aquí, abajo de estas palabras, se oculta una misiva de Ulises. Secreta. Borrada.
Aquí están (mudos) (invisibles) (transparentes) sus vocablos vampíricos.
Aquí es de día y, bajo la luz del sol, todo lo que sea Ulises, que no es Ulises Aldravandi, se desvanece.
Aquí debería haber una cruz y, bajo la cruz, una tumba y, en la tumba, huesos.
(Las palabras, a veces, son huesos).
Aquí se inaugura un silencio radiante. Algo meditabundo. Un suspenso.
Así se calla.
Aquí no vive un coleccionista de insectos.
Así se lee.
(Las palabras, a veces, son insectos).
Aquí hay una daga.
--crg
Aquí, abajo de estas palabras, se oculta una misiva de Ulises. Secreta. Borrada.
Aquí están (mudos) (invisibles) (transparentes) sus vocablos vampíricos.
Aquí es de día y, bajo la luz del sol, todo lo que sea Ulises, que no es Ulises Aldravandi, se desvanece.
Aquí debería haber una cruz y, bajo la cruz, una tumba y, en la tumba, huesos.
(Las palabras, a veces, son huesos).
Aquí se inaugura un silencio radiante. Algo meditabundo. Un suspenso.
Así se calla.
Aquí no vive un coleccionista de insectos.
Así se lee.
(Las palabras, a veces, son insectos).
Aquí hay una daga.
--crg
Tuesday, June 14, 2005
DD SOBRE SOLÓRZANO (SUSCRÍBOLO TODO)
Donde DD es, por supuesto, Dolores Dorantes, desde Ciudad Juárez, poeta; y Solórzano es, claro está, Laura Solórzano, de Guadalajara, poeta.
"poetas de sangre
...Afortunadamente una poeta de sangre que sí publica, con sus altibajos debido a ciertas fallas en el cuidado de sus ediciones, es la gran Laura Solórzano. Lo importante es que ya tengo aquí, aaah, "Boca perdida" su cuarto libro, celebro su aparición y a la vez celebro a otra editorial independiente, "Bonobos" con base en Toluca. Laura tensa el lenguaje de manera única para entregarnos el perfecto equilibrio del sentido, cosa única entre las poéticas de este país y no sé si de los "más alláses". Tensar el lenguaje hasta ese extremo, en ese riesgo, es asunto que han intentado muchos escritores sin más logro que la cacofonía y el extravío, un resultado de aventurarse confiando en el inconsciente, el resultado de una forma hueca, que no entrega más allá de un sentimiento ríspido (sucede algunas veces al leer a Gerardo Denis, por ejemplo) cuando no hay "nada" que decir. El caso de Laura Solórzano es excepcional debido a la enorme carga de sentido detrás de su forma, o en su forma, o con su forma (léanla también, caray), es en ese punto cuando tenemos la certeza de que, el interior de Laura, carga un "decir" interminable. Más allá del "juego" que menciona Milán en su prólogo, la forma utilizada por Laura es de por sí una evidente crítica, sin aspavientos, sin medallas, pero sí con respeto y admiración bien merecidas. Solórzano nos ha entregado los mejores libros de poesía que han aparecido en este país:(Semilla de Ficus, Lobo de labio, Boca Perdida)...
Aquí va un poema suavecito y perfecto que forma parte de su "Boca perdida":
(pisada)
La incomprensión del pie dentro del zapato
La caja de cuero negro alrededor de la piel
La piel porosa del empeine plástico
La infatigable envoltura de la pisada
El pie que piensa en su palpitación prisionera
El zapato en la respiración del césped
El sengundo en que el pie, pierde su pasado
La suela de la simpleza que marcha
La movilidad del tarso
La movilidad del metatarso(inconsciente laguna de calzado)
El desplazamiento de las riendas apretadas
La planta del pie
La planta que no se plantea
La planta sin raíz".
