LA GUERRA Y LA IMAGINACIÓN I
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En uno de los capítulos que componen El legado de la pérdida, la novela que Kiran Desai —escritora nacida en India con residencia en Estados Unidos e Inglaterra—publicó en 2006, Gyan, un joven e improvisado tutor de matemáticas, se une casi por casualidad al Ejército de Liberación de Gorkha. Como muchos habitantes de Nepal, Gyan ha resentido tanto el colonialismo británico como el de la India, pero la tarde en que llegará a formar parte de una marcha de protesta, la decisión se debe más a que conoce a muchos de sus integrantes —antiguos compañeros de colegio— que a convicciones netamente políticas. Mientras avanza con ellos por las calles de Kalimpong, alzando su voz junto a las otras voces, llega primero la sensación vertiginosa de estar haciendo historia y, luego, casi de inmediato, la sensación de estar actuando a estar haciendo historia. El desdoblamiento lo abate. De pronto, mirándose desde afuera, no puede dejar de notar los elementos cotidianos de sus calles con una melancolía que en mucho se parece al cariño: el tráfico de las calles, los comercios locales (los sastres sordos, los herreros, la farmacia homeopática), la loca que pasa corriendo. “Y luego, viendo hacia las montañas, se salió de la experiencia otra vez. ¿Cómo puede cambiarse lo ordinario?”, se pregunta. Mientras recuerda la manera en que los pobladores de la India se unieron para demandar el desalojo de la presencia británica en la península, recordando la gloria y el riesgo que forma parte de la médula latiente de la India liberada, Gyan reflexiona: “¿Si una nación ha tenido tal clímax en su historia, en su corazón, no tendrá hambre de eso otra vez?”.
Suelo hacerme preguntas similares de cuando en cuando, especialmente en un año que, como 2009, se aproxima al cierre de los ciclos de 100 años que marcan el surgimiento de los movimientos de independencia y de revolución en México, iniciados cada uno, al menos formalmente, en el número 10 del nuevo siglo. Me hago esas preguntas de manera por demás ahistórica, pues, en un año que ha comenzado con una ola de violencia que las generaciones urbanas nacidas hacia finales del siglo XX sólo hemos conocido de oídas, en los relatos de los abuelos o en ciertas novelas o ciertos libros de historia o, incluso, en películas. La historia, todo parece indicarlo, ya está de regreso de su sueño de progreso y globalización. Despierta, la historia se pasea por las calles de la ciudad o las veredas de los campos con su hambre a cuestas. Fauces en vela. La historia nos recuerda, como siempre, que somos mortales. Que hay cosas irresueltas.
En Los grandes problemas nacionales, el detallado análisis de la historia mexicana que Andrés Molina Enríquez publicara en 1909, éste argumentaba que el gran problema de México no era, como decía Francisco I. Madero en su libro La sucesión presidencial, la democracia o, más precisamente, la falta de democracia, sino la tierra. En su opinión y con base en datos históricos de larga duración, el problema de México no era, luego entonces, meramente político sino profundamente material: la propiedad de la tierra. A mayor concentración de la tierra, mayor desigualdad. A mayor concentración de la riqueza en pocas manos, mayor explotación del trabajo. A mayor explotación del trabajo, mayor posibilidad de violencia popular. Al contrario de lo que esgrimía el hijo de hacendados norteños educado en París, Molina Enríquez creía que, de no resolverse, esta desigualdad seguiría llevando al país una y otra vez a los ciclos de violencia ancestral. El problema no se resolvía, pues, en las urnas, sino en el contexto en que se producían esas urnas.
Habrá que recordar que, de acuerdo con algunos historiadores, la conquista de México coincidió, de hecho, con una ola de sublevaciones populares contra el poderío azteca, cada vez más distante de sus gobernados. Si las crónicas indígenas de la época son dignas de confianza, habrá que recordar que no sólo los españoles le llamaron “perro” a Moctezuma, y que fueron sus propios congéneres quienes le arrojaron las piedras que lo acabarían. Habrá que recordar también que, de entre todas las movilizaciones que resultaron en las independencias de Latinoamérica, sólo la mexicana se convirtió, al menos entre 1910 y 1915, bajo el liderazgo de Hidalgo y de Morelos, en un verdadero intento de revolución estructural. Basta leer ese maravilloso documento que es Los sentimientos de la nación (somos una nación en cuyas letras iniciales se desliza, en efecto, la palabra sentimiento) para darse cuenta de lo se reside en la médula misma de este país: igualdad entre las razas, distribución de la tierra, devoción a la Virgen de Guadalupe. Y habrá que recordar que, justo como lo argumentaba Molina Enríquez en su grueso tratado, aún cuando Madero llegó a ser presidente de México, la falta de apoyo popular marcado por la distancia establecida por Zapata en el Plan de Ayala, lo llevó directamente, y sin metáfora de por medio, a la muerte.
¿Qué se sentía vivir en esos tiempos? ¿De qué manera se fragua, desde la vida cotidiana, una revolución? En palabras de Gyan, el personaje de Kiran Desai: “¿Cómo es posible cambiar lo ordinario?” Según algunos, aquellos que mantienen la teoría de “la bola”, todo se resume con frecuencia en el efecto de la bola de nieve —un proceso acaso “natural” y en todo caso irracional al que son afectas las clases populares de un país. Alguien empieza sabiendo poco o muy poco, y otros, sabiendo todavía menos, lo siguen. ¿Por qué? Por seguir a La bola. Algunos historiadores han trabajado de manera más o menos explícita con este tipo de nociones. Y la misma idea no deja de estar presente en Los de abajo, la famosa novela de Mariano Azuela en la que un doctor civilizado de la clase media citadina llega a asquearse ante la ferocidad sin agenda de los campesinos y soldaderas con los que convive durante los años de la gesta revolucionaria. No todas las visiones de la revolución, sin embargo, son tan clasistas (y racistas y chouvinistas). Hay también los que han argumentado que son las disparidades estructurales, ya económicas o políticas o culturales, las que palpitan en el corazón de un levantamiento. Eso, por supuesto, y la esperanza. ¿Quién que no crea que hay algo mejor adelante, en ese otro lugar que no es el aquí, puede dejar su casa una mañana y levantarse en armas? ¿Quién que no crea que hay algo más por ganar, porque en lo que hay todo está perdido, puede empuñar el arma que terminará con esa otra vida que representa todo un sistema de muerte?
