POESIA NORTEAMERICANA: RAE ARMANTROUT
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Noviembre de 2008 fue un mes cargado de emociones políticas no sólo en los Estados Unidos, donde se elegía nuevo presidente, sino en el mundo entero, donde se esperaban los resultados con tanto o más entusiasmo que en la así llamada Unión Americana. Tal vez no fue mera coincidencia que la revista New Yorker de ese mismo mes publicara “Oraciones” (Prayers), un poema de Rae Armantrout, poeta californiana cuyo trabajo se viera ligado desde sus inicios con ese movimiento estético de corte crítico conocido como Poesía del lenguaje —dentro del cual resuenan los nombres de Charles Bernstein, Lyn Hejinian y Ron Silliman. Y digo que no fue mera coincidencia porque Armantrout, justo como sus colegas de Language Poetry, considera que la poesía tiene la capacidad de plantear y plantearse “preguntas verdaderas” acerca del mundo que la produce y al cual ilumina. La poesía, por eso, “nos hace pensar dos veces y escuchar otra vez por primera vez”.
Así las cosas, en el New Yorker de noviembre es posible leer:
“I. Rezamos/ y sucede la resurrección// Aquí vienen los jóvenes/ otra vez// disparando y riéndose// temblorosamente/ como timbres de teléfono.// II. Lo único que pedimos/ es que nuestro pensamiento// sostenga su momentum/ identifique sus blancos.// La presión/ en mi baja espalda/ asciende para ser reconocida/ como dolor.// Los triángulos azules/ en la alfombra/ se repiten.// Viene/ una discusión/ sobre los usos/ de la tortura.// El miedo/ de que todo esto/ termine.// El miedo/ de que no termine.”
Autora de nueve libros, entre los que se cuentan Nueva Vida (New Life) y Velo (Veil: New and Selected Poems), Armantrout ha mantenido una producción constante que no pocos consideran como la más lírica entre los poetas del lenguaje. Inédita todavía en español, la encargada de la cátedra de poesía del programa de Escritura Creativa de la Universidad de California en San Diego contestó unas cuantas preguntas en torno a su trabajo poético y el estado actual de la poesía norteamericana, cuyas respuestas bien podrían servir como una breve introducción a su obra y una decembrina invitación a su lectura.
“Escribo”, dice Armantrout, “porque lo que veo y oigo me parece de alguna manera equivocado. Necesito documentarlo todo y reflexionar luego sobre eso. Escribo para encontrar o enmarcar las preguntas necesarias ante mí misma. Para hacer al pensamiento (más) palpable. Me interesan las historias de origen, ya sea científicas o metodológicas. Me gusta jugar con ellas, reconfigurarlas, inventar nuevas. Siempre cargo un cuaderno conmigo en el cual anoto impresiones, vistas, pedazos de conversaciones, etc. Luego de hacer esto por un par de días o semanas, releo el material coleccionado y busco los patrones. Más tarde trato de arreglar esas piezas para ponerlas en diálogo y crear conjunciones interesantes”.
“La poesía”, asegura, “nos hace conscientes del lenguaje. Con frecuencia, estamos tan poco conscientes del lenguaje como un pez es consciente del agua. La poesía nos hace pensar dos veces y nos hace escuchar otra vez. La poesía se plantea preguntas reales. La poesía conecta ideas, imágenes, tonos, discursos que han sido separados por distintas convenciones. La fricción que se lleva a cabo cuando estas “cosas” separadas hacen contacto provoca que las chispas se eleven. Ese es el placer de la poesía”, concluye.
Sobre su relación con los poetas del lenguaje se expresa así: “Fui una de las integrantes originales de los poetas del lenguaje en la costa oeste. Éramos un grupo de amigos (como desde hace 30 años) que tenían una larga e intense conversación acerca de la poesía. Sentíamos que la poesía podía y debía reflejar y retar las condiciones sociales imperantes. Aprendimos mucho los unos de los otros entonces. Una de ellas fue, por ejemplo, el valor de los cortes o disyunciones en el poema o en el texto. Estas disyunciones le dan espacio al lector para pensar por ella misma y hacer las conexiones que pueda o deba hacer más tarde”
Acaso un buen ejemplo de ese intenso diálogo y del valor de esas líneas disyuntivas se encuentre en el poema “Motores” (Engines), escrito con Ron Silliman, e incluido en el libro Velos, que publicara Weslayan en 2001.
“Los espíritus a quienes llamamos motores en ningún momento y de ninguna manera fueron oscuridad. Los eucaliptos se encogen. La luz brilla sobre esas hojas en completo silencio. Eso es una lengua resbalosa. ¿Estamos sugiriendo relaciones que no queremos revelar?”
Alerta ante su entorno tanto político como poético, Armantrout sigue de cerca varias manifestaciones culturales estadounidenses, de entre las cuales rescata las siguientes: “Hay muchas líneas interesantes en la poesía norteamericana actual. Una de ellas es Flarf, en la que poetas como K. Silem Mohammad y Katia Degentesh hacen poemas con el lenguaje de búsquedas en Google (se le llama escultura google) para revelar las patologías del discurso contemporáneo. Otra línea es el nuevo minimalismo practicado por poetas como Graham Foust, Devin Johnston y Joe Massey. Estos poetas escriben poemas tensos, oblicuos que pueden ser descritos como líricos. Hay mujeres, tal vez inspiradas en la poeta canadiense Lisa Robertson, que escriben poemas post-feministas que son barrocos y excesivos y deliberadamente grotescos (vienen ahora mismo a la mente los nombres de Catherine Wagner, Lara Glenum y Sandra Lim). Y finalmente hay poetas como Juliana Spahr, Rodrigo Toscano y Ben Lerner, quienes escriben una poesía de agudo análisis político sin el carácter necesariamente paródico de Flarf. En cada uno de estos movimientos encuentro algo con lo que me relaciono o que me inspira”.
Las traducciones de poemas y entrevista son de crg.
--crg
Tuesday, December 30, 2008
Tuesday, December 23, 2008
NUNCA MIRES ATRÁS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Para muchos, diciembre representa el regreso a casa. Ya desde lugares recónditos o desde la otra esquina del barrio, ya cruzando fronteras o, cuando no hay de otra, desde la imaginación más arbitraria, la peregrinación hacia lo que se presume es el lugar del origen constituye una marca del doceavo mes del año. Allá vamos todos cuando todo se termina: a casa. De ahí salimos luego, recuperados o llenos de angustia, como si se tratara de otro inicio. Seguramente por eso me he declarado ya desde hace tiempo una decembrista convencida. Me gusta tocar a la puerta y hacer lo que las familias hacen cuando se reúnen: comer y hablar (no necesariamente en ese orden), que son los dos verbos que usamos con mayor frecuencia para reconocernos y, luego entonces, para producirnos como familiares, es decir, como descifrables. La historia, como todos aquellos que odian diciembre lo saben muy bien, casi nunca es tan armónica ni tan feliz. El hogar suele ser un espacio también teñido de oscuridad y conflicto, cuando no de perversidad o de franca extrañeza.
En algo similar pensaba con toda seguridad la teórica Sara Ahmed cuando, en su libro Encuentros extraños 1, abogaba por una definición del hogar que, lejos de descartar la presencia del extraño, o de colocarla de manera esquemática en el espacio del no-hogar que es la migración (o el nomadismo), la incorporara como uno de sus polos definitorios. El extraño es extraño, después de todo, porque se aproxima. Si el allá es concebible, entonces no queda tan lejos (ni simbólica ni materialmente). En lugar de caer en tal dicotomía, pues, Ahmed propone plantearse y responder las siguientes tres preguntas para poder definir cuál o qué es el hogar de alguien: el lugar donde la persona vive, el lugar donde vive la familia, el lugar de origen. De la interrelación, con frecuencia compleja cuando no dolorosa, de estas tres variables, surgiría un concepto de hogar que es a la vez histórico y sensorial. Alguien puede vivir en el mismo lugar que se familia y dentro de los confines de una misma nación. Alguien, por otra parte, puede vivir en una localidad donde no vive su familia y dentro de la cual recuerda el allá de su hogar, en el sentido de lugar de origen. Las combinaciones son, por supuesto, tan variadas como el desplazamiento trasnacional lo permita o requiera o imponga.
Por eso es posible imaginar cómo, para el que migra, la cuestión del hogar no sólo incluye una dislocación espacial sino también temporal. El hogar no sólo está allá, sino también en el pasado (que es donde reside el allá, para cuestiones cotidianas del migrante). El hogar, luego entonces, deviene cuestión de memoria y, por devenirlo, resulta también una cuestión imposible. ¿Puede un cuerpo regresar a la memoria? Como dice una de las informantes, de cuyas palabras echa mano Ahmed para ponerle palabras humanas a su investigación: “En Londres iba a “casa” al terminar el día. Durante las vacaciones venía a “casa” a Paris, con la familia. Y una vez cada dos años, íbamos a “casa” a la India. India era nuestro “verdadero hogar” y, sin embargo, paradójicamente, era el lugar donde ya no teníamos casa propia. Siempre nos quedamos como invitados”. Lo más verdadero, gracias a la migración, es lo más falso. Lo más propio resulta, luego entonces, lo más ajeno. El hogar es así el lugar donde el reconocimiento es más difícil. Tal vez por eso se toma y se come y se platica sin cesar en esas reuniones familiares: no porque todo nos resulte familiar, sino porque, a fuerza de extrañeza, nada lo es. Repetir sin cesar las narrativas familiares en fechas umbral es lo que, sin duda, nos vuelve si no menos extraños ante aquellos a los que nos une además de la genética una historia y un espacio compartido (ahora en la memoria) por lo menos un poco más legibles. Supongo que más de una copa navideña se alza, en realidad, en un brindis por tal legibilidad.
