MÍRAME CAER
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura. Texto preparado para la presentación de Los Otros en la FIL 2009]
No miento si digo que no hay nada sutil en los cuentos de Claudia Guillén. Otra manera de decir lo mismo es asegurarles que todo es brutal en los cuentos que Claudia decidió agrupar bajo el escueto título de Los otros. Hace apenas algunos días hacía, por otras causas y respondiendo otro tipo de preguntas, un símil entre los 18 años que una mujer de Cambodia pasó en Ratanakkiri, la selva de su país, con el proceso de escritura. Se necesita ese lugar hostil y a la intemperie, decía yo. Para escribir, para hacerlo verdaderamente, hay que vérselas con la selva de cada uno. Contrario a la historias de rescate y rápida adaptación que usualmente se cuentan en los casos de niños salvajes, la selvática original no pudo o no quiso adaptarse a la vida de la ciudad y dejó de comer, y nunca aprendió a hablar, y en más de una ocasión se quitó la ropa mientras intentaba regresar. Dije entonces también que me parecía que había llegado, por fin, la hora de las selváticas. Ahora lo digo en referencia al segundo libro de Claudia Guillén: es el libro de una selvática que, aunque a veces camina en las calles de la ciudad y come en sus restaurantes, no deja nunca de regresar a los espacios atroces y frágiles donde crecen sus oraciones (y no me refiero únicamente a las gramaticales).
Apegados a la tradición de corte realista y comulgando con el pacto de la verosimilitud, estos cuentos se proponen una exploración de esos otros que somos todos cuando conocemos el infierno. Los fracasados, silenciosos, los imaginativos, los sin-suerte, los desempleados, los infelices, los pesimistas, los alcohólicos, los huérfanos, los solos, los que persiguen perros por las calles, los que hablan con fantasmas: todos ellos encuentran no un refugio sino un abismo en las páginas de Guillén. Lejos de la denostación o de la misericordia o, incluso, la simpatía, los cuentos trazan con precisión, sin sentimentalismo alguno, un declive espectacular: la caída de la vida. La caída de todos los días. Ahí está el tropezón o el descuido que conducirá, y esto de manera inexorable, al fondo de todas las cosas. Ahí está la velocidad donde todo pierde sentido. Ahí el horror, y el humor que a fin de cuentas provoca su compañía cotidiana. Justo cuando los coloca al filo del peñasco, la autora se aproxima y susurra al oído de sus personajes: ¡aviéntate! El lector, sin duda, recibirá la misma invitación y sentirá el mismo tipo de apremio.
La primera vez que leí los cuentos de Claudia Guillén me vino a la mente la palabra “inexorable”. Así son las palabras, se sabe, vuelan por años frente a uno hasta el día en que encuentran su peso y caen, agridulces, sobre la lengua. Una de las acepciones de lo inexorable es “que no se puede evitar”; la otra, es “que no se deja vencer por ruegos”. Cuando le dan el trago al vaso de whisky, o la mordida al alimento maligno o el beso al hombre equivocado, todos estos personajes saben que pueden, de hecho, hacer otra cosa. Todos tienen noción de que podrían evitar el exceso o el extravío o la soledad. Pero ninguno cede ni ante sus propios ruegos. Ya observando inmóviles el lento derretirse de los hielos dentro de altos vasos conocidos como de jaibol o contando muchos años después la manera inexorable en que se convirtieron en lo que llegaron a ser, los personajes guillenescos aceptan con sobriedad su derrotero (y la palabra derrotero comparte más de una letra con la palabra derrota). A final de cuentas, la definición misma del término adicción es dejarse dominar. A lo que podría agregarse: entregarse de hecho al dominio de algo ajeno, sea esto una sustancia o un cuerpo.
Los personajes, sin embargo, lo intentan, eso, resguardarse. Algunos encuentran consuelo en la oscuridad familiar de las cantinas (como es el caso de Emilia, la recién desempleada) mientras que otros prueban, por razones distintas que tienen que ver con cuerpos que no están, la oscuridad del cine (como es el caso de Emma). Pero algunos, ya desahuciados, ni siquiera aspiran a ello. Brenda, la que sospecha que todos los hombres se dan cuenta que es una falsa delgada, una gorda verdadera que usurpa un cuerpo ajeno, mastica y deglute sin parar una cena que se antoja eterna. Yendo hacia la yugular, lejana a estereotipo alguno, Guillén pinta de pies a cabeza a la madre sin instinto materno, la Alegría que fue violada y en cuya venganza asesinó al violador “sin conmiseración alguna”, regresando una a una las estocadas que recibió en su propio cuerpo, sólo para mal soportar después el legado del semen en el cuerpo de una hija a la que también bautizó como Alegría. Los personajes saben que pueden hacer otra cosa, lo intentan incluso, pero terminan por ceder. Es el caso de la señora Victoria quien rememora su pasado indiscreto en estos términos: “Me rogó que cambiara de vida. Yo, con verdadero arrepentimiento, se lo prometí sinceramente. Pero al mes recaí. Era inevitable. Parecía que la noche formaba parte de mí como una segunda vida; me colmaba de alegría o de placer, tanto o más que el mismo Manuel”.
El lenguaje es preciso. El lenguaje nos dice que nada tiene escapatoria. Que caeremos, eso dice. Pero mientras tanto está el placer, el alcohol, la imaginación, la memoria. Mientras tanto está, sobre todo, la escritura. Claudia Guillén, que va y viene por la selva del adentro, lo sabe.
--crg
Tuesday, December 22, 2009
Tuesday, December 15, 2009
JUAN CARLOS BAUTISTA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Cada que paso por la Ciudad de México no puedo dejar de hacer mi visita ritual al Marrakech —el antro que Juan Carlos Bautista y Víctor González abrieron no hace mucho en la calle de Cuba, justo en el centro del centro. Ahí, entre paredes mareadas de rojo y bajo el amparo del blanquísimo candelabro que ilumina la barra se encuentra la caja registradora detrás de la cual se aposta uno de los mejores poetas de México. Estoy al tanto de que el Marra se ha convertido en El Antro de la ciudad, pero yo no voy ahí por eso. A Juan Carlos Bautista lo conocí hace más tiempo del que es recomendable admitir en público, como compañero de una de aquellas insignes becas del Centro Mexicano de Escritores —ya sin Rulfo y sin Elizondo y sin Arreola—, donde a los dos nos daba por hacerle al cuento. Antes nos habíamos topado en algún auditorio de la UNAM, adonde ambos habíamos acudido, puntualmente aunque bastante desaliñados, para compartir el premio de poesía que otorgaba ese año la revista Punto de Partida. Entre una cosa y otra habíamos coincidido ya en una gama bastante amplia de marchas citadinas, en mítines de variopinta denominación, en las páginas de La Guillotina (más como lectores que como autores) y en las fiestas incendiarias de la mítica Casa Vieja, aquella construcción de otra manera anodina que albergaba los festivos desmanes y la música estridente que entonces prendía a la izquierda de la izquierda.