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Tuesday, March 31, 2009
Monday, March 30, 2009
PREMIO AURA ESTRADA 2009
Visita la convocatoria aquí: http://auraestradaprize.com/apply_span.html
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Visita la convocatoria aquí: http://auraestradaprize.com/apply_span.html
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Tuesday, March 24, 2009
ALFABETO SIN MEMORIA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En un número reciente de la revista Granta, la escritora sudafricana Elizabeth Lowry da cuenta de las experiencias vitales e intelectuales que la condujeron a elegir el inglés como la lengua de su escritura. Lowry, nacida y criada como Afrikaner en Pretoria y, gracias a la profesión diplomática de su padre, en varias capitales importantes del mundo, se comunicó desde el inicio de sus días y justo como sus conterráneos en afrikaans. Sin embargo, y a pesar de las críticas de la familia, pronto, después de una estancia educativa en Londres, tomó el inglés como cosa propia. “Es imposible”, asegura la autora en su breve testimonio, “adoptar una nueva lengua cuando se es niño sin convertirse también en una nueva persona. El lenguaje que uno habla, con sus compactas adaptaciones a la historia, sus sutilezas de significado y las implícitas suposiciones culturales, en realidad nos habla”. Dice también que “J. M. Coetzee alguna vez caracterizó a la literatura sudafricana en la era del apartheid como ‘una literatura menos que humana, antinaturalmente preocupada por el poder’. Ese no era el tipo de libro que yo quería escribir”.
Resulta evidente que si Lowry estuviera analizando las razones por las cuales eligió el inglés por sobre, digamos, el francés o incluso el alemán, sus comentarios no dejarían de parecerse a muchos que se han hecho y se hacen a la ligera, en el terreno absoluto del sobreentendido, en relación a los cada vez más numerosos casos de bilingualismo o multilingualismo que pueblan el mundo. Después de todo vivimos en la era global, testigo plurivocal del deslizamiento humano sobre el planeta. Pero Lowry, en un inglés sin traza alguna de sentimentalismo, en un inglés austero y hasta contenido, sabe muy bien que está hablando del afrikaans, la lengua del apartheid, y también sabe que está hablando del inglés británico. Y, en este contexto, las frases “adoptar una nueva lengua”, “convertirse en una nueva persona”, “no era el tipo de libro que quería escribir”, adquieren ecos (que no significados, porque estos los resguarda la escritora absteniéndose de hacer comentarios explícitamente políticos) que resuenan si no con gravedad propiamente dicha, sí con un peso más bien descomunal. Lowry sabe que la decisión de escribir en un idioma que no es el afrikaans, al serla, es una decisión de vida o muerte.
También son condiciones extremas las que justifican que Jakob, el personaje principal de Fugitive Pieces, la novela que la canadiense Anne Michaels publicara en 1996, tomara al inglés no sólo como lengua de comunicación cotidiana sino, sobre todo, como herramienta de escritura. Avecinado en los Estados Unidos como un sobreviviente del holocausto —salvado, de manera milagrosa, por un científico griego— el futuro poeta describe así su ambivalente contacto con la otra lengua, la lengua que se convertirá con el paso del tiempo en su lengua propia: “el inglés era comida. Me lo ponía en la boca, hambriento de él. Una oleada de calidez invadía mi cuerpo, pero también de pánico porque, con cada bocado, el pasado se callaba más”. En uno de los registros más detalladamente humanos del tipo de acciones microscópicas que se llevan a cabo cuando alguien “decide” escribir en un idioma con el que no nació, Michaels incluye: “Lenguaje. La lengua entumecida se adhiere, huérfana, a cualquier sonido: se pega, la lengua al metal. Entonces, finalmente, muchos años después, se despega dolorosamente y se libera”. Y luego, como el mismo Jakob lo reconoce eventualmente, toma lugar el descubrimiento: “Y luego, cuando empecé a escribir los eventos de mi infancia en un idioma en el que no sucedieron, llegó la revelación: el inglés podía protegerme; un alfabeto sin memoria”.
Se trata, sin duda, de una revelación sagrada.
Es usual señalar, con mayor o menor cantidad de amargura, las limitaciones que impone el uso de una lengua con la que no se creció. Hay varias imágenes: el hablante que se mueve sólo tentativamente dentro de la casa de la segunda lengua; el oyente que, sobre tierras movedizas, está siempre a punto de ser engullido por el sinsentido o el fuera de lugar; el hablante que, deseoso de expresar algo, únicamente atina a abrir los labios para sentir el paso seco del aire. Es mucho menos usual señalar, como lo hacen, cada cual a su modo, Lowry, la escritora, y Jakob, el personaje de otra escritora, que esa incertidumbre, esa falta de seguridad, esa perenne tentativa de dominio destinada a fracasar también conlleva un paradójico componente de protección y otro, tal vez más embriagador, de libertad. Ahí está, toda entera, la posibilidad de reconstruirse desde cero. Ahí está, también completa, la posibilidad de oír esa otra manera en que la lengua “nos habla” y, luego entonces, nos inventa. Vida acentuada. El alfabeto sin memoria o, para ser más exactos, el alfabeto con la memoria más reciente, vuelve real la posibilidad de ser esa otra persona que acaba de doblar la esquina y desaparecer, con un poco de suerte, para siempre.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
En un número reciente de la revista Granta, la escritora sudafricana Elizabeth Lowry da cuenta de las experiencias vitales e intelectuales que la condujeron a elegir el inglés como la lengua de su escritura. Lowry, nacida y criada como Afrikaner en Pretoria y, gracias a la profesión diplomática de su padre, en varias capitales importantes del mundo, se comunicó desde el inicio de sus días y justo como sus conterráneos en afrikaans. Sin embargo, y a pesar de las críticas de la familia, pronto, después de una estancia educativa en Londres, tomó el inglés como cosa propia. “Es imposible”, asegura la autora en su breve testimonio, “adoptar una nueva lengua cuando se es niño sin convertirse también en una nueva persona. El lenguaje que uno habla, con sus compactas adaptaciones a la historia, sus sutilezas de significado y las implícitas suposiciones culturales, en realidad nos habla”. Dice también que “J. M. Coetzee alguna vez caracterizó a la literatura sudafricana en la era del apartheid como ‘una literatura menos que humana, antinaturalmente preocupada por el poder’. Ese no era el tipo de libro que yo quería escribir”.