Contrario a gente que, como Braidotti o Chambers, teóricos que han asociado al hogar con una identidad fija y a la migración o el nomadismo con la posibilidad de la formación de identidades fluidas, cuando no trasgresoras, Ahmed sostiene que ni el hogar es tan fijo como se cree ni el que se va, ya sea por razones elegidas o impuestas, entra en un proceso desidentatario de manera automática. El que migra se aleja, por cierto, pero por lo mismo, se acerca a algo más. Ese proceso de extrañamiento es, según Ahmed, un proceso identatario que se desarrolla sobre todo en la piel. El hogar, es pues una suerte de piel social y memoriosa, y cualquier transformación en ese habitar recae y es registrado por el cúmulo de sensaciones que hacen del cuerpo un cuerpo habitado y de la habitación (en el sentido de proceso) un fenómeno corporal.
Supongo (¿espero?) que pocos además de Sara Ahmed se ponen a pensar en todo eso cuando sacan el boleto de avión o hacen las maletas o envuelven el platillo que llevarán a ese verdadero hogar donde ahora sólo son invitados. Supongo que menos todavía se quedarán impávidos en la sala del aeropuerto cuando se den cuenta, con terror o alivio, o lo que es peor: con ambos, que tal como lo atestigua la misma informante de Ahmed: “Había siempre algo reconfortante y familiar alrededor de los aeropuertos y terminales aéreas. Me daban una sensación de propósito y de seguridad. Estaba ahí con un destino definitivo: usualmente el hogar, en algún lado”. En todo caso, para los que van o los que regresan o los que se quedan haciendo un lugar de ese no-lugar que es el aeropuerto, el mismo consejo: nunca miren atrás (entre otras cosas, porque es imposible, nada más).
1 Sara Ahmed, Strange Encounters. Embodied Others in Post-Coloniality (London and New York: Routledge, 2000).
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Para muchos, diciembre representa el regreso a casa. Ya desde lugares recónditos o desde la otra esquina del barrio, ya cruzando fronteras o, cuando no hay de otra, desde la imaginación más arbitraria, la peregrinación hacia lo que se presume es el lugar del origen constituye una marca del doceavo mes del año. Allá vamos todos cuando todo se termina: a casa. De ahí salimos luego, recuperados o llenos de angustia, como si se tratara de otro inicio. Seguramente por eso me he declarado ya desde hace tiempo una decembrista convencida. Me gusta tocar a la puerta y hacer lo que las familias hacen cuando se reúnen: comer y hablar (no necesariamente en ese orden), que son los dos verbos que usamos con mayor frecuencia para reconocernos y, luego entonces, para producirnos como familiares, es decir, como descifrables. La historia, como todos aquellos que odian diciembre lo saben muy bien, casi nunca es tan armónica ni tan feliz. El hogar suele ser un espacio también teñido de oscuridad y conflicto, cuando no de perversidad o de franca extrañeza.
En algo similar pensaba con toda seguridad la teórica Sara Ahmed cuando, en su libro Encuentros extraños 1, abogaba por una definición del hogar que, lejos de descartar la presencia del extraño, o de colocarla de manera esquemática en el espacio del no-hogar que es la migración (o el nomadismo), la incorporara como uno de sus polos definitorios. El extraño es extraño, después de todo, porque se aproxima. Si el allá es concebible, entonces no queda tan lejos (ni simbólica ni materialmente). En lugar de caer en tal dicotomía, pues, Ahmed propone plantearse y responder las siguientes tres preguntas para poder definir cuál o qué es el hogar de alguien: el lugar donde la persona vive, el lugar donde vive la familia, el lugar de origen. De la interrelación, con frecuencia compleja cuando no dolorosa, de estas tres variables, surgiría un concepto de hogar que es a la vez histórico y sensorial. Alguien puede vivir en el mismo lugar que se familia y dentro de los confines de una misma nación. Alguien, por otra parte, puede vivir en una localidad donde no vive su familia y dentro de la cual recuerda el allá de su hogar, en el sentido de lugar de origen. Las combinaciones son, por supuesto, tan variadas como el desplazamiento trasnacional lo permita o requiera o imponga.
Por eso es posible imaginar cómo, para el que migra, la cuestión del hogar no sólo incluye una dislocación espacial sino también temporal. El hogar no sólo está allá, sino también en el pasado (que es donde reside el allá, para cuestiones cotidianas del migrante). El hogar, luego entonces, deviene cuestión de memoria y, por devenirlo, resulta también una cuestión imposible. ¿Puede un cuerpo regresar a la memoria? Como dice una de las informantes, de cuyas palabras echa mano Ahmed para ponerle palabras humanas a su investigación: “En Londres iba a “casa” al terminar el día. Durante las vacaciones venía a “casa” a Paris, con la familia. Y una vez cada dos años, íbamos a “casa” a la India. India era nuestro “verdadero hogar” y, sin embargo, paradójicamente, era el lugar donde ya no teníamos casa propia. Siempre nos quedamos como invitados”. Lo más verdadero, gracias a la migración, es lo más falso. Lo más propio resulta, luego entonces, lo más ajeno. El hogar es así el lugar donde el reconocimiento es más difícil. Tal vez por eso se toma y se come y se platica sin cesar en esas reuniones familiares: no porque todo nos resulte familiar, sino porque, a fuerza de extrañeza, nada lo es. Repetir sin cesar las narrativas familiares en fechas umbral es lo que, sin duda, nos vuelve si no menos extraños ante aquellos a los que nos une además de la genética una historia y un espacio compartido (ahora en la memoria) por lo menos un poco más legibles. Supongo que más de una copa navideña se alza, en realidad, en un brindis por tal legibilidad.
Contrario a gente que, como Braidotti o Chambers, teóricos que han asociado al hogar con una identidad fija y a la migración o el nomadismo con la posibilidad de la formación de identidades fluidas, cuando no trasgresoras, Ahmed sostiene que ni el hogar es tan fijo como se cree ni el que se va, ya sea por razones elegidas o impuestas, entra en un proceso desidentatario de manera automática. El que migra se aleja, por cierto, pero por lo mismo, se acerca a algo más. Ese proceso de extrañamiento es, según Ahmed, un proceso identatario que se desarrolla sobre todo en la piel. El hogar, es pues una suerte de piel social y memoriosa, y cualquier transformación en ese habitar recae y es registrado por el cúmulo de sensaciones que hacen del cuerpo un cuerpo habitado y de la habitación (en el sentido de proceso) un fenómeno corporal.
Supongo (¿espero?) que pocos además de Sara Ahmed se ponen a pensar en todo eso cuando sacan el boleto de avión o hacen las maletas o envuelven el platillo que llevarán a ese verdadero hogar donde ahora sólo son invitados. Supongo que menos todavía se quedarán impávidos en la sala del aeropuerto cuando se den cuenta, con terror o alivio, o lo que es peor: con ambos, que tal como lo atestigua la misma informante de Ahmed: “Había siempre algo reconfortante y familiar alrededor de los aeropuertos y terminales aéreas. Me daban una sensación de propósito y de seguridad. Estaba ahí con un destino definitivo: usualmente el hogar, en algún lado”. En todo caso, para los que van o los que regresan o los que se quedan haciendo un lugar de ese no-lugar que es el aeropuerto, el mismo consejo: nunca miren atrás (entre otras cosas, porque es imposible, nada más).
1 Sara Ahmed, Strange Encounters. Embodied Others in Post-Coloniality (London and New York: Routledge, 2000).
--crg
Thursday, December 18, 2008
THE IMPOSSIBLE HOME
It is the impossibility of return that binds place and memory together. That is, it is impossible to return to a place that was lived as home, precisely because the home is not exterior but interior to embodied subjects. The movements of subjects between places that come to be inhabited as home involve the discontinuities of personal biographies and wrinkles in the skin. The experience of leaving home in migration is hence always about the failure of memory to make sense of the palce one comes to inhabit, a failure that is exprienced in the discomfort of a migrant body, a body that feels out of place. The process of returning home is likewise about the failures of memory, of not being inhabited in the sme way by that which appears as familiar.
Sara Ahmed, Strange Encounters: Embodied Others in Post-Coloniality, 21.
--crg
It is the impossibility of return that binds place and memory together. That is, it is impossible to return to a place that was lived as home, precisely because the home is not exterior but interior to embodied subjects. The movements of subjects between places that come to be inhabited as home involve the discontinuities of personal biographies and wrinkles in the skin. The experience of leaving home in migration is hence always about the failure of memory to make sense of the palce one comes to inhabit, a failure that is exprienced in the discomfort of a migrant body, a body that feels out of place. The process of returning home is likewise about the failures of memory, of not being inhabited in the sme way by that which appears as familiar.
Sara Ahmed, Strange Encounters: Embodied Others in Post-Coloniality, 21.
--crg
Wednesday, December 17, 2008
THEIR IDEA, FOR EXAMPLE, OF THE SKY
They knew rain beforehand. They were prone to reminisce what they knew: the qualities of rain. Color. Shape. Temperature. It was the kind of knowledge passed down in whispers from generation to generation. Few had seen it (we have little data on their idea of, for example, the sky), but all knew. It was that kind of collective yearning. That kind of odd plurality. There was a strong poetic tradition in what may be described as their literature. The books of rain: Human-sized sheets of light cotton bruised by what they called "rain spots" kept together with wooden binds. "If you touch them," they would say, "you become water". No further explanation added. Their connection with rain gave them away: while we covered ourselves with raincoats and umbrellas out of a basic sense of self-protection; they, on the contrary, took their hats off and, facing the clouds, opened their arms and their mouths in a position most would describe as religious. Parting, their lips. Their feet some inches above the pavement. That devotion. They could spend hours looking at the drops on the windowpanes. They could listen ceaselessly to the voices they brought from far away places. They murmured.
