PEQUEÑA GUÍA ALTERNATIVA DE SAN DIEGO/ I
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
No es Nueva York o Chicago, por supuesto, pero tiene lo suyo. Además, para formar fronteras se necesitan dos. San Diego es un poco más que el hermano gemelo aburrido de Tijuana. Conservadora y bajo la presencia ominosa de las bases militares, San Diego es una ciudad fronteriza casi a pesar de sí misma: es del todo posible, de hecho, vivir ahí sin tener mucha conciencia de la vecina otredad que la conforma gracias, sobre todo, a las veintitantas millas que la separan de las garitas. San Diego suele atraer al turismo familiar que busca los grandes parques de diversiones, como Sea World o incluso el zoológico, o que va en pos de la temporada de ofertas de sus malls. Pero más allá de la arquitectura de réplica del Parque de Balboa o de los bares de Hillcrest (el barrio gay) o de las vistas espectaculares de la Jolla, se extiende una activa vida de migrantes que da al traste con la aparente insularidad de esa ciudad limpia y de amplias avenidas que alguna vez fuera una misión. Para descubrir al San Diego acentuado de todos los días, ahí donde uno habla en español con la cajera del supermercado y negocia con un mecánico afgano después de hacer un trato con un vendedor de autos paquistaní, basta con alejarse de las rutas establecidas por el turismo oficial y dejarse llevar por los aromas de los pequeños restaurantes o los ecos de las conversaciones de los migrantes.
Ninguna agencia de viajes le aconsejaría al trotamundos que se internara, por ejemplo, en City Heights—el barrio en cuya escuela preparatoria pública se hablan, según informan los reportes oficiales, 16 idiomas distintos aproximadamente. Además de la población hispana que está en todos lados, hasta ahí han llegado los expulsados de Eritrea o de Vietnam, conformando una comunidad cosmopolita signada por una fuerte vida urbana repleta de pequeños negocios familiares. Por eso, si se quiere comer comida auténtica hay que manejar por tres arterias fundamentales de la ciudad: Adams, El Cajón y Avenida Universidad, sobre todo entre el 805 y la 15. Es precisamente por ahí, en ese rectángulo de la alteridad, que se encuentra el que para mí es el mejor restaurante de San Diego: un lugar de comida vietnamita que responde al nombre de Saigón. Sin más decoración que una gran pecera rectangular que cubre lo que alguna vez fuera la puerta principal, los delgadísimos meseros del Saigón reciben al comensal con un menú bilingüe de casi diez páginas laminadas. I´ll be with you in a minute, hon, dirá alguno. Si uno no sabe qué pedir, y los meseros que hablan sólo con dificultad el inglés no serán de mucha ayuda en este aspecto, será suficiente con señalar lo que otros comen ya en la mesa vecina para dejarse sorprender por la delicadeza de las sopas o el sabor indescriptible de las ensaladas. No hay pierde en el Saigón. Desde los rollos vegetarianos hasta las ancas de rana, pasando por el vermicelli y la sopa de tripa, todo es rico (en el sentido más literal de la palabra) en sus platos. Además, entre bocado y bocado, mientras el comensal se pregunta con insana insistencia qué buena acción ha hecho en el mundo para merecerse tal manjar desconocido, podrá divertirse tratando de adivinar el tema de conversación, en apariencia de vida o muerte, que entretiene a la familia vietnamita de al lado o siguiendo las sesudas disquisiciones de los jóvenes neo-hippies que llegan en bicicleta al lugar.
Las compras en este San Diego alternativo no se llevan a cabo en las grandes plazas comerciales y ni siquiera en los outlets que, como el de Las Américas, se desbordan ya por la línea fronteriza. Cualquier Sandieguino experimentado sabe que cuando hay algo de dinero extra hay que dirigirse a esos neurálgicos centros de reciclado que son las así llamadas Thrift Stores o las famosas Segundas. Entre todas ellas reina, justo sobre el Pacific Highway, la de los AmVets. Es posible vivir años enteros en San Diego sin saber de su existencia, pero llegará el momento en que algún compasivo del lugar lo mirará a uno con suspicacia y, luego de pensárselo un rato, le brindará la información necesaria para identificar la bodega de dimensiones generosas que, de tan anónima, puede pasar desapercibida con facilidad. Ya más de cerca, y con los códigos en mano, uno se puede llegar a explicar, y esto con la irónica sonrisita del caso, qué hacen estacionados uno junto a otro la troca del año del caldo y el mercedes lujosísimo a la orilla de la vieja carretera de dos carriles. Porque, es cierto, todo el mundo va al AmVets. Los inmigrantes pobres y los dueños de negocios de antigüedades, las señoras de buena cuna y los punketos que se visten a la retro, los solteros y los casados y los que acaban de rentar un departamento. Enormes cargamentos de objetos peculiarísimos llegan durante todo el día, y esto a intervalos reducidos, al almacén. Y ahí, además de los tradicionales zapatos y muebles y aparatos electrodomésticos, el visitante alternativo de San Diego podrá adquirir también los libros más variados. Yo me he topado en sus anaqueles con libros de Kathy Acker y de Gogol, de Jack Spicer y de Gabriel García Marquez, en español. Mi hallazgo favorito ha sido, sin duda, la obra completa de García Lorca, editada por Aguilar y publicada en pasta de cuero, adquirido por la irrisoria cantidad de $4.99.