Nadie en aquellas lejanas eras habría presagiado que la amistad resistiría el paso del tiempo, pero a Juan Carlos me lo seguí encontrando usualmente por azar (siempre tan original, solía decir un amigo) en las calles o en librerías o en fiestas de aliados comunes. De poco en poco, entre abruptos resúmenes de todo lo acontecido durante el lapso en que no nos habíamos visto y súbitos intercambios de libros tanto propios como ajenos me fui acostumbrando a la presencia a la vez mesurada e iluminadora de Juan Carlos. Recuerdo perfectamente cómo y cuándo recibí mi ejemplar de El cantar del Marrakech, ese largo poema erótico donde la ciudad se vuelve carne y la carne se torna íntimo pálpito. Era, como atestiguó en la dedicatoria, una marcha de alzados. Era el inicio de aquel enero de 1994. Yo había salido corriendo del sótano del archivo de Bucareli (se había recibido para entonces la segunda amenaza de bomba) donde llevaba a cabo mi investigación y, como guiada por una inercia mayúscula, fui a dar con la calle por la que pasaba la marcha gigantesca con la que la ciudadanía exigía el desalojo del ejército de los altos de Chiapas. Avancé con ellos por un buen rato y más pronto que tarde, como lo presentía, encontré a Juan Carlos. Intercambiamos los puntos de vista de rigor antes de que me preguntara si ya tenía su libro. Cuando le dije que no, entró a la librería del Palacio de Bellas Artes y salió con él en mano. La dedicatoria la escribió medio encorvado, apenas sostenido por los escalones de la entrada del palacio donde tantos y tantos han esperado (a veces a Godot y a veces al amor y a veces a ambos).
El cantar del Marrakech se convirtió desde el inicio en un libro insignia para mí. Un libro de cabecera. El tipo de libro al que uno va cuando hay sequía y todo alrededor se vuelve melga y uno necesita (¡por dios! ¡por lo que más quieran!) un buen trago de agua fría. La ciudad de México que yo amé estaba toda ahí, extendida: las nalgas de sus estatuas vivas por primera vez. La sexualidad de los soldados y la sentimentalidad de las vestidas hacían acto de presencia ahí, en aquel primer Marrakech del primer cuadro de la ciudad del que Juan Carlos hablaba con característica devoción y más característico conocimiento de causa. Más personal que autobiográfico, más cercano a la complicidad de la celebración que al hermetismo de la confesión, el cantar alzaba ante mí las palabras del cuerpo y del amor y de la ciudad con un descaro lúcido y una valentía más bien relajienta. Nadie en México, a mi entender, estaba haciendo algo así. Y pocos lo han intentado después con tanto acierto como en ese libro.
Todo esto para decir que cada que me apersono cual peregrina en ciernes en esa catedral inaudita que es el Marrakech me veo tentada (como se dice que lo tienta a uno el diablo) a contar esta historia. Me explico. El más ligero de los vistazos al lugar da cuenta de que, aunque la clientela es diversa, la mayoría de los muchachos y muchachas que bailan hasta entrada la madrugada nacieron muy a finales del siglo XX. Son el tipo de gente que al oír el término Guerra Fría piensan que se trata de una nueva bebida que involucra vodka y licor de mandarina y mucho hielo. Se trata del tipo de jóvenes que al escuchar la expresión “me cayó el veinte” se le quedan mirando a uno con estupor, preguntándose en silencio qué será ese veinte y dónde, de haber de verdad caído, cayó. En una de ésas, y este es mi temor más grande, son el tipo de gente que nunca visitó una oficina de telégrafos y jamás escribió un telegrama. Por eso y no por otra cosa, cada que entablo algo parecido a una conversación en el Marra suelo lanzar con la delicadeza del caso las siguientes preguntas: ¿Pero si sabían que hubo un primer Marra aquí cerquita, detrás de Palacio, pero que no era éste, no? ¿Y si saben que el hombre ése que está detrás de la maquinita registradora tocando billetes de colores es, además de activista, un poeta de a de veras? ¿Y si saben que uno de los poemas más entrañables y emblemáticos de la ciudad y sus sexualidades responde al nombre de El cantar del Marrakech? Las respuestas que recibo, a qué decirlo, suelen involucrar tantas versiones del vocablo “no” que uno pensaría que se trata, como lo dijera Emily Dickinson, de la palabra más salvaje. Valga pues este pequeño texto para evitarme la congoja de esas respuestas (y la ronquera del día siguiente). Ya entrados en gastos, valga este texto para decirle al que me preguntó, envalentonado sin duda, qué se sentía leer El cantar del Marrakech, que es como cuando te subes a la barra y empiezas a moverte y, entre una cosa y otra, ves proyectadas sobre la pared de enfrente las imágenes de Lyn May y Piporro, y estás entonces a punto de quitarte la camiseta esa pegadita de color negro justo antes de entornar los ojos.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Cada que paso por la Ciudad de México no puedo dejar de hacer mi visita ritual al Marrakech —el antro que Juan Carlos Bautista y Víctor González abrieron no hace mucho en la calle de Cuba, justo en el centro del centro. Ahí, entre paredes mareadas de rojo y bajo el amparo del blanquísimo candelabro que ilumina la barra se encuentra la caja registradora detrás de la cual se aposta uno de los mejores poetas de México. Estoy al tanto de que el Marra se ha convertido en El Antro de la ciudad, pero yo no voy ahí por eso. A Juan Carlos Bautista lo conocí hace más tiempo del que es recomendable admitir en público, como compañero de una de aquellas insignes becas del Centro Mexicano de Escritores —ya sin Rulfo y sin Elizondo y sin Arreola—, donde a los dos nos daba por hacerle al cuento. Antes nos habíamos topado en algún auditorio de la UNAM, adonde ambos habíamos acudido, puntualmente aunque bastante desaliñados, para compartir el premio de poesía que otorgaba ese año la revista Punto de Partida. Entre una cosa y otra habíamos coincidido ya en una gama bastante amplia de marchas citadinas, en mítines de variopinta denominación, en las páginas de La Guillotina (más como lectores que como autores) y en las fiestas incendiarias de la mítica Casa Vieja, aquella construcción de otra manera anodina que albergaba los festivos desmanes y la música estridente que entonces prendía a la izquierda de la izquierda.
