PARAGRAPHUS
El poeta escribe versos; el narrador, párrafos.
En sentido estricto, un narrador es un parrafista (y un poeta un versificador).
Como el verso, el párrafo encierra (¿o libera?) un universo.
Cada párrafo contiene, en clave, la narración entera.
El párrafo es la unidad mínima básica de la narración.
Entre el punto y aparte y la nueva mayúscula se lleva a cabo el "desarrollo del significado en el tiempo".
Entre el punto y aparte y la nueva mayúscula el narrador se juega, en efecto, la vida.
El párrafo es una unidad de la respiración.
Un párrafo bien escrito es un cuento completo.
Un párrafo mejor escrito es un poema.
--crg
Tuesday, September 29, 2009
PRECISAMENTE ANTE TUS OJOS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
"Armando H. Zozaya era un periodista aficionado a resolver casos criminales misteriosos”, así da inicio “Mensaje inmotivado”, el primer cuento del libro Muerte a la zaga de María Elvira Bermúdez. Nacida en Durango, uno de los estados del norte que más ha sufrido los azotes del narcotráfico, y a inicios del siglo XX (1912), María Elvira Bermúdez no sólo produjo a ese detective joven y trabajador, caballeroso y bien vestido que resolvía, sin paga de por medio y con una inteligencia a la vez rigurosa y desbordante, casos criminales en barcos de tripulación cosmopolita o en casas de huéspedes en la provincia mexicana, sino también a María Elena Morán, la esposa de un diputado por el estado también norteño de Coahuila, cuya afición por leer historias de detectives y a imaginar casi compulsivamente la distinguieron como la primer detective mexicana, al menos en el terreno de la ficción.
En la fotografía que ilustra la contraportada de Lecturas Mexicanas 31, Segunda Serie, donde se reprodujo en 1986 la segunda colección de cuentos policiacos de la duranguense, María Elvira Bermúdez porta un gesto entre retador y adusto. Los anteojos agatubelados de la época, mitad de pasta y mitad metal, caen diagonalmente sobre la cara, contribuyendo a ocultar uno de sus ojos bajo una sombra exigua. Sería fácil caer bajo la impresión de que el rostro del retrato está guiñando el ojo izquierdo, más un gesto de complicidad en este caso, que de coquetería. El cabello corto, de apariencia fino, termina con las puntas hacia arriba, como si hubieran pasado bastante rato bajo la presión de los rulos de plástico azules o rosas que peinaron a tantas mujeres del medio siglo. La horizontal línea de los labios lo anuncia todo: esto es en serio. Aquí está pasando algo y yo voy a saberlo.
En 1961, unos ocho años antes de que Rafael Bernal publicara su Complot Mongol, oficialmente reconocida como la primer novela negra producida en el país, La Pre-Primera Detective se enfrentó a un caso ardiente: un crimen pasional que involucraba la muerte de una escritora acaso lesbiana, una crítica literaria con cierta afición por poetas y escritoras del siglo XIX, una periodista acostumbrada a visitar a las autoviudas de una cárcel citadina, un grupo de licenciadas y jueces organizadas en un sindicato, y hasta una paradigmática taxista. Todo esto, por supuesto, bajo el título de Detente, sombra, un verso aptamente cortado de la insigne Sor Juana.
Si nos atenemos a las fechas y las tramas, los orígenes de la novela policiaca mexicana no se circunscriben al Distrito Federal sino que se extienden a la provincia norte del país. De manera por demás ominosa y acaso profética, es en los alrededores de Ciudad Juárez que se lleva a cabo “Las cosas hablan”, el cuento en que María Elena Morán descubre el crimen y el asesino gracias a su capacidad (“esa manía tuya”, diría su esposo el diputado) “de comparar las personas a las cosas y las cosas a las personas”. Asimismo, “Cabos sueltos”, el cuento que enfrenta a dos hermanos, toma lugar en Durango, y “Muerte a la zaga”, en relato en el que una mujer despechada casi se sale con la suya al deshacerse de un hombre, se desarrolla en un barco que lleva a los personajes de Veracruz a Tampico.
Me gusta Armando H. Zozaya. Veamos. Cuando por casualidad se topa con las hermanas Germana y Carmela en la plaza de Armas de Veracruz y esta última, una antigua novia de sus tiempos de periodista en Puebla, lo conmina a invitarlas a tomar algo, él responde sin problema alguno y de forma casi inmediata: “¡Cómo no! ¡Encantado!”. Y cuando Rafael Dorantes, el actual esposo de Germana y también antiguo novio de Carmela, lo invita a unirse a un grupo peculiar para dar un paseo en barco, el detective amateur no duda en cancelar su fecha de regreso y postergar compromisos de trabajo para disfrutar la brisa del Golfo de México. Luego, cuando poco a poco va dándose cuenta de que el asesino es, en realidad, una asesina, Armando H. Zozaya no se vanagloria de su hallazgo y ni siquiera hace comentario moral alguno sobre la responsabilidad criminal de la mujer. En lugar de eso, atormentado por el conocimiento de una verdad que en mucho le parece una traición, Armando espera a la presunta asesina “acodado en la barandilla más alta del buque” para hablar con ella. Cuando la asesina, ya descubierta, le grita: “Ríete, ¡ríete tú también! ¿Por qué no te ríes? ¡Debes sentirte muy satisfecho de tu proeza! ¡Me descubriste!”, Armando H. Zozaya se niega a la salida fácil y a la prosopopeya de su género. Dice: “Cálmate, ¡por Dios! Créeme que no me siento nada satisfecho. Preferiría no haber descubierto nunca…” Que ella, ya sin salida pero también sin arrepentimiento alguno, decida saltar hacia su propia muerte para evitar la burla ajena (“nadie se reirá de mí”), escapando asimismo del castigo de una justicia que no tomaría en cuenta su condición de mujer traicionada, no hace sino reafirmar las alianzas peculiares del relato. Finalmente, cuando en contra de quienes lo tratan de convencer de permanecer a bordo se lanza, ya sin saco, al mar, y sobre todo cuando escucha el veredicto final (“tiburones”), Armando H. Zozaya sigue siendo ese hombre empático y curioso, compasivo y flexible y fácil de llevar que lo convierte, aún en 1985, en uno de esos hombres sensibles de los 90.
A María Elena Morán le gusta ser y parecer inteligente. A través de diálogos cerrados y más bien escuetos, la Primera Detective va desentrañando misterios sobre todo para su primer escucha: Bruno, su marido. Él no sólo le pone atención sino que también, aunque con discreción, la celebra. Lo bueno de María Elena es que a su inteligencia también le alcanza para burlarse de sí misma. En “Las cosas hablan”, luego de haber resuelto el caso, Bruno se pregunta con bastante extrañeza cómo fue que “si tengo el sueño tan pesado, me desperté antes de la hora de costumbre”, una acción fundamental en el desarrollo de la trama. La Primera Detective, en modo francamente autoparódico, ofrece de inmediato una complicadísima teoría involucrando entre otras cosas la telepatía, pero se deja interrumpir por la pragmática sospecha del marido: “A lo mejor desperté por el humo.” En “Precisamente frente a tus ojos”, una lectura intervenida de “La Carta Robada” de Edgar Allan Poe, la feliz poseedora de la clave del misterio se niega a descubrir el contenido del mismo: “—¿Tú qué dijiste? —contestó riendo María Elena—. Ya me dijo, ¿no?”.
Pues eso.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
"Armando H. Zozaya era un periodista aficionado a resolver casos criminales misteriosos”, así da inicio “Mensaje inmotivado”, el primer cuento del libro Muerte a la zaga de María Elvira Bermúdez. Nacida en Durango, uno de los estados del norte que más ha sufrido los azotes del narcotráfico, y a inicios del siglo XX (1912), María Elvira Bermúdez no sólo produjo a ese detective joven y trabajador, caballeroso y bien vestido que resolvía, sin paga de por medio y con una inteligencia a la vez rigurosa y desbordante, casos criminales en barcos de tripulación cosmopolita o en casas de huéspedes en la provincia mexicana, sino también a María Elena Morán, la esposa de un diputado por el estado también norteño de Coahuila, cuya afición por leer historias de detectives y a imaginar casi compulsivamente la distinguieron como la primer detective mexicana, al menos en el terreno de la ficción.