Resulta evidente que si Lowry estuviera analizando las razones por las cuales eligió el inglés por sobre, digamos, el francés o incluso el alemán, sus comentarios no dejarían de parecerse a muchos que se han hecho y se hacen a la ligera, en el terreno absoluto del sobreentendido, en relación a los cada vez más numerosos casos de bilingualismo o multilingualismo que pueblan el mundo. Después de todo vivimos en la era global, testigo plurivocal del deslizamiento humano sobre el planeta. Pero Lowry, en un inglés sin traza alguna de sentimentalismo, en un inglés austero y hasta contenido, sabe muy bien que está hablando del afrikaans, la lengua del apartheid, y también sabe que está hablando del inglés británico. Y, en este contexto, las frases “adoptar una nueva lengua”, “convertirse en una nueva persona”, “no era el tipo de libro que quería escribir”, adquieren ecos (que no significados, porque estos los resguarda la escritora absteniéndose de hacer comentarios explícitamente políticos) que resuenan si no con gravedad propiamente dicha, sí con un peso más bien descomunal. Lowry sabe que la decisión de escribir en un idioma que no es el afrikaans, al serla, es una decisión de vida o muerte.
También son condiciones extremas las que justifican que Jakob, el personaje principal de Fugitive Pieces, la novela que la canadiense Anne Michaels publicara en 1996, tomara al inglés no sólo como lengua de comunicación cotidiana sino, sobre todo, como herramienta de escritura. Avecinado en los Estados Unidos como un sobreviviente del holocausto —salvado, de manera milagrosa, por un científico griego— el futuro poeta describe así su ambivalente contacto con la otra lengua, la lengua que se convertirá con el paso del tiempo en su lengua propia: “el inglés era comida. Me lo ponía en la boca, hambriento de él. Una oleada de calidez invadía mi cuerpo, pero también de pánico porque, con cada bocado, el pasado se callaba más”. En uno de los registros más detalladamente humanos del tipo de acciones microscópicas que se llevan a cabo cuando alguien “decide” escribir en un idioma con el que no nació, Michaels incluye: “Lenguaje. La lengua entumecida se adhiere, huérfana, a cualquier sonido: se pega, la lengua al metal. Entonces, finalmente, muchos años después, se despega dolorosamente y se libera”. Y luego, como el mismo Jakob lo reconoce eventualmente, toma lugar el descubrimiento: “Y luego, cuando empecé a escribir los eventos de mi infancia en un idioma en el que no sucedieron, llegó la revelación: el inglés podía protegerme; un alfabeto sin memoria”.
Se trata, sin duda, de una revelación sagrada.
Es usual señalar, con mayor o menor cantidad de amargura, las limitaciones que impone el uso de una lengua con la que no se creció. Hay varias imágenes: el hablante que se mueve sólo tentativamente dentro de la casa de la segunda lengua; el oyente que, sobre tierras movedizas, está siempre a punto de ser engullido por el sinsentido o el fuera de lugar; el hablante que, deseoso de expresar algo, únicamente atina a abrir los labios para sentir el paso seco del aire. Es mucho menos usual señalar, como lo hacen, cada cual a su modo, Lowry, la escritora, y Jakob, el personaje de otra escritora, que esa incertidumbre, esa falta de seguridad, esa perenne tentativa de dominio destinada a fracasar también conlleva un paradójico componente de protección y otro, tal vez más embriagador, de libertad. Ahí está, toda entera, la posibilidad de reconstruirse desde cero. Ahí está, también completa, la posibilidad de oír esa otra manera en que la lengua “nos habla” y, luego entonces, nos inventa. Vida acentuada. El alfabeto sin memoria o, para ser más exactos, el alfabeto con la memoria más reciente, vuelve real la posibilidad de ser esa otra persona que acaba de doblar la esquina y desaparecer, con un poco de suerte, para siempre.
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Tuesday, March 17, 2009
EL AMOR ACABA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El análisis de 292 juicios de divorcio del siglo XIX, de los cuales 212 (73%) fueron promovidos por mujeres y sólo 61 (20%) por hombres, le da pie a la historiadora Ana Lidia García Peña para argumentar que el divorcio fue desde el inicio un arma de resistencia femenina para escapar del yugo matrimonial, especialmente de la violencia verbal y física que lo caracterizaba. No es éste el caso, añade cautelosa García Peña en su libro El fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo XIX mexicano, de heroínas libertarias en busca de cambiarlo todo, sino de mujeres comunes y corrientes, de diversas clases sociales (la gran mayoría de los divorcios decimonónicos le corresponden, por clase, a los grupos medios de la sociedad) que “no buscaron la independencia o ser iguales a los hombres; en realidad, no querían cambiar las relaciones de poder entre los géneros sino que simplemente utilizaron instituciones ya existentes que las protegían, para desobedecer a sus violentos maridos” [92]. Yo no sé que se encierra con exactitud dentro de la palabra “simplemente” en la cita anterior, pero los pocos, por desgracia muy pocos, casos extraídos del expediente y citados de manera literal en el texto de análisis histórico, dejan una materia ominosa sobre el adverbio.
“Hace doce años”, dice María Rita de la Vega en 1817, “que soy casada con el indicado mi marido y puede decirse que en todos ellos no he tenido un solo día de gusto o de descanso en la pésima vida que paso con él. De día y de noche, esté enferma o sana, me halle grávida o parida, en mi casa o en la ajena, jamás se pasa un periodo de 24 horas en que no me golpee lo menos dos o tres veces, pero esto ¿con qué rigor? Con cintazos, palos, cuartas, reatas, a mordida, bofetadas, pellizcos. No desconoce mi cuerpo ningún género de crueldad o padecimiento porque todos lo ha ejercido en él mi verdugo”.
“A cada instante acecha mi vida”, dice Dolores Aceituno en 1877, “como últimamente lo hizo que me encerró en un cuarto y después de golpearme con la espada y marro hasta que se cansó, me tomó de los hombros y me echó a la calle. Repetidas veces, mi marido espera las altas horas de la noche en que estregada yo al sueño me toma con sus manos por el cuello y descarga sobre mí puros golpes aun estando grávida, por lo que tengo siete cicatrices en la cabeza”.
Entre tantas otras, pues, María Rita de la Vega y Dolores Aceituno utilizaron el recurso de la narrativa —detallada y personal, con descripciones puntuales, uno se atrevería a calificarlas de realistas, de sus cuerpos— dentro de un discurso de victimización femenina para, de manera acaso no simple, servirse de las instituciones que existían, al menos oficialmente, para su protección.