--crg
Donde DD es, por supuesto, Dolores Dorantes, desde Ciudad Juárez, poeta; y Solórzano es, claro está, Laura Solórzano, de Guadalajara, poeta.
"poetas de sangre
...Afortunadamente una poeta de sangre que sí publica, con sus altibajos debido a ciertas fallas en el cuidado de sus ediciones, es la gran Laura Solórzano. Lo importante es que ya tengo aquí, aaah, "Boca perdida" su cuarto libro, celebro su aparición y a la vez celebro a otra editorial independiente, "Bonobos" con base en Toluca. Laura tensa el lenguaje de manera única para entregarnos el perfecto equilibrio del sentido, cosa única entre las poéticas de este país y no sé si de los "más alláses". Tensar el lenguaje hasta ese extremo, en ese riesgo, es asunto que han intentado muchos escritores sin más logro que la cacofonía y el extravío, un resultado de aventurarse confiando en el inconsciente, el resultado de una forma hueca, que no entrega más allá de un sentimiento ríspido (sucede algunas veces al leer a Gerardo Denis, por ejemplo) cuando no hay "nada" que decir. El caso de Laura Solórzano es excepcional debido a la enorme carga de sentido detrás de su forma, o en su forma, o con su forma (léanla también, caray), es en ese punto cuando tenemos la certeza de que, el interior de Laura, carga un "decir" interminable. Más allá del "juego" que menciona Milán en su prólogo, la forma utilizada por Laura es de por sí una evidente crítica, sin aspavientos, sin medallas, pero sí con respeto y admiración bien merecidas. Solórzano nos ha entregado los mejores libros de poesía que han aparecido en este país:(Semilla de Ficus, Lobo de labio, Boca Perdida)...
Aquí va un poema suavecito y perfecto que forma parte de su "Boca perdida":
(pisada)
La incomprensión del pie dentro del zapato
La caja de cuero negro alrededor de la piel
La piel porosa del empeine plástico
La infatigable envoltura de la pisada
El pie que piensa en su palpitación prisionera
El zapato en la respiración del césped
El sengundo en que el pie, pierde su pasado
La suela de la simpleza que marcha
La movilidad del tarso
La movilidad del metatarso(inconsciente laguna de calzado)
El desplazamiento de las riendas apretadas
La planta del pie
La planta que no se plantea
La planta sin raíz".
--crg
DOS MUJERES QUE ROBAN JADE Y MANCUERNILLAS
El hombre se apostó en el umbral de la puerta de mi oficina y, como muchas veces antes, pensé que se trataba de un fantasma. Supongo que por eso lo ignoré. Uno se acostumbra, después de todo, a las visitaciones de los fantasmas y las toma con ligereza y los deja ir. Así que sólo levanté los ojos de la pantalla cuando sus nudillos tocaron tres veces la madera y de su garganta salió un carraspeo que a finales del siglo XIX pudo haber sido tomado como un signo de buena educación. Cuando logró caputrar mi atención fue al grano:
--¿La conoce usted? --me preguntó cuando sólo había dado dos pasos dentro de mi oficina.
Era una fotografía. Era una mano que temblaba apenas. Era un brazo y un hombro y un mentón que se dirigían, blancos y tensos, hacia mí. Eran dos ojos redondos, de un verde casi vidrio. Sulfúrico. Era una imagen. Era el rostro de Ulises, y el que fuera el rostro de Ulises, que no era Ulises Aldravandi, me dejó estupefacta.
Lo invité a tomar asiento y, mientras el hombre doblaba las rodillas y, luego entonces, bajaba la vista, trataba de hacer pensable lo impensable: así que sí era posible fotografiar a un vampiro y alguien más, alguien que no era yo, la conocía.
El hombre repitió la misma pregunta cuando, sin relajación alguna, permitió que sus vértebras tocaran el respaldo de la silla. Una voz demasiado aguda. Un tonillo impertinente. El color de su cabello maltratado. Tal vez por eso guardé silencio y me dediqué a observarlo.
