C. D. Q. N. P. S. Q. D. N. O. S. E.
Leí Ana Karenina hace mucho tiempo y debido a que un joven recién titulado de la carrera de Letras obtuvo su primer empleo como maestro de literatura universal en mi escuela preparatoria de dos años. Era un joven ambicioso y utópico, ligeramente desaliñado y de voz enérgica. Digo que se había graduado en Letras y que su posición como mi maestro de literatura fue su primer empleo porque de otra manera no me puedo explicar cómo se le ocurrió la peregrina idea de que alumnos de preparatoria con poca afición por la lectura y un desdén muy clasemediero por cualquier cosa que estuviera asociada de la más mínima manera a La Cultura, pudieran leer, completas, novelas rusas del siglo XIX. En todo caso, cuando nos advirtió de sus intenciones (no recuerdo haber tenido en mis manos un Plan de Estudios propiamente dicho y esto refuerza la idea de que su posición como maestro de literatura en mi escuela preparatoria fue su primer empleo) creo que fui la única que contuvo el salto de gusto que, en otro plano, en el plano de la literatura seguramente, estaba dando en ese momento. Yo ya me había declarado a mí misma (que es lo que cuenta) una lectora empedernida (y llevaba ya los anteojos que lo probaban) y hacía gala (con lujo adolescente) de esta elección a diestra y siniestra (más a siniestra que a diestra a decir verdad). Para entonces ya había leído los libros que me hicieron pensar que escribir (¡ay de mí!) no era tan difícil, que escribir era algo evidentemente muy placentero (¡ay de mí!), y que escribir era algo (¡ay de mí!) que yo quería "hacer de grande". Pero Ana Karenina, el libro que me asignó un utopista cuando yo andaba por ahí de los 13 años, fue, en realidad, y en muchos sentidos, mi primer libro.
Aclaro que cada uno de los ¡ay de mí! anteriores tiene que ser pronunicado a velocidades distinatas y con distintos tonos de voz.
Desde el incio, desde aquella famosa primera línea, "Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada", Ana Karenina fue más un lugar que un libro, más una cita que una obligación, más una complicidad que el motivo de una calificación--volver sus hojas, quiero decir, era un acto que me introducía en el espacio, pensaba yo en aquella época, de una catedral. Algo masivo en cualquier caso. Algo vasto. Pronunciaba la palabra Tolstoi, se me acusaba, como si fuera el principio de una oración (y por oración, en aquella preparatoria de dos años, sólo se entendía la oración religiosa, por supuesto). Mis amigas, aburridas por mi conversación, procuraron hablar conmigo sólo de lo estrictamente necesario y creo que fue por esas fechas que el muchacho aquel que insistía en ser mi novio lo entendió todo y se dio por vencido. Yo sólo me di cuenta de todo esto, cual debe, años después, puesto que mientras esto ocurría yo atendía con emoción los intrincados vericuetos del alma de una adúltera, viajaba en trenes del siglo XIX por el mismísimo paisaje ruso, y ponderaba, con adolescente solemnidad, la justificación formal del suicidio.
Los años, como dicen los narradores del siglo XIX o los cineastas de la época de oro del cine mexicano, pasaron. Y Ana Karenina se fue transformando en un recuerdo. Éste: la escena aquella en que dos jóvenes se recargan sobre algo (no recuerdo el algo, pero sí la manera en que los brazos de la mujer, inclinada sobre ese algo, se felxionaban, haciendo que el antebrazo rozara apenas su propio pecho) para leer un mensaje cifrado. Todo esto acontecía, y debo estar tergiversando este recuerdo, estoy segura, en un radiante día de otoño. El mensaje, de cualquier modo, estaba formado por letras, el inicio de palabras completas que, borradas del texto, lo constituían en realidad. Era un mensaje, como todos los mensajes secretos, que requería de complicidad, intimidad, arrojo. Era un juego y un reto. Una provocación. Una sutilísima invitación erótica. Un vínculo textual y un vínculo sexual. Un hombre y una mujer, leyendo; encontrando el sentido específico de la lectura en la lectura misma, construyéndolo en el acto. Todo esto bajo la luminosa bóveda de un día otoñal. Con el paso del tiempo, quiero decir, Ana Karenina se concentró para mí en la escena aquella en que Konstantín Dimitrievitch Levine le hace la segunda propuesta matrimonial a Catalina Alejandrovna.
Con el tiempo, ya un tanto fuera del salvajismo inicial de la adolescencia, dejé de mencionar a Ana Karenina. Nunca enseñé literatura, mucho menos universal, así que nunca tuve la oportunidad de ser un utopista desaliñado que asigna libros descarados en un preparatorio de provincias. Las personas con las que hablo de libros, usualmente jóvenes y más cercanos al salvajismo inicial de la adolescencia de lo que los bienpensantes desearan, por lo regular no cuentan entre sus lecturas fundacionales a Ana Karenina. ¿Y qué lazo siniestro puede existir, de existir, entre alguien con la manía por la experimentación y este gusto, si me lo permites, bastante perverso, por una novela canónica del siglo XIX?, me dijo en alguna ocasión, con el rostro contrito y las manos en alto, debo añadir, alguien a quien le confesé (y confesar aquí es el verbo más exacto) esta predilección (esto en una caminata nocturna por las callejuelas congeladas de un lejano pueblo del noreste, cierto invierno). La respuesta a esta buena pregunta, a esta pregunta del todo productiva, está, digo esto muy tardíamente pero con una extraña felicidad, entre las páginas 187 y 188 de El último lector de Ricardo Piglia.
Suelo leer con gusto los ensayos de Piglia y suelo asingarlos, cual utopista desaliñada, en mis clases (que no son de literatura universal) a la menor provocación. Por eso compré El último lector y, por eso, supongo, lo dejé por ahí, entre otros libros, y olvidé abrirlo. Lo hice apenas ayer y, cuando vi que "La lámpara de Ana Karenina" era el título de uno de los ensayos, no pude sino lamentarme por el tiempo en que ese último lector había estado ahí, arrumbado con otros libros. Leí el ensayo con gusto, eso es cierto, pero con creciente desencanto también. La escena, mi escena, la escena que para mí era la médula de Ana Karenina no estaba ahí. Brillaba, eso sí, por su ausencia. ¿También tú, Ricardo?, parecía estar reclamándole yo mientras daba la vuelta a las hojas con la respiración contenida primero, por la expectación, expulsada después, con el ruido completo de mi decepción. ¿Así que también tú, Ricardo? Y seguí leyendo porque uno sige leyendo, por eso. Ya era de noche cuando, después de las interrupciones propias de la vida cotidiana, pude volver a tomar el libro. Seguía lo del Ulyses. Emprendí la lectura. Y ahí estuvo, en la página 187, ese doble espacio que anunciaba un corte, una vacilación, la calma que antecede a la tormenta. "Paradójicamente" fue el adverbio que lo inició todo.
"Paradójicamente," escribe Piglia, "la representación narrativa de ese modo de leer [se refiere a la estrategia, en este contexto joyceano, a través de la cual un escritor pone al lector en lugar del narrador] se encuentra en una novela de Tolstói ... y quizá con esta escena podemos terminar este viaje en busca del lector." Era de noche, ya lo dije, y estaba cansada, esto no lo dije aunque se sobreentiende, pero nada pudo evitar que pensara, por el espacio más pequeño del más efímero de los segundos, que Pigilia lo iba a decir. Que lo que seguía era la escena aquella en que dos personas leen, y descifran sin resolver, un mensaje que es, en realidad, un mundo. No exagero si digo que el pulso aumentó de ritmo en las muñecas que unían el antebrazo a la mano que sostenía el libro frente a los ojos.
"Se trata de un pasaje de Ana Karenina, un pedido de mano, un segundo pedido de mano digamos mejor ... Levin, a quien Kitty ha rechazado en su primera propuesta de matrimonio, lo vuelve a intentar.
--Hace un tiempo que quiero preguntarle una cosa --añadió [Levin] mirando directamente los ojos acariciantes, aunque asustados, de la joven.
--Pregúntela, por favor.
--Aquí la tiene --dijo: y escribió las inciales c. d. q. n. p. s. q. d. n. o. s. e. Estas letras significaban "Cuando dijo que no podía ser, ¿quiso decir nunca, o sólo entonces?" ... Kitty lo miró seriamente, apoyó en la mano la frente cejijunta y empezó a leer. Le miró un par de veces de soslayo como preguntándole: "¿Es esto lo que me parece que es?"
--He comprendido --dijo, ruborizánose.
--¿Qué significa esto? --preguntó él, señalando la "n" que representaba la palabra nunca.
