EL ESPEJO RETROVISOR
Era difícil saber si intentaba matarse o si, cual quijote contemporáneo, pretendía que su escoba de ramas fuera en realidad capaz de enfrentar, con éxito, a la marabunta de coches matutinos. La luz de invierno y el impecable cielo azul le otorgaban a la escena un aura de irrealidad. ¿Había de verdad un hombre de cabello enmarañado y gesto adusto barriendo algo que sólo él podía ver en el carril izquierdo de una vía de alta velocidad? No logré escuchar lo que le decía al aire. Esquivé, eso sí, la escoba y la materia que, invisible, diseminaba sobre el pavimento. El espejo retrovisor, que reflejaba su espalda, me dijo que todo eso había sido real.
--crg
Thursday, November 30, 2006
Tuesday, November 28, 2006
LA MANO OBLICUA
Columna martiana (porque sale cada martes) en la sección de cultura del periódico mexicano Milenio.
ELOGIO A LA SINIESTRA (QUE ES CON LA QUE ESCRIBO)
[para Maricruz Castro, quien me ha convencido de que Alfonso Reyes vive en mi inconsciente]
“¿Estamos seguros de que la mano valga menos que el cerebro o el corazón?”, se preguntaba no hace mucho Don Alfonso Reyes en ese cuento-ensayo-post (antes de que existieran)-cosa-maravillosa que es “La mano del comandante Aranda”. Me siento tentada a apostar la diestra, y también la siniestra, que es con la que escribo, a que no estamos seguros de eso en absoluto. En todo caso: sé que no lo estoy. La mano hace. Al contrario del cerebro o, incluso, del corazón, la mano existe en su concreto hacer. Material y, para colmo, femenina, la mano no puede escapar del aquí y ahora que la funda. Por eso la mano es lo mismo que la escritura. Y eso, que yo sepa, vale más que el cerebro y que el corazón, y más que las dos cosas juntas.
En clara (y expresa) referencia a Maupassant y Nerval, Reyes se lanza en delirante persecución de esa diestra que, amputada del cuerpo del comandante Benjamín Aranda en acción de guerra, hace de las suyas en casa. No sólo le crecen las uñas, razón por la cual hay que contratar a la manicura, sino que, a medida que cobra más conciencia de sí, adquiere una independencia (que a otros les parecerá ingobernabilidad) y un carácter tan propios que casi se convence de que es una persona, “un inventor de su propia conducta”. Ahí anda La Diestra, pues, captando “formas fugitivas”, cambiando cosas de sitio o rompiendo ventanas sin obedecer a nadie, burlona y traviesa. Porque eso también es la mano: la algarabía del hacer que se hace a sí mismo. Esa extraña especie de humor. No por nada La Diestra del comandante “pellizcaba las narices de las visitas, abofeteaba en la puerta a los cobradores, se quedaba inmóvil, “haciendo el muerto”, para dejarse contemplar por los que aún no la conocían, y de repente les hacía una señal obscena”. No hace falta decirlo pero lo digo: la mano pronto se volvió incómoda. La familia se desmoralizó frente a su quehacer constante: el manco caía en extremos de melancolía, la señora se hizo recelosa y asustadiza, los hijos se volvieron negligentes. Porque la mano, cuando es mano de a de veras, también puede causar eso: incomodidad, zozobra, duda extrema ¿Y qué más importante para la creación que salir de nuestros lugares favorables y ventajosos? ¿Qué mejor definición de la escritura (que es pura crítica) que la mismísima incomodidad?
También eso me gusta de la mano: su radical materialidad, sí, su quehacer y su travesura, por supuesto, pero, por sobre todas las cosas, ese movimiento continuo que le impide embonar. Su don, digámoslo así, de la oblicuidad: esa manera sinuosa y descreída de posarse sobre el mundo como si no existiera el plano frontal. Ver como uno ve cuando ve de lado: yéndose, o a punto. La fuga que eso implica: la mano cuando rebana el aire y dice adiós. Me gusta, quiero decir, que la mano se meta en todo (sin pedir permiso) y que, muy en el tenor de Deleuze, pueda preguntarse o se pregunte: “¿Por qué no tendría yo derecho a hablar de medicina sin ser médico si hablo de ella como un perro? ¿Por qué no podría hablar de la droga sin ser drogadicto si hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier cosa, incluso aunque se trate de un discurso completamente irreal o artificial, sin que se me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan?".
En contra de los pensamientos que aspiran a convertirse en jueces de lo pensado, elitistas por vocación y jerarquizadores por mero instinto de réplica, autor-izadores por gracia del poder que buscan ejercer, si es posible con violencia, Deleuze (y la mano de Deleuze) pasa a apoyar el pensamiento que se hace en términos de incertidumbre e improbabilidad. Un pensar no especializado ni especializador; un pensar que busca el punto de fuga que es, con frecuencia, el punto del placer; un pensar que es un pensar-con-otro, en su contra, y de vuelta. Un pensar que es, en verdad, un tocar y, aún más, un tocar por dentro. Un pensar que no avanza en dirección a la identidad (yo soy esto) sino en contrachoque a la identificación (yo deseo ser lo otro).
Lo confieso, pues, y así termino: yo deseo ser mi mano. Aunque, al contrario de Reyes que elogia a La Diestra, yo deseo ser mi mano izquierda. Mi propia siniestra. Todavía no creo, como lo creía Don Alfonso, que la Siniestra sea la mano femenina del binomio (tan "lenta" ella, tan llena de "virtudes prehistóricas"). En todo caso, y en esto sí coincido por completo con este habitante de mi inconscinete, es una verdadera suerte, sobre todo en estos tiempos, que “no tengamos dos manos derechas”.
--crg
Columna martiana (porque sale cada martes) en la sección de cultura del periódico mexicano Milenio.
ELOGIO A LA SINIESTRA (QUE ES CON LA QUE ESCRIBO)
[para Maricruz Castro, quien me ha convencido de que Alfonso Reyes vive en mi inconsciente]
“¿Estamos seguros de que la mano valga menos que el cerebro o el corazón?”, se preguntaba no hace mucho Don Alfonso Reyes en ese cuento-ensayo-post (antes de que existieran)-cosa-maravillosa que es “La mano del comandante Aranda”. Me siento tentada a apostar la diestra, y también la siniestra, que es con la que escribo, a que no estamos seguros de eso en absoluto. En todo caso: sé que no lo estoy. La mano hace. Al contrario del cerebro o, incluso, del corazón, la mano existe en su concreto hacer. Material y, para colmo, femenina, la mano no puede escapar del aquí y ahora que la funda. Por eso la mano es lo mismo que la escritura. Y eso, que yo sepa, vale más que el cerebro y que el corazón, y más que las dos cosas juntas.
En clara (y expresa) referencia a Maupassant y Nerval, Reyes se lanza en delirante persecución de esa diestra que, amputada del cuerpo del comandante Benjamín Aranda en acción de guerra, hace de las suyas en casa. No sólo le crecen las uñas, razón por la cual hay que contratar a la manicura, sino que, a medida que cobra más conciencia de sí, adquiere una independencia (que a otros les parecerá ingobernabilidad) y un carácter tan propios que casi se convence de que es una persona, “un inventor de su propia conducta”. Ahí anda La Diestra, pues, captando “formas fugitivas”, cambiando cosas de sitio o rompiendo ventanas sin obedecer a nadie, burlona y traviesa. Porque eso también es la mano: la algarabía del hacer que se hace a sí mismo. Esa extraña especie de humor. No por nada La Diestra del comandante “pellizcaba las narices de las visitas, abofeteaba en la puerta a los cobradores, se quedaba inmóvil, “haciendo el muerto”, para dejarse contemplar por los que aún no la conocían, y de repente les hacía una señal obscena”. No hace falta decirlo pero lo digo: la mano pronto se volvió incómoda. La familia se desmoralizó frente a su quehacer constante: el manco caía en extremos de melancolía, la señora se hizo recelosa y asustadiza, los hijos se volvieron negligentes. Porque la mano, cuando es mano de a de veras, también puede causar eso: incomodidad, zozobra, duda extrema ¿Y qué más importante para la creación que salir de nuestros lugares favorables y ventajosos? ¿Qué mejor definición de la escritura (que es pura crítica) que la mismísima incomodidad?