--Estuvo en mi casa hace poco --dijo--. Me robó.
Toqué el retrato--las yemas de los dedos sobre la frente amplia, los ojos alertas, la nariz respingada. Me sonreí. Parecía desvalida y feroz a un tiempo. Parecía esa mujer que camina sobre dagas y que recuerda, también, una canción de Leonard Cohen. Parecía tantas cosas. Supongo que por eso recordé que, unos 20 años atrás, había escrito yo un cuento en que un Hombre Mayor secuestraba a una muchacha sólo para investigar el paradero de la otra mujer, la muy joven y de nombre Xian, que se había ido de su casa con una colección de jade y unas mancuernillas muy costosas. La Secuestrada, que se sonreía de esa manera turbia y descreída y cómplice en que yo misma lo hacía en ese momento, sólo le preguntaba: ¿Así que tú también te enamoraste de ella, viejo rabo verde? Por toda respuesta, el Hombre Mayor le volteaba el rostro con una cachetada y salía de la habitación blanca. El ritual, con ciertas variaciones de tema y de tono, se repetía unas tres veces hasta que, contrito y derrotado, el Hombre Mayor aventaba las llaves de la puerta sobre la cama mientras La Secuestrada hundía su cabeza en al agua tibia de la tina. Habían hablado del amor, eso recuerdo; habían hablado sobre la imposibilidad de fijar la trayectoria de otro, sobre querer hacerlo. Ese desatino. Esa maldición.
--¿Una colección de jade y varios juegos de mancuernillas? --por razones que todavía no entendía bien precisaba de su confirmación.
--¿Se lo dijo ella? --el alarma en sus ojos era real. Su impaciencia. Su azoro--. ¿Se lo dijo?
Lo invité a tomar un café nada más porque no quería tener esa conversación en mi oficina. Bajamos la escalera en silencio y no pronunciamos palabra alguna sino hasta que, con taza de café en mano, encontramos un árbol de amplias frondas bajo el cual nos sentamos.
--Hace calor --murmuró. Bajó la vista. Se ruborizó.
--No sé dónde esté --le dije, para evitarle el bochorno de preguntar y de esperar, apesadumbrado y servil, la respuesta.
--Pero ella le escribe --su hombro y su brazo y su mano, que se dirigían hacia mí, sostenían ahora un par de hojas cuadriculadas--. Mira.
Era un texto escrito a mano, tinta marrón, letra pequeñísima. Era algo vivo y a punto de quebrarse. Una herida. Una daga. Era, según decía el título, el capítulo de todos sus inicios. Cuando atiné a arrojar mi mano hacia el papel, súbitamente necesitada, el hombre lo alejó de mí.
--Primero vas a tener que decirme dónde encontrarla.
--¿Para qué? --le pregunté sin poder evitar la sorna--. ¿Para que te devuelva el jade? ¿Para que te regrese el costo de las mancuernillas?
El viento, fresco. La nube blanca. La rama que, tambaleante, deja caer una hoja. El ruido de un tráiler que se va. Tres carcajadas.
--Para lo que a mí se me de la gana --dijo con una agresividad que había imaginado en él desde que se apostó, fingiéndose fantasma, en el umbral de mi puerta.
Me incorporé entonces. El ruido de las rodillas. El gemido de hastío. La compasión. Recordé la furia y la frustración del Hombre Mayor que, 20 años atrás, también la buscaba. Los dos hombres me conmovieron. Me quedé inmóvil así, de pie junto a él que, con las piernas cruzadas y la mirada hacia arriba, no parecía haber salido bien a bien de la adolescencia.
--Pero, corazón, supongo que a lo que a ti se te da la gana a ella no le interesa --dije en voz muy baja.