--Significa nunca --repuso ella-- pero no es verdad."
Ah.
Dice Piglia (y aquí va la respuesta a aquella interrogante tan productiva hecha en una caminata nocturna de invierno): "La escena revela un uso extraordinario de la lectura como clave del desciframiento del secreto. La intimidad de una lectura reconstuye un lenguaje cifrado en este párrafo. El lector avanza a ciegas para reconstuir un sentido perdido y lee siempre en el texto los indicios de su propio destino."
Y aquí, en este apunte, en esta concatenación de palabras, está clarísimo el vínculo que va de Tolstói, creo yo, a Kathy Acker.
--crg
Thursday, September 29, 2005
Wednesday, September 28, 2005
CUATRO (PER)VERSIONES SOBRE FELICE
Las mujeres brillan por su ausencia, se sabe. Pero si alguien ha verdaderamente brillado debido a su no-estar-ahí, ésa es Felice Bauer--la eterna prometida de Franz Kafka. Berlinesa, empleada, lectora, amiga de los Bloch, no especialmente atractiva, siempre-a-punto-de-casarse. Debe ser mi gusto por Lo Contrario o mi fascinación personal por el Estar abrumador del No-Estar, pero cada vez que me topo con alguna mención de la copiosa Respondencia (que no co-rrespondencia) de Kafka, me surge la pregunta, una pregunta de hecho inacabada, acerca de Felice. No sólo quién era, sino, sobre todo, ¿cómo escribía?
Hacerse una pregunta de este tipo en el contexto de tanto silencio, de tanto no-estar, es algo que, por fuerza, conduce a respuestas imaginarias: a versiones, o aún mejor, a las (per)versiones del enigmático caso.
1.
En mi primera (per)versión, Felice es, como corresponde a una escritora, una lectora atenta de los textos (que son los mundos) que la circundan. Puedo ver sus manos (huesudas) (de dedos largos) leyendo la misiva de Franz aún antes de abrirla. La veo enfocar la mirada y buscar con disciplina y tezón ese lugar cómodo y luminoso, ese lugar privado, donde podrá leerla en concentración total. Registro la manera en que avanza hacia el lugar de siempre: una silla, un pequeño escritorio, una ventana. Ahí están los instrumentos de su trabajo: la plumilla con la que marcará el texto y la atención con la que identificará aquello que merezca tal marca. Así, ligeramente inclinada sobre la superficie del escritorio, Felice lee y, cual corresponde a un verdadero lector, relee la carta. No es sino hasta la cuarta o quinta vez que empieza a marcarla: subrayados, notas al margen, jeroglíficos que sólo ella y Franz entienden o entenderán. Resulta claro que a la escritora Felice no le interesa agradar al autor del texto, sino expresar, por escrito y en el texto mismo, sus ideas acerca del texto. Cuando ya ha reflexionado sobre estas ideas mientras bebe té o mira a través de la ventana, empieza a redactar su carta. Su escritura propia. Se trata de un texto parco y directo, de frases inusualmente cortas y trazos firmes. Es el texto de un lector crítico y puntilloso e inmisericorde. Es el texto de alguien que, en realidad, no desea casarse. Cuando Franz recibe su respuesta la lee, como corresponde a un escritor, con atención y rigurosidad. Hay una leve y efímera expresión en su rostro que casi parece sonrisa pero que es, en verdad, algo inclasificable, cuando, con movimientos lentos y metódicos, empieza a romperla. Apenas si termina da inicio, por supuesto, a su nueva misiva.
2.
En la segunda (per)versión, Felice es una muchacha más frívola de lo que deja entrever su rostro. Al inicio las cartas de Franz la divierten, pero pronto otras cosas la distraen. Berlín es, después de todo, una ciudad donde hay acontecimientos y esto es el inicio del siglo XX. Pronto, pues, sus respuestas son parcas y directas e inmisericordes. Dicen: ¡Qué lindo! (en alemán, el original). Franz casi alcanza a sonreír cuando, con metódicos movimientos de planta, empieza a romper el papel. La idea de jugar un juego tan siniestro lo entusiasma y, seguramente debido a eso, enciende la lámapara que le permitirá escribir la siguiente carta.
3.
En la tercera (per)versión, Felice tiene muchas amigas--mujeres jóvenes como ella a quienes les intriga eso de tener un pretendiente por escrito. Cada que recibe una carta, Felice y sus amigas la leen con pequeñas expresiones de júbilo que, para un observador poco atento, podrían hasta pasar por gimoteos de vago contenido sexual. La lectura colectiva precede, por supuesto, a la escritura colectiva de la carta que pronto recibirá Franz. Franz, por supuesto, casi-ríe antes de romperla.
4.
Felice, que siempre está ocupada con (per)versiones que no alcanzo a imaginar, deja las cartas de Franz sobre su nochero. De ahí las toma otra mujer, más joven aún y más pobre, cuyo nombre es Traurig. Y es ella quien, después de leerlas con el cuidado que sólo tendría alquien que, sabiendo leer, tiene muy pocas oportunidades de hacerlo, le responde al joven de Praga. Conoce, aunque no mucho, a Felice, para quien trabaja, y no conoce nada al dueño de esa letra pequeña y más bien regular que la entretiene por las mañanas. Seguramente por eso, por no conocerlos bien o en realidad nada, es que toma su tarea de escritora secreta con verdadero gusto, con la pasión que uno sólo pone en las cosas o prohibidas o inverosímiles. Así pasa el tiempo. Franz duda al ver a Felice por segunda vez (la primera había ocurrido meses atrás, en 1912, en la casa de los Bloch), pero continua el juego. El gusto por la escritura, como siempre, lo vence. Cuando se compromete con Felice, Franz busca con el rabillo del ojo algo más. La ve entonces. O cree verla. Y sigue adelante. Así pasan cinco años. Mientras tanto, por si las dudas, se deshace de las misivas. Dicen los que lo vieron, que no fueron muchos, que fue, de hecho, sólo una, que había en su rostro una leve y efímera expresión, una casi sonrisa, mientras lo hacía.
--crg
Las mujeres brillan por su ausencia, se sabe. Pero si alguien ha verdaderamente brillado debido a su no-estar-ahí, ésa es Felice Bauer--la eterna prometida de Franz Kafka. Berlinesa, empleada, lectora, amiga de los Bloch, no especialmente atractiva, siempre-a-punto-de-casarse. Debe ser mi gusto por Lo Contrario o mi fascinación personal por el Estar abrumador del No-Estar, pero cada vez que me topo con alguna mención de la copiosa Respondencia (que no co-rrespondencia) de Kafka, me surge la pregunta, una pregunta de hecho inacabada, acerca de Felice. No sólo quién era, sino, sobre todo, ¿cómo escribía?
Hacerse una pregunta de este tipo en el contexto de tanto silencio, de tanto no-estar, es algo que, por fuerza, conduce a respuestas imaginarias: a versiones, o aún mejor, a las (per)versiones del enigmático caso.
1.
En mi primera (per)versión, Felice es, como corresponde a una escritora, una lectora atenta de los textos (que son los mundos) que la circundan. Puedo ver sus manos (huesudas) (de dedos largos) leyendo la misiva de Franz aún antes de abrirla. La veo enfocar la mirada y buscar con disciplina y tezón ese lugar cómodo y luminoso, ese lugar privado, donde podrá leerla en concentración total. Registro la manera en que avanza hacia el lugar de siempre: una silla, un pequeño escritorio, una ventana. Ahí están los instrumentos de su trabajo: la plumilla con la que marcará el texto y la atención con la que identificará aquello que merezca tal marca. Así, ligeramente inclinada sobre la superficie del escritorio, Felice lee y, cual corresponde a un verdadero lector, relee la carta. No es sino hasta la cuarta o quinta vez que empieza a marcarla: subrayados, notas al margen, jeroglíficos que sólo ella y Franz entienden o entenderán. Resulta claro que a la escritora Felice no le interesa agradar al autor del texto, sino expresar, por escrito y en el texto mismo, sus ideas acerca del texto. Cuando ya ha reflexionado sobre estas ideas mientras bebe té o mira a través de la ventana, empieza a redactar su carta. Su escritura propia. Se trata de un texto parco y directo, de frases inusualmente cortas y trazos firmes. Es el texto de un lector crítico y puntilloso e inmisericorde. Es el texto de alguien que, en realidad, no desea casarse. Cuando Franz recibe su respuesta la lee, como corresponde a un escritor, con atención y rigurosidad. Hay una leve y efímera expresión en su rostro que casi parece sonrisa pero que es, en verdad, algo inclasificable, cuando, con movimientos lentos y metódicos, empieza a romperla. Apenas si termina da inicio, por supuesto, a su nueva misiva.
