LA CONSAGRACIÓN DE LA PANGEA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Un “cúmulodepalabras” pasa ahora mismo sobre la página. A través de la ventana es posible ver la “monumental M” de la montaña. La tormenta que se avecina será, sin duda, “una precipitación de palabras fundamentales”. La península es un tumor. Después, cuando todo acabe, quedará la “mancha en el asfalto. Fuera de foco/ lúbrica la visión del mecánico”. El firmamento, arriba; la fragancia de ciertos jardines, abajo; en medio: ese estado mental dentro del cual surge, con definitividad temeraria, la visión: “la distancia entre Liechtensein y Uzbekistán es un mar”.
De aquí hacia allá: la mirada en el telescopio.
De allá hacia acá: la mirada en el microscopio.
Entre una y otra: la tecnología del lenguaje sideral.
De la cintura del continente al registro de los cráteres que contienen “el alma lunar”, el Transterra de Gerardo Villanueva abraza el globo terráqueo en su amplitud más majestuosa y también en la más humana. Activan el ojo, es cierto, pero sus palabras van dirigidas, sobre todo, al pie. Levántate y anda, murmura su Lázaro privado. Toca. Percibe. Elévate y, luego, húndete aquí, nada (de nadar). Nubosidad variable. Sobrevive. Esto es una grieta. Aquí se abre una cartografía privada. El meridiano de la ansiedad se escribe así. La altitud. El viento. Las fronteras. ¿Sientes el palpitar de la geografía bajo la palma de la mano o en el rabillo del ojo? Más que agente globalizador, ese Lázaro que repta iconoclasta en las páginas transterrenas de Villanueva es, para utilizar la terminología de la teórica y crítica literaria Gyratri Spivak, un sujeto planetario. La diferencia entre uno y otro es estética, ciertamente, pero también es política. La diferencia, en todo caso, va más allá de la terminología y tiene que ver con los lazos que vinculan—ya con melancolía o con silencio, ya con celebración o movimiento—a los unos con los otros—al uno con el otro: la naturaleza y la consciencia, el paisaje y la ciudad, la historia y el cosmos.
En Transterra, quiero decir, las grandes derivas no son abstractas. Aquí la historia se escribe con la mayúscula de las dimensiones estelares y con la minúscula del cuerpo. Telescopio y microscopio al mismo tiempo, el sujeto planetario entiende que la alteridad, en efecto, “nos contiene y nos arroja fuera de nosotros mismos” al mismo tiempo; que, como también lo afirmaba Spivak, “lo que está por encima y más allá de nuestro alcance no es un continuo con nosotros ni es, de hecho, una discontinuidad”. Aquí el sujeto, en efecto, se sujeta: a la superficie terrestre, al devenir de la historia, a la memoria personal, al otro. El ser es una criatura, aquí. La fuerza de la gravedad. Divino y terreno a la vez, en continua retroalimentación con lo que lo rodea, el sujeto planetario se desliza con singulares poderes de percepción sobre esa “tierra existencial”, como la denominara el crítico social Mike Davis, “formada por la energía creativa de sus catástrofes”
Atenta a la superficie terrestre y a sus fenómenos tanto naturales como humanos, la poesía de Villanueva hace eco de los postulados de una geología contemporánea afincada en una reconsideración puntual de la catástrofe. Contrario a los universos aislados y predecibles que configuraron las imaginaciones de Newton, Darwin y Lyell, la tierra que imaginan unos cuantos científicos conocidos como neo-catastrofistas—entre los que se cuentan Kenneth Hsu en China y Mineo Kumazawa en la Universidad de Nagoya—no es inmune para nada al caos astronómico. Al contrario, parte singular de un sistema solar histórico que no parece preñado de vida a la menor provocación, la tierra es la corteza donde convergen, y esto continuamente aunque a escalas de tiempo distintas, eventos terrestres y procesos extraterrestres cuya evidencia más dramática aparece, precisamente, en forma de impactos monumentales de los cuales se generan las catástrofes. En Transterra, Gerardo Villanueva produce las palabras de esa geocosmología: una amplitud descomunal, una precisión casi científica, el guiño del humor, el fluir constante. Sus náufragos “llegan a Islas Galápagos,/ encuentran un nativo/ sin lenguaje para celebrar/ la recepción. Sus vouyeristas meditan: “Los cúmulos globulares vistos de lejos/ parecen supernovas./ ¿Acaso se trata de un nudo electromagnético, un triángulo amoroso, o/ una galaxia irreverente ? Lo mismo da./ Aquí, las leyes de Kepler se enredan, mientras en el televisor/ la pornografía sigue”. Sus radioescuchas (castellanos o panamericanos o simplemente americanos) le dan pie para invitar a Severo Sarduy: Yo diría que Artaud fue a la Sierra Tarahumara para escuchar.
De una cierta contraesquina del Pacífico (Tijuana) a la cintura del continente (Oaxaca), de la urbe finisecular (la Ciudad de México) al triángulo de la Polinesia, el sujeto planetario Transterra, que es sólo otra forma de decir “se mueve en el lugar más hondo que es el aquí”. Fuera, pues, del discurso abstracto de la globalidad y enraizado, al contrario, en el más concreto de los posicionamientos errantes, este Transterra transita e inventa un planeta nervioso y herido, cejijunto, socavado. Vivo.
* Nota introductoria para el libro Transterra, de Gerardo Villanueva (Guadalajara: Litoral, 2008).
--crg
Tuesday, October 28, 2008
Wednesday, October 22, 2008
FEROZ
Mientras yo escribía sobre el amor, la nación que ha abanderado tanto ideológica como materialmente la desregularización desde su mismo nacimiento nacionalizó una buena porción de sus bancos (imagino la sonrisa enorme de Carlos Marx en el cielo del post-capital ahora mismo), un turista francés con cierta proclividad por el fragmento recibió el premio Nobel, y cuatro cabezas (separadas de sus respectivos cuerpos) llegaron a las oficinas de instituciones de seguridad pública en sendas cajas de cerveza. Y el amor, que es feroz, se puso a caminar sobre el pavimento.