Las librerías de segunda más suculentas se encuentran, sin embargo, sobre Adams (igual, entre la 805 y la 15). Un paseo típico de los recorridos alternativos de San Diego tendría que incluir por fuerza una caminata por la sección denominada como histórica de esta larga calle. Habría que iniciarlo todo justo bajo el gran anuncio de Normal Heights, el nombre del barrio, tomando un buen café en el negocio local y no en el de la cadena transnacional que se encuentra justo en la contraesquina. Después de un par de horas entre librerías y negocios de antigüedades y cigarrerías egipcias y tiendas de viejos LP´s, sería del todo sencillo detenerse a comer en la fondita fenicia o en el restaurante vegetariano precedido por una gran fotografía del Dalai Lama. Después de una película en el Kensington, uno de los dos cines de arte de San Diego, no estaría del todo mal empezar la noche en uno de los bares irlandeses de la Adams tratando de descifrar, una vez más, el contenido de la conversación de los koreanos y los árabes y los kenyanos que se dan cita en el lugar mientras uno se pregunta, también de manera insistente, qué de normal hay en Normal Heights.
--crg
Tuesday, August 26, 2008
Tuesday, August 19, 2008
TÚ TAMBIÉN DE TI ESTÁS MUY CERCA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Conocí a Amaranta Caballero Prado una madrugada de febrero. Al amigo que en aquellas épocas se hacía cargo de mostrarme la nocturnidad tijuanense se le había ocurrido, y esto a las tres de la mañana y después de ya bastantes cervezas, que tenía que conocerla. Te va a caer bien, me aseguró. Ahora sé que no tenía la menor idea de lo que hablaba. Nos habíamos reunido temprano, eso recuerdo, y entre uno y otro sitio habíamos convivido ya con varias personalidades de la localidad que habían dejado poca huella. Supongo que fue por eso que, al filo de la madrugada, y en un lugar que recuerdo vagamente en estridentes colores naranjas, el amigo aquel recurrió a su carta fuerte: Amaranta. Salvaje. Lista. Maravillosa. La describió más o menos así. Su nombre, he de decirlo con franqueza, me provocó curiosidad. Pensé que era o una broma o una exageración, pero cuando el amigo aquel insistió-–y he de decir que el amigo aquel era insistente–-en que el encuentro era posible, yo sólo atiné a repetir las palabras de mi madre: uno no puede llegar a la casa de alguien sin por lo menos una botella en la mano. Llegamos, sin embargo. En todo caso: tocamos a la puerta. Ella abrió.
Todas estas puertas.
Recuerdo las palmeras, tambaleantes. La música: McFerrin con Yoyo Ma. El asomarse del Pacífico (que no es una cerveza). Recuerdo la incesante conversación (fueron, al inicio, tres días). El tema: la poesía. El tema: todo lo demás. Tengo la impresión de que ya esa madrugada. De que incluso entonces. Este libro aquí, completo a un lado del ordenador, ese día. Todo ya.
No puedo escribir una reseña sobre su libro recién publicado en Tierra Adentro. Sinceramente. No puedo hablar sobre el recorrido interno que es su materia y su forma: esos párrafos que cortan y el verso que se alarga junto con la vida hasta cruzar el rectángulo de la hoja. El golpe. ¿Puedo hablar de “ella: tu semilla: tu fractura: tu grieta: tu herida”? ¿Son de verdad “los límites de una casa” lo que “da cuenta de las transformaciones? El espacio vuelto experiencia (Que tus manos. Que tu vida) y la experiencia transformada en lenguaje. Eso es un libro: esta puerta. ¿Es algo que abre? No puedo decir.
Empieza en la infancia, se diría, pero en realidad da inicio en la memoria. Con la memoria. La experiencia no se cuenta después de todo; la experiencia se produce. Es un aquí. Lo que puedo decir es que aquí hay un fantasma (que es una niña) (que es una palabra) violento y violentado como la historia infantil. O como el lenguaje cuando re-presenta. O como el cuerpo, cuando duele. Fuera del discurso de la victimización, pero escapando también a los impostados ecos de una siempre seductora Lolita, el golpe contra el cuerpo es también, y sobre todo, un golpe sobre el lenguaje. Con él.
No puedo escribir la reseña pero puedo decir: la dirección de la casa es un principio de composición. De Guanajuato a Tijuana: una trayectoria íntima. El referente es lo que toca: Los trastos y su implacable manera de coincidir con manos domésticas. El embrujo de las escaleras: Fúricos enormes los pasos sobre ellas. Lo de más allá: las idílicas azoteas tapizadas de cobijas. El gran signo de los clósets. Lo que nunca no. Y lo que sí. Entonces. Tengo la impresión. Tú también de ti estás muy cerca. Del ella que es un fantasma (que es una niña) al tú (que estás aquí, frente a la mesa), el libro abre las puertas. Todas estas.