2.
En la segunda (per)versión, Felice es una muchacha más frívola de lo que deja entrever su rostro. Al inicio las cartas de Franz la divierten, pero pronto otras cosas la distraen. Berlín es, después de todo, una ciudad donde hay acontecimientos y esto es el inicio del siglo XX. Pronto, pues, sus respuestas son parcas y directas e inmisericordes. Dicen: ¡Qué lindo! (en alemán, el original). Franz casi alcanza a sonreír cuando, con metódicos movimientos de planta, empieza a romper el papel. La idea de jugar un juego tan siniestro lo entusiasma y, seguramente debido a eso, enciende la lámapara que le permitirá escribir la siguiente carta.
3.
En la tercera (per)versión, Felice tiene muchas amigas--mujeres jóvenes como ella a quienes les intriga eso de tener un pretendiente por escrito. Cada que recibe una carta, Felice y sus amigas la leen con pequeñas expresiones de júbilo que, para un observador poco atento, podrían hasta pasar por gimoteos de vago contenido sexual. La lectura colectiva precede, por supuesto, a la escritura colectiva de la carta que pronto recibirá Franz. Franz, por supuesto, casi-ríe antes de romperla.
4.
Felice, que siempre está ocupada con (per)versiones que no alcanzo a imaginar, deja las cartas de Franz sobre su nochero. De ahí las toma otra mujer, más joven aún y más pobre, cuyo nombre es Traurig. Y es ella quien, después de leerlas con el cuidado que sólo tendría alquien que, sabiendo leer, tiene muy pocas oportunidades de hacerlo, le responde al joven de Praga. Conoce, aunque no mucho, a Felice, para quien trabaja, y no conoce nada al dueño de esa letra pequeña y más bien regular que la entretiene por las mañanas. Seguramente por eso, por no conocerlos bien o en realidad nada, es que toma su tarea de escritora secreta con verdadero gusto, con la pasión que uno sólo pone en las cosas o prohibidas o inverosímiles. Así pasa el tiempo. Franz duda al ver a Felice por segunda vez (la primera había ocurrido meses atrás, en 1912, en la casa de los Bloch), pero continua el juego. El gusto por la escritura, como siempre, lo vence. Cuando se compromete con Felice, Franz busca con el rabillo del ojo algo más. La ve entonces. O cree verla. Y sigue adelante. Así pasan cinco años. Mientras tanto, por si las dudas, se deshace de las misivas. Dicen los que lo vieron, que no fueron muchos, que fue, de hecho, sólo una, que había en su rostro una leve y efímera expresión, una casi sonrisa, mientras lo hacía.
--crg
INTERRUMPIR, DICE
En el ensayo que Piglia le dedica a Kafka en El último lector, se señala una y otra vez el gusto (¿o la manía?) kafkiana por la interrupción. Ciertos finales que son en realidad una suspensión brutal. Descripciones que se convierten, de súbito, en una distracción blanca. Libros que no terminan, en el sentido tradicional del término. Al mismo tiempo, Piglia cita varias entradas del diario de Kafka en que éste se queja de las interrupciones que amenazan continuamente el acto de la escritura que, para él, habitante de una cueva ideal y subterránea, tendría que ser un acto ininterrumpido. Un acto incesante. Un acto eterno.
¡Ah, el siglo XIX!
Y yo, que leo a Piglia en la silla que está justo frente al escritorio donde se encuentra la pantalla que, anti-cueva como la que más, me conecta al mundo, no puedo evitar ver de reojo (porque para mirarlo todo no hay como ver oblicuamente varias cosas a la vez) el manuscrito de la-novela-in-progress que aparece-desaparece (cual vela tarkosvkiana) de la unknown zone; la barra donde se esconden, momentánemanete, las cuentas abiertas de tres direcciones electrónicas distintas; el link donde investigo, cuando me acuerdo, la posición exacta de Wyoming; y las dos ventanas por donde me llegan "voces" de otras latitudes a lo largo del día. Todo esto, mientras escucho el murmullo de los estudiantes por los pasillos; el comentario que, dicho con la entonación adecuada, hace reír a más de uno en la oficina de enfrente, y la penútlima discusión entre un alumno y una alumna a los que unen, todo parece sugerirlo, lazos de suyo complicado.
¡Ah, la idea misma de lo incesante, lo eterno, lo ininterrumpido!
¡Ah, ese trayecto (de preferencia lineal) al que no lo detiene obstáculo alguno!
Me doy cuenta, quiero decir, que escribo en la interrupción continua. Para la interrupción, tal vez. Con ella en mente y con ella en cuerpo. La interrupción, esa amenaza ciertamente, que acelera el trazo o concentra la atención de maneras a veces escandalosas, en todo caso urgentes. La interrupción beatífica. La divina interrupción que me lleva a encontrar lo que no sabía que buscaba (que es, si me lo preguntan, la única manera en que algo puede "ser encontrado"). La interrupción que me desdice (y, luego entonces, me hace ser "des-dicha"). La interrupción como principio narrativo, como estructura textual, como eje semántico. El lector, siempre interrumpido. La interrupción: una manera relacional del sujeto en la era de la muerte de la muerte del sujeto.
¡Ah, la pureza del Espacio, el Tiempo, el Ser!
[¡Ah, las Mayúsculas!]
La interrupción: una amenaza que se busca. La interrupción y su consecuente adrenalina, ese fix. Interrumpir el discurso: vacilar. El que interrumpe tergiversa (o estaba a punto de cuando...). Interrumpir como quien seduce a la otra opción (que siempre existe). Interrumpir para cambiar de rumbo (o para no tener rumbo). El paréntesis de la interrupción. El chasco de la interrupción. La manía de la interrupción.
¡Ah, Kafka!
--crg
En el ensayo que Piglia le dedica a Kafka en El último lector, se señala una y otra vez el gusto (¿o la manía?) kafkiana por la interrupción. Ciertos finales que son en realidad una suspensión brutal. Descripciones que se convierten, de súbito, en una distracción blanca. Libros que no terminan, en el sentido tradicional del término. Al mismo tiempo, Piglia cita varias entradas del diario de Kafka en que éste se queja de las interrupciones que amenazan continuamente el acto de la escritura que, para él, habitante de una cueva ideal y subterránea, tendría que ser un acto ininterrumpido. Un acto incesante. Un acto eterno.
¡Ah, el siglo XIX!
Y yo, que leo a Piglia en la silla que está justo frente al escritorio donde se encuentra la pantalla que, anti-cueva como la que más, me conecta al mundo, no puedo evitar ver de reojo (porque para mirarlo todo no hay como ver oblicuamente varias cosas a la vez) el manuscrito de la-novela-in-progress que aparece-desaparece (cual vela tarkosvkiana) de la unknown zone; la barra donde se esconden, momentánemanete, las cuentas abiertas de tres direcciones electrónicas distintas; el link donde investigo, cuando me acuerdo, la posición exacta de Wyoming; y las dos ventanas por donde me llegan "voces" de otras latitudes a lo largo del día. Todo esto, mientras escucho el murmullo de los estudiantes por los pasillos; el comentario que, dicho con la entonación adecuada, hace reír a más de uno en la oficina de enfrente, y la penútlima discusión entre un alumno y una alumna a los que unen, todo parece sugerirlo, lazos de suyo complicado.
¡Ah, la idea misma de lo incesante, lo eterno, lo ininterrumpido!
¡Ah, ese trayecto (de preferencia lineal) al que no lo detiene obstáculo alguno!
Me doy cuenta, quiero decir, que escribo en la interrupción continua. Para la interrupción, tal vez. Con ella en mente y con ella en cuerpo. La interrupción, esa amenaza ciertamente, que acelera el trazo o concentra la atención de maneras a veces escandalosas, en todo caso urgentes. La interrupción beatífica. La divina interrupción que me lleva a encontrar lo que no sabía que buscaba (que es, si me lo preguntan, la única manera en que algo puede "ser encontrado"). La interrupción que me desdice (y, luego entonces, me hace ser "des-dicha"). La interrupción como principio narrativo, como estructura textual, como eje semántico. El lector, siempre interrumpido. La interrupción: una manera relacional del sujeto en la era de la muerte de la muerte del sujeto.
¡Ah, la pureza del Espacio, el Tiempo, el Ser!
[¡Ah, las Mayúsculas!]
