LA MIRADA CHICANA DE LOURDES PORTILLO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En la última escena de My McQueen, el ensayo fílmico que hicieron Lourdes Portillo y Kyle Kibbe en el 2003, el actor Sean San José va de regreso a su apartamento —justo como Steve McQueen en Bullit, la película icónica de la masculinidad hacia finales de los años sesenta— con una gabardina beige, un suéter de cuello alto y la mirada cansada después de un largo día de trabajo como policía de la ciudad de San Francisco. En un juego de reflejos que es, también, un juego de pantallas, San José mira su propio rostro moreno, bordeado por cabellos oscuros, frente al espejo del baño y, al mismo tiempo, el espectador puede observar el rostro pálido de McQueen llevando a cabo la misma escena en la película original. Esta última acción en un autodenominado documental experimental que dura apenas unos 20 minutos concentra y expone el tipo de diálogo que constituye el corazón de My McQueen: ahí están, frente a frente, una directora y un realizador conversando de manera por demás animada sobre una película cuyas imágenes no sólo aparecen en pantalla sino que son, además, ensayadas una y otra vez por un Steve McQueen latino y joven que no cesa de recrearse a sí mismo. El diálogo entre Portillo y Kibbe, que es también un diálogo entre Bullit y My McQueen, entre Steve McQueen y Sean San José, no sólo tiene la virtud de tocar con ironía y profundidad temas de polémica actualidad —como por ejemplo la representación de la masculinidad en cierto cine contemporáneo— sino también, acaso sobre todo, de colocar frente a los ojos del público un verdadero ensayo visual acerca de la complejidad del proceso fílmico tanto a nivel estético como político. Con My McQueen nos encontramos frente a una Lourdes Portillo en la que se ha combinado ya, y esto de manera lúdica y magistral, la realizadora de documentales de explícito corte social con la avezada exploradora de narrativas visuales de formato más familiar e íntimo.
Mejor conocida por Señorita Extraviada, el documental sobre los feminicidios de Ciudad Juárez que jugó un papel tan importante para dar a conocer la grave situación de la frontera mexicana a otros públicos, especialmente en Estados Unidos y Europa, Lourdes Portillo también ha llevado a cabo una filmación ya clásica sobre las Madres de Plaza de Mayo, la cual le valió una nominación al Oscar en la categoría de mejor documental. Nacida en Chihuahua, pero con muchos años ya de vida y trabajo en Estados Unidos, especialmente en la ciudad de San Francisco, Lourdes Portillo ha dedicado mucho de sus esfuerzos como documentalista independiente a construir oídos para las voces de aquellos hombres y mujeres que sólo con mucha dificultad pueden hacerse escuchar en las historias oficiales más diversas. De ahí la atención y el cuidado con que su cámara y micrófono registran los reclamos y esperanzas de las madres de los desaparecidos argentinos como de las madres y familiares de tantas mujeres jóvenes que han perdido su vida en una ciudad fronteriza poblada de maquiladoras y de miedo.
Pero antes de My McQueen Lourdes Portillo ya se había arriesgado con un tipo de documental mucho más personal, abiertamente subjetivo, con el que puso en juego el carácter siempre ilusorio de la verdad, especialmente si esa verdad se refiere a la historia de una vida, y su relación estrecha y punzante con un país que sigue siendo suyo: México. La muerte de un integrante de su familia —un tío en este caso— le sirvió como motor para echar a andar El diablo nunca duerme, el documental en que Portillo expuso sin complacencia y sin tapujos la compleja mezcla de afecto y mentira, secreto y violencia, que entreteje las relaciones del lado mexicano de su familia.
Ese mismo sentido profundamente personal acompañado de un grado acaso mayor de experimentación con la cámara y la secuencia narrativa están presentes en la elaboración de su Steve McQueen —se trata, por principio de cuentas, de una obra dialógica a través de la cual Portillo y Kibbe reflexionan in situ sobre el poder de la ficción para crear y recrear ciudades, épocas, y definiciones de género. En esa voz pausada que al expresarse en español no deja de tener el acento del norte mexicano, Portillo examina las características que hicieron de McQueen un ícono de su época —de su destreza para manejar autos hasta ese silencio del que no se deja tocar— para contraponerle una imagen tamizada por diferencias de clase, raza y género que corresponden a la demografía de inicios del siglos XXI. Así, el neo-McQueen que se desliza por un San Francisco cuyo hiperbólico mercado inmobiliario ha ido expulsando sin misericordia alguna a su clase trabajadora es acaso tan intenso como el original aunque ahora de tez oscura y guiño irónico.
Cruzando fronteras y, por lo tanto, cuestionando las realidades que se extienden a uno y otro lado de esas fronteras (en el sentido geográfico y estético del término), el trabajo de Lourdes Portillo ha venido construyendo una mirada chicana —independiente y lúcida y crítica— que constituye esa otra manera de ver desde los Estados Unidos.
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Tuesday, September 25, 2007
Friday, September 21, 2007
EQUINOCCIO
the fall, again
Noche igual:
Los equinoccios se llaman primer punto de Aries o equinoccio vernal, y primer punto de Libra o equinoccio otoñal, o autumnal. El primero es el punto del ecuador celeste dónde el Sol en su movimiento anual aparente por la eclíptica pasa de Sur a Norte respecto al plano ecuatorial, y su declinación pasa de negativa a positiva. En el primer punto de Libra sucede lo contrario: el Sol aparenta pasar de Norte a Sur del ecuador celeste, y su declinación pasa de positiva a negativa.