En la fotografía que ilustra la contraportada de Lecturas Mexicanas 31, Segunda Serie, donde se reprodujo en 1986 la segunda colección de cuentos policiacos de la duranguense, María Elvira Bermúdez porta un gesto entre retador y adusto. Los anteojos agatubelados de la época, mitad de pasta y mitad metal, caen diagonalmente sobre la cara, contribuyendo a ocultar uno de sus ojos bajo una sombra exigua. Sería fácil caer bajo la impresión de que el rostro del retrato está guiñando el ojo izquierdo, más un gesto de complicidad en este caso, que de coquetería. El cabello corto, de apariencia fino, termina con las puntas hacia arriba, como si hubieran pasado bastante rato bajo la presión de los rulos de plástico azules o rosas que peinaron a tantas mujeres del medio siglo. La horizontal línea de los labios lo anuncia todo: esto es en serio. Aquí está pasando algo y yo voy a saberlo.
En 1961, unos ocho años antes de que Rafael Bernal publicara su Complot Mongol, oficialmente reconocida como la primer novela negra producida en el país, La Pre-Primera Detective se enfrentó a un caso ardiente: un crimen pasional que involucraba la muerte de una escritora acaso lesbiana, una crítica literaria con cierta afición por poetas y escritoras del siglo XIX, una periodista acostumbrada a visitar a las autoviudas de una cárcel citadina, un grupo de licenciadas y jueces organizadas en un sindicato, y hasta una paradigmática taxista. Todo esto, por supuesto, bajo el título de Detente, sombra, un verso aptamente cortado de la insigne Sor Juana.
Si nos atenemos a las fechas y las tramas, los orígenes de la novela policiaca mexicana no se circunscriben al Distrito Federal sino que se extienden a la provincia norte del país. De manera por demás ominosa y acaso profética, es en los alrededores de Ciudad Juárez que se lleva a cabo “Las cosas hablan”, el cuento en que María Elena Morán descubre el crimen y el asesino gracias a su capacidad (“esa manía tuya”, diría su esposo el diputado) “de comparar las personas a las cosas y las cosas a las personas”. Asimismo, “Cabos sueltos”, el cuento que enfrenta a dos hermanos, toma lugar en Durango, y “Muerte a la zaga”, en relato en el que una mujer despechada casi se sale con la suya al deshacerse de un hombre, se desarrolla en un barco que lleva a los personajes de Veracruz a Tampico.
Me gusta Armando H. Zozaya. Veamos. Cuando por casualidad se topa con las hermanas Germana y Carmela en la plaza de Armas de Veracruz y esta última, una antigua novia de sus tiempos de periodista en Puebla, lo conmina a invitarlas a tomar algo, él responde sin problema alguno y de forma casi inmediata: “¡Cómo no! ¡Encantado!”. Y cuando Rafael Dorantes, el actual esposo de Germana y también antiguo novio de Carmela, lo invita a unirse a un grupo peculiar para dar un paseo en barco, el detective amateur no duda en cancelar su fecha de regreso y postergar compromisos de trabajo para disfrutar la brisa del Golfo de México. Luego, cuando poco a poco va dándose cuenta de que el asesino es, en realidad, una asesina, Armando H. Zozaya no se vanagloria de su hallazgo y ni siquiera hace comentario moral alguno sobre la responsabilidad criminal de la mujer. En lugar de eso, atormentado por el conocimiento de una verdad que en mucho le parece una traición, Armando espera a la presunta asesina “acodado en la barandilla más alta del buque” para hablar con ella. Cuando la asesina, ya descubierta, le grita: “Ríete, ¡ríete tú también! ¿Por qué no te ríes? ¡Debes sentirte muy satisfecho de tu proeza! ¡Me descubriste!”, Armando H. Zozaya se niega a la salida fácil y a la prosopopeya de su género. Dice: “Cálmate, ¡por Dios! Créeme que no me siento nada satisfecho. Preferiría no haber descubierto nunca…” Que ella, ya sin salida pero también sin arrepentimiento alguno, decida saltar hacia su propia muerte para evitar la burla ajena (“nadie se reirá de mí”), escapando asimismo del castigo de una justicia que no tomaría en cuenta su condición de mujer traicionada, no hace sino reafirmar las alianzas peculiares del relato. Finalmente, cuando en contra de quienes lo tratan de convencer de permanecer a bordo se lanza, ya sin saco, al mar, y sobre todo cuando escucha el veredicto final (“tiburones”), Armando H. Zozaya sigue siendo ese hombre empático y curioso, compasivo y flexible y fácil de llevar que lo convierte, aún en 1985, en uno de esos hombres sensibles de los 90.
A María Elena Morán le gusta ser y parecer inteligente. A través de diálogos cerrados y más bien escuetos, la Primera Detective va desentrañando misterios sobre todo para su primer escucha: Bruno, su marido. Él no sólo le pone atención sino que también, aunque con discreción, la celebra. Lo bueno de María Elena es que a su inteligencia también le alcanza para burlarse de sí misma. En “Las cosas hablan”, luego de haber resuelto el caso, Bruno se pregunta con bastante extrañeza cómo fue que “si tengo el sueño tan pesado, me desperté antes de la hora de costumbre”, una acción fundamental en el desarrollo de la trama. La Primera Detective, en modo francamente autoparódico, ofrece de inmediato una complicadísima teoría involucrando entre otras cosas la telepatía, pero se deja interrumpir por la pragmática sospecha del marido: “A lo mejor desperté por el humo.” En “Precisamente frente a tus ojos”, una lectura intervenida de “La Carta Robada” de Edgar Allan Poe, la feliz poseedora de la clave del misterio se niega a descubrir el contenido del mismo: “—¿Tú qué dijiste? —contestó riendo María Elena—. Ya me dijo, ¿no?”.
Pues eso.
--crg
Sunday, September 27, 2009
SAVOIR MORDRE
Parler n´est pas communiquer. Parler n´est pas s´échanger et troquer --des idées, des objets--, parler n´est pas s´exprimer, désigner, tendre un tete bavarde vers les choses, doubler le monde d´un écho, d´une ombre parlée; parler c´est d´abord ouvrir la bouche et attaquer le monde avec, savoir mordre.
Valère Novarina, Devant la parole, 16.
--crg
Parler n´est pas communiquer. Parler n´est pas s´échanger et troquer --des idées, des objets--, parler n´est pas s´exprimer, désigner, tendre un tete bavarde vers les choses, doubler le monde d´un écho, d´une ombre parlée; parler c´est d´abord ouvrir la bouche et attaquer le monde avec, savoir mordre.
Valère Novarina, Devant la parole, 16.
--crg
Saturday, September 26, 2009
LA FEMINISTA ELEGANTE ATACA DE NUEVO
Desde Berlín con amor:
Prosecco al hielo con fresas frescas.
Crema de chícharo y espinaca con vino blanco acompañada de queso brie, crutones y pepitas.
Hojaldre de papa, espinaca, calabacitas y champiñones con salsa de gorgonzola.
Ensalada verde con frambuesa y queso brie con aderezo de granada y naranja.
Vinho verde.
Yogurth de vainilla con peras y amaretto acompañadas de galletas de avena y raspa de chocolate.
Ipsus-pantelleria-passito.
Café recién molido
Zambuca con mosca y chaser largo.
Todo esto bajo la mitad exacta de la luna en mesa para siete comensales. El oleaje.
--crg
Desde Berlín con amor:
Prosecco al hielo con fresas frescas.
Crema de chícharo y espinaca con vino blanco acompañada de queso brie, crutones y pepitas.
Hojaldre de papa, espinaca, calabacitas y champiñones con salsa de gorgonzola.
Ensalada verde con frambuesa y queso brie con aderezo de granada y naranja.
Vinho verde.
Yogurth de vainilla con peras y amaretto acompañadas de galletas de avena y raspa de chocolate.
Ipsus-pantelleria-passito.
Café recién molido
Zambuca con mosca y chaser largo.
Todo esto bajo la mitad exacta de la luna en mesa para siete comensales. El oleaje.
--crg
Tuesday, September 22, 2009
FORÁNEA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Me detuve en el restaurante a orilla de la carretera porque me vencía el sueño. Había manejado unas ocho horas continuas después de enterarme del deterioro de la salud de mi madre. Tan pronto como colgué el teléfono, metí unas cuantas cosas en una pequeña maleta y, sabiendo que sería difícil encontrar boletos de avión a esa hora, tomé las llaves del coche y salí a toda prisa.
Siguiendo de memoria un recorrido que no había hecho en años, tomé la carretera federal hasta donde pude. Luego, viré hacia la derecha en una carretera estatal para, luego, ya casi de noche, internarme en los caminos locales. Se me había olvidado la belleza del recorrido. Los colores del atardecer fuera de la ciudad. La manera en que el viento doblega al zacate del monte. Las formas de ciertas nubes. Me detuve varias veces en el camino a tomar café y a preguntarme, en silencio y con culpa, si mi acelerada respuesta se debía en verdad a mi preocupación por la salud de mi madre o a los deseos enromes que tenía de dejarlo todo atrás. Tabula rasa.