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Mientras yo escribía sobre el amor, la nación que ha abanderado tanto ideológica como materialmente la desregularización desde su mismo nacimiento nacionalizó una buena porción de sus bancos (imagino la sonrisa enorme de Carlos Marx en el cielo del post-capital ahora mismo), un turista francés con cierta proclividad por el fragmento recibió el premio Nobel, y cuatro cabezas (separadas de sus respectivos cuerpos) llegaron a las oficinas de instituciones de seguridad pública en sendas cajas de cerveza. Y el amor, que es feroz, se puso a caminar sobre el pavimento.
--crg
Tuesday, October 21, 2008
LA HISTORIA DEL AMOR II
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Cada que aparece, el amor aparece por primera vez. Tal vez su astucia, la astucia del amor, consista precisamente en eso: en aparecer en repetidas ocasiones haciéndose pasar en cada una de ellas, sin embargo, como un fenómeno a la vez eterno e irrepetible, es decir, como una experiencia sin historia. Yo no sé si los historiadores que convergen en La más bella historia del amor, la serie de conversaciones sobre el amor que la periodista Dominique Simonnet ha transformado en un libro, han repetido las palabras “nunca antes” y “nunca después” como lo suelen hacer los enamorados justo al dar por iniciado (o terminado) el trance amoroso, pero lo cierto es que su exploración de documentos en los archivos más diversos ha puesto de manifiesto que, en tanto experiencia eminentemente histórica, el amor es más un activísimo campo de negociación y conflicto que el nirvana impoluto construido por la memoria selectiva de todos los enamorados. Así las cosas, todo parece indicar que para poder existir, para poder seguir adelante, ni los caballeros, ni las damas, ni, sobre todo, el amor, deben recordar.
Pero memoria, sobre todo una memoria colectiva y polifónica, es lo que estos historiadores y especialistas franceses tratan de construir en las conversaciones con Simonnet. Tal vez después de leerlo no nos enamoraremos ya más o tal vez insistamos en enamorarnos aunque sea de otra manera, pero el libro, que va dividido en tres grandes actos—el matrimonio, el sentimiento, el placer—, nos recuerda que cada gesto, cada ademán, cada epifánico e irrepetible momento es un momento que ha sido debatido y negociado por hombres y mujeres que también creyeron, en su día, ser únicos e irrepetibles en su enunciación del “nunca antes” y el “nunca después”.
También nos recuerda el libro que, contrario a estereotipos mediáticos del mundo actual, el amor y la revolución suelen hacer mala pareja—baste recordar, como lo señala Mona Ozuf, la historiadora y especialista en mujeres en la época revolucionaria, que los jacobinos desarrollaron una reticencia bastante marcada ante lo que interpretaban como flaqueza, cuando no fanatismo, femenino. En su ideal social, más apegado a nociones de virilidad espartana, había poco espacio para el amor y las percibidas como sus aliadas naturales: las mujeres. De hecho, continúa Ozuf, “las mujeres se volvieron hostiles a la Revolución. ¡Decepcionadas, asqueadas, volvieron a la casa, deseando que la política no llegase a su hogar!”.
Del siglo XIX heredamos, a decir de Alain Corbin, el miedo hacia la mujer, algo que se nota en el surgimiento de una separación cada vez más marcada entre la zorra y el ángel doméstico—los dos lentes a través de las cuales se interpreta el comportamiento femenino en relación, claro está, a la ansiedad que provoca entre los bienpensantes la fuerza particular asociada a los miembros de la Comuna y, en general, de las crecientes clases menesterosas. El otro gran legado del siglo encorsetado es, por supuesto, el territorio mismo de la sexualidad, cuya fecha de nacimiento se ubica hacia 1838, fecha en la cual se utiliza por primera vez el término scientia sexualis para designar aquello que está sexuado y con el que, años más tarde, se hablará de todo aquello que se refiera a la vida sexual. El flirteo, producto de la embestida urbana y de la aparición de oportunidades más variadas de socialización, no sólo les permitió a los jóvenes conciliar la virginidad, el pudor y el deseo sino que, acaso de mayor importancia, su énfasis en las miradas oblicuas y las caricias discretas dictó el inicio de una nueva época: una en que, por poner atención a las preliminares, se valoriza el placer femenino y en la que, por consecuencia, se erotiza a la pareja conyugal. La puerta del placer propiamente dicho, pues, se abrió poco a poco con las miradas lánguidas y los roces apenas perceptibles sobre la vestimenta. El flirteo, en apariencia inocuo o ingenuo, resultó ser más peligroso que cualquier otra proclamación.
La primera gran mutación que ofreció el siglo XX fue, de acuerdo a Anne Marie Sohn, el fin del matrimonio concertado. Lejos de ser un lujo o una anomalía, el amor se convirtió de esta manera en un motivo de orgullo y en la base misma de la felicidad de la pareja. De mano, pues, del amor, y no en su contra, se desarrolló una sexualidad bucal no reproductiva que, además de subrayar la necesidad de la higiene, ya no sólo se concentró en formas de placer masculino. De hecho, la liberación sexual que muchos ubican, como lo hace Pascal Bruckner, hacia la década de los sesenta, contribuyó a traer de regreso el idea masculino de la sexualidad a través de la hegemonía, cuando no la dictadura, del orgasmo. “De pronto”, asegura Bruckner, “el sexo se volvió terrorista. El placer estaba prohibido. Ahora se vuelve obligatorio. El ambiente corresponde a la prohibición, no ya por la ley sino por la norma”. En este contexto pansexual el amor se volvió, en efecto, obsceno.
La última parte de La más bella historia del amor le corresponde a la novelista Alice Ferney. El amor, desde su punto de vista, se ha convertido ahora en un trabajo. Más que una irrupción divina o una inexplicable y súbita emoción, más que una liberación o una redención, el amor es “una acción, una voluntad, una atención”. Definido como aquello que “existe entre dos individuos que son capaces de vivir juntos sin matarse”, en una época en que todo parece posible a cada quien le toca inventarlo.
