MENSAJE APARECIDO EN LA PUERTA DE MI OFICINA
YO NO FUI
atte.
La Mujer Invisible
(adentro: el desorden intacto sobre escritorio y piso)
--crg
Tuesday, February 28, 2006
Monday, February 27, 2006
Wednesday, February 22, 2006
Tuesday, February 21, 2006
LA FRONTERA Y YO
(esta pequeña colección de textos es para giannina, para que ya no escriba mails en la biblioteca y deje de revisar todos los días una página web)
IDENTIFICACIÓN FRONTERIZA
“Described by Freud as a “frontier-creature”, the ego patrols the borders of identity by means of a policing mechanism of its own: identification. Those objects that cannot be kept out are often introjected, and those objects that have been introjected are frequently expelled—all by means of the mechanism of identification.”
Diana Fuss, Identification Papers, 49.
LA GARITA
Donde hay diferencia, hay frontera. Lo distintivo de la línea económica, política y cultural que divide, por ejemplo, a San Diego, California, de Tijuana, Baja California, es la presencia ominosa de esa garita que nos recuerda, de manera por demás punzante, que la diferencia siempre tiene consecuencias reales, simbólicas, imaginarias. Remover el referente regional del término frontera no implica restarle importancia a las consecuencias materiales—económicas, políticas, culturales—del paso o la imposibilidad del paso fronterizo. La garita nos recuerda lo que nos recuerdan los cadáveres y las cruces que representan a los cadáveres sobre la frágil barda de metal: esto es real e, incluso, más real que lo real. Esta es tu condición de existencia: tu política, tu intensidad, tu arte, tu otredad. Tu muerte.
EL LUGAR Y EL SUJETO FRONTERIZO
La frontera, como el capital, no es un objeto o un sitio, sino una relación. De poder. De placer. De cruce. De detenimiento. La frontera, en sentido estricto, es una especie de no-lugar: un espacio, como argumentaba Augé, que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como espacio de permanencia.[1] La frontera aparece pues como un territorio instantáneo o disoluble signado por la velocidad y la circulación donde, apropiadamente, lo que importa es el ir y el venir, es decir, el movimiento, la trayectoria, el no-estar. No se es, pues, de la frontera. En sentido estricto no se puede sino no ser de ese no-ahí. Ser fronterizo implica, luego entonces, la identificación y subsiguiente aceptación de la existencia de esa negatividad, de esa fundamental imposibilidad, y, por eso, porque esta relación de movimiento es de suyo negativa, de suyo imaginaria, deberíamos siempre hablar de identificaciones fronterizas—un constructo que es a su vez un reclamo de otredad—y no de identidades de frontera—un concepto que reclama lo idéntico o la mismidad. El sujeto de ese no-lugar fronterizo sería aquel capaz de mantener una relación consciente y alerta de ese Otro interno y externo que constituye su contexto y su texto—su condición misma de existencia. Y para hacerlo, para tener esa relación activa con la negatividad imaginaria y material de lo fronterizo, poco importa el vivir o no vivir en una región geo-política denominada como la frontera. Importa, y mucho, la conciencia de esa diferencia interna y externa, la materialidad de la percepción de ese desembonamiento, de ese fuera de lugar permanente que es el lugar fronterizo.
[1] Marc Augé, Los “no lugares”. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad (Barcelona: Gedisa, 1992).
LO QUE REPRESENTA LA CRUZ
Y, sin embargo, en este lugar de cruce reina también la estática presencia de la muerte—el detenimiento del cruce mismo. Si tomamos en cuenta que en toda la historia del Muro de Berlín murieron alrededor de 800 personas, mientras que en la frontera entre Tijuana y San Diego han fenecido más de 2, 500 hombres y mujeres desde 1994, creo que identificar a la muerte como la Identificación que limita la posibilidad misma de una Identidad Fronteriza no es exagerado. Cualquier Identidad Fronteriza se ve cuestionada por la Identificación de la Muerte.
LOS CINCO SENTIDOS (MAS UNO)
En el cuerpo que se identifica, en el proceso de identificación del cuerpo, lo fronterizo toca los sentidos de la siguiente manera:
1. El oído: la frontera es, sobre todo, el sonido de metal contra metal. Apagado y agudo. Militar. Terminante y sin concluir. Se trata de puertas revolventes por las que todo cruzador pedestre tiene que pasar—una cárcel instantánea, una manera de frenar el paso, un titubeante detenimiento. Ese ruido me perseguirá siempre. Ese ruido me indicará, pavolovianamente, que Lo Otro se aproxima. Ese ruido me colocará una sonrisa de idiota en la cara.
2. El olfato: todo huele distinto. Puede ser un lugar común pero insisto: todo huele distinto. Aún más: todo huele distinto de manera inmediata. Hay puestos de comida en todos lados y eso impregna el ambiente: el olor a aceite requemado, el aroma punzante de las salsas y los chiles, la carne, el sudor. Luego vienen los coches y sus escapados escapes: el olor a una contaminación no regulada, apenas percibida. Descubrir después que la velocidad huele. Que la velocidad expele un aroma indistinguible, un aroma que sólo le pertenece a ella.