Ese verano, recordé, vivimos del dinero que sacó al malbaratar el jade e intercambiar las mancuernillas en el mercado negro. Algo así le había dicho La Secuestrada, ya dentro de la tina, al Hombre Mayor que, vestido y pulcro, la observaba desde el asiento del retrete. Los dos lloraban en silencio dentro del baño. También perdimos tres paraguas, había continuado. Y un perro que se llamaba el Diablo dejó que le acariciáramos el lomo. Una tarde de domingo. Fumábamos mucho. Las dos.
--Pues ya lo veremos --anunció, irrebatible, el muchacho sulfúrico.
Y dijo algo más, algo que ya no pude oír desde lejos. Desde 20 años atrás.
--crg
El hombre se apostó en el umbral de la puerta de mi oficina y, como muchas veces antes, pensé que se trataba de un fantasma. Supongo que por eso lo ignoré. Uno se acostumbra, después de todo, a las visitaciones de los fantasmas y las toma con ligereza y los deja ir. Así que sólo levanté los ojos de la pantalla cuando sus nudillos tocaron tres veces la madera y de su garganta salió un carraspeo que a finales del siglo XIX pudo haber sido tomado como un signo de buena educación. Cuando logró caputrar mi atención fue al grano:
--¿La conoce usted? --me preguntó cuando sólo había dado dos pasos dentro de mi oficina.
Era una fotografía. Era una mano que temblaba apenas. Era un brazo y un hombro y un mentón que se dirigían, blancos y tensos, hacia mí. Eran dos ojos redondos, de un verde casi vidrio. Sulfúrico. Era una imagen. Era el rostro de Ulises, y el que fuera el rostro de Ulises, que no era Ulises Aldravandi, me dejó estupefacta.
Lo invité a tomar asiento y, mientras el hombre doblaba las rodillas y, luego entonces, bajaba la vista, trataba de hacer pensable lo impensable: así que sí era posible fotografiar a un vampiro y alguien más, alguien que no era yo, la conocía.
El hombre repitió la misma pregunta cuando, sin relajación alguna, permitió que sus vértebras tocaran el respaldo de la silla. Una voz demasiado aguda. Un tonillo impertinente. El color de su cabello maltratado. Tal vez por eso guardé silencio y me dediqué a observarlo.
--Estuvo en mi casa hace poco --dijo--. Me robó.
Toqué el retrato--las yemas de los dedos sobre la frente amplia, los ojos alertas, la nariz respingada. Me sonreí. Parecía desvalida y feroz a un tiempo. Parecía esa mujer que camina sobre dagas y que recuerda, también, una canción de Leonard Cohen. Parecía tantas cosas. Supongo que por eso recordé que, unos 20 años atrás, había escrito yo un cuento en que un Hombre Mayor secuestraba a una muchacha sólo para investigar el paradero de la otra mujer, la muy joven y de nombre Xian, que se había ido de su casa con una colección de jade y unas mancuernillas muy costosas. La Secuestrada, que se sonreía de esa manera turbia y descreída y cómplice en que yo misma lo hacía en ese momento, sólo le preguntaba: ¿Así que tú también te enamoraste de ella, viejo rabo verde? Por toda respuesta, el Hombre Mayor le volteaba el rostro con una cachetada y salía de la habitación blanca. El ritual, con ciertas variaciones de tema y de tono, se repetía unas tres veces hasta que, contrito y derrotado, el Hombre Mayor aventaba las llaves de la puerta sobre la cama mientras La Secuestrada hundía su cabeza en al agua tibia de la tina. Habían hablado del amor, eso recuerdo; habían hablado sobre la imposibilidad de fijar la trayectoria de otro, sobre querer hacerlo. Ese desatino. Esa maldición.
--¿Una colección de jade y varios juegos de mancuernillas? --por razones que todavía no entendía bien precisaba de su confirmación.
--¿Se lo dijo ella? --el alarma en sus ojos era real. Su impaciencia. Su azoro--. ¿Se lo dijo?