Esta luz.
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the fall, again
Noche igual:
Los equinoccios se llaman primer punto de Aries o equinoccio vernal, y primer punto de Libra o equinoccio otoñal, o autumnal. El primero es el punto del ecuador celeste dónde el Sol en su movimiento anual aparente por la eclíptica pasa de Sur a Norte respecto al plano ecuatorial, y su declinación pasa de negativa a positiva. En el primer punto de Libra sucede lo contrario: el Sol aparenta pasar de Norte a Sur del ecuador celeste, y su declinación pasa de positiva a negativa.
Esta luz.
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HOJA POR HOJA LOS OTOÑOS
La poeta tamaulipeca Sara Uribe en La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas.
!Y seguimos!
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La poeta tamaulipeca Sara Uribe en La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas.
!Y seguimos!
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Tuesday, September 18, 2007
SUÉÑAME PUES CATACLISMO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Siempre llega ese momento al final de una fiesta: ya sólo quedan los de confianza y la energía amaina y lo que fue euforia se ha ido convirtiendo poco a poco en una melancolía dúctil y dulzona que prefigura los sufrimientos de la resaca venidera. Entonces, cuando todo lo habido y por haber transcurre con gran lentitud frente a los ojos perdidos de los últimos invitados, cuando la plática se ha transformado ya en un puro embate de susurros y los heridos de pre-guerra se relajan sobre alfombras más bien mullidas, no falta quien se apodere del aparato de sonido y, sin pena alguna, sin consultar a nadie, siguiendo impulsos de franca estirpe dictatorial, empiece a tocar uno tras otro los discos de Silvio Rodríguez. Se trata, claro está, del Gran Momento Kitsch de la velada. Es la hora en que los nacidos hacia el último cuarto del siglo XX se miran de reojo y, cediendo a impulsos tan indescriptibles como consabidos, empiezan a tararear primero y a entonar después las letras que se saben de memoria. Es el momento en que cae en pedazos la coraza de lo cool y se relaja un poco el estudiado distanciamiento del cínico y se muestra, como se dice, el cobre.
La así llamada canción de protesta, como se sabe, gozó de gran popularidad entre algunos estudiantes de la clase media, especialmente entre aquellos matriculados en esas instituciones públicas de gran raigambre en el campo de las humanidades (ajúa por la UNAM, la entrañable y siempre añorada Alma Mater). Era casi una ecuación: un joven que exigía lo imposible escuchaba, se diría que casi intrínsecamente, canciones de la trova cubana. Sentimentalismo unplugged. Ya en peñas oscuras o a través de long plays que iban de mano en mano o en cintas magnéticas a las que se les llamaba casetes, gran parte de la educación sentimental de esos jóvenes iracundos se llevaba a cabo junto a cantautores de una masculinidad muy femenina que, además, portaban su guitarra con una delicadeza puntual. No sería del todo impreciso decir que, desde que el corto siglo XX terminó arrumbado bajo los escombros de un muro que había separado lo que en aquellos años se denominaba el primer mundo y el segundo, y especialmente desde que emergió con gran fuerza el así llamado rock en español, los devotos de la canción de protesta o disminuyeron en números reales o se acostumbraron a llevar con bien intencionada discreción su peculiar gusto musical. De ahí que ese momento frágil y meditabundo que sigue a las horas de eufórica celebración y precede a las horas de la temidísima resaca sea tan relevante. Justo en el umbral, ahí donde se decide entre la adolescencia y la edad adulta, un poquito antes de que amanezca, en el trecho de la mayor debilidad: entonces regresan.
Arriesgaré una hipótesis: las canciones de Silvio Rodríguez regresan porque permitieron la existencia del hombre sentimental de izquierdas. Sin ellas, los impulsos progres de mediados del XX en América Latina se habrían quedado sin “yo”. Entre la intimidad del anhelo testimonial y la gravedad propia de Las Grandes Causas, las canciones de Rodríguez han articulado las preocupaciones sociales con los quehaceres propios de las endor y las fero (esas chicas tan finas y tan monas, ya saben). Dirigiéndose a la Patria y a la Amada al mismo tiempo, las letras de Rodríguez también logaron apaciguar las culpas de los revolucionarios que, por andar de enamorados, andaban en las nubes y, de paso, en las camas de las mujeres que entonces no se llamaban ni amigas ni novias ni amantes sino, de manera por demás igualitaria aunque poco sutil, compañeras.
Pero al Hombre Sentimental de Izquierdas no sólo le aquejaban cuestiones de su intensa vida emotiva sino también, acaso sobre todo, asuntos que tenían que ver con el vínculo entre la vida cotidiana y las responsabilidades de la política. Rodríguez trató el tema en “Playa Girón”, una pieza de su producción temprana en la que lo político y lo estético se contrapusieron para preguntarles a esos “compañeros poetas” de entonces, “tomando en cuenta los últimos sucesos en la poesía, quisiera preguntar –me urge–, ¿qué tipo de adjetivos se deben usar para hacer el poema de un barco sin que se haga sentimental, fuera de la vanguardia o evidente panfleto”. Una y otra vez, ya con arreglos jazzísticos o siguiendo los ritmos propios de la isla de origen, Rodríguez ha vuelto de esa manera que se antoja o incesante o terca a la temática a lo largo de su producción discográfica. Con humor o sin él, acusando a veces y sermoneando otras, con esa gravedad que le va muy bien a la adolescencia o diciendo que dice que “digo que el que se presta para peón del veneno es doble tonto y no quiero; ser bailarín de su fiesta”, Rodríguez aparece (también podría decirse que pulula) en las fiestas, casi al terminar, cuando la edad adulta está a punto de zarpar. Y también surge, como quien no quiere la cosa, y esto entre los cds tomados de manera por demás (¿cómo decirlo?) secreta de la casa de un amigo, en los largos viajes por carretera.