Se me antoja, después de leer esta versión francesa del amor, enterarme de la historia de la experiencia amorosa en Latinoamérica: de las palabras de matrimonio coloniales a los corridos revolucionarios que, aparentemente a contrapelo de los jacobinos, enunciaron y pusieron en primer lugar al amor y sus desajustes (Adelita, después de todo, sí se fue con otro, y no sabemos si Valentina se enteró de la pasión que dominaba al cantante), sería bueno contar con una conversación informada y amena entre historiadores de este lado del mundo que al fin nos aclare por qué, ante cada decepción amorosa, el deber del mexicano prescribe, entre otras cosas, un regreso directo y unívoco a las canciones de José Alfredo Jiménez.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Cada que aparece, el amor aparece por primera vez. Tal vez su astucia, la astucia del amor, consista precisamente en eso: en aparecer en repetidas ocasiones haciéndose pasar en cada una de ellas, sin embargo, como un fenómeno a la vez eterno e irrepetible, es decir, como una experiencia sin historia. Yo no sé si los historiadores que convergen en La más bella historia del amor, la serie de conversaciones sobre el amor que la periodista Dominique Simonnet ha transformado en un libro, han repetido las palabras “nunca antes” y “nunca después” como lo suelen hacer los enamorados justo al dar por iniciado (o terminado) el trance amoroso, pero lo cierto es que su exploración de documentos en los archivos más diversos ha puesto de manifiesto que, en tanto experiencia eminentemente histórica, el amor es más un activísimo campo de negociación y conflicto que el nirvana impoluto construido por la memoria selectiva de todos los enamorados. Así las cosas, todo parece indicar que para poder existir, para poder seguir adelante, ni los caballeros, ni las damas, ni, sobre todo, el amor, deben recordar.
Pero memoria, sobre todo una memoria colectiva y polifónica, es lo que estos historiadores y especialistas franceses tratan de construir en las conversaciones con Simonnet. Tal vez después de leerlo no nos enamoraremos ya más o tal vez insistamos en enamorarnos aunque sea de otra manera, pero el libro, que va dividido en tres grandes actos—el matrimonio, el sentimiento, el placer—, nos recuerda que cada gesto, cada ademán, cada epifánico e irrepetible momento es un momento que ha sido debatido y negociado por hombres y mujeres que también creyeron, en su día, ser únicos e irrepetibles en su enunciación del “nunca antes” y el “nunca después”.
También nos recuerda el libro que, contrario a estereotipos mediáticos del mundo actual, el amor y la revolución suelen hacer mala pareja—baste recordar, como lo señala Mona Ozuf, la historiadora y especialista en mujeres en la época revolucionaria, que los jacobinos desarrollaron una reticencia bastante marcada ante lo que interpretaban como flaqueza, cuando no fanatismo, femenino. En su ideal social, más apegado a nociones de virilidad espartana, había poco espacio para el amor y las percibidas como sus aliadas naturales: las mujeres. De hecho, continúa Ozuf, “las mujeres se volvieron hostiles a la Revolución. ¡Decepcionadas, asqueadas, volvieron a la casa, deseando que la política no llegase a su hogar!”.
Del siglo XIX heredamos, a decir de Alain Corbin, el miedo hacia la mujer, algo que se nota en el surgimiento de una separación cada vez más marcada entre la zorra y el ángel doméstico—los dos lentes a través de las cuales se interpreta el comportamiento femenino en relación, claro está, a la ansiedad que provoca entre los bienpensantes la fuerza particular asociada a los miembros de la Comuna y, en general, de las crecientes clases menesterosas. El otro gran legado del siglo encorsetado es, por supuesto, el territorio mismo de la sexualidad, cuya fecha de nacimiento se ubica hacia 1838, fecha en la cual se utiliza por primera vez el término scientia sexualis para designar aquello que está sexuado y con el que, años más tarde, se hablará de todo aquello que se refiera a la vida sexual. El flirteo, producto de la embestida urbana y de la aparición de oportunidades más variadas de socialización, no sólo les permitió a los jóvenes conciliar la virginidad, el pudor y el deseo sino que, acaso de mayor importancia, su énfasis en las miradas oblicuas y las caricias discretas dictó el inicio de una nueva época: una en que, por poner atención a las preliminares, se valoriza el placer femenino y en la que, por consecuencia, se erotiza a la pareja conyugal. La puerta del placer propiamente dicho, pues, se abrió poco a poco con las miradas lánguidas y los roces apenas perceptibles sobre la vestimenta. El flirteo, en apariencia inocuo o ingenuo, resultó ser más peligroso que cualquier otra proclamación.
La primera gran mutación que ofreció el siglo XX fue, de acuerdo a Anne Marie Sohn, el fin del matrimonio concertado. Lejos de ser un lujo o una anomalía, el amor se convirtió de esta manera en un motivo de orgullo y en la base misma de la felicidad de la pareja. De mano, pues, del amor, y no en su contra, se desarrolló una sexualidad bucal no reproductiva que, además de subrayar la necesidad de la higiene, ya no sólo se concentró en formas de placer masculino. De hecho, la liberación sexual que muchos ubican, como lo hace Pascal Bruckner, hacia la década de los sesenta, contribuyó a traer de regreso el idea masculino de la sexualidad a través de la hegemonía, cuando no la dictadura, del orgasmo. “De pronto”, asegura Bruckner, “el sexo se volvió terrorista. El placer estaba prohibido. Ahora se vuelve obligatorio. El ambiente corresponde a la prohibición, no ya por la ley sino por la norma”. En este contexto pansexual el amor se volvió, en efecto, obsceno.
La última parte de La más bella historia del amor le corresponde a la novelista Alice Ferney. El amor, desde su punto de vista, se ha convertido ahora en un trabajo. Más que una irrupción divina o una inexplicable y súbita emoción, más que una liberación o una redención, el amor es “una acción, una voluntad, una atención”. Definido como aquello que “existe entre dos individuos que son capaces de vivir juntos sin matarse”, en una época en que todo parece posible a cada quien le toca inventarlo.