Trastabillante y abrupta como el golpe. Entrecortada, la frase. Esporádica. La lengua. Algo como un síncope. Todo lo que sabe y, especialmente, lo que no sabe de su propio saber: la poesía. Ácida como el sabor de la sangre. “¿Eres tú, ésa, la que nunca habla?/ Me dijeron que nunca hablas./ ¿Es cierto que nunca hablas?” Característicamente. En el libro de la conmiseración no aparece la palabra llorar. En el libro aparece el destello y la aldaba y, sobre todo, la pregunta: “¿Dónde estás tú ahora?”. Y la respuesta, años después, no está en el libro sino aquí: Este sitio donde sólo tú prendes y apagas la luz. En Paseo de la Prensa y en Manuel Doblado, en la calle del Truco y en La Esperanza (calle sin número), a un lado de Playas, platicando todavía siete años después. Aquí. Riendo como entonces, aquella madrugada. Tengo la impresión, Amaranta.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Conocí a Amaranta Caballero Prado una madrugada de febrero. Al amigo que en aquellas épocas se hacía cargo de mostrarme la nocturnidad tijuanense se le había ocurrido, y esto a las tres de la mañana y después de ya bastantes cervezas, que tenía que conocerla. Te va a caer bien, me aseguró. Ahora sé que no tenía la menor idea de lo que hablaba. Nos habíamos reunido temprano, eso recuerdo, y entre uno y otro sitio habíamos convivido ya con varias personalidades de la localidad que habían dejado poca huella. Supongo que fue por eso que, al filo de la madrugada, y en un lugar que recuerdo vagamente en estridentes colores naranjas, el amigo aquel recurrió a su carta fuerte: Amaranta. Salvaje. Lista. Maravillosa. La describió más o menos así. Su nombre, he de decirlo con franqueza, me provocó curiosidad. Pensé que era o una broma o una exageración, pero cuando el amigo aquel insistió-–y he de decir que el amigo aquel era insistente–-en que el encuentro era posible, yo sólo atiné a repetir las palabras de mi madre: uno no puede llegar a la casa de alguien sin por lo menos una botella en la mano. Llegamos, sin embargo. En todo caso: tocamos a la puerta. Ella abrió.
Todas estas puertas.
Recuerdo las palmeras, tambaleantes. La música: McFerrin con Yoyo Ma. El asomarse del Pacífico (que no es una cerveza). Recuerdo la incesante conversación (fueron, al inicio, tres días). El tema: la poesía. El tema: todo lo demás. Tengo la impresión de que ya esa madrugada. De que incluso entonces. Este libro aquí, completo a un lado del ordenador, ese día. Todo ya.
No puedo escribir una reseña sobre su libro recién publicado en Tierra Adentro. Sinceramente. No puedo hablar sobre el recorrido interno que es su materia y su forma: esos párrafos que cortan y el verso que se alarga junto con la vida hasta cruzar el rectángulo de la hoja. El golpe. ¿Puedo hablar de “ella: tu semilla: tu fractura: tu grieta: tu herida”? ¿Son de verdad “los límites de una casa” lo que “da cuenta de las transformaciones? El espacio vuelto experiencia (Que tus manos. Que tu vida) y la experiencia transformada en lenguaje. Eso es un libro: esta puerta. ¿Es algo que abre? No puedo decir.
Empieza en la infancia, se diría, pero en realidad da inicio en la memoria. Con la memoria. La experiencia no se cuenta después de todo; la experiencia se produce. Es un aquí. Lo que puedo decir es que aquí hay un fantasma (que es una niña) (que es una palabra) violento y violentado como la historia infantil. O como el lenguaje cuando re-presenta. O como el cuerpo, cuando duele. Fuera del discurso de la victimización, pero escapando también a los impostados ecos de una siempre seductora Lolita, el golpe contra el cuerpo es también, y sobre todo, un golpe sobre el lenguaje. Con él.
No puedo escribir la reseña pero puedo decir: la dirección de la casa es un principio de composición. De Guanajuato a Tijuana: una trayectoria íntima. El referente es lo que toca: Los trastos y su implacable manera de coincidir con manos domésticas. El embrujo de las escaleras: Fúricos enormes los pasos sobre ellas. Lo de más allá: las idílicas azoteas tapizadas de cobijas. El gran signo de los clósets. Lo que nunca no. Y lo que sí. Entonces. Tengo la impresión. Tú también de ti estás muy cerca. Del ella que es un fantasma (que es una niña) al tú (que estás aquí, frente a la mesa), el libro abre las puertas. Todas estas.
Trastabillante y abrupta como el golpe. Entrecortada, la frase. Esporádica. La lengua. Algo como un síncope. Todo lo que sabe y, especialmente, lo que no sabe de su propio saber: la poesía. Ácida como el sabor de la sangre. “¿Eres tú, ésa, la que nunca habla?/ Me dijeron que nunca hablas./ ¿Es cierto que nunca hablas?” Característicamente. En el libro de la conmiseración no aparece la palabra llorar. En el libro aparece el destello y la aldaba y, sobre todo, la pregunta: “¿Dónde estás tú ahora?”. Y la respuesta, años después, no está en el libro sino aquí: Este sitio donde sólo tú prendes y apagas la luz. En Paseo de la Prensa y en Manuel Doblado, en la calle del Truco y en La Esperanza (calle sin número), a un lado de Playas, platicando todavía siete años después. Aquí. Riendo como entonces, aquella madrugada. Tengo la impresión, Amaranta.
--crg
Monday, August 18, 2008
DÍA UNO: Joy Division
Aterrizar: flores anaranjadas, nociones de regreso, Todas estas puertas.
Comer: sashimi tradicional en Otto´s con un par de Postales del Fin del Mundo. ¿Alguien se atrevió a decir "quien no lee poesía es un pendejo"?
Beber: Camilo Sesto en el Dandy´s. ¿Te acuerdas?
Seguir: el encuentro premeditado por el azar, los nuevos rostros, los otros rostros, los viejos apodos, las margaritas. ¿Alguien dijo, de verdad, "ustedes fueron las que nos pendejearon hace rato en el otro lugar"? ¿Alguien aceptó la cerveza de la paz? ¿Alguien tomó 8 minutos en llegar directamente desde el pasado?
