EL INOCENTE
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Todo cambia, es cierto, pero El Inocente, como la materia, permanece. Cada fin de año, de manera por demás ritual, el canal de las estrellas vuelve a pasar la famosa película en blanco y negro que unió en la pantalla a Pedro Infante (nótese aquí la coincidencia entre el apellido del actor principal y el título de la película) en papel de mecánico pobre pero honrado, seductor pero respetuoso, y a Silvia Pinal en el rol de la hija rubia y mimada de un matrimonio de la elite mexicana en el que la madre (Sara García) lleva los pantalones—una disfuncionalidad ampliamente demostrada cada vez que la matriarca impide que su esposo exprese opinión alguna con su proverbial, repetido hasta el cansancio, “ tú no opinas nada”. Las risas, todavía no pregrabadas, que provoca esta comedia de mediados de siglo XX mucho tienen que ver con los conflictos de clase y de género que los dos monstruos del cine mexicano logran normalizar hacia el final de la película: los ricos tienen que aprender a respetar a los pobres y las mujeres tienen que aprender a respetar a los hombres.
Tengo la impresión de que cualquiera que tenga una televisión en casa y/o haya crecido en México se sabe la trama a la perfección, pero aquí va una versión resumida nada más para no dejar. Mané está comprometida con un hombre claramente disfuncional—un hijo de mamá y, para colmo, algo afeminado (risas) que no sabe controlar a su prometida (risas). Después de una pelea de enamorados en la cena de fin de año, la voluntariosa de Mané (risas) decide manejar sola hasta Cuernavaca. De noche. En un carro al que no le ha puesto agua o aceite. La hija desobediente y caprichosa, por supuesto, no logra llegar a Cuernavaca (risas) y, en su lugar, se encuentra sola, de noche, sobre un carro desvielado en medio de la carretera. Entonces aparece Cruci quien, qué tiempos aquellos, no intenta propasarse con ella y ni siquiera trata de sacarle dinero (risas). Al contrario, comportándose con cortesía y suma caballerosidad, el mecánico acepta acompañarla a su casona de Cuernavaca porque todo le resulta a ella “dificilísimo” (risas).
En la casa vacía (los criados se han tomado la noche libre) el mecánico y la niña mimada se dan a la tarea de beber como cosacos. Cantan. Bailan. Y hasta se dan tiempo de platicar. En una escena memorable, por ejemplo, Cruci equipara a Mané con un coche nuevecito que todavía “no ha sido manejado” y Mané, con cara de clara congoja, acepta que ya tiene “comprador” (risas). Esta profunda conversación no les impide seguir bebiendo y pasársela de lo lindo hasta que Mané cae dormida de borracha y Cruci tiene a bien arrastrarla por el barandal de la escalera hasta el piso de arriba (risas) y depositarla, castamente (risas), en la cama de la recámara principal. Ella, porque está borracha, medio se desnuda y, él, como está borracho, hace más o menos lo mismo y se tiende a su lado. Los dos están profundamente dormidos. Y así los encuentran los padres la siguiente mañana (risas). El escándalo explota de inmediato. Y el vía crucis de Cruci da inicio.
Todos suponen que “algo” grave ha sucedido y, para salvar el honor de la familia, Mané y Cruci se casan en una austera (risas) ceremonia civil. Luego, los recién casados van en coche a Valle de Bravo donde él espera que el matrimonio se consume (risas) y donde ella sabe que los esperan sus padres (risas). El plan de la familia de Mané es el siguiente: dos meses de un matrimonio de apariencia, un divorcio discreto y la posibilidad de iniciar una nueva vida. Cruci, porque está enamorado y es decente a toda prueba, acepta el trato al inicio, aunque no sin reticencia. Y, de la misma manera, se sobrepone a las continuas humillaciones que le inflinge su nueva familia de abolengo. Hasta el proverbial día en que saca la casta y, pobre pero honrado, seductor pero respetuoso, aguantador pero no sin orgullo, decide acabar con todo y regresar a su taller mecánico. El único problema, el problema que cambiará el balance de poder entre la familia de medios y el pobre mecánico, es que Mané necesita un divorcio que sólo él puede darle. Por eso la madre de Mané se ve forzada a visitar a Cruci en su taller mecánico y, ahí, él se da el lujo de poner a la matriarca en su lugar: no hablará con ella. Las mujeres gritonas, entiende el espectador, tienen que aprender a callarse. Cuando le toca el turno a Mané y ésta, ya con ciertos indicios de una mansedumbre inédita, le pide el mentado divorcio, Cruci sólo le pone una condición: que sea realmente su mujer (risas) aunque sea por un día. Mané, por supuesto, acepta (risas).
La escena de la domesticación femenina se lleva a cabo en la pobre pero limpia vivienda de Cruci. El está estudiando cuando ella toca a la puerta. Vestida como una mujer avergonzada (con lentes oscuros y pañoleta en la cabeza), Mané viene dispuesta (¿deseosa?) a todo. Y he aquí que Cruci, decente hasta la saciedad pero igualmente ávido de propinarle una lección, no le pide que se acueste con él sino que le caliente el café (risas), le lave la ropa (risas), le cocine y sirva el desayuno (risas), le pregunte cómo le fue ese día (risas), y le diga con entera sinceridad que lo ama (risas). En fin, le exige que se comporte como una mujer de a de veras: servil, sacrificada, hacendosa, dócil, callada, talentosa, profundamente enamorada. Ella lo intenta, es cierto, pero cuando nada da resultado, cuando ella está dispuesta a “entregarse” a cambio del famoso divorcio (risas), Cruci la exime de su tarea y, porque él es decente ante todo, la deja ir (silencio especular).
El espectador criado en México y con televisión en casa sabe que ella regresará, de otro modo ninguna de las risas anteriores tendría sentido. Para que la comedia de fin de año funcione, Mané tiene que dejar atrás su vida de mimos y caprichos, su vida de inutilidad doméstica, su vida de hacer lo que se le de la gana. Para que todo México pueda reír a gusto Mané tiene que enamorarse de verdad y dejar la casa paterna (aquí más bien Materna, a decir verdad) para irse a compartir su vida con un hombre verdadero, viviendo de su sueldo (eso lo repite Infante varias veces) y, mientras tanto, cocinarle y apapacharlo y prometerle que va a cuidar bien de sus chilpayates. Todo eso ahora le resulta a Mané “facilísimo” (risas). Así, ya con los roles de género y de clase bien re-estructurados, armónicamente delineados, todo mundo puede esperar en paz el nuevo año (risas).
Pero ojo. La genialidad de la película y, de hecho, de la programación de televisa es que este tradicional artefacto cultural de fin de año se pasa usualmente el 28 de diciembre, el día de los santos inocentes, es decir, el día en que todos los mexicanos nos dedicamos a jugarle bromas crueles a quien se deje o quien se las crea. Supongo que de ahí vienen las dos cosas: el título de la película y la programación cruel y burlona de televisa. ¡Inocente para siempre!
--crg
Thursday, December 28, 2006
Saturday, December 23, 2006
LA TRIBU DE LAS LENGUAS MORADAS
Se cuenta que, durante un verano demasiado largo demasiado caliente demasiado, formaron parte de un Laboratorio Fronterizo en las Tierras del Cruce Constante en el año 2006 A.D. También cuenta la leyenda que, meses después, reunidos por el azar y el gusto en lugar de las Tierras Altas de cuyo nombre no debo acordarme, quedaron así: lenguas moradas. Nadie sabe a ciencia cierta qué ocasionó el peculiar color en zona tan diestra de la cavidad bucal, pero note, amable lector, la conspicua presencia de botellas alargadas y de difuminado color verde a sus espaldas.
Algo raro, se cuenta, les pasó por allá. Algo que los dejó con esta festiva carcajada y esta gozosa cercanía. Ese algo, esto suele asegurarse con devota convicción, es y seguirá siendo Algo Celebrable.
En la primera imagen conocida hasta el momento de tan singular tribu: josé ramón santillana, paty blake, crg.
--crg
Se cuenta que, durante un verano demasiado largo demasiado caliente demasiado, formaron parte de un Laboratorio Fronterizo en las Tierras del Cruce Constante en el año 2006 A.D. También cuenta la leyenda que, meses después, reunidos por el azar y el gusto en lugar de las Tierras Altas de cuyo nombre no debo acordarme, quedaron así: lenguas moradas. Nadie sabe a ciencia cierta qué ocasionó el peculiar color en zona tan diestra de la cavidad bucal, pero note, amable lector, la conspicua presencia de botellas alargadas y de difuminado color verde a sus espaldas.
Algo raro, se cuenta, les pasó por allá. Algo que los dejó con esta festiva carcajada y esta gozosa cercanía. Ese algo, esto suele asegurarse con devota convicción, es y seguirá siendo Algo Celebrable.
En la primera imagen conocida hasta el momento de tan singular tribu: josé ramón santillana, paty blake, crg.
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LABORATORISTA FRONTERIZO (QUE VIVE EN OCOYACAC) OBTIENE BECA
Cálido abrazo desde las muy frías y muy altas Tierras Altas para Abraham Morales, laboratorista irredento con cierta propensión a desbrujularse en territorio fronterizo y ahora becario del Centro Toluqueño de Escritores. Ajúa, puesn.
La nota del periódico Milenio del 21 de diciembre anunció:
Obtiene Abraham Morales Beca de invierno para prosa poética
Considerado el premio más antiguo del Estado de México otorgado por el Centro Toluqueño de Escritores tuvo 21 aspirantes.
México, DF.- Con el proyecto “En cuanto al mar”, Abraham Morales Moreno, joven poeta y estudiante de la Universidad Iberoamericana, obtuvo la Beca de invierno para prosa poética, que otorga el Centro Toluqueño de Escritores.
Morales, con residencia en Ocoyoacac, Estado de México, aborda con espíritu lúdico los problemas de identidad y territorio, destaca el fallo dado a conocer hoy aquí.
El joven ha formado parte del taller de la escritora Cristina Rivera Garza, dentro del cual participó en la antología “Romper el hielo: novísimas escrituras al pie del volcán”. Asimismo ha tomado talleres de poesía de Reynaldo Jiménez y Jen Hoffer.
--crg
Cálido abrazo desde las muy frías y muy altas Tierras Altas para Abraham Morales, laboratorista irredento con cierta propensión a desbrujularse en territorio fronterizo y ahora becario del Centro Toluqueño de Escritores. Ajúa, puesn.
La nota del periódico Milenio del 21 de diciembre anunció:
Obtiene Abraham Morales Beca de invierno para prosa poética
Considerado el premio más antiguo del Estado de México otorgado por el Centro Toluqueño de Escritores tuvo 21 aspirantes.
México, DF.- Con el proyecto “En cuanto al mar”, Abraham Morales Moreno, joven poeta y estudiante de la Universidad Iberoamericana, obtuvo la Beca de invierno para prosa poética, que otorga el Centro Toluqueño de Escritores.
Morales, con residencia en Ocoyoacac, Estado de México, aborda con espíritu lúdico los problemas de identidad y territorio, destaca el fallo dado a conocer hoy aquí.
El joven ha formado parte del taller de la escritora Cristina Rivera Garza, dentro del cual participó en la antología “Romper el hielo: novísimas escrituras al pie del volcán”. Asimismo ha tomado talleres de poesía de Reynaldo Jiménez y Jen Hoffer.
--crg
Tuesday, December 19, 2006
BREVE CATÁLOGO DE GESTOS INVERNALES
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[para Amaranta Caballero Prado: solsticio de invierno: 33]
Los dedos que se entrecruzan al rodear el cuerpo de la taza del café humeante. El pie derecho sobre el izquierdo, el izquierdo sobre el derecho, intermitentemente: todo esto en una parada de autobús, una mañana. Atisbo de danza. La suave inclinación de la espalda cuando se quiere cueva o esquina más lejana del mundo o escudo contra la ventisca o montaña. Los labios semiabiertos por los que emerge, sin mediación alguna de la consciencia, el vaho de la respiración. Los hombres, aunque especialmente los niños, que esconden los puños en las mangas del suéter. La prisa del transeúnte que, unida a las otras prisas de los otros transeúntes, hace de las calles navideñas un eterno fast-forward. La mano derecha que soba la izquierda y viceversa. El espanto en los ojos de quien se introduce por primera vez bajo las sábanas frías. El titiritar de los dientes. Ese leve ruido. El temblor incontrolable de la rodilla. El temblor incontrolable de la mano que, fuera del bolsillo del abrigo o del pantalón, se suspende en el aire para intentar detener un taxi. Las mejillas rojísimas de los niños que corren a campo traviesa, de bajada, un mediodía. El punto de contacto entre la barbilla y el esternón bajo la bufanda. La arruga en el entrecejo ante el cierre atorado: el fin de la chamarra favorita. La placidez del que duerme sobre el pasto, con los brazos abiertos, bajo la vertical luz del mediodía. Los ojos que, temiendo el enfrentamiento con el viento, se concentran con natural convicción sobre la punta de los zapatos. Un universo ahí, entero. El cuerpo hecho bolita bajo las cobijas, especialmente cuando suena el despertador y, al abrir los ojos, queda comprobado que todavía es de noche. La manera en que se cierra la puerta, rápido y de golpe, para evitar que se introduzcan las ráfagas de diciembre en la cocina. Las manos de la mujer bajo las axilas del hombre: escena inolvidable de Confesiones de un payaso, de Henrich Böll. La mirada inmóvil detrás de una ventana de un segundo piso, una tarde de viernes (con espía). El cuenco que forman las manos frente a la tibieza de la boca. La premonición de la parte posterior de los muslos justo antes de posarse sobre el asiento de la taza del baño. La frente sobre el volante cuando los limpiabrisas no pueden hacer nada contra el hielo que cubre el parabrisas y uno tiene prisa y todo se destruye alrededor. La placidez casi divina en el rostro del que toma el primer trago de té o de ponche (de preferencia con piquete). Los abrazos de rigor cuando ya no son de rigor. Esos. El salto que provoca la mejilla helada que roza la mejilla tibia en el momento del beso social. Ese roce. La energía caliginosa del cuerpo que sale de la regadera a las 6 de la mañana mientras afuera llueve o nieva o pasa el viento racheado. La boca que produce el vaho que empañará el vidrio sobre el cual el niño escribirá mensajes en clave a sus fantasmas secretos. El asombro que provoca el pasto congelado bajo la primera luz matutina. Un reflejo. Un brillo. Un relámpago. El súbito rechazo, acompañado de grito, cuando la lengua se escalda con el chocolate caliente o el atole hirviendo. Esa serenidad, acaso primitiva o acaso posthumana, en la mirada del que oye con mucho cuidado, con total atención, el ruido del fuego en la chimenea, el bosque, el barrio. La súbita parálisis en brazos y piernas al despojarse de la pijama y entrar, de esa forma intempestiva y cruel, a la ropa de diario. La manera indescriptible en la que se observa la majestuosidad de algo como un volcán muerto y cubierto del color blanco. Las manos juntas, en una cercanía acaso religiosa, entre los muslos. La inclinación pensiva de la cabeza cuando se constata que los alcatraces y los geranios sobrevivieron, contra toda probabilidad, la helada. El gesto de generosidad de la madre naturaleza, eso. El niño que trata de tocar las alas de las mariposas monarca (no confundir, por favor, con las mariposas bien narcas) cuando llegan, en bandada, a sus santuarios en las Tierras Altas. Las palmas de las manos sobre las orejas rojas. La rigidez de los dedos bajo el chorro de agua verdaderamente fría (en la mañana, muy temprano, o después de comer o de cenar, después de ir al baño). La mirada ansiosa del que espera lo que está por caer de la piñata herida. La desesperación ante los días cortos. El lento regusto ante las noches largas. La sensación de alivio que produce el pan recién hecho (el bolillo, la telera, la concha) en las manos, en los labios, en el paladar, en el estómago. La sonrisa ésa de placer idiota cuando el pie entra en un calcetín caliente. El zumo de las cáscaras de mandarina en el ojo derecho (Amaranta Caballero dixit). Esa manera de tallar las palmas de las manos una contra otra como si se trataran de las piedras con las que el primitivo que habita dentro de nosotros estuviera a punto de producir fuego. Una chispa. El dolor cuando los labios secos se extienden en el afán imprevisto de la carcajada compartida. Un cierto gris. Ese gris múltiple. Este.
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[para Amaranta Caballero Prado: solsticio de invierno: 33]
Los dedos que se entrecruzan al rodear el cuerpo de la taza del café humeante. El pie derecho sobre el izquierdo, el izquierdo sobre el derecho, intermitentemente: todo esto en una parada de autobús, una mañana. Atisbo de danza. La suave inclinación de la espalda cuando se quiere cueva o esquina más lejana del mundo o escudo contra la ventisca o montaña. Los labios semiabiertos por los que emerge, sin mediación alguna de la consciencia, el vaho de la respiración. Los hombres, aunque especialmente los niños, que esconden los puños en las mangas del suéter. La prisa del transeúnte que, unida a las otras prisas de los otros transeúntes, hace de las calles navideñas un eterno fast-forward. La mano derecha que soba la izquierda y viceversa. El espanto en los ojos de quien se introduce por primera vez bajo las sábanas frías. El titiritar de los dientes. Ese leve ruido. El temblor incontrolable de la rodilla. El temblor incontrolable de la mano que, fuera del bolsillo del abrigo o del pantalón, se suspende en el aire para intentar detener un taxi. Las mejillas rojísimas de los niños que corren a campo traviesa, de bajada, un mediodía. El punto de contacto entre la barbilla y el esternón bajo la bufanda. La arruga en el entrecejo ante el cierre atorado: el fin de la chamarra favorita. La placidez del que duerme sobre el pasto, con los brazos abiertos, bajo la vertical luz del mediodía. Los ojos que, temiendo el enfrentamiento con el viento, se concentran con natural convicción sobre la punta de los zapatos. Un universo ahí, entero. El cuerpo hecho bolita bajo las cobijas, especialmente cuando suena el despertador y, al abrir los ojos, queda comprobado que todavía es de noche. La manera en que se cierra la puerta, rápido y de golpe, para evitar que se introduzcan las ráfagas de diciembre en la cocina. Las manos de la mujer bajo las axilas del hombre: escena inolvidable de Confesiones de un payaso, de Henrich Böll. La mirada inmóvil detrás de una ventana de un segundo piso, una tarde de viernes (con espía). El cuenco que forman las manos frente a la tibieza de la boca. La premonición de la parte posterior de los muslos justo antes de posarse sobre el asiento de la taza del baño. La frente sobre el volante cuando los limpiabrisas no pueden hacer nada contra el hielo que cubre el parabrisas y uno tiene prisa y todo se destruye alrededor. La placidez casi divina en el rostro del que toma el primer trago de té o de ponche (de preferencia con piquete). Los abrazos de rigor cuando ya no son de rigor. Esos. El salto que provoca la mejilla helada que roza la mejilla tibia en el momento del beso social. Ese roce. La energía caliginosa del cuerpo que sale de la regadera a las 6 de la mañana mientras afuera llueve o nieva o pasa el viento racheado. La boca que produce el vaho que empañará el vidrio sobre el cual el niño escribirá mensajes en clave a sus fantasmas secretos. El asombro que provoca el pasto congelado bajo la primera luz matutina. Un reflejo. Un brillo. Un relámpago. El súbito rechazo, acompañado de grito, cuando la lengua se escalda con el chocolate caliente o el atole hirviendo. Esa serenidad, acaso primitiva o acaso posthumana, en la mirada del que oye con mucho cuidado, con total atención, el ruido del fuego en la chimenea, el bosque, el barrio. La súbita parálisis en brazos y piernas al despojarse de la pijama y entrar, de esa forma intempestiva y cruel, a la ropa de diario. La manera indescriptible en la que se observa la majestuosidad de algo como un volcán muerto y cubierto del color blanco. Las manos juntas, en una cercanía acaso religiosa, entre los muslos. La inclinación pensiva de la cabeza cuando se constata que los alcatraces y los geranios sobrevivieron, contra toda probabilidad, la helada. El gesto de generosidad de la madre naturaleza, eso. El niño que trata de tocar las alas de las mariposas monarca (no confundir, por favor, con las mariposas bien narcas) cuando llegan, en bandada, a sus santuarios en las Tierras Altas. Las palmas de las manos sobre las orejas rojas. La rigidez de los dedos bajo el chorro de agua verdaderamente fría (en la mañana, muy temprano, o después de comer o de cenar, después de ir al baño). La mirada ansiosa del que espera lo que está por caer de la piñata herida. La desesperación ante los días cortos. El lento regusto ante las noches largas. La sensación de alivio que produce el pan recién hecho (el bolillo, la telera, la concha) en las manos, en los labios, en el paladar, en el estómago. La sonrisa ésa de placer idiota cuando el pie entra en un calcetín caliente. El zumo de las cáscaras de mandarina en el ojo derecho (Amaranta Caballero dixit). Esa manera de tallar las palmas de las manos una contra otra como si se trataran de las piedras con las que el primitivo que habita dentro de nosotros estuviera a punto de producir fuego. Una chispa. El dolor cuando los labios secos se extienden en el afán imprevisto de la carcajada compartida. Un cierto gris. Ese gris múltiple. Este.
Tuesday, December 12, 2006
ESTOY PENSANDO QUE TE ESTOY ESCRIBIENDO UNA DE ESAS CARTAS QUE LES DICEN DE AMOR. PERO NO TE CREAS, ESTA CARTA ES DE PUROS NEGOCIOS (en carta de Juan Rulfo a Clara Aparicio, 4 de septiembre de 1947).
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace no mucho, Ricardo Piglia expresaba en una entrevista su interés por reconstruir la historia de la literatura desde la perspectiva más ajena a la tesis de la autonomía del arte: investigando las múltiples maneras en que sus autores se ganan la vida. Se trataba, así lo quise interpretar, de una propuesta que, sin ser sorpresiva, sí era, y es, radical. Y lo es porque al preguntarse acerca de la manera en que los autores producen sus vidas, que es otra manera de preguntarse por las condiciones que permiten o limitan la producción de sus textos, Piglia está regresando la escritura, o llevándola según sea el caso, a la esfera camaleónica y humana y política de la práctica cotidiana. La escritura, así entendida, no sería tanto la respuesta a un llamado divino o inexplicable como una forma de vida; no sólo una profesión u oficio sino también, y sobre todo, una experiencia o, con mayor precisión, un experimento que involucra, irremediablemente, corazón, cerebro y mano. La pregunta, sólo inocente apariencia, ataca de lleno concepciones esencialistas o románticas del Autor como un ser sin adjetivos. La pregunta, que critica la pretensión de autonomía del arte, le hubiera resultado interesantísima, en eso también tiene razón Piglia, a Tolstoi y Brecht y Artl. Sospecho que para seres que se quieren o imaginan sin contexto, sin circunstancia e, incluso, sin cuerpo, y luego entonces sin género, muy en la pose de Autor Puro o Maldito o Muerto, dependiendo del andamiaje teórico del que se parta, no puede existir pregunta más soez y violenta y burda que la siguiente: ¿Y usted cómo se gana la vida? A la que naturalmente (si lo natural existiese, claro está), le seguirían: ¿A qué horas se levanta? ¿Tiene que salir de su casa para trabajar? ¿Con qué tipo de gente se las tiene que haber en su rutina diaria? ¿Son esas personas distintas a usted en términos de generación, raza, género o clase? ¿Se desarrolla usted en un medio hostil propicio a la autocrítica y, con frecuencia, al desánimo, o dentro de una campana de cristal donde el halago y la seguridad constituyen su alimento diario?
Hay, en efecto, una complicidad extraña entre el Autor y la Historia de la Literatura: esa renuencia a hablar sobre la materialidad crónica de la existencia. Se habla, y mucho, sobre todo en fechas más recientes y en el ámbito de la narrativa, acerca de adelantos millonarios o premios que involucran bolsas de seis cifras, pero no se toca el tema del trabajo: el trabajo que es escribir. No es raro, especialmente en América Latina, encontrar opiniones de escritores sobre temas de la más diversa índole en periódicos y programas de televisión. Cada vez es más común, incluso, que los periodistas pregunten y los autores respondan, con generosidad, a interrogantes respecto a sus procesos creativos: la hora en que empiezan a trabajar, la identificación puntual de las manías, el espacio elegido (con referencias, casi siempre poéticas, a la calidad de la luz), sus lecturas, sus subrayados, sus notas. La inspiración está bien; pero no así el dinero. Como si el mero tema los ensuciara, casi ningún autor que se respete se rebajara a hablar sobre algo tan terrestre y mundano, algo tan constante y sonante, como las monedas que se gana con, como se dice, el sudor de su frente. Las alusiones a premios o becas o algún trabajo más o menos remunerado obedecen más a ciertas nociones de prestigio que a explicaciones acerca de la manera en que se ganan sus vidas. Al callar, los escritores nos vuelvemos cómplices de una narrativa que excluye de manera sistemática cualquier rudimento que vincule a la escritura con el trabajo, a la escritura con procesos cotidianos de producción simbólica y material.
Hay muchas evidencias, sin embargo, de que las monedas terrestres y los alimentos concretos no son una parte meramente aleatoria o periférica de las vidas creativas. Para muestra basta un botón. Empecemos, nada más por empezar en algún lado, con los grandes. Empecemos con Juan Rulfo, por ejemplo. Entre 1944 y 1950, Rulfo le escribió 81 cartas a Clara Aparicio, su novia formal y, luego, su prometida y, más tarde, su esposa. Las cartas son documentos íntimos repletos de giros sentimentales en los que, según Alberto Vidal, prologuista de las mismas, es posible vislumbrar los complejos vasos comunicantes que van de “la materia cruda de la vida” a la consumación de los “acontecimientos literarios”. En estas cartas que son cartas de amor hay, además, y de manera preponderante, una larga lista de negocios, como parece ser que le llamaba Rulfo a los asuntos de la vida cotidiana, especialmente a los relacionados con el matrimonio.