--crg
They knew rain beforehand. They were prone to reminisce what they knew: the qualities of rain. Color. Shape. Temperature. It was the kind of knowledge passed down in whispers from generation to generation. Few had seen it (we have little data on their idea of, for example, the sky), but all knew. It was that kind of collective yearning. That kind of odd plurality. There was a strong poetic tradition in what may be described as their literature. The books of rain: Human-sized sheets of light cotton bruised by what they called "rain spots" kept together with wooden binds. "If you touch them," they would say, "you become water". No further explanation added. Their connection with rain gave them away: while we covered ourselves with raincoats and umbrellas out of a basic sense of self-protection; they, on the contrary, took their hats off and, facing the clouds, opened their arms and their mouths in a position most would describe as religious. Parting, their lips. Their feet some inches above the pavement. That devotion. They could spend hours looking at the drops on the windowpanes. They could listen ceaselessly to the voices they brought from far away places. They murmured.
--crg
Tuesday, December 16, 2008
LOS LIBROS SOLOS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
¿Por qué uno encuentra los libros que encuentra al azar? No lo sé. ¿Qué incita a la mano a lanzarse hacia un rectángulo de papel y no otro? Tampoco lo sé. ¿Cómo es que el ojo salta, despavorido o alegre, en todo caso emocionado, y el corazón empieza a latir con fuerza repentina nada más a su contacto? Supongo que la respuesta a estas interrogantes, de existir, está a la vista de todos, es decir, dentro del proceso de lectura de esos libros que se presentan sin anuncio o recomendación, desnudos.
Peregrinary, poems by Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, translated from the polish by Bill Johnston, (Brookline, MA: Zephyr Press, 2008).
Era una tarde de otoño, debería decir. El aire, que ya era fresco, invitaba el remolinear de los pájaros. Se antojaba un café, una charla, un buen saludo de mano: algo cálido y humano. Algo aquí. El libro apareció en ese contexto. No buscaba nada en realidad y, tal vez por eso, la palabra Peregrinary llamó mi atención. Más cercana al latín (peregrinare) que al inglés coloquial (peregrination). Más cercana a este ir de un lado a otro por mucho tiempo y en tierras muy remotas sin entender demasiado pero con devoción. Más cercana a esto. Asumo que fue por eso que tomé el libro, el cual contiene fragmentos de nueve libros anteriores, y que fui, sin pensarlo demasiado, hasta Wólka Krowicka, cerca de Lubaczów, justo en la frontera entre Polonia y Ucrania. Ahí donde nació, en 1962, Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, un nombre, si hay que creerle al traductor Bill Johnston, de difícil pronunciación incluso para los polacos. Dycki, pues, para los iniciados. Dycki para los que saben que, como fronterizo, creció hablando un dialecto local hasta que la educación formal, justo en la secundaria, lo hizo optar por el polaco propiamente dicho. Dycki, pues, para los que saben que tal “opción” partió a su familia en dos y a sus poemas en miles de pedazos. En “Manantial”, un poema de Guía para los vagabundos cualesquiera que sea su lugar de residencia (2000), por ejemplo, esto: “es el otoño Señor y no tengo hogar/ cuando llego a la región de Prezemysl/ para escarbar dentro de mí y dentro de aquellos cercanos a mí/ cuando me cuentan la historia de quien cortó a quien// en pedazos con un hacha ucraniana o polaca quien/ aventó a quien en la noria cerca de la que paso/ para escarbar dentro de mí descubrir mi verdadera/ esencia pero primero bebo el agua refrescante de esa noria// le doy crédito a la historia de mi familia y bebo de ella/ como de un manantial que formo desde la profundidad de la historia/ sobre los monstruos en ambos lados del espejo y no he sido/ inocente tampoco desde que empecé a escribir en polaco contra quién”.
De uno a otro (extracto de) libro incluido en Peregrinary, es claro que Dycki, como todo escritor verdadero, ha permanecido fiel a un puñado de temas que no cambian con el tiempo. Las obsesiones son obsesiones son (y lo demás es la falsa novedad del mercado). La enfermedad, la muerte y la poesía aparecen ingrávidas en el primer verso de Neni y otros poemas (1990), la selección que abre esta antología, así como aparecen, aparentemente igual aunque una lectura cuidadosa los verá por fuerza como distintos, en los versos de La historia de las familias polacas (2005), el último libro incluido en esta selección. En construcciones dan la apariencia de ser sonetos (sin serlo del todo), escuetos y confesionales (aunque en un sentido distinto a los personalísimos versos de Szymborska, por ejemplo), Dycki habla de discute entra en el cuerpo que cae. En “Atragantado de sí mismo va directo al cielo”, un poema del tercer libro incluido aquí, expresa: “guerrea contra mí y vencerás/ cada día saldrás victorioso/ y cada día derrotado el momento en el que llamo/ a los muertos por su ayuda// es mi ocupación favorita convocar a los muertos”. Y así lo hace, una y otra vez, la poesía convertida en el canal misterioso y carnal por el que pasan sus cuerpos: “antes de que descubriera tu muerte en el cuarto/ en el onceavo piso y viera en el asombro/ de tu desnudez y antes de que descubriera que la muerte es una cosa/ que viene después del desayuno comida y cena// me di cuenta de que el que yacía frente a mí/ en los aposentos de la noche de ayer y el que yacía entre azucenas/ era mi amigo mi fisiología era sobre todo/ mi amigo y mi fisiología// una cosa que es sagrada”.
En otra maniobra que a ojos mordaces o poco adiestrados pudiera resultar repetitiva pero que no lo es, Dycki inicia sus poemas dos o tres veces con el mismo verso e, incluso, con la misma estrofa. Sólo la lectura completa y atenta del poema revelará la manera en que los vocablos, que son los mismos, han cambiado, saturándose de otra materia e iniciando un peregrinaje distinto. Tal vez por eso dice: “mi hermana Wanda trae una azucena de su caminata/ mientras yo escribo un poema acerca de la muerte/ y escribo ese poema otra vez desde el inicio/ y soy incapaz de terminarlo”. Y tal vez por eso nos recuerda en otro poema: “Te hablaré de la muerte en mi imperfecta/ lengua reconocida por su imperfección”, y aún en otro: “uso el lenguaje con dificultad (soy/ un poeta contemporáneo)”. En el lenguaje y por el lenguaje, la muerte transpira en cada cosa (sagrada) que aparece en los poemas de Dycki, y luego esa muerte, la misma muerte, se ve a sí misma y, viéndose, mira al lector con sus ojos transparentes.
Podría decir que fue la palabra frontera en “en nuestro pequeño pueblo fronterizo (que queda/ sobre un pequeño río y otro pequeño/ río) la muerte aparecería los lunes/ en día de mercado cuando hay mucho de donde escoger”. O que fue la palabra libro como en: “la nieve para ti no es ese mundo ingeniosamente/ o prácticamente imaginado/ desde que te mudaste a un sueño/ para escribir un libro muy separado”. O la plegaria: “la incredulidad es ese lugar milagroso/ que abandono todos los días por alguien más”. Pero en realidad quiero creer que fueron esos ojos transparentes los que me miraron a través de las hojas del libro y a través de las hojas del otoño mientras yo pasaba por ahí sin saber a ciencia cierta que lo esperaba, o mejor, que no lo esperaba oír diciéndome “escarba aquí, dentro de ti y dentro de los tuyos en esa lengua imperfecta, reconocida por su imperfección, que es donde se hacen los libros solos”.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
¿Por qué uno encuentra los libros que encuentra al azar? No lo sé. ¿Qué incita a la mano a lanzarse hacia un rectángulo de papel y no otro? Tampoco lo sé. ¿Cómo es que el ojo salta, despavorido o alegre, en todo caso emocionado, y el corazón empieza a latir con fuerza repentina nada más a su contacto? Supongo que la respuesta a estas interrogantes, de existir, está a la vista de todos, es decir, dentro del proceso de lectura de esos libros que se presentan sin anuncio o recomendación, desnudos.
Peregrinary, poems by Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, translated from the polish by Bill Johnston, (Brookline, MA: Zephyr Press, 2008).
Era una tarde de otoño, debería decir. El aire, que ya era fresco, invitaba el remolinear de los pájaros. Se antojaba un café, una charla, un buen saludo de mano: algo cálido y humano. Algo aquí. El libro apareció en ese contexto. No buscaba nada en realidad y, tal vez por eso, la palabra Peregrinary llamó mi atención. Más cercana al latín (peregrinare) que al inglés coloquial (peregrination). Más cercana a este ir de un lado a otro por mucho tiempo y en tierras muy remotas sin entender demasiado pero con devoción. Más cercana a esto. Asumo que fue por eso que tomé el libro, el cual contiene fragmentos de nueve libros anteriores, y que fui, sin pensarlo demasiado, hasta Wólka Krowicka, cerca de Lubaczów, justo en la frontera entre Polonia y Ucrania. Ahí donde nació, en 1962, Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, un nombre, si hay que creerle al traductor Bill Johnston, de difícil pronunciación incluso para los polacos. Dycki, pues, para los iniciados. Dycki para los que saben que, como fronterizo, creció hablando un dialecto local hasta que la educación formal, justo en la secundaria, lo hizo optar por el polaco propiamente dicho. Dycki, pues, para los que saben que tal “opción” partió a su familia en dos y a sus poemas en miles de pedazos. En “Manantial”, un poema de Guía para los vagabundos cualesquiera que sea su lugar de residencia (2000), por ejemplo, esto: “es el otoño Señor y no tengo hogar/ cuando llego a la región de Prezemysl/ para escarbar dentro de mí y dentro de aquellos cercanos a mí/ cuando me cuentan la historia de quien cortó a quien// en pedazos con un hacha ucraniana o polaca quien/ aventó a quien en la noria cerca de la que paso/ para escarbar dentro de mí descubrir mi verdadera/ esencia pero primero bebo el agua refrescante de esa noria// le doy crédito a la historia de mi familia y bebo de ella/ como de un manantial que formo desde la profundidad de la historia/ sobre los monstruos en ambos lados del espejo y no he sido/ inocente tampoco desde que empecé a escribir en polaco contra quién”.