3. el tacto: lo inaudito: la gente toca. Toca la mercancía. Toca la mano que saluda. Toca la mejilla que se está a punto de rozar. Toca, incluso, el aire que lo toca. No hay aquí, entre el río de gente que avanza por las banquetas de Revolución, ningún metro y medio de seguridad alrededor. Todo es tacto.
4. el gusto: lo he dicho antes y lo repetiré ahora: el sashimi de yellow tail que prepara Otto en Otto´s rifa. No lo había dicho antes pero lo digo ahora: ahí está el único lugar donde es posible ordenar "unos tacos de birria pero como si fueran de papa": el inicio de los tacos travestis.
5. la vista:
--crg
(esta pequeña colección de textos es para giannina, para que ya no escriba mails en la biblioteca y deje de revisar todos los días una página web)
IDENTIFICACIÓN FRONTERIZA
“Described by Freud as a “frontier-creature”, the ego patrols the borders of identity by means of a policing mechanism of its own: identification. Those objects that cannot be kept out are often introjected, and those objects that have been introjected are frequently expelled—all by means of the mechanism of identification.”
Diana Fuss, Identification Papers, 49.
LA GARITA
Donde hay diferencia, hay frontera. Lo distintivo de la línea económica, política y cultural que divide, por ejemplo, a San Diego, California, de Tijuana, Baja California, es la presencia ominosa de esa garita que nos recuerda, de manera por demás punzante, que la diferencia siempre tiene consecuencias reales, simbólicas, imaginarias. Remover el referente regional del término frontera no implica restarle importancia a las consecuencias materiales—económicas, políticas, culturales—del paso o la imposibilidad del paso fronterizo. La garita nos recuerda lo que nos recuerdan los cadáveres y las cruces que representan a los cadáveres sobre la frágil barda de metal: esto es real e, incluso, más real que lo real. Esta es tu condición de existencia: tu política, tu intensidad, tu arte, tu otredad. Tu muerte.
EL LUGAR Y EL SUJETO FRONTERIZO
La frontera, como el capital, no es un objeto o un sitio, sino una relación. De poder. De placer. De cruce. De detenimiento. La frontera, en sentido estricto, es una especie de no-lugar: un espacio, como argumentaba Augé, que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como espacio de permanencia.[1] La frontera aparece pues como un territorio instantáneo o disoluble signado por la velocidad y la circulación donde, apropiadamente, lo que importa es el ir y el venir, es decir, el movimiento, la trayectoria, el no-estar. No se es, pues, de la frontera. En sentido estricto no se puede sino no ser de ese no-ahí. Ser fronterizo implica, luego entonces, la identificación y subsiguiente aceptación de la existencia de esa negatividad, de esa fundamental imposibilidad, y, por eso, porque esta relación de movimiento es de suyo negativa, de suyo imaginaria, deberíamos siempre hablar de identificaciones fronterizas—un constructo que es a su vez un reclamo de otredad—y no de identidades de frontera—un concepto que reclama lo idéntico o la mismidad. El sujeto de ese no-lugar fronterizo sería aquel capaz de mantener una relación consciente y alerta de ese Otro interno y externo que constituye su contexto y su texto—su condición misma de existencia. Y para hacerlo, para tener esa relación activa con la negatividad imaginaria y material de lo fronterizo, poco importa el vivir o no vivir en una región geo-política denominada como la frontera. Importa, y mucho, la conciencia de esa diferencia interna y externa, la materialidad de la percepción de ese desembonamiento, de ese fuera de lugar permanente que es el lugar fronterizo.
[1] Marc Augé, Los “no lugares”. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad (Barcelona: Gedisa, 1992).
LO QUE REPRESENTA LA CRUZ
Y, sin embargo, en este lugar de cruce reina también la estática presencia de la muerte—el detenimiento del cruce mismo. Si tomamos en cuenta que en toda la historia del Muro de Berlín murieron alrededor de 800 personas, mientras que en la frontera entre Tijuana y San Diego han fenecido más de 2, 500 hombres y mujeres desde 1994, creo que identificar a la muerte como la Identificación que limita la posibilidad misma de una Identidad Fronteriza no es exagerado. Cualquier Identidad Fronteriza se ve cuestionada por la Identificación de la Muerte.
LOS CINCO SENTIDOS (MAS UNO)
En el cuerpo que se identifica, en el proceso de identificación del cuerpo, lo fronterizo toca los sentidos de la siguiente manera:
1. El oído: la frontera es, sobre todo, el sonido de metal contra metal. Apagado y agudo. Militar. Terminante y sin concluir. Se trata de puertas revolventes por las que todo cruzador pedestre tiene que pasar—una cárcel instantánea, una manera de frenar el paso, un titubeante detenimiento. Ese ruido me perseguirá siempre. Ese ruido me indicará, pavolovianamente, que Lo Otro se aproxima. Ese ruido me colocará una sonrisa de idiota en la cara.
2. El olfato: todo huele distinto. Puede ser un lugar común pero insisto: todo huele distinto. Aún más: todo huele distinto de manera inmediata. Hay puestos de comida en todos lados y eso impregna el ambiente: el olor a aceite requemado, el aroma punzante de las salsas y los chiles, la carne, el sudor. Luego vienen los coches y sus escapados escapes: el olor a una contaminación no regulada, apenas percibida. Descubrir después que la velocidad huele. Que la velocidad expele un aroma indistinguible, un aroma que sólo le pertenece a ella.