Es fácil ver por el parabrisas entonces: la luz de la luna es clara y se antoja, en efecto, ir a jugar en ella. Y hay, de seguro, caballos cerreros galopando al lado de la miel, y no la sal, del cataclismo que sueña que todo sobre la carretera es libertad. Hay abejas. Viento del sur. Aguaceros. Ojalá todo eso, por supuesto. Ojalá.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Siempre llega ese momento al final de una fiesta: ya sólo quedan los de confianza y la energía amaina y lo que fue euforia se ha ido convirtiendo poco a poco en una melancolía dúctil y dulzona que prefigura los sufrimientos de la resaca venidera. Entonces, cuando todo lo habido y por haber transcurre con gran lentitud frente a los ojos perdidos de los últimos invitados, cuando la plática se ha transformado ya en un puro embate de susurros y los heridos de pre-guerra se relajan sobre alfombras más bien mullidas, no falta quien se apodere del aparato de sonido y, sin pena alguna, sin consultar a nadie, siguiendo impulsos de franca estirpe dictatorial, empiece a tocar uno tras otro los discos de Silvio Rodríguez. Se trata, claro está, del Gran Momento Kitsch de la velada. Es la hora en que los nacidos hacia el último cuarto del siglo XX se miran de reojo y, cediendo a impulsos tan indescriptibles como consabidos, empiezan a tararear primero y a entonar después las letras que se saben de memoria. Es el momento en que cae en pedazos la coraza de lo cool y se relaja un poco el estudiado distanciamiento del cínico y se muestra, como se dice, el cobre.
La así llamada canción de protesta, como se sabe, gozó de gran popularidad entre algunos estudiantes de la clase media, especialmente entre aquellos matriculados en esas instituciones públicas de gran raigambre en el campo de las humanidades (ajúa por la UNAM, la entrañable y siempre añorada Alma Mater). Era casi una ecuación: un joven que exigía lo imposible escuchaba, se diría que casi intrínsecamente, canciones de la trova cubana. Sentimentalismo unplugged. Ya en peñas oscuras o a través de long plays que iban de mano en mano o en cintas magnéticas a las que se les llamaba casetes, gran parte de la educación sentimental de esos jóvenes iracundos se llevaba a cabo junto a cantautores de una masculinidad muy femenina que, además, portaban su guitarra con una delicadeza puntual. No sería del todo impreciso decir que, desde que el corto siglo XX terminó arrumbado bajo los escombros de un muro que había separado lo que en aquellos años se denominaba el primer mundo y el segundo, y especialmente desde que emergió con gran fuerza el así llamado rock en español, los devotos de la canción de protesta o disminuyeron en números reales o se acostumbraron a llevar con bien intencionada discreción su peculiar gusto musical. De ahí que ese momento frágil y meditabundo que sigue a las horas de eufórica celebración y precede a las horas de la temidísima resaca sea tan relevante. Justo en el umbral, ahí donde se decide entre la adolescencia y la edad adulta, un poquito antes de que amanezca, en el trecho de la mayor debilidad: entonces regresan.
Arriesgaré una hipótesis: las canciones de Silvio Rodríguez regresan porque permitieron la existencia del hombre sentimental de izquierdas. Sin ellas, los impulsos progres de mediados del XX en América Latina se habrían quedado sin “yo”. Entre la intimidad del anhelo testimonial y la gravedad propia de Las Grandes Causas, las canciones de Rodríguez han articulado las preocupaciones sociales con los quehaceres propios de las endor y las fero (esas chicas tan finas y tan monas, ya saben). Dirigiéndose a la Patria y a la Amada al mismo tiempo, las letras de Rodríguez también logaron apaciguar las culpas de los revolucionarios que, por andar de enamorados, andaban en las nubes y, de paso, en las camas de las mujeres que entonces no se llamaban ni amigas ni novias ni amantes sino, de manera por demás igualitaria aunque poco sutil, compañeras.
Pero al Hombre Sentimental de Izquierdas no sólo le aquejaban cuestiones de su intensa vida emotiva sino también, acaso sobre todo, asuntos que tenían que ver con el vínculo entre la vida cotidiana y las responsabilidades de la política. Rodríguez trató el tema en “Playa Girón”, una pieza de su producción temprana en la que lo político y lo estético se contrapusieron para preguntarles a esos “compañeros poetas” de entonces, “tomando en cuenta los últimos sucesos en la poesía, quisiera preguntar –me urge–, ¿qué tipo de adjetivos se deben usar para hacer el poema de un barco sin que se haga sentimental, fuera de la vanguardia o evidente panfleto”. Una y otra vez, ya con arreglos jazzísticos o siguiendo los ritmos propios de la isla de origen, Rodríguez ha vuelto de esa manera que se antoja o incesante o terca a la temática a lo largo de su producción discográfica. Con humor o sin él, acusando a veces y sermoneando otras, con esa gravedad que le va muy bien a la adolescencia o diciendo que dice que “digo que el que se presta para peón del veneno es doble tonto y no quiero; ser bailarín de su fiesta”, Rodríguez aparece (también podría decirse que pulula) en las fiestas, casi al terminar, cuando la edad adulta está a punto de zarpar. Y también surge, como quien no quiere la cosa, y esto entre los cds tomados de manera por demás (¿cómo decirlo?) secreta de la casa de un amigo, en los largos viajes por carretera.
