GREAT BLUE HERON
and how whatever I have not been is there
8:02 pm: sunset
wings as open as arms
your voice your head of air your
the aroma of ropes
--crg
Monday, June 30, 2008
Tuesday, June 24, 2008
DOROTEO/DOROTEA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hay un gran momento queer en la literatura mexicana y es éste. Se trata del fragmento número 34 de Pedro Páramo, el libro que Juan Rulfo publicó en 1955. Juan Preciado, el personaje que ha llegado acá, a Comala, buscando a su padre, un tal, acaba de morir debido a la falta de aire provocada por la canícula de agosto o por el miedo.
“No había aire”, explica el personaje principal en el fragmento 33. “Tuve que absorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.” Todo parece indicar que la explicación ha terminado, pero después de un punto y aparte, emerge, certera, diríase que fulminante, la repetición: “Digo para siempre”.
Así, justo después del espacio en blanco, en uno de esos múltiples cortes a través de los cuales la novela se aleja de desarrollos lineales o cronologías terrestres, surge casi de manera natural la voz que increpa la explicación proveída anteriormente.
“–Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado?”, interroga esa voz sin presentación alguna, en la primera línea del fragmento 34. Intempestivamente. Y, desde la sepultura, mientras abraza o es abrazado por otra presencia, Juan Preciado responde larga, sinuosamente, inmiscuyéndose de esa forma en un diálogo con innumerables consecuencias:
“–Tienes razón, Doroteo”, murmura, titubeante, sólo para preguntar luego, “¿Dices que te llamas Doroteo?”.
“–Da lo mismo”, le responde la voz, aclarando apenas un minuto después: “Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo”.
Cuando ser Doroteo o Dorotea da lo mismo, justo ahí, Rulfo no sólo consigue cuestionar cualquier entendimiento fijo o sedentario de lo que es la identidad en general, sino que también trastoca, y aquí de manera fundamental, nociones perentorias u oficialistas de lo que es la identidad de género. Que esa identidad sea inestable y fluida, tal como lo sugiere la mera posibilidad de que un personaje pueda ser una u otro, y que además esa posibilidad “dé lo mismo”, no se debe, claro está, a posición ideológica alguna o a vanguardismos extemporáneos, sino que obedece a la naturaleza liminal del lugar donde toma lugar la novela así como al carácter fantasmagórico de todos sus personajes. El cuerpo sexuado de Dorotea puede ser Doroteo porque, después de todo, la voz le pertenece a un muerto o a un fantasma o a un espectro. Se trata, además, de un muerto tan insignificante, tan pequeño, que es en realidad “algo que no le estorba a nadie” y que, por lo tanto, cabe “muy bien en el hueco de los brazos [de Juan Preciado]” aunque, en característico movimiento oscilatorio, también se pregunte si no debería ser ella la que lo abrazara a él. Así, abrazados (¿abrasados?), en una cercanía que se antoja tan sexual como la compartida, no sin culpa, por Donis y su hermana, Doroteo/Dorotea y Juan Preciado platican desde la estrechez del sepulcro final sin preocuparse, o de plano trasgrediendo, nociones terrenas de lo que debe ser un hombre o una mujer. Que esto haya sido escrito en 1955, apenas cinco años después de que Octavio Paz publicara su Laberinto de la soledad, libro con el que contribuyera, entre otras tantas cosas, a la definición poco flexible de los linderos de la feminidad y la masculinidad en México, no es un hecho menor. Leído a inicios del siglo XXI, ese momento de intermitencia genérica que, además, incluye la descripción de un sueño bendito y un sueño maldito, propicia, sin duda, una lectura alternativa, una lectura queer, de los cuerpos de la modernidad mexicana desde uno de sus textos fundadores.
Rulfo se refirió varias veces a Pedro Páramo como “una novela de fantasmas que toma vida y después la vuelve a perder”. También llegó a asegurar, especialmente cuando se le invitaba a elaborar sobre la referencialidad de la misma, que “lo único real [era] la ubicación”, comentario que por sí mismo azuza toda una serie de elucubraciones sobre los nexos que van de Rulfo como paisajista, tanto en términos verbales como visuales, a Rulfo como un autor no realista. Dijo también en más de una ocasión, sobre todo cuando discurría sobre la estructura de Pedro Páramo que, de ese libro, había eliminado todas “las moralejas”, acaso el vocablo que utilizara para denominar el contenido o lo meramente tramático de la novela. Así, entre una cosa y otra, decidiendo a contracorriente de una tradición literaria realista, fincada en la referencialidad histórica y en las bondades de la anécdota, Rulfo extrajo el cuerpo de la cárcel de sus muchos deberes para, en cambio, hacerlo dudar y, sobre todo, para hacerlo decirse y enunciarse (¿anunciarse? ¿denunciarse?) de otra manera.