3. el tacto: lo inaudito: la gente toca. Toca la mercancía. Toca la mano que saluda. Toca la mejilla que se está a punto de rozar. Toca, incluso, el aire que lo toca. No hay aquí, entre el río de gente que avanza por las banquetas de Revolución, ningún metro y medio de seguridad alrededor. Todo es tacto.
4. el gusto: lo he dicho antes y lo repetiré ahora: el sashimi de yellow tail que prepara Otto en Otto´s rifa. No lo había dicho antes pero lo digo ahora: ahí está el único lugar donde es posible ordenar "unos tacos de birria pero como si fueran de papa": el inicio de los tacos travestis.
5. la vista:
--crg
Tuesday, February 07, 2006
EL ÚNICO SILENCIO DE SUSAN SONTAG
[publicado en Replicante, febrero 2006]
It is conceivable that someone might possibly have escaped from their singing; but from their silence, never.
Franz Kafka, The Silence of the Sirens
I. SUSAN BARTELBY SONTAG
Asumo que si doy inicio a este texto argumentando que Enrique Vila-Matas debió haber incluido a Susan Sontag en su libro de Bartelbys--esos escritores-del-no que callaron a tiempo o guardaron un silencio más bien conspicuo--eso constituiría un inicio un tanto cuanto escandaloso.
Lo hago. Digo que Enrique Vila-Matas debió haber incluido a Susan Sontag—la prolífica ensayista, la novelista de renombre, la intelectual que debatió sobre todos y cada uno de los temas fundamentales de la modernidad, la activista selectiva, la siempre polémica—en su selección de Bartlebys. Y lo argumento porque volví a los libros de Sontag que llenan un estante completo de mi librero y recordé que ya antes me lo había preguntado y había obtenido la misma respuesta escandalosa: Susan Sontag, que habló de todo, nunca discurrió, en sentido estricto, acerca de la sexualidad—un tema cuya relevancia no podría ser exagerada en las postrimerías del siglo XX. Hay, por supuesto, ensayos memorables sobre la pornografía y menciones aquí y allá sobre el cuerpo y sus mistificaciones, sobre el cuerpo y sus enfermedades, sobre el cuerpo y sus representaciones, pero la intelectual que descubrió autores imprescindibles para lectores de este lado del Atlántico, la que se fue a Sarajevo para montar Esperando a Godot como si el arte constituyera, de verdad, un último reducto de salvación, la que nunca tuvo miedo de decir sus opiniones y, luego, de desdecirlas, no le dedicó uno de sus precisos y acaso obligatorios ensayos a sexualidad.
Ese silencio me intriga.
II. EL QUE CALLA NO OTORGA
¿Pero existe alguien que quiera decir todo lo que puede ser dicho?
Susan Sontag, Aesthetics of Silence
No trato, por supuesto, de sacar del clóset a un muerto. Y nada más lejos de mi intención que hacerle eco a una Camilla Paglia, bastante enloquecida para mi gusto, en su vulgar afán de develar las tendencias sexuales de la Sontag, obligándola a tomar un partido estricto y rígido. Un partido indentatario. Y hace bien Carlos Monsiváis cuando, en el artículo que le dedica a la Sontag en el número más reciente de Debate Feminista, cita a Fran Lewobitz, amiga de Sontag, quien califica tal deseo o urgencia como un acto que “es lesivo, es inmoral, es macarthista, es terrorismo, es canibalismo, es más que despreciable… Para mí es como ver a un puñado de judíos que obligaran a otros judíos a ponerse en fila para ser deportados a los campos de concentración”.[1] Sin embargo, y esto lo tengo que admitir, el silencio, ese silencio, me intriga. No puedo dejar de oír su ruido mientras la leo. No puedo dejar de verlo.
En “Silence on Trial”, uno de los dos ensayos que componen su reciente libro Art and Fear, Paul Virilio se queja acerca de las múltiples maneras en que nuestras sociedades contemporáneas repletas de imágenes sonoras e íconos audio-visuales se han encargado de silenciar al silencio, obligándolo a significar una sola cosa: aceptación. Haciendo un paralelismo entre origen de este proceso con el origen mismo de las talkies, las películas con sonido que sustituyeron, para siempre, a las mudas, Virilio asegura que, desde entonces, “el que no dice nada está condenado a consentir. Ningún silencio puede expresar desaprobación o resistencia, nada más consentimiento”.[2] Las consecuencias son, en su opinión, funestas. No sólo el séptimo arte se propone a sí mismo como un arte total, es decir, totalitario, sino que también se metamorfosea en una ventriloquia que “contesta el silencio de las masas angustiadas que han perdido sus lenguas”. “¿Cómo subsistirá”, se pregunta Virilio, “el silencio de los infinitos espacios del arte, este silencio que parece aterrorizar a los manufactures de máquinas de todo tipo, del motor de inferencia lógica de las computadoras a la máquina de investigación de una red de redes?”[3]. No a través de la imposición del sonido, ciertamente. No a través de la obligación del discurso. ¿Será posible inmiscuirse en el silencio, implicarse ahí? ¿Será posible posicionarse dentro del silencio mismo sin intentar descifrarlo?