Es fácil ver por el parabrisas entonces: la luz de la luna es clara y se antoja, en efecto, ir a jugar en ella. Y hay, de seguro, caballos cerreros galopando al lado de la miel, y no la sal, del cataclismo que sueña que todo sobre la carretera es libertad. Hay abejas. Viento del sur. Aguaceros. Ojalá todo eso, por supuesto. Ojalá.
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Monday, September 17, 2007
MÁS TRADUCIDAS
Desde Berlín (vía Tijuana-San Diego-Ciudad de México): Tabea Huth; desde Culiacán, meritito Sinaloa: Elena Méndez.
!Y seguimos!
--crg
Desde Berlín (vía Tijuana-San Diego-Ciudad de México): Tabea Huth; desde Culiacán, meritito Sinaloa: Elena Méndez.
!Y seguimos!
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Tuesday, September 11, 2007
LA ASTUCIA DE LOS OBJETOS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Contrario a los paraguas, los celulares o las agendas, cosas todas ellas centrífugas, hay objetos que tienden a adherirse con una persistencia que no pocas veces provoca asombro. Estos objetos centrípetos, por llamarlos de algún modo, son los que se resisten al bote de basura o a la dádiva, apareciendo con premeditación, alevosía y ventaja en los lugares menos pensados: el cajón del escritorio, el rincón del clóset, la repisa de la vitrina, el horno de una estufa que ya nunca se utiliza, el peinador. Se trata, con pasmosa frecuencia, de cosas con poco valor de cambio (y a veces con poco valor de uso) que han logrado permanecer incólumes debido a, y no a pesar de, su poco estatus en la jerarquía de las posesiones más sagradas. Es mucho más fácil extraviar, por ejemplo, aquel par de aretes de perla gris regalo de algún enamorado algo enamorado que esta diadema de un metal muy humilde que uno tuvo a bien adquirir nada más porque sí una tarde de mucha lluvia y que, por si esto fuera poco, sólo se ha acoplado a la forma de la cabeza apenas en un puñado de ocasiones. Los primeros brillan por su ausencia en el estuche del caso, mientras que la segunda, sobreviviente de múltiples mudanzas y recia ante la indeferencia que origina, continúa viva en el fondo del cajón de la cómoda.
¿Qué define el destino de los objetos? ¿Qué momento o cuál emoción determina que un objeto pueda ser “olvidado” con suma facilidad mientras que otros insisten, a menudo con gran éxito, no sólo en ser recordados sino también llevados de un lado a otro? ¿Cómo se hacen querer? ¿Qué mecanismos utilizan para volverse entrañables? ¿Por qué se aparecen en unos momentos mientras se esconden sin enfado en muchos otros?
Estas preguntas no son recientes. De hecho, son las preguntas que fueron surgiendo casi de manera natural a lo largo de una infancia signada por numerosas mudanzas, viajes continuos y veranos que más bien parecían exilios con fecha de caducidad. Alguien que se mueve tan a menudo sabe, y este saber se parece mucho al instinto, que es importante viajar con equipaje ligero. De ahí que los objetos que entren en una maleta o en una caja o en el vagón de un tráiler de mudanzas, cobren, con el tiempo, un significado creciente, aunque no más claro. Uno sabe que no lo puede llevar todo, pero de la misma manera sabe que puede llevar algo —elegir ese algo, o dejarse elegir por él, es una de las operaciones más misteriosas que conozco—. Es razonable llevarse los utensilios domésticos, pero es perentorio cargar con ciertas fotografías, especialmente las de aquella tarde que uno ha decidido convertir, a través del gesto de la elección, en una tarde inolvidable. Es recomendable llegar con algo de ropa al nuevo lugar, pero, sin duda alguna, lo que urge es el cuadernillo de notas. Es lógico dejar atrás el rompecabezas que se ha armado en ya más de cuatro ocasiones, pero no es deseable, y luego entonces no es del todo posible, el hacerlo. La gente necesita zapatos, eso es cierto, pero ¿cómo dejar atrás el figurín de cuatro patas al que le falta una?
Ciertos objetos encuentran la manera de volverse necesarios, que no es lo mismo que transformarse en cosas útiles. Algunos se las arreglan para absorber la importancia de un evento, la médula de una vida entera, sin otra cualidad más que la de haber estado ahí, cerca del tacto o de la respiración, con una discreción que en mucho se parece a la dignidad. Saturados de significado pero sin atraer en demasía la atención ajena, son esos objetos casi anodinos, con una gran capacidad de volverse uno con su entorno, los que tienden a sobrevivir con mayor gracia la prueba del tiempo. Acaso sea por eso que de toda la vida de mi abuela paterna, quien falleció cuando mi padre era apenas un niño, todo lo que se conserve ahora sea ese plato pequeño y blanco, cabalmente ovalado y en perfectas condiciones que, juro desconocer la razón hasta ahora, reposa junto con otros libros en la repisa más alta de un largo librero que, juro poder justificar la decisión hasta ahora, rodea la mesa del comedor.