Experimental en el sentido en el que lo son aquellos libros que establecen sus propias reglas, Pedro Páramo saca a la modernidad mexicana de la historia como realmente pasó, de la historia como contexto o como continuum, para llevarla al espacio líminal donde, a fuerza de convivir con fantasmas, los cuerpos de esa historia pueden ser y dejar de ser y ser una vez más en su propio terror o en su sueño alucinado o en su interrupción redentora.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hay un gran momento queer en la literatura mexicana y es éste. Se trata del fragmento número 34 de Pedro Páramo, el libro que Juan Rulfo publicó en 1955. Juan Preciado, el personaje que ha llegado acá, a Comala, buscando a su padre, un tal, acaba de morir debido a la falta de aire provocada por la canícula de agosto o por el miedo.
“No había aire”, explica el personaje principal en el fragmento 33. “Tuve que absorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.” Todo parece indicar que la explicación ha terminado, pero después de un punto y aparte, emerge, certera, diríase que fulminante, la repetición: “Digo para siempre”.
Así, justo después del espacio en blanco, en uno de esos múltiples cortes a través de los cuales la novela se aleja de desarrollos lineales o cronologías terrestres, surge casi de manera natural la voz que increpa la explicación proveída anteriormente.
“–Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado?”, interroga esa voz sin presentación alguna, en la primera línea del fragmento 34. Intempestivamente. Y, desde la sepultura, mientras abraza o es abrazado por otra presencia, Juan Preciado responde larga, sinuosamente, inmiscuyéndose de esa forma en un diálogo con innumerables consecuencias:
“–Tienes razón, Doroteo”, murmura, titubeante, sólo para preguntar luego, “¿Dices que te llamas Doroteo?”.
“–Da lo mismo”, le responde la voz, aclarando apenas un minuto después: “Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo”.
Cuando ser Doroteo o Dorotea da lo mismo, justo ahí, Rulfo no sólo consigue cuestionar cualquier entendimiento fijo o sedentario de lo que es la identidad en general, sino que también trastoca, y aquí de manera fundamental, nociones perentorias u oficialistas de lo que es la identidad de género. Que esa identidad sea inestable y fluida, tal como lo sugiere la mera posibilidad de que un personaje pueda ser una u otro, y que además esa posibilidad “dé lo mismo”, no se debe, claro está, a posición ideológica alguna o a vanguardismos extemporáneos, sino que obedece a la naturaleza liminal del lugar donde toma lugar la novela así como al carácter fantasmagórico de todos sus personajes. El cuerpo sexuado de Dorotea puede ser Doroteo porque, después de todo, la voz le pertenece a un muerto o a un fantasma o a un espectro. Se trata, además, de un muerto tan insignificante, tan pequeño, que es en realidad “algo que no le estorba a nadie” y que, por lo tanto, cabe “muy bien en el hueco de los brazos [de Juan Preciado]” aunque, en característico movimiento oscilatorio, también se pregunte si no debería ser ella la que lo abrazara a él. Así, abrazados (¿abrasados?), en una cercanía que se antoja tan sexual como la compartida, no sin culpa, por Donis y su hermana, Doroteo/Dorotea y Juan Preciado platican desde la estrechez del sepulcro final sin preocuparse, o de plano trasgrediendo, nociones terrenas de lo que debe ser un hombre o una mujer. Que esto haya sido escrito en 1955, apenas cinco años después de que Octavio Paz publicara su Laberinto de la soledad, libro con el que contribuyera, entre otras tantas cosas, a la definición poco flexible de los linderos de la feminidad y la masculinidad en México, no es un hecho menor. Leído a inicios del siglo XXI, ese momento de intermitencia genérica que, además, incluye la descripción de un sueño bendito y un sueño maldito, propicia, sin duda, una lectura alternativa, una lectura queer, de los cuerpos de la modernidad mexicana desde uno de sus textos fundadores.