Después de todo, la misma Susan Sontag, escribiendo sobre la estética del silencio, asesguraba que el silencio “sigue siendo, de manera inescapable, una forma de discurso (en muchos casos una queja o una acusación) y un elemento en el diálogo”.[4] En ese mismo texto, citando a John Cage, Sontag parece estar de acuerdo en que “[t]here is no such a thing a silence. Something is always happening that makes sound”.[5] Mencionaba, además, que ese gesto social a través del cual una persona se dirige hacia la ininteligibilidad la vuelve, ciertamente, opaca, pero también abre “una gama de posibilidades para interpretar ese silencio, para imputarle discurso”.[6]
Aún más, con la acuciosa claridad que la caracterizaba, Sontag llegó a enumerar los usos (que son, según ella misma, los significados) más comunes del silencio. De Novalis al Rimbaud de Abisinia, del Bergman de Persona a Kleist, Sontag explora lo que antecede a la decisión del silencio y lo que esta decisión provoca; la plétora de ruidos, con frecuencia paradójicos, que se cuelan por entre sus callados ángulos. En sus reflexiones acerca de la estética del silencio, Sontag identifica, por lo menos, cuatro distintos usos: 1) el silencio prueba la ausencia o renuncia del pensamiento, 2) el silencio prueba la complitud del pensamiento, 3) el silencio provee tiempo para la continuación o la exploración del pensamiento, 4) el silencio ayuda al discurso a lograr su máxima integridad y seriedad. Es obvio que a Susan Sontag no sólo no le molestaba la práctica del silencio sino que, además, la encontraba cierta utilidad, tanto cultural como políticamente. De ahí que, luego, cuestionando la famosa frase de Wittgenstein, se preguntara: “Pero existe alguien que quiera decir todo lo que puede ser dicho?”, su propia respuesta, para nada sorpresiva, es un no claro, un no rotundo, un no.[7]
Todo parece indicar que la decisión de ir hacia lo ininteligible, entonces, es también, o puede serlo, una decisión que intenta, de maneras acaso subterráneas, acentuar el peso de lo dicho y, por supuesto, de lo no dicho: la puntuación final de una frase (esa famoso última palabra) y la exploración incesante de un pensamiento inacabado. Las dos cosas al mismo tiempo. El silencio, en cualquier caso, no es una lápida. No oculta. No es el signo rojo y hexagonal que nos obliga a hacer un alto temeroso o lleno de respeto, da lo mismo, en el camino. El silencio, que no calla, en realidad tampoco otorga. Y resiste, sí, pero no de una manera frontal. Y habla, sí, pero en vericuetos más desglosados. El silencio, en resumen, es una invitación a pensar de otra manera. El silencio alrededor de la sexualidad, la propia como en el caso de Susan Sontag, pero también la ajena, la social, puede efectivamente ser todas esas cosas.
III. VOCABULARIOS DEMONIACOS
“La sexualidad es un fenómeno altamente cuestionable”, argumenta Susan Sontag en ensayo On Pornography, uno de los pocos en los que explora de manera directa asuntos sexuales del siglo XX, “que pertenece, al menos potencialmente, a las experiencias extremas y no ordinarias de la humanidad”.[8] En contra de la así denominada “ilustrada opinión pública”, Sontag insiste en que la fuerza de la sexualidad es tal que “se convierte en una fuerza demoníaca de la conciencia humana—empujándonos a intervalos cerca del tabú y los deseos peligrosos, que van del impulso de cometer súbitos actos arbitrarios de violencia en contra de otra persona o la voluptuosa nostalgia por la extinción de la conciencia propia, hasta llegar a la muerte misma”.[9] De ahí el complejo análisis que le dedica a la obra de Bataille o Sade y, más específicamente, a la novela La historia de O de Pauline Reáge—análisis en que no sólo se niega a simplificar el objeto de estudio sino que, en contra de opiniones liberales suaves, también rechaza la noción de que la sexualidad sea naturalmente benigna o productiva. En lugar de eso, Sontag se interna en vericuetos de suyo problemáticos, de los que sólo puede salir aduciendo que la pornografía, o al menos la clase de escritos pornográficos en los que está interesada, no sólo “hablan de” la experiencia sexual sino que, sobre todo, tocan “el fracaso de la sociedad capitalista en proveer salidas auténticas a la perenne necesidad humana de satisfacer el apetito por modos exaltados y trascendentes de concentración y seriedad”.[10] Esta sociedad, añade, sirve de manera muy pobre a la profunda necesidad de trascendencia puesto que sólo ofrece “vocabularios demoníacos” que, con frecuencia, son sólo, o mayoritariamente, auto-destructivos.[11] La solución, como casi todo en Sontag, es el arte, más específicamente, la poesía de la trasgresión que es todo conocimiento.
Pero este es un artículo que Susan Sontag escribió en 1967 y es de presumir que la sociedad capitalista a la que hacía referencia entonces ha o aumentado la gama de vocabularios demoniacos o encontrado otros para explorar esa fuerza primordial que significa a los cuerpos y sus intersubjetividades.