Regresar: literalmente una tonada: Joy Division.
--crg
Aterrizar: flores anaranjadas, nociones de regreso, Todas estas puertas.
Comer: sashimi tradicional en Otto´s con un par de Postales del Fin del Mundo. ¿Alguien se atrevió a decir "quien no lee poesía es un pendejo"?
Beber: Camilo Sesto en el Dandy´s. ¿Te acuerdas?
Seguir: el encuentro premeditado por el azar, los nuevos rostros, los otros rostros, los viejos apodos, las margaritas. ¿Alguien dijo, de verdad, "ustedes fueron las que nos pendejearon hace rato en el otro lugar"? ¿Alguien aceptó la cerveza de la paz? ¿Alguien tomó 8 minutos en llegar directamente desde el pasado?
Regresar: literalmente una tonada: Joy Division.
--crg
MFA in Writing at UCSD
Welcome to the webpage for the new MFA Program in Writing at the University of California, San Diego. This two-year residency program offers a Masters of Fine Arts degree in the areas of fiction and poetry, and is designed for students who are interested in innovative and interdisciplinary approaches to narrative and poetics. The program is also distinguished by its commitment to community building, alternative forms of literary distribution, and transborder exchange.
The MFA Program is small, with typically eight new students admitted each year. The intimate nature of the program allows students to work very closely with the writing faculty, as well as to receive support in the form of Research Assistantships and Teaching Assistantships.
The MFA in Writing is part of the Department of Literature, which also offers a
doctoral program in literature that emphasizes cultural studies, gender studies, postcoloniality, and critical theory. The MFA Program co-exists with a thriving undergraduate writing major, and benefits from a long-established reading series and the university’s Archive for New Poetry, which holds the papers of George Oppen, Lyn Hejinian, Susan Howe, Alice Notley, James Schuyler, Ron Silliman, and many other important figures. With strong ties to the Visual Arts, Theatre and Dance, Communication, and Music Departments, and situated on one of the top-rated science campuses in the country, the program encourages its students to generate writing informed by other disciplines and media.
The MFA Program in Writing at UCSD offers students a unique opportunity to develop as writers in a community that integrates a multiplicity of collaborative, interdisciplinary, and theoretical approaches by which to complete a literary manuscript – or a literary intervention that is moving beyond text.
For information regarding faculty, resources, and admission, please click on the links above.
FACULTY:
Rae Armantrout
Sarah Shun-lien Bynum
Michael Davidson
Cristina Rivera-Garza
Anna Joy Springer
Roberto Tejada
Wai-lim Yip
Eileen Myles, emeritus
RECENT VISITING FACULTY:
Ben Doller
Fanny Howe
Stanya Kahn
Chris Kraus
Ali Liebegott
Sawako Nakayasu
Lisa Robertson
--crg
Welcome to the webpage for the new MFA Program in Writing at the University of California, San Diego. This two-year residency program offers a Masters of Fine Arts degree in the areas of fiction and poetry, and is designed for students who are interested in innovative and interdisciplinary approaches to narrative and poetics. The program is also distinguished by its commitment to community building, alternative forms of literary distribution, and transborder exchange.
The MFA Program is small, with typically eight new students admitted each year. The intimate nature of the program allows students to work very closely with the writing faculty, as well as to receive support in the form of Research Assistantships and Teaching Assistantships.
The MFA in Writing is part of the Department of Literature, which also offers a
doctoral program in literature that emphasizes cultural studies, gender studies, postcoloniality, and critical theory. The MFA Program co-exists with a thriving undergraduate writing major, and benefits from a long-established reading series and the university’s Archive for New Poetry, which holds the papers of George Oppen, Lyn Hejinian, Susan Howe, Alice Notley, James Schuyler, Ron Silliman, and many other important figures. With strong ties to the Visual Arts, Theatre and Dance, Communication, and Music Departments, and situated on one of the top-rated science campuses in the country, the program encourages its students to generate writing informed by other disciplines and media.
The MFA Program in Writing at UCSD offers students a unique opportunity to develop as writers in a community that integrates a multiplicity of collaborative, interdisciplinary, and theoretical approaches by which to complete a literary manuscript – or a literary intervention that is moving beyond text.
For information regarding faculty, resources, and admission, please click on the links above.
FACULTY:
Rae Armantrout
Sarah Shun-lien Bynum
Michael Davidson
Cristina Rivera-Garza
Anna Joy Springer
Roberto Tejada
Wai-lim Yip
Eileen Myles, emeritus
RECENT VISITING FACULTY:
Ben Doller
Fanny Howe
Stanya Kahn
Chris Kraus
Ali Liebegott
Sawako Nakayasu
Lisa Robertson
--crg
Tuesday, August 12, 2008
MANIFIESTO CONTRA EL CELULAR
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Los objetos despiertan, sin duda, pasiones desmedidas. Eso pensé al encontrar una hoja mecanografiada en papel revolución sobre una pared citadina. Entre figuras agigantadas de graffiti y propaganda de una revista de, como se dice, actualidad, la hoja susodicha llamó mi atención por sus dimensiones, tan pequeñas, y por su obcecada hechura: tipografía mecánica y reproducción manual. Se trataba, a todas luces, de un manifiesto: un texto público redactado con la fiebre de la convicción y los recursos atávicos de un ludita de inicios del siglo XXI. El título: LOS CELULARES ACABARÁN CON TU VIDA. Pocas cosas me habían resultado más intrigantes en vísperas de la época del iPhone.