Lo invité a tomar un café nada más porque no quería tener esa conversación en mi oficina. Bajamos la escalera en silencio y no pronunciamos palabra alguna sino hasta que, con taza de café en mano, encontramos un árbol de amplias frondas bajo el cual nos sentamos.
--Hace calor --murmuró. Bajó la vista. Se ruborizó.
--No sé dónde esté --le dije, para evitarle el bochorno de preguntar y de esperar, apesadumbrado y servil, la respuesta.
--Pero ella le escribe --su hombro y su brazo y su mano, que se dirigían hacia mí, sostenían ahora un par de hojas cuadriculadas--. Mira.
Era un texto escrito a mano, tinta marrón, letra pequeñísima. Era algo vivo y a punto de quebrarse. Una herida. Una daga. Era, según decía el título, el capítulo de todos sus inicios. Cuando atiné a arrojar mi mano hacia el papel, súbitamente necesitada, el hombre lo alejó de mí.
--Primero vas a tener que decirme dónde encontrarla.
--¿Para qué? --le pregunté sin poder evitar la sorna--. ¿Para que te devuelva el jade? ¿Para que te regrese el costo de las mancuernillas?
El viento, fresco. La nube blanca. La rama que, tambaleante, deja caer una hoja. El ruido de un tráiler que se va. Tres carcajadas.
--Para lo que a mí se me de la gana --dijo con una agresividad que había imaginado en él desde que se apostó, fingiéndose fantasma, en el umbral de mi puerta.
Me incorporé entonces. El ruido de las rodillas. El gemido de hastío. La compasión. Recordé la furia y la frustración del Hombre Mayor que, 20 años atrás, también la buscaba. Los dos hombres me conmovieron. Me quedé inmóvil así, de pie junto a él que, con las piernas cruzadas y la mirada hacia arriba, no parecía haber salido bien a bien de la adolescencia.
--Pero, corazón, supongo que a lo que a ti se te da la gana a ella no le interesa --dije en voz muy baja.
Ese verano, recordé, vivimos del dinero que sacó al malbaratar el jade e intercambiar las mancuernillas en el mercado negro. Algo así le había dicho La Secuestrada, ya dentro de la tina, al Hombre Mayor que, vestido y pulcro, la observaba desde el asiento del retrete. Los dos lloraban en silencio dentro del baño. También perdimos tres paraguas, había continuado. Y un perro que se llamaba el Diablo dejó que le acariciáramos el lomo. Una tarde de domingo. Fumábamos mucho. Las dos.
--Pues ya lo veremos --anunció, irrebatible, el muchacho sulfúrico.
Y dijo algo más, algo que ya no pude oír desde lejos. Desde 20 años atrás.
--crg
Monday, June 13, 2005
Tuesday, June 07, 2005
EL CAPÍTULO DE LOS INICIOS
Y sucede: uno se distrae--basta un parpadeo, el atisbo de una idea, la sombra que se da la vuelta en la esquina. A veces basta con menos. Luego, sin anunciarlo, las distracciones se convierten en otra cosa: olvido. Uno olvida, efectivamente. Como dice Leonard Cohen de la pérdida de las cosas incontrolables: It begins with your family, but soon it comes around to your soul. Un rostro se convierte en una nariz, la nariz en un punto luminoso y ¿no era eso en realidad el reflejo del alumbrado público sobre el toldo de un coche gris? Por más que se diga lo contrario, eso no brilla por su ausencia. La ausencia es transparente: ahí vemos a-través. Uno, quiero decir, sigue olvidando. El olvido se convierte en un hábito--algo que se hace día a día, de manera regular, y algo que se coloca uno sobre el cuerpo, para cubrirlo de todo. Uno se habita. Uno habita. Uno es una habitación.
--Sé que me recuerdas --dijo Ulises después de despertarme con unos nada sutiles golpes sobre la ventana.