IV. LAS POLÍTICAS DE LA DES-IDENTIFICACIÓN
Argumenta Diana Fuss, una de las más importantes exponentes de la teoría queer elaborada en Estados Unidos, que es a través del trabajo de identificación que se problematiza el concepto de identidad. La identificación, dice, "es un proceso que mantiene a la identidad a la distancia, evitando que llegue al status de un dado ontológico, aun cuando hace posible la ilusión de la identidad como algo inmediato, seguro, totalizable".[12] La identificación es, además, móvil, elástica, volátil. Un sitio de investidura erótica continuamente abierta a las oscilaciones de la fantasía que excede, por lo tanto, los límites de las determinaciones sociales, históricas y políticas. Un sitio de investidura erótica que excede, añadiría yo, los límites de lo dicho y lo decible, especialmente cuando gran parte del discurso sobre la sexualidad se origina en e ilumina prácticas identatarias y, con mucho menor frecuencia, prácticas identificatorias.
"¿Cómo puede cambiar nuestra concepción de la política, de la naturaleza misma y significado de los lazos sociales”, se pregunta Diana Fuss, “el saber que cada reclamo de identidad ("No soy otro") está basado en la identificación ("Yo deseo ser otro")? ¿Cómo cambiaría nuestro concepto de identidad si finalmente nos tomáramos en serio la noción post-estructuralista de que nuestros más apasionados identificaciones incorporan en ellas no-identidades y que nuestras más fervientes desidentificaciones pueden contener ya una identidad que buscan negar?".
Cito y guardo silencio.
Cito y me pregunto lo mismo y guardo silencio.
Cito y vuelvo al silencio.
No trato, espero que eso ya esté más que claro por ahora, de descifrar el silencio de Susan Sontag respecto a su y a la sexualidad. No quiero una Susan Sontag legible o resuelta. Susan Sontag no es un sueño freudiano que yo quiera normalizar a través de mis significados. No me interesa saber lo que realmente pensaba (¿existe algo que realmente se piense?) la autora norteamericana sobre el tema. Lo que hago es tomar su invitación silenciosa, su silenciosa provocación, para decir que carezco, en efecto, de un lenguaje para hablar de la sexualidad desde puntos de vista que no sean estrictamente identatarios. Que me hace falta un lenguaje (¿flexible? ¿paradójico? ¿errante? ¿colindante?) para explorar, de otras maneras, la identificaciones e, incluso, las des-identificaciones del cuerpo y de los símbolos. Para Freud, por ejemplo, el deseo por un sexo siempre va aparejado por la identificación con el sexo contrario, así que desear e identificarse con la persona del mismo sexo es, en su modelo, una imposibilidad teórica. Pero, como pregunta Diana Fuss, ¿por qué asumir que la sexualidad del sujeto dado está estructurada en pares? Incluso, para hacer la cosa más complicada: "¿Qué nos dice que un hombre y una mujer deben desearse automáticamente como otros, y nunca responderse el uno a otro de alguna manera como "lo mismo"? Ahora bien, si la identificación incluye la internalización del otro y elude, a la vez, el deseo analítico de la posesión y la apropiación, entonces, me pregunto con Fuss, "¿cómo se puede traer al otro al dominio del conocimiento sin aniquilar ese otro en tanto otro--algo que precisamente no puede ser conocido?"
Si bien los movimientos sociales del siglo XX--específicamente el movimiento gay, el feminista y el chicano, por hablar sólo de algunos--fueron posibles gracias a una construcción y reconstrucción estratégica de reclamos de identidad, las realidades de la intersubjetividad contemporánea—unas realidades en las que, al decir de Renata Salecl, hay cambios significativos en las maneras a través de las cuales los sujetos se identifican con el Otro y en las que el sujeto de hecho confía en la posibilidad de crearse, libremente, una identidad sin referencia a ese Otro—se llevan a cabo y, al mismo tiempo, precisan de producciones subjetivas que excedan tales conceptos identatarios (el reclamo por lo mismo), incorporando las complejas experiencias identificacatorias e, incluso, des-identficaciones que conforman los lazos intersubjetivos de hoy.[13]
En muchos de sus muchos escritos acerca del poder, Michel Foucault puso insistente atención a los distintos procesos médicos, legales, religiosos, entro otros tantos, que, al producir identidades reconocibles, facilitaba el ejercicio vertical de tal poder. En el primer tomo de su Historia de la Sexualidad, Foucault también discurrió sobre las distintas formas en que ese poder puede y ha sido, históricamente, cuestionado. El silencio, por una parte, y la mera posibilidad del lenguaje desidentificatorio, que es, lo sé, un lenguaje imposible, deberían de formar parte de esta lista de estrategias que, cuestionando al poder, se trenzan, en efecto, con él. Lo producen, ciertamente, y lo mueven. Lo generan y lo (des)generan. Si para esto sirve el silencio, entonces que sea bienvenido. Si dice: "yo tampoco acepto", entonces aquí me callo.
[1] Carlos Monsiváis, “Susan Sontag (1933-2004). La imaginación y la conciencia histórica” Debate Feminista, Año 16, Vol. 31, Abril 2005, p. 166.
[2] Paul Virilio, “Silence on Trial”, Art & Fear (London: Continuum, 2003), 74
[3] Virilio “Silence on Trial”, 92.
[4] Susan Sontag, “The Aesthetics of Silence”, A Susan Sontag Reader (New York: Farrar & Strauss, 1963), 187.
[5] En Sontag “The Aesthetics of Silence”, 186.
[6] Ibid., 191.
[7] Ibid., 194.
[8] Susan Sontag, “On Pornography”, A Susan Sontag Reader, 221.