Me topé con él cuando trataba de bajar (la mano en alto, la mirada mitad en el techo y mitad en la ventana) un libro de Walter Benjamin porque quería escribir algo alrededor del tema de la astucia de ciertos objetos. Cuando trastabilló, sólo para caer todavía sano y salvo en el cuenco de mis manos, no pude dejar de sonreírme ante la coincidencia. Ahí estaba el plato de una mujer a la que nunca conocí y que su sólida existencia ovalada me traía por completo, y ahí estaba también uno de los tantos libros que el atormentado filósofo le dedicara al estudio de los objetos de épocas pasadas que no por ser cotidianos consideraba menos relevantes en términos políticos y culturales: los juguetes de niños, las fotografías, los carteles, las figuras de cera, las alegorías. “La construcción”, aseguraba Benjamin, “presupone un proceso de destrucción…Los objetos históricos se constituyen primero al forzarlos fuera del continuum de la historia…[ellos] tienen una estructura monadológica de la cual forman parte todas las fuerzas y los intereses de la historia en una escala reducida… La verdad está ligada a un núcleo temporal que se encuentra tanto en el objeto cognoscible como en el que lo conoce.” Susan Back-Moors, quien se ha dedicado a estudiar con célebre escrutinio la obra de Benjamin, aseguraba en este sentido que “la presentación de ese objeto histórico dentro de un campo de fuerza que conjunta al presente y al pasado, lo cual produce la electricidad política del relámpago de la verdad, es lo que Benjamin denominaba ‘imagen dialéctica’”.
El plato sigue sobre la última repisa del librero imposible, pero yo todavía no puedo quitarme de encima ese coletazo de electricidad que alguna verdad depositó sobre el hueso ése con el que da inicio la columna vertebral porque en ese instante recordé que esa abuela, la abuela que nunca conocí, fue la única entre familiares y amigos que anotaba en una libreta de tapas negras los acontecimientos del día. Es ella, me dije, como en medio de una revelación mientras observaba con el rabillo del ojo la silueta del plato. Ella fue la primera de mis escritoras.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Contrario a los paraguas, los celulares o las agendas, cosas todas ellas centrífugas, hay objetos que tienden a adherirse con una persistencia que no pocas veces provoca asombro. Estos objetos centrípetos, por llamarlos de algún modo, son los que se resisten al bote de basura o a la dádiva, apareciendo con premeditación, alevosía y ventaja en los lugares menos pensados: el cajón del escritorio, el rincón del clóset, la repisa de la vitrina, el horno de una estufa que ya nunca se utiliza, el peinador. Se trata, con pasmosa frecuencia, de cosas con poco valor de cambio (y a veces con poco valor de uso) que han logrado permanecer incólumes debido a, y no a pesar de, su poco estatus en la jerarquía de las posesiones más sagradas. Es mucho más fácil extraviar, por ejemplo, aquel par de aretes de perla gris regalo de algún enamorado algo enamorado que esta diadema de un metal muy humilde que uno tuvo a bien adquirir nada más porque sí una tarde de mucha lluvia y que, por si esto fuera poco, sólo se ha acoplado a la forma de la cabeza apenas en un puñado de ocasiones. Los primeros brillan por su ausencia en el estuche del caso, mientras que la segunda, sobreviviente de múltiples mudanzas y recia ante la indeferencia que origina, continúa viva en el fondo del cajón de la cómoda.
¿Qué define el destino de los objetos? ¿Qué momento o cuál emoción determina que un objeto pueda ser “olvidado” con suma facilidad mientras que otros insisten, a menudo con gran éxito, no sólo en ser recordados sino también llevados de un lado a otro? ¿Cómo se hacen querer? ¿Qué mecanismos utilizan para volverse entrañables? ¿Por qué se aparecen en unos momentos mientras se esconden sin enfado en muchos otros?
Estas preguntas no son recientes. De hecho, son las preguntas que fueron surgiendo casi de manera natural a lo largo de una infancia signada por numerosas mudanzas, viajes continuos y veranos que más bien parecían exilios con fecha de caducidad. Alguien que se mueve tan a menudo sabe, y este saber se parece mucho al instinto, que es importante viajar con equipaje ligero. De ahí que los objetos que entren en una maleta o en una caja o en el vagón de un tráiler de mudanzas, cobren, con el tiempo, un significado creciente, aunque no más claro. Uno sabe que no lo puede llevar todo, pero de la misma manera sabe que puede llevar algo —elegir ese algo, o dejarse elegir por él, es una de las operaciones más misteriosas que conozco—. Es razonable llevarse los utensilios domésticos, pero es perentorio cargar con ciertas fotografías, especialmente las de aquella tarde que uno ha decidido convertir, a través del gesto de la elección, en una tarde inolvidable. Es recomendable llegar con algo de ropa al nuevo lugar, pero, sin duda alguna, lo que urge es el cuadernillo de notas. Es lógico dejar atrás el rompecabezas que se ha armado en ya más de cuatro ocasiones, pero no es deseable, y luego entonces no es del todo posible, el hacerlo. La gente necesita zapatos, eso es cierto, pero ¿cómo dejar atrás el figurín de cuatro patas al que le falta una?
Ciertos objetos encuentran la manera de volverse necesarios, que no es lo mismo que transformarse en cosas útiles. Algunos se las arreglan para absorber la importancia de un evento, la médula de una vida entera, sin otra cualidad más que la de haber estado ahí, cerca del tacto o de la respiración, con una discreción que en mucho se parece a la dignidad. Saturados de significado pero sin atraer en demasía la atención ajena, son esos objetos casi anodinos, con una gran capacidad de volverse uno con su entorno, los que tienden a sobrevivir con mayor gracia la prueba del tiempo. Acaso sea por eso que de toda la vida de mi abuela paterna, quien falleció cuando mi padre era apenas un niño, todo lo que se conserve ahora sea ese plato pequeño y blanco, cabalmente ovalado y en perfectas condiciones que, juro desconocer la razón hasta ahora, reposa junto con otros libros en la repisa más alta de un largo librero que, juro poder justificar la decisión hasta ahora, rodea la mesa del comedor.