De uno a otro (extracto de) libro incluido en Peregrinary, es claro que Dycki, como todo escritor verdadero, ha permanecido fiel a un puñado de temas que no cambian con el tiempo. Las obsesiones son obsesiones son (y lo demás es la falsa novedad del mercado). La enfermedad, la muerte y la poesía aparecen ingrávidas en el primer verso de Neni y otros poemas (1990), la selección que abre esta antología, así como aparecen, aparentemente igual aunque una lectura cuidadosa los verá por fuerza como distintos, en los versos de La historia de las familias polacas (2005), el último libro incluido en esta selección. En construcciones dan la apariencia de ser sonetos (sin serlo del todo), escuetos y confesionales (aunque en un sentido distinto a los personalísimos versos de Szymborska, por ejemplo), Dycki habla de discute entra en el cuerpo que cae. En “Atragantado de sí mismo va directo al cielo”, un poema del tercer libro incluido aquí, expresa: “guerrea contra mí y vencerás/ cada día saldrás victorioso/ y cada día derrotado el momento en el que llamo/ a los muertos por su ayuda// es mi ocupación favorita convocar a los muertos”. Y así lo hace, una y otra vez, la poesía convertida en el canal misterioso y carnal por el que pasan sus cuerpos: “antes de que descubriera tu muerte en el cuarto/ en el onceavo piso y viera en el asombro/ de tu desnudez y antes de que descubriera que la muerte es una cosa/ que viene después del desayuno comida y cena// me di cuenta de que el que yacía frente a mí/ en los aposentos de la noche de ayer y el que yacía entre azucenas/ era mi amigo mi fisiología era sobre todo/ mi amigo y mi fisiología// una cosa que es sagrada”.
En otra maniobra que a ojos mordaces o poco adiestrados pudiera resultar repetitiva pero que no lo es, Dycki inicia sus poemas dos o tres veces con el mismo verso e, incluso, con la misma estrofa. Sólo la lectura completa y atenta del poema revelará la manera en que los vocablos, que son los mismos, han cambiado, saturándose de otra materia e iniciando un peregrinaje distinto. Tal vez por eso dice: “mi hermana Wanda trae una azucena de su caminata/ mientras yo escribo un poema acerca de la muerte/ y escribo ese poema otra vez desde el inicio/ y soy incapaz de terminarlo”. Y tal vez por eso nos recuerda en otro poema: “Te hablaré de la muerte en mi imperfecta/ lengua reconocida por su imperfección”, y aún en otro: “uso el lenguaje con dificultad (soy/ un poeta contemporáneo)”. En el lenguaje y por el lenguaje, la muerte transpira en cada cosa (sagrada) que aparece en los poemas de Dycki, y luego esa muerte, la misma muerte, se ve a sí misma y, viéndose, mira al lector con sus ojos transparentes.
Podría decir que fue la palabra frontera en “en nuestro pequeño pueblo fronterizo (que queda/ sobre un pequeño río y otro pequeño/ río) la muerte aparecería los lunes/ en día de mercado cuando hay mucho de donde escoger”. O que fue la palabra libro como en: “la nieve para ti no es ese mundo ingeniosamente/ o prácticamente imaginado/ desde que te mudaste a un sueño/ para escribir un libro muy separado”. O la plegaria: “la incredulidad es ese lugar milagroso/ que abandono todos los días por alguien más”. Pero en realidad quiero creer que fueron esos ojos transparentes los que me miraron a través de las hojas del libro y a través de las hojas del otoño mientras yo pasaba por ahí sin saber a ciencia cierta que lo esperaba, o mejor, que no lo esperaba oír diciéndome “escarba aquí, dentro de ti y dentro de los tuyos en esa lengua imperfecta, reconocida por su imperfección, que es donde se hacen los libros solos”.
--crg
Monday, December 15, 2008
BECAUSE IT RAINS; IT IS RAINING
Poetry disregards the principle of non-contradiction
Poetry does not think
Poetry says nothing
Poetry cannot be paraphrased
Poetry says what is says by saying it and only says what it says by saying it
The novel does not contradict itself (and if it does, itis severely criticized)
The novel thinks
The novel says
The novel can be paraphrased
The novel says what it says without saying it and doesn´t only say what it says by saying it
Jacques Roubaud, Cleaning House, 240-241.
Have you checked your novel lately? Your Poe-
try to check your poem and then check your
novel´s saying no, turning its back
(does the novel have a back?)
towards your poem, have you
as of late? Check it
--crg
Poetry disregards the principle of non-contradiction
Poetry does not think
Poetry says nothing
Poetry cannot be paraphrased
Poetry says what is says by saying it and only says what it says by saying it
The novel does not contradict itself (and if it does, itis severely criticized)
The novel thinks
The novel says
The novel can be paraphrased
The novel says what it says without saying it and doesn´t only say what it says by saying it
Jacques Roubaud, Cleaning House, 240-241.
Have you checked your novel lately? Your Poe-
try to check your poem and then check your
novel´s saying no, turning its back
(does the novel have a back?)
towards your poem, have you
as of late? Check it
--crg
Sunday, December 14, 2008
DICTADO
1. Levantarse temprano, tomar café, pensar en el mensaje.
2. Tomar café, recortar extrañas figuras en papel color marrón, pensar en el mensaje.
3. Pensar en el mensaje.
4. Decirle a Los Cercanos que está pensando en el mensaje. Oírles decir: pensamos en el mensaje.
5. Esparcir las extrañas figuras marrón (todo parece indicar que son pájaros) sobre un papel color beige, pensar en el mensaje.
6. Poner la mesa y masticar y tomar café y pensar en el mensaje.
7. Imprimir la palabra DICTADO (en color rojo) muchas veces entre las alas de los pájaros extraños.
(ver algo a través del ventanal entre 7 y 8)
8. Elegir el papel (guinda), elegir la pluma (negra), escribir (finalmente) el mensaje.
9. Elegir la botella (vacía) y colocar mensaje dentro de la botella (pensar que los pájaros extraños deben estar escapando entonces del papel).
(preguntarse qué vió o si vió en realidad algo entre 7 y 8)
10. Encender el auto, abrir las puertas para Los Cercanos (y sus mensajes), y manejar hacia el mar pensando en el mensaje.
11. Elegir una playa neutra que, de entonces en adelante, será La Playa de los Mensajes.
12. Pedirle al más pequeño entre todos Los Cercanos que arroje las botellas (con los mensajes) al mar.
13. Pensar en los mensajes y pensar en los pájaros.
14. Murmurar la palabra DICTADO.
(decidir que no vió algo en realidad entre 7 y 8 )
15. Ver los pájaros que (de hecho) vuelan sobre el mensaje que se va. Las alas, ese batir.
16.Pd. Comer langosta (total ya está ahí) y tomar cerveza y contar (porque se puede) las estrellas.
--crg
1. Levantarse temprano, tomar café, pensar en el mensaje.
2. Tomar café, recortar extrañas figuras en papel color marrón, pensar en el mensaje.
3. Pensar en el mensaje.
4. Decirle a Los Cercanos que está pensando en el mensaje. Oírles decir: pensamos en el mensaje.
5. Esparcir las extrañas figuras marrón (todo parece indicar que son pájaros) sobre un papel color beige, pensar en el mensaje.
6. Poner la mesa y masticar y tomar café y pensar en el mensaje.
7. Imprimir la palabra DICTADO (en color rojo) muchas veces entre las alas de los pájaros extraños.
(ver algo a través del ventanal entre 7 y 8)
8. Elegir el papel (guinda), elegir la pluma (negra), escribir (finalmente) el mensaje.
9. Elegir la botella (vacía) y colocar mensaje dentro de la botella (pensar que los pájaros extraños deben estar escapando entonces del papel).
(preguntarse qué vió o si vió en realidad algo entre 7 y 8)
10. Encender el auto, abrir las puertas para Los Cercanos (y sus mensajes), y manejar hacia el mar pensando en el mensaje.
11. Elegir una playa neutra que, de entonces en adelante, será La Playa de los Mensajes.
12. Pedirle al más pequeño entre todos Los Cercanos que arroje las botellas (con los mensajes) al mar.
13. Pensar en los mensajes y pensar en los pájaros.
14. Murmurar la palabra DICTADO.
(decidir que no vió algo en realidad entre 7 y 8 )
15. Ver los pájaros que (de hecho) vuelan sobre el mensaje que se va. Las alas, ese batir.
16.Pd. Comer langosta (total ya está ahí) y tomar cerveza y contar (porque se puede) las estrellas.
--crg
Saturday, December 13, 2008
RECETA
Sobre la mesa recién traída del otro lado coloque el árbol viviente y las esferas de color dudoso en pequeños platos de madera. Deposite las viandas entre ellas: el queso que todo lo salva y todo lo alivia, el paté con trufas, el salami, el pan, las mandarinas. Después de encender las velas, distribúyalas al azar por la mesa y otras esquinas de casa. Aspire la fragancia de la ¿canela? y abra las botellas de vino. Junto a Los Cercanos, rememore o invente, da lo mismo. Ría. Ría hasta que considere seriamente la posibilidad de reír demasiado. Y, en duelo fantástico, dedíquese entonces a escuchar las siguiente selección de melodías: Joe Cocker, With a little help of my friends; Procol Harum, A whiter shade of pale; The Moody Blues, Nights of white satin; Frank Zappa; Watermelon on Easter Hay; Frank Sinatra, Fly me to the moon; The Mamas & Papas, California dreams; Jefferson Airplane, White rabbit; Beatles, Here, there and everywhere; Patsy Cline, I fall to pieces; The Mother Lovers, I am straight; The Fifth Dimension, The age of aquarius; Jethro Tull; Aqualung; Woodie Guthrie, This land is your land (with subsequent versions by Bob Dylan and Joan Baez); Genesis, The carpet crawlers; Sabu, Tan pequeña es; Rockdrigo, Metro Balderas; Jaime Lopez/Roberto González, El seguramente/El huerto; Stevie Wonder, All is fair in love; Camilo Sesto, Melina; Caifanes, Sombra en tiempos perdidos; Oscar Chavez, Macondo.