La interrupción: una amenaza que se busca. La interrupción y su consecuente adrenalina, ese fix. Interrumpir el discurso: vacilar. El que interrumpe tergiversa (o estaba a punto de cuando...). Interrumpir como quien seduce a la otra opción (que siempre existe). Interrumpir para cambiar de rumbo (o para no tener rumbo). El paréntesis de la interrupción. El chasco de la interrupción. La manía de la interrupción.
¡Ah, Kafka!
--crg
Friday, September 23, 2005
EL TEC INTERCULTURAL
Dentro del ciclo Fronteras Intermitentes: Cruces de Género y Región en el México Contemporáneo
SEMINARIO:
Gloalización, Interculturalidad, Estudios Culturales Latinoamericanos
Dr. Robert McKee Irwin (University of California, Davis)
Viernes 23 de septiembre 2005
10:00-14:00 hrs
AUD II
ITESM-Campus Toluca
Incansable. Brillante. Gran Conversador. Robert es el editor de Famous 41: Sexuality and Social Control in Mexico, 1901 (Palgrave, 2003), y editor, junto con Sylvia Molloy, de Hispanisms and Homosexualties. De éste último dijo Michael Bronski en su tiempo: "The late 20th century has produced a great deal of writing on homosexuality, mostly centered on the lives of those in mainstream American (primarily white) culture. Sylvia Molloy and Robert McKee Irwin's Hispanisms and Homosexualities is a stunning reminder that the complexities and intricacies of gay and lesbian life and desire permeate all cultures. This collection of 13 essays covers a wide range of topics, from spirited debates about the nature of masculinity in late-19th-century Mexican literature to the Inquisition's response to transgendered people, from an examination of lesbianism in the golden age of Spanish fiction to the politics of the closet in contemporary Spanish culture. The anthology is at its best when discussing the works of individual artists and writers: Emilie Bergmann's essay on the lesbian subtext of Maria Louise Bemberg's films and Brad Epps's analysis of Juan Goytisolo's novels are two insightful and illuminating examples. The politics of culture are also examined at length, particularly the effects of Cuba's antigay policies on art and culture (discussed in Paul Julian Smith's essay on the novels of Reinaldo Arenas and Nestor Almendros) and the ways AIDS has changed images of Latino men (in José Esteban Muñoz's piece on Pedro Zamora, the late star of MTV's The Real World)".
De su libro Mexican Masculinities (Cultural Studies of the Americas, number 11) (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2003), Matthew Gutmann de Brown University ha dicho: "This study seeks to engender in a decidedly male homosocial fashion los hijos de la chingada, Mexico's infamous "sons of the screwed," through a literary history covering the period from the early nineteenth century through the middle of the twentieth century. Robert McKee Irwin has selected novels, newspapers, popular literature and other writings from this span of 150 years—covering independence from Spain, liberal reforms, the Revolution of the 1910s, and the ideological consolidation of national identity in the form of Mexicanness—to demonstrate the significance of reading history through a lens focused on homosocial and homosexual desires and homophobic dread. Too often the bonds of men as men have been ignored in previous literary histories of Mexico as well as in the historiography of the region.
Irwin shows in his study of literary protagonists how homophobia in one form or another has been a major guiding principle in Mexican cultural history. From nineteenth-century novels like José Joaquín Fernández de Lizardi's Periquillo Sarniento of 1816 through Luis Inclán's Astucia (1865), the fluidity of Mexican masculinity in this period is highlighted. Irwin thus challenges the archetype of Mexican machismo as having existed at least since the Spanish conquest. Interestingly, women may have featured more significantly in some of the novels of this period than in those appearing in the next century.
Notions and practices associated with criminality in the early twentieth century characterize the literature discussed next, notably the case of the Famous 41, a group of transvestites arrested in 1901 when their private ball was raided by Mexico City police. This event, Irwin shows, was significant as an illustration of the sex scandals of the time and also reveals the links between masculinity (and male effeminacy) and masculine sexuality. He offers an exegesis of Ignacio Altamirano's El Zarco (1901) and Mariano Azuela's Los de Abajo (1916), the latter originally published in Texas and evidence of the significant impact of images of masculinity along the U.S.-Mexico border. In these books, passionate men were labeled as problematic and in need of control by one means or another. Upper and lower-class versions of men and masculinities became more fully developed, anticipating the emerging national identity literature of writers like Samuel Ramos and Octavio Paz.
A bit too dismissive of the Mexican Revolution of the 1910s as having no more than symbolic significance, Irwin takes the reader through the "great virility debates" in literature in the 1920s and 1930s, exploring the role of homoeroticism, a theme that gives shape to the male camaraderie and ethos of that period. Examined here is the poetry of Xavier Villaurrutia and the manifesto of modern homosexuality in Mexico, Salvador Novo's La Estatua de Sal, written in the 1940s. By focusing on national identity and demonstrating that Mexican novels could hold their own in world literature, such writers paved for the ensuing equation of the ideas and practices associated with Mexicanness, Mexican maleness, and Mexican male sexuality".
¡ENTRADA LIBRE!
--crg
Dentro del ciclo Fronteras Intermitentes: Cruces de Género y Región en el México Contemporáneo
SEMINARIO:
Gloalización, Interculturalidad, Estudios Culturales Latinoamericanos
Dr. Robert McKee Irwin (University of California, Davis)
Viernes 23 de septiembre 2005
10:00-14:00 hrs
AUD II
ITESM-Campus Toluca
Incansable. Brillante. Gran Conversador. Robert es el editor de Famous 41: Sexuality and Social Control in Mexico, 1901 (Palgrave, 2003), y editor, junto con Sylvia Molloy, de Hispanisms and Homosexualties. De éste último dijo Michael Bronski en su tiempo: "The late 20th century has produced a great deal of writing on homosexuality, mostly centered on the lives of those in mainstream American (primarily white) culture. Sylvia Molloy and Robert McKee Irwin's Hispanisms and Homosexualities is a stunning reminder that the complexities and intricacies of gay and lesbian life and desire permeate all cultures. This collection of 13 essays covers a wide range of topics, from spirited debates about the nature of masculinity in late-19th-century Mexican literature to the Inquisition's response to transgendered people, from an examination of lesbianism in the golden age of Spanish fiction to the politics of the closet in contemporary Spanish culture. The anthology is at its best when discussing the works of individual artists and writers: Emilie Bergmann's essay on the lesbian subtext of Maria Louise Bemberg's films and Brad Epps's analysis of Juan Goytisolo's novels are two insightful and illuminating examples. The politics of culture are also examined at length, particularly the effects of Cuba's antigay policies on art and culture (discussed in Paul Julian Smith's essay on the novels of Reinaldo Arenas and Nestor Almendros) and the ways AIDS has changed images of Latino men (in José Esteban Muñoz's piece on Pedro Zamora, the late star of MTV's The Real World)".
De su libro Mexican Masculinities (Cultural Studies of the Americas, number 11) (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2003), Matthew Gutmann de Brown University ha dicho: "This study seeks to engender in a decidedly male homosocial fashion los hijos de la chingada, Mexico's infamous "sons of the screwed," through a literary history covering the period from the early nineteenth century through the middle of the twentieth century. Robert McKee Irwin has selected novels, newspapers, popular literature and other writings from this span of 150 years—covering independence from Spain, liberal reforms, the Revolution of the 1910s, and the ideological consolidation of national identity in the form of Mexicanness—to demonstrate the significance of reading history through a lens focused on homosocial and homosexual desires and homophobic dread. Too often the bonds of men as men have been ignored in previous literary histories of Mexico as well as in the historiography of the region.
Irwin shows in his study of literary protagonists how homophobia in one form or another has been a major guiding principle in Mexican cultural history. From nineteenth-century novels like José Joaquín Fernández de Lizardi's Periquillo Sarniento of 1816 through Luis Inclán's Astucia (1865), the fluidity of Mexican masculinity in this period is highlighted. Irwin thus challenges the archetype of Mexican machismo as having existed at least since the Spanish conquest. Interestingly, women may have featured more significantly in some of the novels of this period than in those appearing in the next century.
Notions and practices associated with criminality in the early twentieth century characterize the literature discussed next, notably the case of the Famous 41, a group of transvestites arrested in 1901 when their private ball was raided by Mexico City police. This event, Irwin shows, was significant as an illustration of the sex scandals of the time and also reveals the links between masculinity (and male effeminacy) and masculine sexuality. He offers an exegesis of Ignacio Altamirano's El Zarco (1901) and Mariano Azuela's Los de Abajo (1916), the latter originally published in Texas and evidence of the significant impact of images of masculinity along the U.S.-Mexico border. In these books, passionate men were labeled as problematic and in need of control by one means or another. Upper and lower-class versions of men and masculinities became more fully developed, anticipating the emerging national identity literature of writers like Samuel Ramos and Octavio Paz.