Mi vida en la ciudad era, para entonces, un desastre. Trabajaba más horas de las necesarias y me alimentaba de comida chatarra, café y cigarrillos. No me había cortado el cabello en meses y mi ropa era la misma que había adquirido años atrás, cuando había llegado a la ciudad con anhelos. Deseos. Ideas para el futuro. Nada de eso se había cumplido, admití más de una vez mientras manejaba. Se habían cumplido otras cosas, eso era cierto, pero no las que deseaba. No las que me habían llevado allá. La sensación de fracaso, que al inicio había sido discreta y llevadera, había crecido poco a poco hasta convertirse en un sabor permanentemente amargo en la saliva. No era un hombre feliz. La persona que manejaba en estrechas carreteras vecinales, evadiendo con destreza el cuerpo de algunos animales nocturnos, era tan amarga como la saliva que no se atrevía a tragar. Eso le había gritado al cielo. Eso le había espetado al venado que me obligó a pararme en seco en medio de la carretera y que no dejó de mirarme con sus grandes ojos brillantes mientras caía de bruces sobre el pavimento, sin dejar de llorar. Eso le había dicho, después, al espejo retrovisor, cuando por fin me pude incorporar.
Iba sorbiéndome los mocos cuando recordé la cara juvenil de mi madre. Ella también se había alejado, pero en dirección contraria. En lugar de ir a la ciudad, había decidido comparar una pequeña cabaña en un lugar que era difícil incluso ubicar en un mapa. Allá, me había dicho por toda explicación, tendría tiempo para pensar. Luego, como si no fuera necesario añadir nada más, se había quedado callada. ¿Para pensar en qué?, me lo pregunté por primera vez mientras mantenía un ojo sobre el velocímetro y contaba el número de insectos que chocaban contra el parabrisas. Supuse que había necesitado tiempo para pensar en cómo podía alejarse aún más. Eso es lo que había conseguido en todo caso. Alejarse. Una mañana se había despertado en otro lugar siendo por fin lo que siempre había querido y no había podido ser: una foránea. Alguien que no es de ahí. Una persona recién llegada. Tabula rasa. Por años había platicado de eso con mi padre. En las noches, cuando se recostaban uno al lado del otro para compartir paisajes privados, ella terminaba siempre susurrando las palabras otro lugar. Eso era lo único que yo podía escuchar desde mi habitación. Sonaba a súplica a veces. Otras, tenía un eco amenazador. Otro lugar. Cualquier lugar, pero otro. Eso decía o pedía u ofrecía. La muerte de mi padre no la sorprendió. Trató el asunto como solía hacerlo todo, con eficacia. Limpiamente. Fue después del funeral que me llamó aparte para darme la noticia: se iba.
—¿A dónde? —le había preguntado, incrédulo.
—A otro lugar, naturalmente me dijo con la mirada pacífica y la voz modulada. Un traje oscuro, de dos piezas perfectas, le envolvía el cuerpo.
—¿Por qué? —insistí, aterrado—. ¿Para qué?
Dijo que iba a otro lugar para poder pensar.
Me hubiera gustado zarandearla en ese momento. Tuve deseos de llorar y, justo como lo acababa de hacer frente al venado desconocido, de caer de bruces frente a sus zapatos. Tuve deseos de hacerle daño. Tal vez por eso evité su contacto luego. Le hablaba de vez en cuando, sobre todo cuando estaba ebrio. Intercambiamos algunas pocas cartas que ella insistía en escribir en papel y mandar por correo. A pesar de que sus invitaciones no eran abundantes, acepté ir un par de veces hasta su cabaña en el fin del mundo. Era, como me la había imaginado, una rústica construcción en las orillas de un poblado sin nombre que, sin embargo, gozaba de agua potable y electricidad. Más que una casa, parecía un claustro. Había algo mudo o sagrado alrededor.
—Así que aquí vives —le dije cuando me senté a su mesa y ella me ofreció algo de tomar.
—Aquí vivo —repitió mis palabras sin sorna alguna, como acogiéndolas en su interior—. Así es.
Hacía tres años de ese encuentro y, en ese lapso, habíamos intercambiado aún menos llamadas y menos cartas que antes. Ella vivía, como lo había querido siempre, en otro lugar, y yo no tenía ni tiempo ni ánimo de molestarla. Estaba convencido de que cualquier intento de proximidad era, en realidad, una interrupción. Cuando abrí la puerta de su cabaña esta vez lo hice con la misma sensación: el intruso que se acerca. Un ladrón. Un asesino. Mi madre, contra todas mis expectativas, se veía serena. Estaba en cama, pero despierta, la espalda sobre grandes almohadones color blanco.
—Estuve a punto de atropellar un venado —le dije sin saber a ciencia cierta lo que decía, resultado sin duda del cansancio y la sorpresa.
Como ella siguiera callada, continué:
—Pero en lugar de hacerlo, me eché a llorar —dije, ensayando una apocada risa de autocompasión.
Sin decir todavía nada me indicó que me sentara a su lado.
—Estoy bien —me informó—. No me voy a morir esta vez —dijo, sonriendo. La rabia que me surgió en el estómago estalló con violencia en plena boca. Era una carcajada. Una amplia enorme gozosa carcajada era lo que retumbaba contra las endebles paredes de su espacio. Era una carcajada procaz e inaudita. Un sonido purulento. Saña. Tardé un buen rato en recuperar la compostura.
—¿Y ya me vas a decir de una buena vez en qué has pensado en todos estos años? —atiné a decirle al final, sentado otra vez a su lado.
Ella volvió a sonreírme.
—En el aire —me dijo—, naturalmente. En lo mucho que cuesta, a veces, respirar.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Me detuve en el restaurante a orilla de la carretera porque me vencía el sueño. Había manejado unas ocho horas continuas después de enterarme del deterioro de la salud de mi madre. Tan pronto como colgué el teléfono, metí unas cuantas cosas en una pequeña maleta y, sabiendo que sería difícil encontrar boletos de avión a esa hora, tomé las llaves del coche y salí a toda prisa.
Siguiendo de memoria un recorrido que no había hecho en años, tomé la carretera federal hasta donde pude. Luego, viré hacia la derecha en una carretera estatal para, luego, ya casi de noche, internarme en los caminos locales. Se me había olvidado la belleza del recorrido. Los colores del atardecer fuera de la ciudad. La manera en que el viento doblega al zacate del monte. Las formas de ciertas nubes. Me detuve varias veces en el camino a tomar café y a preguntarme, en silencio y con culpa, si mi acelerada respuesta se debía en verdad a mi preocupación por la salud de mi madre o a los deseos enromes que tenía de dejarlo todo atrás. Tabula rasa.
Mi vida en la ciudad era, para entonces, un desastre. Trabajaba más horas de las necesarias y me alimentaba de comida chatarra, café y cigarrillos. No me había cortado el cabello en meses y mi ropa era la misma que había adquirido años atrás, cuando había llegado a la ciudad con anhelos. Deseos. Ideas para el futuro. Nada de eso se había cumplido, admití más de una vez mientras manejaba. Se habían cumplido otras cosas, eso era cierto, pero no las que deseaba. No las que me habían llevado allá. La sensación de fracaso, que al inicio había sido discreta y llevadera, había crecido poco a poco hasta convertirse en un sabor permanentemente amargo en la saliva. No era un hombre feliz. La persona que manejaba en estrechas carreteras vecinales, evadiendo con destreza el cuerpo de algunos animales nocturnos, era tan amarga como la saliva que no se atrevía a tragar. Eso le había gritado al cielo. Eso le había espetado al venado que me obligó a pararme en seco en medio de la carretera y que no dejó de mirarme con sus grandes ojos brillantes mientras caía de bruces sobre el pavimento, sin dejar de llorar. Eso le había dicho, después, al espejo retrovisor, cuando por fin me pude incorporar.
Iba sorbiéndome los mocos cuando recordé la cara juvenil de mi madre. Ella también se había alejado, pero en dirección contraria. En lugar de ir a la ciudad, había decidido comparar una pequeña cabaña en un lugar que era difícil incluso ubicar en un mapa. Allá, me había dicho por toda explicación, tendría tiempo para pensar. Luego, como si no fuera necesario añadir nada más, se había quedado callada. ¿Para pensar en qué?, me lo pregunté por primera vez mientras mantenía un ojo sobre el velocímetro y contaba el número de insectos que chocaban contra el parabrisas. Supuse que había necesitado tiempo para pensar en cómo podía alejarse aún más. Eso es lo que había conseguido en todo caso. Alejarse. Una mañana se había despertado en otro lugar siendo por fin lo que siempre había querido y no había podido ser: una foránea. Alguien que no es de ahí. Una persona recién llegada. Tabula rasa. Por años había platicado de eso con mi padre. En las noches, cuando se recostaban uno al lado del otro para compartir paisajes privados, ella terminaba siempre susurrando las palabras otro lugar. Eso era lo único que yo podía escuchar desde mi habitación. Sonaba a súplica a veces. Otras, tenía un eco amenazador. Otro lugar. Cualquier lugar, pero otro. Eso decía o pedía u ofrecía. La muerte de mi padre no la sorprendió. Trató el asunto como solía hacerlo todo, con eficacia. Limpiamente. Fue después del funeral que me llamó aparte para darme la noticia: se iba.