También eso me gusta de la mano: su radical materialidad, sí, su quehacer y su travesura, por supuesto, pero, por sobre todas las cosas, ese movimiento continuo que le impide embonar. Su don, digámoslo así, de la oblicuidad: esa manera sinuosa y descreída de posarse sobre el mundo como si no existiera el plano frontal. Ver como uno ve cuando ve de lado: yéndose, o a punto. La fuga que eso implica: la mano cuando rebana el aire y dice adiós. Me gusta, quiero decir, que la mano se meta en todo (sin pedir permiso) y que, muy en el tenor de Deleuze, pueda preguntarse o se pregunte: “¿Por qué no tendría yo derecho a hablar de medicina sin ser médico si hablo de ella como un perro? ¿Por qué no podría hablar de la droga sin ser drogadicto si hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier cosa, incluso aunque se trate de un discurso completamente irreal o artificial, sin que se me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan?".
En contra de los pensamientos que aspiran a convertirse en jueces de lo pensado, elitistas por vocación y jerarquizadores por mero instinto de réplica, autor-izadores por gracia del poder que buscan ejercer, si es posible con violencia, Deleuze (y la mano de Deleuze) pasa a apoyar el pensamiento que se hace en términos de incertidumbre e improbabilidad. Un pensar no especializado ni especializador; un pensar que busca el punto de fuga que es, con frecuencia, el punto del placer; un pensar que es un pensar-con-otro, en su contra, y de vuelta. Un pensar que es, en verdad, un tocar y, aún más, un tocar por dentro. Un pensar que no avanza en dirección a la identidad (yo soy esto) sino en contrachoque a la identificación (yo deseo ser lo otro).
Lo confieso, pues, y así termino: yo deseo ser mi mano. Aunque, al contrario de Reyes que elogia a La Diestra, yo deseo ser mi mano izquierda. Mi propia siniestra. Todavía no creo, como lo creía Don Alfonso, que la Siniestra sea la mano femenina del binomio (tan "lenta" ella, tan llena de "virtudes prehistóricas"). En todo caso, y en esto sí coincido por completo con este habitante de mi inconscinete, es una verdadera suerte, sobre todo en estos tiempos, que “no tengamos dos manos derechas”.
--crg
Tuesday, November 21, 2006
LA MANO OBLICUA
La mano que muestra la palma, casi.
La mano como paisaje.
La mano, de cinco dedos, que dice adiós.
La mano, trémula.
La mano mi mano tu mano.
La mano que corta los ladrillos en dos.
La mano distante.
La mano que jala las trenzas, traviesa.
La mano con guante de seda.
Muy pronto, la mano
oblicua ella.
--crg
La mano que muestra la palma, casi.
La mano como paisaje.
La mano, de cinco dedos, que dice adiós.
La mano, trémula.
La mano mi mano tu mano.
La mano que corta los ladrillos en dos.
La mano distante.
La mano que jala las trenzas, traviesa.
La mano con guante de seda.
Muy pronto, la mano
oblicua ella.
--crg
LO QUE ELLA VE O DE PORQUE, AUNQUE DESEARÍA MANTENER UN DIGNO SILENCIO, OPTO POR GATEAR
[texto elaborado para la presentación de la exposición de fotografías del Manicomio General la Castañeda, que se inaugurará el jueves 23 de noviembre, a las 19:00 hrs., en las instalaciones del Instituto Nacional de Antropología e Historia en su sede de Tlalpan]
[a la escritora puertorriqueña Marta Aponte Alsina, quien me hizo recordar el pasaje de los dientes en el texto de Bolaño, una tarde de miércoles, en San Juan]
GATEAR
Viajar enferma, decía Roberto Bolaño en un texto acerca de la enfermedad, o para ser más precisos, en un texto acerca de la enfermedad más la literatura, de cuya suma, como se sabe, sólo puede resultar más enfermedad. Es más sano, estoy de acuerdo, quedarse en casa durante el invierno y quitarse la bufanda únicamente en el verano. Es más sano decir esto o aquello, contextualizar, argumentar con mesura. Saber, o aparentar saber. Es más sano no respirar, en efecto. Es más sano, infinitamente más sano, irrebatiblemente más sano, no ver las fotografías de un manicomio. ¿Para qué habría de hacer uno algo así? Y, ya hecho (porque uno, ya por error o por distracción o por simple costumbre o debido a una invitación a veces hace cosas así, claro está) pero ya hecho, pues, ¿qué hace uno con lo ya visto? “Lo mejor que uno puede hacer en un manicomio”, escribió también Bolaño en ese mismo texto sobre la enfermedad y la literatura que no es otra cosa más que pura enfermedad, “lo mejor que uno puede hacer en un manicomio, aparte de mantener un silencio lo más digno posible, es gatear u observar el gateo de los compañeros de desgracia” .
Sería un tanto ridículo que, invitada como vengo ahora para hablar sobre las fotografías del Manicomio General La Castañeda, reunidas o rescatadas o en todo caso vistas por la mirada sagaz y meticulosa de José Rojas Loa, me dedicara yo hoy a guardar, como lo sugería Bolaño, un digno silencio o, vamos, hasta un silencio más o menos digno. La posibilidad, he de aceptarlo, me pasó por la cabeza y, aún aquí, o especialmente aquí, rodeada de estas imágenes, me sigue pasando por la cabeza: la posibilidad de anunciarles, de la manera menos dramática posible, que he aceptado esta invitación para discurrir, con mesura y sapiencia de ser posible, sobre las fotografías de la Castañeda para hacer, en su lugar, lo que se debe hacer frente a las imágenes de estos hombres y mujeres que, hace años—hace no tantos años, de hecho—fueron diagnosticados como enfermos, como enfermos mentales, y estuvieron, por lo tanto, recluidos en un manicomio al que, por razones que todavía no entiendo, me he dedicado a estudiar los últimos 8 o 10 o 13 años de mi vida. Estoy aquí, les iba yo a anunciar sin dramatismo alguno pero, eso sí, muy de acuerdo a esa idea vertiginosa que pasó, que no deja de pasar, una y otra vez por la cabeza, estoy aquí para hacer lo único digno, lo único justo, lo único sensato: guardar silencio.
Pero ya dije que hacer eso sería un tanto ridículo, o que al menos a mí, en estas circunstancias, me resultaría un tanto ridículo, puesto que si de mantener silencio se trata, o se tratara, ya tengo yo toda mi casa o mi oficina o, incluso, el teléfono. Sólo me queda, pues, una alternativa honesta: gatear. O dos alternativas: gatear y observar, al mismo tiempo, el gateo de mis compañeros de desgracia. Gatear que quiere decir caer de rodillas y tocar el suelo con las manos. Gatear que no es, como el caminar, un movimiento sano y articulado y vertical. Gatear que es retroceder en el tiempo, invadir la infancia o la sinrazón. Balbucir. Trastabillar. Gatear que, aunque sin usar esas palabras, es lo que nos aconsejaba hacer también Susan Sontag frente a las imágenes del dolor. Gatear que es quebrarse, entiéndase. Decir: Aquí. Decir: Duele. Repetirlo. Gatear que significa no me levantaré. Que es escribir, gatear. Tú ganas. Entiéndase.
DIENTES
En el mismo texto sobre la enfermedad, Bolaño habla, por supuesto, de los dientes. De la pérdida de sus dientes. De la manera en que los fue dejando, como las miguitas de Hansel y Gretel, en diferentes países. Porque viajar, Bolaño tenía razón, Baudelaire tenía razón, viajar enferma. Salir de casa, andar a la intemperie, olvidarse de la bufanda o el paraguas, todo eso enferma. Andar por la cabeza, sentarse frente a un volante, ver el mundo a través de un parabrisas, aceptar invitaciones para hablar sobre algo de lo que es imposible o indigno hablar, todo eso enferma. Como no puedo mantener el silencio sugerido frente a las fotografías de la Castañeda, permítaseme, ahora, gatear entre esos dientes careados o caídos, en todo caso, desechos. Permítaseme pasar la lengua por las encías y llamar la atención sobre esas ruinas o, con mayor precisión, sobre los espacios donde deberían estar o haber estado esas ruinas. Ahí está la enfermedad: la locura se encuentra, por supuesto, en los dientes. Todo lo demás es metafísica.