A bit too dismissive of the Mexican Revolution of the 1910s as having no more than symbolic significance, Irwin takes the reader through the "great virility debates" in literature in the 1920s and 1930s, exploring the role of homoeroticism, a theme that gives shape to the male camaraderie and ethos of that period. Examined here is the poetry of Xavier Villaurrutia and the manifesto of modern homosexuality in Mexico, Salvador Novo's La Estatua de Sal, written in the 1940s. By focusing on national identity and demonstrating that Mexican novels could hold their own in world literature, such writers paved for the ensuing equation of the ideas and practices associated with Mexicanness, Mexican maleness, and Mexican male sexuality".
¡ENTRADA LIBRE!
--crg
Wednesday, September 21, 2005
LA COSA MÁS EXTRAÑA
Dice: Que no podía dormir anoche, insomnio, ya sabes, lo de siempre, el stress y, bueno, esto de no llevarse bien con la incertidumbre, falta de espíritu posmoderno, dirás, te lo apuesto, aunque cualquiera que haya sido la razón, filosófica, existencial o física, el hecho sigue siendo que no podía dormir y, en el insomnio, que es horrible, por cierto, me puse a ver por la ventana. Agradable a veces esto de ver por la ventana, ¿no crees? Algo de otro siglo. Y en eso estaba cuando, apenas unos minutos después de que cesara la lluvia, vi la cosa más extraña: dos personas caminaban en la calle de lo más tranquilas, despacito, como bamboleándose incluso, quitadas completamente de la pena, y ni qué decir de la angustia y el stress que a mí me estaba matando de sueño, de ganas de dormir, quiero decir, iban, pues, muy campantes las dos, charlando en voz baja de cosas que, por estar dichas en voz baja, naturalmente no alcanzaba a oír, no soy tísico, claro, y nunca lo he sido, líbreme el señor, no que yo sea religioso, no me vayas a malinterpretar, es sólo una expresión. Ellas, porque pronto me di cuenta de que eran dos mujeres, y eso volvía la cosa todavía más extraña, la calle, por ejemplo, y el hecho de que acababa de llover, así, tan repentinamente, la noche misma incluso, una noche asombrosamente despejada, por cierto, caminaban como si anduvieran caminando en otro lugar, como si a cada paso estuvieran, de hecho, fundando su ciudad privada, un sitio, en todo caso, donde no existía el peligro, ni la violencia, ni el robo, ni el secuestro, ni la violación, es más, y esto ya es el verdadero colmo, un lugar donde ni siquiera existían los accidentes. Así de campantes caminaban y, por eso, las miraba yo con sumo estupor y con suma envidia porque, y en esto debes estar de acuerdo, estoy casi seguro de eso, nada puede causar más estupor ni más envidia que eso que, a falta de otra palabra, a falta de otro sustantivo, sólo atino a denominar como lo campante--una cierta manera de obliterar el peligro nada más porque no se piensa en él, nada más porque alguien, ésas dos en todo caso, habían decidido premeditada o impremeditadamente, a saber, sacar de sus cabezas la idea misma del peligro, cualquier cosa que sonara o imitara o pudiera sugerir la idea del peligro, algo que se trasminaba después, de forma por demás natural, a las piernas y, después, a los pies, al ritmo con que los pies caían, ah con tal desmesura, con tal aplomo, con tal bienaventuranza, sobre el pavimento lleno de charcos y, por lo tanto, lleno de espejos, porque me imagino que te has fijado que los charcos en la calle, de noche, especialmente en noches asombrosamente despejadas como la de anoche, parecen espejos, ¿no es así? Dos mujeres que caminan campantemente de noche, qué cosa más extraña, y más si se toma en cuenta que una llevaba zapatillas y vestido azul celeste y guantes blancos y otra iba de mezclilla y mocasines y con el cabello despeinado, muy distintas, cierto, pero muy iguales a decir verdad, muy parecidas en eso de haber desterrado el peligro, y cualquier otra cosa que pudiera oler o saber o verse por el más mínimo de todos los segundos como el peligro, y de ir caminando como si, en el acto mismo, estuvieran fundando un lugar, para mí, por otra parte, inaccesible o, en todo caso, muy extraño porque ¿cómo imaginarse un lugar donde dos tipas solas puedan caminar así, tan campantemente, tan quitadas de la preocupación y de la angustia y, claro, de mi insomnio? No sé, la verdad que no lo sé, honestamente no alcanzo a imaginarlo. Un sitio así. Ah. Digo, ni que fueran heroínas o turulatas o monstruos o, el colmo, las mujeres vampiro, ¿no?
Entonces se detiene (la cosa más extraña), me ve con ojos alucinados y no dice. No dice nada.
--crg
Dice: Que no podía dormir anoche, insomnio, ya sabes, lo de siempre, el stress y, bueno, esto de no llevarse bien con la incertidumbre, falta de espíritu posmoderno, dirás, te lo apuesto, aunque cualquiera que haya sido la razón, filosófica, existencial o física, el hecho sigue siendo que no podía dormir y, en el insomnio, que es horrible, por cierto, me puse a ver por la ventana. Agradable a veces esto de ver por la ventana, ¿no crees? Algo de otro siglo. Y en eso estaba cuando, apenas unos minutos después de que cesara la lluvia, vi la cosa más extraña: dos personas caminaban en la calle de lo más tranquilas, despacito, como bamboleándose incluso, quitadas completamente de la pena, y ni qué decir de la angustia y el stress que a mí me estaba matando de sueño, de ganas de dormir, quiero decir, iban, pues, muy campantes las dos, charlando en voz baja de cosas que, por estar dichas en voz baja, naturalmente no alcanzaba a oír, no soy tísico, claro, y nunca lo he sido, líbreme el señor, no que yo sea religioso, no me vayas a malinterpretar, es sólo una expresión. Ellas, porque pronto me di cuenta de que eran dos mujeres, y eso volvía la cosa todavía más extraña, la calle, por ejemplo, y el hecho de que acababa de llover, así, tan repentinamente, la noche misma incluso, una noche asombrosamente despejada, por cierto, caminaban como si anduvieran caminando en otro lugar, como si a cada paso estuvieran, de hecho, fundando su ciudad privada, un sitio, en todo caso, donde no existía el peligro, ni la violencia, ni el robo, ni el secuestro, ni la violación, es más, y esto ya es el verdadero colmo, un lugar donde ni siquiera existían los accidentes. Así de campantes caminaban y, por eso, las miraba yo con sumo estupor y con suma envidia porque, y en esto debes estar de acuerdo, estoy casi seguro de eso, nada puede causar más estupor ni más envidia que eso que, a falta de otra palabra, a falta de otro sustantivo, sólo atino a denominar como lo campante--una cierta manera de obliterar el peligro nada más porque no se piensa en él, nada más porque alguien, ésas dos en todo caso, habían decidido premeditada o impremeditadamente, a saber, sacar de sus cabezas la idea misma del peligro, cualquier cosa que sonara o imitara o pudiera sugerir la idea del peligro, algo que se trasminaba después, de forma por demás natural, a las piernas y, después, a los pies, al ritmo con que los pies caían, ah con tal desmesura, con tal aplomo, con tal bienaventuranza, sobre el pavimento lleno de charcos y, por lo tanto, lleno de espejos, porque me imagino que te has fijado que los charcos en la calle, de noche, especialmente en noches asombrosamente despejadas como la de anoche, parecen espejos, ¿no es así? Dos mujeres que caminan campantemente de noche, qué cosa más extraña, y más si se toma en cuenta que una llevaba zapatillas y vestido azul celeste y guantes blancos y otra iba de mezclilla y mocasines y con el cabello despeinado, muy distintas, cierto, pero muy iguales a decir verdad, muy parecidas en eso de haber desterrado el peligro, y cualquier otra cosa que pudiera oler o saber o verse por el más mínimo de todos los segundos como el peligro, y de ir caminando como si, en el acto mismo, estuvieran fundando un lugar, para mí, por otra parte, inaccesible o, en todo caso, muy extraño porque ¿cómo imaginarse un lugar donde dos tipas solas puedan caminar así, tan campantemente, tan quitadas de la preocupación y de la angustia y, claro, de mi insomnio? No sé, la verdad que no lo sé, honestamente no alcanzo a imaginarlo. Un sitio así. Ah. Digo, ni que fueran heroínas o turulatas o monstruos o, el colmo, las mujeres vampiro, ¿no?