Nadie en aquellas lejanas eras habría presagiado que la amistad resistiría el paso del tiempo, pero a Juan Carlos me lo seguí encontrando usualmente por azar (siempre tan original, solía decir un amigo) en las calles o en librerías o en fiestas de aliados comunes. De poco en poco, entre abruptos resúmenes de todo lo acontecido durante el lapso en que no nos habíamos visto y súbitos intercambios de libros tanto propios como ajenos me fui acostumbrando a la presencia a la vez mesurada e iluminadora de Juan Carlos. Recuerdo perfectamente cómo y cuándo recibí mi ejemplar de El cantar del Marrakech, ese largo poema erótico donde la ciudad se vuelve carne y la carne se torna íntimo pálpito. Era, como atestiguó en la dedicatoria, una marcha de alzados. Era el inicio de aquel enero de 1994. Yo había salido corriendo del sótano del archivo de Bucareli (se había recibido para entonces la segunda amenaza de bomba) donde llevaba a cabo mi investigación y, como guiada por una inercia mayúscula, fui a dar con la calle por la que pasaba la marcha gigantesca con la que la ciudadanía exigía el desalojo del ejército de los altos de Chiapas. Avancé con ellos por un buen rato y más pronto que tarde, como lo presentía, encontré a Juan Carlos. Intercambiamos los puntos de vista de rigor antes de que me preguntara si ya tenía su libro. Cuando le dije que no, entró a la librería del Palacio de Bellas Artes y salió con él en mano. La dedicatoria la escribió medio encorvado, apenas sostenido por los escalones de la entrada del palacio donde tantos y tantos han esperado (a veces a Godot y a veces al amor y a veces a ambos).
El cantar del Marrakech se convirtió desde el inicio en un libro insignia para mí. Un libro de cabecera. El tipo de libro al que uno va cuando hay sequía y todo alrededor se vuelve melga y uno necesita (¡por dios! ¡por lo que más quieran!) un buen trago de agua fría. La ciudad de México que yo amé estaba toda ahí, extendida: las nalgas de sus estatuas vivas por primera vez. La sexualidad de los soldados y la sentimentalidad de las vestidas hacían acto de presencia ahí, en aquel primer Marrakech del primer cuadro de la ciudad del que Juan Carlos hablaba con característica devoción y más característico conocimiento de causa. Más personal que autobiográfico, más cercano a la complicidad de la celebración que al hermetismo de la confesión, el cantar alzaba ante mí las palabras del cuerpo y del amor y de la ciudad con un descaro lúcido y una valentía más bien relajienta. Nadie en México, a mi entender, estaba haciendo algo así. Y pocos lo han intentado después con tanto acierto como en ese libro.
Todo esto para decir que cada que me apersono cual peregrina en ciernes en esa catedral inaudita que es el Marrakech me veo tentada (como se dice que lo tienta a uno el diablo) a contar esta historia. Me explico. El más ligero de los vistazos al lugar da cuenta de que, aunque la clientela es diversa, la mayoría de los muchachos y muchachas que bailan hasta entrada la madrugada nacieron muy a finales del siglo XX. Son el tipo de gente que al oír el término Guerra Fría piensan que se trata de una nueva bebida que involucra vodka y licor de mandarina y mucho hielo. Se trata del tipo de jóvenes que al escuchar la expresión “me cayó el veinte” se le quedan mirando a uno con estupor, preguntándose en silencio qué será ese veinte y dónde, de haber de verdad caído, cayó. En una de ésas, y este es mi temor más grande, son el tipo de gente que nunca visitó una oficina de telégrafos y jamás escribió un telegrama. Por eso y no por otra cosa, cada que entablo algo parecido a una conversación en el Marra suelo lanzar con la delicadeza del caso las siguientes preguntas: ¿Pero si sabían que hubo un primer Marra aquí cerquita, detrás de Palacio, pero que no era éste, no? ¿Y si saben que el hombre ése que está detrás de la maquinita registradora tocando billetes de colores es, además de activista, un poeta de a de veras? ¿Y si saben que uno de los poemas más entrañables y emblemáticos de la ciudad y sus sexualidades responde al nombre de El cantar del Marrakech? Las respuestas que recibo, a qué decirlo, suelen involucrar tantas versiones del vocablo “no” que uno pensaría que se trata, como lo dijera Emily Dickinson, de la palabra más salvaje. Valga pues este pequeño texto para evitarme la congoja de esas respuestas (y la ronquera del día siguiente). Ya entrados en gastos, valga este texto para decirle al que me preguntó, envalentonado sin duda, qué se sentía leer El cantar del Marrakech, que es como cuando te subes a la barra y empiezas a moverte y, entre una cosa y otra, ves proyectadas sobre la pared de enfrente las imágenes de Lyn May y Piporro, y estás entonces a punto de quitarte la camiseta esa pegadita de color negro justo antes de entornar los ojos.
--crg
Monday, December 14, 2009
LA CASTAÑEDA EN BERLÍN
[en Día Siete, Domingo 14, 2009]
Hace ya algunos años me invitaron a ir a Berlín para hablar sobre Nadie me verá llorar, la novela en que un fotógrafo fracasado y una paciente muy platicadora comparten una historia de amor dentro de un manicomio. Estábamos en la Fundación Anna Seghers y afuera, puesto que era finales de noviembre, nevaba. Un hombre mayor se aproximó para comentarme algunas cosas. Lo primero que pensé, puesto que entendía y no entendía lo que me estaba diciendo, era que mi alemán había mejorado demasiado. ¿Me estaba diciendo ese hombre que era hijo de la escritora alemana y comunista, Anna Segheres, quien debido a cuestiones políticas había vivido diez años en la grandísima ciudad de México, esa urbe de locos, ese lugar demencial donde, al intentar cruzar la enorme avenida Reforma, había sido atropellada, ya sabe como manejan en su patria, y, como resultado del accidente, había padecido una brutal aunque efímera amnesia que había llevado a la familia, es decir, a él, a buscar ayuda psicológica o psiquiátrica, una de las dos, la cual habían encontrado, y sólo con dificultad, en persona de un médico que trabajaba, o dirigía, eso no lo pude entender bien, el Manicomio General La Castañeda, un hombre culto y progresista que, al enterarse de que el muchacho era alemán y, además, ingeniero, o estudiante, en todo caso, de ingeniería, le había pedido que se hiciera cargo de la instalación de un nuevo sistema eléctrico en todo el hospital?