Se me antoja, después de leer esta versión francesa del amor, enterarme de la historia de la experiencia amorosa en Latinoamérica: de las palabras de matrimonio coloniales a los corridos revolucionarios que, aparentemente a contrapelo de los jacobinos, enunciaron y pusieron en primer lugar al amor y sus desajustes (Adelita, después de todo, sí se fue con otro, y no sabemos si Valentina se enteró de la pasión que dominaba al cantante), sería bueno contar con una conversación informada y amena entre historiadores de este lado del mundo que al fin nos aclare por qué, ante cada decepción amorosa, el deber del mexicano prescribe, entre otras cosas, un regreso directo y unívoco a las canciones de José Alfredo Jiménez.
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Friday, October 17, 2008
Tuesday, October 14, 2008
LA HISTORIA DEL AMOR I
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El beso en la boca, ese acoplamiento aparentemente natural y, además, eterno, data, sin embargo, de tiempos más bien modernos —al menos en su versión popular y pública. De acuerdo con las investigaciones de la historiadora francesa Anne-Marie Sohn, todavía en 1881 existían legislaciones (el edicto de la Corte de Casación) que consideraban al beso en la boca como constitutivo del crimen de atentado al pudor. Pero tanto el beso en la boca como el inédito flirteo que despertaron hacia finales del siglo XIX acompañaron el desarrollo gradual de la sexualidad bucal, que ponía menor énfasis en la reproducción de la especie y mayor en la búsqueda del placer, y fueron también mano en mano con la erotización de la pareja conyugal que, hasta inicios del siglo XX, por ahí de la década de los 20 de hecho, se había basado en matrimonios concertados por la conveniencia económica, no por el sentimiento. Pero para llegar hasta ese sitio, para que la pareja pudiera hacer del lecho un lecho de amor, el amor y el placer tuvieron que librar una larga batalla que empezó, si le creemos a Jean Courtin, especialista en prehistoria y director de investigación en el Centro Nacional de Investigación Científica, con el Cro-Magnon, hace unos 100 mil años en África y Cercano Oriente, y hace unos 35 mil años en Europa. Fue entonces que el delicado Homo Sapiens dejó las primeras huellas del apego a sus semejantes a través de sus ritos funerarios. Así, según Courtin, “el sentimiento amoroso va a la par con la consideración que se tiene por los muertos, con el sentido de la estética y la ornamentación”.
Muchas veces me he preguntado por qué si los historiadores en general tienen un acceso privilegiado a datos fascinantes, usualmente encontrados en viejos expedientes que llenan los estantes de los archivos más diversos, se les lee tan poco. La pregunta me ha surgido en más de una ocasión, sobre todo cuando los oigo platicar con singular pasión y conocimiento de causa acerca de hechos que no por encontrarse en el pasado dejan de tener sus conexiones extrañas y firmes con la vida contemporánea. En algo parecido habrá pensado Dominique Simonnet cuando decidió llevar a cabo conversaciones más bien informales y acaso por ello más atractivas con historiadores y ensayistas acerca de uno de los temas que, ya sean tiempos de crisis o de violencia o de bonanza, no dejan de ejercer su cuota de fascinación: el amor. En La más bella historia del amor, pues, el lector encontrará las entrevistas que la redactora en jefe de la revista francesa L´Express condujo con los historiadores Jean Courtin, Paul Veyne, Jacquees Le Goff, Jacques Solé, Mona Ozouf, Alain Corbin y Anne-Marie Sohn, y los escritores Paul Bruckner y Alilce Ferney. Sin el molesto uso del lenguaje excesivamente especializado y respondiendo de manera más bien directa, cuando no amena (por ejemplo, cuando Simonnet le pregunta a Veyne por la pasión legendaria entre Antonio y Celpatra, éste responde: “!Es difícil no amar a una reina que te ofrece todo el Oriente! Uno se enamoraría por mucho menos”), a preguntas concretas sobre las características y transformaciones del sentimiento amoroso desde la prehistoria hasta nuestros días, estos historiadores emprenden una plática rica y también luminosa sobre las múltiples maneras en que hombres y mujeres de diversas épocas han vivido y padecido y celebrado en su caso el amor. Como si se estuviera alrededor de una mesa, con café o copa de vino de por medio, las entrevistas cubren un considerable campo cronológico sin por ello perder la atención por el detalle nimio: “En la famosa gruta de Grimaldi se encontraron los esqueletos de un hombre de unos veinte años, muy grande (1.94 cm) y de una mujer de unos 30 años en posición replegada, ambos estrechamente entrelazados uno en el otro, con adornos de caracolas como lo preconizaba el uso…De hecho, probablemente se trata de un atlético cazador que debía hacer voltear la cabeza de las bellas de la costa de la Liguria hace 30.000 años…”
El mundo romano que pinta Paul Veyne dista mucho del que figuró, no hace tanto, la imaginación de Fellini. Lejos de las orgías tumultuosas y el placer a toda prueba, los romanos que, según Veyne, inventaron a la pareja puritana, veían en el matrimonio una función cívica, aunque molesta, a través del cual se aseguraba la reproducción de la especie. Nada de amor entre los cónyuges que, por otra parte, incluían a mujeres que carecían de derechos. Además, “ningún poder público controla el matrimonio. No se pasa por el equivalente de un juez de paz o un cura, no se firma ningún contrato, salvo un compromiso de dote si la hay”. Para el placer y el sexo del varon romano estaban, por supuesto, los cuerpos de esclavas y esclavos, con quienes podía sostener concubinatos de largo plazo. Así las cosas, hacia el año 200, en la época de Marco Aurelio, todo se endureció: se argumentó contra el aborto, se estigmatizó a las viudas (hasta entonces una posición privilegiada entre las mujeres romanas), se castigó la homosexualidad. La transición hacia la edad media, en la cual la carne se convirtió en pecado, trajo, sin embargo, algunos beneficios para las mujeres: “el cristianismo en cierto sentido”, asegura Jacques Le Goff, “hizo progresar el estatus de la mujer mediante esa idea revolucionaria del consentimiento mutuo”. De esa manera habría que interpretarse la implantación de las amonestaciones en el cuarto concilio de Letrán de 1215: la iglesia quiso contrarrestar el poder del linaje y el peso de las familias y, a la vez, dió ocasión para que los desposados pudieran, si así lo ameritaba su caso, anular el matrimonio.