Aún sin pretender la igualdad o buscar la independencia, las mujeres decimonónicas lograrían hacer del divorcio, que hasta 1859 era eclesiástico y desde entonces hasta el 1914 fue civil aunque no vincular, una estrategia de resistencia —un acto digno de llamar la atención especialmente en un medio que, tanto legal como socialmente, insistía en restarles, no aumentarles, derechos. García Peña argumenta, pues, que, hecho por y para hombres, el proceso de individuación que se llevó a cabo a través de la reforma liberal enfatizó la construcción del sujeto masculino, excluyendo del mismo concepto de individuo, y sus derechos, a las mujeres. De ahí que García Peña sostenga que los únicos los beneficiados del reformismo individualista borbónico y liberal hayan sido los hombres.
Sostener lo anterior no es difícil, quitarle el velo de lo evidente y descubrir, no por debajo, como harían los hermeneutas de la sospecha, sino en la misma construcción de la tautología, los escabrosos medios a través de los cuales esto fue posible, es lo que hace leíble, es decir, disfrutable a El fracaso del amor, uno de los pocos libros académicos de historia que me ha mantenido volviendo sus páginas sin saber a ciencia cierta, que es una manera exquisita de experimentar el asombro, qué me espera a la vuelta de la frase. ¿Qué se descubre cuando se descubre que la ausencia de cualquier mención de violencia doméstica en los códigos civiles del 66, 71 y 84 se registró mientras los juzgados liberales también evitaban, a toda costa, la incorporación de los relatos del maltrato conyugal que esgrimían las esposas al demandar el divorcio?
Un fenómeno que había sido, y de manera legítima y amplia, de interés público y social durante la época colonial, el maltrato conyugal, tan abrumadoramente presente en los divorcios iniciados por mujeres, se convirtió en un asunto privado y, por lo tanto, mudo, gracias a una reforma liberal que abogó por los derechos y la libertad del individuo. La violencia doméstica, que era una violencia masculina, se privatizó y, además, se estereotipó, como es posible comprobar en cualquier novela o tratado de nuestros próceres liberales, como una patología de los pobres. La privatización de la violencia conyugal, además, implicó la exclusión de las narrativas del conflicto doméstico, casi todas ellas autorizadas y esgrimidas por mujeres, casi todas ellas elaboradas a partir de las inscripciones que la violencia misma dejaba en el cuerpo, de los juzgados liberales, cuyos abogados preferían ceñirse a las fórmulas jurídicas que encubrían, en muchos casos, hasta la causa misma de la petición de divorcio.
Lo privado, así entonces, al menos en sus orígenes decimonónicos mexicanos, parece ser un parapeto. En honor a la precisión: lo privado es un parapeto que resguarda narrativas femeninas acerca de la violencia masculina. Silenciado, oscurecido, vuelto materia íntima y, luego entonces, materia muda, lo privado, que había sido cosa pública en juzgados coloniales todavía aquejados de manera obsesiva por la culpa y el pecado y la expiación, entrará en su fase subterránea, en su fase secreta, es decir, en su fase femenina. Lo privado, pues, no es, sino que deviene, a través de un impulso liberal, en femenino. Lo femenino no es, sino que deviene, privado.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El análisis de 292 juicios de divorcio del siglo XIX, de los cuales 212 (73%) fueron promovidos por mujeres y sólo 61 (20%) por hombres, le da pie a la historiadora Ana Lidia García Peña para argumentar que el divorcio fue desde el inicio un arma de resistencia femenina para escapar del yugo matrimonial, especialmente de la violencia verbal y física que lo caracterizaba. No es éste el caso, añade cautelosa García Peña en su libro El fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo XIX mexicano, de heroínas libertarias en busca de cambiarlo todo, sino de mujeres comunes y corrientes, de diversas clases sociales (la gran mayoría de los divorcios decimonónicos le corresponden, por clase, a los grupos medios de la sociedad) que “no buscaron la independencia o ser iguales a los hombres; en realidad, no querían cambiar las relaciones de poder entre los géneros sino que simplemente utilizaron instituciones ya existentes que las protegían, para desobedecer a sus violentos maridos” [92]. Yo no sé que se encierra con exactitud dentro de la palabra “simplemente” en la cita anterior, pero los pocos, por desgracia muy pocos, casos extraídos del expediente y citados de manera literal en el texto de análisis histórico, dejan una materia ominosa sobre el adverbio.
“Hace doce años”, dice María Rita de la Vega en 1817, “que soy casada con el indicado mi marido y puede decirse que en todos ellos no he tenido un solo día de gusto o de descanso en la pésima vida que paso con él. De día y de noche, esté enferma o sana, me halle grávida o parida, en mi casa o en la ajena, jamás se pasa un periodo de 24 horas en que no me golpee lo menos dos o tres veces, pero esto ¿con qué rigor? Con cintazos, palos, cuartas, reatas, a mordida, bofetadas, pellizcos. No desconoce mi cuerpo ningún género de crueldad o padecimiento porque todos lo ha ejercido en él mi verdugo”.
“A cada instante acecha mi vida”, dice Dolores Aceituno en 1877, “como últimamente lo hizo que me encerró en un cuarto y después de golpearme con la espada y marro hasta que se cansó, me tomó de los hombros y me echó a la calle. Repetidas veces, mi marido espera las altas horas de la noche en que estregada yo al sueño me toma con sus manos por el cuello y descarga sobre mí puros golpes aun estando grávida, por lo que tengo siete cicatrices en la cabeza”.
Entre tantas otras, pues, María Rita de la Vega y Dolores Aceituno utilizaron el recurso de la narrativa —detallada y personal, con descripciones puntuales, uno se atrevería a calificarlas de realistas, de sus cuerpos— dentro de un discurso de victimización femenina para, de manera acaso no simple, servirse de las instituciones que existían, al menos oficialmente, para su protección.
Aún sin pretender la igualdad o buscar la independencia, las mujeres decimonónicas lograrían hacer del divorcio, que hasta 1859 era eclesiástico y desde entonces hasta el 1914 fue civil aunque no vincular, una estrategia de resistencia —un acto digno de llamar la atención especialmente en un medio que, tanto legal como socialmente, insistía en restarles, no aumentarles, derechos. García Peña argumenta, pues, que, hecho por y para hombres, el proceso de individuación que se llevó a cabo a través de la reforma liberal enfatizó la construcción del sujeto masculino, excluyendo del mismo concepto de individuo, y sus derechos, a las mujeres. De ahí que García Peña sostenga que los únicos los beneficiados del reformismo individualista borbónico y liberal hayan sido los hombres.