Yo me sonreí, culpígena, porque no fue sino hasta entonces que me di cuenta de que el hombre me estaba hablando en español.
¿Y había, en verdad, tres árboles de castaño a la salida del pabellón de mujeres? Me dijo que sí. ¿Y cuántos minutos le llevaría a una paciente caminar desde la cocina hasta el campo donde estaban los talleres? Tuvo que pensarlo un rato, pero contestó: dependiendo del estado locomotriz de la paciente, unos 20 minutos más o menos. ¿Y caía el sol, a veces, en ciertas tardes de otoño, con esa cálida luz dorada de las seis de la tarde sobre la fronda de los castaños? Y en el invierno, abundó, la luz se volvía delgada, como si cayeran espadas míticas del cielo. Y, en ciertas ocasiones, sobre todo en el verano, la lluvia dejaba espejos en el suelo de los patios donde los locos se observaban sin cesar. Sus muecas. Describió las muecas y, luego, dijo más. Yo pensé, naturalmente, que hablaba con un personaje que no había logrado entrar en el libro. Iba a preguntarle por Matilda, Matilda Burgos; iba a preguntarle si la había visto, si había platicado con ella en una de esas tardes llenas de espejos, pero preferí, repentinamente, ver por la ventana. Afuera, como lo he anotado ya, nevaba. Y la nieve caía sobre las cabezas de un anciano y una mujer que daban un lento paseo por los pasillos de un manicomio ancestral. Años atrás, en otra ciudad.
--crg
[en Día Siete, Domingo 14, 2009]
Hace ya algunos años me invitaron a ir a Berlín para hablar sobre Nadie me verá llorar, la novela en que un fotógrafo fracasado y una paciente muy platicadora comparten una historia de amor dentro de un manicomio. Estábamos en la Fundación Anna Seghers y afuera, puesto que era finales de noviembre, nevaba. Un hombre mayor se aproximó para comentarme algunas cosas. Lo primero que pensé, puesto que entendía y no entendía lo que me estaba diciendo, era que mi alemán había mejorado demasiado. ¿Me estaba diciendo ese hombre que era hijo de la escritora alemana y comunista, Anna Segheres, quien debido a cuestiones políticas había vivido diez años en la grandísima ciudad de México, esa urbe de locos, ese lugar demencial donde, al intentar cruzar la enorme avenida Reforma, había sido atropellada, ya sabe como manejan en su patria, y, como resultado del accidente, había padecido una brutal aunque efímera amnesia que había llevado a la familia, es decir, a él, a buscar ayuda psicológica o psiquiátrica, una de las dos, la cual habían encontrado, y sólo con dificultad, en persona de un médico que trabajaba, o dirigía, eso no lo pude entender bien, el Manicomio General La Castañeda, un hombre culto y progresista que, al enterarse de que el muchacho era alemán y, además, ingeniero, o estudiante, en todo caso, de ingeniería, le había pedido que se hiciera cargo de la instalación de un nuevo sistema eléctrico en todo el hospital?
Yo me sonreí, culpígena, porque no fue sino hasta entonces que me di cuenta de que el hombre me estaba hablando en español.
¿Y había, en verdad, tres árboles de castaño a la salida del pabellón de mujeres? Me dijo que sí. ¿Y cuántos minutos le llevaría a una paciente caminar desde la cocina hasta el campo donde estaban los talleres? Tuvo que pensarlo un rato, pero contestó: dependiendo del estado locomotriz de la paciente, unos 20 minutos más o menos. ¿Y caía el sol, a veces, en ciertas tardes de otoño, con esa cálida luz dorada de las seis de la tarde sobre la fronda de los castaños? Y en el invierno, abundó, la luz se volvía delgada, como si cayeran espadas míticas del cielo. Y, en ciertas ocasiones, sobre todo en el verano, la lluvia dejaba espejos en el suelo de los patios donde los locos se observaban sin cesar. Sus muecas. Describió las muecas y, luego, dijo más. Yo pensé, naturalmente, que hablaba con un personaje que no había logrado entrar en el libro. Iba a preguntarle por Matilda, Matilda Burgos; iba a preguntarle si la había visto, si había platicado con ella en una de esas tardes llenas de espejos, pero preferí, repentinamente, ver por la ventana. Afuera, como lo he anotado ya, nevaba. Y la nieve caía sobre las cabezas de un anciano y una mujer que daban un lento paseo por los pasillos de un manicomio ancestral. Años atrás, en otra ciudad.
--crg
Tuesday, December 08, 2009
CUESTIONARIO
[Contesté y publicaron estas respuestas para los jóvenes de Mar Adentro en algún momento de la FIL 2009. Van aquí]
¿Qué persona, viva o muerta, es su inspiración?
Mi hermana—Liliana Rivera Garza—un espíritu libre y libertario que continúa conmigo por donde quiera que voy.
¿Qué valor guía su vida?
El mundo, tal como lo conocemos, puede ser otro. Debe ser otro. No sé si mejor.
¿Qué es imprescindible para el éxito?
Para vivir es necesario, como se dice, poner toda la carne en el asador (disculpen el norteñismo).
¿Cómo supera usted el fracaso?
Con la risa, por supuesto. Recordando la frase que se puede aplicar a todas las situaciones del mundo: Esto también pasará. Sabiendo que en la rueda de la fortuna de los días a veces nos toca ir arriba y otras abajo. Lo importante, en todo caso, es que nos toca.
¿Qué adjetivo le daría hoy a la humanidad?
Post-humanidad (que es en realidad un sustantivo).
¿Cuál es la responsabilidad del hombre respecto al futuro del mundo?
A los hombres y a las mujeres nos corresponde tomar todo críticamente, y avanzar.
¿Qué es más peligroso: la ignorancia o la indiferencia?
El que ignora, puede llegar a saber y, sabiendo, tomar una decisión. El indiferente ya ha tomado una decisión.
Complete la frase: “El mundo sería mejor si…”
Sinceramente no lo sé.
¿Cómo ha mejorado usted al mundo?
Yo doy clases desde hace años. No podría hacerlo así como lo hago—todavía con gusto, todavía dirigiéndome al salón de clases como quien va hacia una fiesta o hacia una conversación—si no creyera que ahí sucede algo importante. En todo caso, recuerdo mis días de estudiante. Muchas de mis ideas se hicieron o se cayeron o se volvieron a levantar dentro de sus paredes.