Entre los “tu muchacho”, “mujercita”, “chiquitina”, “Juan el tuyo”, con que abren o cierran las misivas, se cuela aquí y allá una noción de la pareja que se acerca más a la idea moderna de compañerismo que a su contraparte romántica. En esos negocios que él quiere resolver, no sólo está la puntual mención a su empleo, como vendedor de llantas, y la ecuanimidad con la que informa sobre sus posibles y eventuales aumentos de sueldo o la rabia con la que trata instancias de injusticia laboral, sino también, quizá sobre todo, la serie de preocupaciones mundanas que dependen del dinero que tiene o que, de manera más precisa, no tiene: la renta del apartamento, su ¿desesperada? compra de 10 boletos de lotería con los cuales no se saca nada, la petición de esa mítica lista de enseres que se requerirán en la cocina, la descripción detallada del vestido de novia, hasta la feliz noticia de que “la tía Lola ya nos regaló una olla presto”.
Yo no sé si una lectura detallada de estas cartas pueda dar lugar a establecer vínculos definitivos entre esa “materia cruda de la vida” y el “acontecimiento literario” (y no es ése tipo de lectura el que me interesa aquí) pero creo, como Piglia, que explorar las maneras en que Rulfo se ganaba la vida ayudaría a contemplar de otra manera a las estrategias materiales y, por lo tanto, políticas, que nuestro gran experimentalista utilizó para construir esa figura reacia a complicarse con (¿hacerse cómplice de?) el medio literario del cual, de otro modo, en el modo de la escritura, claro está, formaba parte. No creo, por supuesto, que la relación sea directa y simple, de causa-efecto, o de sobredeterminación. Pero siendo indirecta y compleja, como suelen ser estas cosas, me interesa la posibilidad de explorarla con la rigurosidad con que se adentra uno en un misterio. Acaso justo como las cartas ésas que les dicen de amor, ni la historia de la literatura ni los cánones varios ni la supuesta autonomía del arte sean otra cosa más que negocios, en el sentido que Rulfo le imprime al término en sus cartas ésas que les dicen de amor, negocios a los que habría que atender con la integridad y la resolución y del caso.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace no mucho, Ricardo Piglia expresaba en una entrevista su interés por reconstruir la historia de la literatura desde la perspectiva más ajena a la tesis de la autonomía del arte: investigando las múltiples maneras en que sus autores se ganan la vida. Se trataba, así lo quise interpretar, de una propuesta que, sin ser sorpresiva, sí era, y es, radical. Y lo es porque al preguntarse acerca de la manera en que los autores producen sus vidas, que es otra manera de preguntarse por las condiciones que permiten o limitan la producción de sus textos, Piglia está regresando la escritura, o llevándola según sea el caso, a la esfera camaleónica y humana y política de la práctica cotidiana. La escritura, así entendida, no sería tanto la respuesta a un llamado divino o inexplicable como una forma de vida; no sólo una profesión u oficio sino también, y sobre todo, una experiencia o, con mayor precisión, un experimento que involucra, irremediablemente, corazón, cerebro y mano. La pregunta, sólo inocente apariencia, ataca de lleno concepciones esencialistas o románticas del Autor como un ser sin adjetivos. La pregunta, que critica la pretensión de autonomía del arte, le hubiera resultado interesantísima, en eso también tiene razón Piglia, a Tolstoi y Brecht y Artl. Sospecho que para seres que se quieren o imaginan sin contexto, sin circunstancia e, incluso, sin cuerpo, y luego entonces sin género, muy en la pose de Autor Puro o Maldito o Muerto, dependiendo del andamiaje teórico del que se parta, no puede existir pregunta más soez y violenta y burda que la siguiente: ¿Y usted cómo se gana la vida? A la que naturalmente (si lo natural existiese, claro está), le seguirían: ¿A qué horas se levanta? ¿Tiene que salir de su casa para trabajar? ¿Con qué tipo de gente se las tiene que haber en su rutina diaria? ¿Son esas personas distintas a usted en términos de generación, raza, género o clase? ¿Se desarrolla usted en un medio hostil propicio a la autocrítica y, con frecuencia, al desánimo, o dentro de una campana de cristal donde el halago y la seguridad constituyen su alimento diario?
Hay, en efecto, una complicidad extraña entre el Autor y la Historia de la Literatura: esa renuencia a hablar sobre la materialidad crónica de la existencia. Se habla, y mucho, sobre todo en fechas más recientes y en el ámbito de la narrativa, acerca de adelantos millonarios o premios que involucran bolsas de seis cifras, pero no se toca el tema del trabajo: el trabajo que es escribir. No es raro, especialmente en América Latina, encontrar opiniones de escritores sobre temas de la más diversa índole en periódicos y programas de televisión. Cada vez es más común, incluso, que los periodistas pregunten y los autores respondan, con generosidad, a interrogantes respecto a sus procesos creativos: la hora en que empiezan a trabajar, la identificación puntual de las manías, el espacio elegido (con referencias, casi siempre poéticas, a la calidad de la luz), sus lecturas, sus subrayados, sus notas. La inspiración está bien; pero no así el dinero. Como si el mero tema los ensuciara, casi ningún autor que se respete se rebajara a hablar sobre algo tan terrestre y mundano, algo tan constante y sonante, como las monedas que se gana con, como se dice, el sudor de su frente. Las alusiones a premios o becas o algún trabajo más o menos remunerado obedecen más a ciertas nociones de prestigio que a explicaciones acerca de la manera en que se ganan sus vidas. Al callar, los escritores nos vuelvemos cómplices de una narrativa que excluye de manera sistemática cualquier rudimento que vincule a la escritura con el trabajo, a la escritura con procesos cotidianos de producción simbólica y material.
Hay muchas evidencias, sin embargo, de que las monedas terrestres y los alimentos concretos no son una parte meramente aleatoria o periférica de las vidas creativas. Para muestra basta un botón. Empecemos, nada más por empezar en algún lado, con los grandes. Empecemos con Juan Rulfo, por ejemplo. Entre 1944 y 1950, Rulfo le escribió 81 cartas a Clara Aparicio, su novia formal y, luego, su prometida y, más tarde, su esposa. Las cartas son documentos íntimos repletos de giros sentimentales en los que, según Alberto Vidal, prologuista de las mismas, es posible vislumbrar los complejos vasos comunicantes que van de “la materia cruda de la vida” a la consumación de los “acontecimientos literarios”. En estas cartas que son cartas de amor hay, además, y de manera preponderante, una larga lista de negocios, como parece ser que le llamaba Rulfo a los asuntos de la vida cotidiana, especialmente a los relacionados con el matrimonio.
Entre los “tu muchacho”, “mujercita”, “chiquitina”, “Juan el tuyo”, con que abren o cierran las misivas, se cuela aquí y allá una noción de la pareja que se acerca más a la idea moderna de compañerismo que a su contraparte romántica. En esos negocios que él quiere resolver, no sólo está la puntual mención a su empleo, como vendedor de llantas, y la ecuanimidad con la que informa sobre sus posibles y eventuales aumentos de sueldo o la rabia con la que trata instancias de injusticia laboral, sino también, quizá sobre todo, la serie de preocupaciones mundanas que dependen del dinero que tiene o que, de manera más precisa, no tiene: la renta del apartamento, su ¿desesperada? compra de 10 boletos de lotería con los cuales no se saca nada, la petición de esa mítica lista de enseres que se requerirán en la cocina, la descripción detallada del vestido de novia, hasta la feliz noticia de que “la tía Lola ya nos regaló una olla presto”.
Yo no sé si una lectura detallada de estas cartas pueda dar lugar a establecer vínculos definitivos entre esa “materia cruda de la vida” y el “acontecimiento literario” (y no es ése tipo de lectura el que me interesa aquí) pero creo, como Piglia, que explorar las maneras en que Rulfo se ganaba la vida ayudaría a contemplar de otra manera a las estrategias materiales y, por lo tanto, políticas, que nuestro gran experimentalista utilizó para construir esa figura reacia a complicarse con (¿hacerse cómplice de?) el medio literario del cual, de otro modo, en el modo de la escritura, claro está, formaba parte. No creo, por supuesto, que la relación sea directa y simple, de causa-efecto, o de sobredeterminación. Pero siendo indirecta y compleja, como suelen ser estas cosas, me interesa la posibilidad de explorarla con la rigurosidad con que se adentra uno en un misterio. Acaso justo como las cartas ésas que les dicen de amor, ni la historia de la literatura ni los cánones varios ni la supuesta autonomía del arte sean otra cosa más que negocios, en el sentido que Rulfo le imprime al término en sus cartas ésas que les dicen de amor, negocios a los que habría que atender con la integridad y la resolución y del caso.
--crg
Tuesday, December 05, 2006
ALGO LES SUCEDE A LAS MUJERES CUANDO SE ENAMORAN
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico Milenio]
Algo les sucede a las mujeres cuando se enamoran, algo poderoso y, a juzgar por el destino de los tres personajes femeninos de Alta infidelidad, la novela más reciente de Rosa Beltrán, algo enigmático. Algo, en todo caso, difícil de explicar. Por lo mismo, porque es algo que, a pesar de ser frecuente, o tal vez por lo mismo, puede llegar a ser inexplicable, es que vale la pena merodearlo con el cuidado y la anticipación con que se camina sobre un campo minado. No es una simple coincidencia, pues, que el tradicional “Había una vez” o el popularísimo “Érase que se era” de todos los cuentos, se convierta aquí en un “Se enamoró”, la frase iniciática, y por eso mismo sucinta, con que se inaugura el discurso femenino y el discurrir agudo y jocoso de la novela.
En una escritura que combina el fraseo corto y el discurso indirecto, la sapiencia literaria y la ironía que, siendo punzante, no deja de ser ligera y veloz, deambulan por estas páginas Marcela, la practicante de estudios de género que prepara el estudio definitivo sobre ciertas Mujeres Ilustres; Silvina, la exitosa representante de México en el extranjero; y Sabine, la jovencísima anestesióloga que sabe de químicos más por los hobbies de su edad que por los cursos universitarios que ha más o menos tomado. Las tres, tal como reza el abracadabra del inicio, “se enamoraron”, aunque cada cual a su manera, y las tres, en efecto, cambiaron (y no siempre, claro, para bien). Las tres se enamoraron, además, del mismo filósofo “de mal tono muscular y bolsas debajo de los ojos”. Por eso uno de los principales personajes de este libro son, en primera instancia, los celos: una trasgresión ciertamente menor que no alcanza el estatuto de pecado mortal y que, además, en algunos casos, como el legendario entre Tolstoi y Sonia, pudiera haber sido más productiva que letal. “Algunos dirán:”, nos recuerda Beltrán, “Lev Tolstoi produjo a pesar de Sonia, lo habría hecho con o sin ella. Pero esto es una especulación. El hecho irrefutable es que lo hizo con ella.” Acaso, como lo hace el personaje de Marcela, valdría la pena preguntarse: “¿Habrá que creer que la pasión opera en nuestro favor a pesar nuestro?”. Y ahí, en ese revés que pone de cabeza algo que ya había sido puesto de pie después de haber sido puesto de cabeza, se encierra una clave tanto temática como estructural de la novela: lo que acontece no es ni natural ni esperado ni lo mismo (aunque cabe la posibilidad de que lo parezca).
Habría sido en verdad fácil construir un rígido retrato con estos ingredientes pero, justo como David Toscana o Guillermo Fadanelli, escritores de la misma generación con nuevo libro bajo el brazo, la más reciente entrega de Rosa Beltrán muestra a una autor en control, como se dice, de sus poderes creativos. Lejos de dibujar a sus tres personajes femeninos con el trazo agreste del estereotipo, Beltrán logra producir a tres mujeres complejas y contradictorias, seres humanos que no siempre toman decisiones a su favor. Ni infalibles ni malditas. Ni víctimas ni vampiras fatales. ¿A quién echarle la culpa, después de todo, de que tanta Mujer Ilustre haya donado su tiempo y energía, por ejemplo, para pasar en limpio borradores del Amor En Turno o, de plano, como Marcela, que se haya tomado lo que no parece ser molestia para escribir y mandar un artículo en nombre del Amado carece de la disciplina necesaria para hacerlo por sí mismo? Y ahí donde hubiera sido casi menester ensañarse con un personaje masculino cuyo sentido de la fidelidad es, por así decirlo, amplio, Beltrán crea un hombre enmarañado pero entrañable, dúctil pero atormentado que “no podría renunciar ni a ella ni a las mujeres presentes o futuras porque la vida es una suma de pérdidas y a partir de cierta edad, su edad, pesan más las pérdidas que las ganancias”. Se trata de un hombre que, al estallar en una crisis que lo lanza en el arremedo de una fuga en carretera, provoca el siguiente comentario: “Cuando Kant daba su acostumbrado paseo vespertino la gente ponía su reloj a la hora, en cambio cuando él pasó frente a una casucha uno de los hombres que estaba parado frente al dintel de la puerta dijo: ¿y este loquito, qué querrá?”.
La verdadera pregunta, la pregunta que Beltrán, acertadamente, no explicita ni contesta pero sí plantea en la novela es: ¿por qué? ¿Por qué el amor que, según el discurso dominante, debería ser el causante de tanto bien en el mundo, termina por afectar de tal manera las vidas, siempre complicadas, de las parejas? ¿Por qué tres mujeres aparentemente sensatas y exitosas se enamoran, y perdidamente, de ese individuo que, como lo descubrirán dos de ellas en ocasión por demás escandalosa, no tiene ni siquiera la imaginación para hacerles el amor de manera distinta? La respuesta, de existir, le corresponde enteramente a ese lector que será llevado de país en país y de drama en drama hasta no saber si todo eso se debe sólo a “la soledad que las había hecho aferrarse a él” o a que “uno de los grandes problemas del amor es que una vez enamorados no sabemos (no sabremos jamás, en realidad) si el ser amado ya era así o si cambió a causa del enamoramiento”.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna martiana del periódico Milenio]
Algo les sucede a las mujeres cuando se enamoran, algo poderoso y, a juzgar por el destino de los tres personajes femeninos de Alta infidelidad, la novela más reciente de Rosa Beltrán, algo enigmático. Algo, en todo caso, difícil de explicar. Por lo mismo, porque es algo que, a pesar de ser frecuente, o tal vez por lo mismo, puede llegar a ser inexplicable, es que vale la pena merodearlo con el cuidado y la anticipación con que se camina sobre un campo minado. No es una simple coincidencia, pues, que el tradicional “Había una vez” o el popularísimo “Érase que se era” de todos los cuentos, se convierta aquí en un “Se enamoró”, la frase iniciática, y por eso mismo sucinta, con que se inaugura el discurso femenino y el discurrir agudo y jocoso de la novela.
En una escritura que combina el fraseo corto y el discurso indirecto, la sapiencia literaria y la ironía que, siendo punzante, no deja de ser ligera y veloz, deambulan por estas páginas Marcela, la practicante de estudios de género que prepara el estudio definitivo sobre ciertas Mujeres Ilustres; Silvina, la exitosa representante de México en el extranjero; y Sabine, la jovencísima anestesióloga que sabe de químicos más por los hobbies de su edad que por los cursos universitarios que ha más o menos tomado. Las tres, tal como reza el abracadabra del inicio, “se enamoraron”, aunque cada cual a su manera, y las tres, en efecto, cambiaron (y no siempre, claro, para bien). Las tres se enamoraron, además, del mismo filósofo “de mal tono muscular y bolsas debajo de los ojos”. Por eso uno de los principales personajes de este libro son, en primera instancia, los celos: una trasgresión ciertamente menor que no alcanza el estatuto de pecado mortal y que, además, en algunos casos, como el legendario entre Tolstoi y Sonia, pudiera haber sido más productiva que letal. “Algunos dirán:”, nos recuerda Beltrán, “Lev Tolstoi produjo a pesar de Sonia, lo habría hecho con o sin ella. Pero esto es una especulación. El hecho irrefutable es que lo hizo con ella.” Acaso, como lo hace el personaje de Marcela, valdría la pena preguntarse: “¿Habrá que creer que la pasión opera en nuestro favor a pesar nuestro?”. Y ahí, en ese revés que pone de cabeza algo que ya había sido puesto de pie después de haber sido puesto de cabeza, se encierra una clave tanto temática como estructural de la novela: lo que acontece no es ni natural ni esperado ni lo mismo (aunque cabe la posibilidad de que lo parezca).
Habría sido en verdad fácil construir un rígido retrato con estos ingredientes pero, justo como David Toscana o Guillermo Fadanelli, escritores de la misma generación con nuevo libro bajo el brazo, la más reciente entrega de Rosa Beltrán muestra a una autor en control, como se dice, de sus poderes creativos. Lejos de dibujar a sus tres personajes femeninos con el trazo agreste del estereotipo, Beltrán logra producir a tres mujeres complejas y contradictorias, seres humanos que no siempre toman decisiones a su favor. Ni infalibles ni malditas. Ni víctimas ni vampiras fatales. ¿A quién echarle la culpa, después de todo, de que tanta Mujer Ilustre haya donado su tiempo y energía, por ejemplo, para pasar en limpio borradores del Amor En Turno o, de plano, como Marcela, que se haya tomado lo que no parece ser molestia para escribir y mandar un artículo en nombre del Amado carece de la disciplina necesaria para hacerlo por sí mismo? Y ahí donde hubiera sido casi menester ensañarse con un personaje masculino cuyo sentido de la fidelidad es, por así decirlo, amplio, Beltrán crea un hombre enmarañado pero entrañable, dúctil pero atormentado que “no podría renunciar ni a ella ni a las mujeres presentes o futuras porque la vida es una suma de pérdidas y a partir de cierta edad, su edad, pesan más las pérdidas que las ganancias”. Se trata de un hombre que, al estallar en una crisis que lo lanza en el arremedo de una fuga en carretera, provoca el siguiente comentario: “Cuando Kant daba su acostumbrado paseo vespertino la gente ponía su reloj a la hora, en cambio cuando él pasó frente a una casucha uno de los hombres que estaba parado frente al dintel de la puerta dijo: ¿y este loquito, qué querrá?”.
La verdadera pregunta, la pregunta que Beltrán, acertadamente, no explicita ni contesta pero sí plantea en la novela es: ¿por qué? ¿Por qué el amor que, según el discurso dominante, debería ser el causante de tanto bien en el mundo, termina por afectar de tal manera las vidas, siempre complicadas, de las parejas? ¿Por qué tres mujeres aparentemente sensatas y exitosas se enamoran, y perdidamente, de ese individuo que, como lo descubrirán dos de ellas en ocasión por demás escandalosa, no tiene ni siquiera la imaginación para hacerles el amor de manera distinta? La respuesta, de existir, le corresponde enteramente a ese lector que será llevado de país en país y de drama en drama hasta no saber si todo eso se debe sólo a “la soledad que las había hecho aferrarse a él” o a que “uno de los grandes problemas del amor es que una vez enamorados no sabemos (no sabremos jamás, en realidad) si el ser amado ya era así o si cambió a causa del enamoramiento”.
--crg
Thursday, November 30, 2006
EL ESPEJO RETROVISOR
Era difícil saber si intentaba matarse o si, cual quijote contemporáneo, pretendía que su escoba de ramas fuera en realidad capaz de enfrentar, con éxito, a la marabunta de coches matutinos. La luz de invierno y el impecable cielo azul le otorgaban a la escena un aura de irrealidad. ¿Había de verdad un hombre de cabello enmarañado y gesto adusto barriendo algo que sólo él podía ver en el carril izquierdo de una vía de alta velocidad? No logré escuchar lo que le decía al aire. Esquivé, eso sí, la escoba y la materia que, invisible, diseminaba sobre el pavimento. El espejo retrovisor, que reflejaba su espalda, me dijo que todo eso había sido real.
--crg
Era difícil saber si intentaba matarse o si, cual quijote contemporáneo, pretendía que su escoba de ramas fuera en realidad capaz de enfrentar, con éxito, a la marabunta de coches matutinos. La luz de invierno y el impecable cielo azul le otorgaban a la escena un aura de irrealidad. ¿Había de verdad un hombre de cabello enmarañado y gesto adusto barriendo algo que sólo él podía ver en el carril izquierdo de una vía de alta velocidad? No logré escuchar lo que le decía al aire. Esquivé, eso sí, la escoba y la materia que, invisible, diseminaba sobre el pavimento. El espejo retrovisor, que reflejaba su espalda, me dijo que todo eso había sido real.
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Tuesday, November 28, 2006
LA MANO OBLICUA
Columna martiana (porque sale cada martes) en la sección de cultura del periódico mexicano Milenio.
ELOGIO A LA SINIESTRA (QUE ES CON LA QUE ESCRIBO)
[para Maricruz Castro, quien me ha convencido de que Alfonso Reyes vive en mi inconsciente]
“¿Estamos seguros de que la mano valga menos que el cerebro o el corazón?”, se preguntaba no hace mucho Don Alfonso Reyes en ese cuento-ensayo-post (antes de que existieran)-cosa-maravillosa que es “La mano del comandante Aranda”. Me siento tentada a apostar la diestra, y también la siniestra, que es con la que escribo, a que no estamos seguros de eso en absoluto. En todo caso: sé que no lo estoy. La mano hace. Al contrario del cerebro o, incluso, del corazón, la mano existe en su concreto hacer. Material y, para colmo, femenina, la mano no puede escapar del aquí y ahora que la funda. Por eso la mano es lo mismo que la escritura. Y eso, que yo sepa, vale más que el cerebro y que el corazón, y más que las dos cosas juntas.
En clara (y expresa) referencia a Maupassant y Nerval, Reyes se lanza en delirante persecución de esa diestra que, amputada del cuerpo del comandante Benjamín Aranda en acción de guerra, hace de las suyas en casa. No sólo le crecen las uñas, razón por la cual hay que contratar a la manicura, sino que, a medida que cobra más conciencia de sí, adquiere una independencia (que a otros les parecerá ingobernabilidad) y un carácter tan propios que casi se convence de que es una persona, “un inventor de su propia conducta”. Ahí anda La Diestra, pues, captando “formas fugitivas”, cambiando cosas de sitio o rompiendo ventanas sin obedecer a nadie, burlona y traviesa. Porque eso también es la mano: la algarabía del hacer que se hace a sí mismo. Esa extraña especie de humor. No por nada La Diestra del comandante “pellizcaba las narices de las visitas, abofeteaba en la puerta a los cobradores, se quedaba inmóvil, “haciendo el muerto”, para dejarse contemplar por los que aún no la conocían, y de repente les hacía una señal obscena”. No hace falta decirlo pero lo digo: la mano pronto se volvió incómoda. La familia se desmoralizó frente a su quehacer constante: el manco caía en extremos de melancolía, la señora se hizo recelosa y asustadiza, los hijos se volvieron negligentes. Porque la mano, cuando es mano de a de veras, también puede causar eso: incomodidad, zozobra, duda extrema ¿Y qué más importante para la creación que salir de nuestros lugares favorables y ventajosos? ¿Qué mejor definición de la escritura (que es pura crítica) que la mismísima incomodidad?
También eso me gusta de la mano: su radical materialidad, sí, su quehacer y su travesura, por supuesto, pero, por sobre todas las cosas, ese movimiento continuo que le impide embonar. Su don, digámoslo así, de la oblicuidad: esa manera sinuosa y descreída de posarse sobre el mundo como si no existiera el plano frontal. Ver como uno ve cuando ve de lado: yéndose, o a punto. La fuga que eso implica: la mano cuando rebana el aire y dice adiós. Me gusta, quiero decir, que la mano se meta en todo (sin pedir permiso) y que, muy en el tenor de Deleuze, pueda preguntarse o se pregunte: “¿Por qué no tendría yo derecho a hablar de medicina sin ser médico si hablo de ella como un perro? ¿Por qué no podría hablar de la droga sin ser drogadicto si hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier cosa, incluso aunque se trate de un discurso completamente irreal o artificial, sin que se me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan?".
En contra de los pensamientos que aspiran a convertirse en jueces de lo pensado, elitistas por vocación y jerarquizadores por mero instinto de réplica, autor-izadores por gracia del poder que buscan ejercer, si es posible con violencia, Deleuze (y la mano de Deleuze) pasa a apoyar el pensamiento que se hace en términos de incertidumbre e improbabilidad. Un pensar no especializado ni especializador; un pensar que busca el punto de fuga que es, con frecuencia, el punto del placer; un pensar que es un pensar-con-otro, en su contra, y de vuelta. Un pensar que es, en verdad, un tocar y, aún más, un tocar por dentro. Un pensar que no avanza en dirección a la identidad (yo soy esto) sino en contrachoque a la identificación (yo deseo ser lo otro).
Lo confieso, pues, y así termino: yo deseo ser mi mano. Aunque, al contrario de Reyes que elogia a La Diestra, yo deseo ser mi mano izquierda. Mi propia siniestra. Todavía no creo, como lo creía Don Alfonso, que la Siniestra sea la mano femenina del binomio (tan "lenta" ella, tan llena de "virtudes prehistóricas"). En todo caso, y en esto sí coincido por completo con este habitante de mi inconscinete, es una verdadera suerte, sobre todo en estos tiempos, que “no tengamos dos manos derechas”.
--crg
Columna martiana (porque sale cada martes) en la sección de cultura del periódico mexicano Milenio.