Lo había oído ya en muchas ocasiones (y en otras tantas lo había creído) (y en aún más lo había dicho yo misma) pero esta hoja tan nimia y tan procaz al mismo tiempo terminó por obligarme a hacer lo que estaba haciendo: leyéndola con atención, línea a línea. Existe, decía el punto primero del manifiesto, algo que se llama Exceso de Contacto (así, con mayúsculas). Al facilitar el contacto con tu mundo cercano (el manifiesto insistía en hablarme de tú y eso, no sé por qué, me parecía ejemplo del mentado exceso) estás permitiendo que entren en tu esfera más íntima una cantidad indescifrable y, eventualmente, incontrolable de vibras y karmas que terminarán afectándote de maneras definitivas. Por ejemplo: ese número sólo en apariencia equivocado es, en realidad, un caballo de Troya que ayudará a derribar las paredes de esa ciudad interna a la que es fácil denominar El Yo.
El punto número dos era menos poético: “En la era de la información y su incesante ruido, el ser humano precisa de silencio. Necesitas escucharte a ti mismo”. Revisé las muchas tardes que había pasado escuchándome a mí misma y pensé que, de haberlo hecho, el ludita anti-celularítico se lo habría pensado dos veces antes de llamar a eso silencio. Por un momento pensé que era un aliado no muy secreto de la paranoia urbana que, con sus mítines incesantes en los paneles de la cabeza, constituye la forma más ecuménica, y desesperanzada, del ruido.
En el tercer punto le di la razón: “El celular facilita la circulación de las malas noticias”. En efecto, si ya no se tardaban en llegar en un mundo sin tecnología, podía ver, y había comprobado ya en algunas ocasiones, que las malas noticias constituían uno de los grupos más beneficiados por el exceso de contacto al que nos sometían tantos caballos de Troya de la era celular. ¿Y necesita uno, de verdad, una mala noticia?
El punto número cuatro era fundamentalmente literario. Ahí el autor del enrabiado documento aducía, yo creo que con razón, que una obra como Drácula, de Bram Stocker –basada como se sabe en la incesante producción de telegramas y cartas y diarios, y la trascripción de todos los anteriores– perdería su condición de Gran Obra de la Literatura Universal si, en lugar de la pasión de la escritura, los personajes en peligro se hubieran dado a la tarea de comunicarse oralmente y, además, de manera inmediata, con los personajes que se encontraban a salvo. Y qué decir, continuaba el documento, de las novelas policiales y aquellas obras dominadas por el monólogo interior o el flujo de conciencia. ¿Cuántos traumas, secretos, dramas se convertirían en mera información gracias al uso del celular? ¿Cuántos párrafos se transformarían en esa pedacería especular que eran los mensajes de texto?
El quinto punto tenía que ver con la voz. ¿No era una voz sin labios lo mismo que un cuerpo decapitado sobre la calle?, se preguntaba con tintes francamente dramáticos el contrincante anónimo del celular.
El sexto y séptimo punto eran, a decir verdad, uno solo: el celular era un ataque contra el cuerpo, contra el cuerpo y su presencia, contra el cuerpo y su lentitud, contra el cuerpo y sus gestos. Ese pequeño aparato con lucecitas de colores y ruiditos psicodélicos no era más que el abracadabra con el que la sociedad actual había logrado por fin deshacerse de los cuerpos. Es cierto, admitía, que muchas veces se utilizan estos teléfonos para hacer citas y, luego entonces, juntar cuerpos, pero la mayoría de las veces, también decía esto, las citas sólo eran pretextos para que otros nos vieran hablando por teléfono con los que, debido a que tenían cuerpo, no estaban ahí.
En esos momentos pasaban por la calle dos muchachos aparentemente juntos, pero cada uno con su celular pegado a la oreja derecha y, vaya, no pude evitar un súbito ataque de melancolía. Recordé que ahí, dentro de mi bolsa, estaba ese pequeño objeto que me conectaba innecesariamente con otros –sobre todo con esos otros que me buscaban para darme cantidades irrisorias de trabajo–, que me llenaba de ruido y de paranoia y de malas noticias mientras me convertía en la mismísima Mujer Invisible frente a los hombres o mujeres que sostenían entretenidas conversaciones con sus fantasmas favoritos a través de bocinas secretas. Saqué, pues, en plena actitud de derrota, un plumón rojo de mi bolso (que es una verdadera cueva de las mil maravillas) y subrayé todos y cada uno de los puntos del Manifiesto Ludita. Luego, como es claro, no pude evitar tomar mi celular y contarle mi dramática experiencia al fantasma de Troya que se desvanecía del otro lado de la línea.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Los objetos despiertan, sin duda, pasiones desmedidas. Eso pensé al encontrar una hoja mecanografiada en papel revolución sobre una pared citadina. Entre figuras agigantadas de graffiti y propaganda de una revista de, como se dice, actualidad, la hoja susodicha llamó mi atención por sus dimensiones, tan pequeñas, y por su obcecada hechura: tipografía mecánica y reproducción manual. Se trataba, a todas luces, de un manifiesto: un texto público redactado con la fiebre de la convicción y los recursos atávicos de un ludita de inicios del siglo XXI. El título: LOS CELULARES ACABARÁN CON TU VIDA. Pocas cosas me habían resultado más intrigantes en vísperas de la época del iPhone.