—¿A dónde? —le había preguntado, incrédulo.
—A otro lugar, naturalmente me dijo con la mirada pacífica y la voz modulada. Un traje oscuro, de dos piezas perfectas, le envolvía el cuerpo.
—¿Por qué? —insistí, aterrado—. ¿Para qué?
Dijo que iba a otro lugar para poder pensar.
Me hubiera gustado zarandearla en ese momento. Tuve deseos de llorar y, justo como lo acababa de hacer frente al venado desconocido, de caer de bruces frente a sus zapatos. Tuve deseos de hacerle daño. Tal vez por eso evité su contacto luego. Le hablaba de vez en cuando, sobre todo cuando estaba ebrio. Intercambiamos algunas pocas cartas que ella insistía en escribir en papel y mandar por correo. A pesar de que sus invitaciones no eran abundantes, acepté ir un par de veces hasta su cabaña en el fin del mundo. Era, como me la había imaginado, una rústica construcción en las orillas de un poblado sin nombre que, sin embargo, gozaba de agua potable y electricidad. Más que una casa, parecía un claustro. Había algo mudo o sagrado alrededor.
—Así que aquí vives —le dije cuando me senté a su mesa y ella me ofreció algo de tomar.
—Aquí vivo —repitió mis palabras sin sorna alguna, como acogiéndolas en su interior—. Así es.
Hacía tres años de ese encuentro y, en ese lapso, habíamos intercambiado aún menos llamadas y menos cartas que antes. Ella vivía, como lo había querido siempre, en otro lugar, y yo no tenía ni tiempo ni ánimo de molestarla. Estaba convencido de que cualquier intento de proximidad era, en realidad, una interrupción. Cuando abrí la puerta de su cabaña esta vez lo hice con la misma sensación: el intruso que se acerca. Un ladrón. Un asesino. Mi madre, contra todas mis expectativas, se veía serena. Estaba en cama, pero despierta, la espalda sobre grandes almohadones color blanco.
—Estuve a punto de atropellar un venado —le dije sin saber a ciencia cierta lo que decía, resultado sin duda del cansancio y la sorpresa.
Como ella siguiera callada, continué:
—Pero en lugar de hacerlo, me eché a llorar —dije, ensayando una apocada risa de autocompasión.
Sin decir todavía nada me indicó que me sentara a su lado.
—Estoy bien —me informó—. No me voy a morir esta vez —dijo, sonriendo. La rabia que me surgió en el estómago estalló con violencia en plena boca. Era una carcajada. Una amplia enorme gozosa carcajada era lo que retumbaba contra las endebles paredes de su espacio. Era una carcajada procaz e inaudita. Un sonido purulento. Saña. Tardé un buen rato en recuperar la compostura.
—¿Y ya me vas a decir de una buena vez en qué has pensado en todos estos años? —atiné a decirle al final, sentado otra vez a su lado.
Ella volvió a sonreírme.
—En el aire —me dijo—, naturalmente. En lo mucho que cuesta, a veces, respirar.
--crg
Thursday, September 17, 2009
EL TERCER MUNDO/THIRD WORLD IN THE OXFORD BOOK OF LATIN AMERICAN POETRY
Here is the first anthology to present a full range of multilingual poetries from Latin America, covering over 500 years of a poetic tradition as varied, robust, and vividly imaginative as any in the world. Editors Cecilia Vicuña and Ernesto Livon-Grosman present a fresh and expansive selection of Latin American poetry, from the indigenous responses to the European conquest, through early feminist poetry of the 19th century, the early 20th century "Modernismo" and "Vanguardia" movements, later revolutionary and liberation poetry of the 1960s, right up to the experimental, visual and oral poetries being written and performed today. Here readers will find several types of poetry typically overlooked in major anthologies, such as works written or chanted in their native languages, the vibrant mestizo (mixed) creations derived from the rich matrix of spoken language in Latin America, and even the mysterious verses written in made-up languages. In addition to the giants of Latin American poetry, such as César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Octavio Paz, Haroldo and Augusto de Campos, and Gabriela Mistral, the editors have included a selection of vital but lesser known poets such as Pablo de Rohka, Blanca Varela, and Cecilia Meireles, as well as previously untranslated works by Simó n Rodríguez, Bartolome Hidalgo, Oliverio Girondo, Rosa Araneda, and many others. In all, the anthology presents more than 120 poets, many in new translations--by Jerome Rothenberg, W.S. Merwin, and Forrest Gander, and others--specially commissioned for this anthology, and each accompanied by a biographical note. The book features both English and original language versions of the poems, a full bibliography, and an introduction by the editors.
From México: The Florentine Codex, Sor Juana Inés de la Cruz, José Juan Tablada, Maria Sabina, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Rosario Castellanos, Octavio Paz, Gerardo Deniz, Gloria Gervitz, Coral Bracho, Myriam Moscona, Cristina Rivera-Garza.
--crg
Here is the first anthology to present a full range of multilingual poetries from Latin America, covering over 500 years of a poetic tradition as varied, robust, and vividly imaginative as any in the world. Editors Cecilia Vicuña and Ernesto Livon-Grosman present a fresh and expansive selection of Latin American poetry, from the indigenous responses to the European conquest, through early feminist poetry of the 19th century, the early 20th century "Modernismo" and "Vanguardia" movements, later revolutionary and liberation poetry of the 1960s, right up to the experimental, visual and oral poetries being written and performed today. Here readers will find several types of poetry typically overlooked in major anthologies, such as works written or chanted in their native languages, the vibrant mestizo (mixed) creations derived from the rich matrix of spoken language in Latin America, and even the mysterious verses written in made-up languages. In addition to the giants of Latin American poetry, such as César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Octavio Paz, Haroldo and Augusto de Campos, and Gabriela Mistral, the editors have included a selection of vital but lesser known poets such as Pablo de Rohka, Blanca Varela, and Cecilia Meireles, as well as previously untranslated works by Simó n Rodríguez, Bartolome Hidalgo, Oliverio Girondo, Rosa Araneda, and many others. In all, the anthology presents more than 120 poets, many in new translations--by Jerome Rothenberg, W.S. Merwin, and Forrest Gander, and others--specially commissioned for this anthology, and each accompanied by a biographical note. The book features both English and original language versions of the poems, a full bibliography, and an introduction by the editors.
From México: The Florentine Codex, Sor Juana Inés de la Cruz, José Juan Tablada, Maria Sabina, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Rosario Castellanos, Octavio Paz, Gerardo Deniz, Gloria Gervitz, Coral Bracho, Myriam Moscona, Cristina Rivera-Garza.
--crg
Tuesday, September 15, 2009
YO LLUEVO, TÚ LLUEVES, ÉL LLOVERÍA
No es un verbo, se sabe. Pero podría. El fenómeno es externo y, tal como ha quedado demostrado estos días en el centro del país, devastador. Pero a mí me sigue gustando lo que la lluvia hace dentro, cuando se convierte en uno mismo: el lugar de la introspección, la pausa, el cobijo. Ver llover marcó el inicio de la pubertad y cantar bajo la lluvia se convirtió en una firma de la adolescencia. Alguna vez, en un campamento de exiliados, alguien preguntó en voz muy baja: ¿podrá un mosquito moverse con libertad entre las gotas de la lluvia? El aroma de la tierra mojada: pocas cosas más dulces que eso. La manera paulatina en que las gotas de la lluvia producen esa sombra sobre el asfalto. La sensación de vértigo que embarga al que brinca de charco en charco sobre la banqueta. El color verde bajo la tromba, y luego de la tromba. Las nubes cargadas. Las maravillosas nubes. Ah, lo que lloveríamos en caso de que lloviéramos.