ELOGIO A LA SINIESTRA (QUE ES CON LA QUE ESCRIBO)
[para Maricruz Castro, quien me ha convencido de que Alfonso Reyes vive en mi inconsciente]
“¿Estamos seguros de que la mano valga menos que el cerebro o el corazón?”, se preguntaba no hace mucho Don Alfonso Reyes en ese cuento-ensayo-post (antes de que existieran)-cosa-maravillosa que es “La mano del comandante Aranda”. Me siento tentada a apostar la diestra, y también la siniestra, que es con la que escribo, a que no estamos seguros de eso en absoluto. En todo caso: sé que no lo estoy. La mano hace. Al contrario del cerebro o, incluso, del corazón, la mano existe en su concreto hacer. Material y, para colmo, femenina, la mano no puede escapar del aquí y ahora que la funda. Por eso la mano es lo mismo que la escritura. Y eso, que yo sepa, vale más que el cerebro y que el corazón, y más que las dos cosas juntas.
En clara (y expresa) referencia a Maupassant y Nerval, Reyes se lanza en delirante persecución de esa diestra que, amputada del cuerpo del comandante Benjamín Aranda en acción de guerra, hace de las suyas en casa. No sólo le crecen las uñas, razón por la cual hay que contratar a la manicura, sino que, a medida que cobra más conciencia de sí, adquiere una independencia (que a otros les parecerá ingobernabilidad) y un carácter tan propios que casi se convence de que es una persona, “un inventor de su propia conducta”. Ahí anda La Diestra, pues, captando “formas fugitivas”, cambiando cosas de sitio o rompiendo ventanas sin obedecer a nadie, burlona y traviesa. Porque eso también es la mano: la algarabía del hacer que se hace a sí mismo. Esa extraña especie de humor. No por nada La Diestra del comandante “pellizcaba las narices de las visitas, abofeteaba en la puerta a los cobradores, se quedaba inmóvil, “haciendo el muerto”, para dejarse contemplar por los que aún no la conocían, y de repente les hacía una señal obscena”. No hace falta decirlo pero lo digo: la mano pronto se volvió incómoda. La familia se desmoralizó frente a su quehacer constante: el manco caía en extremos de melancolía, la señora se hizo recelosa y asustadiza, los hijos se volvieron negligentes. Porque la mano, cuando es mano de a de veras, también puede causar eso: incomodidad, zozobra, duda extrema ¿Y qué más importante para la creación que salir de nuestros lugares favorables y ventajosos? ¿Qué mejor definición de la escritura (que es pura crítica) que la mismísima incomodidad?
También eso me gusta de la mano: su radical materialidad, sí, su quehacer y su travesura, por supuesto, pero, por sobre todas las cosas, ese movimiento continuo que le impide embonar. Su don, digámoslo así, de la oblicuidad: esa manera sinuosa y descreída de posarse sobre el mundo como si no existiera el plano frontal. Ver como uno ve cuando ve de lado: yéndose, o a punto. La fuga que eso implica: la mano cuando rebana el aire y dice adiós. Me gusta, quiero decir, que la mano se meta en todo (sin pedir permiso) y que, muy en el tenor de Deleuze, pueda preguntarse o se pregunte: “¿Por qué no tendría yo derecho a hablar de medicina sin ser médico si hablo de ella como un perro? ¿Por qué no podría hablar de la droga sin ser drogadicto si hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier cosa, incluso aunque se trate de un discurso completamente irreal o artificial, sin que se me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan?".
En contra de los pensamientos que aspiran a convertirse en jueces de lo pensado, elitistas por vocación y jerarquizadores por mero instinto de réplica, autor-izadores por gracia del poder que buscan ejercer, si es posible con violencia, Deleuze (y la mano de Deleuze) pasa a apoyar el pensamiento que se hace en términos de incertidumbre e improbabilidad. Un pensar no especializado ni especializador; un pensar que busca el punto de fuga que es, con frecuencia, el punto del placer; un pensar que es un pensar-con-otro, en su contra, y de vuelta. Un pensar que es, en verdad, un tocar y, aún más, un tocar por dentro. Un pensar que no avanza en dirección a la identidad (yo soy esto) sino en contrachoque a la identificación (yo deseo ser lo otro).
Lo confieso, pues, y así termino: yo deseo ser mi mano. Aunque, al contrario de Reyes que elogia a La Diestra, yo deseo ser mi mano izquierda. Mi propia siniestra. Todavía no creo, como lo creía Don Alfonso, que la Siniestra sea la mano femenina del binomio (tan "lenta" ella, tan llena de "virtudes prehistóricas"). En todo caso, y en esto sí coincido por completo con este habitante de mi inconscinete, es una verdadera suerte, sobre todo en estos tiempos, que “no tengamos dos manos derechas”.
--crg
Tuesday, November 21, 2006
LA MANO OBLICUA
La mano que muestra la palma, casi.
La mano como paisaje.
La mano, de cinco dedos, que dice adiós.
La mano, trémula.
La mano mi mano tu mano.
La mano que corta los ladrillos en dos.
La mano distante.
La mano que jala las trenzas, traviesa.
La mano con guante de seda.
Muy pronto, la mano
oblicua ella.
--crg
La mano que muestra la palma, casi.
La mano como paisaje.
La mano, de cinco dedos, que dice adiós.
La mano, trémula.
La mano mi mano tu mano.
La mano que corta los ladrillos en dos.
La mano distante.
La mano que jala las trenzas, traviesa.
La mano con guante de seda.
Muy pronto, la mano
oblicua ella.
--crg
LO QUE ELLA VE O DE PORQUE, AUNQUE DESEARÍA MANTENER UN DIGNO SILENCIO, OPTO POR GATEAR
[texto elaborado para la presentación de la exposición de fotografías del Manicomio General la Castañeda, que se inaugurará el jueves 23 de noviembre, a las 19:00 hrs., en las instalaciones del Instituto Nacional de Antropología e Historia en su sede de Tlalpan]
[a la escritora puertorriqueña Marta Aponte Alsina, quien me hizo recordar el pasaje de los dientes en el texto de Bolaño, una tarde de miércoles, en San Juan]
GATEAR
Viajar enferma, decía Roberto Bolaño en un texto acerca de la enfermedad, o para ser más precisos, en un texto acerca de la enfermedad más la literatura, de cuya suma, como se sabe, sólo puede resultar más enfermedad. Es más sano, estoy de acuerdo, quedarse en casa durante el invierno y quitarse la bufanda únicamente en el verano. Es más sano decir esto o aquello, contextualizar, argumentar con mesura. Saber, o aparentar saber. Es más sano no respirar, en efecto. Es más sano, infinitamente más sano, irrebatiblemente más sano, no ver las fotografías de un manicomio. ¿Para qué habría de hacer uno algo así? Y, ya hecho (porque uno, ya por error o por distracción o por simple costumbre o debido a una invitación a veces hace cosas así, claro está) pero ya hecho, pues, ¿qué hace uno con lo ya visto? “Lo mejor que uno puede hacer en un manicomio”, escribió también Bolaño en ese mismo texto sobre la enfermedad y la literatura que no es otra cosa más que pura enfermedad, “lo mejor que uno puede hacer en un manicomio, aparte de mantener un silencio lo más digno posible, es gatear u observar el gateo de los compañeros de desgracia” .
Sería un tanto ridículo que, invitada como vengo ahora para hablar sobre las fotografías del Manicomio General La Castañeda, reunidas o rescatadas o en todo caso vistas por la mirada sagaz y meticulosa de José Rojas Loa, me dedicara yo hoy a guardar, como lo sugería Bolaño, un digno silencio o, vamos, hasta un silencio más o menos digno. La posibilidad, he de aceptarlo, me pasó por la cabeza y, aún aquí, o especialmente aquí, rodeada de estas imágenes, me sigue pasando por la cabeza: la posibilidad de anunciarles, de la manera menos dramática posible, que he aceptado esta invitación para discurrir, con mesura y sapiencia de ser posible, sobre las fotografías de la Castañeda para hacer, en su lugar, lo que se debe hacer frente a las imágenes de estos hombres y mujeres que, hace años—hace no tantos años, de hecho—fueron diagnosticados como enfermos, como enfermos mentales, y estuvieron, por lo tanto, recluidos en un manicomio al que, por razones que todavía no entiendo, me he dedicado a estudiar los últimos 8 o 10 o 13 años de mi vida. Estoy aquí, les iba yo a anunciar sin dramatismo alguno pero, eso sí, muy de acuerdo a esa idea vertiginosa que pasó, que no deja de pasar, una y otra vez por la cabeza, estoy aquí para hacer lo único digno, lo único justo, lo único sensato: guardar silencio.
Pero ya dije que hacer eso sería un tanto ridículo, o que al menos a mí, en estas circunstancias, me resultaría un tanto ridículo, puesto que si de mantener silencio se trata, o se tratara, ya tengo yo toda mi casa o mi oficina o, incluso, el teléfono. Sólo me queda, pues, una alternativa honesta: gatear. O dos alternativas: gatear y observar, al mismo tiempo, el gateo de mis compañeros de desgracia. Gatear que quiere decir caer de rodillas y tocar el suelo con las manos. Gatear que no es, como el caminar, un movimiento sano y articulado y vertical. Gatear que es retroceder en el tiempo, invadir la infancia o la sinrazón. Balbucir. Trastabillar. Gatear que, aunque sin usar esas palabras, es lo que nos aconsejaba hacer también Susan Sontag frente a las imágenes del dolor. Gatear que es quebrarse, entiéndase. Decir: Aquí. Decir: Duele. Repetirlo. Gatear que significa no me levantaré. Que es escribir, gatear. Tú ganas. Entiéndase.
DIENTES
En el mismo texto sobre la enfermedad, Bolaño habla, por supuesto, de los dientes. De la pérdida de sus dientes. De la manera en que los fue dejando, como las miguitas de Hansel y Gretel, en diferentes países. Porque viajar, Bolaño tenía razón, Baudelaire tenía razón, viajar enferma. Salir de casa, andar a la intemperie, olvidarse de la bufanda o el paraguas, todo eso enferma. Andar por la cabeza, sentarse frente a un volante, ver el mundo a través de un parabrisas, aceptar invitaciones para hablar sobre algo de lo que es imposible o indigno hablar, todo eso enferma. Como no puedo mantener el silencio sugerido frente a las fotografías de la Castañeda, permítaseme, ahora, gatear entre esos dientes careados o caídos, en todo caso, desechos. Permítaseme pasar la lengua por las encías y llamar la atención sobre esas ruinas o, con mayor precisión, sobre los espacios donde deberían estar o haber estado esas ruinas. Ahí está la enfermedad: la locura se encuentra, por supuesto, en los dientes. Todo lo demás es metafísica.
A TRAVÉS
Es la imagen de una mujer de falda larga y cabello largo y largos brazos. La mujer se parece a la actriz mexicana Salma Hayek. Digo esto de verdad. La mujer, que se sabe vista, a punto de ser capturada por la lente de una cámara fotográfica y que ya ha sido capturada con anterioridad por la clasificación médica de una institución de la Beneficencia Pública que responde, y esto puede ser comprobado, al nombre de Manicomio General La Castañeda, extiende y flexiona esos largos brazos, las manos abiertas al final de cada uno de ellos, como si detuviera un pedazo de vidrio. Un mimo. Es el gesto de un mimo. No sé, no puedo saber, no hay manera de saber, si la mujer que se parece a la actriz mexicana Salma Hayek está, verdaderamente, detrás de un vidrio. Lo cierto es que nos mira, a todos nosotros, a través. Se preguntaba Don DeLillo en esa maravillosa novela que es The Body Artist qué tipo de mundos imposibles verían los pájaros a través de nuestras ventanas. Yo me hago la misma pregunta. ¿Qué tipo de locura o de hastío o de corrupción estará viendo, ahora mismo, esa mujer que se parece un poco a Salma Hayeck y otro tanto a ese pájaro de DeLillo que se detiene apenas en el borde de una ventana que ha decidido, por cuestión supongo de salud mental, no cruzar? Lo interesante, que no es lo mismo que lo importante, decía Delueze, es nunca dejar de preguntarse qué es lo que ella ve. Qué tipo de mundo imposible somos todos nosotros, ahora mismo, reunidos aquí. Que para eso y no para otra cosa uno observa, ahora lo sé, las fotografías de un manicomio. Para gatear, claro, y para preguntarse de manera obsesiva y enferma y literaria y repetitiva qué tipo de mundo imposible constituimos todos nosotros aquí. Ahora.
--crg
[texto elaborado para la presentación de la exposición de fotografías del Manicomio General la Castañeda, que se inaugurará el jueves 23 de noviembre, a las 19:00 hrs., en las instalaciones del Instituto Nacional de Antropología e Historia en su sede de Tlalpan]
[a la escritora puertorriqueña Marta Aponte Alsina, quien me hizo recordar el pasaje de los dientes en el texto de Bolaño, una tarde de miércoles, en San Juan]
GATEAR
Viajar enferma, decía Roberto Bolaño en un texto acerca de la enfermedad, o para ser más precisos, en un texto acerca de la enfermedad más la literatura, de cuya suma, como se sabe, sólo puede resultar más enfermedad. Es más sano, estoy de acuerdo, quedarse en casa durante el invierno y quitarse la bufanda únicamente en el verano. Es más sano decir esto o aquello, contextualizar, argumentar con mesura. Saber, o aparentar saber. Es más sano no respirar, en efecto. Es más sano, infinitamente más sano, irrebatiblemente más sano, no ver las fotografías de un manicomio. ¿Para qué habría de hacer uno algo así? Y, ya hecho (porque uno, ya por error o por distracción o por simple costumbre o debido a una invitación a veces hace cosas así, claro está) pero ya hecho, pues, ¿qué hace uno con lo ya visto? “Lo mejor que uno puede hacer en un manicomio”, escribió también Bolaño en ese mismo texto sobre la enfermedad y la literatura que no es otra cosa más que pura enfermedad, “lo mejor que uno puede hacer en un manicomio, aparte de mantener un silencio lo más digno posible, es gatear u observar el gateo de los compañeros de desgracia” .
Sería un tanto ridículo que, invitada como vengo ahora para hablar sobre las fotografías del Manicomio General La Castañeda, reunidas o rescatadas o en todo caso vistas por la mirada sagaz y meticulosa de José Rojas Loa, me dedicara yo hoy a guardar, como lo sugería Bolaño, un digno silencio o, vamos, hasta un silencio más o menos digno. La posibilidad, he de aceptarlo, me pasó por la cabeza y, aún aquí, o especialmente aquí, rodeada de estas imágenes, me sigue pasando por la cabeza: la posibilidad de anunciarles, de la manera menos dramática posible, que he aceptado esta invitación para discurrir, con mesura y sapiencia de ser posible, sobre las fotografías de la Castañeda para hacer, en su lugar, lo que se debe hacer frente a las imágenes de estos hombres y mujeres que, hace años—hace no tantos años, de hecho—fueron diagnosticados como enfermos, como enfermos mentales, y estuvieron, por lo tanto, recluidos en un manicomio al que, por razones que todavía no entiendo, me he dedicado a estudiar los últimos 8 o 10 o 13 años de mi vida. Estoy aquí, les iba yo a anunciar sin dramatismo alguno pero, eso sí, muy de acuerdo a esa idea vertiginosa que pasó, que no deja de pasar, una y otra vez por la cabeza, estoy aquí para hacer lo único digno, lo único justo, lo único sensato: guardar silencio.
Pero ya dije que hacer eso sería un tanto ridículo, o que al menos a mí, en estas circunstancias, me resultaría un tanto ridículo, puesto que si de mantener silencio se trata, o se tratara, ya tengo yo toda mi casa o mi oficina o, incluso, el teléfono. Sólo me queda, pues, una alternativa honesta: gatear. O dos alternativas: gatear y observar, al mismo tiempo, el gateo de mis compañeros de desgracia. Gatear que quiere decir caer de rodillas y tocar el suelo con las manos. Gatear que no es, como el caminar, un movimiento sano y articulado y vertical. Gatear que es retroceder en el tiempo, invadir la infancia o la sinrazón. Balbucir. Trastabillar. Gatear que, aunque sin usar esas palabras, es lo que nos aconsejaba hacer también Susan Sontag frente a las imágenes del dolor. Gatear que es quebrarse, entiéndase. Decir: Aquí. Decir: Duele. Repetirlo. Gatear que significa no me levantaré. Que es escribir, gatear. Tú ganas. Entiéndase.
DIENTES
En el mismo texto sobre la enfermedad, Bolaño habla, por supuesto, de los dientes. De la pérdida de sus dientes. De la manera en que los fue dejando, como las miguitas de Hansel y Gretel, en diferentes países. Porque viajar, Bolaño tenía razón, Baudelaire tenía razón, viajar enferma. Salir de casa, andar a la intemperie, olvidarse de la bufanda o el paraguas, todo eso enferma. Andar por la cabeza, sentarse frente a un volante, ver el mundo a través de un parabrisas, aceptar invitaciones para hablar sobre algo de lo que es imposible o indigno hablar, todo eso enferma. Como no puedo mantener el silencio sugerido frente a las fotografías de la Castañeda, permítaseme, ahora, gatear entre esos dientes careados o caídos, en todo caso, desechos. Permítaseme pasar la lengua por las encías y llamar la atención sobre esas ruinas o, con mayor precisión, sobre los espacios donde deberían estar o haber estado esas ruinas. Ahí está la enfermedad: la locura se encuentra, por supuesto, en los dientes. Todo lo demás es metafísica.
A TRAVÉS
Es la imagen de una mujer de falda larga y cabello largo y largos brazos. La mujer se parece a la actriz mexicana Salma Hayek. Digo esto de verdad. La mujer, que se sabe vista, a punto de ser capturada por la lente de una cámara fotográfica y que ya ha sido capturada con anterioridad por la clasificación médica de una institución de la Beneficencia Pública que responde, y esto puede ser comprobado, al nombre de Manicomio General La Castañeda, extiende y flexiona esos largos brazos, las manos abiertas al final de cada uno de ellos, como si detuviera un pedazo de vidrio. Un mimo. Es el gesto de un mimo. No sé, no puedo saber, no hay manera de saber, si la mujer que se parece a la actriz mexicana Salma Hayek está, verdaderamente, detrás de un vidrio. Lo cierto es que nos mira, a todos nosotros, a través. Se preguntaba Don DeLillo en esa maravillosa novela que es The Body Artist qué tipo de mundos imposibles verían los pájaros a través de nuestras ventanas. Yo me hago la misma pregunta. ¿Qué tipo de locura o de hastío o de corrupción estará viendo, ahora mismo, esa mujer que se parece un poco a Salma Hayeck y otro tanto a ese pájaro de DeLillo que se detiene apenas en el borde de una ventana que ha decidido, por cuestión supongo de salud mental, no cruzar? Lo interesante, que no es lo mismo que lo importante, decía Delueze, es nunca dejar de preguntarse qué es lo que ella ve. Qué tipo de mundo imposible somos todos nosotros, ahora mismo, reunidos aquí. Que para eso y no para otra cosa uno observa, ahora lo sé, las fotografías de un manicomio. Para gatear, claro, y para preguntarse de manera obsesiva y enferma y literaria y repetitiva qué tipo de mundo imposible constituimos todos nosotros aquí. Ahora.
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Thursday, November 16, 2006
LA BOLSA O LA VIDA
[en columna colectiva Primera Dama, sección de cultura de El Universal]
Excepto por dos o tres amigas minimasculinistas que prefieren organizar sus objetos personales en una diminuta cartera, casi todas las mujeres que conozco llevan a un costado del cuerpo, con frecuencia del lado del corazón, una bolsa. La bolsa, por más que lo parezca, no es un objeto. No es, quiero decir, sólo un objeto. La bolsa es un mundo. Cual novela total, la bolsa lo contiene todo o, en todo caso, podría. La bolsa es una historia de vida, un botiquín de primeros auxilios, una cueva prehistórica, una barrera contra el olvido, un ancla, una casa completa (con todo y puerta y ventanas), una adicción, un pequeño museo de objetos perdidos e inútiles, una caja fuerte, el mítico sombrero de un mago, la compañía más serena. Como el cuerpo cuando se sumerge en el río de la infancia, la mano que entra en el interior de la bolsa puede encontrar cualquier cosa.
Siendo todo esto, y aún más, resulta en verdad alarmante que existan tan pocos lugares diseñados exclusivamente para ella. Todo parece indicar que el mundo no es más que una proposición en contra de la bolsa. Para muestra bastan un par de botones.
Incluso en los baños públicos más limpios y funcionales, hasta en aquellos que cuentan con la repisa donde se puede colocar a un niño para cambiar su ropa interior, raro es el que cuenta con un pequeño aditamento diseñado para evitar que la bolsa toque el suelo—cosa que, como se sabe, tiene repercusiones funestas en la economía de su dueña.
En ninguno de los autos en que me he subido hasta ahora existe un lugar especial para la bolsa—y por eso termina entre los pies del copiloto o, peor, de los que viajan en el asiento trasero, o sobre un asiento vacío, su contenido desparramado al menor testereo.
En las casas sucede lo mismo. Los abrigos y los sombreros encuentran más bien con facilidad el artefacto del cual colgarán con más gloria que pena, pero no así la bolsa, que pasará sus horas hogareñas sobre una silla, a un lado de la mesa, o colgando del respaldo de la cama o, y esto es bastante frecuente, perdida (como las llaves, por cierto).
En algunos restaurantes existen muebles especiales para colgar la bolsa, pero no así en los bares ¿Se supone entonces que La Bolsa debe quedarse en casa, comportadita, mientras la delgadísima cartera se divierte de lo lindo hasta entrada la madrugada?
Las cosas son tristes en el universo de las bolsas, no cabe duda. Vamos, cuando ni en el coche diseñado por Zaha Hadid, la arquitecta irreverente ganadora del prestigiado premio Pritzker cuya retrospectiva se exhibe ahora en el Guggenheim de Nueva York, existe un espacio para la bolsa, se entiende que las cosas no sólo son tristes sino también graves.
¿De verdad ninguno de nuestros diseñadores de lo cotidiano usa bolsa? ¿Nunca han tenido amigas o madres o hermanas que les sugieran, con la cortesía del caso, que miren a su alrededor y se pongan en los zapatos o, con mayor precisión, en las bolsas de los otros, para producir el espacio donde pueda residir, aún efímeramente, el objeto? Así es, nada más ni nada menos: este es un llamado a nuestros queridos diseñadores para que hagan algo por mi bolsa, que es mi mundo, por supuesto, y será mi tumba, cual debe, y mi más allá.
--crg
[en columna colectiva Primera Dama, sección de cultura de El Universal]
Excepto por dos o tres amigas minimasculinistas que prefieren organizar sus objetos personales en una diminuta cartera, casi todas las mujeres que conozco llevan a un costado del cuerpo, con frecuencia del lado del corazón, una bolsa. La bolsa, por más que lo parezca, no es un objeto. No es, quiero decir, sólo un objeto. La bolsa es un mundo. Cual novela total, la bolsa lo contiene todo o, en todo caso, podría. La bolsa es una historia de vida, un botiquín de primeros auxilios, una cueva prehistórica, una barrera contra el olvido, un ancla, una casa completa (con todo y puerta y ventanas), una adicción, un pequeño museo de objetos perdidos e inútiles, una caja fuerte, el mítico sombrero de un mago, la compañía más serena. Como el cuerpo cuando se sumerge en el río de la infancia, la mano que entra en el interior de la bolsa puede encontrar cualquier cosa.
Siendo todo esto, y aún más, resulta en verdad alarmante que existan tan pocos lugares diseñados exclusivamente para ella. Todo parece indicar que el mundo no es más que una proposición en contra de la bolsa. Para muestra bastan un par de botones.
Incluso en los baños públicos más limpios y funcionales, hasta en aquellos que cuentan con la repisa donde se puede colocar a un niño para cambiar su ropa interior, raro es el que cuenta con un pequeño aditamento diseñado para evitar que la bolsa toque el suelo—cosa que, como se sabe, tiene repercusiones funestas en la economía de su dueña.
En ninguno de los autos en que me he subido hasta ahora existe un lugar especial para la bolsa—y por eso termina entre los pies del copiloto o, peor, de los que viajan en el asiento trasero, o sobre un asiento vacío, su contenido desparramado al menor testereo.
En las casas sucede lo mismo. Los abrigos y los sombreros encuentran más bien con facilidad el artefacto del cual colgarán con más gloria que pena, pero no así la bolsa, que pasará sus horas hogareñas sobre una silla, a un lado de la mesa, o colgando del respaldo de la cama o, y esto es bastante frecuente, perdida (como las llaves, por cierto).
En algunos restaurantes existen muebles especiales para colgar la bolsa, pero no así en los bares ¿Se supone entonces que La Bolsa debe quedarse en casa, comportadita, mientras la delgadísima cartera se divierte de lo lindo hasta entrada la madrugada?
Las cosas son tristes en el universo de las bolsas, no cabe duda. Vamos, cuando ni en el coche diseñado por Zaha Hadid, la arquitecta irreverente ganadora del prestigiado premio Pritzker cuya retrospectiva se exhibe ahora en el Guggenheim de Nueva York, existe un espacio para la bolsa, se entiende que las cosas no sólo son tristes sino también graves.
¿De verdad ninguno de nuestros diseñadores de lo cotidiano usa bolsa? ¿Nunca han tenido amigas o madres o hermanas que les sugieran, con la cortesía del caso, que miren a su alrededor y se pongan en los zapatos o, con mayor precisión, en las bolsas de los otros, para producir el espacio donde pueda residir, aún efímeramente, el objeto? Así es, nada más ni nada menos: este es un llamado a nuestros queridos diseñadores para que hagan algo por mi bolsa, que es mi mundo, por supuesto, y será mi tumba, cual debe, y mi más allá.