Entre una cosa y otra salga a la terraza y, mientras se soba los antebrazos (hace frío allá afuera), dése cuenta de que, en efecto, esa es la noche más luminosa sobre la tierra.
--crg
Sobre la mesa recién traída del otro lado coloque el árbol viviente y las esferas de color dudoso en pequeños platos de madera. Deposite las viandas entre ellas: el queso que todo lo salva y todo lo alivia, el paté con trufas, el salami, el pan, las mandarinas. Después de encender las velas, distribúyalas al azar por la mesa y otras esquinas de casa. Aspire la fragancia de la ¿canela? y abra las botellas de vino. Junto a Los Cercanos, rememore o invente, da lo mismo. Ría. Ría hasta que considere seriamente la posibilidad de reír demasiado. Y, en duelo fantástico, dedíquese entonces a escuchar las siguiente selección de melodías: Joe Cocker, With a little help of my friends; Procol Harum, A whiter shade of pale; The Moody Blues, Nights of white satin; Frank Zappa; Watermelon on Easter Hay; Frank Sinatra, Fly me to the moon; The Mamas & Papas, California dreams; Jefferson Airplane, White rabbit; Beatles, Here, there and everywhere; Patsy Cline, I fall to pieces; The Mother Lovers, I am straight; The Fifth Dimension, The age of aquarius; Jethro Tull; Aqualung; Woodie Guthrie, This land is your land (with subsequent versions by Bob Dylan and Joan Baez); Genesis, The carpet crawlers; Sabu, Tan pequeña es; Rockdrigo, Metro Balderas; Jaime Lopez/Roberto González, El seguramente/El huerto; Stevie Wonder, All is fair in love; Camilo Sesto, Melina; Caifanes, Sombra en tiempos perdidos; Oscar Chavez, Macondo.
Entre una cosa y otra salga a la terraza y, mientras se soba los antebrazos (hace frío allá afuera), dése cuenta de que, en efecto, esa es la noche más luminosa sobre la tierra.
--crg
Friday, December 12, 2008
Wednesday, December 10, 2008
LIBREROS EN OFICINA
Es posible escaparse de las engorrosas categorías la mayoría de las veces. Nadie que escriba en serio puede o debe pensar en ellas, por ejemplo. Pero alguien que organiza sus libros en nuevos libreros tiene que reconsiderarlas con sentido crítico y, acaso sobre todo, con sentido práctico. Esa es la labor. Esa es la tarea. Hay, pues, diez libreros con siete estantes cada uno (el séptimo estante es singularmente corto, por lo cual acepta sólo libros pequeños). En cada estante caben entre 45 y 50 libros, dependiendo de su grosor. Hay, por otra parte, suficientes libros para llenar esos (y otros) libreros, repartidos en temas varios, aunque la literatura y la historia son predominantes, y en varias lenguas, con el dominio del inglés y del español.
Después de darle muchas vueltas en la cabeza y de rozar lo políticamente incorrecto, he aquí el singular sistema de sistemas de organización local:
1) Un sistema geográfico y cronólogico para los libros de historia escritos en Inglés distribuidos en dos libreros y medio de la siguiente manera: un estante para revistas; dos para historia colonial latinoamericana; dos para historia moderna latinoamericana; cuatro para historia colonial y moderna de México (con libros mezclados en inglés y español); uno para historia de Mexico-Americanos en los Estados Unidos; uno para historia de Estados Unidos; uno para historias de europa, africa y asia; dos para historia de género; uno para historia de la medicina (con especial énfasis en la psiquiatría); uno para historia del cuerpo.
2) Un sistema alfabético para ficción escrita en y/o traducida al Inglés, con libros distribuidos en dos y medio libreros, iniciando con Acker y terminando con Xingjan.
3) Un sistema alfabético para poesía escrita tanto en español o en inglés (o en cualquier otro idioma), iniciando con antologías regionales/temáticas/generacionales y terminando con el autor desconocido. Estos libros ocupan cinco estantes e incluyen desde los clásicos en pasta de cuero hasta plaquettes.
4) Un sistema alfabético para teoría (libros para pensar) que inicia con Adorno y termina con Zizek. Estos libros ocupan los siete estantes de un librero que se ubica directamente tras la espalda del sistema organizador.
5) Un sistema alfabético para ficción escrita o traducida al español, cuyos libros ocupan un librero y medio.
6) Un sistema por editorial que incluye ficción reciente escrita y/o traducida al español, repartido en tres estantes dobles (el sistema asume que recordará eventualmente lo que quedó detrás).
7) Un sistema por tamaño para libros de arte. Este ocupa dos estantes de un librero.
8) Un sistema altamente azaroso para libros que el sistema no supo donde colocar, ocupando los dos estantes más bajos de dos libreros.
9) Un sistema puramente emocional para libros indispensables, que uno debe tener a la mano siempre en todo momento, cuyos elementos se encuentran en un onceavo librero corto que se ubica a la mano derecha del sistema organizativo.
El más breve de los análisis de estos variados sistemas de organización tendría que subrayar: 1) la facilidad con la que se aplica el sistema decimal a los libros de historia (región, cronología, abecedario). 2) La facilidad con la que la poesía asume el sistema puertoriqueño de organización (al menos así lo tienen el Borders de San Juan): todo junto y a la vez y siguiendo únicamente y de oídas al abecedario.
Lo demás, que sigue en cajas, seguirá ahí hasta nuevo aviso.
--crg
Es posible escaparse de las engorrosas categorías la mayoría de las veces. Nadie que escriba en serio puede o debe pensar en ellas, por ejemplo. Pero alguien que organiza sus libros en nuevos libreros tiene que reconsiderarlas con sentido crítico y, acaso sobre todo, con sentido práctico. Esa es la labor. Esa es la tarea. Hay, pues, diez libreros con siete estantes cada uno (el séptimo estante es singularmente corto, por lo cual acepta sólo libros pequeños). En cada estante caben entre 45 y 50 libros, dependiendo de su grosor. Hay, por otra parte, suficientes libros para llenar esos (y otros) libreros, repartidos en temas varios, aunque la literatura y la historia son predominantes, y en varias lenguas, con el dominio del inglés y del español.
Después de darle muchas vueltas en la cabeza y de rozar lo políticamente incorrecto, he aquí el singular sistema de sistemas de organización local:
1) Un sistema geográfico y cronólogico para los libros de historia escritos en Inglés distribuidos en dos libreros y medio de la siguiente manera: un estante para revistas; dos para historia colonial latinoamericana; dos para historia moderna latinoamericana; cuatro para historia colonial y moderna de México (con libros mezclados en inglés y español); uno para historia de Mexico-Americanos en los Estados Unidos; uno para historia de Estados Unidos; uno para historias de europa, africa y asia; dos para historia de género; uno para historia de la medicina (con especial énfasis en la psiquiatría); uno para historia del cuerpo.
2) Un sistema alfabético para ficción escrita en y/o traducida al Inglés, con libros distribuidos en dos y medio libreros, iniciando con Acker y terminando con Xingjan.
3) Un sistema alfabético para poesía escrita tanto en español o en inglés (o en cualquier otro idioma), iniciando con antologías regionales/temáticas/generacionales y terminando con el autor desconocido. Estos libros ocupan cinco estantes e incluyen desde los clásicos en pasta de cuero hasta plaquettes.
4) Un sistema alfabético para teoría (libros para pensar) que inicia con Adorno y termina con Zizek. Estos libros ocupan los siete estantes de un librero que se ubica directamente tras la espalda del sistema organizador.
5) Un sistema alfabético para ficción escrita o traducida al español, cuyos libros ocupan un librero y medio.
6) Un sistema por editorial que incluye ficción reciente escrita y/o traducida al español, repartido en tres estantes dobles (el sistema asume que recordará eventualmente lo que quedó detrás).
7) Un sistema por tamaño para libros de arte. Este ocupa dos estantes de un librero.
8) Un sistema altamente azaroso para libros que el sistema no supo donde colocar, ocupando los dos estantes más bajos de dos libreros.
9) Un sistema puramente emocional para libros indispensables, que uno debe tener a la mano siempre en todo momento, cuyos elementos se encuentran en un onceavo librero corto que se ubica a la mano derecha del sistema organizativo.
El más breve de los análisis de estos variados sistemas de organización tendría que subrayar: 1) la facilidad con la que se aplica el sistema decimal a los libros de historia (región, cronología, abecedario). 2) La facilidad con la que la poesía asume el sistema puertoriqueño de organización (al menos así lo tienen el Borders de San Juan): todo junto y a la vez y siguiendo únicamente y de oídas al abecedario.
Lo demás, que sigue en cajas, seguirá ahí hasta nuevo aviso.
--crg
PARALELISMO
Hay algo (o mucho) (o demasiado) de ironía entre haber dejado atrás una ciudad monstruosa creciente hambrienta de los suyos donde, además, caen aviones (literalmente) sobre las cabezas de los transeúntes que avanzan sobre ciertas avenidas, y haber llegado a un pequeño poblado cerca del mar donde hasta los ciegos respetan las señales de tráfico sólo para oler (literalmente) el humo del avión que cayó anteayer sobre las cabezas de los resdientes de una casa de grandes ventanales y jardín hechizo.
Hay algo de ironía, me digo, mientras observo las llamas y aspiro.