--crg
No es un verbo, se sabe. Pero podría. El fenómeno es externo y, tal como ha quedado demostrado estos días en el centro del país, devastador. Pero a mí me sigue gustando lo que la lluvia hace dentro, cuando se convierte en uno mismo: el lugar de la introspección, la pausa, el cobijo. Ver llover marcó el inicio de la pubertad y cantar bajo la lluvia se convirtió en una firma de la adolescencia. Alguna vez, en un campamento de exiliados, alguien preguntó en voz muy baja: ¿podrá un mosquito moverse con libertad entre las gotas de la lluvia? El aroma de la tierra mojada: pocas cosas más dulces que eso. La manera paulatina en que las gotas de la lluvia producen esa sombra sobre el asfalto. La sensación de vértigo que embarga al que brinca de charco en charco sobre la banqueta. El color verde bajo la tromba, y luego de la tromba. Las nubes cargadas. Las maravillosas nubes. Ah, lo que lloveríamos en caso de que lloviéramos.
--crg
BÁTHORY
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Nunca lo había hecho antes. Había visto suficientes ancianas cruzar la calle con dificultad sin jamás haberme sentido compelido a tenderles el brazo. Cuando me tropezaba con ciegos, prefería hacerme discretamente de lado. A los niños, siempre tan problemáticos, ni siquiera los volteaba a ver. Por eso fui el primer sorprendido cuando me ofrecí a ayudarle a la mujer con su equipaje —una maleta rectangular y de tamaño mediano que parecía causarle incomodidad, aunque no verdaderos problemas, en el pasillo del vagón.
-Claro -dijo, sonriendo con gracia mientras aceptaba mi ayuda-. Aprecio su gesto -añadió al entregarme sin suspicacia alguna la jaladora de su valija. Yo guardé silencio, sin mover la mano derecha del tubo, y ella, que también estaba de pie, hizo lo mismo. Callada, con la vista puesta sobre algún punto inconcebible al final del pasillo, la mujer no parecía necesitar ayuda, puesto que no era ni tan vieja ni tan frágil, pero parecía, en cambio, merecerla. Había algo en ella de altivez, en efecto, aunque suavizada por una especie de distracción a todas luces congénita. Su presencia a la vez menuda y apabullante me hizo sentir que estaba, de cualquier modo, en presencia de la nobleza.
A la tercera estación me anunció con un par de palabras que ahí dejaría el tren y, como si se hubiera tratado de una invitación, salí tras sus pasos. Sus rasgos más aparentes fueron: el cabello plateado que caía, abundante y lacio, sobre los hombros; y el carmín rosa con el que cubría algunas estrías sobre un par de labios muy delgados. La voz con la que me indicaba donde viraríamos y a cuántos metros estábamos de llegar a su casa merecería todo un capítulo aparte. Dulce no era la palabra más adecuada para describirla. Tampoco lo era la palabra apacible. Clara apenas si le haría justicia. Pero su voz era esas tres cosas a la vez —dulce, apacible, clara— y muchas otras más. Le pregunté si cantaba mientras introducía una llave pesada, de tamaño francamente descomunal, en el cerrojo.
-No -murmuró sin verme-. Por supuesto que no -dijo al fin, sonriendo. Su voz.
Si la puerta del edificio parecía anunciar un departamento afluente pero normal, bastó con que la abriera para darme cuenta de que la casa era en realidad una mansión opulenta, con un jardín de dimensiones inconcebibles incluido. Apenas un paso sobre los pisos de mármol y ya me resultaba difícil recordar que apenas unos segundos antes había estado en la ciudad, amarrado a la prisa y al aburrimiento, presa de necesidades, horarios. Apenas una mirada a los mazos de flores y a las fuentes del jardín y ya olvidaba que había encontrado a la dama a quien tan solícitamente atendían ahora mayordomos y sirvientes en un vagón del tren urbano.
-¿Me hará el honor de aceptar un té? -insinuó mientras pasábamos bajo las arcadas repletas de rosas blancas y ella se entretenía aspirando de vez en cuando el aroma de alguna de sus flores. No supe cuando me tomó de la mano para guiarme hasta la mesita redonda donde ya nos esperaba una jarrita humeante.
-Asumo que le gustará el té verde -dijo, y yo asentí sin pronunciar palabra.
Mientras bebía el té y la veía, con discreción pero sin mesura, beberlo, lo supe todo de una buena vez. De algún lado de ese cuadro interior brotaría la daga que me arrancaría la cabeza para que la dama se alimentara dulce, apaciblemente, de mi sangre todavía tibia. Pronto aparecería la asistente que, al saberme paralizado por la sustancia ingerida, empezaría a rebanarme la piel, pétalos dulces, para colocarla luego sobre el rostro súbitamente rejuvenecido de la mujer. Estaba por llegar el hombre que me encadenaría los tobillos para lanzarme luego, bulto carnívoro, ante las fauces del león contra el que lucharía sin armas ni protección para el solaz divertimento de la reina. ¿A qué horas aparecería la enfermera que, sin anestesia pero con el escalpelo preciso, me extirparía la lengua que luego daría de comer, rosa y cálida, en pequeños platitos de porcelana a los pavorreales que paseaban por el jardín? ¿Cómo me vería yo desnudo y encadenado contra la pared recibiendo, además, los latigazos que me propinaría su mayordomo mientras ella pasaba sus largos dedos sobre las dalias?
-¿Le preocupa algo? -preguntó, sonriendo una vez más. Apacible, su voz.
Un hacha caería del techo para amputarme los dedos de la mano izquierda uno a uno, con una lentitud a la vez insoportable e irresistible. De algún lugar del salón saldría la ráfaga de flechas envenenadas que me convertirían, con algo de tino y otro tanto de saña, en una versión contemporánea de San Sebastián.
-No -susurré.
Estaba por llegar, de eso estaba seguro, el hombre musculoso que afilaría, justo frente a mis ojos, al alcance mismo de mi mano de amputados dedos, el cuchillo que utilizaría para castrarme con suma maestría y suma lentitud. No tardaba el policía que, hurgando en mis bolsillos, encontraría el arma punzocortante que me incriminaría en un asesinato apenas cometido en una vieja estación del tren. Ahí estaba ya la mujer que, después de desplegar la danza de los siete velos entre las gardenias, me mordería las tetillas hasta arrancarlas con el mismo cuidado y la misma violencia que utilizaría para arrancar luego la carne de los antebrazos, los muslos, el abdomen.
-Su gesto hoy -balbuceó la mujer-. Tan amable -añadió, interrumpiéndose otra vez.
Una red, por supuesto, cómo no lo había pensado antes. Una horda de pigmeos con la orden de conseguir mi cabeza. Un sicario de buenos modales.
-Quería agradecerle -logró decir con dificultad luego de un largo silencio.
Yo la observaba con la taza del té todavía pegada a mis labios. La estudiaba en realidad. Calculaba con precisión su siguiente movimiento.
-No lo conseguirás -le dije al fin con voz muy baja pero perfectamente audible-. Esta vez no lo conseguirás.
Iba a reírme al escuchar el eco amargo y triunfalista de mi propia voz. Iba a incorporarme y a esconder mi rostro avergonzado y a sacar, lo más pronto posible, una cita con un psiquiatra. Iba, sobre todo, a pedirle disculpas, pero ella me atajó.
-Eso es lo que usted cree -sentenció con esa voz dulce, apacible, clara.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Nunca lo había hecho antes. Había visto suficientes ancianas cruzar la calle con dificultad sin jamás haberme sentido compelido a tenderles el brazo. Cuando me tropezaba con ciegos, prefería hacerme discretamente de lado. A los niños, siempre tan problemáticos, ni siquiera los volteaba a ver. Por eso fui el primer sorprendido cuando me ofrecí a ayudarle a la mujer con su equipaje —una maleta rectangular y de tamaño mediano que parecía causarle incomodidad, aunque no verdaderos problemas, en el pasillo del vagón.
-Claro -dijo, sonriendo con gracia mientras aceptaba mi ayuda-. Aprecio su gesto -añadió al entregarme sin suspicacia alguna la jaladora de su valija. Yo guardé silencio, sin mover la mano derecha del tubo, y ella, que también estaba de pie, hizo lo mismo. Callada, con la vista puesta sobre algún punto inconcebible al final del pasillo, la mujer no parecía necesitar ayuda, puesto que no era ni tan vieja ni tan frágil, pero parecía, en cambio, merecerla. Había algo en ella de altivez, en efecto, aunque suavizada por una especie de distracción a todas luces congénita. Su presencia a la vez menuda y apabullante me hizo sentir que estaba, de cualquier modo, en presencia de la nobleza.
A la tercera estación me anunció con un par de palabras que ahí dejaría el tren y, como si se hubiera tratado de una invitación, salí tras sus pasos. Sus rasgos más aparentes fueron: el cabello plateado que caía, abundante y lacio, sobre los hombros; y el carmín rosa con el que cubría algunas estrías sobre un par de labios muy delgados. La voz con la que me indicaba donde viraríamos y a cuántos metros estábamos de llegar a su casa merecería todo un capítulo aparte. Dulce no era la palabra más adecuada para describirla. Tampoco lo era la palabra apacible. Clara apenas si le haría justicia. Pero su voz era esas tres cosas a la vez —dulce, apacible, clara— y muchas otras más. Le pregunté si cantaba mientras introducía una llave pesada, de tamaño francamente descomunal, en el cerrojo.