¿Qué es lo que más valora en los jóvenes?
La impertinencia.
¿Qué desea, desesperadamente, que entienda la juventud?
¿Desesperadamente?
¿Cuál es su misión en la vida?
Creo que yo vine a la tierra para escribir un libro que todavía no he escrito. Mientras tanto, por supuesto, me divierto.
¿Qué ha tenido que sacrificar para cumplir sus sueños?
Aunque soy dada a la retórica de la queja, en realidad nada de lo que he hecho me parece un sacrificio.
¿Justicia o misericordia?
La misericorida, por supuesto.
¿De qué deberíamos estar todos agradecidos?
Ya lo dijo Juan Gabriel: cada vez que entra por mi ventana el señor Sol…
Cuando pequeño, ¿qué soñaba ser de grande?
Escritora.
¿Cómo sueña su vejez?
Voy a estar rodeada de los afectos que cultivo hoy. Voy a vivir cerca del mar y a caminar por las mañanas. Voy a tomar un traguito de tequila (o dos). Tal vez haya aprendido entonces a tocar el piano. Pintaré algo por las tardes y luego volveré a tomar un traguito de tequila (o dos). Tendré nietos.
¿Qué debate y entre quienes le gustaría presenciar?
Michael Taussig y Marguerite Duras, por ejemplo. Walter Benajamin y Guadalupe Dueñas. Willian Burroughs y el taquero metafórico de la esquina.
¿Cuál es el mejor consejo que le han dado/que puede dar?
Mi madre alguna vez dijo: una dama siempre sabe irse a tiempo.
¿Qué sabe ahora que le hubiera gustado saber antes?
Que en la rueda de la fortuna de los días a veces nos toca ir arriba y otras abajo. Y que eso también pasará.
Si pudiera hacerle una pregunta a Dios, ¿cuál sería?
Seguramente me quedaría con la boca abierta de la impresión (suele pasarme).
¿Qué es lo que más recordará de la FIL?
Lo que siempre recuerdo son las conversaciones con lectores.
¿Qué ha conocido usted de la FIL que le gustaría que supiera el público en general?
Todo lo verdaderamente importante ocurre en los pasillos.
¿Cómo describe su experiencia en FIL Guadalajara?
Exhuberante.
Asociación de Ideas
Voluntad… de hierro y sal
Valentía… en cada palabra, trazo, vocablo
Lealtad… Imprescindible
Liderazgo… mh
Juventud… Amor de mis amores. La escencia de las flores. Mi juventud.
Debate… conversación
Compromiso… pero con anillo y todo
Última Pregunta:
¿Un mensaje para los jóvenes de Mar Adentro?
Leer es chido. El feminismo es lo de hoy. Arriesgarse es mirar hacia adentro. Una mano es una mano sólo con otra mano.
--crg
[Contesté y publicaron estas respuestas para los jóvenes de Mar Adentro en algún momento de la FIL 2009. Van aquí]
¿Qué persona, viva o muerta, es su inspiración?
Mi hermana—Liliana Rivera Garza—un espíritu libre y libertario que continúa conmigo por donde quiera que voy.
¿Qué valor guía su vida?
El mundo, tal como lo conocemos, puede ser otro. Debe ser otro. No sé si mejor.
¿Qué es imprescindible para el éxito?
Para vivir es necesario, como se dice, poner toda la carne en el asador (disculpen el norteñismo).
¿Cómo supera usted el fracaso?
Con la risa, por supuesto. Recordando la frase que se puede aplicar a todas las situaciones del mundo: Esto también pasará. Sabiendo que en la rueda de la fortuna de los días a veces nos toca ir arriba y otras abajo. Lo importante, en todo caso, es que nos toca.
¿Qué adjetivo le daría hoy a la humanidad?
Post-humanidad (que es en realidad un sustantivo).
¿Cuál es la responsabilidad del hombre respecto al futuro del mundo?
A los hombres y a las mujeres nos corresponde tomar todo críticamente, y avanzar.
¿Qué es más peligroso: la ignorancia o la indiferencia?
El que ignora, puede llegar a saber y, sabiendo, tomar una decisión. El indiferente ya ha tomado una decisión.
Complete la frase: “El mundo sería mejor si…”
Sinceramente no lo sé.
¿Cómo ha mejorado usted al mundo?
Yo doy clases desde hace años. No podría hacerlo así como lo hago—todavía con gusto, todavía dirigiéndome al salón de clases como quien va hacia una fiesta o hacia una conversación—si no creyera que ahí sucede algo importante. En todo caso, recuerdo mis días de estudiante. Muchas de mis ideas se hicieron o se cayeron o se volvieron a levantar dentro de sus paredes.
¿Qué es lo que más valora en los jóvenes?
La impertinencia.
¿Qué desea, desesperadamente, que entienda la juventud?
¿Desesperadamente?
¿Cuál es su misión en la vida?
Creo que yo vine a la tierra para escribir un libro que todavía no he escrito. Mientras tanto, por supuesto, me divierto.
¿Qué ha tenido que sacrificar para cumplir sus sueños?
Aunque soy dada a la retórica de la queja, en realidad nada de lo que he hecho me parece un sacrificio.
¿Justicia o misericordia?
La misericorida, por supuesto.
¿De qué deberíamos estar todos agradecidos?
Ya lo dijo Juan Gabriel: cada vez que entra por mi ventana el señor Sol…
Cuando pequeño, ¿qué soñaba ser de grande?
Escritora.
¿Cómo sueña su vejez?
Voy a estar rodeada de los afectos que cultivo hoy. Voy a vivir cerca del mar y a caminar por las mañanas. Voy a tomar un traguito de tequila (o dos). Tal vez haya aprendido entonces a tocar el piano. Pintaré algo por las tardes y luego volveré a tomar un traguito de tequila (o dos). Tendré nietos.
¿Qué debate y entre quienes le gustaría presenciar?
Michael Taussig y Marguerite Duras, por ejemplo. Walter Benajamin y Guadalupe Dueñas. Willian Burroughs y el taquero metafórico de la esquina.
¿Cuál es el mejor consejo que le han dado/que puede dar?
Mi madre alguna vez dijo: una dama siempre sabe irse a tiempo.
¿Qué sabe ahora que le hubiera gustado saber antes?
Que en la rueda de la fortuna de los días a veces nos toca ir arriba y otras abajo. Y que eso también pasará.
Si pudiera hacerle una pregunta a Dios, ¿cuál sería?
Seguramente me quedaría con la boca abierta de la impresión (suele pasarme).