Y sucede: uno se da cuenta de todo lo anterior cuando, sin aviso alguno, sin precaución, se encuentra con el-objeto-olvidado. El reconocimiento no lo es. Cuando la mirada se posa sobre eso, eso empieza a existir por primera vez. Un punto luminoso, sí, una nariz, las puntas del cabello, las pestañas, el cuello. Finalmente: el rostro. Una ceremonia completa. La silueta que dice “te identifico y, por lo tanto, sé que recuerdo”.
--Tú no eres Ulises Aldravandi --alcancé a balbucear antes de realmente estar despierta--. Esto no es Boloña ni una lección sobre la historia de la entomología.
La Mujer Vampiro fumaba y, por eso, le indiqué que saldría al balcón. Asumo que mi gesto--el dedo pulgar y el índice tocándose las yemas justo enfrente de mi rostro contrito--la invitaba a esperarme.
Su vestido azul cielo. Su chongo engominado. Sus guantes negros. Sus zapatos de correr sobre dagas. Todo eso tambaleándose sobre el barandal de hierro. Todo eso a punto de caer. Seguramente cayendo.
Ulises.
--No sé cómo escaparme del inicio --dijo, sin ninguna clase de preámbulo cuando finalmente atiné a ponerme una bata sobre los hombros y la alcancé en el estrecho balcón sobre cuya herrería su cuerpo oscilaba, oh, tan distraídamente.
--Mi historia --aclaró cuando se dio cuenta que no entendía de qué me hablaba--. La historia de mi vida.
--Ah –dije--. Eso.
Rechacé un cigarrillo. Me recargué sobre el barandal. Observé la noche. El aroma del tabaco me reconfortó. Su bamboleante cercanía. Leonard Cohen otra vez: Well I've been where you're hanging, I think I can see how you're pinned/ When you're not feeling holy, your loneliness says that you've sinned.
--Sí --estuve de acuerdo minutos después--. Es difícil salir de los inicios.
--Mh --murmuró, seguramente pensando ya en otra cosa. Luego, lentamente, sin dejar de fumar, dobló la espalda y se quedó colgando, sostenida sólo de las rodillas, de la orilla del barandal. Pensé que tenía una elasticidad envidiable. Pensé que se encontraba en una condición extraordinaria para ser alguien de más de 100 años. Pensé que sus muslos eran demasiado blancos.
--The Sisters of Mercy --dijo, volviendo a su posición original.
--¿Qué?
--Lo que cantas –dijo--. Lo que tarareas se llama The Sisters of Mercy.
Le sonreí, por supuesto. Luego citó: “Well they lay down beside me, I made my confession to them/ They touched both my eyes and I touched the dew on their hem”.
Si no se hubiera tratado de dos mujeres, una de ellas una vampiro, detenidas en un balcón estrecho a la hora más oscura de la noche, se habría podido pensar en la reunión de dos adolescentes que fuman a escondidas y por primera vez. Esa clase de ligero nerviosismo. Ese tipo de imprudencia. Irreflexión.
--Y luego --murmuré--. Entonces. Así fue como. A medida que.
Como me miró con cara de no estar entendiendo nada, tuve que decir:
--Lo que los narradores usan para indicar que el tiempo pasa, que ya han salido del inicio.
Mi explicación pareció satisfacerla.
--Pero nunca nada pasa así, claro --dijo después de unos minutos de reflexión--. Nunca nada pasa así --insistió.
Estuve de acuerdo.
--En realidad no sé por qué quiero salirme de los inicios --murmuró más tarde. Mucho más tarde. Creo que para entonces yo ya pensaba en otra cosa--. No sé si quiero.
Me agradaba su compañía, es cierto. Sus dudas me resultaban interesantes--eran juguetes que se me antojaba armar. Pero justo cuando terminó su oración y ella se disponía a prender otro cigarrillo, recordé que yo trabajaba al siguiente día. Tenía que levantarme temprano. Bañarme. Hacer como que la Mujer Vampiro no existía.