“En materia de sexualidad”, asegura Jacques Solé, “el renacimiento fue menos iluminado y más inhumano que la edad media”. La represión y la fiscalización de la pareja fue en aumento, de ahí que la invención propiamente dicha del matrimonio por amor le haya correspondido a la pareja campesina. Mientras los integrantes de las clases económicamente poderosas todavía percibían al matrimonio como un negocio o como un deber, aquellos que poco tenían que perder o ganar con dicha institución se dejaban guiar más por la atracción física y, en su caso, por aquello denominado como amor. Plebeyo por naturaleza, sin embargo, el amor (“esa relación no preparada, no negociada, espontánea, que puede poner todo patas arriba”, según Ozouf) se convirtió en el gran enemigo de la revolución.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El beso en la boca, ese acoplamiento aparentemente natural y, además, eterno, data, sin embargo, de tiempos más bien modernos —al menos en su versión popular y pública. De acuerdo con las investigaciones de la historiadora francesa Anne-Marie Sohn, todavía en 1881 existían legislaciones (el edicto de la Corte de Casación) que consideraban al beso en la boca como constitutivo del crimen de atentado al pudor. Pero tanto el beso en la boca como el inédito flirteo que despertaron hacia finales del siglo XIX acompañaron el desarrollo gradual de la sexualidad bucal, que ponía menor énfasis en la reproducción de la especie y mayor en la búsqueda del placer, y fueron también mano en mano con la erotización de la pareja conyugal que, hasta inicios del siglo XX, por ahí de la década de los 20 de hecho, se había basado en matrimonios concertados por la conveniencia económica, no por el sentimiento. Pero para llegar hasta ese sitio, para que la pareja pudiera hacer del lecho un lecho de amor, el amor y el placer tuvieron que librar una larga batalla que empezó, si le creemos a Jean Courtin, especialista en prehistoria y director de investigación en el Centro Nacional de Investigación Científica, con el Cro-Magnon, hace unos 100 mil años en África y Cercano Oriente, y hace unos 35 mil años en Europa. Fue entonces que el delicado Homo Sapiens dejó las primeras huellas del apego a sus semejantes a través de sus ritos funerarios. Así, según Courtin, “el sentimiento amoroso va a la par con la consideración que se tiene por los muertos, con el sentido de la estética y la ornamentación”.
Muchas veces me he preguntado por qué si los historiadores en general tienen un acceso privilegiado a datos fascinantes, usualmente encontrados en viejos expedientes que llenan los estantes de los archivos más diversos, se les lee tan poco. La pregunta me ha surgido en más de una ocasión, sobre todo cuando los oigo platicar con singular pasión y conocimiento de causa acerca de hechos que no por encontrarse en el pasado dejan de tener sus conexiones extrañas y firmes con la vida contemporánea. En algo parecido habrá pensado Dominique Simonnet cuando decidió llevar a cabo conversaciones más bien informales y acaso por ello más atractivas con historiadores y ensayistas acerca de uno de los temas que, ya sean tiempos de crisis o de violencia o de bonanza, no dejan de ejercer su cuota de fascinación: el amor. En La más bella historia del amor, pues, el lector encontrará las entrevistas que la redactora en jefe de la revista francesa L´Express condujo con los historiadores Jean Courtin, Paul Veyne, Jacquees Le Goff, Jacques Solé, Mona Ozouf, Alain Corbin y Anne-Marie Sohn, y los escritores Paul Bruckner y Alilce Ferney. Sin el molesto uso del lenguaje excesivamente especializado y respondiendo de manera más bien directa, cuando no amena (por ejemplo, cuando Simonnet le pregunta a Veyne por la pasión legendaria entre Antonio y Celpatra, éste responde: “!Es difícil no amar a una reina que te ofrece todo el Oriente! Uno se enamoraría por mucho menos”), a preguntas concretas sobre las características y transformaciones del sentimiento amoroso desde la prehistoria hasta nuestros días, estos historiadores emprenden una plática rica y también luminosa sobre las múltiples maneras en que hombres y mujeres de diversas épocas han vivido y padecido y celebrado en su caso el amor. Como si se estuviera alrededor de una mesa, con café o copa de vino de por medio, las entrevistas cubren un considerable campo cronológico sin por ello perder la atención por el detalle nimio: “En la famosa gruta de Grimaldi se encontraron los esqueletos de un hombre de unos veinte años, muy grande (1.94 cm) y de una mujer de unos 30 años en posición replegada, ambos estrechamente entrelazados uno en el otro, con adornos de caracolas como lo preconizaba el uso…De hecho, probablemente se trata de un atlético cazador que debía hacer voltear la cabeza de las bellas de la costa de la Liguria hace 30.000 años…”
El mundo romano que pinta Paul Veyne dista mucho del que figuró, no hace tanto, la imaginación de Fellini. Lejos de las orgías tumultuosas y el placer a toda prueba, los romanos que, según Veyne, inventaron a la pareja puritana, veían en el matrimonio una función cívica, aunque molesta, a través del cual se aseguraba la reproducción de la especie. Nada de amor entre los cónyuges que, por otra parte, incluían a mujeres que carecían de derechos. Además, “ningún poder público controla el matrimonio. No se pasa por el equivalente de un juez de paz o un cura, no se firma ningún contrato, salvo un compromiso de dote si la hay”. Para el placer y el sexo del varon romano estaban, por supuesto, los cuerpos de esclavas y esclavos, con quienes podía sostener concubinatos de largo plazo. Así las cosas, hacia el año 200, en la época de Marco Aurelio, todo se endureció: se argumentó contra el aborto, se estigmatizó a las viudas (hasta entonces una posición privilegiada entre las mujeres romanas), se castigó la homosexualidad. La transición hacia la edad media, en la cual la carne se convirtió en pecado, trajo, sin embargo, algunos beneficios para las mujeres: “el cristianismo en cierto sentido”, asegura Jacques Le Goff, “hizo progresar el estatus de la mujer mediante esa idea revolucionaria del consentimiento mutuo”. De esa manera habría que interpretarse la implantación de las amonestaciones en el cuarto concilio de Letrán de 1215: la iglesia quiso contrarrestar el poder del linaje y el peso de las familias y, a la vez, dió ocasión para que los desposados pudieran, si así lo ameritaba su caso, anular el matrimonio.