A TRAVÉS
Es la imagen de una mujer de falda larga y cabello largo y largos brazos. La mujer se parece a la actriz mexicana Salma Hayek. Digo esto de verdad. La mujer, que se sabe vista, a punto de ser capturada por la lente de una cámara fotográfica y que ya ha sido capturada con anterioridad por la clasificación médica de una institución de la Beneficencia Pública que responde, y esto puede ser comprobado, al nombre de Manicomio General La Castañeda, extiende y flexiona esos largos brazos, las manos abiertas al final de cada uno de ellos, como si detuviera un pedazo de vidrio. Un mimo. Es el gesto de un mimo. No sé, no puedo saber, no hay manera de saber, si la mujer que se parece a la actriz mexicana Salma Hayek está, verdaderamente, detrás de un vidrio. Lo cierto es que nos mira, a todos nosotros, a través. Se preguntaba Don DeLillo en esa maravillosa novela que es The Body Artist qué tipo de mundos imposibles verían los pájaros a través de nuestras ventanas. Yo me hago la misma pregunta. ¿Qué tipo de locura o de hastío o de corrupción estará viendo, ahora mismo, esa mujer que se parece un poco a Salma Hayeck y otro tanto a ese pájaro de DeLillo que se detiene apenas en el borde de una ventana que ha decidido, por cuestión supongo de salud mental, no cruzar? Lo interesante, que no es lo mismo que lo importante, decía Delueze, es nunca dejar de preguntarse qué es lo que ella ve. Qué tipo de mundo imposible somos todos nosotros, ahora mismo, reunidos aquí. Que para eso y no para otra cosa uno observa, ahora lo sé, las fotografías de un manicomio. Para gatear, claro, y para preguntarse de manera obsesiva y enferma y literaria y repetitiva qué tipo de mundo imposible constituimos todos nosotros aquí. Ahora.
--crg
[texto elaborado para la presentación de la exposición de fotografías del Manicomio General la Castañeda, que se inaugurará el jueves 23 de noviembre, a las 19:00 hrs., en las instalaciones del Instituto Nacional de Antropología e Historia en su sede de Tlalpan]
[a la escritora puertorriqueña Marta Aponte Alsina, quien me hizo recordar el pasaje de los dientes en el texto de Bolaño, una tarde de miércoles, en San Juan]
GATEAR
Viajar enferma, decía Roberto Bolaño en un texto acerca de la enfermedad, o para ser más precisos, en un texto acerca de la enfermedad más la literatura, de cuya suma, como se sabe, sólo puede resultar más enfermedad. Es más sano, estoy de acuerdo, quedarse en casa durante el invierno y quitarse la bufanda únicamente en el verano. Es más sano decir esto o aquello, contextualizar, argumentar con mesura. Saber, o aparentar saber. Es más sano no respirar, en efecto. Es más sano, infinitamente más sano, irrebatiblemente más sano, no ver las fotografías de un manicomio. ¿Para qué habría de hacer uno algo así? Y, ya hecho (porque uno, ya por error o por distracción o por simple costumbre o debido a una invitación a veces hace cosas así, claro está) pero ya hecho, pues, ¿qué hace uno con lo ya visto? “Lo mejor que uno puede hacer en un manicomio”, escribió también Bolaño en ese mismo texto sobre la enfermedad y la literatura que no es otra cosa más que pura enfermedad, “lo mejor que uno puede hacer en un manicomio, aparte de mantener un silencio lo más digno posible, es gatear u observar el gateo de los compañeros de desgracia” .
Sería un tanto ridículo que, invitada como vengo ahora para hablar sobre las fotografías del Manicomio General La Castañeda, reunidas o rescatadas o en todo caso vistas por la mirada sagaz y meticulosa de José Rojas Loa, me dedicara yo hoy a guardar, como lo sugería Bolaño, un digno silencio o, vamos, hasta un silencio más o menos digno. La posibilidad, he de aceptarlo, me pasó por la cabeza y, aún aquí, o especialmente aquí, rodeada de estas imágenes, me sigue pasando por la cabeza: la posibilidad de anunciarles, de la manera menos dramática posible, que he aceptado esta invitación para discurrir, con mesura y sapiencia de ser posible, sobre las fotografías de la Castañeda para hacer, en su lugar, lo que se debe hacer frente a las imágenes de estos hombres y mujeres que, hace años—hace no tantos años, de hecho—fueron diagnosticados como enfermos, como enfermos mentales, y estuvieron, por lo tanto, recluidos en un manicomio al que, por razones que todavía no entiendo, me he dedicado a estudiar los últimos 8 o 10 o 13 años de mi vida. Estoy aquí, les iba yo a anunciar sin dramatismo alguno pero, eso sí, muy de acuerdo a esa idea vertiginosa que pasó, que no deja de pasar, una y otra vez por la cabeza, estoy aquí para hacer lo único digno, lo único justo, lo único sensato: guardar silencio.
Pero ya dije que hacer eso sería un tanto ridículo, o que al menos a mí, en estas circunstancias, me resultaría un tanto ridículo, puesto que si de mantener silencio se trata, o se tratara, ya tengo yo toda mi casa o mi oficina o, incluso, el teléfono. Sólo me queda, pues, una alternativa honesta: gatear. O dos alternativas: gatear y observar, al mismo tiempo, el gateo de mis compañeros de desgracia. Gatear que quiere decir caer de rodillas y tocar el suelo con las manos. Gatear que no es, como el caminar, un movimiento sano y articulado y vertical. Gatear que es retroceder en el tiempo, invadir la infancia o la sinrazón. Balbucir. Trastabillar. Gatear que, aunque sin usar esas palabras, es lo que nos aconsejaba hacer también Susan Sontag frente a las imágenes del dolor. Gatear que es quebrarse, entiéndase. Decir: Aquí. Decir: Duele. Repetirlo. Gatear que significa no me levantaré. Que es escribir, gatear. Tú ganas. Entiéndase.
DIENTES
En el mismo texto sobre la enfermedad, Bolaño habla, por supuesto, de los dientes. De la pérdida de sus dientes. De la manera en que los fue dejando, como las miguitas de Hansel y Gretel, en diferentes países. Porque viajar, Bolaño tenía razón, Baudelaire tenía razón, viajar enferma. Salir de casa, andar a la intemperie, olvidarse de la bufanda o el paraguas, todo eso enferma. Andar por la cabeza, sentarse frente a un volante, ver el mundo a través de un parabrisas, aceptar invitaciones para hablar sobre algo de lo que es imposible o indigno hablar, todo eso enferma. Como no puedo mantener el silencio sugerido frente a las fotografías de la Castañeda, permítaseme, ahora, gatear entre esos dientes careados o caídos, en todo caso, desechos. Permítaseme pasar la lengua por las encías y llamar la atención sobre esas ruinas o, con mayor precisión, sobre los espacios donde deberían estar o haber estado esas ruinas. Ahí está la enfermedad: la locura se encuentra, por supuesto, en los dientes. Todo lo demás es metafísica.