--Pues cuenta la historia de tu vida sólo con inicios --le dije nada más por decir algo. Para distraerla también. Para poder escapar.
Esta vez su sonrisa se convirtió en una granada. Todavía con ella sobre el rostro, llegó al suelo con la agilidad de una gimnasta y la energía de alguien sobrehumano. Así saltó. Antes de partir otra vez me dijo algo que no alcancé a oír. No quería despertar a los vecinos, pero tampoco podía dejarla ir sin enterarme de su mensaje. Le pedí que lo repitiera. Dijo:
--When I left they were sleeping, I hope you run into them soon --debí haber puesto cara de no entender porque, de inmediato, añadió:
--The sisters of mercy, Cristina. The sisters.
Luego salió corriendo. Una pesadilla con tacones altos. Hacia la ininteligibilidad.
--crg
Y sucede: uno se distrae--basta un parpadeo, el atisbo de una idea, la sombra que se da la vuelta en la esquina. A veces basta con menos. Luego, sin anunciarlo, las distracciones se convierten en otra cosa: olvido. Uno olvida, efectivamente. Como dice Leonard Cohen de la pérdida de las cosas incontrolables: It begins with your family, but soon it comes around to your soul. Un rostro se convierte en una nariz, la nariz en un punto luminoso y ¿no era eso en realidad el reflejo del alumbrado público sobre el toldo de un coche gris? Por más que se diga lo contrario, eso no brilla por su ausencia. La ausencia es transparente: ahí vemos a-través. Uno, quiero decir, sigue olvidando. El olvido se convierte en un hábito--algo que se hace día a día, de manera regular, y algo que se coloca uno sobre el cuerpo, para cubrirlo de todo. Uno se habita. Uno habita. Uno es una habitación.
--Sé que me recuerdas --dijo Ulises después de despertarme con unos nada sutiles golpes sobre la ventana.
Y sucede: uno se da cuenta de todo lo anterior cuando, sin aviso alguno, sin precaución, se encuentra con el-objeto-olvidado. El reconocimiento no lo es. Cuando la mirada se posa sobre eso, eso empieza a existir por primera vez. Un punto luminoso, sí, una nariz, las puntas del cabello, las pestañas, el cuello. Finalmente: el rostro. Una ceremonia completa. La silueta que dice “te identifico y, por lo tanto, sé que recuerdo”.
--Tú no eres Ulises Aldravandi --alcancé a balbucear antes de realmente estar despierta--. Esto no es Boloña ni una lección sobre la historia de la entomología.
La Mujer Vampiro fumaba y, por eso, le indiqué que saldría al balcón. Asumo que mi gesto--el dedo pulgar y el índice tocándose las yemas justo enfrente de mi rostro contrito--la invitaba a esperarme.
Su vestido azul cielo. Su chongo engominado. Sus guantes negros. Sus zapatos de correr sobre dagas. Todo eso tambaleándose sobre el barandal de hierro. Todo eso a punto de caer. Seguramente cayendo.
Ulises.
--No sé cómo escaparme del inicio --dijo, sin ninguna clase de preámbulo cuando finalmente atiné a ponerme una bata sobre los hombros y la alcancé en el estrecho balcón sobre cuya herrería su cuerpo oscilaba, oh, tan distraídamente.
--Mi historia --aclaró cuando se dio cuenta que no entendía de qué me hablaba--. La historia de mi vida.
--Ah –dije--. Eso.
Rechacé un cigarrillo. Me recargué sobre el barandal. Observé la noche. El aroma del tabaco me reconfortó. Su bamboleante cercanía. Leonard Cohen otra vez: Well I've been where you're hanging, I think I can see how you're pinned/ When you're not feeling holy, your loneliness says that you've sinned.
--Sí --estuve de acuerdo minutos después--. Es difícil salir de los inicios.