Rulfo se refirió varias veces a Pedro Páramo como “una novela de fantasmas que toma vida y después la vuelve a perder”. También llegó a asegurar, especialmente cuando se le invitaba a elaborar sobre la referencialidad de la misma, que “lo único real [era] la ubicación”, comentario que por sí mismo azuza toda una serie de elucubraciones sobre los nexos que van de Rulfo como paisajista, tanto en términos verbales como visuales, a Rulfo como un autor no realista. Dijo también en más de una ocasión, sobre todo cuando discurría sobre la estructura de Pedro Páramo que, de ese libro, había eliminado todas “las moralejas”, acaso el vocablo que utilizara para denominar el contenido o lo meramente tramático de la novela. Así, entre una cosa y otra, decidiendo a contracorriente de una tradición literaria realista, fincada en la referencialidad histórica y en las bondades de la anécdota, Rulfo extrajo el cuerpo de la cárcel de sus muchos deberes para, en cambio, hacerlo dudar y, sobre todo, para hacerlo decirse y enunciarse (¿anunciarse? ¿denunciarse?) de otra manera.
Experimental en el sentido en el que lo son aquellos libros que establecen sus propias reglas, Pedro Páramo saca a la modernidad mexicana de la historia como realmente pasó, de la historia como contexto o como continuum, para llevarla al espacio líminal donde, a fuerza de convivir con fantasmas, los cuerpos de esa historia pueden ser y dejar de ser y ser una vez más en su propio terror o en su sueño alucinado o en su interrupción redentora.
--crg
Sunday, June 22, 2008
Thursday, June 12, 2008
LAS AFUERAS/Edición matutina
Al tanto de que las ciudades son los territorios salvajes de hoy, sus verdaderos hoyos negros, las garzas sobrevuelan Chapultepec, los osos merodean las afueras de Monterrey, los cocodrilos devoran pescadores en Tampico, los halcones anidan en Santa Fe. Las Afueras en los adentros.
--crg
Al tanto de que las ciudades son los territorios salvajes de hoy, sus verdaderos hoyos negros, las garzas sobrevuelan Chapultepec, los osos merodean las afueras de Monterrey, los cocodrilos devoran pescadores en Tampico, los halcones anidan en Santa Fe. Las Afueras en los adentros.
--crg
Wednesday, June 11, 2008
Tuesday, June 10, 2008
EL GUIÑO DE LO REAL I
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Everything factual is already theory
Goethe. Frase también utilizada por Walter Benjamin, carta a Martin Buber, Febrero 23, 1927
Decía Oscar Wilde que el misterio del mundo no se encontraba en lo invisible, sino en lo visible: en las apariencias. Quisiera retomar esta crítica implícita en contra de una visión dicotómica que separa y jerarquiza a lo invisible como lo profundo y, luego entonces, superior; y a lo visible como lo superficial y, en tanto tal, de menor status, para formular un alegato a favor de la peculiar forma de realismo que alimenta lo que podría llamarse nueva novela histórica. Utilizo, para llegar a ese punto, algunas ideas de Walter Benjamin sobre la fotografía como método de conocimiento histórico: una forma de desmitificación y, a la vez, de re-encantación de lo real; así como también algunas observaciones sobre el acenso de la historia social y la nueva historia cultural. Lo que me interesa es examinar ciertas interconexiones entre la fotografía y la narrativa que van más allá de los productos acabados —los artefactos que de hecho reciben el nombre de fotografía y narrativa— y se internan, en cambio, en los procesos de conocimiento de lo real y su representación que ambos campos comparten. Si estas anotaciones son mínimamente afortunadas, lograré al menos crear algunas inquietudes acerca del status de realismo que a veces de manera facilona y acrítica se le da tanto al quehacer fotográfico como a la novela histórica.
En el mundo posmo que nos rodea, donde todo ser pensante sospecha de las meta-narrativas y la posibilidad misma de lo real, resulta realmente fácil atacar el realismo–una cierta forma de realismo. Entre las más comunes y válidas acusaciones, se cuentan: la división entre sujeto y objeto de conocimiento; la presuposición de que el sujeto tiene acceso sensorial al objeto y, luego entonces, a lo real; la creencia de que la representación del objeto —ocurrida dentro de la conciencia del sujeto— es, en términos generales, directa y mimética. En conjunto estas acusaciones atacan una noción rígida y transparente de la representación que, lógicamente, contribuye a crear, en términos sociales, el efecto de naturalidad del progreso, propiciando a su vez la elaboración de narraciones lineales en el sentido aristotélico —con principio, crisis y resolución— las cuales, al reflejar tal “progreso”, lo validarían. Resulta innegable que algunas novelas históricas, en su afán por reproducir lo que realmente pasó han padecido de estos, y otros, males; multiplicándolos a su vez. Pero es igualmente innegable que hay una plétora de novelas históricas cuyo vocación realista problematiza y escapa —escapa porque problematiza— tales presuposiciones. Pienso en las novelas de Michael Ondaatje o Anne Michaels —esta última sugerentemente titulada Piezas fugitivas— donde el regodeo realista con el detalle y el hecho histórico no produce, ni promueve, narrativas lineales ni aprobación de status quo alguno. Son éstas novelas que, partiendo del realismo más plagado de evidencias, conducen a la incertidumbre más que a la corroboración. Y lo logran porque antes que, o en lugar de, proponerse contar una historia de la manera en que pasó, lo hacen desde la óptica del estado de emergencia de todo lo que decae y desaparece. Lo hacen, en otras palabras, desde detrás de la cámara, en el justo momento de peligro que es toda iluminación del flash. Esta manera de contar en estado de emergencia ha promovido mayor reflexión sobre los estilos narrativos; sobre lo que realmente implica contar, más precisamente: narrar, una historia. En este sentido no sería equivocado tratarlas, como lo hacen los teóricos del poscolonialismo, como novelas meta-históricas.