“En materia de sexualidad”, asegura Jacques Solé, “el renacimiento fue menos iluminado y más inhumano que la edad media”. La represión y la fiscalización de la pareja fue en aumento, de ahí que la invención propiamente dicha del matrimonio por amor le haya correspondido a la pareja campesina. Mientras los integrantes de las clases económicamente poderosas todavía percibían al matrimonio como un negocio o como un deber, aquellos que poco tenían que perder o ganar con dicha institución se dejaban guiar más por la atracción física y, en su caso, por aquello denominado como amor. Plebeyo por naturaleza, sin embargo, el amor (“esa relación no preparada, no negociada, espontánea, que puede poner todo patas arriba”, según Ozouf) se convirtió en el gran enemigo de la revolución.
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Friday, October 10, 2008
Thursday, October 09, 2008
Tuesday, October 07, 2008
TINTA VERDE
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Todo esto sucede en Madrid, en uno de esos días luminosos y de temperatura perfecta que, me dicen, abundan en septiembre. Caminaba por el Paseo La Castellana, nada más porque tanto el Paseo como yo nos encontrábamos ahí, en Madrid, cuando descubrí que observaba los árboles –frondosos, de un verde casi delicado– sin decirme “aquí voy, por el Paseo La Castellana, observando estos árboles, frondosos, de un verde casi delicado”. La sorpresa fue tanta que al detenerme, como se dice, en seco, solo tuve tiempo de observar a una mujer joven, vestida de azul celeste, con la que evite chocar en el mas último de todos los momentos. “Nunca seré como ella”, me dije, y continué pasmada ante el acceso directo que, segundos antes, había conseguido tener con los árboles de la Castellana. Creí, de manera por demás malsana, que el Algo Interno –eso que, con frecuencia, denomino como mi Alienígena—que describe sin parar todo lo que veo y, aún, sobre todo quizá, lo que no veo, finalmente se había cansado. En eso estaba cuando tuve que aceptar, con un horror que sólo puede ser provocado en este mundo por los Alienígenas venidos de otros, que en realidad lo que pasaba era más complejo que un cansancio cualquiera. Mi así llamado acceso directo a los árboles septembrinos de La Castellana no se debía, claro está, al fingido cansancio de mi Algo Interno, sino a la aparición, acaso súbita, acaso planeada con mucha antelación, de un tercer Alienígena que ahora, aprovechándose de su propia proclividad al silencio y la ironía, me veía a mí y al Algo Interno Original con suma atención y, tal vez, con un poco de misericordia. Temí, como es natural, que los Alienígenas estuvieran en una etapa de feroz multiplicación y, por eso y no por otra cosa, me introduje en el ABC Serrano, un centro comercial que, en esos instantes, me pareció el último refugio en el mundo contra la invasión rapidísima y, debo añadir, inmisericorde, que estaba sufriendo.
Entré, dije, al ABC Serrano creyendo que ahí encontraría la paz de Lo Real. Pronto, sin embargo, pude comprobar que pocas cosas en eso Real merecen el apelativo de pacifico.
Paso a explicar.
Me entretuve un rato frente a los aparadores sabiendo, de manera radicalmente anticapitalista, que no compraría nada, hasta que no tuve alternativa y lo vi. Ahí estaba el nombre, a un lado de unas tres o cuatro plumas fuentes de diseños lejanamente orientales, sobre frascos octagonales de tinta verde: Omas. Dejé de respirar, lo juro, y luego, como en realidad mis opciones no eran muchas, volví a hacerlo. Eso. Respirar.
–Así que tú existes– exclamé con cierto resentimiento en una voz lo suficientemente audible para comunicar mi mensaje y lo suficientemente baja para no llamar la atención de los otros clientes.
Meses atrás, lo recordé todo esto de inmediato, había yo inventado a un tal Martynov N. Omas para uno de los capítulos de una novela que escribía en internet. Martynov había presenciado, de niño, el lánguido caminar de tres mujeres en la playa de algún innombrable Mar del Norte. Ese día, un día de luz por demás densa aunque débil, Martynov N. Omas había decidido escribir, una tarea de la cual había huido con inigualable destreza hasta el momento en que, muchos años después, le contaba toda esta historia a un psiquiatra argentino que trabajaba en Nueva York. Hasta ayer, por supuesto, yo creí que Martynov N. Omas era sólo un producto de mi imaginación. Presa de este golpe bajo de Lo Real, me apresuré a preguntarle a la presunta dueña del lugar –quien, por cierto, no me ponía la menor atención estando como estaba coqueteando descaradamente con un jovencito lleno de acne– por la historia de la compañía Omas.
– Son de Italia –me dijo con el desenfado de quien no sospecha, no tiene la menor idea, de que Lo Real me golpeaba con una furia desatada–. Una isla –murmuró mientras ensayaba una cierta mirada soñadora que colocaba, tal vez sin saber, de manera automática sobre el rostro del seguramente desdichado jovencito.
Le pedí, tratando de ocultar mi desesperación, un catálogo, alguna dirección, cualquier cosa que me ayudara a aproximarme a los Omas. Y ella me lo dio, así, como si nada. Puso dicho documento sobre mis manos y yo, sintiendo cómo Lo Real continuaba burlándose arteramente de mí, no tuve otra alternativa más que pagar por un frasco octagonal de tinta verde y, sin esperar el cambio, salir corriendo.