Entonces se detiene (la cosa más extraña), me ve con ojos alucinados y no dice. No dice nada.
--crg
Tuesday, September 20, 2005
EL TEC (MUY) FRONTERIZO
Dentro del ciclo Fronteras Intermitentes: Cruces de región y género en el México contemporáneo
Dra. Debra Castillo (Emerson Hinchliff Professor, Cornell University)
Inmigración, Identidad, Nación
Martes 20 de septiembre 2005
13:30 hrs AUD II
ITESM-Campus Toluca
Entrada Libre
Una charla con la Dra. Castillo puede verse en la transmisión del ITESM-Universidad Virtual a las 12:30 hrs.
Debra no sólo ha realizado estudios fundamentales en el delicado terreno de las mujeres trasgresoras (Easy Women: Sex and Gender in Modern Mexican Fiction), sino que también le ha dedicado tiempo a las realidades transgenéricas fronterizas, especialmente al caso de Tijuana, como es notorio en los artículos "Violence and Transvestite/Trasgender Workers in Tijuana", con Maria Gudelia Rangel Gómez y Armando Rosas Solís, y con Maria Gudelia Rangel Gómez y Bonnie Delgado "Border Lives: Prostitute Women in Tijuana", publicado originalmente en la revista Signs.
Como queda clarísimo, la tarde promete. El fresquecito tierraltesco incita a la buena conversación. Y, vaya puesn, se les espera por acá.
--crg
Dentro del ciclo Fronteras Intermitentes: Cruces de región y género en el México contemporáneo
Dra. Debra Castillo (Emerson Hinchliff Professor, Cornell University)
Inmigración, Identidad, Nación
Martes 20 de septiembre 2005
13:30 hrs AUD II
ITESM-Campus Toluca
Entrada Libre
Una charla con la Dra. Castillo puede verse en la transmisión del ITESM-Universidad Virtual a las 12:30 hrs.
Debra no sólo ha realizado estudios fundamentales en el delicado terreno de las mujeres trasgresoras (Easy Women: Sex and Gender in Modern Mexican Fiction), sino que también le ha dedicado tiempo a las realidades transgenéricas fronterizas, especialmente al caso de Tijuana, como es notorio en los artículos "Violence and Transvestite/Trasgender Workers in Tijuana", con Maria Gudelia Rangel Gómez y Armando Rosas Solís, y con Maria Gudelia Rangel Gómez y Bonnie Delgado "Border Lives: Prostitute Women in Tijuana", publicado originalmente en la revista Signs.
Como queda clarísimo, la tarde promete. El fresquecito tierraltesco incita a la buena conversación. Y, vaya puesn, se les espera por acá.
--crg
Monday, September 19, 2005
Tuesday, September 13, 2005
ENVIDIA DE LOS INSECTOS
Sin duda, el más famoso de todos es "el monstruoso insecto" en que apareció convertido Gregorio Samsa después de una noche de sueño intranquilo. "Estaba tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza", escribe Franz Kafka, "veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos".
Después de leer la apasionada defensa del paradigma insectivoro de la subjetividad contemporánea que Rosi Braidotti presenta en Between the No Longer and the Not Yet: Nomadic Variations on the Body uno se ve obligado a preguntarse si la vida de Gregorio Samsa como escarabajo--la metamorfosis del humano en insecto--no pudo haber sido menos difícil, más interesante, más musical.
Porque los insectos, argumenta Braidotti, no sólo tienen ciclos reproductivos de una velocidad tal que les permite experimentar "mutaciones fabulosas de la noche a la mañana", sino que también son "músicos fantásticos". De ahí otra de sus tantas amenazas. Si de lo que se trata es de producir una música que refleje, o encarne, las cualidades acústicas de los espacios post-humanos que habitamos o, con mayor precisión, por los que pasamos en tanto sujetos nómadas, nada mejor que poner atención a las estrategias de comunicación no-lingüística de los insectos, a sus formas de aprehender la realidad visual y sonora de nuestro tiempo.
En la música nomádica, continúa Braidotti, "los intervalos no sólo marcan la proximidad sino también la singularidad de cada sonido para, así, evitar la síntesis, la armonía o la resolución melódica. Es una manera de cortejar a la disonancia a través de su retorno al mundo externo, a donde pertenece el sonido, siempre-en-tránsito, como ondas de radio que se mueven ineluctablemente hacia el espacio exterior, chateando, sin que nadie escuche".
If I were to speak in the old language, I would express such an embodied subject as a text by Gertrude Stein, set to music by Phillip Glass, performed by Diamanda Galas. Braidotti dixit.
--crg
Sin duda, el más famoso de todos es "el monstruoso insecto" en que apareció convertido Gregorio Samsa después de una noche de sueño intranquilo. "Estaba tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza", escribe Franz Kafka, "veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos".
Después de leer la apasionada defensa del paradigma insectivoro de la subjetividad contemporánea que Rosi Braidotti presenta en Between the No Longer and the Not Yet: Nomadic Variations on the Body uno se ve obligado a preguntarse si la vida de Gregorio Samsa como escarabajo--la metamorfosis del humano en insecto--no pudo haber sido menos difícil, más interesante, más musical.
Porque los insectos, argumenta Braidotti, no sólo tienen ciclos reproductivos de una velocidad tal que les permite experimentar "mutaciones fabulosas de la noche a la mañana", sino que también son "músicos fantásticos". De ahí otra de sus tantas amenazas. Si de lo que se trata es de producir una música que refleje, o encarne, las cualidades acústicas de los espacios post-humanos que habitamos o, con mayor precisión, por los que pasamos en tanto sujetos nómadas, nada mejor que poner atención a las estrategias de comunicación no-lingüística de los insectos, a sus formas de aprehender la realidad visual y sonora de nuestro tiempo.
En la música nomádica, continúa Braidotti, "los intervalos no sólo marcan la proximidad sino también la singularidad de cada sonido para, así, evitar la síntesis, la armonía o la resolución melódica. Es una manera de cortejar a la disonancia a través de su retorno al mundo externo, a donde pertenece el sonido, siempre-en-tránsito, como ondas de radio que se mueven ineluctablemente hacia el espacio exterior, chateando, sin que nadie escuche".
If I were to speak in the old language, I would express such an embodied subject as a text by Gertrude Stein, set to music by Phillip Glass, performed by Diamanda Galas. Braidotti dixit.
--crg
RAZONES POR LAS CUALES UNO LE PUEDE ABRIR LA PUERTA DE SU CASA A UNA MUJER VAMPIRO QUE LLEGA DE MADRUGADA
Porque nadie medianamente humano puede dejar a algo decididamente no humano a la intemperie en una noche de tormenta. Porque una BigDramaQueen nunca perdería la oportunidad de producir un Gran Momento Dramático. Porque sí. Porque el olor a tabaco todavía produce deseos, imágenes, melancolía. Porque la palabra vaho, dibujada justo sobre el vaho de la ventana, provoca risa. Porque es septiembre. Porque un arca desconocida se desliza, terrestre, entre los pies. Porque con alguien se tiene que poder jugar a las cartas (marcadas). Porque aguzando el oído uno escucha un murmullo, gemido, un grito, un susurro, un alarido (y nada de eso es humano). Porque, a veces, el insomnio. Porque siempre la curiosidad. Porque la extrañaba. ¿Por qué no? Por la desvergonzada manera en que tararea casi la pregunta ¿y cómo has estado? Porque no tiene la menor idea de que el tiempo pasa. Porque la esperaba. Porque huele a adrenalina, coca, menta. Porque esa mujer de seguro huye de algo. Porque sus tacones son dagas son ecos. Porque los puntos suspensivos están hechos de huesos. Porque escribo, mientras ocurre, ésta es la madrugada en que aparece la Vampírica bajo el dintel de la puerta. Porque no tengo opción. Porque nada tiene remedio. Porque acaso sepa el nombre de la pieza desconocida. Porque seguramente no lo sabe y disfrutará, también seguramente, ése no saberlo. Porque guarda silencio de una manera casi anodina. Porque se viste de azul celeste. Ese cielo. Porque su voz. Porque el tiempo pasa. Porque soy su cómplice. Porque la esucho. Porque ya he cesado de preguntarme por qué.