Sostener lo anterior no es difícil, quitarle el velo de lo evidente y descubrir, no por debajo, como harían los hermeneutas de la sospecha, sino en la misma construcción de la tautología, los escabrosos medios a través de los cuales esto fue posible, es lo que hace leíble, es decir, disfrutable a El fracaso del amor, uno de los pocos libros académicos de historia que me ha mantenido volviendo sus páginas sin saber a ciencia cierta, que es una manera exquisita de experimentar el asombro, qué me espera a la vuelta de la frase. ¿Qué se descubre cuando se descubre que la ausencia de cualquier mención de violencia doméstica en los códigos civiles del 66, 71 y 84 se registró mientras los juzgados liberales también evitaban, a toda costa, la incorporación de los relatos del maltrato conyugal que esgrimían las esposas al demandar el divorcio?
Un fenómeno que había sido, y de manera legítima y amplia, de interés público y social durante la época colonial, el maltrato conyugal, tan abrumadoramente presente en los divorcios iniciados por mujeres, se convirtió en un asunto privado y, por lo tanto, mudo, gracias a una reforma liberal que abogó por los derechos y la libertad del individuo. La violencia doméstica, que era una violencia masculina, se privatizó y, además, se estereotipó, como es posible comprobar en cualquier novela o tratado de nuestros próceres liberales, como una patología de los pobres. La privatización de la violencia conyugal, además, implicó la exclusión de las narrativas del conflicto doméstico, casi todas ellas autorizadas y esgrimidas por mujeres, casi todas ellas elaboradas a partir de las inscripciones que la violencia misma dejaba en el cuerpo, de los juzgados liberales, cuyos abogados preferían ceñirse a las fórmulas jurídicas que encubrían, en muchos casos, hasta la causa misma de la petición de divorcio.
Lo privado, así entonces, al menos en sus orígenes decimonónicos mexicanos, parece ser un parapeto. En honor a la precisión: lo privado es un parapeto que resguarda narrativas femeninas acerca de la violencia masculina. Silenciado, oscurecido, vuelto materia íntima y, luego entonces, materia muda, lo privado, que había sido cosa pública en juzgados coloniales todavía aquejados de manera obsesiva por la culpa y el pecado y la expiación, entrará en su fase subterránea, en su fase secreta, es decir, en su fase femenina. Lo privado, pues, no es, sino que deviene, a través de un impulso liberal, en femenino. Lo femenino no es, sino que deviene, privado.
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Sunday, March 15, 2009
VOIX DU MEXIQUE: RETORS
Mariana Martínez Salgado e Iván Salinas prepararon un dossier especial de escritores mexicanos para el número 9 de la revista Retors.
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Mariana Martínez Salgado e Iván Salinas prepararon un dossier especial de escritores mexicanos para el número 9 de la revista Retors.
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Tuesday, March 10, 2009
HOY
Please join the Center for U.S.-Mexican Studies for our first Tertulia of the year with UCSD Professor of Literature Cristina Rivera-Garza. She will be reading a story from her book La Frontera Más Distante. Details below:
Tuesday, March 10th- 7:00pm
Cramb Reading Room
IOA Complex: Latin American Studies Building
Light Reception before the reading
For further information, please contact Greg Mallinger at (858) 822-1696 or gmallinger@ucsd.edu
Center for U.S.-Mexican Studies
University of California, San Diego
9500 Gilman Drive MC 0510
La Jolla, CA 92093-0510
http://usmex.ucsd.edu
ph. 858-534-4503
fx. 858-534-6447
--crg
Please join the Center for U.S.-Mexican Studies for our first Tertulia of the year with UCSD Professor of Literature Cristina Rivera-Garza. She will be reading a story from her book La Frontera Más Distante. Details below:
Tuesday, March 10th- 7:00pm
Cramb Reading Room
IOA Complex: Latin American Studies Building
Light Reception before the reading
For further information, please contact Greg Mallinger at (858) 822-1696 or gmallinger@ucsd.edu
Center for U.S.-Mexican Studies
University of California, San Diego
9500 Gilman Drive MC 0510
La Jolla, CA 92093-0510
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ph. 858-534-4503
fx. 858-534-6447
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EL CONDICIONAL
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Escuché mi nombre en el altavoz del aeropuerto pero tardé un par de minutos en reconocerlo. Cuando finalmente lo identifiqué como mío, cuando me sentí ligada a ese nombre, cerré el libro que estaba leyendo y, como si me dispusiera a cumplir con una cita largamente aplazada, me dirigí a la cabina de sonido. El lento rasgar de los zapatos. El reflejo del cuerpo sobre los mosaicos de mármol. El tiempo.
El hombrecillo que me miró detrás de unos pesados anteojos de carey volvió repetir el nombre con una sonrisa socarrona y un hastío difícil de ocultar antes de pedirme una identificación oficial. Se la dí sin preguntar nada. Un pasaporte: una mueca. E, igual, sin preguntar nada, recibí luego un sobre amarillo tamaño carta.
—Eso es para usted —dijo el hombre con el mismo hastío y la misma sonrisa. La eternidad encarnada.
Toqué el sobre pero no me atreví ni a verlo ni a abrirlo. No recuerdo si le dí las gracias o si me despedí. Caminé por los pasillos del aeropuerto con el paquete bajo el brazo, tratando de no prestarle atención pero imposibilitada para pensar en algo más en realidad. Cuando lo abrí, lo hice sin pensarlo, en uno de esos pestañeos proverbiales por entre los cuales, a veces, se trasmina el mundo. Un acto intempestivo. Una verdadera irracionalidad.