--crg
Hay algo (o mucho) (o demasiado) de ironía entre haber dejado atrás una ciudad monstruosa creciente hambrienta de los suyos donde, además, caen aviones (literalmente) sobre las cabezas de los transeúntes que avanzan sobre ciertas avenidas, y haber llegado a un pequeño poblado cerca del mar donde hasta los ciegos respetan las señales de tráfico sólo para oler (literalmente) el humo del avión que cayó anteayer sobre las cabezas de los resdientes de una casa de grandes ventanales y jardín hechizo.
Hay algo de ironía, me digo, mientras observo las llamas y aspiro.
--crg
UNBELIEF IS THE MIRACULOUS PLACE/ THAT I ABANDON DAILY FOR SOMEONE ELSE
I´ll tell you about death in my imperfect
tongue renowned by its imperfection
but before I tell you about death
as of something beautifully lost
you must name me fittingly
so do not become friends with anyone
without his ashes in your palm
and without his ashes in your mouth
and without ashes in your guts which push
toward the light and so will not betray you
or abandon you when you´re falling descending
downwards with all still before you
Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki,Peregrinary (trans. from the polish by Bill Johnston), 89.
--crg
I´ll tell you about death in my imperfect
tongue renowned by its imperfection
but before I tell you about death
as of something beautifully lost
you must name me fittingly
so do not become friends with anyone
without his ashes in your palm
and without his ashes in your mouth
and without ashes in your guts which push
toward the light and so will not betray you
or abandon you when you´re falling descending
downwards with all still before you
Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki,Peregrinary (trans. from the polish by Bill Johnston), 89.
--crg
Tuesday, December 09, 2008
I TOO WAS FLEEING FROM MYSELF TOWARD THE BORDER
I´ll tell you about death in my imperfect
tongue renowned for its imperfection
but before I tell you about death as I have
already done for many before you
you must name me fittingly and remember
my name till the day when darkness will begin
to descend over all you have touched
and discarded once and for all
then I will tell you about death
then I will tell you mostly about myself
do not become friends with anyone
who in a hopeless situation is unable to give
Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, Peregrinary (trans. from the Polish by Bill Johnston), 85
--crg
I´ll tell you about death in my imperfect
tongue renowned for its imperfection
but before I tell you about death as I have
already done for many before you
you must name me fittingly and remember
my name till the day when darkness will begin
to descend over all you have touched
and discarded once and for all
then I will tell you about death
then I will tell you mostly about myself
do not become friends with anyone
who in a hopeless situation is unable to give
Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki, Peregrinary (trans. from the Polish by Bill Johnston), 85
--crg
LA SOBREMESA DESDE EL FUTURO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura}
Imagino que los arqueólogos del futuro medirán nuestros niveles de sofisticación cultural por la duración de nuestras sobremesas. Poco a poco, conforme vayan configurando los equipos a cargo de la exploración de ese mundo que, después de la hecatombe, habrá quedado atrapado entre escombros y olvido, desentrañarán uno de los fenómenos más suculentos de la vida cotidiana de antaño. Imagino sus rostros durante el proceso: incrédulos y agradecidos. Imagino sus manos: temblando. Los ojos: abiertos en desmesura.
Los especialistas de finales del siglo XXII avanzarán con cuidado entre los desechos de los grandes centros urbanos del norte y, sin duda, se detendrán con curiosidad y disgusto frente a los contenedores de plástico que aparecerán junto a las pantallas de antiguas computadoras. Esto, se dirán entre ellos conteniendo apenas el asco, esto es un popote. A medida que retiren el polvo con brochas de pelo finísimo, se darán cuenta de la extraña cercanía registrada entre los tenedores y los lápices y los clips sobre los escritorios de metal, sugiriendo la compenetración absoluta entre el proceso de trabajo y el proceso de alimentación. Los especialistas se preguntarán entonces, con justa razón, sobre el lugar del placer en ese cuadro. Lo observarán todo desde lejos y, luego, se verán uno al otro con miradas oblicuas. Entonces moverán las cabezas de izquierda a derecha en signo de pesar y resignación pronunciando, al mismo tiempo, las palabras “soledad absoluta”, “materialismo desatado”, “locura sideral”.
El equipo de arqueólogos encargados de la zona sur del orbe desenterrará, sin embargo, remanentes distintos. Ahí, en esos territorios informes y todavía tibios, con base en datos rescatados metódicamente del desastre del pasado y con la ayuda de teorías antropológicas elaboradas in situ, los especialistas desentrañarán, con asombro y envidia confundidos, el concepto de la sobremesa. En los gruesos reportes que mandarán a la Estación Central de Estudios Culturales aparecerán los dibujos de círculos y rectángulos que, organizados en una estructura planetaria, representarán a los platos y tazas y copas que compartían espacio con los tenedores y los cuchillos. Se trataba, definirán en sus altos diccionarios, de una congregación sin fines productivos que se llevaba a cabo después de la comida, es decir, una vez que el momento del consumo necesario llegaba a su término. El tiempo, medido por el número de objetos de porcelana y cristal presentes sobre el rectángulo de la mesa, pasaba sin resabios entre los antebrazos y los ojos y las bocas de los convidados. A pesar de contar con instrumentos de medición casi perfectos, los ur-arqueólogos tendrán dificultades casi insalvables para calcular el número exacto de horas que duraban estos asuntos. A veces eran cortas, ciertamente, pero con frecuencia, esto lo descubrirán al constatar la mezcla de las vajillas, la sobremesa se extendía hasta alcanzar el inicio de la próxima ingesta de alimentos. Los manteles, esto lo notarán los especialistas con cierta suspicacia, escribiéndolo apenas en pies de páginas pequeñísmos, guardaban un inquietante parecido con la consistencia de las sábanas. Esos pliegues. Aquellas manchas.
Ya sin datos duros, pero inducidos por el placer mismo del descubrimiento, los arqueólogos se darán a la tarea de repetir lo que, en su imaginación, era sin duda el lenguaje de la sobremesa. “¿Vamos a sobremesear?”, se dirán entre ellos, guiñándose un ojo. “Uno puede comer con cualquiera, eso es cierto, pero no a todo mundo se le convida a la sobremesa”, asegurarán con autoridad científica. “¿Así que este es el significado de la palabra ahíto?”, se preguntarán en voz baja, preguntándose en realidad muchas otras cosas. “Te invito a sobremesear mañana, ¿cómo ves?”. El futuro será, sin duda, un mejor lugar después de todo esto.
Dudo que esta columna sobreviva el desastre que se avecina pero, por si acaso, va aquí mensaje en metafórica botella de cristal.
Estimados Ur-Arqueólogos del Futuro:
Si en algo nos parecemos, y no estoy segura de si esto es un buen o un mal pensamiento, asumo que disfrutarán, como lo hemos hecho por siglos en ciertas regiones de este mundo, de la sobremesa. Tendrán razón si deducen que se trata de una de las actividades más improductivas e inútiles que llegamos a inventar en nuestra historia, sólo equiparable, aunque en sentido contrario, al descubrimiento de la agricultura. Tendrán razón si, al imaginarla, se les nubla la vista o se les hace agua la boca. A todo eso le llamamos, incluso ahora, gozo o placer (existen hasta el momento debates elegantísimos al respecto). Pero no les escribo yo para arrebatarles el gusto del descubrimiento propio, sino para sugerirles, con la humildad característica del más remoto de los pasados, que al introducirse por primera vez en los vericuetos de la sobremesa escuchen con atención las palabras de un cierto artefacto musical (denominado canción) que, en voz de una andrógina del punk nacida todavía un siglo atrás, ha transmitido un mensaje cuya validez no cesa. Patti Smith, en efecto, dijo alguna vez: “Desire is hunger, the fire I breath; love is the banquet on which we feed”.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura}
Imagino que los arqueólogos del futuro medirán nuestros niveles de sofisticación cultural por la duración de nuestras sobremesas. Poco a poco, conforme vayan configurando los equipos a cargo de la exploración de ese mundo que, después de la hecatombe, habrá quedado atrapado entre escombros y olvido, desentrañarán uno de los fenómenos más suculentos de la vida cotidiana de antaño. Imagino sus rostros durante el proceso: incrédulos y agradecidos. Imagino sus manos: temblando. Los ojos: abiertos en desmesura.
Los especialistas de finales del siglo XXII avanzarán con cuidado entre los desechos de los grandes centros urbanos del norte y, sin duda, se detendrán con curiosidad y disgusto frente a los contenedores de plástico que aparecerán junto a las pantallas de antiguas computadoras. Esto, se dirán entre ellos conteniendo apenas el asco, esto es un popote. A medida que retiren el polvo con brochas de pelo finísimo, se darán cuenta de la extraña cercanía registrada entre los tenedores y los lápices y los clips sobre los escritorios de metal, sugiriendo la compenetración absoluta entre el proceso de trabajo y el proceso de alimentación. Los especialistas se preguntarán entonces, con justa razón, sobre el lugar del placer en ese cuadro. Lo observarán todo desde lejos y, luego, se verán uno al otro con miradas oblicuas. Entonces moverán las cabezas de izquierda a derecha en signo de pesar y resignación pronunciando, al mismo tiempo, las palabras “soledad absoluta”, “materialismo desatado”, “locura sideral”.