Me topé con él cuando trataba de bajar (la mano en alto, la mirada mitad en el techo y mitad en la ventana) un libro de Walter Benjamin porque quería escribir algo alrededor del tema de la astucia de ciertos objetos. Cuando trastabilló, sólo para caer todavía sano y salvo en el cuenco de mis manos, no pude dejar de sonreírme ante la coincidencia. Ahí estaba el plato de una mujer a la que nunca conocí y que su sólida existencia ovalada me traía por completo, y ahí estaba también uno de los tantos libros que el atormentado filósofo le dedicara al estudio de los objetos de épocas pasadas que no por ser cotidianos consideraba menos relevantes en términos políticos y culturales: los juguetes de niños, las fotografías, los carteles, las figuras de cera, las alegorías. “La construcción”, aseguraba Benjamin, “presupone un proceso de destrucción…Los objetos históricos se constituyen primero al forzarlos fuera del continuum de la historia…[ellos] tienen una estructura monadológica de la cual forman parte todas las fuerzas y los intereses de la historia en una escala reducida… La verdad está ligada a un núcleo temporal que se encuentra tanto en el objeto cognoscible como en el que lo conoce.” Susan Back-Moors, quien se ha dedicado a estudiar con célebre escrutinio la obra de Benjamin, aseguraba en este sentido que “la presentación de ese objeto histórico dentro de un campo de fuerza que conjunta al presente y al pasado, lo cual produce la electricidad política del relámpago de la verdad, es lo que Benjamin denominaba ‘imagen dialéctica’”.
El plato sigue sobre la última repisa del librero imposible, pero yo todavía no puedo quitarme de encima ese coletazo de electricidad que alguna verdad depositó sobre el hueso ése con el que da inicio la columna vertebral porque en ese instante recordé que esa abuela, la abuela que nunca conocí, fue la única entre familiares y amigos que anotaba en una libreta de tapas negras los acontecimientos del día. Es ella, me dije, como en medio de una revelación mientras observaba con el rabillo del ojo la silueta del plato. Ella fue la primera de mis escritoras.
--crg
Monday, September 10, 2007
TENGO EN MI MANO UN BOTÓN PEGADO A UN TROZO DE TELA COMO UN PEZÓN PERDIDO
La dramaturga Juliana Faesler en La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas.
!Y seguimos!
Recuerden que La Semana de las Traducidas se llevará a cabo entre el 5 y el 9 de noviembre en el ITESM-Campus Toluca. Jen Hofer, poeta y traductora de Los Ángeles, abrirá con conferencia-lectura el 8 de noviembre.
La Semana se trasladará a la Casa Refugio Citlaltepetl entre el 10 y el 14 de diciembre del 2007.
Todavía hay tiempo para mandar colaboraciones al Antes-After/Después-Before y/o a las Traducciones Homofónicas (ver instrucciones en www.semanamujerestraducidas.blogspot.com)
--crg
La dramaturga Juliana Faesler en La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas.
!Y seguimos!
Recuerden que La Semana de las Traducidas se llevará a cabo entre el 5 y el 9 de noviembre en el ITESM-Campus Toluca. Jen Hofer, poeta y traductora de Los Ángeles, abrirá con conferencia-lectura el 8 de noviembre.
La Semana se trasladará a la Casa Refugio Citlaltepetl entre el 10 y el 14 de diciembre del 2007.
Todavía hay tiempo para mandar colaboraciones al Antes-After/Después-Before y/o a las Traducciones Homofónicas (ver instrucciones en www.semanamujerestraducidas.blogspot.com)
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Tuesday, September 04, 2007
PERROS DE AGUA
[Del prólogo para la antología Perros de agua: Nuevas voces desde el sur de Tamaulipas]
[Para Francisca Rivera Peña, 1932-2007, tamaulipeca]
1. Ladran y muerden más
La pregunta no es mía sino de Athos, uno de los personajes de Fugitive Pieces, la novela fulgurante que escribió no hace mucho la autora canadiense Anne Michaels: “¿Qué es una persona sin paisaje?”. De tanto planteármela a través de ventanillas de vehículos en movimiento, frente a puertas abiertas, sobre caminos llenos de piedras y de lodo, bajo la sombra de algunos árboles, la pregunta ha llegado a ser, sin embargo, mía. O yo, en todo caso, de ella. “En un paisaje ajeno, una persona descubre sus viejas canciones. Quiere agua de su propio pozo, manzanas de su propia huerta, y las uvas de su propio vino”. Según Athos, una persona sin paisaje no es más que una acumulación de espejos y mareas.
A las voces reunidas en esta antología —poetas, narradores, dramaturgos— las congrega una cierta noción de pertenencia —no todos son de ahí, pero todos son de ahí— a un paisaje que se estrecha o se ensancha según sea el tamaño del eco que lo conmina. Geográficamente, ese paisaje se encuentra en el sur de Tamaulipas, gravitando alrededor de esa ciudad que, debido a su relevancia económica y estratégica, albergó alguna vez el primer consulado oficial de la República mexicana: el puerto de Tampico. El petróleo —que ya desde 1921 López Velarde atribuyera a un decreto del diablo—. Las refinerías. La costa. Un lugar rodeado de lagunas que, en idioma huasteco, designa la existencia de unos ágiles perros de agua que hoy en día recibirían el nombre de nutrias. Literariamente, ese paisaje tiene linderos tan lejanos como la Biblia misma y tan atemporales como William Blake o José Carlos Becerra. Es un paisaje, se entiende, de escritura. Se trata de un libro que refleja e inventa, las dos cosas a la vez, un litoral. Por sus riberas, los perros, que son siempre perros de agua, ladran y muerden y más.