Supongo que esperaba una bomba o una serpiente, algo peligroso e inusitado, pero lo único que salió del anónimo sobre fue una libreta de tapas negras, bordes rojos y hojas cuadriculadas. Un objeto ciertamente entrañable, pero anodino. La abrí. Pasé mis ojos y mis manos sobre sus hojas sin huella. Pronto me cercioré que no había nada, en efecto, dentro. Ninguna palabra. Ninguna oración. Ninguna fecha. Además de la cuadricula azul y los bordes rojos, la libreta estaba completamente vacía. Iba a entretenerme con alguna idea obsesiva acerca de los libros deshabitados o las estructuras vacantes cuando cayó al piso la nota que decía: “Aquí irían todos los poemas que no has escrito.” Pensé, de inmediato, en el uso del condicional. Luego me llamó la atención el locativo. Sólo hasta el final me asestó un golpe la certeza: lo que no has escrito. El aliento de alguien tras la nuca. La punta del zapato. La sombra que se va. Entonces alcé la cara y, de izquierda a derecha, espié mi entorno. Parpadeé. Había logrado fingir un poco de desinterés pero, apenas unos segundos más tarde, los aires de la impaciencia me alborotaban el cabello. Supuse que debería estar cerca y que, si me conocía tanto, también yo sería capaz de reconocer su rostro. Intenté vislumbrar el guiño o el ademán que no me dejara duda: ésa era su mano o su ojo o su pie. Ahí había nacido la intención y luego, como de la nada, el envío. Un sobre tamaño carta: una libreta que reconocía. Aquí irían. Nadie, sin embargo, se volvió a verme. Nadie desapareció de improviso o se ocultó malamente detrás de una columna. Nadie se inmutó.
Recordé mientras tanto que muchos años atrás, en la ciudad que estaba dejando en ese momento, había comprado yo, en una tarde llena de viento y coronada de jacarandas, una libreta similar. El viento me obligó a cerrar los ojos. El aroma de las jacarandas me obligó a abrirlos. La había adquirido con la malsana intención de escribir ahí lo que había suscitado ese viento y esas jacarandas. Rememoré la ansiedad: la sensación de vivir con sólo mitad de la respiración. El pulso en la garganta. La distorsión de los rostros. Rememoré la velocidad del intercambio: el ruido de las monedas y la bolsa de plástico y hasta el aroma del local. No había podido escribir nada, de eso también me acordé, aunque fui incapaz de identificar el motivo o la circunstancia. No supe si había sido falta de tiempo o una simple distracción o la incomodidad del avión. No supe si había iniciado alguna frase, alguna palabra y, luego, en el momento menos pensado, me había dado por vencida, o si había claudicado aún antes de inclinarme sobre las hojas cuadriculadas. Por un momento tuve la sensación de que no había logrado salir nunca de ese momento. Aquí irían. Entonces giré la cabeza y, como si mi tiempo verdaderamente se acabara, corrí de regreso a la cabina de sonido. Cuando pregunté por el hombrecillo de los anteojos de carey, la mujer que estaba frente al micrófono me miró como si le estuviera hablando en un idioma no reconocido por las Naciones Unidas.
—Pero si él me entregó esto hace unos minutos apenas –dije, tratando de explicar.
La mujer me vio de arriba a abajo y, con una sonrisa socarrona y un hastío difícil de ocultar, decidió ignorarme.
—Señorita —lo intenté otra vez, pero pronto comprendí que era imposible. Ella ya trataba de localizar a otro pasajero por el altavoz. El eco.
Regresé a la sala de espera arrastrando los zapatos. Me senté. Coloqué la libreta sobre mi regazo e, inclinada sobre sus hojas cuadriculadas, la abrí una vez más. Aquí irían, eso me dije ciertamente. Si los escribiera, aquí, de seguro, irían todos.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Escuché mi nombre en el altavoz del aeropuerto pero tardé un par de minutos en reconocerlo. Cuando finalmente lo identifiqué como mío, cuando me sentí ligada a ese nombre, cerré el libro que estaba leyendo y, como si me dispusiera a cumplir con una cita largamente aplazada, me dirigí a la cabina de sonido. El lento rasgar de los zapatos. El reflejo del cuerpo sobre los mosaicos de mármol. El tiempo.
El hombrecillo que me miró detrás de unos pesados anteojos de carey volvió repetir el nombre con una sonrisa socarrona y un hastío difícil de ocultar antes de pedirme una identificación oficial. Se la dí sin preguntar nada. Un pasaporte: una mueca. E, igual, sin preguntar nada, recibí luego un sobre amarillo tamaño carta.
—Eso es para usted —dijo el hombre con el mismo hastío y la misma sonrisa. La eternidad encarnada.
Toqué el sobre pero no me atreví ni a verlo ni a abrirlo. No recuerdo si le dí las gracias o si me despedí. Caminé por los pasillos del aeropuerto con el paquete bajo el brazo, tratando de no prestarle atención pero imposibilitada para pensar en algo más en realidad. Cuando lo abrí, lo hice sin pensarlo, en uno de esos pestañeos proverbiales por entre los cuales, a veces, se trasmina el mundo. Un acto intempestivo. Una verdadera irracionalidad.
Supongo que esperaba una bomba o una serpiente, algo peligroso e inusitado, pero lo único que salió del anónimo sobre fue una libreta de tapas negras, bordes rojos y hojas cuadriculadas. Un objeto ciertamente entrañable, pero anodino. La abrí. Pasé mis ojos y mis manos sobre sus hojas sin huella. Pronto me cercioré que no había nada, en efecto, dentro. Ninguna palabra. Ninguna oración. Ninguna fecha. Además de la cuadricula azul y los bordes rojos, la libreta estaba completamente vacía. Iba a entretenerme con alguna idea obsesiva acerca de los libros deshabitados o las estructuras vacantes cuando cayó al piso la nota que decía: “Aquí irían todos los poemas que no has escrito.” Pensé, de inmediato, en el uso del condicional. Luego me llamó la atención el locativo. Sólo hasta el final me asestó un golpe la certeza: lo que no has escrito. El aliento de alguien tras la nuca. La punta del zapato. La sombra que se va. Entonces alcé la cara y, de izquierda a derecha, espié mi entorno. Parpadeé. Había logrado fingir un poco de desinterés pero, apenas unos segundos más tarde, los aires de la impaciencia me alborotaban el cabello. Supuse que debería estar cerca y que, si me conocía tanto, también yo sería capaz de reconocer su rostro. Intenté vislumbrar el guiño o el ademán que no me dejara duda: ésa era su mano o su ojo o su pie. Ahí había nacido la intención y luego, como de la nada, el envío. Un sobre tamaño carta: una libreta que reconocía. Aquí irían. Nadie, sin embargo, se volvió a verme. Nadie desapareció de improviso o se ocultó malamente detrás de una columna. Nadie se inmutó.