El equipo de arqueólogos encargados de la zona sur del orbe desenterrará, sin embargo, remanentes distintos. Ahí, en esos territorios informes y todavía tibios, con base en datos rescatados metódicamente del desastre del pasado y con la ayuda de teorías antropológicas elaboradas in situ, los especialistas desentrañarán, con asombro y envidia confundidos, el concepto de la sobremesa. En los gruesos reportes que mandarán a la Estación Central de Estudios Culturales aparecerán los dibujos de círculos y rectángulos que, organizados en una estructura planetaria, representarán a los platos y tazas y copas que compartían espacio con los tenedores y los cuchillos. Se trataba, definirán en sus altos diccionarios, de una congregación sin fines productivos que se llevaba a cabo después de la comida, es decir, una vez que el momento del consumo necesario llegaba a su término. El tiempo, medido por el número de objetos de porcelana y cristal presentes sobre el rectángulo de la mesa, pasaba sin resabios entre los antebrazos y los ojos y las bocas de los convidados. A pesar de contar con instrumentos de medición casi perfectos, los ur-arqueólogos tendrán dificultades casi insalvables para calcular el número exacto de horas que duraban estos asuntos. A veces eran cortas, ciertamente, pero con frecuencia, esto lo descubrirán al constatar la mezcla de las vajillas, la sobremesa se extendía hasta alcanzar el inicio de la próxima ingesta de alimentos. Los manteles, esto lo notarán los especialistas con cierta suspicacia, escribiéndolo apenas en pies de páginas pequeñísmos, guardaban un inquietante parecido con la consistencia de las sábanas. Esos pliegues. Aquellas manchas.
Ya sin datos duros, pero inducidos por el placer mismo del descubrimiento, los arqueólogos se darán a la tarea de repetir lo que, en su imaginación, era sin duda el lenguaje de la sobremesa. “¿Vamos a sobremesear?”, se dirán entre ellos, guiñándose un ojo. “Uno puede comer con cualquiera, eso es cierto, pero no a todo mundo se le convida a la sobremesa”, asegurarán con autoridad científica. “¿Así que este es el significado de la palabra ahíto?”, se preguntarán en voz baja, preguntándose en realidad muchas otras cosas. “Te invito a sobremesear mañana, ¿cómo ves?”. El futuro será, sin duda, un mejor lugar después de todo esto.
Dudo que esta columna sobreviva el desastre que se avecina pero, por si acaso, va aquí mensaje en metafórica botella de cristal.
Estimados Ur-Arqueólogos del Futuro:
Si en algo nos parecemos, y no estoy segura de si esto es un buen o un mal pensamiento, asumo que disfrutarán, como lo hemos hecho por siglos en ciertas regiones de este mundo, de la sobremesa. Tendrán razón si deducen que se trata de una de las actividades más improductivas e inútiles que llegamos a inventar en nuestra historia, sólo equiparable, aunque en sentido contrario, al descubrimiento de la agricultura. Tendrán razón si, al imaginarla, se les nubla la vista o se les hace agua la boca. A todo eso le llamamos, incluso ahora, gozo o placer (existen hasta el momento debates elegantísimos al respecto). Pero no les escribo yo para arrebatarles el gusto del descubrimiento propio, sino para sugerirles, con la humildad característica del más remoto de los pasados, que al introducirse por primera vez en los vericuetos de la sobremesa escuchen con atención las palabras de un cierto artefacto musical (denominado canción) que, en voz de una andrógina del punk nacida todavía un siglo atrás, ha transmitido un mensaje cuya validez no cesa. Patti Smith, en efecto, dijo alguna vez: “Desire is hunger, the fire I breath; love is the banquet on which we feed”.
--crg
Monday, December 08, 2008
Friday, December 05, 2008
USHUAIA
El varado atisba
la pregunta:
hay dos olas de carne en el mar
un arrecife, la punta
del iceberg la blanca mansedumbre que se abre
en dos (hay dos).
Esa es la pregunta.
Una mano se eleva en la costa.
En la cubierta hay zapatos, que avanzan.
Dentro del barco inmóvil: alguien o algo.
La nube parece.
¿Es esa la pregunta?
Estuvo en las noticias del 5 de diciembre: Las 122 personas que habían quedado varadas, desde el pasado jueves, en la Antártida a abordo del crucero Ushuaia fueron rescatadas y llevadas en el buque El Aquiles a una base militar chilena.
Varar es el nombre de esto.
--crg
El varado atisba
la pregunta:
hay dos olas de carne en el mar
un arrecife, la punta
del iceberg la blanca mansedumbre que se abre
en dos (hay dos).
Esa es la pregunta.
Una mano se eleva en la costa.
En la cubierta hay zapatos, que avanzan.
Dentro del barco inmóvil: alguien o algo.
La nube parece.
¿Es esa la pregunta?
Estuvo en las noticias del 5 de diciembre: Las 122 personas que habían quedado varadas, desde el pasado jueves, en la Antártida a abordo del crucero Ushuaia fueron rescatadas y llevadas en el buque El Aquiles a una base militar chilena.
Varar es el nombre de esto.
--crg
ALQUIMISTAS, ANIMISTAS, SOBRE TODO ELECTRICISTAS (Fangoria dixit)
Su arribo data del año tres de la nueva era: eso se sabe. Otearon el paisaje, se protegieron los ojos contra el embate de la arena y, a falta de bandera, clavaron un bastón de metal entre las piedras. A eso todos le llamaron El Inicio. Lo que siguió después del inicio resulta poco conocido. Se sabe que fueron años de edificación transcurridos en el silencio de los iguales. Eso parecían: iguales a los otros. Rezaban: aprendimos sus lenguajes, retomamos sus costumbres, habitamos en casas parecidas a las suyas. Los cables de la electricidad cambiaron la faz del cielo y la manera en que las manos tocaban el mango de los cuchillos sobre las mesas del anochecer. Los focos prendidos animaron por igual sus conversaciones y sus enconos. El ruido de la electricidad los mantuvo alertas por mucho tiempo. Cuando conocieron el llanto, el momento de ese contacto es impreciso o meramente hipotético, dedujeron que se trataba de un fenómeno eléctrico que sólo afecta al corazón. Luego masticaron sus días y hablaron, como los otros, de sus rutinas. Luego apagaron la luz. Y recordaron.
--crg
Su arribo data del año tres de la nueva era: eso se sabe. Otearon el paisaje, se protegieron los ojos contra el embate de la arena y, a falta de bandera, clavaron un bastón de metal entre las piedras. A eso todos le llamaron El Inicio. Lo que siguió después del inicio resulta poco conocido. Se sabe que fueron años de edificación transcurridos en el silencio de los iguales. Eso parecían: iguales a los otros. Rezaban: aprendimos sus lenguajes, retomamos sus costumbres, habitamos en casas parecidas a las suyas. Los cables de la electricidad cambiaron la faz del cielo y la manera en que las manos tocaban el mango de los cuchillos sobre las mesas del anochecer. Los focos prendidos animaron por igual sus conversaciones y sus enconos. El ruido de la electricidad los mantuvo alertas por mucho tiempo. Cuando conocieron el llanto, el momento de ese contacto es impreciso o meramente hipotético, dedujeron que se trataba de un fenómeno eléctrico que sólo afecta al corazón. Luego masticaron sus días y hablaron, como los otros, de sus rutinas. Luego apagaron la luz. Y recordaron.
--crg
Thursday, December 04, 2008
Wednesday, December 03, 2008
Tuesday, December 02, 2008
LAS PALMERAS SALVAJES: Primer Premio de Literatura Transtotal Borimex
Era una reunión arrebatada y carcajienta que, de súbito, se convirtió en una sesión de comité. Había, esto habrá que anotarlo con mesurada discreción, pequeños vasos rebosantes de un líquido claro, cuyo aroma más bien punzante parecía tener algo que ver con el ánimo relajado, si no es que celebratorio, de la primer cumbre borimex de la región. Hubo recuerdos, eso es cierto, pero también propuestas. A más de una le sobraban los diez dólares de regalías que resultaron de la publicación de un libro colectivo. Fue cuestión de mencionar las palabras Palmeras Salvajes (justo en medio de una conversación sobre la carga erótica de esa bebida insensata que es el chichaito) para que surgieran, de esos lugares ignotos de la mente, las escuetas bases del premio: una obra transtotal, escrita por un Bori o Mex, cuyo premio incluiría 90 dólares (a las cuantiosas regalías se les sumaron donaciones in situ), publicación en blog, y una botella del ya mentado chichaito. Supongo que se precisará de al menos una sesión más (o tal vez dos) (acaso tres) para afinar detalles. Los mantendré informados.
--crg
Era una reunión arrebatada y carcajienta que, de súbito, se convirtió en una sesión de comité. Había, esto habrá que anotarlo con mesurada discreción, pequeños vasos rebosantes de un líquido claro, cuyo aroma más bien punzante parecía tener algo que ver con el ánimo relajado, si no es que celebratorio, de la primer cumbre borimex de la región. Hubo recuerdos, eso es cierto, pero también propuestas. A más de una le sobraban los diez dólares de regalías que resultaron de la publicación de un libro colectivo. Fue cuestión de mencionar las palabras Palmeras Salvajes (justo en medio de una conversación sobre la carga erótica de esa bebida insensata que es el chichaito) para que surgieran, de esos lugares ignotos de la mente, las escuetas bases del premio: una obra transtotal, escrita por un Bori o Mex, cuyo premio incluiría 90 dólares (a las cuantiosas regalías se les sumaron donaciones in situ), publicación en blog, y una botella del ya mentado chichaito. Supongo que se precisará de al menos una sesión más (o tal vez dos) (acaso tres) para afinar detalles. Los mantendré informados.
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TODOS PERDEMOS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Kiran Desai nació en Nueva Dehli pero desde los 14 años ha vivido fuera de India —primero una estadía más bien breve en la Gran Bretaña y luego, de manera un poco más permanente, en los Estados Unidos. Esa experiencia errante en un mundo post-colonial está sin duda presente en las dos novelas que Desai ha publicado hasta la fecha: Hullaballoo in the Orchard y The Inheritance of Loss/ El Legado de la pérdida, con la que se hizo acreedora al prestigioso Premio Man Booker en 2006 y que en años anteriores recayera en autores como Coetzee, Atwood y Banville. Celebrada de manera unánime por la crítica, El legado de la pérdida no sólo recibió elogios por la compleja humanidad de sus personajes trasatlánticos —hombres y mujeres, jóvenes y viejos, en continua confrontación moral y material con las equívocas fuerzas del colonialismo tanto en Nueva York como en India— sino también por su fino tratamiento (acaso profético) de la política de la región. En vísperas de los sangrientos eventos que han asolado a Bombay en días recientes, no hay más que estar de acuerdo con la máxima aquella que dicta que la literatura, y no el análisis científico de la realidad social, puede llegar más hondo cuando de lo que se trata es de develar la cara más humana, más apegada a la tierra, de los grandes eventos macroeconómicos del mundo globalizado.