A TRAVÉS
Es la imagen de una mujer de falda larga y cabello largo y largos brazos. La mujer se parece a la actriz mexicana Salma Hayek. Digo esto de verdad. La mujer, que se sabe vista, a punto de ser capturada por la lente de una cámara fotográfica y que ya ha sido capturada con anterioridad por la clasificación médica de una institución de la Beneficencia Pública que responde, y esto puede ser comprobado, al nombre de Manicomio General La Castañeda, extiende y flexiona esos largos brazos, las manos abiertas al final de cada uno de ellos, como si detuviera un pedazo de vidrio. Un mimo. Es el gesto de un mimo. No sé, no puedo saber, no hay manera de saber, si la mujer que se parece a la actriz mexicana Salma Hayek está, verdaderamente, detrás de un vidrio. Lo cierto es que nos mira, a todos nosotros, a través. Se preguntaba Don DeLillo en esa maravillosa novela que es The Body Artist qué tipo de mundos imposibles verían los pájaros a través de nuestras ventanas. Yo me hago la misma pregunta. ¿Qué tipo de locura o de hastío o de corrupción estará viendo, ahora mismo, esa mujer que se parece un poco a Salma Hayeck y otro tanto a ese pájaro de DeLillo que se detiene apenas en el borde de una ventana que ha decidido, por cuestión supongo de salud mental, no cruzar? Lo interesante, que no es lo mismo que lo importante, decía Delueze, es nunca dejar de preguntarse qué es lo que ella ve. Qué tipo de mundo imposible somos todos nosotros, ahora mismo, reunidos aquí. Que para eso y no para otra cosa uno observa, ahora lo sé, las fotografías de un manicomio. Para gatear, claro, y para preguntarse de manera obsesiva y enferma y literaria y repetitiva qué tipo de mundo imposible constituimos todos nosotros aquí. Ahora.
--crg
Thursday, November 16, 2006
LA BOLSA O LA VIDA
[en columna colectiva Primera Dama, sección de cultura de El Universal]
Excepto por dos o tres amigas minimasculinistas que prefieren organizar sus objetos personales en una diminuta cartera, casi todas las mujeres que conozco llevan a un costado del cuerpo, con frecuencia del lado del corazón, una bolsa. La bolsa, por más que lo parezca, no es un objeto. No es, quiero decir, sólo un objeto. La bolsa es un mundo. Cual novela total, la bolsa lo contiene todo o, en todo caso, podría. La bolsa es una historia de vida, un botiquín de primeros auxilios, una cueva prehistórica, una barrera contra el olvido, un ancla, una casa completa (con todo y puerta y ventanas), una adicción, un pequeño museo de objetos perdidos e inútiles, una caja fuerte, el mítico sombrero de un mago, la compañía más serena. Como el cuerpo cuando se sumerge en el río de la infancia, la mano que entra en el interior de la bolsa puede encontrar cualquier cosa.
Siendo todo esto, y aún más, resulta en verdad alarmante que existan tan pocos lugares diseñados exclusivamente para ella. Todo parece indicar que el mundo no es más que una proposición en contra de la bolsa. Para muestra bastan un par de botones.
Incluso en los baños públicos más limpios y funcionales, hasta en aquellos que cuentan con la repisa donde se puede colocar a un niño para cambiar su ropa interior, raro es el que cuenta con un pequeño aditamento diseñado para evitar que la bolsa toque el suelo—cosa que, como se sabe, tiene repercusiones funestas en la economía de su dueña.
En ninguno de los autos en que me he subido hasta ahora existe un lugar especial para la bolsa—y por eso termina entre los pies del copiloto o, peor, de los que viajan en el asiento trasero, o sobre un asiento vacío, su contenido desparramado al menor testereo.
En las casas sucede lo mismo. Los abrigos y los sombreros encuentran más bien con facilidad el artefacto del cual colgarán con más gloria que pena, pero no así la bolsa, que pasará sus horas hogareñas sobre una silla, a un lado de la mesa, o colgando del respaldo de la cama o, y esto es bastante frecuente, perdida (como las llaves, por cierto).
En algunos restaurantes existen muebles especiales para colgar la bolsa, pero no así en los bares ¿Se supone entonces que La Bolsa debe quedarse en casa, comportadita, mientras la delgadísima cartera se divierte de lo lindo hasta entrada la madrugada?
Las cosas son tristes en el universo de las bolsas, no cabe duda. Vamos, cuando ni en el coche diseñado por Zaha Hadid, la arquitecta irreverente ganadora del prestigiado premio Pritzker cuya retrospectiva se exhibe ahora en el Guggenheim de Nueva York, existe un espacio para la bolsa, se entiende que las cosas no sólo son tristes sino también graves.
¿De verdad ninguno de nuestros diseñadores de lo cotidiano usa bolsa? ¿Nunca han tenido amigas o madres o hermanas que les sugieran, con la cortesía del caso, que miren a su alrededor y se pongan en los zapatos o, con mayor precisión, en las bolsas de los otros, para producir el espacio donde pueda residir, aún efímeramente, el objeto? Así es, nada más ni nada menos: este es un llamado a nuestros queridos diseñadores para que hagan algo por mi bolsa, que es mi mundo, por supuesto, y será mi tumba, cual debe, y mi más allá.
--crg
[en columna colectiva Primera Dama, sección de cultura de El Universal]
Excepto por dos o tres amigas minimasculinistas que prefieren organizar sus objetos personales en una diminuta cartera, casi todas las mujeres que conozco llevan a un costado del cuerpo, con frecuencia del lado del corazón, una bolsa. La bolsa, por más que lo parezca, no es un objeto. No es, quiero decir, sólo un objeto. La bolsa es un mundo. Cual novela total, la bolsa lo contiene todo o, en todo caso, podría. La bolsa es una historia de vida, un botiquín de primeros auxilios, una cueva prehistórica, una barrera contra el olvido, un ancla, una casa completa (con todo y puerta y ventanas), una adicción, un pequeño museo de objetos perdidos e inútiles, una caja fuerte, el mítico sombrero de un mago, la compañía más serena. Como el cuerpo cuando se sumerge en el río de la infancia, la mano que entra en el interior de la bolsa puede encontrar cualquier cosa.
Siendo todo esto, y aún más, resulta en verdad alarmante que existan tan pocos lugares diseñados exclusivamente para ella. Todo parece indicar que el mundo no es más que una proposición en contra de la bolsa. Para muestra bastan un par de botones.
Incluso en los baños públicos más limpios y funcionales, hasta en aquellos que cuentan con la repisa donde se puede colocar a un niño para cambiar su ropa interior, raro es el que cuenta con un pequeño aditamento diseñado para evitar que la bolsa toque el suelo—cosa que, como se sabe, tiene repercusiones funestas en la economía de su dueña.
En ninguno de los autos en que me he subido hasta ahora existe un lugar especial para la bolsa—y por eso termina entre los pies del copiloto o, peor, de los que viajan en el asiento trasero, o sobre un asiento vacío, su contenido desparramado al menor testereo.
En las casas sucede lo mismo. Los abrigos y los sombreros encuentran más bien con facilidad el artefacto del cual colgarán con más gloria que pena, pero no así la bolsa, que pasará sus horas hogareñas sobre una silla, a un lado de la mesa, o colgando del respaldo de la cama o, y esto es bastante frecuente, perdida (como las llaves, por cierto).
En algunos restaurantes existen muebles especiales para colgar la bolsa, pero no así en los bares ¿Se supone entonces que La Bolsa debe quedarse en casa, comportadita, mientras la delgadísima cartera se divierte de lo lindo hasta entrada la madrugada?
Las cosas son tristes en el universo de las bolsas, no cabe duda. Vamos, cuando ni en el coche diseñado por Zaha Hadid, la arquitecta irreverente ganadora del prestigiado premio Pritzker cuya retrospectiva se exhibe ahora en el Guggenheim de Nueva York, existe un espacio para la bolsa, se entiende que las cosas no sólo son tristes sino también graves.
¿De verdad ninguno de nuestros diseñadores de lo cotidiano usa bolsa? ¿Nunca han tenido amigas o madres o hermanas que les sugieran, con la cortesía del caso, que miren a su alrededor y se pongan en los zapatos o, con mayor precisión, en las bolsas de los otros, para producir el espacio donde pueda residir, aún efímeramente, el objeto? Así es, nada más ni nada menos: este es un llamado a nuestros queridos diseñadores para que hagan algo por mi bolsa, que es mi mundo, por supuesto, y será mi tumba, cual debe, y mi más allá.
--crg
Wednesday, November 15, 2006
THE INNER VASTNESS OF WORDS
that thing, he says
looking at the baroque catapult that crosses the street
this thing, he claims
tense as an arrow
weeping over the moth crushed between blades
a sentimental male
a three year-old boy born through me
thrown onto the world by the grace of flesh
history, genes, metaphors, touch
explores the outer limits of language
the inner vastness of words
this thing, he says
gazing upon exactly nothing in perfect awe, still
this thing, he insists
pointing out the within
I sigh: the thing
yet unknown and ever expansive
a lake without shores
untamed by letters, grammatical rules, tenses
the realest real unabsorbed
the beyond
the thing
I sigh again, pondering
whether the thing will like to become love
just love
by the grace of flesh, history, genes, methaphor
for the sake of conjugation.