2. ¿Qué es un paisaje sino una geografía con YO?
Tomé el libro sin saber que mordía y, por eso, me sobrecogió. Como si se tratara de un animal doméstico, de lejos el libro miraba con estudiada actitud contrita y aplacada. Pero me bastó con abrir sus páginas para sentir sobre la mano (oblicua) la primera dentellada: el lenguaje tenía dientes y carne y emoción. De versos duros y malcomportados, de búsquedas fraticidas y amores tan apocalípticos que parecen rencores, de estrofas que aspiran a la rectangularidad del párrafo o párrafos que se deshacen en largas líneas trémulas, de padres desparecidos y madres muertas e hijos muertos, de días sin dios, de tibias carcajadas ambiguas —todos los vericuetos del libro son los del cuerpo cuando el cuerpo ha vivido una historia y ha sacudido, con esa historia en ese cuerpo, el horizonte de un paisaje que es, sobre todo, un lenguaje por donde transitan unos zapatos muy usados—. Una conmoción.
Todo libro que es, verdaderamente, un libro, es un libro personal, se sabe. Estos escritores tamaulipecos, en todo caso, lo saben. Lo sabe Peter Sloterdijk al declarar en su ensayo “La vida tatuada”, una de las lecciones de Frankfurt incluida en su libro Venir al mundo, venir al lenguaje: “si la poesía se expone es porque da testimonio de algo a lo que sus autores se han expuesto antes de que en ellos se llegue a la autoexposición. La escritura está ya siempre involuntariamente próxima al testimonio, en la medida en que parafrasea un viejo engrama, lo sobrescribe y lo expone a la luz del día. Pues sólo poniéndose en juego otra vez el tatuaje [vital] es posible la poesía como lenguaje”. Este es un libro con yo, pero un yo que no es ni imperial ni rígido sino frágil como caja de cartón en que se trasportan los contenidos enteros de una vida vivida al extremo. Se trata de un yo que se confiesa pero que, de la misma manera, escupe e increpa. El yo de estas páginas, un yo plural y multiplicado, poco tiene de expresión “sincera” y más de producción de un universo que sólo puede ser tal en la escritura misma. Es un yo del tú y del él. Y de su contrario. Se trata de un yo del lenguaje.
Por eso cerré el libro, supongo, y luego los ojos. Afuera un mar que no era del Golfo. Fue entonces que coloqué la mano sobre las fauces temporalmente quietas. Me sonreí sin levantar los párpados, preparándome para lo que seguía.
3. La carne en el asador
No hay versos elegantes aquí, lo advierto. No hay historias amaestradas. No hay escenas con final feliz. Hasta el humor, que lo hay, es más negro que el chapopote de ciertas playas. No hay mesura. El filo, que también lo hay, lleva óxido sobre su lomo. La palabra imperfección. Aquí todo tiembla porque todo importa: la vida o la muerte por la siguiente palabra. Aquí todo tiene rabia. Pareciera, me atrevería a decirlo, que la poética de estos muy diversos escritores que han convergido, por azares del destino o la decisión propia en el sur de Tamaulipas, no es otra sino poner, literal y figurativamente, la carne en el asador.
4. Tres preguntas
A veces un libro es también un paisaje. A veces, con suerte, ese paisaje es el propio. Uno de ellos: el primero. Hay ciertos tonos de verde adheridos a la palabra Tamaulipas. Cuando alguien pronuncia la frase costa del Golfo surge de algún lugar del tiempo el color gris. La humedad salobre. El chapopote sobre la playa. Los pies que van de un lado a otro, meditabundos. El cuerpo que juega a las escondidas con su propio sudor. Todo eso me lo hicieron recordar, en efecto, estos textos que son mordeduras de unos perros de agua de un estado que alguna vez fue dos. Pero hicieron mucho más: ¿hace cuánto sin temblar frente a un texto? ¿Desde cuándo sin caer, dolida o absurda, frente a muchas palabras juntas? ¿Y no es para esto que existe, a final de cuentas, la escritura?
--crg
[Del prólogo para la antología Perros de agua: Nuevas voces desde el sur de Tamaulipas]
[Para Francisca Rivera Peña, 1932-2007, tamaulipeca]
1. Ladran y muerden más
La pregunta no es mía sino de Athos, uno de los personajes de Fugitive Pieces, la novela fulgurante que escribió no hace mucho la autora canadiense Anne Michaels: “¿Qué es una persona sin paisaje?”. De tanto planteármela a través de ventanillas de vehículos en movimiento, frente a puertas abiertas, sobre caminos llenos de piedras y de lodo, bajo la sombra de algunos árboles, la pregunta ha llegado a ser, sin embargo, mía. O yo, en todo caso, de ella. “En un paisaje ajeno, una persona descubre sus viejas canciones. Quiere agua de su propio pozo, manzanas de su propia huerta, y las uvas de su propio vino”. Según Athos, una persona sin paisaje no es más que una acumulación de espejos y mareas.