[9] Sontag, “On Pornography”, 222.
[10] Sontag, “On Pornography”, 231.
[11] Sontag, “On pornography”, 231.
[12] Diane Fuss, Identification Papers (New York: Routledge, 1995), 2.
[13] Renata Salecl, (Per)versions of Love and Hate (London & New cork: Verso, 2000), 2-3.
--crg
[publicado en Replicante, febrero 2006]
It is conceivable that someone might possibly have escaped from their singing; but from their silence, never.
Franz Kafka, The Silence of the Sirens
I. SUSAN BARTELBY SONTAG
Asumo que si doy inicio a este texto argumentando que Enrique Vila-Matas debió haber incluido a Susan Sontag en su libro de Bartelbys--esos escritores-del-no que callaron a tiempo o guardaron un silencio más bien conspicuo--eso constituiría un inicio un tanto cuanto escandaloso.
Lo hago. Digo que Enrique Vila-Matas debió haber incluido a Susan Sontag—la prolífica ensayista, la novelista de renombre, la intelectual que debatió sobre todos y cada uno de los temas fundamentales de la modernidad, la activista selectiva, la siempre polémica—en su selección de Bartlebys. Y lo argumento porque volví a los libros de Sontag que llenan un estante completo de mi librero y recordé que ya antes me lo había preguntado y había obtenido la misma respuesta escandalosa: Susan Sontag, que habló de todo, nunca discurrió, en sentido estricto, acerca de la sexualidad—un tema cuya relevancia no podría ser exagerada en las postrimerías del siglo XX. Hay, por supuesto, ensayos memorables sobre la pornografía y menciones aquí y allá sobre el cuerpo y sus mistificaciones, sobre el cuerpo y sus enfermedades, sobre el cuerpo y sus representaciones, pero la intelectual que descubrió autores imprescindibles para lectores de este lado del Atlántico, la que se fue a Sarajevo para montar Esperando a Godot como si el arte constituyera, de verdad, un último reducto de salvación, la que nunca tuvo miedo de decir sus opiniones y, luego, de desdecirlas, no le dedicó uno de sus precisos y acaso obligatorios ensayos a sexualidad.
Ese silencio me intriga.
II. EL QUE CALLA NO OTORGA
¿Pero existe alguien que quiera decir todo lo que puede ser dicho?
Susan Sontag, Aesthetics of Silence
No trato, por supuesto, de sacar del clóset a un muerto. Y nada más lejos de mi intención que hacerle eco a una Camilla Paglia, bastante enloquecida para mi gusto, en su vulgar afán de develar las tendencias sexuales de la Sontag, obligándola a tomar un partido estricto y rígido. Un partido indentatario. Y hace bien Carlos Monsiváis cuando, en el artículo que le dedica a la Sontag en el número más reciente de Debate Feminista, cita a Fran Lewobitz, amiga de Sontag, quien califica tal deseo o urgencia como un acto que “es lesivo, es inmoral, es macarthista, es terrorismo, es canibalismo, es más que despreciable… Para mí es como ver a un puñado de judíos que obligaran a otros judíos a ponerse en fila para ser deportados a los campos de concentración”.[1] Sin embargo, y esto lo tengo que admitir, el silencio, ese silencio, me intriga. No puedo dejar de oír su ruido mientras la leo. No puedo dejar de verlo.
En “Silence on Trial”, uno de los dos ensayos que componen su reciente libro Art and Fear, Paul Virilio se queja acerca de las múltiples maneras en que nuestras sociedades contemporáneas repletas de imágenes sonoras e íconos audio-visuales se han encargado de silenciar al silencio, obligándolo a significar una sola cosa: aceptación. Haciendo un paralelismo entre origen de este proceso con el origen mismo de las talkies, las películas con sonido que sustituyeron, para siempre, a las mudas, Virilio asegura que, desde entonces, “el que no dice nada está condenado a consentir. Ningún silencio puede expresar desaprobación o resistencia, nada más consentimiento”.[2] Las consecuencias son, en su opinión, funestas. No sólo el séptimo arte se propone a sí mismo como un arte total, es decir, totalitario, sino que también se metamorfosea en una ventriloquia que “contesta el silencio de las masas angustiadas que han perdido sus lenguas”. “¿Cómo subsistirá”, se pregunta Virilio, “el silencio de los infinitos espacios del arte, este silencio que parece aterrorizar a los manufactures de máquinas de todo tipo, del motor de inferencia lógica de las computadoras a la máquina de investigación de una red de redes?”[3]. No a través de la imposición del sonido, ciertamente. No a través de la obligación del discurso. ¿Será posible inmiscuirse en el silencio, implicarse ahí? ¿Será posible posicionarse dentro del silencio mismo sin intentar descifrarlo?