--crg
Wednesday, November 15, 2006
THE INNER VASTNESS OF WORDS
that thing, he says
looking at the baroque catapult that crosses the street
this thing, he claims
tense as an arrow
weeping over the moth crushed between blades
a sentimental male
a three year-old boy born through me
thrown onto the world by the grace of flesh
history, genes, metaphors, touch
explores the outer limits of language
the inner vastness of words
this thing, he says
gazing upon exactly nothing in perfect awe, still
this thing, he insists
pointing out the within
I sigh: the thing
yet unknown and ever expansive
a lake without shores
untamed by letters, grammatical rules, tenses
the realest real unabsorbed
the beyond
the thing
I sigh again, pondering
whether the thing will like to become love
just love
by the grace of flesh, history, genes, methaphor
for the sake of conjugation.
--crg
that thing, he says
looking at the baroque catapult that crosses the street
this thing, he claims
tense as an arrow
weeping over the moth crushed between blades
a sentimental male
a three year-old boy born through me
thrown onto the world by the grace of flesh
history, genes, metaphors, touch
explores the outer limits of language
the inner vastness of words
this thing, he says
gazing upon exactly nothing in perfect awe, still
this thing, he insists
pointing out the within
I sigh: the thing
yet unknown and ever expansive
a lake without shores
untamed by letters, grammatical rules, tenses
the realest real unabsorbed
the beyond
the thing
I sigh again, pondering
whether the thing will like to become love
just love
by the grace of flesh, history, genes, methaphor
for the sake of conjugation.
--crg
Tuesday, November 14, 2006
¿HABÍA, DE VERDAD, SUBIDO LA ESCALERA?
[un movimiento]
Subió las escaleras lentamente, todavía sintiendo que su garbo y su donaire le pertenecían a otro edificio. Imaginó que el dueño las había mandado traer de otro lado, desmantelando otra construcción piedra tras piedra, cuidadosamente, sólo para reconstruirla con el mismo cuidado en el nuevo espacio. ¿Se podría hacer eso en realidad? Tuvo la tentación de dejarse sorprender, pero en el mismo instante visualizaba escenarios.
Diría: qué gusto, con la voz de alguien que paseaba por las calles de una ciudad que conocía de memoria.
Diría: cuánto tiempo, con el tono neutro de una persona lejana.
También avizoró el silencio. El pasmo. La frustración inherente a las palabras que se saborean bajo la lengua sin posibilidad alguna de llegar al sonido.
O diría: ¿Cómo lograste entrar? A la defensiva, fingiendo que todo era real.
A medida que ascendía las escaleras equivocadas, seguramente traídas de otro edificio más ufano, menos decadente, se preguntaba si todo esto no era más que un invento, el resultado de su imaginación afiebraba. Y se preguntó también si esto era lo que toda la gente hacía dentro de sus propios olvidos: correr el telón de lo real y agazaparse en un lugar pequeño, un ángulo apenas, detrás de los escenarios donde todo ocurría. Sin cesar. Se repitió su nombre una y otra vez. Marina. Trataba de regresar a su cuerpo. Marina Espinosa. Sintió la lisura de la madera donde apoyaba su mano mientras subía la escalera en la cámara lenta de su cansancio. Olió el aroma de flores frescas que salía de algún cuarto. Inspeccionó la luz que se colaba desde ¿dónde? No pudo identificar la fuente, pero se fijó en las isletas luminosas que se formaban en el filo de los escalones. Su zapato horadando la mancha luminífera. Su zapato saliendo de ella.
Diría: qué sorpresa, con la voz impostada, tratando de mentir con los ojos.
O no diría nada.
Como santo Tomás, iría hasta ella para tocarla, para comprobar que no se trataba de un producto de su imaginación. Mordería la moneda de oro. Usaría el microscopio del tacto. Burlaría a su mente. Se burlaría de ella. Te descubrí. Niña con manos en la masa.
Diría: no te esperaba.
Diría: te esperaba.
Los escenarios se multiplicaban conforme subía la escalera. Los teatros enteros. Las marquesinas. Las palabras brotaban la una de la otra con reminscencias de planta, de ser vivo. Hijas de las hijas de las hijas. Todo en femenino.
Diría: ¿Cómo estás?
Y de inmediato estallaría en una carcajada jocosa, medianamente avergonzada. Si estuviera bien, si alguna de las dos estuviera bien, no estaría aquí, no estarían aquí. Un cuarto del hotel La Estrella de Choi.
Diría: ¿Dónde estás? Tratando de identificar su silueta entre la penumbra del lugar. Haciéndose presente y huyendo al mismo tiempo. Estableciendo la distancia. Determinando que se encontraban ahí, aquí, dentro del verbo estar. Que los muertos entierren a sus muertos. ¿Qué quería decir esa frase realmente? Y mientras el significado se le escapaba, eludiéndola con contorsiones imprevistas pero bien ensayadas, pensó que, de tener a santo Tomás frente a ella, le preguntaría: ¿Y quién te dijo que la carne es real? Volvió a repetir el nombre propio. Marina.
Diría: aquí estoy. Titubeante. Abierta como la puerta que estaba abriendo. Derrotada en su apertura. Entregada a su apertura. ¿Qué importaba a fin de cuentas que no existiera, que nada existiera? ¿Cuántas fracturas se necesitaban para formar el caparazón de lo real?
Diría: ¿Quién eres? Fingiendo ignorancia. Sabiendo de más. Oyó el timbre del teléfono. Y luego la voz del recepcionista, un bostezo, la saliva uniendo diente contra diente antes de que la palabra "bueno" lograra romper el todo de la boca en dos. Número equivocado. Silencio. Y luz. Otra vez la luz sobre el filo de los escalones. Volvió la cabeza hacia el techo. Eso era. Sí, eso era: un tragaluz de cristales sucios, adulterados. Debían ser las tres de la tarde. Tal vez un poco antes. Minutos apenas.
Diría: apresaron a Juana Olivares. No, no diría eso. No tenía caso. Si sólo los muertos podían enterrar a los muertos, ¿quería eso decir que no había posibilidad alguna de conexión entre los muertos y los vivos? Pero qué falta de fe, pensó. Qué falta de imaginación. Empatía. Sintió su rodilla y el peso sobre su rodilla. La tensión sobre el talón, los talones. El momento exacto en que flexionaba la pierna y el cuerpo se impulsaba a sí mismo hacia el siguiente escalón. Eso era caminar hacia arriba. Eso era subir una escalera.
Diría: ya llegué, tratando de recordar el recorrido sin poder lograrlo. ¿Había, de verdad, subido la escalera? Cuando abrió la puerta no dijo nada. Se quedó detenida bajo el umbral, observando la espalda de alguien que miraba hacia la calle. Una silueta protegida por el velo de las cortinas raídas. Un bulto apenas.
--Seguramente hoy va a llover --enunció la figura mientras se daba la vuelta y descorría la cortina. Un nacimiento. Una aparición. El revelado de un rollo de fotografías.
--Eso pensaba hace un rato --contestó. Enfatizando la coincidencia.
El rostro de la mujer entró poco a poco dentro de sus pupilas. Una aparición sí, pero en cámara lenta. Un reconocimiento también, pero pasando muy despacio por el embudo de la conciencia. La frente. La nariz. Los pómulos. La boca. Las orejas. Fue hacia ella. La tocó.
--¿Quién te dijo que la carne es real? --le preguntó.
--crg
[un movimiento]
Subió las escaleras lentamente, todavía sintiendo que su garbo y su donaire le pertenecían a otro edificio. Imaginó que el dueño las había mandado traer de otro lado, desmantelando otra construcción piedra tras piedra, cuidadosamente, sólo para reconstruirla con el mismo cuidado en el nuevo espacio. ¿Se podría hacer eso en realidad? Tuvo la tentación de dejarse sorprender, pero en el mismo instante visualizaba escenarios.
Diría: qué gusto, con la voz de alguien que paseaba por las calles de una ciudad que conocía de memoria.
Diría: cuánto tiempo, con el tono neutro de una persona lejana.
También avizoró el silencio. El pasmo. La frustración inherente a las palabras que se saborean bajo la lengua sin posibilidad alguna de llegar al sonido.
O diría: ¿Cómo lograste entrar? A la defensiva, fingiendo que todo era real.
A medida que ascendía las escaleras equivocadas, seguramente traídas de otro edificio más ufano, menos decadente, se preguntaba si todo esto no era más que un invento, el resultado de su imaginación afiebraba. Y se preguntó también si esto era lo que toda la gente hacía dentro de sus propios olvidos: correr el telón de lo real y agazaparse en un lugar pequeño, un ángulo apenas, detrás de los escenarios donde todo ocurría. Sin cesar. Se repitió su nombre una y otra vez. Marina. Trataba de regresar a su cuerpo. Marina Espinosa. Sintió la lisura de la madera donde apoyaba su mano mientras subía la escalera en la cámara lenta de su cansancio. Olió el aroma de flores frescas que salía de algún cuarto. Inspeccionó la luz que se colaba desde ¿dónde? No pudo identificar la fuente, pero se fijó en las isletas luminosas que se formaban en el filo de los escalones. Su zapato horadando la mancha luminífera. Su zapato saliendo de ella.
Diría: qué sorpresa, con la voz impostada, tratando de mentir con los ojos.
O no diría nada.
Como santo Tomás, iría hasta ella para tocarla, para comprobar que no se trataba de un producto de su imaginación. Mordería la moneda de oro. Usaría el microscopio del tacto. Burlaría a su mente. Se burlaría de ella. Te descubrí. Niña con manos en la masa.
Diría: no te esperaba.
Diría: te esperaba.
Los escenarios se multiplicaban conforme subía la escalera. Los teatros enteros. Las marquesinas. Las palabras brotaban la una de la otra con reminscencias de planta, de ser vivo. Hijas de las hijas de las hijas. Todo en femenino.
Diría: ¿Cómo estás?
Y de inmediato estallaría en una carcajada jocosa, medianamente avergonzada. Si estuviera bien, si alguna de las dos estuviera bien, no estaría aquí, no estarían aquí. Un cuarto del hotel La Estrella de Choi.
Diría: ¿Dónde estás? Tratando de identificar su silueta entre la penumbra del lugar. Haciéndose presente y huyendo al mismo tiempo. Estableciendo la distancia. Determinando que se encontraban ahí, aquí, dentro del verbo estar. Que los muertos entierren a sus muertos. ¿Qué quería decir esa frase realmente? Y mientras el significado se le escapaba, eludiéndola con contorsiones imprevistas pero bien ensayadas, pensó que, de tener a santo Tomás frente a ella, le preguntaría: ¿Y quién te dijo que la carne es real? Volvió a repetir el nombre propio. Marina.
Diría: aquí estoy. Titubeante. Abierta como la puerta que estaba abriendo. Derrotada en su apertura. Entregada a su apertura. ¿Qué importaba a fin de cuentas que no existiera, que nada existiera? ¿Cuántas fracturas se necesitaban para formar el caparazón de lo real?
Diría: ¿Quién eres? Fingiendo ignorancia. Sabiendo de más. Oyó el timbre del teléfono. Y luego la voz del recepcionista, un bostezo, la saliva uniendo diente contra diente antes de que la palabra "bueno" lograra romper el todo de la boca en dos. Número equivocado. Silencio. Y luz. Otra vez la luz sobre el filo de los escalones. Volvió la cabeza hacia el techo. Eso era. Sí, eso era: un tragaluz de cristales sucios, adulterados. Debían ser las tres de la tarde. Tal vez un poco antes. Minutos apenas.
Diría: apresaron a Juana Olivares. No, no diría eso. No tenía caso. Si sólo los muertos podían enterrar a los muertos, ¿quería eso decir que no había posibilidad alguna de conexión entre los muertos y los vivos? Pero qué falta de fe, pensó. Qué falta de imaginación. Empatía. Sintió su rodilla y el peso sobre su rodilla. La tensión sobre el talón, los talones. El momento exacto en que flexionaba la pierna y el cuerpo se impulsaba a sí mismo hacia el siguiente escalón. Eso era caminar hacia arriba. Eso era subir una escalera.
Diría: ya llegué, tratando de recordar el recorrido sin poder lograrlo. ¿Había, de verdad, subido la escalera? Cuando abrió la puerta no dijo nada. Se quedó detenida bajo el umbral, observando la espalda de alguien que miraba hacia la calle. Una silueta protegida por el velo de las cortinas raídas. Un bulto apenas.
--Seguramente hoy va a llover --enunció la figura mientras se daba la vuelta y descorría la cortina. Un nacimiento. Una aparición. El revelado de un rollo de fotografías.
--Eso pensaba hace un rato --contestó. Enfatizando la coincidencia.
El rostro de la mujer entró poco a poco dentro de sus pupilas. Una aparición sí, pero en cámara lenta. Un reconocimiento también, pero pasando muy despacio por el embudo de la conciencia. La frente. La nariz. Los pómulos. La boca. Las orejas. Fue hacia ella. La tocó.
--¿Quién te dijo que la carne es real? --le preguntó.
--crg
Sunday, November 12, 2006
PRUEBA IRREFUTABLE DE PERTENENCIA A ESPECIE HUMANA (NO MUTANTE)
"Aquellas personas que desarrollan resistencia a la insulina y que, a pesar de ingerir comida chatarra, no engordan, podrían ser los primeros ejemplos de mutación necesaria para la sobrevivencia de la especie humana". Esto lo dijo un especialista del del Instituto Nacional de Perinatología en un Foro Interinstitucional de Investigación en Salud. La noticia, cuya importancia le pasó desapercibida al editor en turno, aparece, aún en un periódico de provincia, en las insignificantes páginas interiores. No es que yo sea una exagerada, claro está, ni que sepa nada acerca de insulina o mi resistencia a ella, pero lo que sí sé, y lo sé de cierto, es que al consumir comida chatarra (es momento de confesar una larga adicción a las papas fritas, por ejemplo) siempre de los siempre termino engordando. Conclusión lógica. Caso resuelto. Paz recobrada.
--crg
"Aquellas personas que desarrollan resistencia a la insulina y que, a pesar de ingerir comida chatarra, no engordan, podrían ser los primeros ejemplos de mutación necesaria para la sobrevivencia de la especie humana". Esto lo dijo un especialista del del Instituto Nacional de Perinatología en un Foro Interinstitucional de Investigación en Salud. La noticia, cuya importancia le pasó desapercibida al editor en turno, aparece, aún en un periódico de provincia, en las insignificantes páginas interiores. No es que yo sea una exagerada, claro está, ni que sepa nada acerca de insulina o mi resistencia a ella, pero lo que sí sé, y lo sé de cierto, es que al consumir comida chatarra (es momento de confesar una larga adicción a las papas fritas, por ejemplo) siempre de los siempre termino engordando. Conclusión lógica. Caso resuelto. Paz recobrada.
--crg
Friday, November 10, 2006
EL CELULAR FACILITA LA CIRCULACIÓN DE LAS MALAS NOTICIAS
[en la Columna Colectiva La Primera Dama, en la sección cultural del periódico mexicano El Universal]
Los objetos despiertan, sin duda, pasiones desmedidas. Eso pensé al encontrar una hoja mecanografiada en papel revolución sobre una pared citadina.
Entre figuras agigantadas de grafiti y propaganda de una revista de, como se dice, actualidad, la hoja susodicha llamó mi atención por sus dimensiones, tan pequeñas, y por su obcecada hechura: tipografía mecánica y reproducción manual. Se trataba, a todas luces, de un manifiesto: un texto público redactado con la fiebre de la convicción y los recursos atávicos de un ludita de inicios del siglo XXI. El título: "Los celulares acabarán con tu vida".
Lo había oído ya en muchas ocasiones (y en otras tantas lo había creído) (y en aún más lo había dicho yo misma), pero esta hoja, tan nimia y tan procaz al mismo tiempo, terminó por obligarme a hacer lo que estaba haciendo: leyéndola con atención, línea a línea. Existe, decía el punto primero del manifiesto, algo que se llama Exceso de Contacto (así, con mayúsculas). Al facilitar el acceso a tu mundo cercano (el manifiesto insistía en hablarme de tú y eso, no sé por qué, me parecía ejemplo del mentado exceso) estás permitiendo que entren en tu esfera más íntima una cantidad indescifrable y, eventualmente, incontrolable de vibras y karmas que terminarán afectándote de maneras definitivas. Por ejemplo: ese número sólo en apariencia equivocado es, en realidad, un caballo de Troya que ayudará a derribar las paredes de esa ciudad interna a la que es fácil denominar El Yo.
El punto número dos era menos poético: "En la era de la información y su incesante ruido, el ser humano precisa de silencio. Necesitas escucharte a ti mismo". Revisé las muchas tardes que había pasado escuchándome a mí misma y pensé que, de haberlo hecho, el ludita anticelularítico se lo habría pensado dos veces antes de llamar a eso silencio. Por un momento pensé que era un aliado no muy secreto de la paranoia urbana que, con sus mítines incesantes en los paneles de la cabeza, constituye la forma más ecuménica, y desesperanzada, del ruido.
En el tercer punto le di la razón: "El celular facilita la circulación de las malas noticias". En efecto, si ya no se tardaban en llegar en un mundo sin tecnología, podía ver, y había comprobado ya en algunas ocasiones, que las malas noticias constituían uno de los grupos más beneficiados por el exceso de contacto al que nos sometían tantos caballos de Troya de la era celular. ¿Y necesita uno, de verdad, una mala noticia?
El quinto y sexto punto eran, a decir verdad, uno solo: el celular era un ataque contra el cuerpo, el cuerpo y su presencia, el cuerpo y su lentitud, el cuerpo y sus gestos. Ese pequeño aparato con lucecitas de colores y ruiditos sicodélicos no era más que el abracadabra con el que la sociedad actual había logrado por fin deshacerse de los cuerpos. Es cierto, admitía, que muchas veces se utilizan estos teléfonos para hacer citas y, luego entonces, juntar cuerpos; pero la mayoría de las veces, también decía esto, las citas sólo son pretextos para que otros nos vean hablando por teléfono con los que, debido a que tienen cuerpo, no están ahí. En esos momentos pasaban por la calle dos muchachos aparentemente juntos, pero cada uno con su celular pegado a la oreja derecha y, vaya, no pude evitar un súbito ataque de melancolía. Recordé que ahí, dentro de mi bolsa, estaba ese pequeño objeto que me conectaba innecesariamente con otros, sobre todo con esos otros que me buscaban para darme cantidades irrisorias de trabajo, que me llenaba de ruido y de paranoia y de malas noticias mientras la ciudad interna, ésa a la que insisto en llamar mi yo, se convertía en la mismísima "mujer invisible" frente a los hombres o mujeres que sostenían entretenidas conversaciones con sus fantasmas favoritos. Saqué, pues, en plena actitud de derrota, un plumón rojo de mi bolso (que es una verdadera cueva de las mil maravillas) y subrayé todos y cada uno de los puntos del Manifiesto Ludita.
Luego, como es claro, no pude evitar tomar mi celular y contarle mi dramática experiencia al fantasma de Troya que se desvanecía del otro lado de la línea.
--crg
[en la Columna Colectiva La Primera Dama, en la sección cultural del periódico mexicano El Universal]
Los objetos despiertan, sin duda, pasiones desmedidas. Eso pensé al encontrar una hoja mecanografiada en papel revolución sobre una pared citadina.
Entre figuras agigantadas de grafiti y propaganda de una revista de, como se dice, actualidad, la hoja susodicha llamó mi atención por sus dimensiones, tan pequeñas, y por su obcecada hechura: tipografía mecánica y reproducción manual. Se trataba, a todas luces, de un manifiesto: un texto público redactado con la fiebre de la convicción y los recursos atávicos de un ludita de inicios del siglo XXI. El título: "Los celulares acabarán con tu vida".
Lo había oído ya en muchas ocasiones (y en otras tantas lo había creído) (y en aún más lo había dicho yo misma), pero esta hoja, tan nimia y tan procaz al mismo tiempo, terminó por obligarme a hacer lo que estaba haciendo: leyéndola con atención, línea a línea. Existe, decía el punto primero del manifiesto, algo que se llama Exceso de Contacto (así, con mayúsculas). Al facilitar el acceso a tu mundo cercano (el manifiesto insistía en hablarme de tú y eso, no sé por qué, me parecía ejemplo del mentado exceso) estás permitiendo que entren en tu esfera más íntima una cantidad indescifrable y, eventualmente, incontrolable de vibras y karmas que terminarán afectándote de maneras definitivas. Por ejemplo: ese número sólo en apariencia equivocado es, en realidad, un caballo de Troya que ayudará a derribar las paredes de esa ciudad interna a la que es fácil denominar El Yo.
El punto número dos era menos poético: "En la era de la información y su incesante ruido, el ser humano precisa de silencio. Necesitas escucharte a ti mismo". Revisé las muchas tardes que había pasado escuchándome a mí misma y pensé que, de haberlo hecho, el ludita anticelularítico se lo habría pensado dos veces antes de llamar a eso silencio. Por un momento pensé que era un aliado no muy secreto de la paranoia urbana que, con sus mítines incesantes en los paneles de la cabeza, constituye la forma más ecuménica, y desesperanzada, del ruido.
En el tercer punto le di la razón: "El celular facilita la circulación de las malas noticias". En efecto, si ya no se tardaban en llegar en un mundo sin tecnología, podía ver, y había comprobado ya en algunas ocasiones, que las malas noticias constituían uno de los grupos más beneficiados por el exceso de contacto al que nos sometían tantos caballos de Troya de la era celular. ¿Y necesita uno, de verdad, una mala noticia?
El quinto y sexto punto eran, a decir verdad, uno solo: el celular era un ataque contra el cuerpo, el cuerpo y su presencia, el cuerpo y su lentitud, el cuerpo y sus gestos. Ese pequeño aparato con lucecitas de colores y ruiditos sicodélicos no era más que el abracadabra con el que la sociedad actual había logrado por fin deshacerse de los cuerpos. Es cierto, admitía, que muchas veces se utilizan estos teléfonos para hacer citas y, luego entonces, juntar cuerpos; pero la mayoría de las veces, también decía esto, las citas sólo son pretextos para que otros nos vean hablando por teléfono con los que, debido a que tienen cuerpo, no están ahí. En esos momentos pasaban por la calle dos muchachos aparentemente juntos, pero cada uno con su celular pegado a la oreja derecha y, vaya, no pude evitar un súbito ataque de melancolía. Recordé que ahí, dentro de mi bolsa, estaba ese pequeño objeto que me conectaba innecesariamente con otros, sobre todo con esos otros que me buscaban para darme cantidades irrisorias de trabajo, que me llenaba de ruido y de paranoia y de malas noticias mientras la ciudad interna, ésa a la que insisto en llamar mi yo, se convertía en la mismísima "mujer invisible" frente a los hombres o mujeres que sostenían entretenidas conversaciones con sus fantasmas favoritos. Saqué, pues, en plena actitud de derrota, un plumón rojo de mi bolso (que es una verdadera cueva de las mil maravillas) y subrayé todos y cada uno de los puntos del Manifiesto Ludita.
Luego, como es claro, no pude evitar tomar mi celular y contarle mi dramática experiencia al fantasma de Troya que se desvanecía del otro lado de la línea.
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Thursday, November 09, 2006
Monday, November 06, 2006
HABÍA UN NAVÍO CARGADO CARGADO DE: Breve Bibliografía del Puerto Rico Contemporáneo
Marta Aponte Alsina, Fúgate (San Juan: Editorial Manatí, 2005).
Negra la novela y el humor, rigurosa la exploración de urbanizaciones actuales, lleno de esquinas el detective de nombre Gabriel Marte, impostergable la lectura del libro. Va primer párrafo de muestra:
Se llama Lisa Gómez y cuando la conocí estaba muerta, pero hasta el más normal de los hombres hubiera notado que sus dientes parejos, estacionados entre unos ojos brutales y una barbillita hambrienta, amenazaban con morder. Los dientes del retrato, aclaro, una de esas fotografías que se revelan en una hora y salen por monotones de las máquinas calientes, con los colores sucios. Ultrajada por la furia del asesino había sufrido tanto como el cuerpo original, del que sólo se veían los pies descalzos y pequeños.
Rafael Acevedo, Cannibalia (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Leo el libro y, luego, cierro los ojos y dejo que la mano seleccione el texto, éste:
Me gusta ver cómo sobreviven los animales,
me dices
y miro tu boca. Será alimentándose de tu boca.
Con las ansias de un recolector y uno que sale a la caza
para hacerse presa.
Debe ser así que no mueren.
Digo que me gusta ver
cómo vivo mirando tu boca. Lo que dices.
Soy ese animalito que hace un estanque.
José Liboy Erba, Cada vez te despides mejor (San Juan: Isla Negra Editores, 2004).
Me recomiendan, sobre todo, que lea el cuento que se llama "Tercera Versión". Lo hago. Ah. Va:
En la primera versión, ella vivía en un apartamento muy ruidoso de Río Piedras, del que deseaba mudarse porque las cosas que oía la hacían recordar a un marido ausente. Esta circunstancia, que en la segunda versión era un mero detalle, era la que me interesaba más para versiones posteriores.
Mayra Santos Febres, Boat People (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Su prosa, por supuesto, y también su poesía y su persona. Lectura, ojos cerrados, mano que elige a ciegas: Va:
18. ah mulato tu dedo
dónde lo dejaste
enredado en qué hélice en qué fauce
quién lo conserva de recuerdo en un frasquito de cristal
quién lo usa para carnada con qué pescar tiburones
quién lo apoya en su barbilla para otear pelícanos y
murallas.
acaso, mulato
fue alimento de alguien que se moría de miedo en una
balsa
María Isabel Quiñones Arocho, El fin del reino de lo propio. Ensayos de antropología cultural (México: Siglo XXI editores, 2004).