-No -murmuró sin verme-. Por supuesto que no -dijo al fin, sonriendo. Su voz.
Si la puerta del edificio parecía anunciar un departamento afluente pero normal, bastó con que la abriera para darme cuenta de que la casa era en realidad una mansión opulenta, con un jardín de dimensiones inconcebibles incluido. Apenas un paso sobre los pisos de mármol y ya me resultaba difícil recordar que apenas unos segundos antes había estado en la ciudad, amarrado a la prisa y al aburrimiento, presa de necesidades, horarios. Apenas una mirada a los mazos de flores y a las fuentes del jardín y ya olvidaba que había encontrado a la dama a quien tan solícitamente atendían ahora mayordomos y sirvientes en un vagón del tren urbano.
-¿Me hará el honor de aceptar un té? -insinuó mientras pasábamos bajo las arcadas repletas de rosas blancas y ella se entretenía aspirando de vez en cuando el aroma de alguna de sus flores. No supe cuando me tomó de la mano para guiarme hasta la mesita redonda donde ya nos esperaba una jarrita humeante.
-Asumo que le gustará el té verde -dijo, y yo asentí sin pronunciar palabra.
Mientras bebía el té y la veía, con discreción pero sin mesura, beberlo, lo supe todo de una buena vez. De algún lado de ese cuadro interior brotaría la daga que me arrancaría la cabeza para que la dama se alimentara dulce, apaciblemente, de mi sangre todavía tibia. Pronto aparecería la asistente que, al saberme paralizado por la sustancia ingerida, empezaría a rebanarme la piel, pétalos dulces, para colocarla luego sobre el rostro súbitamente rejuvenecido de la mujer. Estaba por llegar el hombre que me encadenaría los tobillos para lanzarme luego, bulto carnívoro, ante las fauces del león contra el que lucharía sin armas ni protección para el solaz divertimento de la reina. ¿A qué horas aparecería la enfermera que, sin anestesia pero con el escalpelo preciso, me extirparía la lengua que luego daría de comer, rosa y cálida, en pequeños platitos de porcelana a los pavorreales que paseaban por el jardín? ¿Cómo me vería yo desnudo y encadenado contra la pared recibiendo, además, los latigazos que me propinaría su mayordomo mientras ella pasaba sus largos dedos sobre las dalias?
-¿Le preocupa algo? -preguntó, sonriendo una vez más. Apacible, su voz.
Un hacha caería del techo para amputarme los dedos de la mano izquierda uno a uno, con una lentitud a la vez insoportable e irresistible. De algún lugar del salón saldría la ráfaga de flechas envenenadas que me convertirían, con algo de tino y otro tanto de saña, en una versión contemporánea de San Sebastián.
-No -susurré.
Estaba por llegar, de eso estaba seguro, el hombre musculoso que afilaría, justo frente a mis ojos, al alcance mismo de mi mano de amputados dedos, el cuchillo que utilizaría para castrarme con suma maestría y suma lentitud. No tardaba el policía que, hurgando en mis bolsillos, encontraría el arma punzocortante que me incriminaría en un asesinato apenas cometido en una vieja estación del tren. Ahí estaba ya la mujer que, después de desplegar la danza de los siete velos entre las gardenias, me mordería las tetillas hasta arrancarlas con el mismo cuidado y la misma violencia que utilizaría para arrancar luego la carne de los antebrazos, los muslos, el abdomen.
-Su gesto hoy -balbuceó la mujer-. Tan amable -añadió, interrumpiéndose otra vez.
Una red, por supuesto, cómo no lo había pensado antes. Una horda de pigmeos con la orden de conseguir mi cabeza. Un sicario de buenos modales.
-Quería agradecerle -logró decir con dificultad luego de un largo silencio.
Yo la observaba con la taza del té todavía pegada a mis labios. La estudiaba en realidad. Calculaba con precisión su siguiente movimiento.
-No lo conseguirás -le dije al fin con voz muy baja pero perfectamente audible-. Esta vez no lo conseguirás.
Iba a reírme al escuchar el eco amargo y triunfalista de mi propia voz. Iba a incorporarme y a esconder mi rostro avergonzado y a sacar, lo más pronto posible, una cita con un psiquiatra. Iba, sobre todo, a pedirle disculpas, pero ella me atajó.
-Eso es lo que usted cree -sentenció con esa voz dulce, apacible, clara.
--crg
Tuesday, September 08, 2009
DOS MUCHACHAS SIN NOMBRE
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Escuché el correr del agua mientras introducía la llave en el cerrojo de la puerta. Pensé que la encontraría donde, en efecto, estaba: dentro del minúsculo cuarto de baño con las manos inmóviles bajo el chorro del agua. Veía algo que yo no alcanzaba a ver a través de la ventana. Veía eso con insistencia. Sólo se dio cuenta de que estaba ahí cuando cerré la llave y coloqué a toda prisa la toalla seca sobre sus manos rojas y tibias.
—Mira lo que has hecho —murmuré, tratando de regañarla—. Parecen pollos recién desplumados —le sonreí al final, acariciándolas. Ella me miró con sus ojos vacíos. Luego parpadeó e, inclinando la cabeza, miró sus manos. Elevó la derecha hasta la altura de sus ojos, rotándola para apreciarla mejor.
—Las manos —dijo—. Les cortaron las manos.
—Sí —le contesté mientras la empujaba suavemente hacia su recámara. Después de apagar el aparato de la televisión, la ayudé a sentarse sobre la cama para quitarle su ropa de día, un pantalón holgado y una camiseta de algodón, y ponerle el camisón de franela con el que dormía. Ella me pidió a señas el cepillo que descansaba sobre la cómoda y, apenas lo recibió, se dedicó a pasarlo por su largo cabello gris. Parecía absorta una vez más. El cepillo se deslizaba sin dificultad desde las raíces hasta las puntas y, luego, lo hacía una vez más.
—Esta vez también les cortaron las piernas —murmuró, viéndome de súbito.
—Sí —le contesté—. Lo vi en los noticieros. Tendremos que poner más atención -concluí, dándole un par de palmadas en la espalda e invitándola a tomar un par de píldoras. Luego fui a la diminuta cocina y puse agua a hervir. El tiempo pasa de maneras extrañas. Cuando la tetera emitió el sonido tan agudo, ese sonido que siempre me ha parecido una señal de alarma, no supe en qué había pensado todo ese rato. Le preparé un té de azahar porque lo sabía entre sus favoritos.
—Y les cortaron el cabello también —dijo como para sí misma cuando sorbió, con una calma inusitada, el primer trago. Volvió a verme y, al saberme vista, le sonreí. Nunca he sabido qué debe hacerse en esos casos. Cuando apagué la luz de la habitación la anciana ya estaba durmiendo bajo las mantas. La respiración acompasada. Las pestañas inmóviles.
El edificio donde vivíamos era lúgubre, ciertamente, pero tenía la ventaja de estar bien ubicado. Se podía vivir ahí sin necesidad de poseer un auto. Cuando necesitaba llevarla al hospital para su consulta de rutina, era posible hacer el trayecto en transporte público. Había pequeños restaurantes llenos de cucarachas, pero de ahí podíamos encargar comida sin cargo adicional. Había lavanderías y una oficina de correos y una estación de policía. Todo eso se veía con claridad desde las ventanas de su cuarto piso. Las luces rojas. Los semáforos.
Esa noche me senté un rato en su sillón favorito antes de dar por terminada mi visita. Observé a través de la ventana como la había visto hacerlo a ella con frecuencia. La ciudad, afuera, temblaba. Me dio esa impresión en todo caso. Coloqué las piernas sobre el otomano y recargué la cabeza sobre el cojincillo del respaldo. Las grietas del techo formaban un mapa o un bosque de árboles torcidos o una red donde habría de caer una presa. Cerré los ojos, como la anciana, y pensé que estaba acaso tan exhausta como ella. O tan perdida. ¿Es necesario, en verdad, vivir tantos años? Abrí los ojos y me persigné aún antes de incorporarme. En la oscuridad, el departamento parecía un pequeño museo de sí misma. Las fotografías. Las alfombras. Las cortinas. Las cucharas y los tenedores. Los floreros. El papel tapiz. Cada objeto había sido conservado con esmero. Prohibido tocar. La mesa. Las sillas. No pude evitar preguntarme quién se quedaría con todo eso al final. Recogí la bolsa de plástico en que llevaba una barra de pan y las rodajas de jamón con las que me prepararía un sándwich. Después de echar un último vistazo al departamento, salí y cerré la puerta con llave. Bajé las escaleras a paso lento hasta el segundo piso. ¿Cuánto mide en pasos la eternidad?