La imagen de lo real: lo que conoce la fotografía
Una de las preocupaciones más evidentes en los escritos de Walter Benjamin era el tratar de llegar a lo que el denominaba la más suprema de la concreciones o lo concreto supremo. Para hacerlo, Benjamin se propuso leer el lenguaje de los objetos –un lenguaje que al ser objectual, tal como lo había argumentado Goehte, era ya teórico, aserción con la que liquidaba la separación entre sujeto y objeto de estudio. Llegar a lo real se convertía entonces, por lo mismo, una tarea ardua que se basaba más en el detenimiento del pensamiento que en el desdoblamiento de una idea. De ahí que haya utilizado en muy variadas ocasiones metáforas fotográficas para explicar su método de conocimiento. A Benjamin no le interesaba conocer el pasado, o lo real, tal como había sucedido; al contrario, su interés radicaba en capturarlo —detenerlo y actualizarlo— en el momento de peligro iluminado por el flash. En sus estudios sobre la reproducción mecánica del arte, dentro de los cuales privilegiaba al fotográfico como el momento inaugural de la modernidad, Benjamin insistía —como también lo haría después Roland Barthes— que la fotografía no era una reproducción de lo que estaba ahí, sino de lo que no estaba. La fotografía lograba capturar, de hecho, el no-estar-ahí de las cosas. En otras palabras: la imagen era un largo luto; la imagen era una ausencia; la imagen era un anhelo. Estudiosos de la obra de Benjamin han denominado su proceso de conocimiento como una hermenéutica alternativa: es un proceso que no busca lo que hay debajo o detrás de lo que aparece, sino que intenta detenerse ahí, en esa superficie tersa, claramente objectual, aún cuando, o precisamente porque, ese ahí es el preciso lugar de su desaparición.
Si la fotografía captura lo que no está o, para decirlo con los propios términos de Benjamin, captura lo que sabemos que pronto no estará ahí; si más que reproducir anuncia, y de hecho evoca, la muerte y la ausencia de lo fotografiado, entonces la imagen se convierte en la tumba de los muertos vivientes y, como tal, cuenta su historia —una historia de fantasmas y sombras. En este sentido, la calca de lo real que frecuentemente se le achaca al realismo narrativo y a la fotografía, se torna, luego entonces, en la tarea menos “realista” posible.
Y, en esto, Benjamin se parece mucho al Michel Foucault de Arqueología del saber, donde hace un llamado a detenerse en las prácticas discursivas —al discurso tratado como y cuando ocurre— en lugar de andar merodeando sus alrededores, en el misterio del origen, en busca de teleologías facilonas y totalizaciones totalitarias. Y se parece mucho también a lo que alguna vez Susan Sontag defendió en su ensayo Contra la interpretación donde pedía que se dejara de buscar ese contenido misterioso de la obra artística y se pusiera un poco de atención en la forma que, de hecho, era la constancia más exacta de lo que contenía. La lista de teóricos podría crecer, pero lo que interesa aquí es remarcar esa continua problematización de lo real como lo que aparece, lo que es visible, y las maneras en que algunos autores han previsto accesos a eso. Si la apariencia es misteriosa, la reproducción de esa apariencia no puede ser una tarea realista ni en la fotografía ni en la literatura.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Everything factual is already theory
Goethe. Frase también utilizada por Walter Benjamin, carta a Martin Buber, Febrero 23, 1927
Decía Oscar Wilde que el misterio del mundo no se encontraba en lo invisible, sino en lo visible: en las apariencias. Quisiera retomar esta crítica implícita en contra de una visión dicotómica que separa y jerarquiza a lo invisible como lo profundo y, luego entonces, superior; y a lo visible como lo superficial y, en tanto tal, de menor status, para formular un alegato a favor de la peculiar forma de realismo que alimenta lo que podría llamarse nueva novela histórica. Utilizo, para llegar a ese punto, algunas ideas de Walter Benjamin sobre la fotografía como método de conocimiento histórico: una forma de desmitificación y, a la vez, de re-encantación de lo real; así como también algunas observaciones sobre el acenso de la historia social y la nueva historia cultural. Lo que me interesa es examinar ciertas interconexiones entre la fotografía y la narrativa que van más allá de los productos acabados —los artefactos que de hecho reciben el nombre de fotografía y narrativa— y se internan, en cambio, en los procesos de conocimiento de lo real y su representación que ambos campos comparten. Si estas anotaciones son mínimamente afortunadas, lograré al menos crear algunas inquietudes acerca del status de realismo que a veces de manera facilona y acrítica se le da tanto al quehacer fotográfico como a la novela histórica.