El amplio set de personajes que convive en esa casa medio derruida al pie del Monte Kanchenjunga, en Kalimpong, en las inmediaciones de los Himalaya, se da inicio con Jemubahi, el amargado juez que recibió su educación tanto en derecho como en la sutil idiosincrasia del racismo en Cambridge. Allá, solo, Jemu aprendió a desconocerse (“a tomar refugio en la tercera persona”) y a despreciarse. Allá, solo, sin poder reír y casi sin hablar, Jemu aprendió la crueldad con la que luego tratará a su esposa, acusándola de carecer de modales occidentales hasta debilitarla de tal manera que la locura llega a parecerle una opción ventajosa frente a la vida con el marido que su familia eligió para ella. Junto a un Jemu incapaz de verific ar su pasado emerge, hablador y ferviente, el cocinero, cuyo hijo lleva una existencia precaria como garrotero en diversos restaurantes de la gran manzana, y con quien sólo se comunica por carta. Ese es el par que recibe a Sai, la nieta de 17 años que ha perdido a ambos padres en un accidente y que llega, cual de la nada, después de una estancia en un convento. La presencia de Sai no sólo convoca los recuerdos reprimidos del juez —su crueldad, su maledicencia, su soledad— sino también la presencia de Gyan, el joven tutor Nepalí con quien Sai aprende lo fluido, por no decir traicionero, que puede llegar a ser el amor: “No era algo firme, eso estaba aprendiendo [Gyan], no estaba escrito en piedra; era más bien algo informe que se prestaba a la traición y tomaba la forma del molde en que lo virtiera”.
La ambivalencia de la lucha por y dentro de India aparece de la mano precisamente de Gyan. En un ambiente público dominado por la testosterona, Gyan pronto deja el espacio íntimo de los escarceos amorosos para formar parte del ejército de liberación de Gorkha —es a sus jóvenes soldados a quienes confiesa los lugares donde el juez guarda alimentos y otros objetos de valor, y a ellos a quienes entrega, no sin pesar o remordimiento posterior, la clave para irrumpir en el hogar en el que antes descubriera el amor. Recordando la retirada del ejército británico en 1947 surge la pregunta: “¿Una nación con tal clímax en su historia, en su corazón, no tendrá hambre por eso otra vez?”. La respuesta, en los gritos de los Nepalis que poco han ganado con la independencia, es un enérgico Sí.
En lo que podría ser una de las descripciones más vívidas de la experiencia de los inmigrantes de India —y de más regiones del mundo para tal efecto— en Nueva York, Desai sigue de cerca las hazañas cotidianas de Biju, el hijo del cocinero que, aunque manda cartas de triunfo hasta el Himalaya, con frecuencia se va a dormir con hambre sobre colchas que coloca directamente sobre el suelo sucio de los restaurantes donde trabaja. Sin papeles migratorios y ninguna otra protección de por medio, Biju vive a expensas de los depredadores urbanos, a menudo paisanos de India con más años de residencia en los Estados Unidos. En la tumultuosa soledad del inmigrante, Biju aprende, entre otras cosas, que “se vive intensamente con otros, sólo para verlos desaparecer de la noche a la mañana, puesto que la clase de la sombras estaba condenada al movimiento.
Aunque los registros de la novela son variados y nunca sentimentales, puesto que Desai evita por igual el folklore y la victimización, es claro que a los ojos de la autora pocas cosas se salvan de la devastación moral y económica que resultan del colonialismo contemporáneo. Todos perdemos, parece decir. Perdemos dentro de India, devastada por la bomba de la pobreza y la violencia confundidas. Y perdemos fuera de India, en la soledad y la discriminación. Pierde el que se va y también pierde el que regresa, como también pierde el que ni siquiera es capaz de irse la primera vez. Acaso como a Sai, la única opción que queda, de haber una, es “nunca volver a creer que sólo existe una narrativa y que esa narrativa le pertenece sólo a ella”. En todo caso, eso se lo podrá preguntar a la propia autora este diciembre 2, en el contexto de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde sostendremos una charla.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Kiran Desai nació en Nueva Dehli pero desde los 14 años ha vivido fuera de India —primero una estadía más bien breve en la Gran Bretaña y luego, de manera un poco más permanente, en los Estados Unidos. Esa experiencia errante en un mundo post-colonial está sin duda presente en las dos novelas que Desai ha publicado hasta la fecha: Hullaballoo in the Orchard y The Inheritance of Loss/ El Legado de la pérdida, con la que se hizo acreedora al prestigioso Premio Man Booker en 2006 y que en años anteriores recayera en autores como Coetzee, Atwood y Banville. Celebrada de manera unánime por la crítica, El legado de la pérdida no sólo recibió elogios por la compleja humanidad de sus personajes trasatlánticos —hombres y mujeres, jóvenes y viejos, en continua confrontación moral y material con las equívocas fuerzas del colonialismo tanto en Nueva York como en India— sino también por su fino tratamiento (acaso profético) de la política de la región. En vísperas de los sangrientos eventos que han asolado a Bombay en días recientes, no hay más que estar de acuerdo con la máxima aquella que dicta que la literatura, y no el análisis científico de la realidad social, puede llegar más hondo cuando de lo que se trata es de develar la cara más humana, más apegada a la tierra, de los grandes eventos macroeconómicos del mundo globalizado.
El amplio set de personajes que convive en esa casa medio derruida al pie del Monte Kanchenjunga, en Kalimpong, en las inmediaciones de los Himalaya, se da inicio con Jemubahi, el amargado juez que recibió su educación tanto en derecho como en la sutil idiosincrasia del racismo en Cambridge. Allá, solo, Jemu aprendió a desconocerse (“a tomar refugio en la tercera persona”) y a despreciarse. Allá, solo, sin poder reír y casi sin hablar, Jemu aprendió la crueldad con la que luego tratará a su esposa, acusándola de carecer de modales occidentales hasta debilitarla de tal manera que la locura llega a parecerle una opción ventajosa frente a la vida con el marido que su familia eligió para ella. Junto a un Jemu incapaz de verific ar su pasado emerge, hablador y ferviente, el cocinero, cuyo hijo lleva una existencia precaria como garrotero en diversos restaurantes de la gran manzana, y con quien sólo se comunica por carta. Ese es el par que recibe a Sai, la nieta de 17 años que ha perdido a ambos padres en un accidente y que llega, cual de la nada, después de una estancia en un convento. La presencia de Sai no sólo convoca los recuerdos reprimidos del juez —su crueldad, su maledicencia, su soledad— sino también la presencia de Gyan, el joven tutor Nepalí con quien Sai aprende lo fluido, por no decir traicionero, que puede llegar a ser el amor: “No era algo firme, eso estaba aprendiendo [Gyan], no estaba escrito en piedra; era más bien algo informe que se prestaba a la traición y tomaba la forma del molde en que lo virtiera”.
La ambivalencia de la lucha por y dentro de India aparece de la mano precisamente de Gyan. En un ambiente público dominado por la testosterona, Gyan pronto deja el espacio íntimo de los escarceos amorosos para formar parte del ejército de liberación de Gorkha —es a sus jóvenes soldados a quienes confiesa los lugares donde el juez guarda alimentos y otros objetos de valor, y a ellos a quienes entrega, no sin pesar o remordimiento posterior, la clave para irrumpir en el hogar en el que antes descubriera el amor. Recordando la retirada del ejército británico en 1947 surge la pregunta: “¿Una nación con tal clímax en su historia, en su corazón, no tendrá hambre por eso otra vez?”. La respuesta, en los gritos de los Nepalis que poco han ganado con la independencia, es un enérgico Sí.
En lo que podría ser una de las descripciones más vívidas de la experiencia de los inmigrantes de India —y de más regiones del mundo para tal efecto— en Nueva York, Desai sigue de cerca las hazañas cotidianas de Biju, el hijo del cocinero que, aunque manda cartas de triunfo hasta el Himalaya, con frecuencia se va a dormir con hambre sobre colchas que coloca directamente sobre el suelo sucio de los restaurantes donde trabaja. Sin papeles migratorios y ninguna otra protección de por medio, Biju vive a expensas de los depredadores urbanos, a menudo paisanos de India con más años de residencia en los Estados Unidos. En la tumultuosa soledad del inmigrante, Biju aprende, entre otras cosas, que “se vive intensamente con otros, sólo para verlos desaparecer de la noche a la mañana, puesto que la clase de la sombras estaba condenada al movimiento.
Aunque los registros de la novela son variados y nunca sentimentales, puesto que Desai evita por igual el folklore y la victimización, es claro que a los ojos de la autora pocas cosas se salvan de la devastación moral y económica que resultan del colonialismo contemporáneo. Todos perdemos, parece decir. Perdemos dentro de India, devastada por la bomba de la pobreza y la violencia confundidas. Y perdemos fuera de India, en la soledad y la discriminación. Pierde el que se va y también pierde el que regresa, como también pierde el que ni siquiera es capaz de irse la primera vez. Acaso como a Sai, la única opción que queda, de haber una, es “nunca volver a creer que sólo existe una narrativa y que esa narrativa le pertenece sólo a ella”. En todo caso, eso se lo podrá preguntar a la propia autora este diciembre 2, en el contexto de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde sostendremos una charla.
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