--crg
that thing, he says
looking at the baroque catapult that crosses the street
this thing, he claims
tense as an arrow
weeping over the moth crushed between blades
a sentimental male
a three year-old boy born through me
thrown onto the world by the grace of flesh
history, genes, metaphors, touch
explores the outer limits of language
the inner vastness of words
this thing, he says
gazing upon exactly nothing in perfect awe, still
this thing, he insists
pointing out the within
I sigh: the thing
yet unknown and ever expansive
a lake without shores
untamed by letters, grammatical rules, tenses
the realest real unabsorbed
the beyond
the thing
I sigh again, pondering
whether the thing will like to become love
just love
by the grace of flesh, history, genes, methaphor
for the sake of conjugation.
--crg
Tuesday, November 14, 2006
¿HABÍA, DE VERDAD, SUBIDO LA ESCALERA?
[un movimiento]
Subió las escaleras lentamente, todavía sintiendo que su garbo y su donaire le pertenecían a otro edificio. Imaginó que el dueño las había mandado traer de otro lado, desmantelando otra construcción piedra tras piedra, cuidadosamente, sólo para reconstruirla con el mismo cuidado en el nuevo espacio. ¿Se podría hacer eso en realidad? Tuvo la tentación de dejarse sorprender, pero en el mismo instante visualizaba escenarios.
Diría: qué gusto, con la voz de alguien que paseaba por las calles de una ciudad que conocía de memoria.
Diría: cuánto tiempo, con el tono neutro de una persona lejana.
También avizoró el silencio. El pasmo. La frustración inherente a las palabras que se saborean bajo la lengua sin posibilidad alguna de llegar al sonido.
O diría: ¿Cómo lograste entrar? A la defensiva, fingiendo que todo era real.
A medida que ascendía las escaleras equivocadas, seguramente traídas de otro edificio más ufano, menos decadente, se preguntaba si todo esto no era más que un invento, el resultado de su imaginación afiebraba. Y se preguntó también si esto era lo que toda la gente hacía dentro de sus propios olvidos: correr el telón de lo real y agazaparse en un lugar pequeño, un ángulo apenas, detrás de los escenarios donde todo ocurría. Sin cesar. Se repitió su nombre una y otra vez. Marina. Trataba de regresar a su cuerpo. Marina Espinosa. Sintió la lisura de la madera donde apoyaba su mano mientras subía la escalera en la cámara lenta de su cansancio. Olió el aroma de flores frescas que salía de algún cuarto. Inspeccionó la luz que se colaba desde ¿dónde? No pudo identificar la fuente, pero se fijó en las isletas luminosas que se formaban en el filo de los escalones. Su zapato horadando la mancha luminífera. Su zapato saliendo de ella.
Diría: qué sorpresa, con la voz impostada, tratando de mentir con los ojos.
O no diría nada.
Como santo Tomás, iría hasta ella para tocarla, para comprobar que no se trataba de un producto de su imaginación. Mordería la moneda de oro. Usaría el microscopio del tacto. Burlaría a su mente. Se burlaría de ella. Te descubrí. Niña con manos en la masa.
Diría: no te esperaba.
Diría: te esperaba.
Los escenarios se multiplicaban conforme subía la escalera. Los teatros enteros. Las marquesinas. Las palabras brotaban la una de la otra con reminscencias de planta, de ser vivo. Hijas de las hijas de las hijas. Todo en femenino.
Diría: ¿Cómo estás?
Y de inmediato estallaría en una carcajada jocosa, medianamente avergonzada. Si estuviera bien, si alguna de las dos estuviera bien, no estaría aquí, no estarían aquí. Un cuarto del hotel La Estrella de Choi.
Diría: ¿Dónde estás? Tratando de identificar su silueta entre la penumbra del lugar. Haciéndose presente y huyendo al mismo tiempo. Estableciendo la distancia. Determinando que se encontraban ahí, aquí, dentro del verbo estar. Que los muertos entierren a sus muertos. ¿Qué quería decir esa frase realmente? Y mientras el significado se le escapaba, eludiéndola con contorsiones imprevistas pero bien ensayadas, pensó que, de tener a santo Tomás frente a ella, le preguntaría: ¿Y quién te dijo que la carne es real? Volvió a repetir el nombre propio. Marina.
Diría: aquí estoy. Titubeante. Abierta como la puerta que estaba abriendo. Derrotada en su apertura. Entregada a su apertura. ¿Qué importaba a fin de cuentas que no existiera, que nada existiera? ¿Cuántas fracturas se necesitaban para formar el caparazón de lo real?
Diría: ¿Quién eres? Fingiendo ignorancia. Sabiendo de más. Oyó el timbre del teléfono. Y luego la voz del recepcionista, un bostezo, la saliva uniendo diente contra diente antes de que la palabra "bueno" lograra romper el todo de la boca en dos. Número equivocado. Silencio. Y luz. Otra vez la luz sobre el filo de los escalones. Volvió la cabeza hacia el techo. Eso era. Sí, eso era: un tragaluz de cristales sucios, adulterados. Debían ser las tres de la tarde. Tal vez un poco antes. Minutos apenas.
Diría: apresaron a Juana Olivares. No, no diría eso. No tenía caso. Si sólo los muertos podían enterrar a los muertos, ¿quería eso decir que no había posibilidad alguna de conexión entre los muertos y los vivos? Pero qué falta de fe, pensó. Qué falta de imaginación. Empatía. Sintió su rodilla y el peso sobre su rodilla. La tensión sobre el talón, los talones. El momento exacto en que flexionaba la pierna y el cuerpo se impulsaba a sí mismo hacia el siguiente escalón. Eso era caminar hacia arriba. Eso era subir una escalera.
Diría: ya llegué, tratando de recordar el recorrido sin poder lograrlo. ¿Había, de verdad, subido la escalera? Cuando abrió la puerta no dijo nada. Se quedó detenida bajo el umbral, observando la espalda de alguien que miraba hacia la calle. Una silueta protegida por el velo de las cortinas raídas. Un bulto apenas.
--Seguramente hoy va a llover --enunció la figura mientras se daba la vuelta y descorría la cortina. Un nacimiento. Una aparición. El revelado de un rollo de fotografías.
--Eso pensaba hace un rato --contestó. Enfatizando la coincidencia.
El rostro de la mujer entró poco a poco dentro de sus pupilas. Una aparición sí, pero en cámara lenta. Un reconocimiento también, pero pasando muy despacio por el embudo de la conciencia. La frente. La nariz. Los pómulos. La boca. Las orejas. Fue hacia ella. La tocó.
--¿Quién te dijo que la carne es real? --le preguntó.
--crg
[un movimiento]
Subió las escaleras lentamente, todavía sintiendo que su garbo y su donaire le pertenecían a otro edificio. Imaginó que el dueño las había mandado traer de otro lado, desmantelando otra construcción piedra tras piedra, cuidadosamente, sólo para reconstruirla con el mismo cuidado en el nuevo espacio. ¿Se podría hacer eso en realidad? Tuvo la tentación de dejarse sorprender, pero en el mismo instante visualizaba escenarios.
Diría: qué gusto, con la voz de alguien que paseaba por las calles de una ciudad que conocía de memoria.
Diría: cuánto tiempo, con el tono neutro de una persona lejana.
También avizoró el silencio. El pasmo. La frustración inherente a las palabras que se saborean bajo la lengua sin posibilidad alguna de llegar al sonido.
O diría: ¿Cómo lograste entrar? A la defensiva, fingiendo que todo era real.