--crg
Porque nadie medianamente humano puede dejar a algo decididamente no humano a la intemperie en una noche de tormenta. Porque una BigDramaQueen nunca perdería la oportunidad de producir un Gran Momento Dramático. Porque sí. Porque el olor a tabaco todavía produce deseos, imágenes, melancolía. Porque la palabra vaho, dibujada justo sobre el vaho de la ventana, provoca risa. Porque es septiembre. Porque un arca desconocida se desliza, terrestre, entre los pies. Porque con alguien se tiene que poder jugar a las cartas (marcadas). Porque aguzando el oído uno escucha un murmullo, gemido, un grito, un susurro, un alarido (y nada de eso es humano). Porque, a veces, el insomnio. Porque siempre la curiosidad. Porque la extrañaba. ¿Por qué no? Por la desvergonzada manera en que tararea casi la pregunta ¿y cómo has estado? Porque no tiene la menor idea de que el tiempo pasa. Porque la esperaba. Porque huele a adrenalina, coca, menta. Porque esa mujer de seguro huye de algo. Porque sus tacones son dagas son ecos. Porque los puntos suspensivos están hechos de huesos. Porque escribo, mientras ocurre, ésta es la madrugada en que aparece la Vampírica bajo el dintel de la puerta. Porque no tengo opción. Porque nada tiene remedio. Porque acaso sepa el nombre de la pieza desconocida. Porque seguramente no lo sabe y disfrutará, también seguramente, ése no saberlo. Porque guarda silencio de una manera casi anodina. Porque se viste de azul celeste. Ese cielo. Porque su voz. Porque el tiempo pasa. Porque soy su cómplice. Porque la esucho. Porque ya he cesado de preguntarme por qué.
--crg
Monday, September 12, 2005
SI MI VIDA FUERA UNA NOVELA
Escuchaba la radio porque: afuera empezaba a llover: en la Gran Era del Ojo resulta agradable abrir el Oído: la frase "escuchar la radio" suena a algo pasado de moda: tarareaba algo que me urgía oír: la única decisión que deseaba tomar ese crepúsculo era si subir o bajar el volumen: esperaba la melodía única y para mí totalmente desconocida que me hiciera pronunciar, en estado de total estupefacción, con un gozo atrozmente inédito, la palabra belleza.
Escuchaba la radio porque la melodía ésa, la única, la para mí totalmente desconocida, la más singular de todas, salía de las básicas bocinas como si se tratara de alguna otra. De otra posible.
Escuchaba la radio, cierto, y veía el techo sin verlo. Es más: no veía. Ciega súbita.
En un momento, no el menos sino, por el contrario, el Más Pensado, ocurrió. La ceguera se difuminó y, con la luz, con esa luz de por medio, se difuminó el placer: quise saber. Me pregunté, por ejemplo, sobre el autor--su nombre, su edad, su género, su sabor favorito, su día más desagradable. Me pregunté sobre la primera reacción que provocó--no en una sala de conciertos sino antes, allá, en ese cuarto de techos altos y soledades enormes, y aún antes, en los pasillos deshabitados del cerebro, los circuitos de las yemas de los dedos, la inanición. Dos gotas sobre el ventanal de septiembre. Luego tres. Me pregunté sobre todo lo que tuvo que pasar para ir desde el punto de partida hasta el punto de partida--porque la pieza, y esto lo supe antes de preguntarme cualquier cosa, era entre otras muchas cosas un punto de partida incesante. Un punto de partida vuelto eternidad. La llovizna se tornaba en lluvia mientras tanto.
Escuchaba la radio y, momentos antes de que el locutor en turno mencionara el nombre del autor, el título de la pieza, la orquesta que la ejecutaba, se fue la luz. Milagro como falta de electricidad.
Falta.
Afuera seguía cayendo agua de ese lugar que, por obra y gracia del caer acuático, se llamaba, ahora, cielo. La lluvia se había convertido, para entonces, en aguacero. Siempre me gustó la palabra aguacero.
Escuchaba la radio y, de repente, sólo pude oír el fluir del agua, el golpeteo de gota contra cristal, el chasquido de gota contra charco. La osamenta pluvial. Una cortina. La concebí y la acepté en un mismo movimiento: esta manera de pensar: nunca lo sabría.
El aguacero, ahí, se volvió tormenta.
Resignarse a no saberlo. Regodearse en no saberlo. Salvaguardarse en no saberlo.
Me dije: si mi vida fuera una novela, este sería el punto de la trama en que se oiría el ruido--definitivo, rama que se rompe, ropa que se rasga, accidente sobre columna vertebral--de nudillo contra cristal. En este momento debería aparecer bajo las arcadas del balcón, remojada, virulenta, letal. Y fumando un cigarrillo.
Agucé el oído.
Afuera, en un arca diminuta, se deslizaba algo que carecía de sentido. Algo bíblico. Algo estival.
Dije: pensaba en ti.
Agucé el oído.
El manto nocturno. La palabra belleza. El eco de sus tacones sobre la escalera.
--crg
Escuchaba la radio porque: afuera empezaba a llover: en la Gran Era del Ojo resulta agradable abrir el Oído: la frase "escuchar la radio" suena a algo pasado de moda: tarareaba algo que me urgía oír: la única decisión que deseaba tomar ese crepúsculo era si subir o bajar el volumen: esperaba la melodía única y para mí totalmente desconocida que me hiciera pronunciar, en estado de total estupefacción, con un gozo atrozmente inédito, la palabra belleza.
Escuchaba la radio porque la melodía ésa, la única, la para mí totalmente desconocida, la más singular de todas, salía de las básicas bocinas como si se tratara de alguna otra. De otra posible.
Escuchaba la radio, cierto, y veía el techo sin verlo. Es más: no veía. Ciega súbita.
En un momento, no el menos sino, por el contrario, el Más Pensado, ocurrió. La ceguera se difuminó y, con la luz, con esa luz de por medio, se difuminó el placer: quise saber. Me pregunté, por ejemplo, sobre el autor--su nombre, su edad, su género, su sabor favorito, su día más desagradable. Me pregunté sobre la primera reacción que provocó--no en una sala de conciertos sino antes, allá, en ese cuarto de techos altos y soledades enormes, y aún antes, en los pasillos deshabitados del cerebro, los circuitos de las yemas de los dedos, la inanición. Dos gotas sobre el ventanal de septiembre. Luego tres. Me pregunté sobre todo lo que tuvo que pasar para ir desde el punto de partida hasta el punto de partida--porque la pieza, y esto lo supe antes de preguntarme cualquier cosa, era entre otras muchas cosas un punto de partida incesante. Un punto de partida vuelto eternidad. La llovizna se tornaba en lluvia mientras tanto.
Escuchaba la radio y, momentos antes de que el locutor en turno mencionara el nombre del autor, el título de la pieza, la orquesta que la ejecutaba, se fue la luz. Milagro como falta de electricidad.
Falta.
Afuera seguía cayendo agua de ese lugar que, por obra y gracia del caer acuático, se llamaba, ahora, cielo. La lluvia se había convertido, para entonces, en aguacero. Siempre me gustó la palabra aguacero.
Escuchaba la radio y, de repente, sólo pude oír el fluir del agua, el golpeteo de gota contra cristal, el chasquido de gota contra charco. La osamenta pluvial. Una cortina. La concebí y la acepté en un mismo movimiento: esta manera de pensar: nunca lo sabría.
El aguacero, ahí, se volvió tormenta.
Resignarse a no saberlo. Regodearse en no saberlo. Salvaguardarse en no saberlo.
Me dije: si mi vida fuera una novela, este sería el punto de la trama en que se oiría el ruido--definitivo, rama que se rompe, ropa que se rasga, accidente sobre columna vertebral--de nudillo contra cristal. En este momento debería aparecer bajo las arcadas del balcón, remojada, virulenta, letal. Y fumando un cigarrillo.
Agucé el oído.
Afuera, en un arca diminuta, se deslizaba algo que carecía de sentido. Algo bíblico. Algo estival.
La tormenta, ahora, era un diluvio.
Dije: pensaba en ti.
Agucé el oído.
El manto nocturno. La palabra belleza. El eco de sus tacones sobre la escalera.
--crg
Thursday, September 08, 2005
EL CONTRATO
Estreno nacional del documental El contrato, de Min Sook Lee.
Teodoro Bello Martínez, padre de cuatro niños, es uno de los 4,000 trabajadores mexicanos que migra anualmente a Leamington, Ontario, para recoger la cosecha que se venderá a nivel mundial. Forzados por la pobreza a salir de México, los trabajadores son llevados a Canadá mediante el programa de Trabajadores Agrícolas Temporales, en el que son contratados bajo condiciones de esclavitud con la anuencia de la Secretaría del Trabajo de México y el Consulado Mexicano en Ontario, Canadá.
Presentación virtual
Sala de Proyecciones del CEDETEC
ITESM-Campus Toluca
9 de Septiembre 2005
12:00 hrs
o en línea por internet:
http://seduca.uaemex.mx/AdmonAula/liga.php
--crg
Estreno nacional del documental El contrato, de Min Sook Lee.