Después de todo, la misma Susan Sontag, escribiendo sobre la estética del silencio, asesguraba que el silencio “sigue siendo, de manera inescapable, una forma de discurso (en muchos casos una queja o una acusación) y un elemento en el diálogo”.[4] En ese mismo texto, citando a John Cage, Sontag parece estar de acuerdo en que “[t]here is no such a thing a silence. Something is always happening that makes sound”.[5] Mencionaba, además, que ese gesto social a través del cual una persona se dirige hacia la ininteligibilidad la vuelve, ciertamente, opaca, pero también abre “una gama de posibilidades para interpretar ese silencio, para imputarle discurso”.[6]
Aún más, con la acuciosa claridad que la caracterizaba, Sontag llegó a enumerar los usos (que son, según ella misma, los significados) más comunes del silencio. De Novalis al Rimbaud de Abisinia, del Bergman de Persona a Kleist, Sontag explora lo que antecede a la decisión del silencio y lo que esta decisión provoca; la plétora de ruidos, con frecuencia paradójicos, que se cuelan por entre sus callados ángulos. En sus reflexiones acerca de la estética del silencio, Sontag identifica, por lo menos, cuatro distintos usos: 1) el silencio prueba la ausencia o renuncia del pensamiento, 2) el silencio prueba la complitud del pensamiento, 3) el silencio provee tiempo para la continuación o la exploración del pensamiento, 4) el silencio ayuda al discurso a lograr su máxima integridad y seriedad. Es obvio que a Susan Sontag no sólo no le molestaba la práctica del silencio sino que, además, la encontraba cierta utilidad, tanto cultural como políticamente. De ahí que, luego, cuestionando la famosa frase de Wittgenstein, se preguntara: “Pero existe alguien que quiera decir todo lo que puede ser dicho?”, su propia respuesta, para nada sorpresiva, es un no claro, un no rotundo, un no.[7]
Todo parece indicar que la decisión de ir hacia lo ininteligible, entonces, es también, o puede serlo, una decisión que intenta, de maneras acaso subterráneas, acentuar el peso de lo dicho y, por supuesto, de lo no dicho: la puntuación final de una frase (esa famoso última palabra) y la exploración incesante de un pensamiento inacabado. Las dos cosas al mismo tiempo. El silencio, en cualquier caso, no es una lápida. No oculta. No es el signo rojo y hexagonal que nos obliga a hacer un alto temeroso o lleno de respeto, da lo mismo, en el camino. El silencio, que no calla, en realidad tampoco otorga. Y resiste, sí, pero no de una manera frontal. Y habla, sí, pero en vericuetos más desglosados. El silencio, en resumen, es una invitación a pensar de otra manera. El silencio alrededor de la sexualidad, la propia como en el caso de Susan Sontag, pero también la ajena, la social, puede efectivamente ser todas esas cosas.
III. VOCABULARIOS DEMONIACOS
“La sexualidad es un fenómeno altamente cuestionable”, argumenta Susan Sontag en ensayo On Pornography, uno de los pocos en los que explora de manera directa asuntos sexuales del siglo XX, “que pertenece, al menos potencialmente, a las experiencias extremas y no ordinarias de la humanidad”.[8] En contra de la así denominada “ilustrada opinión pública”, Sontag insiste en que la fuerza de la sexualidad es tal que “se convierte en una fuerza demoníaca de la conciencia humana—empujándonos a intervalos cerca del tabú y los deseos peligrosos, que van del impulso de cometer súbitos actos arbitrarios de violencia en contra de otra persona o la voluptuosa nostalgia por la extinción de la conciencia propia, hasta llegar a la muerte misma”.[9] De ahí el complejo análisis que le dedica a la obra de Bataille o Sade y, más específicamente, a la novela La historia de O de Pauline Reáge—análisis en que no sólo se niega a simplificar el objeto de estudio sino que, en contra de opiniones liberales suaves, también rechaza la noción de que la sexualidad sea naturalmente benigna o productiva. En lugar de eso, Sontag se interna en vericuetos de suyo problemáticos, de los que sólo puede salir aduciendo que la pornografía, o al menos la clase de escritos pornográficos en los que está interesada, no sólo “hablan de” la experiencia sexual sino que, sobre todo, tocan “el fracaso de la sociedad capitalista en proveer salidas auténticas a la perenne necesidad humana de satisfacer el apetito por modos exaltados y trascendentes de concentración y seriedad”.[10] Esta sociedad, añade, sirve de manera muy pobre a la profunda necesidad de trascendencia puesto que sólo ofrece “vocabularios demoníacos” que, con frecuencia, son sólo, o mayoritariamente, auto-destructivos.[11] La solución, como casi todo en Sontag, es el arte, más específicamente, la poesía de la trasgresión que es todo conocimiento.
Pero este es un artículo que Susan Sontag escribió en 1967 y es de presumir que la sociedad capitalista a la que hacía referencia entonces ha o aumentado la gama de vocabularios demoniacos o encontrado otros para explorar esa fuerza primordial que significa a los cuerpos y sus intersubjetividades.
IV. LAS POLÍTICAS DE LA DES-IDENTIFICACIÓN
Argumenta Diana Fuss, una de las más importantes exponentes de la teoría queer elaborada en Estados Unidos, que es a través del trabajo de identificación que se problematiza el concepto de identidad. La identificación, dice, "es un proceso que mantiene a la identidad a la distancia, evitando que llegue al status de un dado ontológico, aun cuando hace posible la ilusión de la identidad como algo inmediato, seguro, totalizable".[12] La identificación es, además, móvil, elástica, volátil. Un sitio de investidura erótica continuamente abierta a las oscilaciones de la fantasía que excede, por lo tanto, los límites de las determinaciones sociales, históricas y políticas. Un sitio de investidura erótica que excede, añadiría yo, los límites de lo dicho y lo decible, especialmente cuando gran parte del discurso sobre la sexualidad se origina en e ilumina prácticas identatarias y, con mucho menor frecuencia, prácticas identificatorias.