¿Qué es lo que más recordará de la FIL?
Lo que siempre recuerdo son las conversaciones con lectores.
¿Qué ha conocido usted de la FIL que le gustaría que supiera el público en general?
Todo lo verdaderamente importante ocurre en los pasillos.
¿Cómo describe su experiencia en FIL Guadalajara?
Exhuberante.
Asociación de Ideas
Voluntad… de hierro y sal
Valentía… en cada palabra, trazo, vocablo
Lealtad… Imprescindible
Liderazgo… mh
Juventud… Amor de mis amores. La escencia de las flores. Mi juventud.
Debate… conversación
Compromiso… pero con anillo y todo
Última Pregunta:
¿Un mensaje para los jóvenes de Mar Adentro?
Leer es chido. El feminismo es lo de hoy. Arriesgarse es mirar hacia adentro. Una mano es una mano sólo con otra mano.
--crg
RATANAKKIRI
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura. Palabras pronunciadas al recibir por segunda vez el Premio Iberoamericano Sor Juana Inés de la Cruz 2009 por la novela La muerte me da]
Un poco antes de emprender el viaje que me traería a Guadalajara leí en las noticias que la mujer que había sido encontrada no mucho tiempo atrás en la selva de Ratanakkiri, a unos 600 kilómetros de la capital de Cambodia, se había puesto tan mal que fue necesario llevarla a un hospital. Uno de sus familiares, su padre si no recuerdo mal, informó que la Selvática “se negó a comer arroz durante un mes. Se ha quedado muy delgada. Aún no es capaz de hablar. Actúa como si fuera un mono. La última noche se quitó su ropa y trató de escapar por la ventana del baño”. Una de las fotografías que encontré en el ciberespacio me lo explicó todo: con la mano derecha alrededor de un poste de madera y la mirada perdida en un horizonte que se presiente lejano, la mujer de la selva añoraba.
La Selvática había vivido una parte importante de su vida alejada de la civilización, a la intemperie. En efecto, entre los 10 y los 28 años, la mujer había vivido en Ratanakkiri.
Ratanakkiri es otro de los nombres de la escritura.
Porque se escribe así: en la intemperie. Porque si no es desde la intemperie no valdría la pena escribir nada. En el punto más frágil, en el más débil, desde el cual no es posible ni defender ni apegarse a nada. Se escribe para descubrir, eso se sabe. Para intentar descubrir, en todo caso, lo que se escribe. La imagen sigue siendo la misma (esto lo dije hace un par de años aquí mismo, en la FIL): “Uno está sobre un trampolín, mirando con fascinación hacia la alberca. La alberca es de color azul. Uno salta dos o tres veces sobre el trampolín, tres cuatro, cavilando. Luego, en el momento menos pensado (y esto es literal) uno cierra los ojos y se eleva en el aire aún sabiendo (o quizá precisamente por saber) que la alberca está vacía. El trampolín es el lenguaje. El color azul es el lenguaje. El aire que me sostiene efímeramente es el lenguaje. Todo lo es. Entonces uno se sabe protegido. Entonces uno cae.”
Es en verdad un honor recibir de nueva cuenta un premio que responde al nombre de Sor Juana: la interdisciplinaria. La docta; la relajienta. Recibir un premio establecido desde 1993 para honrar libros escritos por mujeres me resulta particularmente importante ahora por dos circunstancias específicas. La primera es que La muerte me da, el libro por el que lo recibo esta vez, es en realidad toda una provocación. Raro, inusual, malcomportado. Independientemente de que lo escribí yo, me da gusto que el jurado de este premio haya decidido apostar por un libro que voluntaria y desparpajadamente se desmarca. Si de algo sirve, que sirva entonces para decir que no hay una literatura escrita por mujeres, sino muchas literaturas, todas distintas. Que sirva para decir, si estás frente a la pared, más vale que encuentres una puerta. La puerta es el nombre del riesgo. Si no existe, vuelve la vista hacia la ventana. Si no existe, invéntala. Que sirva para decir: tienes el lenguaje, la herramienta. Pico y pala. Derríbalo todo. Quiere bien todo eso y derríbalo después. Es más importante estar afuera. Ratanakkiri es tu nombre. Ratanikkiri es tu estrella.
La segunda circunstancia por la que este premio es doblemente apreciado (por mí, eso se entiende) es porque, felizmente, el contexto en que se produce incluye a muchas y variadas escritoras a las que leo con gusto y con regularidad y con admiración. Les cuento. Quiero leer ya los nuevos cuentos, todos ellos, de Rosa Beltrán. Los cuentos que ha escrito, como me ha dicho ya, con su mano izquierda. Me gustaría enterarme de que Paloma Villegas, otra ganadora de este premio, publica más (y digo publica, porque estoy segura de que escribe mucho). Bienvenida siempre la nueva novela de Mónica Lavín o de Ana Clavel. Hace poco decía que quería ver ya el próximo libro de Socorro Vanegas, y apenas ayer o antier la autora me hizo el favor de hacérmelo llegar aquí en la FIL. La noche será negra y blanca. Sigo con enorme placer los trabajos de Guadalupe Nettel, Brenda Lozano, Daniela Tarazona. Me muero de ganas por ver ya el nuevo libro de la poeta tamaulipeca Sara Uribe (le dicen, esto se los aviso, Rara Uribe). Admiro con pasión el trabajo que Carla Faesler y Rocio Cerón y Mónica Nepote han hecho ya por años en Motín Poeta —un colectivo de actividades interdisciplinarias que pone en cuestión la noción de autor y autoridad basada en la primera persona del singular. Quiero cada uno de los violentos, cálidos, indispensables libros de Norma Lazo. Me encanta la noción de riesgo que anima el trabajo editorial de Vivian Abenshushan. He leído con gozo y dolor los cuentos de Claudia Guillén. ¿Para cuándo el nuevo libro Mayra Luna? Y ya quiero tener entre mis manos la novela gráfica que prepara Amaranta Caballero, la monera tijuanera que me divierte el día con Mojicat, Falo Falaz, la Lira que Delira y Chayo, el Nocturno. Por cierto, ¿alguien le puede decir a Patricia Laurent Kullick que ya estamos listos para su próximo libro? Y, finalmente, espero con ansias locas todos los trabajos de Susana M. C. García Iglesias, la barwoman que rescata perros callejeros en el centro de la Ciudad Más Grande del Mundo que, entre otras cosas, se convirtió en la ganadora del primer Premio Aura Estrada. Hay más, de eso estoy segura. Y habrá todavía más. Y a veces, con un poco de suerte, lograremos ver a las Selváticas cuando, aunque sea por unos días, dejen su intemperie atrás para visitar las calles de la ciudad.