En la televisión seguían dando los mismos noticiarios. Las muertas eran ahora dos muchachas sin nombre, como siempre. Evité ver las imágenes pero escuché desde la cocina el recuento de los hechos. La sirenas de la policía interrumpieron mis pensamientos. El agua hirviendo. Mientras untaba la mayonesa sobre el pan imaginé el cielo azul sobre sus cuerpos. La luz. La luz cuando choca contra los huesos. Las bocas abiertas. Caí sobre una silla. Vi hacia la pared. Todavía con el cuchillo en la mano derecha, inmóvil como la estatua que ya era, pensé que no habían tenido tiempo ni para sentirse cansadas. Pensé que, de haberse salvado, podrían sentarse ahora mismo y recargar las piernas sobre algo.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Escuché el correr del agua mientras introducía la llave en el cerrojo de la puerta. Pensé que la encontraría donde, en efecto, estaba: dentro del minúsculo cuarto de baño con las manos inmóviles bajo el chorro del agua. Veía algo que yo no alcanzaba a ver a través de la ventana. Veía eso con insistencia. Sólo se dio cuenta de que estaba ahí cuando cerré la llave y coloqué a toda prisa la toalla seca sobre sus manos rojas y tibias.
—Mira lo que has hecho —murmuré, tratando de regañarla—. Parecen pollos recién desplumados —le sonreí al final, acariciándolas. Ella me miró con sus ojos vacíos. Luego parpadeó e, inclinando la cabeza, miró sus manos. Elevó la derecha hasta la altura de sus ojos, rotándola para apreciarla mejor.
—Las manos —dijo—. Les cortaron las manos.
—Sí —le contesté mientras la empujaba suavemente hacia su recámara. Después de apagar el aparato de la televisión, la ayudé a sentarse sobre la cama para quitarle su ropa de día, un pantalón holgado y una camiseta de algodón, y ponerle el camisón de franela con el que dormía. Ella me pidió a señas el cepillo que descansaba sobre la cómoda y, apenas lo recibió, se dedicó a pasarlo por su largo cabello gris. Parecía absorta una vez más. El cepillo se deslizaba sin dificultad desde las raíces hasta las puntas y, luego, lo hacía una vez más.
—Esta vez también les cortaron las piernas —murmuró, viéndome de súbito.
—Sí —le contesté—. Lo vi en los noticieros. Tendremos que poner más atención -concluí, dándole un par de palmadas en la espalda e invitándola a tomar un par de píldoras. Luego fui a la diminuta cocina y puse agua a hervir. El tiempo pasa de maneras extrañas. Cuando la tetera emitió el sonido tan agudo, ese sonido que siempre me ha parecido una señal de alarma, no supe en qué había pensado todo ese rato. Le preparé un té de azahar porque lo sabía entre sus favoritos.
—Y les cortaron el cabello también —dijo como para sí misma cuando sorbió, con una calma inusitada, el primer trago. Volvió a verme y, al saberme vista, le sonreí. Nunca he sabido qué debe hacerse en esos casos. Cuando apagué la luz de la habitación la anciana ya estaba durmiendo bajo las mantas. La respiración acompasada. Las pestañas inmóviles.
El edificio donde vivíamos era lúgubre, ciertamente, pero tenía la ventaja de estar bien ubicado. Se podía vivir ahí sin necesidad de poseer un auto. Cuando necesitaba llevarla al hospital para su consulta de rutina, era posible hacer el trayecto en transporte público. Había pequeños restaurantes llenos de cucarachas, pero de ahí podíamos encargar comida sin cargo adicional. Había lavanderías y una oficina de correos y una estación de policía. Todo eso se veía con claridad desde las ventanas de su cuarto piso. Las luces rojas. Los semáforos.
Esa noche me senté un rato en su sillón favorito antes de dar por terminada mi visita. Observé a través de la ventana como la había visto hacerlo a ella con frecuencia. La ciudad, afuera, temblaba. Me dio esa impresión en todo caso. Coloqué las piernas sobre el otomano y recargué la cabeza sobre el cojincillo del respaldo. Las grietas del techo formaban un mapa o un bosque de árboles torcidos o una red donde habría de caer una presa. Cerré los ojos, como la anciana, y pensé que estaba acaso tan exhausta como ella. O tan perdida. ¿Es necesario, en verdad, vivir tantos años? Abrí los ojos y me persigné aún antes de incorporarme. En la oscuridad, el departamento parecía un pequeño museo de sí misma. Las fotografías. Las alfombras. Las cortinas. Las cucharas y los tenedores. Los floreros. El papel tapiz. Cada objeto había sido conservado con esmero. Prohibido tocar. La mesa. Las sillas. No pude evitar preguntarme quién se quedaría con todo eso al final. Recogí la bolsa de plástico en que llevaba una barra de pan y las rodajas de jamón con las que me prepararía un sándwich. Después de echar un último vistazo al departamento, salí y cerré la puerta con llave. Bajé las escaleras a paso lento hasta el segundo piso. ¿Cuánto mide en pasos la eternidad?
En la televisión seguían dando los mismos noticiarios. Las muertas eran ahora dos muchachas sin nombre, como siempre. Evité ver las imágenes pero escuché desde la cocina el recuento de los hechos. La sirenas de la policía interrumpieron mis pensamientos. El agua hirviendo. Mientras untaba la mayonesa sobre el pan imaginé el cielo azul sobre sus cuerpos. La luz. La luz cuando choca contra los huesos. Las bocas abiertas. Caí sobre una silla. Vi hacia la pared. Todavía con el cuchillo en la mano derecha, inmóvil como la estatua que ya era, pensé que no habían tenido tiempo ni para sentirse cansadas. Pensé que, de haberse salvado, podrían sentarse ahora mismo y recargar las piernas sobre algo.
--crg
Monday, September 07, 2009
TRES MODOS DE CONFIGURAR EL OTOÑO
I would like to make a humming sound in one of the pieces
, only to be switched on at night when everybody´s gone. Have it working only at night, then the moment you open the door
, the piece stops humming.
Text by Juan Muñoz and James Lingwood, "A conversation, September 1996", Juan Muñoz Diálogos y Monólogos/Dialogues and Monologues, MNCARS, Madrid, 41.
Photographs by Matías Rivera De Hoyos
--crg
I would like to make a humming sound in one of the pieces
, only to be switched on at night when everybody´s gone. Have it working only at night, then the moment you open the door
, the piece stops humming.
Text by Juan Muñoz and James Lingwood, "A conversation, September 1996", Juan Muñoz Diálogos y Monólogos/Dialogues and Monologues, MNCARS, Madrid, 41.
Photographs by Matías Rivera De Hoyos
--crg
Tuesday, September 01, 2009
REENCARNACIÓN
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Se había visto a sí misma a su lado al pasar frente a los espejos del recibidor: era una pareja triste.
Los espejos de los recibidores son con frecuencia espejos biselados.
La aflicción estaba y no en las prendas de vestir: un vestido azul cielo de corte recto sobre el cuerpo de ella y un traje de un gris muy claro sobre el cuerpo de él.
La aflicción se oía en el repiqueteo del tacón sobre el piso de mármol.
La aflicción es una cuestión de exceso de orden.
¿Es la aflicción lo mismo que el desconsuelo?
Seguramente ella se habría preguntado eso antes.
No sé qué pudo haberse preguntado él.
Si en lugar de haber llegado a una fiesta se hubieran quedado a solas en su casa sin duda alguna habrían llorado.
Sin duda alguna: esa frase me espanta.
Cabe la posibilidad de que el hombre y la mujer habrían guardado silencio en habitaciones distintas de la misma casa.
Las casas grandes se acomodan a la soledad de sus habitantes.
Una oración completa es como una habitación donde una mujer o un hombre lloran sin notarlo.
La tristeza con frecuencia se expresa a través del llanto.
Es también común que la tristeza resulte inexpresable.
¿Es lo mismo la tristeza que la aflicción?
El hombre no habría podido creer que ella repitiera las palabras de una adivinadora.
La mujer le había explicado ya la diferencia entre una adivinanza y una reencarnación.
Hay algo que va a ser dicho.
El hombre habría preferido que ella fuera sonámbula.
Si ella hubiera sido sonámbula, él habría podido salvarla del precipicio.
Las sonámbulas suelen vestir largos vestidos de color blanco.
Tú hablas dormido, le había asegurado con algo de rabia.
Afligir es un verbo que viene del latín affligere.
Afligir hace referencia tanto al sufrimiento físico como a la pesadumbre moral.