En los tiempos signados por la incertidumbre, la etnografía se vuelve trémula y filosa. De los salones de belleza a las quincalleras transisleñas, de la costa de África a la costa de Puerto Rico, esto es un viaje de veredas: el otro, el lugar, la táctica.
Aurea María Sotomayor, Diseño del ala (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Leo, cierro lo ojos, las manos eligen:
(20) (sol)
Sueño de los espacios
De nada valió separarlos.
Qué muchos, qué evadidos.
Los mismos. La fuga los reúne
Una primera superficie no lo es.
Allí, en la otra, figura
su revés o su historia.
Estar es escuchar. También no estar.
Para crear un espacio se traza una frontera,
que es puro imaginario. No hay pureza
ni tampoco lo abierto ni la posibilidad
de la distancia. De dar tiempo.
Este pájaro atraviesa todos los lugares.
Ni cartógrafos ni ingenieros ni arquitectos.
Yo, que los salvo pensándolos.
Vanessa Vilches Norat, De(s)madres o el rastro materno en las escrituras del yo. A propósito de Jaques Derrida, Jamaica Kincaid, Esmeralda Santiago y Carmen Boullosa(Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2003)
Una lectura inteligente y compasiva sobre ese género de(s)generado que es la autobiografía que es la confesión que es la construcción informe de ese yo elusivo. Todo esto dentro de la estrecha relación entre la madre, como figura, y la autobiografía, como discurso favorito de construcción de los sujetos. Con el término matergrafía, Vilches Norat postula la recurrencia de la figura de la madre en el lugar del otro como dispositivo de muchas narraciones autobiográficas--el otro para quién, por quién y desde quién se estructura el relato.
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Marta Aponte Alsina, Fúgate (San Juan: Editorial Manatí, 2005).
Negra la novela y el humor, rigurosa la exploración de urbanizaciones actuales, lleno de esquinas el detective de nombre Gabriel Marte, impostergable la lectura del libro. Va primer párrafo de muestra:
Se llama Lisa Gómez y cuando la conocí estaba muerta, pero hasta el más normal de los hombres hubiera notado que sus dientes parejos, estacionados entre unos ojos brutales y una barbillita hambrienta, amenazaban con morder. Los dientes del retrato, aclaro, una de esas fotografías que se revelan en una hora y salen por monotones de las máquinas calientes, con los colores sucios. Ultrajada por la furia del asesino había sufrido tanto como el cuerpo original, del que sólo se veían los pies descalzos y pequeños.
Rafael Acevedo, Cannibalia (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Leo el libro y, luego, cierro los ojos y dejo que la mano seleccione el texto, éste:
Me gusta ver cómo sobreviven los animales,
me dices
y miro tu boca. Será alimentándose de tu boca.
Con las ansias de un recolector y uno que sale a la caza
para hacerse presa.
Debe ser así que no mueren.
Digo que me gusta ver
cómo vivo mirando tu boca. Lo que dices.
Soy ese animalito que hace un estanque.
José Liboy Erba, Cada vez te despides mejor (San Juan: Isla Negra Editores, 2004).
Me recomiendan, sobre todo, que lea el cuento que se llama "Tercera Versión". Lo hago. Ah. Va:
En la primera versión, ella vivía en un apartamento muy ruidoso de Río Piedras, del que deseaba mudarse porque las cosas que oía la hacían recordar a un marido ausente. Esta circunstancia, que en la segunda versión era un mero detalle, era la que me interesaba más para versiones posteriores.
Mayra Santos Febres, Boat People (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Su prosa, por supuesto, y también su poesía y su persona. Lectura, ojos cerrados, mano que elige a ciegas: Va:
18. ah mulato tu dedo
dónde lo dejaste
enredado en qué hélice en qué fauce
quién lo conserva de recuerdo en un frasquito de cristal
quién lo usa para carnada con qué pescar tiburones
quién lo apoya en su barbilla para otear pelícanos y
murallas.
acaso, mulato
fue alimento de alguien que se moría de miedo en una
balsa
María Isabel Quiñones Arocho, El fin del reino de lo propio. Ensayos de antropología cultural (México: Siglo XXI editores, 2004).
En los tiempos signados por la incertidumbre, la etnografía se vuelve trémula y filosa. De los salones de belleza a las quincalleras transisleñas, de la costa de África a la costa de Puerto Rico, esto es un viaje de veredas: el otro, el lugar, la táctica.
Aurea María Sotomayor, Diseño del ala (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Leo, cierro lo ojos, las manos eligen:
(20) (sol)
Sueño de los espacios
De nada valió separarlos.
Qué muchos, qué evadidos.
Los mismos. La fuga los reúne
Una primera superficie no lo es.
Allí, en la otra, figura
su revés o su historia.
Estar es escuchar. También no estar.
Para crear un espacio se traza una frontera,
que es puro imaginario. No hay pureza
ni tampoco lo abierto ni la posibilidad
de la distancia. De dar tiempo.
Este pájaro atraviesa todos los lugares.
Ni cartógrafos ni ingenieros ni arquitectos.
Yo, que los salvo pensándolos.
Vanessa Vilches Norat, De(s)madres o el rastro materno en las escrituras del yo. A propósito de Jaques Derrida, Jamaica Kincaid, Esmeralda Santiago y Carmen Boullosa(Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2003)
Una lectura inteligente y compasiva sobre ese género de(s)generado que es la autobiografía que es la confesión que es la construcción informe de ese yo elusivo. Todo esto dentro de la estrecha relación entre la madre, como figura, y la autobiografía, como discurso favorito de construcción de los sujetos. Con el término matergrafía, Vilches Norat postula la recurrencia de la figura de la madre en el lugar del otro como dispositivo de muchas narraciones autobiográficas--el otro para quién, por quién y desde quién se estructura el relato.
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Sunday, November 05, 2006
LAS CONSECUENCIAS
Supongo que algo debe pasar en el mundo cuando una mujer (o un hombre) compra el par de zapatos que le gusta sin reparar en el precio. Supongo que un acto tal de consumerismo radical y hedonista no le puede pasar desapercibido al Emotivo Espíritu de las Cosas. Supongo que el Antes se ha acabdo y ha iniciado ya el reino del Después. Aquí estoy, pues, a la espera de las consecuencias.
--crg
Supongo que algo debe pasar en el mundo cuando una mujer (o un hombre) compra el par de zapatos que le gusta sin reparar en el precio. Supongo que un acto tal de consumerismo radical y hedonista no le puede pasar desapercibido al Emotivo Espíritu de las Cosas. Supongo que el Antes se ha acabdo y ha iniciado ya el reino del Después. Aquí estoy, pues, a la espera de las consecuencias.
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Friday, October 27, 2006
LA MERCANCÍA EN LA ERA DE LA REPRODUCCION PIRÁTICA
[publicado en La Primera Dama, sección de cultura del periódico mexicano El Universal]
El original no existe, se sabe. En una época que ha puesto en duda de manera sistemática no sólo el valor sino la existencia misma de lo “auténtico” es sólo natural (y utilizo esta palabra aquí con sumo cuidado) que las copias y sus auras, como dijera Walter Benjamin en uno de los ensayos más citados del siglo XX, ocupen un lugar especial y controvertido (y también especialmente controvertido) en las vidas cotidianas de los consumidores contemporáneos. Ya en 1936, cuando el torturado filósofo alemán publicó “El arte en la era de la reproducción mecánica”, ambivalentemente denostaba y celebraba las capacidades tecnológicas de una época que, por una parte, aseguraban la reproducción de la obra de arte aunque, por otra, lo hacían a costa de la pérdida de su aura, su aquí y ahora que, según él, constituía su certificado de autenticidad (algo que definía como “la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material hasta su testificación histórica”). ¿Qué decir unos 70 años después, ya en plena era de la reproducción pirática? Si bien una mercancía no es un objeto artístico y sí, por el contrario, un objeto masivo resultado de la desarrollada capacidad tecnológica para producir en serie, todo parece indicar que las habilidades reproductivas, especialmente cuando éstas son tan masivas como las productivas, ocasionan efectos económicos y culturales que bien vale la pena revisar.
Basta pasearse por cualquier calle céntrica de cualquier ciudad del país para encontrarse con los emblemáticos vendedores ambulantes que dan cuenta del estatus de las mercancías en la era de la reproducción pirática. Veamos.
1)La mercancía pirata transforma el concepto de autenticidad en un asunto de fe. La calidad creciente de las réplicas hace realmente difícil distinguir entre el objeto original y el objeto no-original. Así, al ir comparando detalle por detalle y no encontrar diferencia alguna entre uno y otro, el consumidor no tiene otra alternativa más que recurrir a la creencia de que, como el objeto ha sido adquirido en un establecimiento autorizado, es decir, en un establecimiento que paga impuestos al estado, el objeto, luego entonces, es el objeto original. Esta relación entre el estado y el objeto, escandalosa de por sí, significaría poca cosa sin la mediación de la creencia. Y es ésta, no el objeto, la que nos hace exclamar, dependiendo del anhelo o del caso, que lo que tenemos entre manos es un objeto original.
2)La mercancía pirata democratiza el mercado de maneras perversas. Transformando en realidad una promesa que todo régimen político hace pero ninguno cumple, los Ambulantes Vendedores participan en la democratización de ciertos objetos (películas, ropa, bolsas, zapatos, discos, entre tantos otros) al extraerlos de los canales de comercialización elitistas y ponerlos al alcance de un público masivo. De esta manera, independientemente de los ingresos económicos, las mayorías tienen acceso a los objetos de estatus social que alguna vez fueron el coto cerrado de los pocos.
3)La mercancía pirata obliga a enunciar lo obvio y, luego entonces, a denunciarlo. En un retuércano de probada perversión, la mercancía pirata devela la descarada búsqueda de estatus de los consumidores. La clase media no nace, se hace a través de las etiquetas de la ropa que se pone. Cuando el consumidor se ve obligado a anunciar que la mercancía en uso es la “original”, lo que el consumidor confiesa es que poco le importa el disfrute del objeto (por eso los defensores de lo “auténtico” no pueden ser verdaderos hedonistas) y mucho, en cambio, el status que el objeto le confiere. Lo original es el poder de decir “lo original”.
4)La mercancía pirata se sale con la suya. Paródica lo es, no cabe duda. Y también es irónica. La mercancía pirata coloca esa sonrisa socarrona en la cara de quien pagó menos de la mitad y aún menos por una etiqueta muy bien copiadita.
--crg
[publicado en La Primera Dama, sección de cultura del periódico mexicano El Universal]
El original no existe, se sabe. En una época que ha puesto en duda de manera sistemática no sólo el valor sino la existencia misma de lo “auténtico” es sólo natural (y utilizo esta palabra aquí con sumo cuidado) que las copias y sus auras, como dijera Walter Benjamin en uno de los ensayos más citados del siglo XX, ocupen un lugar especial y controvertido (y también especialmente controvertido) en las vidas cotidianas de los consumidores contemporáneos. Ya en 1936, cuando el torturado filósofo alemán publicó “El arte en la era de la reproducción mecánica”, ambivalentemente denostaba y celebraba las capacidades tecnológicas de una época que, por una parte, aseguraban la reproducción de la obra de arte aunque, por otra, lo hacían a costa de la pérdida de su aura, su aquí y ahora que, según él, constituía su certificado de autenticidad (algo que definía como “la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material hasta su testificación histórica”). ¿Qué decir unos 70 años después, ya en plena era de la reproducción pirática? Si bien una mercancía no es un objeto artístico y sí, por el contrario, un objeto masivo resultado de la desarrollada capacidad tecnológica para producir en serie, todo parece indicar que las habilidades reproductivas, especialmente cuando éstas son tan masivas como las productivas, ocasionan efectos económicos y culturales que bien vale la pena revisar.
Basta pasearse por cualquier calle céntrica de cualquier ciudad del país para encontrarse con los emblemáticos vendedores ambulantes que dan cuenta del estatus de las mercancías en la era de la reproducción pirática. Veamos.
1)La mercancía pirata transforma el concepto de autenticidad en un asunto de fe. La calidad creciente de las réplicas hace realmente difícil distinguir entre el objeto original y el objeto no-original. Así, al ir comparando detalle por detalle y no encontrar diferencia alguna entre uno y otro, el consumidor no tiene otra alternativa más que recurrir a la creencia de que, como el objeto ha sido adquirido en un establecimiento autorizado, es decir, en un establecimiento que paga impuestos al estado, el objeto, luego entonces, es el objeto original. Esta relación entre el estado y el objeto, escandalosa de por sí, significaría poca cosa sin la mediación de la creencia. Y es ésta, no el objeto, la que nos hace exclamar, dependiendo del anhelo o del caso, que lo que tenemos entre manos es un objeto original.
2)La mercancía pirata democratiza el mercado de maneras perversas. Transformando en realidad una promesa que todo régimen político hace pero ninguno cumple, los Ambulantes Vendedores participan en la democratización de ciertos objetos (películas, ropa, bolsas, zapatos, discos, entre tantos otros) al extraerlos de los canales de comercialización elitistas y ponerlos al alcance de un público masivo. De esta manera, independientemente de los ingresos económicos, las mayorías tienen acceso a los objetos de estatus social que alguna vez fueron el coto cerrado de los pocos.
3)La mercancía pirata obliga a enunciar lo obvio y, luego entonces, a denunciarlo. En un retuércano de probada perversión, la mercancía pirata devela la descarada búsqueda de estatus de los consumidores. La clase media no nace, se hace a través de las etiquetas de la ropa que se pone. Cuando el consumidor se ve obligado a anunciar que la mercancía en uso es la “original”, lo que el consumidor confiesa es que poco le importa el disfrute del objeto (por eso los defensores de lo “auténtico” no pueden ser verdaderos hedonistas) y mucho, en cambio, el status que el objeto le confiere. Lo original es el poder de decir “lo original”.
4)La mercancía pirata se sale con la suya. Paródica lo es, no cabe duda. Y también es irónica. La mercancía pirata coloca esa sonrisa socarrona en la cara de quien pagó menos de la mitad y aún menos por una etiqueta muy bien copiadita.
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Thursday, October 26, 2006
GREGORIO SAMSA SE DESPIERTA EN ASIA (Y ADEMÁS ES MUJER)
[publicado, hace tiempo, en La Primera Dama, columna colectiva que aparece cada viernes en la sección cultural del periódico mexicano El Universal]
Cuando desperté una mañana después de un sueño intranquilo, me encontré sobre mi cama convertida en un mero cuerpo humano. Estaba tumbada sobre mi espalda suave, llena de huesos puntiagudos y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre hundido, parduzco, coronado por un ombligo, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sentí frío y, entonces, abrí los ojos. No tuve más remedio que volver a saberlo: no se trataba de un sueño.
Había llegado a Asia unos meses antes, no he de mentir, más por casualidad que por deseo. Me habían traído acá las circunstancias, como se dice de las cosas que escapan a nuestro control y que sin embargo nos estructuran: un asunto que la compañía de seguros no había podido resolver desde el otro lado del océano. Así, un día desperté en una ciudad gris y monolítica y, como si fuera natural, salí a caminar. Me bastaron un par de cuadras para caer rendida: ante las dimensiones brutales de la urbe: ante un cansancio de días de aeropuertos: ante un aire contaminado que me oprimía el pecho: ante la sospecha de que presenciaba algo incomprensible. No era el pasado, como resultaría imaginable tratándose como se trataba del oriente, sino el futuro. Era esa máquina de demolición que, más allá del segundo anillo de la ciudad, parecía lista para arrasar con todo. Lo hacía.
Al inicio pensé que se debía puramente a mi desconcierto de extranjera pero pronto la sospecha creció hasta convertirse en absurda certeza: caminaba, de eso me convencí pronto, por espacios diseñados para seres que ya no conocería. Por un momento cerré los ojos y los vi: sus cuerpos tenían piernas y brazos, como el mío, pero protegidos por pantallas de todo tipo y conectados a máquinas diversas (desde los anteojos hasta el teléfono celular, pasando por la antena de orientación que les permitirá encontrar lugares sin tener que interactuar con otro) se deslizaban, entre bicicletas y escupitajos, con energías inéditas-—mitad implante genético, mitad pastilla de color extinto. Luego abrí los ojos y los seguí viendo. Sus periódicos abundaban en noticias sobre las nuevas adicciones, entre las cuales reinaba la internetmanía, o las cifras que indicaban el crecimiento de esto o de lo otro. Todo crecía sin cesar en esas ciudades de dimensiones post-humanas; todo, ciertamente, menos el aire que escaseaba. Por eso disfrutaba tanto las tardes de viento. Entonces buscaba el cobijo de los árboles reales y, sentada bajo sus frondas, me dedicaba a oír la melodía que producían sus hojas trémulas.
Las mañanas eran otra cosa. Solía pasarlas en oficinas bulliciosas donde, yendo de oficial en oficial, terminaba por no arreglar nada. Desde la Compañía Central me pedían respuestas y, ante las mías, que eran además de negativas, desalentadoras, me exigían insistencia. Yo insistía. A eso dedicaba mis mañanas: a insistir sobre un asunto que sólo tenía relevancia para un puñado de personas del otro lado del mundo. Luego, con el cansancio que produce la frustración continua, me dirigía a las máquinas dispensadoras donde, a cambio de un par de monedas, obtenía mis víveres: un par de frutas, un trozo de pan, agua. Masticaba despacio, saboreando cuanto podía. Luego veía la vida del otro lado de los ventanales: la amplitud de las avenidas, la lentitud del tráfico y las torres elevadísimas por cuyas puertas colosales parecía estar a punto de cruzar ese otro cuerpo que, estaba segura, yo ya no reconocería.
--crg
[publicado, hace tiempo, en La Primera Dama, columna colectiva que aparece cada viernes en la sección cultural del periódico mexicano El Universal]
Cuando desperté una mañana después de un sueño intranquilo, me encontré sobre mi cama convertida en un mero cuerpo humano. Estaba tumbada sobre mi espalda suave, llena de huesos puntiagudos y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre hundido, parduzco, coronado por un ombligo, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sentí frío y, entonces, abrí los ojos. No tuve más remedio que volver a saberlo: no se trataba de un sueño.
Había llegado a Asia unos meses antes, no he de mentir, más por casualidad que por deseo. Me habían traído acá las circunstancias, como se dice de las cosas que escapan a nuestro control y que sin embargo nos estructuran: un asunto que la compañía de seguros no había podido resolver desde el otro lado del océano. Así, un día desperté en una ciudad gris y monolítica y, como si fuera natural, salí a caminar. Me bastaron un par de cuadras para caer rendida: ante las dimensiones brutales de la urbe: ante un cansancio de días de aeropuertos: ante un aire contaminado que me oprimía el pecho: ante la sospecha de que presenciaba algo incomprensible. No era el pasado, como resultaría imaginable tratándose como se trataba del oriente, sino el futuro. Era esa máquina de demolición que, más allá del segundo anillo de la ciudad, parecía lista para arrasar con todo. Lo hacía.
Al inicio pensé que se debía puramente a mi desconcierto de extranjera pero pronto la sospecha creció hasta convertirse en absurda certeza: caminaba, de eso me convencí pronto, por espacios diseñados para seres que ya no conocería. Por un momento cerré los ojos y los vi: sus cuerpos tenían piernas y brazos, como el mío, pero protegidos por pantallas de todo tipo y conectados a máquinas diversas (desde los anteojos hasta el teléfono celular, pasando por la antena de orientación que les permitirá encontrar lugares sin tener que interactuar con otro) se deslizaban, entre bicicletas y escupitajos, con energías inéditas-—mitad implante genético, mitad pastilla de color extinto. Luego abrí los ojos y los seguí viendo. Sus periódicos abundaban en noticias sobre las nuevas adicciones, entre las cuales reinaba la internetmanía, o las cifras que indicaban el crecimiento de esto o de lo otro. Todo crecía sin cesar en esas ciudades de dimensiones post-humanas; todo, ciertamente, menos el aire que escaseaba. Por eso disfrutaba tanto las tardes de viento. Entonces buscaba el cobijo de los árboles reales y, sentada bajo sus frondas, me dedicaba a oír la melodía que producían sus hojas trémulas.
Las mañanas eran otra cosa. Solía pasarlas en oficinas bulliciosas donde, yendo de oficial en oficial, terminaba por no arreglar nada. Desde la Compañía Central me pedían respuestas y, ante las mías, que eran además de negativas, desalentadoras, me exigían insistencia. Yo insistía. A eso dedicaba mis mañanas: a insistir sobre un asunto que sólo tenía relevancia para un puñado de personas del otro lado del mundo. Luego, con el cansancio que produce la frustración continua, me dirigía a las máquinas dispensadoras donde, a cambio de un par de monedas, obtenía mis víveres: un par de frutas, un trozo de pan, agua. Masticaba despacio, saboreando cuanto podía. Luego veía la vida del otro lado de los ventanales: la amplitud de las avenidas, la lentitud del tráfico y las torres elevadísimas por cuyas puertas colosales parecía estar a punto de cruzar ese otro cuerpo que, estaba segura, yo ya no reconocería.
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Tuesday, October 24, 2006
SIMPLE PLACER. PURO PLACER
[publicado en Archivos del Sur, Revista Digital de Cultura desde Buenos Aires, número 65, espacio de autor, www.quadernsdigitals.net]
Lo recordaría todo de improviso y en detalle. Vería el anillo de jade alrededor del dedo anular y, de inmediato, vería el otro anillo de jade. Abriría los ojos desmesuradamente y, sin saber por qué, callaría. No preguntaría nada más. Diría: sí, muy hermoso. Lo es. Y pasaría las yemas de sus dedos sobre la delicada figura de las serpientes. Una caricia. El asomo de una caricia. Una mano inmóvil, abajo. Una mano de alabastro.
Cruzaba la ciudad al amanecer, en el asiento posterior de un taxi. Iba entre adormilada y tensa, su bolsa de mano contra el pecho. En el aeropuerto la aguardaba el inicio de un largo viaje. Lo sabía y saberlo sólo le producía desasosiego. No tenía idea de cuando había aparecido su disgusto por los viajes, esa renuencia a emprenderlos, su forma de resignarse, no sin amargura, ante ellos. Con frecuencia tenía pesadillas antes de partir y, ya en las escalinatas del avión, presentía cosas terribles. Una muerte súbita. El descubrimiento de una enfermedad crónica. La soledad.
--Este será el último --se prometía en voz baja y, luego, movía la cabeza de derecha a izquierda, incapaz de creerse.
--¿Decía algo? --le preguntó el taxista, mirándola por el espejo retrovisor.
--Nada –-susurró--. Decía que será el último viaje.
--Ah, eso --repitió él. Luego sólo guardó silencio.
Cuando el auto bajó gradualmente la velocidad, los dos se asomaron por las ventanillas.
--Un accidente --murmuró él, desganado.
--Sí --asintió ella. Pero a medida de que se aproximaban al lugar de la colisión, no vieron autos destruidos o señas de conflicto. Avanzaron a vuelta de rueda sin saber qué pasaba, preguntándoselo con insistencia. Abrieron los ojos. Observaron el cielo gris, las caras de los chóferes desvelados, los pedazos de vidrio sobre el asfalto. No fue sino hasta que estuvieron a punto de dejar la escena atrás que los dos se percataron de lo acontecido.
--Pero si es un cuerpo --exclamó él. La voz en súbito estado de alarma.
--Un cuerpo desnudo --susurró ella--. Un cuerpo sin cabeza.
Ella le pidió que se detuviera y que la esperara. Ya abajo, mostró su identificación para que los policías que vigilaban la escena la dejaran cruzar la valla amarilla. Caminó alrededor del cuerpo decapitado y, antes de pedir algo con qué cubrirlo, se detuvo a mirar la mano izquierda del muerto. Ahí, alrededor del dedo anular, justo antes de que iniciara el gran charco de sangre, estaba el anillo de jade. Dos serpientes entrelazadas, verdes. Un objeto de una delicadeza extrema. La Detective lanzó su mano hacia la sortija pero al final, justo cuando concluía su gesto, se detuvo en seco. Había algo en el anillo, algo entre el anillo y el mundo, que le impedía el contacto. Fue entonces que observó su propia mano, inmóvil y larga, suspendida en el aire de la madrugada.
--Se le hace tarde --alcanzó a oír. Y se puso en marcha.
Hay una ciudad dentro de una cabeza.
A su regreso preguntó por él, por el hombre decapitado, pero nadie supo darle datos al respecto. Buscó entre los documentos archivados en el Departamento de Investigación de Homicidios y tampoco encontró información ahí. Hasta su asistente se mostró incrédulo cuando le refirió el suceso.
--¿Estás segura? --la miró de lado--. Habríamos sabido de algo así.
--¿Tampoco en los diarios? --preguntó--. ¿Tampoco ahí?
El muchacho movió la cabeza en gesto negativo y bajó la vista. Ella no pudo soportar su sospecha o su lástima y salió a toda prisa de la oficina.
El taxista le aseguró que lo recordaba todo. A petición suya vació su memoria frente a sus ojos, sobre sus manos, en todo detalle. Recordaba que el cuerpo cercenado se encontraba en el segundo carril de la autopista que iba al aeropuerto. Recordaba que no llevaba ninguna prenda de vestir y que la piel mostraba magulladuras varias. Pintura abstracta. Tortura. Recordaba el charco de sangre y los extraños ángulos que formaban los distintos miembros del cuerpo. Recordaba que había ya tres o cuatro policías, en eso su memoria dudaba un poco, alrededor del cadáver cuando ella se bajó del auto y merodeó los hechos. Recordaba que había sido él quien reaccionó: tenían que alejarse de ahí si no quería perder el vuelo. Ella tenía que dejar la posición en que se encontraba, de cuclillas junto al muerto, si es que quería llegar a tiempo. Eso hizo: se incorporó. El ruido de las rodillas. Eso lo recordaba también. Al final: el ruido de las rodillas. Eso.