Recordé mientras tanto que muchos años atrás, en la ciudad que estaba dejando en ese momento, había comprado yo, en una tarde llena de viento y coronada de jacarandas, una libreta similar. El viento me obligó a cerrar los ojos. El aroma de las jacarandas me obligó a abrirlos. La había adquirido con la malsana intención de escribir ahí lo que había suscitado ese viento y esas jacarandas. Rememoré la ansiedad: la sensación de vivir con sólo mitad de la respiración. El pulso en la garganta. La distorsión de los rostros. Rememoré la velocidad del intercambio: el ruido de las monedas y la bolsa de plástico y hasta el aroma del local. No había podido escribir nada, de eso también me acordé, aunque fui incapaz de identificar el motivo o la circunstancia. No supe si había sido falta de tiempo o una simple distracción o la incomodidad del avión. No supe si había iniciado alguna frase, alguna palabra y, luego, en el momento menos pensado, me había dado por vencida, o si había claudicado aún antes de inclinarme sobre las hojas cuadriculadas. Por un momento tuve la sensación de que no había logrado salir nunca de ese momento. Aquí irían. Entonces giré la cabeza y, como si mi tiempo verdaderamente se acabara, corrí de regreso a la cabina de sonido. Cuando pregunté por el hombrecillo de los anteojos de carey, la mujer que estaba frente al micrófono me miró como si le estuviera hablando en un idioma no reconocido por las Naciones Unidas.
—Pero si él me entregó esto hace unos minutos apenas –dije, tratando de explicar.
La mujer me vio de arriba a abajo y, con una sonrisa socarrona y un hastío difícil de ocultar, decidió ignorarme.
—Señorita —lo intenté otra vez, pero pronto comprendí que era imposible. Ella ya trataba de localizar a otro pasajero por el altavoz. El eco.
Regresé a la sala de espera arrastrando los zapatos. Me senté. Coloqué la libreta sobre mi regazo e, inclinada sobre sus hojas cuadriculadas, la abrí una vez más. Aquí irían, eso me dije ciertamente. Si los escribiera, aquí, de seguro, irían todos.
--crg
Sunday, March 08, 2009
Tuesday, March 03, 2009
EL LIBRO FUERA DE SÍ
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Desconfío de los libros que se dejan leer rápidamente. Sucede más o menos así: el lector selecciona el libro por la recomendación de un amigo o por la atractiva portada o por la fuerza del primer párrafo o por el prestigio de la autoría de sus páginas. El lector, en todo caso y por razones múltiples aunque no obvias, toma el libro, poseyéndolo. El lector, en algún momento (seguramente no el menos pensado), se sienta y abre, no sin cierta parsimonia, sus hojas. De ser posible, el lector huele sus páginas, embebido, y pasa las yemas de los dedos sobre las letras impresas como si de verdad no pudiera ver nada. Mano de súbito ciego. El lector empieza. Y ahí, justo en ese instante, se da inicio un vertiginoso viaje en un tobogán de letras que no terminará sino dos o cinco horas después. El lector no se levanta para comer o contestar el teléfono o ir al baño. Lo que es peor: el lector no interrumpe la lectura ni para hacerse del lápiz con el que subrayará, es decir, con el que re-escribirá, el libro que lee.
¿Una lectura ideal? Lo dudo. ¿Un buen libro? A veces. ¿Un libro fácil de leer y digerible? Seguramente.
Tres confesiones en un párrafo minúsculo: Sospecho del libro que se lee de “una sentada” y que me pide, como un amante celoso, una atención única y, además, pasiva. Sospecho del libro que, aspirando a borrar al mundo que hace posible su lectura, cree que puede sustituirlo. Sospecho del libro que inicia sin otro objetivo más que el de llegar a su fin.
Mi lectura ideal es de otra factura. Veamos. Tomo el libro e inicio una lectura atropellada y zigzagueante. De hecho, es tan atropellada y zigzagueante esa lectura que casi parece no dar inicio. Creo que puedo leerlo sin lápiz pero pronto entiendo que eso no será posible. Interrumpo la lectura, busco el proverbial lápiz que nunca encuentro, veo el cielo, pienso en el libro dentro del mundo del libro y fuera del mundo del libro. El libro, lo sé bien desde ese instante, me saca de quicio: es demasiado esto o muy poco lo otro, en todo caso lo aviento contra la pared. Juro que no volveré a abrir sus páginas. Salgo. Afuera no hago otra cosa más que pensar en el libro —en su escritura que es un obstáculo, en su estructura que me asquea o me asombra o las dos cosas juntas, en todos y cada uno de los elementos que me imposibilitan bajar por sus páginas como si estuviera en un tobogán. Oscuro, tal vez; seguramente denso. Ilegible. Cosa hechas de páginas crudas. Pienso, quiero decir, en todas y cada una de las cosas que me obligan a pensar en ese libro y no en cualquier otra cosa. Un par de horas después lo tomo de nueva cuenta. No sólo lo subrayo una y otra vez —una vez por el acuerdo, otra vez por el desacuerdo— sino que también escribo pequeños mensajes inentendibles en sus márgenes. Se trata de pequeñas misivas para el otro lector que alguna vez, pasados ya los años, seré. Es ahí, en ese momento, que empiezo a pensar en otro libro —el mío. El producto de esta lectura se convertirá, eso creo en el aquí y ahora de mi apasionamiento, en un próximo libro. La convicción es tanta que, sin reparar en detalles, sin darme cuenta de lo absurdo de la situación, inicio la escritura de ese otro engendro en las últimas páginas, usualmente vacías, del libro leído. Son palabras hechizas, garabateadas a toda velocidad, urgentes. Escribirlas es una forma de no acabar. Colocarlas ahí, al final, es una forma de posponer el final.
Pero a medida que se acerca el final, cuando ya quedan sólo quince o diez páginas por leer, empiezo a sufrir —es un pesar absurdo, como todo en esta lectura, pero es real— y, por eso, interrumpo la lectura una vez más. La postergo. Cierro el libro y lo coloco, como si se tratara de un objeto doméstico, y no de un animal con rabia, sobre alguna repisa de color azul. Salgo. Afuera me comporto como si no pasara nada, como si no estuviera yo viviendo dentro de las páginas de un libro. Hablo. Sonrío incluso. Cuento chistes o me intereso por el drama de los otros. Hasta puede que piense en el clima o en mis obligaciones cotidianas. Hasta puede que vaya a fiestas o saque a pasear el perro del vecino. Todo o cualquier cosa con tal de no cerrar sus páginas. Todo, o casi cualquier cosa, con tal de seguir dentro. Pero las cierro. Eventualmente todo libro debe cerrarse. Cuando lo hago, me consuela saber que lleva consigo, a través de los subrayados y los ilegibles mensajes en sus márgenes, mi marca. Y que yo, en un justo intercambio de cicatrices, me llevo la suya. Es, ahora, en todo caso, un libro mío. Se trata, a final y a principio de cuentas, de un libro mío. Un libro apropiado. Un libro fuera de sí. Un libro conmigo.