A medida que ascendía las escaleras equivocadas, seguramente traídas de otro edificio más ufano, menos decadente, se preguntaba si todo esto no era más que un invento, el resultado de su imaginación afiebraba. Y se preguntó también si esto era lo que toda la gente hacía dentro de sus propios olvidos: correr el telón de lo real y agazaparse en un lugar pequeño, un ángulo apenas, detrás de los escenarios donde todo ocurría. Sin cesar. Se repitió su nombre una y otra vez. Marina. Trataba de regresar a su cuerpo. Marina Espinosa. Sintió la lisura de la madera donde apoyaba su mano mientras subía la escalera en la cámara lenta de su cansancio. Olió el aroma de flores frescas que salía de algún cuarto. Inspeccionó la luz que se colaba desde ¿dónde? No pudo identificar la fuente, pero se fijó en las isletas luminosas que se formaban en el filo de los escalones. Su zapato horadando la mancha luminífera. Su zapato saliendo de ella.
Diría: qué sorpresa, con la voz impostada, tratando de mentir con los ojos.
O no diría nada.
Como santo Tomás, iría hasta ella para tocarla, para comprobar que no se trataba de un producto de su imaginación. Mordería la moneda de oro. Usaría el microscopio del tacto. Burlaría a su mente. Se burlaría de ella. Te descubrí. Niña con manos en la masa.
Diría: no te esperaba.
Diría: te esperaba.
Los escenarios se multiplicaban conforme subía la escalera. Los teatros enteros. Las marquesinas. Las palabras brotaban la una de la otra con reminscencias de planta, de ser vivo. Hijas de las hijas de las hijas. Todo en femenino.
Diría: ¿Cómo estás?
Y de inmediato estallaría en una carcajada jocosa, medianamente avergonzada. Si estuviera bien, si alguna de las dos estuviera bien, no estaría aquí, no estarían aquí. Un cuarto del hotel La Estrella de Choi.
Diría: ¿Dónde estás? Tratando de identificar su silueta entre la penumbra del lugar. Haciéndose presente y huyendo al mismo tiempo. Estableciendo la distancia. Determinando que se encontraban ahí, aquí, dentro del verbo estar. Que los muertos entierren a sus muertos. ¿Qué quería decir esa frase realmente? Y mientras el significado se le escapaba, eludiéndola con contorsiones imprevistas pero bien ensayadas, pensó que, de tener a santo Tomás frente a ella, le preguntaría: ¿Y quién te dijo que la carne es real? Volvió a repetir el nombre propio. Marina.
Diría: aquí estoy. Titubeante. Abierta como la puerta que estaba abriendo. Derrotada en su apertura. Entregada a su apertura. ¿Qué importaba a fin de cuentas que no existiera, que nada existiera? ¿Cuántas fracturas se necesitaban para formar el caparazón de lo real?
Diría: ¿Quién eres? Fingiendo ignorancia. Sabiendo de más. Oyó el timbre del teléfono. Y luego la voz del recepcionista, un bostezo, la saliva uniendo diente contra diente antes de que la palabra "bueno" lograra romper el todo de la boca en dos. Número equivocado. Silencio. Y luz. Otra vez la luz sobre el filo de los escalones. Volvió la cabeza hacia el techo. Eso era. Sí, eso era: un tragaluz de cristales sucios, adulterados. Debían ser las tres de la tarde. Tal vez un poco antes. Minutos apenas.
Diría: apresaron a Juana Olivares. No, no diría eso. No tenía caso. Si sólo los muertos podían enterrar a los muertos, ¿quería eso decir que no había posibilidad alguna de conexión entre los muertos y los vivos? Pero qué falta de fe, pensó. Qué falta de imaginación. Empatía. Sintió su rodilla y el peso sobre su rodilla. La tensión sobre el talón, los talones. El momento exacto en que flexionaba la pierna y el cuerpo se impulsaba a sí mismo hacia el siguiente escalón. Eso era caminar hacia arriba. Eso era subir una escalera.
Diría: ya llegué, tratando de recordar el recorrido sin poder lograrlo. ¿Había, de verdad, subido la escalera? Cuando abrió la puerta no dijo nada. Se quedó detenida bajo el umbral, observando la espalda de alguien que miraba hacia la calle. Una silueta protegida por el velo de las cortinas raídas. Un bulto apenas.
--Seguramente hoy va a llover --enunció la figura mientras se daba la vuelta y descorría la cortina. Un nacimiento. Una aparición. El revelado de un rollo de fotografías.
--Eso pensaba hace un rato --contestó. Enfatizando la coincidencia.
El rostro de la mujer entró poco a poco dentro de sus pupilas. Una aparición sí, pero en cámara lenta. Un reconocimiento también, pero pasando muy despacio por el embudo de la conciencia. La frente. La nariz. Los pómulos. La boca. Las orejas. Fue hacia ella. La tocó.
--¿Quién te dijo que la carne es real? --le preguntó.
--crg
Sunday, November 12, 2006
PRUEBA IRREFUTABLE DE PERTENENCIA A ESPECIE HUMANA (NO MUTANTE)
"Aquellas personas que desarrollan resistencia a la insulina y que, a pesar de ingerir comida chatarra, no engordan, podrían ser los primeros ejemplos de mutación necesaria para la sobrevivencia de la especie humana". Esto lo dijo un especialista del del Instituto Nacional de Perinatología en un Foro Interinstitucional de Investigación en Salud. La noticia, cuya importancia le pasó desapercibida al editor en turno, aparece, aún en un periódico de provincia, en las insignificantes páginas interiores. No es que yo sea una exagerada, claro está, ni que sepa nada acerca de insulina o mi resistencia a ella, pero lo que sí sé, y lo sé de cierto, es que al consumir comida chatarra (es momento de confesar una larga adicción a las papas fritas, por ejemplo) siempre de los siempre termino engordando. Conclusión lógica. Caso resuelto. Paz recobrada.
--crg
"Aquellas personas que desarrollan resistencia a la insulina y que, a pesar de ingerir comida chatarra, no engordan, podrían ser los primeros ejemplos de mutación necesaria para la sobrevivencia de la especie humana". Esto lo dijo un especialista del del Instituto Nacional de Perinatología en un Foro Interinstitucional de Investigación en Salud. La noticia, cuya importancia le pasó desapercibida al editor en turno, aparece, aún en un periódico de provincia, en las insignificantes páginas interiores. No es que yo sea una exagerada, claro está, ni que sepa nada acerca de insulina o mi resistencia a ella, pero lo que sí sé, y lo sé de cierto, es que al consumir comida chatarra (es momento de confesar una larga adicción a las papas fritas, por ejemplo) siempre de los siempre termino engordando. Conclusión lógica. Caso resuelto. Paz recobrada.
--crg
Friday, November 10, 2006
EL CELULAR FACILITA LA CIRCULACIÓN DE LAS MALAS NOTICIAS
[en la Columna Colectiva La Primera Dama, en la sección cultural del periódico mexicano El Universal]
Los objetos despiertan, sin duda, pasiones desmedidas. Eso pensé al encontrar una hoja mecanografiada en papel revolución sobre una pared citadina.
Entre figuras agigantadas de grafiti y propaganda de una revista de, como se dice, actualidad, la hoja susodicha llamó mi atención por sus dimensiones, tan pequeñas, y por su obcecada hechura: tipografía mecánica y reproducción manual. Se trataba, a todas luces, de un manifiesto: un texto público redactado con la fiebre de la convicción y los recursos atávicos de un ludita de inicios del siglo XXI. El título: "Los celulares acabarán con tu vida".
Lo había oído ya en muchas ocasiones (y en otras tantas lo había creído) (y en aún más lo había dicho yo misma), pero esta hoja, tan nimia y tan procaz al mismo tiempo, terminó por obligarme a hacer lo que estaba haciendo: leyéndola con atención, línea a línea. Existe, decía el punto primero del manifiesto, algo que se llama Exceso de Contacto (así, con mayúsculas). Al facilitar el acceso a tu mundo cercano (el manifiesto insistía en hablarme de tú y eso, no sé por qué, me parecía ejemplo del mentado exceso) estás permitiendo que entren en tu esfera más íntima una cantidad indescifrable y, eventualmente, incontrolable de vibras y karmas que terminarán afectándote de maneras definitivas. Por ejemplo: ese número sólo en apariencia equivocado es, en realidad, un caballo de Troya que ayudará a derribar las paredes de esa ciudad interna a la que es fácil denominar El Yo.