--Siempre quise un anillo así --le dijo a la mujer que lo portaba con cierta indiferencia y cierto donaire.
La mujer elevó la mano, el dorso apuntando hacia sus ojos. Parecía que lo mirara por primera vez.
--¿Te gusta de verdad?
--Sí --afirmó la Detective--. Todavía me gustaría tener uno así.
La mujer se volvió a ver las aguas alumbradas de la alberca y, con melancolía o indiferencia, la Detective no pudo decidir cuál, se llevó un vaso alargado hacia los labios.
--Es un anillo de oriente --dijo--. De las islas --pronunciaba las palabras como si no estuviera ahí, alrededor de la alberca, entre los sosegados murmullos de gente que deja pasar el tiempo en una fiesta--. Un regalo --concluyó volviendo a colocar el dorso de la mano izquierda justo frente a sus ojos. La mirada, incrédula. O desasida. Las uñas apuntando hacia el cielo—-. El regalo de una fecha excesivamente sentimental.
--Un regalo amoroso --intercedió la Detective en voz muy baja.
La mujer, por toda respuesta, le sonrió incrédula, desganada.
--Podría decirse que sí --murmuró al final--. Algo así.
No podía evitarlo, cada que conocía a alguien se hacía las mismas preguntas. ¿Se trata de una persona capaz de matar? ¿Estoy frente a la víctima o el victimario? ¿Opondría resistencia en el momento crucial? Gajes del oficio. Cuando la mujer se dio la vuelta, alejándose por la orilla de la alberca con una languidez de otro tiempo, un tiempo menos veloz aunque no menos intenso, la Detective estaba indecisa. No sabía si la mujer era capaz de matar a sangre fría, cercenando la cabeza y arrojando el cuerpo después sobre una carretera que va al aeropuerto. No sabía si la mujer era la víctima de una conspiración hecha de joyas y estupefacientes y mentiras. No sabía si la indiferencia era una máscara o la cabeza ya sin máscara. La mujer, en todo caso, la intrigó precisamente por eso, porque su actitud no le dejaba saber nada de ella. Porque su actitud era un velo.
--¿Qué es un anillo en realidad? --le había preguntado al Asistente sin despegar las manos del volante ni dejar de ver hacia la carretera--. ¿Un grillete? ¿El eslabón de una cadena? ¿Una marca de pertenencia?
--Un anillo puede ser también una promesa --interrumpió el muchacho--. No todo regalo amoroso, no todo objeto marcado por San Valentín, tiene que ser tan terrible como lo imaginas.
La Detective se volvió a verlo. Estiró la comisura derecha de la boca y le pidió un cigarro.
--Pero si tú no fumas —le recordó.
--Nada más para sostenerlo entre los dedos -—dijo—-. Anda -—lo conminó.
--¿Estás segura de que se trata del mismo anillo? ¿Del mismo diseño?
--Mismo diseño, sí. Pero puede ser una casualidad. Una casualidad tremenda. Además, tenemos otras cosas por resolver. No tenemos tiempo para investigar asesinatos que nadie registró en ningún lado. No nos pagan para hacer eso.
Los dos se vieron de reojo y se echaron a reír. Luego, bajo la luz roja del semáforo, bajaron las ventanillas del auto y se dedicaron a ver el cielo.
--¿Cómo empezamos?
Hay una película dentro de una cabeza.
La volvió a encontrar en los pasillos de un gran almacén. Mercancías. Precios. Etiquetas. La Detective buscaba filtros para café mientras que la Mujer del Anillo de Jade analizaba, con sumo cuidado, con un cuidado que más bien parecía una escenografía, unas cuantas botellas de vino. La observó de lejos mientras decidía cómo acercarse: los hombros estrechos, el pelo largo y lacio, los zapatos de tacón. No era una mujer hermosa, pero sí elegante. Se trataba de alguien que siempre llamaba la atención.
--La casualidad es una cosa tremenda -—le dijo por todo saludo cuando se colocó frente a ella y le extendió la mano.
--¿Vienes aquí muy seguido? --le contestó la mujer sin sorpresa alguna, colocando el rostro cerca del de la Detective para brindarle, y recibir, los besos de un saludo más familiar.
--En realidad no --dijo y sonrió en el acto—-. Vengo aquí nada más cuando sé que me encontraré en el pasillo 8, a las tres de la tarde, a la Mujer con el Anillo de Jade.
--¿Todavía quieres uno así? --volvió a elevar la mano izquierda, las uñas al techo, para ver el anillo de nueva cuenta.
--¿Lo vendes? --la Mujer del Anillo soltó una carcajada entre estridente y dulce, luego la tomó del codo y la guió, sin preguntarle, hasta la salida del almacén.
--Ven --dijo--. Sígueme.
Se subieron a la parte trasera de un coche negro que arrancó a toda velocidad. La Mujer del Anillo marcó un número en su teléfono celular y, volviéndose hacia la ventanilla, dijo algo en voz muy baja y en un idioma que la Detective no entendió. Pronto transitaban por callejuelas bordeadas de tendajos y puestos de comida. El olor a grasa frita. El olor a incienso. El olor a muchos cuerpos juntos. Cuando el auto finalmente llegó a su destino tuvo la sensación de que se habían trasladado a otra zona de tiempo, en otro país. Puro bullicio alrededor.
--Te voy a pedir un favor muy grande --le avisó la mujer--. Voy a pedirte que me aclares algo --imposible saber qué había en sus ojos detrás de las gafas negras, imposible saber qué motivaba el leve temblor de los labios—-. Tú te dedicas a investigar cosas, ¿no es cierto?
Tan pronto como la Detective asintió, volvió a tomarla del codo y a dirigirla entre el gentío y bajo los techos de los tendajos hacia otros vericuetos aún más estrechos. Finalmente abrió una puerta de madera roja y, como si se encontraran ya a salvo después de una larga persecución, se echaron sobre unos sillones de piel abullonados. Un hombrecillo frágil les ofreció agua. Alguien más encendió la música de fondo. La mujer apagó su teléfono.
--A final de cuentas la casualidad no es una cosa tan tremenda ¿verdad? --preguntó La Detective con su altanería usual, tratando de enterar cuanto antes en el tema.
--En todo caso no es un asunto original --le contestó con una altanería si no similar, por lo menos de la misma contundencia.
--Quieres hablarme de un hombre decapitado del que nadie sabe nada. Quieres contarme del otro anillo --la Detective se cubría la boca con el vaso de agua mientras la veía y veía, al mismo tiempo, el cuarto donde se encontraban. Las ventanas cubiertas por gruesas cortinas de terciopelo. El piso de silenciosa madera. Las telarañas en las esquinas. Igual ahí se acababa todo. Igual y no había nada más.
--¿Siempre eres tan apresurada? --le preguntó. Los ojos entornados. La molestia. Los gestos de la buena educación.
--Supongo que sí. Esto --se interrumpió para beber otro trago de agua-- es mi trabajo. Así me gano la vida. No es un hobby, por si te interesa saberlo.
--Puedo pagarte dos o tres veces más de lo que ganas.
--Que sean cuatro --respondió de inmediato. Luego sonrió. Entonces empezaron a hablar.
El dinero. El dinero siempre hacía de las suyas con ella. El dinero y el conocimiento: dos monedas de cambio. Estaba segura de que al final de todo, cuando recibiera la cantidad pactada, volvería a reírse frente al espejo del baño con la misma incredulidad y la misma agudeza. ¿De verdad lo necesitaba? El agua. Las gotas de agua sobre el rostro. Se respondería entonces lo que se respondía ahora mismo: no, en sentido estricto, no lo necesitaba. Añadiría: quien lo necesita, quien necesita darlo a cambio de lo que yo sabré, es ella. Y entonces volvería a ver el anillo como lo vio la primera vez: una argolla, una trampa, el último eslabón de la cadena que todavía ataba al decapitado a la vida. Una seña. El hallazgo y el dinero. La cadena del mundo natural. Cuando se metió bajo las sábanas pensó que no le molestaría en lo más mínimo que fueran de seda.
Le dijo que el anillo era una promesa. Una promesa que había dado y una promesa que había recibido. Un pacto.
-—¿De sangre? -—la interrumpió sin poder ocultar la burla.
—-Algo así -—contestó ella, sin inmutarse, viéndola al centro mismo de los ojos.
Le dijo que ella también lo había visto sobre la carretera. Lo había visto, aclaró, sin saber que era él. Sin imaginarlo siquiera. Dijo que su auto también había bajado la velocidad y que, al no ver el accidente, se había preguntado por la causa de la demora. Tenía que llegar a tiempo. Dijo que llevaba entre las manos el boleto para emprender un largo viaje, un viaje al oriente. Y se lo mostró en ese instante. Le mostró el boleto. Un boleto sin usar. Cuando él no llegó, eso también se lo dijo, cuando comprobó que no llegaba, que ya no llegaría más, se dio la media vuelta y regresó a su casa. No había llorado, le dijo.
También le dijo que era cursi, muy cursi, cursi de una manera extrema. Que se tomaba las cosas literalmente. Que tenía otros defectos de los que no podía hablar. Le dijo que no había tratado de averiguar nada. La curiosidad sólo llegó después. Le dijo que al inicio se contentó con escuchar los rumores que intercambiaban los chóferes. Captaba una que otra palabra de sus conversaciones en voz baja: cuerpo, tortura, cabeza, mano. Luego oyó las palabras que se referían al sitio: la carretera, el segundo carril, el aeropuerto. Dijo que poco a poco, sin quererlo en realidad, había formado un rompecabezas de ecos, susurros, secretos. Nada más le hacía falta la cabeza, le dijo. Porque hay una ciudad ahí. Una película. Una vida entera ahí. En la cabeza.
El anillo de jade era una joya preciada. Si se trataba en realidad de ese anillo, del anillo que aparecía en las fotografías que había conseguido por internet, entonces estaban frente a una alhaja de gran valor. Venía de oriente, en efecto, pero el diseñador le pertenecía a dos mundos: un habitante de la metrópoli central ya por años. Las serpientes entrelazadas, sin embargo, venían de más atrás. De todo el tiempo. El motivo que desde lejos parecía únicamente amoroso era también, cuando visto de cerca, letal. Una serpiente abría las fauces. La otra también. Frente a frente, en estado de estupor o de alerta, la circunferencia del anillo parecía tener el tamaño exacto para que los dientes, aunque mostrándose, no se tocaran. Se trataba de un círculo hecho para prevenir un daño. Para exorcizarlo.
Una serpiente frente a otra. Las bocas abiertas. Los cuerpos entrelazados. Un lecho circular bajo sus cuerpos. El inicio de una película. El inicio de una ciudad. La Detective abrió los ojos desmesuradamente frente al parabrisas. Las luces intermitentes del semáforo sobre el hombre, sobre la mujer, que yacían ajenos de todo, en otro lado. La redondez de los hombros. La apertura de lo labios. El aroma a té de jazmín por entre todo eso. Uno respiraba dentro del otro. Las palabras: para siempre. Las palabras: una isla de terciopelo. Las palabras: aquí adentro todo es mío. Uno respiraba fuera del otro.
Había ido a la Lejana Ciudad Oriental para continuar con la investigación del tráfico de estupefacientes. Días antes, por un golpe de suerte, habían dado con un nombre que, de inmediato, les pareció de importancia en el caso. Cuando hubo que decidir quién emprendería el viaje, los detectives casados y los de recién contratación la señalaron a ella como si le selección fuera obvia y natural. No tuvo alternativa. En el momento del despegue, todavía con el desasosiego que le producía el viaje y la visión del cuerpo decapitado, pensó en las muchas cosas a las que la obligaba su soltería. Viajar por el mundo, por ejemplo. Detenerse frente a cadáveres frescos. Preguntarse por la ubicación de una cabeza.
--¿Viaje de placer? --le había preguntado su compañero de asiento tratando de hacer plática.
Por toda respuesta la Detective meneó la cabeza y cerró los ojos. Placer. Hacía mucho tiempo que no hacía cosas por placer. Simple placer. Puro placer.
Hay un avión que vuela dentro de una cabeza.
--El carpetazo al asunto vino desde arriba --le susurró el Asistente mientras caminaban a su auto. Y se lo había repetido después, ya en la mesa del restaurante donde habían elegido comer ese día.
--Falta de indicios -—continuó-—. Ya sabes. Una ejecución más. Una de tantas.
El hueso de un pollo saliendo de su boca. Los dedos llenos de grasa. Las palabras rápidas.
--¿Y nunca encontraron ni el arma ni la cabeza?
--Nunca.
Hay un cuerpo dentro de una cabeza. Una mano de alabastro. Un anillo.
Abrió la puerta de su casa. Se quitó los zapatos. Puso agua para preparar té. Cuando finalmente se echó sobre el sillón de la sala se dio cuenta de que no sólo estaba exhausta sino también triste. Algo sobre el homicidio no atendido. Una ejecución más. Una de tantas. Algo sobre tener que emprender un viaje a una lejana ciudad del oriente. Algo sobre estatuas de tamaño natural destruidas por el tiempo. Miembros rotos alrededor. Algo sobre una mujer que usa dinero para comprar una cabeza dentro de la cual hay una ciudad con muchas luces y una película de dos cuerpos juntos, una respiración adversa, y un avión que despega. Algo sobre abrir la puerta y quitarse los zapatos y preparar té dentro de una casa donde una cabeza flota dentro de una cabeza.
Regresó al lugar de los hechos. Le ordenó al taxista que la esperara mientras husmeaba por entre la maleza que bordeaba el lado derecho de la carretera. El pensamiento llegó entero a su mente: busco una cabeza. Se detuvo en seco. Elevó el rostro hacia la claridad arrebatadora del cielo. Respiró profundamente. No creyó que ella fuera una mujer que buscaba una cabeza a la orilla de la carretera que iba al aeropuerto. Luego, pasados unos segundos apenas, volvió a mirar el suelo. Piedrecillas. Huellas. Desechos. Un pedazo de tela. Una lata oxidada. Una etiqueta. Plásticos. Colillas de cigarro. Tocó algunas cosas. A la mayoría sólo las vio de lejos. Se trataba, efectivamente, de una mujer que buscaba una cabeza a la orilla de una carretera. Pronto se convenció de que el crimen no había ocurrido ahí. Aquí. Pronto supo que esto sólo era una escena que reflejaba lo ocurrido en otro sitio. Un sitio lejano. Un sitio tan lejano como el oriente.
Perder la cabeza. El hombre lo había hecho. Perder todo lo que tenía dentro de la cabeza: una ciudad, una película, una vida, un anillo. Lo que él había perdido, ahora lo ganaba ella: la conexión que iba entre las luces de la ciudad y las luces de la película y las luces de la vida y las luces del anillo. Toda esa luminosidad sobre un lecho circular. La Detective lo vio todo de súbito otra vez, cegada por el momento. Acaso un sueño; con toda seguridad una alucinación. Ahí estaba de nueva cuenta la imbricación de los cuerpos. La malsana lentitud con que la yema del dedo índice resbalaba por la piel del vientre, el enramaje del pubis, la punta de los labios. El espasmo posterior. Ahí estaba ahora la mano que empuñaba, con toda decisión, el largo cabello femenino. Una brida. Los gemidos de dolor. Los gemidos de placer. Puro placer. Simple placer. La Detective se preguntó, muchas veces, si habría valido la pena eso. Esto: el estallido de la respiración, los ojos en blanco, el crujir del esqueleto. La Detective no pudo saber si el hombre, de estar vivo ahora, correría el riesgo de nuevo.
Hay placer, puro placer, simple placer, dentro de una cabeza.
La mujer no era hermosa, pero sí elegante. Había un velo entre ella y el mundo que producía tensión alrededor. Algo duro. Su manera de caminar. La forma en que levantaba la mano para mostrar, con indolencia, con algo parecido al inicio del aburrimiento, ese anillo. Una promesa. Eso había dicho: una promesa. Una promesa dada y ofrecida. La Detective la visitaba para darle malas noticias: ningún dato, ningún hallazgo, ninguna información. El hombre, cuyo nombre no se atrevía a pronunciar, había desaparecido sin dejar rastro alguno. Ya no podía más. No podía seguir manoseando periódicos viejos ni archivos ni documentos. No podía merodear por más días la escena de la escena de un crimen cometido lejos. No aguantaba más. Se lo decía todo así, de golpe, atropelladamente. No puedo seguir investigando su caso.
La Mujer del Anillo de Jade sonrió apenas. Le ofreció un té helado. La invitó a sentarse sobre el mullido sillón de su sala de estar. Luego abrió una puerta por la que entró una mujer muy pequeña que se hincó frente a ella y, sin verla a los ojos, le quitó los zapatos con iguales dosis de destreza y suavidad. Desapareció entonces y volvió a aparecer con un pequeño taburete forrado de terciopelo rojo y una palangana blanca, llena de agua caliente, de la que brotaban aromas a hierbas. Con movimientos delicados le ayudó a introducir sus pies desnudos en ella. El placer más básico. Simple placer. Puro placer. Un gemido apenas. El espasmo. La Mujer Pequeña colocó entonces una de sus extremidades sobre el taburete, entre sus propias piernas semiabiertas. Mientras masajeaba la planta de sus pies, la yema del dedo pulgar sobre la cabeza de los metatarsianos, el resto de los dedos sobre el empeine, la Mujer del Anillo de Jade guardó silencio. Y así se mantuvo cuando las diminutas manos de la masajista trabajaban los costados del pie en forma ascendente y cuando, minutos después, cogía el tendón de Aquiles con los dedos pulgar e índice y lo masajeaba en la misma dirección, firmemente. La mano abierta sobre el empeine, luego. Y, más tarde, en un tiempo que empezaba a no reconocer más, mientras la mujer sujetaba con la mano izquierda su rodilla, doblando suavemente la pierna sobre el muslo, La Detective tuvo unos deseos inmensos de gritar. El dolor la obligó a abrir los ojos que, hasta ese momento, había mantenido cerrados. Abrió los labios. Exhaló. Ahí, frente a ella, suspendida en el aire, estaba la mano de La Mujer del Anillo de Jade que le extendía, justo en ese instante, los billetes prometidos.
--Buen trabajo -—la felicitó.
La Detective agachó la cabeza pero elevó la mirada. Los codos sobre las rodillas, los billetes en la mano, y los pies en el agua tibia, aromática. Una imagen extraña. Una imagen fuera de lugar. La corrupción de los sentidos.
Siempre quise un anillo así. Todavía lo quiero.
--crg
[publicado en Archivos del Sur, Revista Digital de Cultura desde Buenos Aires, número 65, espacio de autor, www.quadernsdigitals.net]
Lo recordaría todo de improviso y en detalle. Vería el anillo de jade alrededor del dedo anular y, de inmediato, vería el otro anillo de jade. Abriría los ojos desmesuradamente y, sin saber por qué, callaría. No preguntaría nada más. Diría: sí, muy hermoso. Lo es. Y pasaría las yemas de sus dedos sobre la delicada figura de las serpientes. Una caricia. El asomo de una caricia. Una mano inmóvil, abajo. Una mano de alabastro.
Cruzaba la ciudad al amanecer, en el asiento posterior de un taxi. Iba entre adormilada y tensa, su bolsa de mano contra el pecho. En el aeropuerto la aguardaba el inicio de un largo viaje. Lo sabía y saberlo sólo le producía desasosiego. No tenía idea de cuando había aparecido su disgusto por los viajes, esa renuencia a emprenderlos, su forma de resignarse, no sin amargura, ante ellos. Con frecuencia tenía pesadillas antes de partir y, ya en las escalinatas del avión, presentía cosas terribles. Una muerte súbita. El descubrimiento de una enfermedad crónica. La soledad.
--Este será el último --se prometía en voz baja y, luego, movía la cabeza de derecha a izquierda, incapaz de creerse.
--¿Decía algo? --le preguntó el taxista, mirándola por el espejo retrovisor.
--Nada –-susurró--. Decía que será el último viaje.
--Ah, eso --repitió él. Luego sólo guardó silencio.
Cuando el auto bajó gradualmente la velocidad, los dos se asomaron por las ventanillas.
--Un accidente --murmuró él, desganado.
--Sí --asintió ella. Pero a medida de que se aproximaban al lugar de la colisión, no vieron autos destruidos o señas de conflicto. Avanzaron a vuelta de rueda sin saber qué pasaba, preguntándoselo con insistencia. Abrieron los ojos. Observaron el cielo gris, las caras de los chóferes desvelados, los pedazos de vidrio sobre el asfalto. No fue sino hasta que estuvieron a punto de dejar la escena atrás que los dos se percataron de lo acontecido.
--Pero si es un cuerpo --exclamó él. La voz en súbito estado de alarma.
--Un cuerpo desnudo --susurró ella--. Un cuerpo sin cabeza.
Ella le pidió que se detuviera y que la esperara. Ya abajo, mostró su identificación para que los policías que vigilaban la escena la dejaran cruzar la valla amarilla. Caminó alrededor del cuerpo decapitado y, antes de pedir algo con qué cubrirlo, se detuvo a mirar la mano izquierda del muerto. Ahí, alrededor del dedo anular, justo antes de que iniciara el gran charco de sangre, estaba el anillo de jade. Dos serpientes entrelazadas, verdes. Un objeto de una delicadeza extrema. La Detective lanzó su mano hacia la sortija pero al final, justo cuando concluía su gesto, se detuvo en seco. Había algo en el anillo, algo entre el anillo y el mundo, que le impedía el contacto. Fue entonces que observó su propia mano, inmóvil y larga, suspendida en el aire de la madrugada.
--Se le hace tarde --alcanzó a oír. Y se puso en marcha.
Hay una ciudad dentro de una cabeza.
A su regreso preguntó por él, por el hombre decapitado, pero nadie supo darle datos al respecto. Buscó entre los documentos archivados en el Departamento de Investigación de Homicidios y tampoco encontró información ahí. Hasta su asistente se mostró incrédulo cuando le refirió el suceso.
--¿Estás segura? --la miró de lado--. Habríamos sabido de algo así.
--¿Tampoco en los diarios? --preguntó--. ¿Tampoco ahí?
El muchacho movió la cabeza en gesto negativo y bajó la vista. Ella no pudo soportar su sospecha o su lástima y salió a toda prisa de la oficina.
El taxista le aseguró que lo recordaba todo. A petición suya vació su memoria frente a sus ojos, sobre sus manos, en todo detalle. Recordaba que el cuerpo cercenado se encontraba en el segundo carril de la autopista que iba al aeropuerto. Recordaba que no llevaba ninguna prenda de vestir y que la piel mostraba magulladuras varias. Pintura abstracta. Tortura. Recordaba el charco de sangre y los extraños ángulos que formaban los distintos miembros del cuerpo. Recordaba que había ya tres o cuatro policías, en eso su memoria dudaba un poco, alrededor del cadáver cuando ella se bajó del auto y merodeó los hechos. Recordaba que había sido él quien reaccionó: tenían que alejarse de ahí si no quería perder el vuelo. Ella tenía que dejar la posición en que se encontraba, de cuclillas junto al muerto, si es que quería llegar a tiempo. Eso hizo: se incorporó. El ruido de las rodillas. Eso lo recordaba también. Al final: el ruido de las rodillas. Eso.
--Siempre quise un anillo así --le dijo a la mujer que lo portaba con cierta indiferencia y cierto donaire.
La mujer elevó la mano, el dorso apuntando hacia sus ojos. Parecía que lo mirara por primera vez.
--¿Te gusta de verdad?
--Sí --afirmó la Detective--. Todavía me gustaría tener uno así.
La mujer se volvió a ver las aguas alumbradas de la alberca y, con melancolía o indiferencia, la Detective no pudo decidir cuál, se llevó un vaso alargado hacia los labios.
--Es un anillo de oriente --dijo--. De las islas --pronunciaba las palabras como si no estuviera ahí, alrededor de la alberca, entre los sosegados murmullos de gente que deja pasar el tiempo en una fiesta--. Un regalo --concluyó volviendo a colocar el dorso de la mano izquierda justo frente a sus ojos. La mirada, incrédula. O desasida. Las uñas apuntando hacia el cielo—-. El regalo de una fecha excesivamente sentimental.
--Un regalo amoroso --intercedió la Detective en voz muy baja.
La mujer, por toda respuesta, le sonrió incrédula, desganada.
--Podría decirse que sí --murmuró al final--. Algo así.
No podía evitarlo, cada que conocía a alguien se hacía las mismas preguntas. ¿Se trata de una persona capaz de matar? ¿Estoy frente a la víctima o el victimario? ¿Opondría resistencia en el momento crucial? Gajes del oficio. Cuando la mujer se dio la vuelta, alejándose por la orilla de la alberca con una languidez de otro tiempo, un tiempo menos veloz aunque no menos intenso, la Detective estaba indecisa. No sabía si la mujer era capaz de matar a sangre fría, cercenando la cabeza y arrojando el cuerpo después sobre una carretera que va al aeropuerto. No sabía si la mujer era la víctima de una conspiración hecha de joyas y estupefacientes y mentiras. No sabía si la indiferencia era una máscara o la cabeza ya sin máscara. La mujer, en todo caso, la intrigó precisamente por eso, porque su actitud no le dejaba saber nada de ella. Porque su actitud era un velo.
--¿Qué es un anillo en realidad? --le había preguntado al Asistente sin despegar las manos del volante ni dejar de ver hacia la carretera--. ¿Un grillete? ¿El eslabón de una cadena? ¿Una marca de pertenencia?