Que sirva pues este Sor Juana para decir: hay que leer los buenos libros que se publican hoy en México, independientemente de si son libros escritos por hombres o por mujeres. Que sirva, si ha de servir, para invocar el espíritu crítico de una monja irreverente sobre el cielo que protege la escritura de Las Selváticas.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura. Palabras pronunciadas al recibir por segunda vez el Premio Iberoamericano Sor Juana Inés de la Cruz 2009 por la novela La muerte me da]
Un poco antes de emprender el viaje que me traería a Guadalajara leí en las noticias que la mujer que había sido encontrada no mucho tiempo atrás en la selva de Ratanakkiri, a unos 600 kilómetros de la capital de Cambodia, se había puesto tan mal que fue necesario llevarla a un hospital. Uno de sus familiares, su padre si no recuerdo mal, informó que la Selvática “se negó a comer arroz durante un mes. Se ha quedado muy delgada. Aún no es capaz de hablar. Actúa como si fuera un mono. La última noche se quitó su ropa y trató de escapar por la ventana del baño”. Una de las fotografías que encontré en el ciberespacio me lo explicó todo: con la mano derecha alrededor de un poste de madera y la mirada perdida en un horizonte que se presiente lejano, la mujer de la selva añoraba.
La Selvática había vivido una parte importante de su vida alejada de la civilización, a la intemperie. En efecto, entre los 10 y los 28 años, la mujer había vivido en Ratanakkiri.
Ratanakkiri es otro de los nombres de la escritura.
Porque se escribe así: en la intemperie. Porque si no es desde la intemperie no valdría la pena escribir nada. En el punto más frágil, en el más débil, desde el cual no es posible ni defender ni apegarse a nada. Se escribe para descubrir, eso se sabe. Para intentar descubrir, en todo caso, lo que se escribe. La imagen sigue siendo la misma (esto lo dije hace un par de años aquí mismo, en la FIL): “Uno está sobre un trampolín, mirando con fascinación hacia la alberca. La alberca es de color azul. Uno salta dos o tres veces sobre el trampolín, tres cuatro, cavilando. Luego, en el momento menos pensado (y esto es literal) uno cierra los ojos y se eleva en el aire aún sabiendo (o quizá precisamente por saber) que la alberca está vacía. El trampolín es el lenguaje. El color azul es el lenguaje. El aire que me sostiene efímeramente es el lenguaje. Todo lo es. Entonces uno se sabe protegido. Entonces uno cae.”
Es en verdad un honor recibir de nueva cuenta un premio que responde al nombre de Sor Juana: la interdisciplinaria. La docta; la relajienta. Recibir un premio establecido desde 1993 para honrar libros escritos por mujeres me resulta particularmente importante ahora por dos circunstancias específicas. La primera es que La muerte me da, el libro por el que lo recibo esta vez, es en realidad toda una provocación. Raro, inusual, malcomportado. Independientemente de que lo escribí yo, me da gusto que el jurado de este premio haya decidido apostar por un libro que voluntaria y desparpajadamente se desmarca. Si de algo sirve, que sirva entonces para decir que no hay una literatura escrita por mujeres, sino muchas literaturas, todas distintas. Que sirva para decir, si estás frente a la pared, más vale que encuentres una puerta. La puerta es el nombre del riesgo. Si no existe, vuelve la vista hacia la ventana. Si no existe, invéntala. Que sirva para decir: tienes el lenguaje, la herramienta. Pico y pala. Derríbalo todo. Quiere bien todo eso y derríbalo después. Es más importante estar afuera. Ratanakkiri es tu nombre. Ratanikkiri es tu estrella.
La segunda circunstancia por la que este premio es doblemente apreciado (por mí, eso se entiende) es porque, felizmente, el contexto en que se produce incluye a muchas y variadas escritoras a las que leo con gusto y con regularidad y con admiración. Les cuento. Quiero leer ya los nuevos cuentos, todos ellos, de Rosa Beltrán. Los cuentos que ha escrito, como me ha dicho ya, con su mano izquierda. Me gustaría enterarme de que Paloma Villegas, otra ganadora de este premio, publica más (y digo publica, porque estoy segura de que escribe mucho). Bienvenida siempre la nueva novela de Mónica Lavín o de Ana Clavel. Hace poco decía que quería ver ya el próximo libro de Socorro Vanegas, y apenas ayer o antier la autora me hizo el favor de hacérmelo llegar aquí en la FIL. La noche será negra y blanca. Sigo con enorme placer los trabajos de Guadalupe Nettel, Brenda Lozano, Daniela Tarazona. Me muero de ganas por ver ya el nuevo libro de la poeta tamaulipeca Sara Uribe (le dicen, esto se los aviso, Rara Uribe). Admiro con pasión el trabajo que Carla Faesler y Rocio Cerón y Mónica Nepote han hecho ya por años en Motín Poeta —un colectivo de actividades interdisciplinarias que pone en cuestión la noción de autor y autoridad basada en la primera persona del singular. Quiero cada uno de los violentos, cálidos, indispensables libros de Norma Lazo. Me encanta la noción de riesgo que anima el trabajo editorial de Vivian Abenshushan. He leído con gozo y dolor los cuentos de Claudia Guillén. ¿Para cuándo el nuevo libro Mayra Luna? Y ya quiero tener entre mis manos la novela gráfica que prepara Amaranta Caballero, la monera tijuanera que me divierte el día con Mojicat, Falo Falaz, la Lira que Delira y Chayo, el Nocturno. Por cierto, ¿alguien le puede decir a Patricia Laurent Kullick que ya estamos listos para su próximo libro? Y, finalmente, espero con ansias locas todos los trabajos de Susana M. C. García Iglesias, la barwoman que rescata perros callejeros en el centro de la Ciudad Más Grande del Mundo que, entre otras cosas, se convirtió en la ganadora del primer Premio Aura Estrada. Hay más, de eso estoy segura. Y habrá todavía más. Y a veces, con un poco de suerte, lograremos ver a las Selváticas cuando, aunque sea por unos días, dejen su intemperie atrás para visitar las calles de la ciudad.
Que sirva pues este Sor Juana para decir: hay que leer los buenos libros que se publican hoy en México, independientemente de si son libros escritos por hombres o por mujeres. Que sirva, si ha de servir, para invocar el espíritu crítico de una monja irreverente sobre el cielo que protege la escritura de Las Selváticas.