En el mundo posmo que nos rodea, donde todo ser pensante sospecha de las meta-narrativas y la posibilidad misma de lo real, resulta realmente fácil atacar el realismo–una cierta forma de realismo. Entre las más comunes y válidas acusaciones, se cuentan: la división entre sujeto y objeto de conocimiento; la presuposición de que el sujeto tiene acceso sensorial al objeto y, luego entonces, a lo real; la creencia de que la representación del objeto —ocurrida dentro de la conciencia del sujeto— es, en términos generales, directa y mimética. En conjunto estas acusaciones atacan una noción rígida y transparente de la representación que, lógicamente, contribuye a crear, en términos sociales, el efecto de naturalidad del progreso, propiciando a su vez la elaboración de narraciones lineales en el sentido aristotélico —con principio, crisis y resolución— las cuales, al reflejar tal “progreso”, lo validarían. Resulta innegable que algunas novelas históricas, en su afán por reproducir lo que realmente pasó han padecido de estos, y otros, males; multiplicándolos a su vez. Pero es igualmente innegable que hay una plétora de novelas históricas cuyo vocación realista problematiza y escapa —escapa porque problematiza— tales presuposiciones. Pienso en las novelas de Michael Ondaatje o Anne Michaels —esta última sugerentemente titulada Piezas fugitivas— donde el regodeo realista con el detalle y el hecho histórico no produce, ni promueve, narrativas lineales ni aprobación de status quo alguno. Son éstas novelas que, partiendo del realismo más plagado de evidencias, conducen a la incertidumbre más que a la corroboración. Y lo logran porque antes que, o en lugar de, proponerse contar una historia de la manera en que pasó, lo hacen desde la óptica del estado de emergencia de todo lo que decae y desaparece. Lo hacen, en otras palabras, desde detrás de la cámara, en el justo momento de peligro que es toda iluminación del flash. Esta manera de contar en estado de emergencia ha promovido mayor reflexión sobre los estilos narrativos; sobre lo que realmente implica contar, más precisamente: narrar, una historia. En este sentido no sería equivocado tratarlas, como lo hacen los teóricos del poscolonialismo, como novelas meta-históricas.
La imagen de lo real: lo que conoce la fotografía
Una de las preocupaciones más evidentes en los escritos de Walter Benjamin era el tratar de llegar a lo que el denominaba la más suprema de la concreciones o lo concreto supremo. Para hacerlo, Benjamin se propuso leer el lenguaje de los objetos –un lenguaje que al ser objectual, tal como lo había argumentado Goehte, era ya teórico, aserción con la que liquidaba la separación entre sujeto y objeto de estudio. Llegar a lo real se convertía entonces, por lo mismo, una tarea ardua que se basaba más en el detenimiento del pensamiento que en el desdoblamiento de una idea. De ahí que haya utilizado en muy variadas ocasiones metáforas fotográficas para explicar su método de conocimiento. A Benjamin no le interesaba conocer el pasado, o lo real, tal como había sucedido; al contrario, su interés radicaba en capturarlo —detenerlo y actualizarlo— en el momento de peligro iluminado por el flash. En sus estudios sobre la reproducción mecánica del arte, dentro de los cuales privilegiaba al fotográfico como el momento inaugural de la modernidad, Benjamin insistía —como también lo haría después Roland Barthes— que la fotografía no era una reproducción de lo que estaba ahí, sino de lo que no estaba. La fotografía lograba capturar, de hecho, el no-estar-ahí de las cosas. En otras palabras: la imagen era un largo luto; la imagen era una ausencia; la imagen era un anhelo. Estudiosos de la obra de Benjamin han denominado su proceso de conocimiento como una hermenéutica alternativa: es un proceso que no busca lo que hay debajo o detrás de lo que aparece, sino que intenta detenerse ahí, en esa superficie tersa, claramente objectual, aún cuando, o precisamente porque, ese ahí es el preciso lugar de su desaparición.