El punto número dos era menos poético: "En la era de la información y su incesante ruido, el ser humano precisa de silencio. Necesitas escucharte a ti mismo". Revisé las muchas tardes que había pasado escuchándome a mí misma y pensé que, de haberlo hecho, el ludita anticelularítico se lo habría pensado dos veces antes de llamar a eso silencio. Por un momento pensé que era un aliado no muy secreto de la paranoia urbana que, con sus mítines incesantes en los paneles de la cabeza, constituye la forma más ecuménica, y desesperanzada, del ruido.
En el tercer punto le di la razón: "El celular facilita la circulación de las malas noticias". En efecto, si ya no se tardaban en llegar en un mundo sin tecnología, podía ver, y había comprobado ya en algunas ocasiones, que las malas noticias constituían uno de los grupos más beneficiados por el exceso de contacto al que nos sometían tantos caballos de Troya de la era celular. ¿Y necesita uno, de verdad, una mala noticia?
El quinto y sexto punto eran, a decir verdad, uno solo: el celular era un ataque contra el cuerpo, el cuerpo y su presencia, el cuerpo y su lentitud, el cuerpo y sus gestos. Ese pequeño aparato con lucecitas de colores y ruiditos sicodélicos no era más que el abracadabra con el que la sociedad actual había logrado por fin deshacerse de los cuerpos. Es cierto, admitía, que muchas veces se utilizan estos teléfonos para hacer citas y, luego entonces, juntar cuerpos; pero la mayoría de las veces, también decía esto, las citas sólo son pretextos para que otros nos vean hablando por teléfono con los que, debido a que tienen cuerpo, no están ahí. En esos momentos pasaban por la calle dos muchachos aparentemente juntos, pero cada uno con su celular pegado a la oreja derecha y, vaya, no pude evitar un súbito ataque de melancolía. Recordé que ahí, dentro de mi bolsa, estaba ese pequeño objeto que me conectaba innecesariamente con otros, sobre todo con esos otros que me buscaban para darme cantidades irrisorias de trabajo, que me llenaba de ruido y de paranoia y de malas noticias mientras la ciudad interna, ésa a la que insisto en llamar mi yo, se convertía en la mismísima "mujer invisible" frente a los hombres o mujeres que sostenían entretenidas conversaciones con sus fantasmas favoritos. Saqué, pues, en plena actitud de derrota, un plumón rojo de mi bolso (que es una verdadera cueva de las mil maravillas) y subrayé todos y cada uno de los puntos del Manifiesto Ludita.
Luego, como es claro, no pude evitar tomar mi celular y contarle mi dramática experiencia al fantasma de Troya que se desvanecía del otro lado de la línea.
--crg
[en la Columna Colectiva La Primera Dama, en la sección cultural del periódico mexicano El Universal]
Los objetos despiertan, sin duda, pasiones desmedidas. Eso pensé al encontrar una hoja mecanografiada en papel revolución sobre una pared citadina.
Entre figuras agigantadas de grafiti y propaganda de una revista de, como se dice, actualidad, la hoja susodicha llamó mi atención por sus dimensiones, tan pequeñas, y por su obcecada hechura: tipografía mecánica y reproducción manual. Se trataba, a todas luces, de un manifiesto: un texto público redactado con la fiebre de la convicción y los recursos atávicos de un ludita de inicios del siglo XXI. El título: "Los celulares acabarán con tu vida".
Lo había oído ya en muchas ocasiones (y en otras tantas lo había creído) (y en aún más lo había dicho yo misma), pero esta hoja, tan nimia y tan procaz al mismo tiempo, terminó por obligarme a hacer lo que estaba haciendo: leyéndola con atención, línea a línea. Existe, decía el punto primero del manifiesto, algo que se llama Exceso de Contacto (así, con mayúsculas). Al facilitar el acceso a tu mundo cercano (el manifiesto insistía en hablarme de tú y eso, no sé por qué, me parecía ejemplo del mentado exceso) estás permitiendo que entren en tu esfera más íntima una cantidad indescifrable y, eventualmente, incontrolable de vibras y karmas que terminarán afectándote de maneras definitivas. Por ejemplo: ese número sólo en apariencia equivocado es, en realidad, un caballo de Troya que ayudará a derribar las paredes de esa ciudad interna a la que es fácil denominar El Yo.
El punto número dos era menos poético: "En la era de la información y su incesante ruido, el ser humano precisa de silencio. Necesitas escucharte a ti mismo". Revisé las muchas tardes que había pasado escuchándome a mí misma y pensé que, de haberlo hecho, el ludita anticelularítico se lo habría pensado dos veces antes de llamar a eso silencio. Por un momento pensé que era un aliado no muy secreto de la paranoia urbana que, con sus mítines incesantes en los paneles de la cabeza, constituye la forma más ecuménica, y desesperanzada, del ruido.
En el tercer punto le di la razón: "El celular facilita la circulación de las malas noticias". En efecto, si ya no se tardaban en llegar en un mundo sin tecnología, podía ver, y había comprobado ya en algunas ocasiones, que las malas noticias constituían uno de los grupos más beneficiados por el exceso de contacto al que nos sometían tantos caballos de Troya de la era celular. ¿Y necesita uno, de verdad, una mala noticia?
El quinto y sexto punto eran, a decir verdad, uno solo: el celular era un ataque contra el cuerpo, el cuerpo y su presencia, el cuerpo y su lentitud, el cuerpo y sus gestos. Ese pequeño aparato con lucecitas de colores y ruiditos sicodélicos no era más que el abracadabra con el que la sociedad actual había logrado por fin deshacerse de los cuerpos. Es cierto, admitía, que muchas veces se utilizan estos teléfonos para hacer citas y, luego entonces, juntar cuerpos; pero la mayoría de las veces, también decía esto, las citas sólo son pretextos para que otros nos vean hablando por teléfono con los que, debido a que tienen cuerpo, no están ahí. En esos momentos pasaban por la calle dos muchachos aparentemente juntos, pero cada uno con su celular pegado a la oreja derecha y, vaya, no pude evitar un súbito ataque de melancolía. Recordé que ahí, dentro de mi bolsa, estaba ese pequeño objeto que me conectaba innecesariamente con otros, sobre todo con esos otros que me buscaban para darme cantidades irrisorias de trabajo, que me llenaba de ruido y de paranoia y de malas noticias mientras la ciudad interna, ésa a la que insisto en llamar mi yo, se convertía en la mismísima "mujer invisible" frente a los hombres o mujeres que sostenían entretenidas conversaciones con sus fantasmas favoritos. Saqué, pues, en plena actitud de derrota, un plumón rojo de mi bolso (que es una verdadera cueva de las mil maravillas) y subrayé todos y cada uno de los puntos del Manifiesto Ludita.
Luego, como es claro, no pude evitar tomar mi celular y contarle mi dramática experiencia al fantasma de Troya que se desvanecía del otro lado de la línea.
--crg
Thursday, November 09, 2006
Monday, November 06, 2006
HABÍA UN NAVÍO CARGADO CARGADO DE: Breve Bibliografía del Puerto Rico Contemporáneo
Marta Aponte Alsina, Fúgate (San Juan: Editorial Manatí, 2005).
Negra la novela y el humor, rigurosa la exploración de urbanizaciones actuales, lleno de esquinas el detective de nombre Gabriel Marte, impostergable la lectura del libro. Va primer párrafo de muestra:
Se llama Lisa Gómez y cuando la conocí estaba muerta, pero hasta el más normal de los hombres hubiera notado que sus dientes parejos, estacionados entre unos ojos brutales y una barbillita hambrienta, amenazaban con morder. Los dientes del retrato, aclaro, una de esas fotografías que se revelan en una hora y salen por monotones de las máquinas calientes, con los colores sucios. Ultrajada por la furia del asesino había sufrido tanto como el cuerpo original, del que sólo se veían los pies descalzos y pequeños.
Rafael Acevedo, Cannibalia (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Leo el libro y, luego, cierro los ojos y dejo que la mano seleccione el texto, éste:
Me gusta ver cómo sobreviven los animales,
me dices
y miro tu boca. Será alimentándose de tu boca.