Lo había oído ya en muchas ocasiones (y en otras tantas lo había creído) (y en aún más lo había dicho yo misma) pero esta hoja tan nimia y tan procaz al mismo tiempo terminó por obligarme a hacer lo que estaba haciendo: leyéndola con atención, línea a línea. Existe, decía el punto primero del manifiesto, algo que se llama Exceso de Contacto (así, con mayúsculas). Al facilitar el contacto con tu mundo cercano (el manifiesto insistía en hablarme de tú y eso, no sé por qué, me parecía ejemplo del mentado exceso) estás permitiendo que entren en tu esfera más íntima una cantidad indescifrable y, eventualmente, incontrolable de vibras y karmas que terminarán afectándote de maneras definitivas. Por ejemplo: ese número sólo en apariencia equivocado es, en realidad, un caballo de Troya que ayudará a derribar las paredes de esa ciudad interna a la que es fácil denominar El Yo.
El punto número dos era menos poético: “En la era de la información y su incesante ruido, el ser humano precisa de silencio. Necesitas escucharte a ti mismo”. Revisé las muchas tardes que había pasado escuchándome a mí misma y pensé que, de haberlo hecho, el ludita anti-celularítico se lo habría pensado dos veces antes de llamar a eso silencio. Por un momento pensé que era un aliado no muy secreto de la paranoia urbana que, con sus mítines incesantes en los paneles de la cabeza, constituye la forma más ecuménica, y desesperanzada, del ruido.
En el tercer punto le di la razón: “El celular facilita la circulación de las malas noticias”. En efecto, si ya no se tardaban en llegar en un mundo sin tecnología, podía ver, y había comprobado ya en algunas ocasiones, que las malas noticias constituían uno de los grupos más beneficiados por el exceso de contacto al que nos sometían tantos caballos de Troya de la era celular. ¿Y necesita uno, de verdad, una mala noticia?
El punto número cuatro era fundamentalmente literario. Ahí el autor del enrabiado documento aducía, yo creo que con razón, que una obra como Drácula, de Bram Stocker –basada como se sabe en la incesante producción de telegramas y cartas y diarios, y la trascripción de todos los anteriores– perdería su condición de Gran Obra de la Literatura Universal si, en lugar de la pasión de la escritura, los personajes en peligro se hubieran dado a la tarea de comunicarse oralmente y, además, de manera inmediata, con los personajes que se encontraban a salvo. Y qué decir, continuaba el documento, de las novelas policiales y aquellas obras dominadas por el monólogo interior o el flujo de conciencia. ¿Cuántos traumas, secretos, dramas se convertirían en mera información gracias al uso del celular? ¿Cuántos párrafos se transformarían en esa pedacería especular que eran los mensajes de texto?
El quinto punto tenía que ver con la voz. ¿No era una voz sin labios lo mismo que un cuerpo decapitado sobre la calle?, se preguntaba con tintes francamente dramáticos el contrincante anónimo del celular.
El sexto y séptimo punto eran, a decir verdad, uno solo: el celular era un ataque contra el cuerpo, contra el cuerpo y su presencia, contra el cuerpo y su lentitud, contra el cuerpo y sus gestos. Ese pequeño aparato con lucecitas de colores y ruiditos psicodélicos no era más que el abracadabra con el que la sociedad actual había logrado por fin deshacerse de los cuerpos. Es cierto, admitía, que muchas veces se utilizan estos teléfonos para hacer citas y, luego entonces, juntar cuerpos, pero la mayoría de las veces, también decía esto, las citas sólo eran pretextos para que otros nos vieran hablando por teléfono con los que, debido a que tenían cuerpo, no estaban ahí.
En esos momentos pasaban por la calle dos muchachos aparentemente juntos, pero cada uno con su celular pegado a la oreja derecha y, vaya, no pude evitar un súbito ataque de melancolía. Recordé que ahí, dentro de mi bolsa, estaba ese pequeño objeto que me conectaba innecesariamente con otros –sobre todo con esos otros que me buscaban para darme cantidades irrisorias de trabajo–, que me llenaba de ruido y de paranoia y de malas noticias mientras me convertía en la mismísima Mujer Invisible frente a los hombres o mujeres que sostenían entretenidas conversaciones con sus fantasmas favoritos a través de bocinas secretas. Saqué, pues, en plena actitud de derrota, un plumón rojo de mi bolso (que es una verdadera cueva de las mil maravillas) y subrayé todos y cada uno de los puntos del Manifiesto Ludita. Luego, como es claro, no pude evitar tomar mi celular y contarle mi dramática experiencia al fantasma de Troya que se desvanecía del otro lado de la línea.
--crg
Tuesday, August 05, 2008
FRANZ, EL UR-BLOGUISTA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura}
Las apariencias engañan, dice el dicho. La proliferación de la escritura electrónica en los albores del siglo XXI pareciera ser el resultado más o menos lógico de la tecnología moderna. Pareciera que alguien tiene un blog porque posee una computadora que incluye la función necesaria para elaborar una bitácora electrónica. Sin embargo, basta leer a autores como Macedonio Fernández o Franz Kafka para darse cuenta de que, sin otro instrumento más que el lápiz y el papel, y una que otra estampilla postal, estos autores escribían ya electrónicamente.
El ejemplo del caso: Las cartas a Felice, esos tres volúmenes de misivas que de manera regular y obsesiva y detallada le escribiera Franz Kafka a una mujer con la que, también aparentemente, él planeaba casarse. La lectura de entrada tras entrada, misiva tras misiva, no deja lugar a dudas. Franz Kafka fue, en el más literal de los sentidos, un bloguista excelso. Un verdadero prócer del género. Escritas en la oficina, en la casa o en el tren, antes de dormir o justo al despertar, largas o cortas, maravillosamente profundas u obsesivamente detalladas, todas estas cartas dirigidas a un público específico (en este caso Felice Bauer) y producidas en cantidades descomunales (con frecuencia dos al día, por ejemplo) vienen claramente de la mente de un bloguista empedernido.