¿Una lectura ideal? Lo dudo. ¿Un buen libro? Con mucha frecuencia. ¿Un libro fácil de leer y digerible? Nunca.
Tres máximas:
El libro no ayuda a descubrir el secreto que hay en el lector; el libro, cuando es libro, produce ese secreto en el lector.
El libro no es una revelación (de lo que ya estaba ahí) sino un encubrimiento (de lo que está en-proceso-de-estar-ahí).
El libro no expresa; el libro produce.
Un final: El libro que me gusta es un libro con otro tipo de velocidad.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Desconfío de los libros que se dejan leer rápidamente. Sucede más o menos así: el lector selecciona el libro por la recomendación de un amigo o por la atractiva portada o por la fuerza del primer párrafo o por el prestigio de la autoría de sus páginas. El lector, en todo caso y por razones múltiples aunque no obvias, toma el libro, poseyéndolo. El lector, en algún momento (seguramente no el menos pensado), se sienta y abre, no sin cierta parsimonia, sus hojas. De ser posible, el lector huele sus páginas, embebido, y pasa las yemas de los dedos sobre las letras impresas como si de verdad no pudiera ver nada. Mano de súbito ciego. El lector empieza. Y ahí, justo en ese instante, se da inicio un vertiginoso viaje en un tobogán de letras que no terminará sino dos o cinco horas después. El lector no se levanta para comer o contestar el teléfono o ir al baño. Lo que es peor: el lector no interrumpe la lectura ni para hacerse del lápiz con el que subrayará, es decir, con el que re-escribirá, el libro que lee.
¿Una lectura ideal? Lo dudo. ¿Un buen libro? A veces. ¿Un libro fácil de leer y digerible? Seguramente.
Tres confesiones en un párrafo minúsculo: Sospecho del libro que se lee de “una sentada” y que me pide, como un amante celoso, una atención única y, además, pasiva. Sospecho del libro que, aspirando a borrar al mundo que hace posible su lectura, cree que puede sustituirlo. Sospecho del libro que inicia sin otro objetivo más que el de llegar a su fin.
Mi lectura ideal es de otra factura. Veamos. Tomo el libro e inicio una lectura atropellada y zigzagueante. De hecho, es tan atropellada y zigzagueante esa lectura que casi parece no dar inicio. Creo que puedo leerlo sin lápiz pero pronto entiendo que eso no será posible. Interrumpo la lectura, busco el proverbial lápiz que nunca encuentro, veo el cielo, pienso en el libro dentro del mundo del libro y fuera del mundo del libro. El libro, lo sé bien desde ese instante, me saca de quicio: es demasiado esto o muy poco lo otro, en todo caso lo aviento contra la pared. Juro que no volveré a abrir sus páginas. Salgo. Afuera no hago otra cosa más que pensar en el libro —en su escritura que es un obstáculo, en su estructura que me asquea o me asombra o las dos cosas juntas, en todos y cada uno de los elementos que me imposibilitan bajar por sus páginas como si estuviera en un tobogán. Oscuro, tal vez; seguramente denso. Ilegible. Cosa hechas de páginas crudas. Pienso, quiero decir, en todas y cada una de las cosas que me obligan a pensar en ese libro y no en cualquier otra cosa. Un par de horas después lo tomo de nueva cuenta. No sólo lo subrayo una y otra vez —una vez por el acuerdo, otra vez por el desacuerdo— sino que también escribo pequeños mensajes inentendibles en sus márgenes. Se trata de pequeñas misivas para el otro lector que alguna vez, pasados ya los años, seré. Es ahí, en ese momento, que empiezo a pensar en otro libro —el mío. El producto de esta lectura se convertirá, eso creo en el aquí y ahora de mi apasionamiento, en un próximo libro. La convicción es tanta que, sin reparar en detalles, sin darme cuenta de lo absurdo de la situación, inicio la escritura de ese otro engendro en las últimas páginas, usualmente vacías, del libro leído. Son palabras hechizas, garabateadas a toda velocidad, urgentes. Escribirlas es una forma de no acabar. Colocarlas ahí, al final, es una forma de posponer el final.
Pero a medida que se acerca el final, cuando ya quedan sólo quince o diez páginas por leer, empiezo a sufrir —es un pesar absurdo, como todo en esta lectura, pero es real— y, por eso, interrumpo la lectura una vez más. La postergo. Cierro el libro y lo coloco, como si se tratara de un objeto doméstico, y no de un animal con rabia, sobre alguna repisa de color azul. Salgo. Afuera me comporto como si no pasara nada, como si no estuviera yo viviendo dentro de las páginas de un libro. Hablo. Sonrío incluso. Cuento chistes o me intereso por el drama de los otros. Hasta puede que piense en el clima o en mis obligaciones cotidianas. Hasta puede que vaya a fiestas o saque a pasear el perro del vecino. Todo o cualquier cosa con tal de no cerrar sus páginas. Todo, o casi cualquier cosa, con tal de seguir dentro. Pero las cierro. Eventualmente todo libro debe cerrarse. Cuando lo hago, me consuela saber que lleva consigo, a través de los subrayados y los ilegibles mensajes en sus márgenes, mi marca. Y que yo, en un justo intercambio de cicatrices, me llevo la suya. Es, ahora, en todo caso, un libro mío. Se trata, a final y a principio de cuentas, de un libro mío. Un libro apropiado. Un libro fuera de sí. Un libro conmigo.
¿Una lectura ideal? Lo dudo. ¿Un buen libro? Con mucha frecuencia. ¿Un libro fácil de leer y digerible? Nunca.
Tres máximas:
El libro no ayuda a descubrir el secreto que hay en el lector; el libro, cuando es libro, produce ese secreto en el lector.
El libro no es una revelación (de lo que ya estaba ahí) sino un encubrimiento (de lo que está en-proceso-de-estar-ahí).
El libro no expresa; el libro produce.
Un final: El libro que me gusta es un libro con otro tipo de velocidad.
--crg
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