Si la fotografía captura lo que no está o, para decirlo con los propios términos de Benjamin, captura lo que sabemos que pronto no estará ahí; si más que reproducir anuncia, y de hecho evoca, la muerte y la ausencia de lo fotografiado, entonces la imagen se convierte en la tumba de los muertos vivientes y, como tal, cuenta su historia —una historia de fantasmas y sombras. En este sentido, la calca de lo real que frecuentemente se le achaca al realismo narrativo y a la fotografía, se torna, luego entonces, en la tarea menos “realista” posible.
Y, en esto, Benjamin se parece mucho al Michel Foucault de Arqueología del saber, donde hace un llamado a detenerse en las prácticas discursivas —al discurso tratado como y cuando ocurre— en lugar de andar merodeando sus alrededores, en el misterio del origen, en busca de teleologías facilonas y totalizaciones totalitarias. Y se parece mucho también a lo que alguna vez Susan Sontag defendió en su ensayo Contra la interpretación donde pedía que se dejara de buscar ese contenido misterioso de la obra artística y se pusiera un poco de atención en la forma que, de hecho, era la constancia más exacta de lo que contenía. La lista de teóricos podría crecer, pero lo que interesa aquí es remarcar esa continua problematización de lo real como lo que aparece, lo que es visible, y las maneras en que algunos autores han previsto accesos a eso. Si la apariencia es misteriosa, la reproducción de esa apariencia no puede ser una tarea realista ni en la fotografía ni en la literatura.
--crg
Tuesday, June 03, 2008
LA MELANCOLÍA DEL EXPEDIENTE
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Todo aquel que ha estado en un archivo lo sabe bien: el encuentro con el documento histórico es un instante epifánico. Lo comparo al minuto, o más bien el relámpago, en que el escritor que ha batallado por meses o años con un personaje, ya sea cortejándolo con datos o torturándolo con preguntas constantes, por fin escucha su voz. En ambos casos, aunque cada cual con las herramientas de su oficio, tanto el historiador como el escritor se enfrentan, siempre por primera vez, al momento en que eso que los ha desvelado, provocándoles pesadillas o deseos varias, eso que ha azuzado su intuición con promesas que con frecuencia parecen vanas, ha cobrado vida propia. Ambos momentos son, en este sentido, puntos de llegada pero, sobre todo y en realidad, puntos de partida. De ahí en adelante, tanto el historiador como el escritor se dedicarán a seguir los dictados de esas voces encontradas, fingiendo, por supuesto, que están en control, preferencia total, sobre la maleable materia humana y densa que enfrentan.
Con todo y la epifanía que lo ronda, con todo y la sensación de destino cumplido con el que a menudo el investigador y el escritor reciben los ecos de esas voces lejanas con las que se han topado, el momento del encuentro con el documento histórico es también, quizá sobre todo, un desvío o, mejor dicho, una interrupción. Una aseveración de este tipo requiere de cierto tipo de explicación, así que mejor me explico. Valdrá la pena decir por principio de cuentas que cuando digo “documento histórico” pienso sobre todo en el tipo de papeles institucionales que involucran la participación de un agente del estado a través de preguntas organizadas a manera de formato burocrático y, sobre todo, que inmiscuye también las respuestas o los datos generados, aunque sea de manera oblicua o tangencial, por los ciudadanos comunes y corrientes a quienes tales preguntas les son planteadas. Dialógico por naturaleza, este tipo de expediente responde a las necesidades institucionales de producir un registro que documente su existencia, de preferencia traducida en logros, pero también involucra, y esto también por necesidad, las voces de aquellos sujetos a los que se debe la institución en turno. Por eso y no por otra razón, suelo enfrentar el expediente encontrado con el tipo de azoro y de curiosidad con el que abro cartas que llegan a mi buzón, tanto físico como electrónico, sin saber a ciencia cierta su procedencia.