Iba otra vez sobre La Castellana, ahora sin tener acceso alguno, ni directo ni indirecto, con los árboles del Paseo, cuando volví a casi chocar con La Mujer Que Nunca Seré (la reconocí por el vestido azul celeste). En esos momentos sospeché y, luego, casi de inmediato, estuve segura, que se trataba de una miembro más del clan de los Omas que llegaban a Madrid para recordarme que hasta la imaginación tiene un límite. Que nadie le puede ganar a Lo Real. Yo, como es obvio, tuve que introducir mi dedo meñique en la tinta verde para comprobar que nada de eso era, como se dice, cierto. Corrí, pues, hasta la habitación del hotel, donde recibí una misteriosa llamada. De otro lado del auricular, una mujer hablaba portugués y su acento, que asocié de manera por demás irracional con una playa solitaria en Brasil, me recordó a La Mujer Que Nunca Seré.
–Eduardo Tarttoni –murmuró. Yo le pedí que repitiera el nombre. Ella lo hizo. Le dije que estaba equivocada, que ahí no se encontraba ningún Eduardo y mucho menos un Tarttoni, pero ella no me creyó.
–Esta vez no me vas a engañar –dijo en un firme pero claramente fingido portugués de alguna costa lejanísima y más que solitaria de Brasil–. Esta ve me vas a oír.
Colgué, por supuesto. Colgué y corrí las cortinas de la habitación. Colgué sabiendo, con una certeza que sólo puede ser provocada por Las Alienígenas venidos de otros mundos, que pronto oiría el timbrar algo aletargado, algo triste, de un teléfono que me comunicaría con los Omas.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Todo esto sucede en Madrid, en uno de esos días luminosos y de temperatura perfecta que, me dicen, abundan en septiembre. Caminaba por el Paseo La Castellana, nada más porque tanto el Paseo como yo nos encontrábamos ahí, en Madrid, cuando descubrí que observaba los árboles –frondosos, de un verde casi delicado– sin decirme “aquí voy, por el Paseo La Castellana, observando estos árboles, frondosos, de un verde casi delicado”. La sorpresa fue tanta que al detenerme, como se dice, en seco, solo tuve tiempo de observar a una mujer joven, vestida de azul celeste, con la que evite chocar en el mas último de todos los momentos. “Nunca seré como ella”, me dije, y continué pasmada ante el acceso directo que, segundos antes, había conseguido tener con los árboles de la Castellana. Creí, de manera por demás malsana, que el Algo Interno –eso que, con frecuencia, denomino como mi Alienígena—que describe sin parar todo lo que veo y, aún, sobre todo quizá, lo que no veo, finalmente se había cansado. En eso estaba cuando tuve que aceptar, con un horror que sólo puede ser provocado en este mundo por los Alienígenas venidos de otros, que en realidad lo que pasaba era más complejo que un cansancio cualquiera. Mi así llamado acceso directo a los árboles septembrinos de La Castellana no se debía, claro está, al fingido cansancio de mi Algo Interno, sino a la aparición, acaso súbita, acaso planeada con mucha antelación, de un tercer Alienígena que ahora, aprovechándose de su propia proclividad al silencio y la ironía, me veía a mí y al Algo Interno Original con suma atención y, tal vez, con un poco de misericordia. Temí, como es natural, que los Alienígenas estuvieran en una etapa de feroz multiplicación y, por eso y no por otra cosa, me introduje en el ABC Serrano, un centro comercial que, en esos instantes, me pareció el último refugio en el mundo contra la invasión rapidísima y, debo añadir, inmisericorde, que estaba sufriendo.
Entré, dije, al ABC Serrano creyendo que ahí encontraría la paz de Lo Real. Pronto, sin embargo, pude comprobar que pocas cosas en eso Real merecen el apelativo de pacifico.
Paso a explicar.
Me entretuve un rato frente a los aparadores sabiendo, de manera radicalmente anticapitalista, que no compraría nada, hasta que no tuve alternativa y lo vi. Ahí estaba el nombre, a un lado de unas tres o cuatro plumas fuentes de diseños lejanamente orientales, sobre frascos octagonales de tinta verde: Omas. Dejé de respirar, lo juro, y luego, como en realidad mis opciones no eran muchas, volví a hacerlo. Eso. Respirar.
–Así que tú existes– exclamé con cierto resentimiento en una voz lo suficientemente audible para comunicar mi mensaje y lo suficientemente baja para no llamar la atención de los otros clientes.
Meses atrás, lo recordé todo esto de inmediato, había yo inventado a un tal Martynov N. Omas para uno de los capítulos de una novela que escribía en internet. Martynov había presenciado, de niño, el lánguido caminar de tres mujeres en la playa de algún innombrable Mar del Norte. Ese día, un día de luz por demás densa aunque débil, Martynov N. Omas había decidido escribir, una tarea de la cual había huido con inigualable destreza hasta el momento en que, muchos años después, le contaba toda esta historia a un psiquiatra argentino que trabajaba en Nueva York. Hasta ayer, por supuesto, yo creí que Martynov N. Omas era sólo un producto de mi imaginación. Presa de este golpe bajo de Lo Real, me apresuré a preguntarle a la presunta dueña del lugar –quien, por cierto, no me ponía la menor atención estando como estaba coqueteando descaradamente con un jovencito lleno de acne– por la historia de la compañía Omas.
– Son de Italia –me dijo con el desenfado de quien no sospecha, no tiene la menor idea, de que Lo Real me golpeaba con una furia desatada–. Una isla –murmuró mientras ensayaba una cierta mirada soñadora que colocaba, tal vez sin saber, de manera automática sobre el rostro del seguramente desdichado jovencito.
Le pedí, tratando de ocultar mi desesperación, un catálogo, alguna dirección, cualquier cosa que me ayudara a aproximarme a los Omas. Y ella me lo dio, así, como si nada. Puso dicho documento sobre mis manos y yo, sintiendo cómo Lo Real continuaba burlándose arteramente de mí, no tuve otra alternativa más que pagar por un frasco octagonal de tinta verde y, sin esperar el cambio, salir corriendo.