Quiero que me cambien mis percepciones, había pedido.
Los que detentan el poder utilizan gran parte de su tiempo en vigilar que el hombre o la mujer sea reproducido convenientemente.
Alguien había puesto a funcionar un viejo aparato de música cerca de ahí.
El hombre no podría creer que la mujer le asegurara que la reencarnación es un camino de regreso.
El hombre no podría creer que su tristeza, que su aflicción, ese sufrimiento físico y esa pesadumbre moral, se transmitiera a través de las palabras que pronunciaba al estar dormido.
Nadie tiene idea de quién fue el primer hombre afligido de la tierra, eso es cierto.
Estupefacto puede ser un adjetivo o un sustantivo.
Mientras platicaban alrededor de la pequeña mesa redonda del jardín de atrás, un ventanal se había partido en dos.
El ruido del cristal cuando se rompe.
Tuvimos un hijo y, a los dos años, murió.
El espectador viene a ver cómo se gasta el actor.
Una pareja pasa apresurada enfrente de los espejos biselados de un recibidor.
Si tuviera que precisar, diría que todo esto ocurre en 1947.
Un espectáculo es una duración.
Hay alguien que calla y alguien que habla mientras una música peculiar entra por el ventanal roto que da a un amplio jardín.
Una mujer lleva a un niño en los brazos, contra su pecho, dentro de un avión.
Excepto por la vigilancia en los aeropuertos, el avión es un rápido medio de transporte.
En 1947 la vigilancia en los aeropuertos era menor.
El hombre no habría podido creer que la mujer hubiera llevado a un niño muerto entre los brazos.
La aflicción es un gasto del cuerpo.
Lo que ha sido dicho resulta materialmente imborrable.
El lenguaje es así.
Ella habría insistido en que una adivinanza es distinta a una reencarnación.
Las personas usualmente no lloran en sus casas sino en un panteón.
Algunos cementerios se han transformado con el tiempo en atracciones turísticas.
¡El actor es un muerto que habla, es un difunto el que se me parece!
La muerte es con frecuencia un error y es también algo inevitable.
Los sucesos imperdonables detienen el pasar del tiempo.
El crimen es un lugar al que hay que regresar.
El lenguaje es así.
Lo mismo puede ser dicho de la muerte accidental.
Ella le habría asegurado que no tuvo culpa alguna en el deceso del infante.
Si ella hubiera sido una sonámbula, él habría podido empujarla hacia el precipicio.
Convertirse en un asesino o en una asesina es una tarea relativamente fácil.
Tú hablas dormido, había insistido con la misma rabia.
Prefiero la palabra ira a la palabra rabia.
En un momento dado, el hombre habría sido capaz de ver el cuerpo del niño entre los brazos de la mujer.
Algunas veces es necesario beber un buen cognac.
Ojalá dejen de considerar su cuerpo como si fuese un telégrafo inteligente.
Como está lleno de orificios, por el cuerpo pasan demasiadas cosas.
Las lágrimas no son un signo de algo más.
La aflicción, en todo caso, es muy parecida al desconsuelo.
La pareja que camina enfrente de los espejos biselados del recibidor tiene prisa por volver atrás.
¿Existió, alguna vez, un mundo sin pesar?
Los jardines cuidados con esmero dan la apariencia de estar cerrados.
Hay una mujer en el proceso de abrir los brazos.
Que alguien profiera las palabras: te lo traje de regreso.
El abrazo suele ser tomado como un signo de bienvenida o de paz.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Se había visto a sí misma a su lado al pasar frente a los espejos del recibidor: era una pareja triste.
Los espejos de los recibidores son con frecuencia espejos biselados.
La aflicción estaba y no en las prendas de vestir: un vestido azul cielo de corte recto sobre el cuerpo de ella y un traje de un gris muy claro sobre el cuerpo de él.
La aflicción se oía en el repiqueteo del tacón sobre el piso de mármol.
La aflicción es una cuestión de exceso de orden.
¿Es la aflicción lo mismo que el desconsuelo?
Seguramente ella se habría preguntado eso antes.
No sé qué pudo haberse preguntado él.
Si en lugar de haber llegado a una fiesta se hubieran quedado a solas en su casa sin duda alguna habrían llorado.
Sin duda alguna: esa frase me espanta.
Cabe la posibilidad de que el hombre y la mujer habrían guardado silencio en habitaciones distintas de la misma casa.
Las casas grandes se acomodan a la soledad de sus habitantes.
Una oración completa es como una habitación donde una mujer o un hombre lloran sin notarlo.
La tristeza con frecuencia se expresa a través del llanto.
Es también común que la tristeza resulte inexpresable.
¿Es lo mismo la tristeza que la aflicción?
El hombre no habría podido creer que ella repitiera las palabras de una adivinadora.
La mujer le había explicado ya la diferencia entre una adivinanza y una reencarnación.
Hay algo que va a ser dicho.
El hombre habría preferido que ella fuera sonámbula.
Si ella hubiera sido sonámbula, él habría podido salvarla del precipicio.
Las sonámbulas suelen vestir largos vestidos de color blanco.
Tú hablas dormido, le había asegurado con algo de rabia.
Afligir es un verbo que viene del latín affligere.
Afligir hace referencia tanto al sufrimiento físico como a la pesadumbre moral.
Quiero que me cambien mis percepciones, había pedido.
Los que detentan el poder utilizan gran parte de su tiempo en vigilar que el hombre o la mujer sea reproducido convenientemente.
Alguien había puesto a funcionar un viejo aparato de música cerca de ahí.
El hombre no podría creer que la mujer le asegurara que la reencarnación es un camino de regreso.
El hombre no podría creer que su tristeza, que su aflicción, ese sufrimiento físico y esa pesadumbre moral, se transmitiera a través de las palabras que pronunciaba al estar dormido.
Nadie tiene idea de quién fue el primer hombre afligido de la tierra, eso es cierto.
Estupefacto puede ser un adjetivo o un sustantivo.
Mientras platicaban alrededor de la pequeña mesa redonda del jardín de atrás, un ventanal se había partido en dos.
El ruido del cristal cuando se rompe.
Tuvimos un hijo y, a los dos años, murió.
El espectador viene a ver cómo se gasta el actor.
Una pareja pasa apresurada enfrente de los espejos biselados de un recibidor.
Si tuviera que precisar, diría que todo esto ocurre en 1947.
Un espectáculo es una duración.
Hay alguien que calla y alguien que habla mientras una música peculiar entra por el ventanal roto que da a un amplio jardín.
Una mujer lleva a un niño en los brazos, contra su pecho, dentro de un avión.
Excepto por la vigilancia en los aeropuertos, el avión es un rápido medio de transporte.
En 1947 la vigilancia en los aeropuertos era menor.
El hombre no habría podido creer que la mujer hubiera llevado a un niño muerto entre los brazos.
La aflicción es un gasto del cuerpo.
Lo que ha sido dicho resulta materialmente imborrable.
El lenguaje es así.
Ella habría insistido en que una adivinanza es distinta a una reencarnación.
Las personas usualmente no lloran en sus casas sino en un panteón.
Algunos cementerios se han transformado con el tiempo en atracciones turísticas.
¡El actor es un muerto que habla, es un difunto el que se me parece!
La muerte es con frecuencia un error y es también algo inevitable.
Los sucesos imperdonables detienen el pasar del tiempo.
El crimen es un lugar al que hay que regresar.
El lenguaje es así.
Lo mismo puede ser dicho de la muerte accidental.
Ella le habría asegurado que no tuvo culpa alguna en el deceso del infante.
Si ella hubiera sido una sonámbula, él habría podido empujarla hacia el precipicio.
Convertirse en un asesino o en una asesina es una tarea relativamente fácil.
Tú hablas dormido, había insistido con la misma rabia.
Prefiero la palabra ira a la palabra rabia.
En un momento dado, el hombre habría sido capaz de ver el cuerpo del niño entre los brazos de la mujer.
Algunas veces es necesario beber un buen cognac.
Ojalá dejen de considerar su cuerpo como si fuese un telégrafo inteligente.
Como está lleno de orificios, por el cuerpo pasan demasiadas cosas.
Las lágrimas no son un signo de algo más.
La aflicción, en todo caso, es muy parecida al desconsuelo.
La pareja que camina enfrente de los espejos biselados del recibidor tiene prisa por volver atrás.
¿Existió, alguna vez, un mundo sin pesar?
Los jardines cuidados con esmero dan la apariencia de estar cerrados.
Hay una mujer en el proceso de abrir los brazos.
Que alguien profiera las palabras: te lo traje de regreso.
El abrazo suele ser tomado como un signo de bienvenida o de paz.
--crg
Subscribe to:
Posts (Atom)