Con las ansias de un recolector y uno que sale a la caza
para hacerse presa.
Debe ser así que no mueren.
Digo que me gusta ver
cómo vivo mirando tu boca. Lo que dices.
Soy ese animalito que hace un estanque.
José Liboy Erba, Cada vez te despides mejor (San Juan: Isla Negra Editores, 2004).
Me recomiendan, sobre todo, que lea el cuento que se llama "Tercera Versión". Lo hago. Ah. Va:
En la primera versión, ella vivía en un apartamento muy ruidoso de Río Piedras, del que deseaba mudarse porque las cosas que oía la hacían recordar a un marido ausente. Esta circunstancia, que en la segunda versión era un mero detalle, era la que me interesaba más para versiones posteriores.
Mayra Santos Febres, Boat People (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Su prosa, por supuesto, y también su poesía y su persona. Lectura, ojos cerrados, mano que elige a ciegas: Va:
18. ah mulato tu dedo
dónde lo dejaste
enredado en qué hélice en qué fauce
quién lo conserva de recuerdo en un frasquito de cristal
quién lo usa para carnada con qué pescar tiburones
quién lo apoya en su barbilla para otear pelícanos y
murallas.
acaso, mulato
fue alimento de alguien que se moría de miedo en una
balsa
María Isabel Quiñones Arocho, El fin del reino de lo propio. Ensayos de antropología cultural (México: Siglo XXI editores, 2004).
En los tiempos signados por la incertidumbre, la etnografía se vuelve trémula y filosa. De los salones de belleza a las quincalleras transisleñas, de la costa de África a la costa de Puerto Rico, esto es un viaje de veredas: el otro, el lugar, la táctica.
Aurea María Sotomayor, Diseño del ala (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Leo, cierro lo ojos, las manos eligen:
(20) (sol)
Sueño de los espacios
De nada valió separarlos.
Qué muchos, qué evadidos.
Los mismos. La fuga los reúne
Una primera superficie no lo es.
Allí, en la otra, figura
su revés o su historia.
Estar es escuchar. También no estar.
Para crear un espacio se traza una frontera,
que es puro imaginario. No hay pureza
ni tampoco lo abierto ni la posibilidad
de la distancia. De dar tiempo.
Este pájaro atraviesa todos los lugares.
Ni cartógrafos ni ingenieros ni arquitectos.
Yo, que los salvo pensándolos.
Vanessa Vilches Norat, De(s)madres o el rastro materno en las escrituras del yo. A propósito de Jaques Derrida, Jamaica Kincaid, Esmeralda Santiago y Carmen Boullosa(Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2003)
Una lectura inteligente y compasiva sobre ese género de(s)generado que es la autobiografía que es la confesión que es la construcción informe de ese yo elusivo. Todo esto dentro de la estrecha relación entre la madre, como figura, y la autobiografía, como discurso favorito de construcción de los sujetos. Con el término matergrafía, Vilches Norat postula la recurrencia de la figura de la madre en el lugar del otro como dispositivo de muchas narraciones autobiográficas--el otro para quién, por quién y desde quién se estructura el relato.
--crg
Marta Aponte Alsina, Fúgate (San Juan: Editorial Manatí, 2005).
Negra la novela y el humor, rigurosa la exploración de urbanizaciones actuales, lleno de esquinas el detective de nombre Gabriel Marte, impostergable la lectura del libro. Va primer párrafo de muestra:
Se llama Lisa Gómez y cuando la conocí estaba muerta, pero hasta el más normal de los hombres hubiera notado que sus dientes parejos, estacionados entre unos ojos brutales y una barbillita hambrienta, amenazaban con morder. Los dientes del retrato, aclaro, una de esas fotografías que se revelan en una hora y salen por monotones de las máquinas calientes, con los colores sucios. Ultrajada por la furia del asesino había sufrido tanto como el cuerpo original, del que sólo se veían los pies descalzos y pequeños.
Rafael Acevedo, Cannibalia (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Leo el libro y, luego, cierro los ojos y dejo que la mano seleccione el texto, éste:
Me gusta ver cómo sobreviven los animales,
me dices
y miro tu boca. Será alimentándose de tu boca.
Con las ansias de un recolector y uno que sale a la caza
para hacerse presa.
Debe ser así que no mueren.
Digo que me gusta ver
cómo vivo mirando tu boca. Lo que dices.
Soy ese animalito que hace un estanque.
José Liboy Erba, Cada vez te despides mejor (San Juan: Isla Negra Editores, 2004).
Me recomiendan, sobre todo, que lea el cuento que se llama "Tercera Versión". Lo hago. Ah. Va:
En la primera versión, ella vivía en un apartamento muy ruidoso de Río Piedras, del que deseaba mudarse porque las cosas que oía la hacían recordar a un marido ausente. Esta circunstancia, que en la segunda versión era un mero detalle, era la que me interesaba más para versiones posteriores.
Mayra Santos Febres, Boat People (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Su prosa, por supuesto, y también su poesía y su persona. Lectura, ojos cerrados, mano que elige a ciegas: Va:
18. ah mulato tu dedo
dónde lo dejaste
enredado en qué hélice en qué fauce
quién lo conserva de recuerdo en un frasquito de cristal
quién lo usa para carnada con qué pescar tiburones
quién lo apoya en su barbilla para otear pelícanos y
murallas.
acaso, mulato
fue alimento de alguien que se moría de miedo en una
balsa
María Isabel Quiñones Arocho, El fin del reino de lo propio. Ensayos de antropología cultural (México: Siglo XXI editores, 2004).
En los tiempos signados por la incertidumbre, la etnografía se vuelve trémula y filosa. De los salones de belleza a las quincalleras transisleñas, de la costa de África a la costa de Puerto Rico, esto es un viaje de veredas: el otro, el lugar, la táctica.
Aurea María Sotomayor, Diseño del ala (San Juan: Ediciones Callejón, 2005).
Leo, cierro lo ojos, las manos eligen:
(20) (sol)
Sueño de los espacios
De nada valió separarlos.
Qué muchos, qué evadidos.
Los mismos. La fuga los reúne
Una primera superficie no lo es.
Allí, en la otra, figura
su revés o su historia.
Estar es escuchar. También no estar.
Para crear un espacio se traza una frontera,
que es puro imaginario. No hay pureza
ni tampoco lo abierto ni la posibilidad
de la distancia. De dar tiempo.
Este pájaro atraviesa todos los lugares.
Ni cartógrafos ni ingenieros ni arquitectos.
Yo, que los salvo pensándolos.
Vanessa Vilches Norat, De(s)madres o el rastro materno en las escrituras del yo. A propósito de Jaques Derrida, Jamaica Kincaid, Esmeralda Santiago y Carmen Boullosa(Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2003)
Una lectura inteligente y compasiva sobre ese género de(s)generado que es la autobiografía que es la confesión que es la construcción informe de ese yo elusivo. Todo esto dentro de la estrecha relación entre la madre, como figura, y la autobiografía, como discurso favorito de construcción de los sujetos. Con el término matergrafía, Vilches Norat postula la recurrencia de la figura de la madre en el lugar del otro como dispositivo de muchas narraciones autobiográficas--el otro para quién, por quién y desde quién se estructura el relato.
--crg
Sunday, November 05, 2006
LAS CONSECUENCIAS
Supongo que algo debe pasar en el mundo cuando una mujer (o un hombre) compra el par de zapatos que le gusta sin reparar en el precio. Supongo que un acto tal de consumerismo radical y hedonista no le puede pasar desapercibido al Emotivo Espíritu de las Cosas. Supongo que el Antes se ha acabdo y ha iniciado ya el reino del Después. Aquí estoy, pues, a la espera de las consecuencias.
--crg
Supongo que algo debe pasar en el mundo cuando una mujer (o un hombre) compra el par de zapatos que le gusta sin reparar en el precio. Supongo que un acto tal de consumerismo radical y hedonista no le puede pasar desapercibido al Emotivo Espíritu de las Cosas. Supongo que el Antes se ha acabdo y ha iniciado ya el reino del Después. Aquí estoy, pues, a la espera de las consecuencias.
--crg
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