"¿Cómo puede cambiar nuestra concepción de la política, de la naturaleza misma y significado de los lazos sociales”, se pregunta Diana Fuss, “el saber que cada reclamo de identidad ("No soy otro") está basado en la identificación ("Yo deseo ser otro")? ¿Cómo cambiaría nuestro concepto de identidad si finalmente nos tomáramos en serio la noción post-estructuralista de que nuestros más apasionados identificaciones incorporan en ellas no-identidades y que nuestras más fervientes desidentificaciones pueden contener ya una identidad que buscan negar?".
Cito y guardo silencio.
Cito y me pregunto lo mismo y guardo silencio.
Cito y vuelvo al silencio.
No trato, espero que eso ya esté más que claro por ahora, de descifrar el silencio de Susan Sontag respecto a su y a la sexualidad. No quiero una Susan Sontag legible o resuelta. Susan Sontag no es un sueño freudiano que yo quiera normalizar a través de mis significados. No me interesa saber lo que realmente pensaba (¿existe algo que realmente se piense?) la autora norteamericana sobre el tema. Lo que hago es tomar su invitación silenciosa, su silenciosa provocación, para decir que carezco, en efecto, de un lenguaje para hablar de la sexualidad desde puntos de vista que no sean estrictamente identatarios. Que me hace falta un lenguaje (¿flexible? ¿paradójico? ¿errante? ¿colindante?) para explorar, de otras maneras, la identificaciones e, incluso, las des-identificaciones del cuerpo y de los símbolos. Para Freud, por ejemplo, el deseo por un sexo siempre va aparejado por la identificación con el sexo contrario, así que desear e identificarse con la persona del mismo sexo es, en su modelo, una imposibilidad teórica. Pero, como pregunta Diana Fuss, ¿por qué asumir que la sexualidad del sujeto dado está estructurada en pares? Incluso, para hacer la cosa más complicada: "¿Qué nos dice que un hombre y una mujer deben desearse automáticamente como otros, y nunca responderse el uno a otro de alguna manera como "lo mismo"? Ahora bien, si la identificación incluye la internalización del otro y elude, a la vez, el deseo analítico de la posesión y la apropiación, entonces, me pregunto con Fuss, "¿cómo se puede traer al otro al dominio del conocimiento sin aniquilar ese otro en tanto otro--algo que precisamente no puede ser conocido?"
Si bien los movimientos sociales del siglo XX--específicamente el movimiento gay, el feminista y el chicano, por hablar sólo de algunos--fueron posibles gracias a una construcción y reconstrucción estratégica de reclamos de identidad, las realidades de la intersubjetividad contemporánea—unas realidades en las que, al decir de Renata Salecl, hay cambios significativos en las maneras a través de las cuales los sujetos se identifican con el Otro y en las que el sujeto de hecho confía en la posibilidad de crearse, libremente, una identidad sin referencia a ese Otro—se llevan a cabo y, al mismo tiempo, precisan de producciones subjetivas que excedan tales conceptos identatarios (el reclamo por lo mismo), incorporando las complejas experiencias identificacatorias e, incluso, des-identficaciones que conforman los lazos intersubjetivos de hoy.[13]
En muchos de sus muchos escritos acerca del poder, Michel Foucault puso insistente atención a los distintos procesos médicos, legales, religiosos, entro otros tantos, que, al producir identidades reconocibles, facilitaba el ejercicio vertical de tal poder. En el primer tomo de su Historia de la Sexualidad, Foucault también discurrió sobre las distintas formas en que ese poder puede y ha sido, históricamente, cuestionado. El silencio, por una parte, y la mera posibilidad del lenguaje desidentificatorio, que es, lo sé, un lenguaje imposible, deberían de formar parte de esta lista de estrategias que, cuestionando al poder, se trenzan, en efecto, con él. Lo producen, ciertamente, y lo mueven. Lo generan y lo (des)generan. Si para esto sirve el silencio, entonces que sea bienvenido. Si dice: "yo tampoco acepto", entonces aquí me callo.
[1] Carlos Monsiváis, “Susan Sontag (1933-2004). La imaginación y la conciencia histórica” Debate Feminista, Año 16, Vol. 31, Abril 2005, p. 166.
[2] Paul Virilio, “Silence on Trial”, Art & Fear (London: Continuum, 2003), 74
[3] Virilio “Silence on Trial”, 92.
[4] Susan Sontag, “The Aesthetics of Silence”, A Susan Sontag Reader (New York: Farrar & Strauss, 1963), 187.
[5] En Sontag “The Aesthetics of Silence”, 186.
[6] Ibid., 191.
[7] Ibid., 194.
[8] Susan Sontag, “On Pornography”, A Susan Sontag Reader, 221.
[9] Sontag, “On Pornography”, 222.
[10] Sontag, “On Pornography”, 231.
[11] Sontag, “On pornography”, 231.
[12] Diane Fuss, Identification Papers (New York: Routledge, 1995), 2.
[13] Renata Salecl, (Per)versions of Love and Hate (London & New cork: Verso, 2000), 2-3.
--crg
Subscribe to:
Posts (Atom)