Iba otra vez sobre La Castellana, ahora sin tener acceso alguno, ni directo ni indirecto, con los árboles del Paseo, cuando volví a casi chocar con La Mujer Que Nunca Seré (la reconocí por el vestido azul celeste). En esos momentos sospeché y, luego, casi de inmediato, estuve segura, que se trataba de una miembro más del clan de los Omas que llegaban a Madrid para recordarme que hasta la imaginación tiene un límite. Que nadie le puede ganar a Lo Real. Yo, como es obvio, tuve que introducir mi dedo meñique en la tinta verde para comprobar que nada de eso era, como se dice, cierto. Corrí, pues, hasta la habitación del hotel, donde recibí una misteriosa llamada. De otro lado del auricular, una mujer hablaba portugués y su acento, que asocié de manera por demás irracional con una playa solitaria en Brasil, me recordó a La Mujer Que Nunca Seré.
–Eduardo Tarttoni –murmuró. Yo le pedí que repitiera el nombre. Ella lo hizo. Le dije que estaba equivocada, que ahí no se encontraba ningún Eduardo y mucho menos un Tarttoni, pero ella no me creyó.
–Esta vez no me vas a engañar –dijo en un firme pero claramente fingido portugués de alguna costa lejanísima y más que solitaria de Brasil–. Esta ve me vas a oír.
Colgué, por supuesto. Colgué y corrí las cortinas de la habitación. Colgué sabiendo, con una certeza que sólo puede ser provocada por Las Alienígenas venidos de otros mundos, que pronto oiría el timbrar algo aletargado, algo triste, de un teléfono que me comunicaría con los Omas.
--crg
Saturday, October 04, 2008
QUIMÉRICA
Lo escribió Jordi Carrión en Quimera. Revista de Literatura, No. 298:
"Libro a libro, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza (1964) está construyendo una de las obras más desafiantes de nuestra lengua. Su poética asume la condición fronteriza de la propia autora. Nacida en la frontera norte de su país, vive a caballo entre San Diego y Tijuana, entre el inglés y el castellano, entre la academia y la creación; de esos pasos constantes de frontera sólo podía resultar una obra que también cabalga entre territorios, que asume la teoría (literaria) como una condición de existencia de la práctica (la literatura), que combina la investigación histórica con el lenguaje poético, en artefactos que son novelas al tiempo que luchan por dejar de serlo.
En el caso de su último título, La muerte me da, que se ha publicado en España tras una buena acogida crítica en México, el molde es el de la novela policial. Concretamente, el de una historia paradigmática de nuestros días: la del asesino en serie, ese personaje desequilibrado y obsesivo que se sitúa, equidistante, entre el homicida y el terrorista, entre el matón puntual y el autor de masacres, con el atributo fordiano de la serialidad, que es el propio de la época contemporánea Desde un comienzo tenemos en este libro cuerpos de hombres que aparecen castrados, el pene desaparecido, negado, ausente; junto a ellos, con un punto de inverosimilitud que anuncia que estamos ante una propuesta informal y metalingüística, se transcriben versos de Alejandra Pizarnik. Pronto se establece un triángulo investigador en cuyos tres vértices se sitúan sendas mujeres: una detective, una periodista y una profesora de universidad. Ésta aparece con el nombre de “Cristina Rivera Garza”, en un ejercicio novedoso de autoficción donde la autora real se vuelve un ente vaporoso. A medida que la investigación avance, se irá anulando la progresión del tiempo, las acciones se irán empantanando, las digresiones sobre poesía y sobre lenguaje ocuparán literalmente la obra, que cada vez será más un poema en prosa (cuando no directamente en verso), una elucubración casi fantástica (con excursos de inspiración imaginativa u onírica, sobre personajes minúsculos como los creados por Jonathan Swift), un tratado informe sobre la relación tensa entre la poesía y la prosa, una lectura donde no importen los hechos sino las palabras".
La versión completa también se puede encontrar en www.jorgecarrion.com/blog
--crg
Lo escribió Jordi Carrión en Quimera. Revista de Literatura, No. 298:
"Libro a libro, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza (1964) está construyendo una de las obras más desafiantes de nuestra lengua. Su poética asume la condición fronteriza de la propia autora. Nacida en la frontera norte de su país, vive a caballo entre San Diego y Tijuana, entre el inglés y el castellano, entre la academia y la creación; de esos pasos constantes de frontera sólo podía resultar una obra que también cabalga entre territorios, que asume la teoría (literaria) como una condición de existencia de la práctica (la literatura), que combina la investigación histórica con el lenguaje poético, en artefactos que son novelas al tiempo que luchan por dejar de serlo.
En el caso de su último título, La muerte me da, que se ha publicado en España tras una buena acogida crítica en México, el molde es el de la novela policial. Concretamente, el de una historia paradigmática de nuestros días: la del asesino en serie, ese personaje desequilibrado y obsesivo que se sitúa, equidistante, entre el homicida y el terrorista, entre el matón puntual y el autor de masacres, con el atributo fordiano de la serialidad, que es el propio de la época contemporánea Desde un comienzo tenemos en este libro cuerpos de hombres que aparecen castrados, el pene desaparecido, negado, ausente; junto a ellos, con un punto de inverosimilitud que anuncia que estamos ante una propuesta informal y metalingüística, se transcriben versos de Alejandra Pizarnik. Pronto se establece un triángulo investigador en cuyos tres vértices se sitúan sendas mujeres: una detective, una periodista y una profesora de universidad. Ésta aparece con el nombre de “Cristina Rivera Garza”, en un ejercicio novedoso de autoficción donde la autora real se vuelve un ente vaporoso. A medida que la investigación avance, se irá anulando la progresión del tiempo, las acciones se irán empantanando, las digresiones sobre poesía y sobre lenguaje ocuparán literalmente la obra, que cada vez será más un poema en prosa (cuando no directamente en verso), una elucubración casi fantástica (con excursos de inspiración imaginativa u onírica, sobre personajes minúsculos como los creados por Jonathan Swift), un tratado informe sobre la relación tensa entre la poesía y la prosa, una lectura donde no importen los hechos sino las palabras".
La versión completa también se puede encontrar en www.jorgecarrion.com/blog
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