Si en mi primera aseveración hablo de un desvío o de una interrupción es porque creo que el verdadero destinatario de la misiva dialógica de la que participo gracias al encuentro azaroso y sin embargo ineluctable que ocurre, cuando uno tiene suerte, en un archivo, es siempre otro. Cualquiera que haya estado en un archivo histórico debe haberse preguntado más de una vez (la cantidad de angustia al hacerse esas preguntas es por supuesto aleatoria y personal) a quién en realidad se dirigen esos documentos que, en su vida activa, han pasado de mano en mano, comprobando o desmintiendo argumentos varios. Una vez que el documento es trasladado al archivo no activo de una institución, cuando es parte ya de esa montaña de papeles que, a fuerza de volumen, termina por convertirse en un obstáculo o una molestia para los organizadores del espacio, el sitio del destinatario se convierte en un enigma creciente. ¿Hacia dónde va en realidad cuando aparente no moverse? Tengo la sospecha, una sospecha que por cierto no ha dejado de crecer desde que visito archivos históricos, de que la verdadera trayectoria del documento que encuentro y, luego entonces, desvío, no es otro que la eternidad o el olvido. En resumidas cuentas: los muertos.
Lo dice la narradora experimental norteamericana Camilla Roy: “En cierto sentido, el escritor está siempre ya muerto en lo que concierne al lector”. Lo dice Helene Cixous: “Cada uno de nosotros, individual y libremente, debe hacer ese trabajo que consiste en repensar lo que es mi muerte y tu muerte, que son inseparables. La escritura se origina en esa relación”. Lo dice Margeret Atwood en su libro de ensayos sobre la práctica de la escritura titulado, aptamente, Negociando con los muertos. Lo dice el escritor libanés Elías Khoury, autor de ese maravilloso libro que responde al título de La puerta del sol, donde la memoria colectiva y la tragedia histórica no son escatimadas en lo más mínimo. Lo dice, claro está, Juan Rulfo. Los ejemplos abundan, pero creo que, por ahora, éstos bastan para decir que no sólo existe una relación estrecha entre el lenguaje escrito y la muerte, sino que, además, se trata de una relación reconocida, ya de manera sucinta o de manera poética o de manera práctica, por escritores de la más variada índole.
Avanzando sin moverse un ápice hacia el destinatario que sí lo espera, el expediente pues logra colocar al lector que interrumpe esa trayectoria en la posición equívoca de esa larga eternidad que es la muerte. Eufórico o meditabundo, con la sensación de estarse entrometiendo en algo que es, sin duda, mucho más complicado y oscuro de lo que se creía o sospechaba en un inicio, el lector de documentos históricos debe experimentar en ese momento la más artera posibilidad: una conexión frágil pero real con mundos untraterrenos y desconocidos y, acaso, incognoscibles de los muertos. Y ahí, en ese momento que es sin duda alguna epifánico, aunque por (estas) otras razones, debe sentir también el asomo de la melancolía: la melancolía de quien sabe, de entrada, que su tarea es imposible (hacer hablar a los muertos); la melancolía de quien, al tanto de tal imposibilidad, continúa sin embargo leyendo; y la melancolía, también, del expediente mismo, acaso olvidado por años, acaso inmóvil, lleno de polvo, extraviado, pero real.
Un libro relacionado de una o varias maneras con el expediente debe ser capaz, en todo caso, de encarnar esas melancolías, conteniéndolas, ciertamente, aunque en realidad, liberándolas.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Todo aquel que ha estado en un archivo lo sabe bien: el encuentro con el documento histórico es un instante epifánico. Lo comparo al minuto, o más bien el relámpago, en que el escritor que ha batallado por meses o años con un personaje, ya sea cortejándolo con datos o torturándolo con preguntas constantes, por fin escucha su voz. En ambos casos, aunque cada cual con las herramientas de su oficio, tanto el historiador como el escritor se enfrentan, siempre por primera vez, al momento en que eso que los ha desvelado, provocándoles pesadillas o deseos varias, eso que ha azuzado su intuición con promesas que con frecuencia parecen vanas, ha cobrado vida propia. Ambos momentos son, en este sentido, puntos de llegada pero, sobre todo y en realidad, puntos de partida. De ahí en adelante, tanto el historiador como el escritor se dedicarán a seguir los dictados de esas voces encontradas, fingiendo, por supuesto, que están en control, preferencia total, sobre la maleable materia humana y densa que enfrentan.