Teodoro Bello Martínez, padre de cuatro niños, es uno de los 4,000 trabajadores mexicanos que migra anualmente a Leamington, Ontario, para recoger la cosecha que se venderá a nivel mundial. Forzados por la pobreza a salir de México, los trabajadores son llevados a Canadá mediante el programa de Trabajadores Agrícolas Temporales, en el que son contratados bajo condiciones de esclavitud con la anuencia de la Secretaría del Trabajo de México y el Consulado Mexicano en Ontario, Canadá.
Presentación virtual
Sala de Proyecciones del CEDETEC
ITESM-Campus Toluca
9 de Septiembre 2005
12:00 hrs
o en línea por internet:
http://seduca.uaemex.mx/AdmonAula/liga.php
--crg
Wednesday, September 07, 2005
EL TEC NARRATIVO (Y CULICHE)
Continua el ciclo Fronteras Intermitentes: Cruces de Género y Región en el México Contemporáneo
con Elmer Mendoza
Literatura y Poder en El Efecto Tequila
Comenta: Guadalupe García
ITESM-Campus Toluca
Auditorio II
Septiembre 7, 2005 18:00 hrs.
Además: Una entrevista con Elmer Mendoza puede ser vista a través de ITESM-Universidad Virtual
Septiembre 7, 2005 17:00 hrs.
¡ENTRADA LIBRE!
--crg
Continua el ciclo Fronteras Intermitentes: Cruces de Género y Región en el México Contemporáneo
con Elmer Mendoza
Literatura y Poder en El Efecto Tequila
Comenta: Guadalupe García
ITESM-Campus Toluca
Auditorio II
Septiembre 7, 2005 18:00 hrs.
Además: Una entrevista con Elmer Mendoza puede ser vista a través de ITESM-Universidad Virtual
Septiembre 7, 2005 17:00 hrs.
¡ENTRADA LIBRE!
--crg
Tuesday, September 06, 2005
BORDER(LINE) PERSONALITY
Some weep, some run into madness, some forget their names or go by new names, some become thinner than air.
Some turn religious, some categorically deny the existence of god, some pray and some even kneel, some curse although it looks as though they are praying, some live inside the fish-bowl of complete deafness, some covet the word nowhere if it comes in blue, some do wonder.
It might happen everywhere: at a movie theater when light is unreal, before a cashier while handling change, under longest sky, amidst naked beautifully long bodies at the beach, at a date, when in love or out of love, while planning self-inflicted murder, in the way to work or in the way back from work, while taking a piss in perfectly symmetrical pink-tiled bathrooms.
It might happen at anytime, every hour is propitious, often at morning under vertical sunlight leaking anemic blood through venetian blinds, but surely in the evening when reality becomes mirage, thing-in-itself, slippery incline; always at night through sleep or lack of sleep when language expands and clocks arrest time.
Some drink mint tea or orange spice tea or jasmine tea in October moon’s lap, some fancy potato chips, some store withered yellow roses under twin mattresses, some prefer gin over beer or the other way around; some try mocha Java espresso before dawn; some take a drag of pot or breathe in two packs of Marlboro lights, gray shreds of holy smoke around, saintly visions; some choose colored pills or valium or three hundred aspirins.
It triggers amnesia, insomnia, aphasia, bulimia, anorexia, nervous breakdowns, unmotivated laughter, sudden itch in peculiar places, mental worm-like tremors inside hands, purple eyelashes, raccoon eyes, saggy breasts and thighs, ugliness in countless formats, onion-like faces, so transparent and tense and perky and dejected they induce fear or pity or diversely varied forms of human awe.
Some are found in corners, chewing fingernails with fixed eyes, troubled senses, counting fingers and forgetting numbers, sweating, brushing rusted blades on wrists, ever so softly; some become guerrilla warriors, avid Marxists, anarchists, artists; some actually disguise pain and talk of calla-lilies in exotic lands; some may even pass for normal men and normal women; some turn out to be gracious; some turn out to be dead, very dead, bloodless and pale and still jolting.
Some are looking for that corner.
Some actually run three or nine miles a day to get to that corner.
They are always asking for the nearest door, the next emergency exit, the easiest or the hardest way out, whatever but out, that invisible place without stares, roofed by mortal clouds.
They let hobos in at night, courting anomaly and scars, they congregate teen-age junkies, ragged old lovers, crystal smokers, worn out women fearing closets, feeble-minded beggars, men of arms so long they embrace nothingness.
They talk themselves out endlessly.
They silence themselves in endlessly.
They suffer from stomach aches, lack of air, too many languages, migraine, violent shyness, good manners and bad manners, discrimination, asthma, palpitations, stereotypes, too many languages, bad breath, splintered bones, slowness of wit, heaviness of heart, ill memory, acne, too many languages.
They suffer endlessly.
They injure themselves endlessly.
They talk to trees in tree language and to grass in grass language and to women in the feminine tide of language and to men in the virile hooks of language.
They live in Babylon and Alexandria and New York and Tijuana.
They live in two countries at once.
They oscillate, bounce, leap, fly and fly back, jump and jump back.
They are here and they are not here, they are there and here and not there.
They speak of themselves in the third person, plural as metaphor.
They dance on the head of a pin.
They know reckless gravity.
--crg
Some weep, some run into madness, some forget their names or go by new names, some become thinner than air.
Some turn religious, some categorically deny the existence of god, some pray and some even kneel, some curse although it looks as though they are praying, some live inside the fish-bowl of complete deafness, some covet the word nowhere if it comes in blue, some do wonder.
It might happen everywhere: at a movie theater when light is unreal, before a cashier while handling change, under longest sky, amidst naked beautifully long bodies at the beach, at a date, when in love or out of love, while planning self-inflicted murder, in the way to work or in the way back from work, while taking a piss in perfectly symmetrical pink-tiled bathrooms.
It might happen at anytime, every hour is propitious, often at morning under vertical sunlight leaking anemic blood through venetian blinds, but surely in the evening when reality becomes mirage, thing-in-itself, slippery incline; always at night through sleep or lack of sleep when language expands and clocks arrest time.
Some drink mint tea or orange spice tea or jasmine tea in October moon’s lap, some fancy potato chips, some store withered yellow roses under twin mattresses, some prefer gin over beer or the other way around; some try mocha Java espresso before dawn; some take a drag of pot or breathe in two packs of Marlboro lights, gray shreds of holy smoke around, saintly visions; some choose colored pills or valium or three hundred aspirins.
It triggers amnesia, insomnia, aphasia, bulimia, anorexia, nervous breakdowns, unmotivated laughter, sudden itch in peculiar places, mental worm-like tremors inside hands, purple eyelashes, raccoon eyes, saggy breasts and thighs, ugliness in countless formats, onion-like faces, so transparent and tense and perky and dejected they induce fear or pity or diversely varied forms of human awe.
Some are found in corners, chewing fingernails with fixed eyes, troubled senses, counting fingers and forgetting numbers, sweating, brushing rusted blades on wrists, ever so softly; some become guerrilla warriors, avid Marxists, anarchists, artists; some actually disguise pain and talk of calla-lilies in exotic lands; some may even pass for normal men and normal women; some turn out to be gracious; some turn out to be dead, very dead, bloodless and pale and still jolting.
Some are looking for that corner.
Some actually run three or nine miles a day to get to that corner.
They are always asking for the nearest door, the next emergency exit, the easiest or the hardest way out, whatever but out, that invisible place without stares, roofed by mortal clouds.
They let hobos in at night, courting anomaly and scars, they congregate teen-age junkies, ragged old lovers, crystal smokers, worn out women fearing closets, feeble-minded beggars, men of arms so long they embrace nothingness.
They talk themselves out endlessly.
They silence themselves in endlessly.
They suffer from stomach aches, lack of air, too many languages, migraine, violent shyness, good manners and bad manners, discrimination, asthma, palpitations, stereotypes, too many languages, bad breath, splintered bones, slowness of wit, heaviness of heart, ill memory, acne, too many languages.
They suffer endlessly.
They injure themselves endlessly.
They talk to trees in tree language and to grass in grass language and to women in the feminine tide of language and to men in the virile hooks of language.
They live in Babylon and Alexandria and New York and Tijuana.
They live in two countries at once.
They oscillate, bounce, leap, fly and fly back, jump and jump back.
They are here and they are not here, they are there and here and not there.
They speak of themselves in the third person, plural as metaphor.
They dance on the head of a pin.
They know reckless gravity.
--crg
Subscribe to:
Posts (Atom)