A las voces reunidas en esta antología —poetas, narradores, dramaturgos— las congrega una cierta noción de pertenencia —no todos son de ahí, pero todos son de ahí— a un paisaje que se estrecha o se ensancha según sea el tamaño del eco que lo conmina. Geográficamente, ese paisaje se encuentra en el sur de Tamaulipas, gravitando alrededor de esa ciudad que, debido a su relevancia económica y estratégica, albergó alguna vez el primer consulado oficial de la República mexicana: el puerto de Tampico. El petróleo —que ya desde 1921 López Velarde atribuyera a un decreto del diablo—. Las refinerías. La costa. Un lugar rodeado de lagunas que, en idioma huasteco, designa la existencia de unos ágiles perros de agua que hoy en día recibirían el nombre de nutrias. Literariamente, ese paisaje tiene linderos tan lejanos como la Biblia misma y tan atemporales como William Blake o José Carlos Becerra. Es un paisaje, se entiende, de escritura. Se trata de un libro que refleja e inventa, las dos cosas a la vez, un litoral. Por sus riberas, los perros, que son siempre perros de agua, ladran y muerden y más.
2. ¿Qué es un paisaje sino una geografía con YO?
Tomé el libro sin saber que mordía y, por eso, me sobrecogió. Como si se tratara de un animal doméstico, de lejos el libro miraba con estudiada actitud contrita y aplacada. Pero me bastó con abrir sus páginas para sentir sobre la mano (oblicua) la primera dentellada: el lenguaje tenía dientes y carne y emoción. De versos duros y malcomportados, de búsquedas fraticidas y amores tan apocalípticos que parecen rencores, de estrofas que aspiran a la rectangularidad del párrafo o párrafos que se deshacen en largas líneas trémulas, de padres desparecidos y madres muertas e hijos muertos, de días sin dios, de tibias carcajadas ambiguas —todos los vericuetos del libro son los del cuerpo cuando el cuerpo ha vivido una historia y ha sacudido, con esa historia en ese cuerpo, el horizonte de un paisaje que es, sobre todo, un lenguaje por donde transitan unos zapatos muy usados—. Una conmoción.
Todo libro que es, verdaderamente, un libro, es un libro personal, se sabe. Estos escritores tamaulipecos, en todo caso, lo saben. Lo sabe Peter Sloterdijk al declarar en su ensayo “La vida tatuada”, una de las lecciones de Frankfurt incluida en su libro Venir al mundo, venir al lenguaje: “si la poesía se expone es porque da testimonio de algo a lo que sus autores se han expuesto antes de que en ellos se llegue a la autoexposición. La escritura está ya siempre involuntariamente próxima al testimonio, en la medida en que parafrasea un viejo engrama, lo sobrescribe y lo expone a la luz del día. Pues sólo poniéndose en juego otra vez el tatuaje [vital] es posible la poesía como lenguaje”. Este es un libro con yo, pero un yo que no es ni imperial ni rígido sino frágil como caja de cartón en que se trasportan los contenidos enteros de una vida vivida al extremo. Se trata de un yo que se confiesa pero que, de la misma manera, escupe e increpa. El yo de estas páginas, un yo plural y multiplicado, poco tiene de expresión “sincera” y más de producción de un universo que sólo puede ser tal en la escritura misma. Es un yo del tú y del él. Y de su contrario. Se trata de un yo del lenguaje.
Por eso cerré el libro, supongo, y luego los ojos. Afuera un mar que no era del Golfo. Fue entonces que coloqué la mano sobre las fauces temporalmente quietas. Me sonreí sin levantar los párpados, preparándome para lo que seguía.
3. La carne en el asador
No hay versos elegantes aquí, lo advierto. No hay historias amaestradas. No hay escenas con final feliz. Hasta el humor, que lo hay, es más negro que el chapopote de ciertas playas. No hay mesura. El filo, que también lo hay, lleva óxido sobre su lomo. La palabra imperfección. Aquí todo tiembla porque todo importa: la vida o la muerte por la siguiente palabra. Aquí todo tiene rabia. Pareciera, me atrevería a decirlo, que la poética de estos muy diversos escritores que han convergido, por azares del destino o la decisión propia en el sur de Tamaulipas, no es otra sino poner, literal y figurativamente, la carne en el asador.
4. Tres preguntas
A veces un libro es también un paisaje. A veces, con suerte, ese paisaje es el propio. Uno de ellos: el primero. Hay ciertos tonos de verde adheridos a la palabra Tamaulipas. Cuando alguien pronuncia la frase costa del Golfo surge de algún lugar del tiempo el color gris. La humedad salobre. El chapopote sobre la playa. Los pies que van de un lado a otro, meditabundos. El cuerpo que juega a las escondidas con su propio sudor. Todo eso me lo hicieron recordar, en efecto, estos textos que son mordeduras de unos perros de agua de un estado que alguna vez fue dos. Pero hicieron mucho más: ¿hace cuánto sin temblar frente a un texto? ¿Desde cuándo sin caer, dolida o absurda, frente a muchas palabras juntas? ¿Y no es para esto que existe, a final de cuentas, la escritura?
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Monday, September 03, 2007
¿PUEDE UNA MUJER SER CUATRO POETAS Y LLAMARSE, AL MISMO TIEMPO, GIANNINA?
Desde Madison, Wisconsin, Giannina Reyes Giardiello en La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas.
!Y seguimos!
--crg
Desde Madison, Wisconsin, Giannina Reyes Giardiello en La Inquietante (e Internacional) Semana de las Mujeres Traducidas.
!Y seguimos!
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