Se nota, antes que nada, su obsesión por la escritura-–esa actividad que, según su carta escrita entre el 14 y 15 de enero de 1913, “significa abrirse desmesuradamente” pero para la cual “nunca puede estar uno lo bastante solo..., nunca puede uno rodearse de bastante silencio cuando escribe, la noche resulta poco nocturna, incluso”. Unos meses después, tampoco tuvo empacho alguno en declarar: “Pasarme las noches escribiendo como loco, eso es lo único que quiero. Y que ello me haga derrumbarme aniquilado, o volverme loco, eso lo quiero también, porque es la consecuencia necesaria y por largo tiempo presentida”. [13/VII/13] Escribir siempre, en todo momento, no por dos horas, como le aconsejaba su prometida, sino al menos diez horas al día. Eso quería y, en todo caso, eso es precisamente lo que hacía, frente a la hoja o aproximándose a la hoja, escribir-–la primera obsesión de todo bloguista.
Sus observaciones, como las de todo buen bloguista, fueron muy variadas. No hubo cosa de la vida cotidiana que le resultara demasiado pequeña o insulsa–-el rostro de una mujer en el andén, la descripción de la oficina a la que en no pocas ocasiones denominó como su propio infierno, paseos con amigos, paseos a solas, horas de duda, horas de desolación. Las obras de teatro a las que asistía, los libros que leía, sus opiniones sobre el cinematógrafo (y sobre este tema, por cierto, hace no mucho se publicó el libro Kafka Goes to the Movies de Hanns Zischler) le merecían comentarios especiales. Como muchas de estas misivas estaban destinadas a capturar la atención afectiva de Felice, éstas contienen también reflexiones sobre el amor-–o la imposibilidad del amor para ser más exactos–-y las relaciones humanas. Algunos pasajes típicamente kafkianos incluyen: “Pero qué pasa cuando le falta a uno la fuerza de conquistar a un ser por completo?”, del 12 y 13 de febrero de 1913. O la siguiente: “Y ahora, mi amor, tómame, pero no olvides, no olvides rechazarme a su debido tiempo”. Y por el mismo estilo: “La eterna preocupación de mis cartas es liberarte de mí, pero en cuanto me parece haberlo conseguido, me vuelvo loco”.
En su ur-blog, Franz Kafka también se refirió de manera irónica a los comentarios usualmente positivos que recibían sus escritos. No aceptó ninguno de ellos y a todos los caracterizó, casi invariablemente, como malas interpretaciones exageradas, aunque nunca hizo el esfuerzo de expresar este rechazo en público. Eso, sin duda, se debe a que en realidad Franz no tenía, como lo expresó otro día de febrero, “ningún plan, ninguna perspectiva, yo no puedo entrar en el futuro por mis propios pasos; precipitarme en el futuro, rodar en el futuro, tropezar y caer en el futuro, eso sí puedo hacerlo, y lo que mejor soy capaz de hacer es quedarme tumbado”. Siempre y cuando, claro está, esa posición le permitiera seguir escribiendo.
Con todo y todo, Franz, famoso por su desgano, su tuberculosis, y antipatía contra el mundo, no pudo deshacerse de otra característica del buen bloguista: la coquetería. En su carta del 8 de abril de 1913, Franz retaba de manera socarrona a Felice: “Tienes que admitir que poseo el arte de hacerme seductor”.
Franz-–y lo llamo así porque así firmaba su ur-blog–-escribió esto otro día de febrero: “En otros tiempos, cuando mi visión de mí mismo era aún más precaria, y creía que no me era permisible dejar de prestar atención al mundo ni un solo instante, en la pueril suposición de que el peligro está ahí...”. La oración continúa, pero el “ni-un-solo-instante” y la palabra “peligro” que viven dentro de esta declaración me obligan a detenerme. Esos dos elementos me convencen una vez más. Resulta apabulladoramente obvio. No hay explicación alternativa. Franz fue y sigue siendo el verdadero ur-bloguista: aquel que sabe que “prestar atención al mundo” es sólo una descripción un tanto larga pero bastante exacta del acto de escribir.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura}
Las apariencias engañan, dice el dicho. La proliferación de la escritura electrónica en los albores del siglo XXI pareciera ser el resultado más o menos lógico de la tecnología moderna. Pareciera que alguien tiene un blog porque posee una computadora que incluye la función necesaria para elaborar una bitácora electrónica. Sin embargo, basta leer a autores como Macedonio Fernández o Franz Kafka para darse cuenta de que, sin otro instrumento más que el lápiz y el papel, y una que otra estampilla postal, estos autores escribían ya electrónicamente.
El ejemplo del caso: Las cartas a Felice, esos tres volúmenes de misivas que de manera regular y obsesiva y detallada le escribiera Franz Kafka a una mujer con la que, también aparentemente, él planeaba casarse. La lectura de entrada tras entrada, misiva tras misiva, no deja lugar a dudas. Franz Kafka fue, en el más literal de los sentidos, un bloguista excelso. Un verdadero prócer del género. Escritas en la oficina, en la casa o en el tren, antes de dormir o justo al despertar, largas o cortas, maravillosamente profundas u obsesivamente detalladas, todas estas cartas dirigidas a un público específico (en este caso Felice Bauer) y producidas en cantidades descomunales (con frecuencia dos al día, por ejemplo) vienen claramente de la mente de un bloguista empedernido.