--Un anillo puede ser también una promesa --interrumpió el muchacho--. No todo regalo amoroso, no todo objeto marcado por San Valentín, tiene que ser tan terrible como lo imaginas.
La Detective se volvió a verlo. Estiró la comisura derecha de la boca y le pidió un cigarro.
--Pero si tú no fumas —le recordó.
--Nada más para sostenerlo entre los dedos -—dijo—-. Anda -—lo conminó.
--¿Estás segura de que se trata del mismo anillo? ¿Del mismo diseño?
--Mismo diseño, sí. Pero puede ser una casualidad. Una casualidad tremenda. Además, tenemos otras cosas por resolver. No tenemos tiempo para investigar asesinatos que nadie registró en ningún lado. No nos pagan para hacer eso.
Los dos se vieron de reojo y se echaron a reír. Luego, bajo la luz roja del semáforo, bajaron las ventanillas del auto y se dedicaron a ver el cielo.
--¿Cómo empezamos?
Hay una película dentro de una cabeza.
La volvió a encontrar en los pasillos de un gran almacén. Mercancías. Precios. Etiquetas. La Detective buscaba filtros para café mientras que la Mujer del Anillo de Jade analizaba, con sumo cuidado, con un cuidado que más bien parecía una escenografía, unas cuantas botellas de vino. La observó de lejos mientras decidía cómo acercarse: los hombros estrechos, el pelo largo y lacio, los zapatos de tacón. No era una mujer hermosa, pero sí elegante. Se trataba de alguien que siempre llamaba la atención.
--La casualidad es una cosa tremenda -—le dijo por todo saludo cuando se colocó frente a ella y le extendió la mano.
--¿Vienes aquí muy seguido? --le contestó la mujer sin sorpresa alguna, colocando el rostro cerca del de la Detective para brindarle, y recibir, los besos de un saludo más familiar.
--En realidad no --dijo y sonrió en el acto—-. Vengo aquí nada más cuando sé que me encontraré en el pasillo 8, a las tres de la tarde, a la Mujer con el Anillo de Jade.
--¿Todavía quieres uno así? --volvió a elevar la mano izquierda, las uñas al techo, para ver el anillo de nueva cuenta.
--¿Lo vendes? --la Mujer del Anillo soltó una carcajada entre estridente y dulce, luego la tomó del codo y la guió, sin preguntarle, hasta la salida del almacén.
--Ven --dijo--. Sígueme.
Se subieron a la parte trasera de un coche negro que arrancó a toda velocidad. La Mujer del Anillo marcó un número en su teléfono celular y, volviéndose hacia la ventanilla, dijo algo en voz muy baja y en un idioma que la Detective no entendió. Pronto transitaban por callejuelas bordeadas de tendajos y puestos de comida. El olor a grasa frita. El olor a incienso. El olor a muchos cuerpos juntos. Cuando el auto finalmente llegó a su destino tuvo la sensación de que se habían trasladado a otra zona de tiempo, en otro país. Puro bullicio alrededor.
--Te voy a pedir un favor muy grande --le avisó la mujer--. Voy a pedirte que me aclares algo --imposible saber qué había en sus ojos detrás de las gafas negras, imposible saber qué motivaba el leve temblor de los labios—-. Tú te dedicas a investigar cosas, ¿no es cierto?
Tan pronto como la Detective asintió, volvió a tomarla del codo y a dirigirla entre el gentío y bajo los techos de los tendajos hacia otros vericuetos aún más estrechos. Finalmente abrió una puerta de madera roja y, como si se encontraran ya a salvo después de una larga persecución, se echaron sobre unos sillones de piel abullonados. Un hombrecillo frágil les ofreció agua. Alguien más encendió la música de fondo. La mujer apagó su teléfono.
--A final de cuentas la casualidad no es una cosa tan tremenda ¿verdad? --preguntó La Detective con su altanería usual, tratando de enterar cuanto antes en el tema.
--En todo caso no es un asunto original --le contestó con una altanería si no similar, por lo menos de la misma contundencia.
--Quieres hablarme de un hombre decapitado del que nadie sabe nada. Quieres contarme del otro anillo --la Detective se cubría la boca con el vaso de agua mientras la veía y veía, al mismo tiempo, el cuarto donde se encontraban. Las ventanas cubiertas por gruesas cortinas de terciopelo. El piso de silenciosa madera. Las telarañas en las esquinas. Igual ahí se acababa todo. Igual y no había nada más.
--¿Siempre eres tan apresurada? --le preguntó. Los ojos entornados. La molestia. Los gestos de la buena educación.
--Supongo que sí. Esto --se interrumpió para beber otro trago de agua-- es mi trabajo. Así me gano la vida. No es un hobby, por si te interesa saberlo.
--Puedo pagarte dos o tres veces más de lo que ganas.
--Que sean cuatro --respondió de inmediato. Luego sonrió. Entonces empezaron a hablar.
El dinero. El dinero siempre hacía de las suyas con ella. El dinero y el conocimiento: dos monedas de cambio. Estaba segura de que al final de todo, cuando recibiera la cantidad pactada, volvería a reírse frente al espejo del baño con la misma incredulidad y la misma agudeza. ¿De verdad lo necesitaba? El agua. Las gotas de agua sobre el rostro. Se respondería entonces lo que se respondía ahora mismo: no, en sentido estricto, no lo necesitaba. Añadiría: quien lo necesita, quien necesita darlo a cambio de lo que yo sabré, es ella. Y entonces volvería a ver el anillo como lo vio la primera vez: una argolla, una trampa, el último eslabón de la cadena que todavía ataba al decapitado a la vida. Una seña. El hallazgo y el dinero. La cadena del mundo natural. Cuando se metió bajo las sábanas pensó que no le molestaría en lo más mínimo que fueran de seda.
Le dijo que el anillo era una promesa. Una promesa que había dado y una promesa que había recibido. Un pacto.
-—¿De sangre? -—la interrumpió sin poder ocultar la burla.
—-Algo así -—contestó ella, sin inmutarse, viéndola al centro mismo de los ojos.
Le dijo que ella también lo había visto sobre la carretera. Lo había visto, aclaró, sin saber que era él. Sin imaginarlo siquiera. Dijo que su auto también había bajado la velocidad y que, al no ver el accidente, se había preguntado por la causa de la demora. Tenía que llegar a tiempo. Dijo que llevaba entre las manos el boleto para emprender un largo viaje, un viaje al oriente. Y se lo mostró en ese instante. Le mostró el boleto. Un boleto sin usar. Cuando él no llegó, eso también se lo dijo, cuando comprobó que no llegaba, que ya no llegaría más, se dio la media vuelta y regresó a su casa. No había llorado, le dijo.
También le dijo que era cursi, muy cursi, cursi de una manera extrema. Que se tomaba las cosas literalmente. Que tenía otros defectos de los que no podía hablar. Le dijo que no había tratado de averiguar nada. La curiosidad sólo llegó después. Le dijo que al inicio se contentó con escuchar los rumores que intercambiaban los chóferes. Captaba una que otra palabra de sus conversaciones en voz baja: cuerpo, tortura, cabeza, mano. Luego oyó las palabras que se referían al sitio: la carretera, el segundo carril, el aeropuerto. Dijo que poco a poco, sin quererlo en realidad, había formado un rompecabezas de ecos, susurros, secretos. Nada más le hacía falta la cabeza, le dijo. Porque hay una ciudad ahí. Una película. Una vida entera ahí. En la cabeza.
El anillo de jade era una joya preciada. Si se trataba en realidad de ese anillo, del anillo que aparecía en las fotografías que había conseguido por internet, entonces estaban frente a una alhaja de gran valor. Venía de oriente, en efecto, pero el diseñador le pertenecía a dos mundos: un habitante de la metrópoli central ya por años. Las serpientes entrelazadas, sin embargo, venían de más atrás. De todo el tiempo. El motivo que desde lejos parecía únicamente amoroso era también, cuando visto de cerca, letal. Una serpiente abría las fauces. La otra también. Frente a frente, en estado de estupor o de alerta, la circunferencia del anillo parecía tener el tamaño exacto para que los dientes, aunque mostrándose, no se tocaran. Se trataba de un círculo hecho para prevenir un daño. Para exorcizarlo.
Una serpiente frente a otra. Las bocas abiertas. Los cuerpos entrelazados. Un lecho circular bajo sus cuerpos. El inicio de una película. El inicio de una ciudad. La Detective abrió los ojos desmesuradamente frente al parabrisas. Las luces intermitentes del semáforo sobre el hombre, sobre la mujer, que yacían ajenos de todo, en otro lado. La redondez de los hombros. La apertura de lo labios. El aroma a té de jazmín por entre todo eso. Uno respiraba dentro del otro. Las palabras: para siempre. Las palabras: una isla de terciopelo. Las palabras: aquí adentro todo es mío. Uno respiraba fuera del otro.
Había ido a la Lejana Ciudad Oriental para continuar con la investigación del tráfico de estupefacientes. Días antes, por un golpe de suerte, habían dado con un nombre que, de inmediato, les pareció de importancia en el caso. Cuando hubo que decidir quién emprendería el viaje, los detectives casados y los de recién contratación la señalaron a ella como si le selección fuera obvia y natural. No tuvo alternativa. En el momento del despegue, todavía con el desasosiego que le producía el viaje y la visión del cuerpo decapitado, pensó en las muchas cosas a las que la obligaba su soltería. Viajar por el mundo, por ejemplo. Detenerse frente a cadáveres frescos. Preguntarse por la ubicación de una cabeza.
--¿Viaje de placer? --le había preguntado su compañero de asiento tratando de hacer plática.
Por toda respuesta la Detective meneó la cabeza y cerró los ojos. Placer. Hacía mucho tiempo que no hacía cosas por placer. Simple placer. Puro placer.
Hay un avión que vuela dentro de una cabeza.
--El carpetazo al asunto vino desde arriba --le susurró el Asistente mientras caminaban a su auto. Y se lo había repetido después, ya en la mesa del restaurante donde habían elegido comer ese día.
--Falta de indicios -—continuó-—. Ya sabes. Una ejecución más. Una de tantas.
El hueso de un pollo saliendo de su boca. Los dedos llenos de grasa. Las palabras rápidas.
--¿Y nunca encontraron ni el arma ni la cabeza?
--Nunca.
Hay un cuerpo dentro de una cabeza. Una mano de alabastro. Un anillo.
Abrió la puerta de su casa. Se quitó los zapatos. Puso agua para preparar té. Cuando finalmente se echó sobre el sillón de la sala se dio cuenta de que no sólo estaba exhausta sino también triste. Algo sobre el homicidio no atendido. Una ejecución más. Una de tantas. Algo sobre tener que emprender un viaje a una lejana ciudad del oriente. Algo sobre estatuas de tamaño natural destruidas por el tiempo. Miembros rotos alrededor. Algo sobre una mujer que usa dinero para comprar una cabeza dentro de la cual hay una ciudad con muchas luces y una película de dos cuerpos juntos, una respiración adversa, y un avión que despega. Algo sobre abrir la puerta y quitarse los zapatos y preparar té dentro de una casa donde una cabeza flota dentro de una cabeza.
Regresó al lugar de los hechos. Le ordenó al taxista que la esperara mientras husmeaba por entre la maleza que bordeaba el lado derecho de la carretera. El pensamiento llegó entero a su mente: busco una cabeza. Se detuvo en seco. Elevó el rostro hacia la claridad arrebatadora del cielo. Respiró profundamente. No creyó que ella fuera una mujer que buscaba una cabeza a la orilla de la carretera que iba al aeropuerto. Luego, pasados unos segundos apenas, volvió a mirar el suelo. Piedrecillas. Huellas. Desechos. Un pedazo de tela. Una lata oxidada. Una etiqueta. Plásticos. Colillas de cigarro. Tocó algunas cosas. A la mayoría sólo las vio de lejos. Se trataba, efectivamente, de una mujer que buscaba una cabeza a la orilla de una carretera. Pronto se convenció de que el crimen no había ocurrido ahí. Aquí. Pronto supo que esto sólo era una escena que reflejaba lo ocurrido en otro sitio. Un sitio lejano. Un sitio tan lejano como el oriente.
Perder la cabeza. El hombre lo había hecho. Perder todo lo que tenía dentro de la cabeza: una ciudad, una película, una vida, un anillo. Lo que él había perdido, ahora lo ganaba ella: la conexión que iba entre las luces de la ciudad y las luces de la película y las luces de la vida y las luces del anillo. Toda esa luminosidad sobre un lecho circular. La Detective lo vio todo de súbito otra vez, cegada por el momento. Acaso un sueño; con toda seguridad una alucinación. Ahí estaba de nueva cuenta la imbricación de los cuerpos. La malsana lentitud con que la yema del dedo índice resbalaba por la piel del vientre, el enramaje del pubis, la punta de los labios. El espasmo posterior. Ahí estaba ahora la mano que empuñaba, con toda decisión, el largo cabello femenino. Una brida. Los gemidos de dolor. Los gemidos de placer. Puro placer. Simple placer. La Detective se preguntó, muchas veces, si habría valido la pena eso. Esto: el estallido de la respiración, los ojos en blanco, el crujir del esqueleto. La Detective no pudo saber si el hombre, de estar vivo ahora, correría el riesgo de nuevo.
Hay placer, puro placer, simple placer, dentro de una cabeza.
La mujer no era hermosa, pero sí elegante. Había un velo entre ella y el mundo que producía tensión alrededor. Algo duro. Su manera de caminar. La forma en que levantaba la mano para mostrar, con indolencia, con algo parecido al inicio del aburrimiento, ese anillo. Una promesa. Eso había dicho: una promesa. Una promesa dada y ofrecida. La Detective la visitaba para darle malas noticias: ningún dato, ningún hallazgo, ninguna información. El hombre, cuyo nombre no se atrevía a pronunciar, había desaparecido sin dejar rastro alguno. Ya no podía más. No podía seguir manoseando periódicos viejos ni archivos ni documentos. No podía merodear por más días la escena de la escena de un crimen cometido lejos. No aguantaba más. Se lo decía todo así, de golpe, atropelladamente. No puedo seguir investigando su caso.
La Mujer del Anillo de Jade sonrió apenas. Le ofreció un té helado. La invitó a sentarse sobre el mullido sillón de su sala de estar. Luego abrió una puerta por la que entró una mujer muy pequeña que se hincó frente a ella y, sin verla a los ojos, le quitó los zapatos con iguales dosis de destreza y suavidad. Desapareció entonces y volvió a aparecer con un pequeño taburete forrado de terciopelo rojo y una palangana blanca, llena de agua caliente, de la que brotaban aromas a hierbas. Con movimientos delicados le ayudó a introducir sus pies desnudos en ella. El placer más básico. Simple placer. Puro placer. Un gemido apenas. El espasmo. La Mujer Pequeña colocó entonces una de sus extremidades sobre el taburete, entre sus propias piernas semiabiertas. Mientras masajeaba la planta de sus pies, la yema del dedo pulgar sobre la cabeza de los metatarsianos, el resto de los dedos sobre el empeine, la Mujer del Anillo de Jade guardó silencio. Y así se mantuvo cuando las diminutas manos de la masajista trabajaban los costados del pie en forma ascendente y cuando, minutos después, cogía el tendón de Aquiles con los dedos pulgar e índice y lo masajeaba en la misma dirección, firmemente. La mano abierta sobre el empeine, luego. Y, más tarde, en un tiempo que empezaba a no reconocer más, mientras la mujer sujetaba con la mano izquierda su rodilla, doblando suavemente la pierna sobre el muslo, La Detective tuvo unos deseos inmensos de gritar. El dolor la obligó a abrir los ojos que, hasta ese momento, había mantenido cerrados. Abrió los labios. Exhaló. Ahí, frente a ella, suspendida en el aire, estaba la mano de La Mujer del Anillo de Jade que le extendía, justo en ese instante, los billetes prometidos.
--Buen trabajo -—la felicitó.
La Detective agachó la cabeza pero elevó la mirada. Los codos sobre las rodillas, los billetes en la mano, y los pies en el agua tibia, aromática. Una imagen extraña. Una imagen fuera de lugar. La corrupción de los sentidos.
Siempre quise un anillo así. Todavía lo quiero.
--crg
Monday, October 23, 2006
COSAS RARAS SUCEDEN CUANDO SE TRANSITA POR UNO O MÁS DE LOS CIEN FREEWAYS DE MAGALI TERCERO
[publicado en Confabulario, octubre 21, 2006; texto escrito para la voz de Magali Tercero en ocasión de la presentación de su libro Cien Freeways: DF y alrededores, ganador del Premio Nacional de Crónica Urbana de la UACM 2005]
Aclaro: no soy Magali Tercero. Mi apariencia es la de Magali Tercero, la voz, el cuerpo, estos ojos que se elevan de la página para tratar de convencerlos de lo que, por increíble que parezca, hoy no es obvio. No puede serlo. Insisto (y ustedes lo saben): no soy Magali Tercero.
¿Pero es ella o soy yo, la que no es ella, quien se sube al taxi para recorrer la ciudad más grande del mundo a través de sus vías de alta velocidad? No lo sé. Ya no estoy segura de nada. Sé que me subo al taxi y que, ahí, en ese minúsculo espacio rodeado de ventanillas, un perpetuo heraldo negro me esclarece lo que sucede alrededor e, incluso, dentro de mí misma. Yo, que no soy Magali Tercero, pero que escucho con los oídos de Magali Tercero, le contesto con otra voz. ¿A poco? ¡No me diga! ¿De verdad?
Entonces, justo en ese instante, sucede la escritura, en esa cálida interacción, en esa súbita confianza, en la colisión de esos mundos que, por azares de la rapidez (o, con más frecuencia, la lentitud) vial, entrechocan, incrédulos. El movimiento los pone en contacto. La necesidad del traslado los conecta. Ella va ahí, en el asiento trasero, pero soy yo la que ve el mundo a través de sus ojos. Sus palabras son mías porque van abiertas, cartas sin marcar. Soy, por unos instantes, por los instantes en que el ojo absorbe la letra, Magali Tercero. Aquí. Ahora. Mis sentidos, que se aproximan a la ciudad con la ambivalente intimidad de lo que, por conocido y amado, se vuelve más desconocido, se la apropian, a la ciudad, a las palabras que encarnan a esa ciudad, por primera vez. Ésa es la clase de vértigo que producen estas crónicas.
Cosas raras suceden cuando se transita por uno o más de los cien freeways de Magali Tercero. El país se ensancha, por ejemplo. Las fronteras se vuelven blandas, aunque no menos feroces. México abarca, hacia el noroeste, hasta Los Angeles pasando por Chicago, y hasta Suiza por el este. Uno puede tomar el taxi, digamos, en el centro, en uno de los muchos centros del centro, que es otra manera de decir que sólo hay periferia, que todo es inmediación, y terminar, días después, por ejemplo, en una pequeña ciudad europea, discutiendo ardientes asuntos de identidad o el precio del boleto del metro con otros que tomaron el taxi o el bote o el avión en otro lado del mundo y terminaron, como yo, la autora de las crónicas, dentro de mi país.
O uno puede salir una noche hacia la noche y convivir de cerca, entre copas si se quiere, con las mujeres de la noche para descubrir que más allá o más acá de las diosas del erotismo, las ninfas u odaliscas inventadas por la fervorosa imaginación masculina están las mujeres de carne y hueso y un pedazo de pescuezo que, dicho sea de paso, en su compleja y brutal humanidad resultan más interesantes, más ellas. Se trata de mujeres con hijos, con adicciones, con aventuras, con esperanzas, con estudios universitarios, con cálculos infinitesimales, con rencores, con rehenes, con sobrevivencias varias. En uno de estos freeways de Magali Tercero uno puede, efectivamente, verlas a través de los vahos del alcohol y el cansancio ya al filo de la madrugada, pero sobre todo puede oírlas. Se trata de una voz, de voces que, por venir del más acá, emergen descarnadas, reales, dulces.
O uno puede iniciar el trayecto, porque toda escritura verdadera es el rastro de un trayecto, frente a un puesto de lotería, visualizando con religiosa osadía el número que, completo, nos librará de tener que tomar este otro taxi que, a toda velocidad éste sí, nos depositará a las puertas del reclusorio. Es posible, y en esto hay que tener cuidado, terminar en la cárcel si uno toma uno de los cien freways de Magali Tercero, quien, insisto, no soy yo. Uno puede acabar tras las rejas, acompañada de mujeres con hijos y amores y necesidades y bromas y asesinatos a cuestas. Incluso peor: uno puede terminar, en un abrir y cerrar de ojos, en la segunda ciudad mexicana más grande del mundo, que es Los Ángeles, para ver pasar al veterano que todavía alucina la violencia de sus guerras y, de reojo, a Tom Cruise acaso haciendo lo mismo. Uno puede caminar por Venice Beach, meditabunda.
El viaje verdadero, el más radical, es el que nos lleva hacia fuera de nosotros mismos: el que a través de su propia ejecución nos invita a ser otros. Ese desafío. Ese placer. El viaje extremo nos invita a ser, por ejemplo, Magali Tercero y a llegar, conminada por Magali Tercero, a hablar de un libro de crónicas que más bien parecen radiografías de la alteridad que presupone todo recorrido verdadero. No sé qué pase después. No sé, quiero decir, si algún día, después de cerrar estas páginas, regresaré a ser "yo misma" o, incluso, no sé si ese mítico "yo misma" todavía existe y, de existir, no sé si todavía lo quiero (tan ensimismado ese Yo Misma, tan solito, la verdad). Los buenos libros en todo caso, y éste sin duda alguna lo es, los libros que de verdad nos alcanzan y nos tocan, nos traen siempre ese regalo: la posibilidad de salir de ver con otros ojos: la aventura imposible y no por ello menos codiciada de ser otro.
Después de todo, creo que sí soy Magali Tercero. Todos aquí lo somos.
--crg
[publicado en Confabulario, octubre 21, 2006; texto escrito para la voz de Magali Tercero en ocasión de la presentación de su libro Cien Freeways: DF y alrededores, ganador del Premio Nacional de Crónica Urbana de la UACM 2005]
Aclaro: no soy Magali Tercero. Mi apariencia es la de Magali Tercero, la voz, el cuerpo, estos ojos que se elevan de la página para tratar de convencerlos de lo que, por increíble que parezca, hoy no es obvio. No puede serlo. Insisto (y ustedes lo saben): no soy Magali Tercero.
¿Pero es ella o soy yo, la que no es ella, quien se sube al taxi para recorrer la ciudad más grande del mundo a través de sus vías de alta velocidad? No lo sé. Ya no estoy segura de nada. Sé que me subo al taxi y que, ahí, en ese minúsculo espacio rodeado de ventanillas, un perpetuo heraldo negro me esclarece lo que sucede alrededor e, incluso, dentro de mí misma. Yo, que no soy Magali Tercero, pero que escucho con los oídos de Magali Tercero, le contesto con otra voz. ¿A poco? ¡No me diga! ¿De verdad?
Entonces, justo en ese instante, sucede la escritura, en esa cálida interacción, en esa súbita confianza, en la colisión de esos mundos que, por azares de la rapidez (o, con más frecuencia, la lentitud) vial, entrechocan, incrédulos. El movimiento los pone en contacto. La necesidad del traslado los conecta. Ella va ahí, en el asiento trasero, pero soy yo la que ve el mundo a través de sus ojos. Sus palabras son mías porque van abiertas, cartas sin marcar. Soy, por unos instantes, por los instantes en que el ojo absorbe la letra, Magali Tercero. Aquí. Ahora. Mis sentidos, que se aproximan a la ciudad con la ambivalente intimidad de lo que, por conocido y amado, se vuelve más desconocido, se la apropian, a la ciudad, a las palabras que encarnan a esa ciudad, por primera vez. Ésa es la clase de vértigo que producen estas crónicas.
Cosas raras suceden cuando se transita por uno o más de los cien freeways de Magali Tercero. El país se ensancha, por ejemplo. Las fronteras se vuelven blandas, aunque no menos feroces. México abarca, hacia el noroeste, hasta Los Angeles pasando por Chicago, y hasta Suiza por el este. Uno puede tomar el taxi, digamos, en el centro, en uno de los muchos centros del centro, que es otra manera de decir que sólo hay periferia, que todo es inmediación, y terminar, días después, por ejemplo, en una pequeña ciudad europea, discutiendo ardientes asuntos de identidad o el precio del boleto del metro con otros que tomaron el taxi o el bote o el avión en otro lado del mundo y terminaron, como yo, la autora de las crónicas, dentro de mi país.
O uno puede salir una noche hacia la noche y convivir de cerca, entre copas si se quiere, con las mujeres de la noche para descubrir que más allá o más acá de las diosas del erotismo, las ninfas u odaliscas inventadas por la fervorosa imaginación masculina están las mujeres de carne y hueso y un pedazo de pescuezo que, dicho sea de paso, en su compleja y brutal humanidad resultan más interesantes, más ellas. Se trata de mujeres con hijos, con adicciones, con aventuras, con esperanzas, con estudios universitarios, con cálculos infinitesimales, con rencores, con rehenes, con sobrevivencias varias. En uno de estos freeways de Magali Tercero uno puede, efectivamente, verlas a través de los vahos del alcohol y el cansancio ya al filo de la madrugada, pero sobre todo puede oírlas. Se trata de una voz, de voces que, por venir del más acá, emergen descarnadas, reales, dulces.