Con todo y la epifanía que lo ronda, con todo y la sensación de destino cumplido con el que a menudo el investigador y el escritor reciben los ecos de esas voces lejanas con las que se han topado, el momento del encuentro con el documento histórico es también, quizá sobre todo, un desvío o, mejor dicho, una interrupción. Una aseveración de este tipo requiere de cierto tipo de explicación, así que mejor me explico. Valdrá la pena decir por principio de cuentas que cuando digo “documento histórico” pienso sobre todo en el tipo de papeles institucionales que involucran la participación de un agente del estado a través de preguntas organizadas a manera de formato burocrático y, sobre todo, que inmiscuye también las respuestas o los datos generados, aunque sea de manera oblicua o tangencial, por los ciudadanos comunes y corrientes a quienes tales preguntas les son planteadas. Dialógico por naturaleza, este tipo de expediente responde a las necesidades institucionales de producir un registro que documente su existencia, de preferencia traducida en logros, pero también involucra, y esto también por necesidad, las voces de aquellos sujetos a los que se debe la institución en turno. Por eso y no por otra razón, suelo enfrentar el expediente encontrado con el tipo de azoro y de curiosidad con el que abro cartas que llegan a mi buzón, tanto físico como electrónico, sin saber a ciencia cierta su procedencia.
Si en mi primera aseveración hablo de un desvío o de una interrupción es porque creo que el verdadero destinatario de la misiva dialógica de la que participo gracias al encuentro azaroso y sin embargo ineluctable que ocurre, cuando uno tiene suerte, en un archivo, es siempre otro. Cualquiera que haya estado en un archivo histórico debe haberse preguntado más de una vez (la cantidad de angustia al hacerse esas preguntas es por supuesto aleatoria y personal) a quién en realidad se dirigen esos documentos que, en su vida activa, han pasado de mano en mano, comprobando o desmintiendo argumentos varios. Una vez que el documento es trasladado al archivo no activo de una institución, cuando es parte ya de esa montaña de papeles que, a fuerza de volumen, termina por convertirse en un obstáculo o una molestia para los organizadores del espacio, el sitio del destinatario se convierte en un enigma creciente. ¿Hacia dónde va en realidad cuando aparente no moverse? Tengo la sospecha, una sospecha que por cierto no ha dejado de crecer desde que visito archivos históricos, de que la verdadera trayectoria del documento que encuentro y, luego entonces, desvío, no es otro que la eternidad o el olvido. En resumidas cuentas: los muertos.
Lo dice la narradora experimental norteamericana Camilla Roy: “En cierto sentido, el escritor está siempre ya muerto en lo que concierne al lector”. Lo dice Helene Cixous: “Cada uno de nosotros, individual y libremente, debe hacer ese trabajo que consiste en repensar lo que es mi muerte y tu muerte, que son inseparables. La escritura se origina en esa relación”. Lo dice Margeret Atwood en su libro de ensayos sobre la práctica de la escritura titulado, aptamente, Negociando con los muertos. Lo dice el escritor libanés Elías Khoury, autor de ese maravilloso libro que responde al título de La puerta del sol, donde la memoria colectiva y la tragedia histórica no son escatimadas en lo más mínimo. Lo dice, claro está, Juan Rulfo. Los ejemplos abundan, pero creo que, por ahora, éstos bastan para decir que no sólo existe una relación estrecha entre el lenguaje escrito y la muerte, sino que, además, se trata de una relación reconocida, ya de manera sucinta o de manera poética o de manera práctica, por escritores de la más variada índole.
Avanzando sin moverse un ápice hacia el destinatario que sí lo espera, el expediente pues logra colocar al lector que interrumpe esa trayectoria en la posición equívoca de esa larga eternidad que es la muerte. Eufórico o meditabundo, con la sensación de estarse entrometiendo en algo que es, sin duda, mucho más complicado y oscuro de lo que se creía o sospechaba en un inicio, el lector de documentos históricos debe experimentar en ese momento la más artera posibilidad: una conexión frágil pero real con mundos untraterrenos y desconocidos y, acaso, incognoscibles de los muertos. Y ahí, en ese momento que es sin duda alguna epifánico, aunque por (estas) otras razones, debe sentir también el asomo de la melancolía: la melancolía de quien sabe, de entrada, que su tarea es imposible (hacer hablar a los muertos); la melancolía de quien, al tanto de tal imposibilidad, continúa sin embargo leyendo; y la melancolía, también, del expediente mismo, acaso olvidado por años, acaso inmóvil, lleno de polvo, extraviado, pero real.
Un libro relacionado de una o varias maneras con el expediente debe ser capaz, en todo caso, de encarnar esas melancolías, conteniéndolas, ciertamente, aunque en realidad, liberándolas.
--crg
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