Se nota, antes que nada, su obsesión por la escritura-–esa actividad que, según su carta escrita entre el 14 y 15 de enero de 1913, “significa abrirse desmesuradamente” pero para la cual “nunca puede estar uno lo bastante solo..., nunca puede uno rodearse de bastante silencio cuando escribe, la noche resulta poco nocturna, incluso”. Unos meses después, tampoco tuvo empacho alguno en declarar: “Pasarme las noches escribiendo como loco, eso es lo único que quiero. Y que ello me haga derrumbarme aniquilado, o volverme loco, eso lo quiero también, porque es la consecuencia necesaria y por largo tiempo presentida”. [13/VII/13] Escribir siempre, en todo momento, no por dos horas, como le aconsejaba su prometida, sino al menos diez horas al día. Eso quería y, en todo caso, eso es precisamente lo que hacía, frente a la hoja o aproximándose a la hoja, escribir-–la primera obsesión de todo bloguista.
Sus observaciones, como las de todo buen bloguista, fueron muy variadas. No hubo cosa de la vida cotidiana que le resultara demasiado pequeña o insulsa–-el rostro de una mujer en el andén, la descripción de la oficina a la que en no pocas ocasiones denominó como su propio infierno, paseos con amigos, paseos a solas, horas de duda, horas de desolación. Las obras de teatro a las que asistía, los libros que leía, sus opiniones sobre el cinematógrafo (y sobre este tema, por cierto, hace no mucho se publicó el libro Kafka Goes to the Movies de Hanns Zischler) le merecían comentarios especiales. Como muchas de estas misivas estaban destinadas a capturar la atención afectiva de Felice, éstas contienen también reflexiones sobre el amor-–o la imposibilidad del amor para ser más exactos–-y las relaciones humanas. Algunos pasajes típicamente kafkianos incluyen: “Pero qué pasa cuando le falta a uno la fuerza de conquistar a un ser por completo?”, del 12 y 13 de febrero de 1913. O la siguiente: “Y ahora, mi amor, tómame, pero no olvides, no olvides rechazarme a su debido tiempo”. Y por el mismo estilo: “La eterna preocupación de mis cartas es liberarte de mí, pero en cuanto me parece haberlo conseguido, me vuelvo loco”.
En su ur-blog, Franz Kafka también se refirió de manera irónica a los comentarios usualmente positivos que recibían sus escritos. No aceptó ninguno de ellos y a todos los caracterizó, casi invariablemente, como malas interpretaciones exageradas, aunque nunca hizo el esfuerzo de expresar este rechazo en público. Eso, sin duda, se debe a que en realidad Franz no tenía, como lo expresó otro día de febrero, “ningún plan, ninguna perspectiva, yo no puedo entrar en el futuro por mis propios pasos; precipitarme en el futuro, rodar en el futuro, tropezar y caer en el futuro, eso sí puedo hacerlo, y lo que mejor soy capaz de hacer es quedarme tumbado”. Siempre y cuando, claro está, esa posición le permitiera seguir escribiendo.
Con todo y todo, Franz, famoso por su desgano, su tuberculosis, y antipatía contra el mundo, no pudo deshacerse de otra característica del buen bloguista: la coquetería. En su carta del 8 de abril de 1913, Franz retaba de manera socarrona a Felice: “Tienes que admitir que poseo el arte de hacerme seductor”.
Franz-–y lo llamo así porque así firmaba su ur-blog–-escribió esto otro día de febrero: “En otros tiempos, cuando mi visión de mí mismo era aún más precaria, y creía que no me era permisible dejar de prestar atención al mundo ni un solo instante, en la pueril suposición de que el peligro está ahí...”. La oración continúa, pero el “ni-un-solo-instante” y la palabra “peligro” que viven dentro de esta declaración me obligan a detenerme. Esos dos elementos me convencen una vez más. Resulta apabulladoramente obvio. No hay explicación alternativa. Franz fue y sigue siendo el verdadero ur-bloguista: aquel que sabe que “prestar atención al mundo” es sólo una descripción un tanto larga pero bastante exacta del acto de escribir.
--crg
Sunday, August 03, 2008
A CASE FOR THE PLANET
If we imagine ourselves as planetary subjects rather than global agents, palentary creatures rather than global entities, alterity remains underived from us; it is not our dialectical negation, it contains us as much as it flings us away. And thus to think of it is already to transgress, for, in spite of our frays into what we metaphorize, differently, as outer and inner space, what is above and beyond our own reach is not continuous with us as it is not, indeed, specifically discontinuous. We must persistently educate ourselves into this peculiar mindset.
Gayatri Chakravorty Spivak, "Planetarity," in Death of a Discipline, 73.
--crg
If we imagine ourselves as planetary subjects rather than global agents, palentary creatures rather than global entities, alterity remains underived from us; it is not our dialectical negation, it contains us as much as it flings us away. And thus to think of it is already to transgress, for, in spite of our frays into what we metaphorize, differently, as outer and inner space, what is above and beyond our own reach is not continuous with us as it is not, indeed, specifically discontinuous. We must persistently educate ourselves into this peculiar mindset.
Gayatri Chakravorty Spivak, "Planetarity," in Death of a Discipline, 73.
--crg
Subscribe to:
Posts (Atom)