O uno puede iniciar el trayecto, porque toda escritura verdadera es el rastro de un trayecto, frente a un puesto de lotería, visualizando con religiosa osadía el número que, completo, nos librará de tener que tomar este otro taxi que, a toda velocidad éste sí, nos depositará a las puertas del reclusorio. Es posible, y en esto hay que tener cuidado, terminar en la cárcel si uno toma uno de los cien freways de Magali Tercero, quien, insisto, no soy yo. Uno puede acabar tras las rejas, acompañada de mujeres con hijos y amores y necesidades y bromas y asesinatos a cuestas. Incluso peor: uno puede terminar, en un abrir y cerrar de ojos, en la segunda ciudad mexicana más grande del mundo, que es Los Ángeles, para ver pasar al veterano que todavía alucina la violencia de sus guerras y, de reojo, a Tom Cruise acaso haciendo lo mismo. Uno puede caminar por Venice Beach, meditabunda.
El viaje verdadero, el más radical, es el que nos lleva hacia fuera de nosotros mismos: el que a través de su propia ejecución nos invita a ser otros. Ese desafío. Ese placer. El viaje extremo nos invita a ser, por ejemplo, Magali Tercero y a llegar, conminada por Magali Tercero, a hablar de un libro de crónicas que más bien parecen radiografías de la alteridad que presupone todo recorrido verdadero. No sé qué pase después. No sé, quiero decir, si algún día, después de cerrar estas páginas, regresaré a ser "yo misma" o, incluso, no sé si ese mítico "yo misma" todavía existe y, de existir, no sé si todavía lo quiero (tan ensimismado ese Yo Misma, tan solito, la verdad). Los buenos libros en todo caso, y éste sin duda alguna lo es, los libros que de verdad nos alcanzan y nos tocan, nos traen siempre ese regalo: la posibilidad de salir de ver con otros ojos: la aventura imposible y no por ello menos codiciada de ser otro.
Después de todo, creo que sí soy Magali Tercero. Todos aquí lo somos.
--crg
Monday, October 16, 2006
LA VIDA, EXTRAVIADA
[Publicado en Narrativas 3, www.revistanarrativas.com]
para Néstor Braunstein y Tamara Frances, que me hicieron pensar en todo esto
I.
El primer recuerdo en el que aparece el yo es el recuerdo de una pérdida. Un extravío. Vivía entonces en la esquina más noreste del país, ahí donde el Golfo conserva el nombre pero gana la nacionalidad, en una de esas casas de madera que, sin importar cuando fueron construidas, siempre dan la apariencia de ser viejísimas. Se había sustituido ya el cultivo del algodón por el del sorgo y, durante los meses del verano, las amplias parcelas del Valle adquirían entonces, como ahora, ese color encendido, entre marrón y naranja, que a menudo hace creer que uno pisa el sol, o algo parecido al sol, cuando camina por ahí. En ese lugar, entre los surcos de un campo de sorgo, emergió, con un terror inigualable, la primera noción del yo.
Yo estoy perdida.
Recuerdo esa frase. Y, junto con la frase, recuerdo las imágenes agigantadas del verde casi negro de los tallos del sorgo y las imágenes, también desproporcionadas, de las melgas que sostenían mis titubeantes pies.
No recuerdo cómo regresé a casa, ni el llanto que debió haber alertado a los que dormían en ese momento la siesta. Pero esa escena en la que el mundo adquiere dimensiones exorbitantes mientras yo me reduzco a una expresión mínima ha sido, desde entonces, la clave para identificar ese estado de fuga y espanto que es el estar perdido.
Dicen los que me encontraron entre el sorgo que, efectivamente, lloraba. Y que, al regresar al regazo materno, ya bajo el techo del porche que nos protegía del sol de mediodía, lo único que pedí fue ir de regreso al lugar de la pérdida.
II.
Cuando las familias se mudan con frecuencia, los hijos suelen perderse con creciente naturalidad. Debido a demandas laborales o a cierto talante inadmisiblemente aventurero en el carácter de mis padres, mi infancia estuvo marcada por los cambios súbitos de residencia, los largos y silenciosos viajes por carretera, y los extravíos que ocasiona el desconocimiento de un nuevo espacio.
Yo no sabía que carecía de lo que se llama “sentido de la orientación” hasta que llegamos a X, un pequeño pueblo en el centro del país, satélite de un campus universitario rodeado de agapandos en flor perpetua. Todavía sin desempacar del todo, pero acatando una disciplina que mis padres llamaban férrea pero que a mí todavía me parece algo exagerada, me llevaron a la escuela primaria. Como buenos padres, me depositaron a la entrada del colegio y, con las manos en alto, se despidieron de mí después de colocar el mítico beso en la mejilla derecha: un verdadero cuadro idílico que habría sido perfecto si a los tres no se nos hubiera olvidado dejar en claro la dirección de la nueva casa o las indicaciones específicas para regresar a ella.
A la hora de la salida, como era de esperarse, me perdí. Tomé, como suelo hacerlo hasta el día de hoy, con una prontitud acaso profética, el camino equivocado. Y caminé sin rumbo, pero también sin miedo, a través de mercados llenos de frutas coloridas, frente a iglesias de edad inverosímil, por calles sin pavimentar, hasta que llegué a una de las orillas de X. Entonces supe, sin lugar a dudas, que estaba perdida pero, sospechando que todo era cuestión de tomar el camino contrario, continué con mi travesía. Aparecieron funerarias y más iglesias y callejones estrechísimos y casuchas semi-derruidas que yo, olvidando que estaba perdida, veía con el asombro y la inocencia del turista. Así, con ese estado de ánimo por demás exultante, con una ligereza que apenas acababa de conocer, llegué hasta la estación del tren. No sabía yo entonces que unos treinta años más tarde describiría ese entrecruzamiento de vías, ese verdadero amasijo de metal, como algo pesado y melancólico, algo definitivamente venido de otro siglo, algo como una isla en el tiempo. Un grito sin voz. Una apabullante lejanía. No sabía yo hace treinta años que ese momento de absoluta desolación y de radical, aunque exultante, soledad, iba a quedar grabado a un lado del sonido de los trenes que no pasaron y del color a óxido que afectaba todo cuanto veía.
Un ciclista cadavérico, de rala caballera blanca, se detuvo al lado de la niña que, inmóvil, veía con absoluta concentración la ausencia total de acontecimientos.
—¿Estás perdida? —preguntó. Y su voz grave, su voz como de pelambre terco, su voz de tren que no pasaba, rajó en ese instante la atmósfera.
Y entonces regresó, con furia pero sin miedo, el yo.
—Si —murmuré—. Estoy perdida.
—Dime por dónde vives y te llevo —carraspeó.
Con la naturalidad que proporciona a veces el extravío, con esa proclividad por el riesgo que aún ahora nimba todo lo que hago y, también, lo que no hago, le ayudé al anciano a acomodar mi mochila en los manubrios de la bicicleta y me senté, con toda tranquilidad, en la parrilla trasera. Supongo que tuve que abrazarlo para no caer.
El hombre pedaleó cansina pero firmemente de un lado a otro mientras seguía al pie de la letra mis esquizofrénicas indicaciones. Cuando le pedía que diera vuelta a la derecha porque ese camino me resultaba familiar, él lo hacía sin chistar. Igual, sin decir absolutamente nada, seguía pedaleando cuando le informaba que, una vez más, me había equivocado. Supongo que así anduvimos una media hora y, dentro de esa media hora, con el viento revoloteando por mi fleco y despeinando las trenzas que mi madre se empeñaba en que fueran perfectas, juro que hubo un par de minutos, un segundo apenas, en que me sentí, cualquier cosa que eso signifique ahora, yo misma. Cuando finalmente avizoré la puerta negra detrás de la cual se escondía un pasillo muy angosto que desembocaba en mi casa, di un respingo.
—Aquí es —le dije al ciclista y salté del vehículo todavía en movimiento.
Él se detuvo con la misma silenciosa parsimonia de todo el trayecto y, después de darme mi mochila, colocó el pie derecho sobre el pavimento para detener la bicicleta y encender, así, un cigarrillo sin filtro.
Entonces llegó el terror.
Toqué el timbre de la casa con verdadera fruición, imaginando que el anciano en ese momento me arrancaría de mi vida y me llevaría de regreso a la estación de los trenes invisibles; imaginando que el anciano saludaría a mi madre y la regañaría sin misericordia alguna; imaginando, incluso, que le pediría una remuneración exorbitante por sus servicios. Imaginé, quiero decir, cosas cada vez más exageradas y descomunales. Mi madre, por fortuna, abrió la puerta y yo, un tanto recuperada con la sola visión de su presencia, volvía la cabeza para darle gracias al anciano cuando me di cuenta que éste ya había desaparecido. No había bicicleta ni hombre y ni siquiera el humo del cigarrillo. No había nada. Y en esa nada, de la que naturalmente no pude hablar pero que sí pude relatar, se ha quedado también otra manera de identificar ese estado exultante y sin brújula que es la pérdida.
III.
La edad más difícil para perderse es, dicho sea esto con toda honestidad, la adolescencia. Después de leer a Baudelaire, a Benjamin o a Kerouac, ningún extravío es un extravío.
La adolescencia, que es pura errancia, sufre de las limitaciones propias de las ideologías radicales o las misiones divinas. Perderse a los 14 o a los 17 es más un requisito que una aventura.
El adolescente, a fin y principio de cuentas, siempre encuentra su casa. Cuando no lo hace, entonces se sabe, con toda la amarga certeza del caso, que ha empezado la edad adulta. El verdadero extravío.
IV.
Llegué a vivir a X, una ciudad cerca del mar, un verano de mucho sol, saturado de buganvillas. Aunque todo mundo no hacía más que describirme la belleza del océano y la singularidad, acaso paradisíaca, de la costa, yo estaba tan llena de trabajo que, por meses enteros, no pude caminar por su orilla. El deseo de hacerlo no llegó sino hasta finales del invierno. Había disfrutado mi primer fin de semana verdaderamente libre y, después de comer y beber, después de platicar y callar con un amigo que venía de una costa aún más lejana, decidimos, como se deciden estas cosas, así, sin más, tomar el coche e ir a la playa. Eran, para entonces, las 11:30 de la noche y ninguno de los dos había tenido la precaución de llevar un mapa.
Manejamos sin prisa y sin destino, guiándonos por un mítico a-la-izquierda, a-la-izquierda, por buena parte de la noche. Cuando tocamos el mismo compact tres veces y la conversación caía fulminada por el cansancio, tuvimos que aceptarlo sin cortapisas: no teníamos la menor idea de dónde estábamos. Entonces nos dimos a la tarea de preguntar a otros motoristas nocturnos, especialmente a aquellos que se detenían bajo los semáforos que, a esa hora de la noche, tenían un ligero nimbo lyncheano.
—¿Cómo llegamos al mar? —preguntábamos con una inocencia que a los otros, jóvenes casi todos y en speed con toda seguridad, les resultaba altamente sospechosa. Supongo que era por eso que nos dejaban con la palabra en la boca, acompañados nada más del eco que dejaba en el aire húmedo el ruido de los neumáticos contra el pavimento.
—¿Dónde está el océano? —inquiríamos ya con algo de suspicacia propia ante los navegadores nocturnos de cerca-de-la-costa para recibir sólo risitas sardónicas o ventanillas en súbito movimiento vertical.
Todo parecía indicar que el océano, tan cercano, tan obvio, tan material, quería escabullirse.
—¿Falta mucho para llegar a la playa? —le preguntamos a otro motorista nocturno.
—No —dijo y, para nuestra gran sorpresa, continuó—: Síganme si quieren. Voy para allá.
A nosotros nos pareció absolutamente natural lo que hicimos: colocamos el coche detrás del suyo y, como si lo conociéramos de toda la vida o nos uniera una confianza ancestral, lo seguimos por debajo de puentes y sobre rieles metálicos, a lo largo de anchas avenidas sin tráfico y por enredados caminitos de laberinto. El solitario motorista nocturno nos condujo a su casa que, a todas luces, no quedaba cerca del mar. Cuando declinamos su invitación para tomar algo o ver, cuando menos, la televisión juntos, no fue por miedo o resquemor sino, más bien, pura terquedad: todavía creíamos que esa noche, esa noche y no otra, esa noche precisa llegaríamos a nuestro destino. Él lo entendió y, antes de dejarnos ir, nos dio las gracias.
Nos encontrábamos en la hora más oscura cuando decidimos detenernos. Los dos estábamos cansados y, a esas alturas, no sabíamos ya ni cómo regresar. Supongo que la frustración y el agotamiento fueron los que nos hicieron estacionar el coche en el lugar al que al coche se le dio la gana. No tardamos, en todo caso, en cerrar los ojos.
Tuve un sueño. En el sueño, la luz del sol y el bochorno me obligaban a abrir los ojos. Me movía lentamente después, tratando de recordar dónde estaba y por qué estaba ahí mientras bajaba la ventanilla. Entonces lo reconocía: era el olor a océano. Y entonces abría la puerta y, corriendo como hacia un imán, lo descubría detrás de los matorrales. Sereno. Obvio. En perpetuo movimiento. Ahí estaba. El mar. Mi amigo, que me había seguido sin yo darme cuenta, murmuraba entonces:
—Dimos con él —luego de titubear un poco, añadió—: O dimos con ella. Da lo mismo.
No fue sino hasta su segunda y políticamente correcta intervención que me di cabal cuenta de que eso no era un sueño.
V.
Perderse para producir el contexto desde el cual es posible atisbar el yo.
Perderse para encontrar una isla de óxido en el tiempo.
Perderse para recordar, unos treinta años después, el momento de la pérdida.
Perderse para cumplir una misión.
Perderse para encontrar lo que no se buscaba.
Perderse para restar.
Perderse para vivir dentro del Gran Aro del No.
Perderse para desvariar y discurrir y disgregar.
Perderse para perder.
Perderse para decir la vida, extraviada.
VI.
Lo único que se consigue saliendo a caminar sin propósito es cansarse.
Kôbô Abe, La mujer de la arena
--crg
[Publicado en Narrativas 3, www.revistanarrativas.com]
para Néstor Braunstein y Tamara Frances, que me hicieron pensar en todo esto
I.
El primer recuerdo en el que aparece el yo es el recuerdo de una pérdida. Un extravío. Vivía entonces en la esquina más noreste del país, ahí donde el Golfo conserva el nombre pero gana la nacionalidad, en una de esas casas de madera que, sin importar cuando fueron construidas, siempre dan la apariencia de ser viejísimas. Se había sustituido ya el cultivo del algodón por el del sorgo y, durante los meses del verano, las amplias parcelas del Valle adquirían entonces, como ahora, ese color encendido, entre marrón y naranja, que a menudo hace creer que uno pisa el sol, o algo parecido al sol, cuando camina por ahí. En ese lugar, entre los surcos de un campo de sorgo, emergió, con un terror inigualable, la primera noción del yo.
Yo estoy perdida.
Recuerdo esa frase. Y, junto con la frase, recuerdo las imágenes agigantadas del verde casi negro de los tallos del sorgo y las imágenes, también desproporcionadas, de las melgas que sostenían mis titubeantes pies.
No recuerdo cómo regresé a casa, ni el llanto que debió haber alertado a los que dormían en ese momento la siesta. Pero esa escena en la que el mundo adquiere dimensiones exorbitantes mientras yo me reduzco a una expresión mínima ha sido, desde entonces, la clave para identificar ese estado de fuga y espanto que es el estar perdido.
Dicen los que me encontraron entre el sorgo que, efectivamente, lloraba. Y que, al regresar al regazo materno, ya bajo el techo del porche que nos protegía del sol de mediodía, lo único que pedí fue ir de regreso al lugar de la pérdida.
II.
Cuando las familias se mudan con frecuencia, los hijos suelen perderse con creciente naturalidad. Debido a demandas laborales o a cierto talante inadmisiblemente aventurero en el carácter de mis padres, mi infancia estuvo marcada por los cambios súbitos de residencia, los largos y silenciosos viajes por carretera, y los extravíos que ocasiona el desconocimiento de un nuevo espacio.
Yo no sabía que carecía de lo que se llama “sentido de la orientación” hasta que llegamos a X, un pequeño pueblo en el centro del país, satélite de un campus universitario rodeado de agapandos en flor perpetua. Todavía sin desempacar del todo, pero acatando una disciplina que mis padres llamaban férrea pero que a mí todavía me parece algo exagerada, me llevaron a la escuela primaria. Como buenos padres, me depositaron a la entrada del colegio y, con las manos en alto, se despidieron de mí después de colocar el mítico beso en la mejilla derecha: un verdadero cuadro idílico que habría sido perfecto si a los tres no se nos hubiera olvidado dejar en claro la dirección de la nueva casa o las indicaciones específicas para regresar a ella.
A la hora de la salida, como era de esperarse, me perdí. Tomé, como suelo hacerlo hasta el día de hoy, con una prontitud acaso profética, el camino equivocado. Y caminé sin rumbo, pero también sin miedo, a través de mercados llenos de frutas coloridas, frente a iglesias de edad inverosímil, por calles sin pavimentar, hasta que llegué a una de las orillas de X. Entonces supe, sin lugar a dudas, que estaba perdida pero, sospechando que todo era cuestión de tomar el camino contrario, continué con mi travesía. Aparecieron funerarias y más iglesias y callejones estrechísimos y casuchas semi-derruidas que yo, olvidando que estaba perdida, veía con el asombro y la inocencia del turista. Así, con ese estado de ánimo por demás exultante, con una ligereza que apenas acababa de conocer, llegué hasta la estación del tren. No sabía yo entonces que unos treinta años más tarde describiría ese entrecruzamiento de vías, ese verdadero amasijo de metal, como algo pesado y melancólico, algo definitivamente venido de otro siglo, algo como una isla en el tiempo. Un grito sin voz. Una apabullante lejanía. No sabía yo hace treinta años que ese momento de absoluta desolación y de radical, aunque exultante, soledad, iba a quedar grabado a un lado del sonido de los trenes que no pasaron y del color a óxido que afectaba todo cuanto veía.
Un ciclista cadavérico, de rala caballera blanca, se detuvo al lado de la niña que, inmóvil, veía con absoluta concentración la ausencia total de acontecimientos.
—¿Estás perdida? —preguntó. Y su voz grave, su voz como de pelambre terco, su voz de tren que no pasaba, rajó en ese instante la atmósfera.
Y entonces regresó, con furia pero sin miedo, el yo.
—Si —murmuré—. Estoy perdida.
—Dime por dónde vives y te llevo —carraspeó.
Con la naturalidad que proporciona a veces el extravío, con esa proclividad por el riesgo que aún ahora nimba todo lo que hago y, también, lo que no hago, le ayudé al anciano a acomodar mi mochila en los manubrios de la bicicleta y me senté, con toda tranquilidad, en la parrilla trasera. Supongo que tuve que abrazarlo para no caer.
El hombre pedaleó cansina pero firmemente de un lado a otro mientras seguía al pie de la letra mis esquizofrénicas indicaciones. Cuando le pedía que diera vuelta a la derecha porque ese camino me resultaba familiar, él lo hacía sin chistar. Igual, sin decir absolutamente nada, seguía pedaleando cuando le informaba que, una vez más, me había equivocado. Supongo que así anduvimos una media hora y, dentro de esa media hora, con el viento revoloteando por mi fleco y despeinando las trenzas que mi madre se empeñaba en que fueran perfectas, juro que hubo un par de minutos, un segundo apenas, en que me sentí, cualquier cosa que eso signifique ahora, yo misma. Cuando finalmente avizoré la puerta negra detrás de la cual se escondía un pasillo muy angosto que desembocaba en mi casa, di un respingo.
—Aquí es —le dije al ciclista y salté del vehículo todavía en movimiento.
Él se detuvo con la misma silenciosa parsimonia de todo el trayecto y, después de darme mi mochila, colocó el pie derecho sobre el pavimento para detener la bicicleta y encender, así, un cigarrillo sin filtro.
Entonces llegó el terror.
Toqué el timbre de la casa con verdadera fruición, imaginando que el anciano en ese momento me arrancaría de mi vida y me llevaría de regreso a la estación de los trenes invisibles; imaginando que el anciano saludaría a mi madre y la regañaría sin misericordia alguna; imaginando, incluso, que le pediría una remuneración exorbitante por sus servicios. Imaginé, quiero decir, cosas cada vez más exageradas y descomunales. Mi madre, por fortuna, abrió la puerta y yo, un tanto recuperada con la sola visión de su presencia, volvía la cabeza para darle gracias al anciano cuando me di cuenta que éste ya había desaparecido. No había bicicleta ni hombre y ni siquiera el humo del cigarrillo. No había nada. Y en esa nada, de la que naturalmente no pude hablar pero que sí pude relatar, se ha quedado también otra manera de identificar ese estado exultante y sin brújula que es la pérdida.
III.
La edad más difícil para perderse es, dicho sea esto con toda honestidad, la adolescencia. Después de leer a Baudelaire, a Benjamin o a Kerouac, ningún extravío es un extravío.
La adolescencia, que es pura errancia, sufre de las limitaciones propias de las ideologías radicales o las misiones divinas. Perderse a los 14 o a los 17 es más un requisito que una aventura.
El adolescente, a fin y principio de cuentas, siempre encuentra su casa. Cuando no lo hace, entonces se sabe, con toda la amarga certeza del caso, que ha empezado la edad adulta. El verdadero extravío.
IV.
Llegué a vivir a X, una ciudad cerca del mar, un verano de mucho sol, saturado de buganvillas. Aunque todo mundo no hacía más que describirme la belleza del océano y la singularidad, acaso paradisíaca, de la costa, yo estaba tan llena de trabajo que, por meses enteros, no pude caminar por su orilla. El deseo de hacerlo no llegó sino hasta finales del invierno. Había disfrutado mi primer fin de semana verdaderamente libre y, después de comer y beber, después de platicar y callar con un amigo que venía de una costa aún más lejana, decidimos, como se deciden estas cosas, así, sin más, tomar el coche e ir a la playa. Eran, para entonces, las 11:30 de la noche y ninguno de los dos había tenido la precaución de llevar un mapa.
Manejamos sin prisa y sin destino, guiándonos por un mítico a-la-izquierda, a-la-izquierda, por buena parte de la noche. Cuando tocamos el mismo compact tres veces y la conversación caía fulminada por el cansancio, tuvimos que aceptarlo sin cortapisas: no teníamos la menor idea de dónde estábamos. Entonces nos dimos a la tarea de preguntar a otros motoristas nocturnos, especialmente a aquellos que se detenían bajo los semáforos que, a esa hora de la noche, tenían un ligero nimbo lyncheano.
—¿Cómo llegamos al mar? —preguntábamos con una inocencia que a los otros, jóvenes casi todos y en speed con toda seguridad, les resultaba altamente sospechosa. Supongo que era por eso que nos dejaban con la palabra en la boca, acompañados nada más del eco que dejaba en el aire húmedo el ruido de los neumáticos contra el pavimento.
—¿Dónde está el océano? —inquiríamos ya con algo de suspicacia propia ante los navegadores nocturnos de cerca-de-la-costa para recibir sólo risitas sardónicas o ventanillas en súbito movimiento vertical.
Todo parecía indicar que el océano, tan cercano, tan obvio, tan material, quería escabullirse.
—¿Falta mucho para llegar a la playa? —le preguntamos a otro motorista nocturno.
—No —dijo y, para nuestra gran sorpresa, continuó—: Síganme si quieren. Voy para allá.
A nosotros nos pareció absolutamente natural lo que hicimos: colocamos el coche detrás del suyo y, como si lo conociéramos de toda la vida o nos uniera una confianza ancestral, lo seguimos por debajo de puentes y sobre rieles metálicos, a lo largo de anchas avenidas sin tráfico y por enredados caminitos de laberinto. El solitario motorista nocturno nos condujo a su casa que, a todas luces, no quedaba cerca del mar. Cuando declinamos su invitación para tomar algo o ver, cuando menos, la televisión juntos, no fue por miedo o resquemor sino, más bien, pura terquedad: todavía creíamos que esa noche, esa noche y no otra, esa noche precisa llegaríamos a nuestro destino. Él lo entendió y, antes de dejarnos ir, nos dio las gracias.
Nos encontrábamos en la hora más oscura cuando decidimos detenernos. Los dos estábamos cansados y, a esas alturas, no sabíamos ya ni cómo regresar. Supongo que la frustración y el agotamiento fueron los que nos hicieron estacionar el coche en el lugar al que al coche se le dio la gana. No tardamos, en todo caso, en cerrar los ojos.
Tuve un sueño. En el sueño, la luz del sol y el bochorno me obligaban a abrir los ojos. Me movía lentamente después, tratando de recordar dónde estaba y por qué estaba ahí mientras bajaba la ventanilla. Entonces lo reconocía: era el olor a océano. Y entonces abría la puerta y, corriendo como hacia un imán, lo descubría detrás de los matorrales. Sereno. Obvio. En perpetuo movimiento. Ahí estaba. El mar. Mi amigo, que me había seguido sin yo darme cuenta, murmuraba entonces:
—Dimos con él —luego de titubear un poco, añadió—: O dimos con ella. Da lo mismo.
No fue sino hasta su segunda y políticamente correcta intervención que me di cabal cuenta de que eso no era un sueño.
V.
Perderse para producir el contexto desde el cual es posible atisbar el yo.
Perderse para encontrar una isla de óxido en el tiempo.
Perderse para recordar, unos treinta años después, el momento de la pérdida.
Perderse para cumplir una misión.
Perderse para encontrar lo que no se buscaba.
Perderse para restar.
Perderse para vivir dentro del Gran Aro del No.
Perderse para desvariar y discurrir y disgregar.
Perderse para perder.
Perderse para decir la vida, extraviada.
VI.
Lo único que se consigue saliendo a caminar sin propósito es cansarse.
Kôbô Abe, La mujer de la arena
--crg
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