--Mh --murmuró, seguramente pensando ya en otra cosa. Luego, lentamente, sin dejar de fumar, dobló la espalda y se quedó colgando, sostenida sólo de las rodillas, de la orilla del barandal. Pensé que tenía una elasticidad envidiable. Pensé que se encontraba en una condición extraordinaria para ser alguien de más de 100 años. Pensé que sus muslos eran demasiado blancos.
--The Sisters of Mercy --dijo, volviendo a su posición original.
--¿Qué?
--Lo que cantas –dijo--. Lo que tarareas se llama The Sisters of Mercy.
Le sonreí, por supuesto. Luego citó: “Well they lay down beside me, I made my confession to them/ They touched both my eyes and I touched the dew on their hem”.
Si no se hubiera tratado de dos mujeres, una de ellas una vampiro, detenidas en un balcón estrecho a la hora más oscura de la noche, se habría podido pensar en la reunión de dos adolescentes que fuman a escondidas y por primera vez. Esa clase de ligero nerviosismo. Ese tipo de imprudencia. Irreflexión.
--Y luego --murmuré--. Entonces. Así fue como. A medida que.
Como me miró con cara de no estar entendiendo nada, tuve que decir:
--Lo que los narradores usan para indicar que el tiempo pasa, que ya han salido del inicio.
Mi explicación pareció satisfacerla.
--Pero nunca nada pasa así, claro --dijo después de unos minutos de reflexión--. Nunca nada pasa así --insistió.
Estuve de acuerdo.
--En realidad no sé por qué quiero salirme de los inicios --murmuró más tarde. Mucho más tarde. Creo que para entonces yo ya pensaba en otra cosa--. No sé si quiero.
Me agradaba su compañía, es cierto. Sus dudas me resultaban interesantes--eran juguetes que se me antojaba armar. Pero justo cuando terminó su oración y ella se disponía a prender otro cigarrillo, recordé que yo trabajaba al siguiente día. Tenía que levantarme temprano. Bañarme. Hacer como que la Mujer Vampiro no existía.
--Pues cuenta la historia de tu vida sólo con inicios --le dije nada más por decir algo. Para distraerla también. Para poder escapar.
Esta vez su sonrisa se convirtió en una granada. Todavía con ella sobre el rostro, llegó al suelo con la agilidad de una gimnasta y la energía de alguien sobrehumano. Así saltó. Antes de partir otra vez me dijo algo que no alcancé a oír. No quería despertar a los vecinos, pero tampoco podía dejarla ir sin enterarme de su mensaje. Le pedí que lo repitiera. Dijo:
--When I left they were sleeping, I hope you run into them soon --debí haber puesto cara de no entender porque, de inmediato, añadió:
--The sisters of mercy, Cristina. The sisters.
Luego salió corriendo. Una pesadilla con tacones altos. Hacia la ininteligibilidad.
--crg
LA BARBA Y LA TOP MODEL
Le agradezco a la femme fatale inofensiva el envío y me pregunto, mañaneramente, ¿osease que todas las mujeres del mundo de verdad desesperaban por barbas? Esto, y más, mientras observo con todo cuidado el rostro de, oh, man, is that Kate Moss?
Blog: Yo y punto.
Post: para crg
Link: http://puraspalabras.blogspot.com/2005/06/para-crg.html
--crg
Le agradezco a la femme fatale inofensiva el envío y me pregunto, mañaneramente, ¿osease que todas las mujeres del mundo de verdad desesperaban por barbas? Esto, y más, mientras observo con todo cuidado el rostro de, oh, man, is that Kate Moss?
Blog: Yo y punto.
Post: para crg
Link: http://puraspalabras.blogspot.com/2005/06/para-crg.html
--crg
Monday, June 06, 2005
CLAUDIE DADU
Artiste plasticienne
Art corporel comportemental light interview télévisé : France 5 UBIK
--crg
Artiste plasticienne
Art corporel comportemental light interview télévisé : France 5 UBIK
--crg
Sunday, June 05, 2005
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