--crg
Sunday, December 06, 2009
PARIS CON LA PIEL DURA
[una versión editada de este texto apareció en Clase Premier, una de las revistas de Aeroméxico, Diciembre 2009, 54]
Paris es la capital del amor, se sabe. Pero basta recordar le gamin en las novelas de Victor Hugo, esos niños de los barrios populares que caminan con libertad por las calles parisinas, para recordar lo obvio: Paris es también la capital de la infancia. Lejos de las ordenanzas urbanas que, a mediados de siglo XVIII, les prohibían a los niños jugar en lugares públicos con papalotes o bastones o bolos, y gracias en parte al interés de Napoleón III por crear espacios destinados al esparcimiento y la distracción, la ciudad de las luces goza de una geografía que incita la participación infantil en su agitada vida pública. Para niños de interior, acostumbrados a pasar largas horas frente a las pantallas de los videojuegos, o para niños que habitan en ciudades diseñadas para autos y no para peatones que, además, sufren de exceso de regulación o de problemas de seguridad, Paris puede ser todo un descubrimiento. De hecho, para esos niños Paris puede ser un regalo. En eso pensaba yo cuando, en conjunto con mi hijo Matías, decidimos pasar las vacaciones de verano en la capital francesa. Se trataba, habrá que especificarlo, del verano en que cumpliría 11 años: el final, en cierto sentido, de su propia niñez.
Los viajes pueden afianzar o destruir una relación, eso también es por todos sabido. Por eso es necesario poner algunas cuantas reglas desde el inicio. Las de Matías eran simples, aunque inapelables: nada de museos, ni de clases, ni de tours, ni de actividad alguna que pudiera parecer didáctica o académica o programada. Las mías eran todavía más simples: acatar las reglas de Matías. Se trataba después de todo, me lo repitió varias veces cuando me veía tentada a ceder a mi manía por las cosas ordenadas y los horarios, de sus vacaciones. Era su verano. ¿Y cuántas veces había visto yo niños con caras felices en el Louvre? Esta vez decidí, pues, hacerlo a su manera. Esta vez los dos nos prepararíamos, cada cual a su modo, para la adolescencia.
El primer gran acierto fue hospedarnos un par de días en el Jeu du Paume, un hotelito de apenas 31 habitaciones en la céntrica l´ile Saint Luis. Su ubicación estratégica nos permitió acometer nuestros primeros paseos sabiendo que, si nos vencía el cansancio provocado por el jet lag, podríamos encontrar con facilidad y rapidez nuestro camino de regreso. Así fue como entramos por primera vez juntos a Notre Dame. A Matías lo dejaron boquiabierto los vitrales del recinto religioso y, sobre todo, las fauces abiertas de las gárgolas, pero ambas produjeron poca mella en comparación con el gusto que expresó al presenciar las complicadísimas suertes que un grupo de patinadores urbanos, de variada extracción étnica, emprendía en el puente adyacente a la iglesia. Supe que el plan por transformarlo en un “niño de exterior” estaba surtiendo efecto cuando insistió en quedarse a ver las acrobacias que realizaba un performer callejero con fuego y música. Adquirir la resortera con luz que habría de lanzar una y otra vez a los cielos nocturnos de Paris sólo aumentó el placer de hallarse, por fin, libre al aire libre.
El Jeu du Paume nos presentó, además, otra ventaja: está justo enfrente de un expendio de helados berthillion, los tradicionales en el gusto parisino. Así fue del todo fácil convencerlo de salir una y otra vez del hotel, ya para caminar por la orilla del Sena o, a decir verdad, para dormir en las tumbonas de sus “playas”, o para escuchar conciertos de jazz sobre el puente Louis Philippe.
Mudarnos al St, Paul, un hotel en el distrito 6 que ha estado bajo el cuidado de una misma familia por ya cuatro generaciones, nos permitió merodear las calles alrededor de la muy cercana Sorbona y, sobre todo, pasear con calma en los Jardines de Luxemburgo. Nuestra tarea, entre una cosa y otra, fue descubrir la mejor crepería. Como la categoría panteón no trasgedía en sentido estricto las reglas del verano de Matías, no pude evitar leerle un cuento corto de Julio Cortázar antes de visitar su tumba en Montparnasse. La caminata nos condujo también a uno de esos grandes almacenes donde, a cambio del interludio literario, hube de adquirir la cámara fotográfica que llenó las expectativas de ambos: tenía una pantalla frente a los ojos, ciertamente, pero una ciudad entera se movía frente a ella y Matías, observador como suelen ser los niños cuando hay algo que ver, no perdió la oportunidad de llevarse consigo las fisuras, los instantes, los grafitis, los performers y las nubes de Paris.
Nos esperamos a nuestra corta estancia en el St. James Paris, un club privado pero también un chateau-hotel en el selecto distrito 16, para pagar nuestro tributo a los grandes monumentos parisinos. Aunque el buen sentido nos decía que deberíamos quedarnos a disfrutar de la amplia habitación y, por mi parte, del bar-biblioteca, hicimos bien en emprender la caminata hasta la torre Eiffel y, luego, al otro día, hasta el Arco del Triunfo. Los turistas somos una plaga, se sabe. La mañana del cumpleaños número 11 de Matías nos sorprendió frente al generoso buffet del St. James, bajo los techos altísimos de ese edificio que la familia Thiers mandó construir en 1892 para servir de residencia a estudiantes y académicos universitarios.
Desde el Louis II, un hotel de paredes cubiertas con tapiz de oro viejo y enclavado en el corazón de Saint Germain, iniciamos nuestras escapadas hacia los bosques y los parques citadinos. Por ahí también descubrió Matías lo que habría de convertirse en uno de sus mayores placeres parisinos: rentar una de las muchas bicicletas que, por un precio módico, la ciudad pone a disposición de sus habitantes y manejarla por las calles sin temor a ser arrollados. Cargando baguettes y queso, así como la insustituible botella de orangina, nos dirigimos a las orillas del canal de Saint Martin, justo a la entrada del parque de la Villette, donde compartimos más de un juego de petanca con gente del lugar. El mismo equipaje nos acompañó a las laderas del Montmartre, donde Matías, después de observar con asombro las suertes que ejecutaba un hombre con un balón de fútbol en las escaleras del Sacre Cour, tuvo a bien pronunciar su primer declaración de amor a Paris. “Una de las mejores vacaciones de mi vida”, cedió sin un ápice de presión por mi parte justo después de armarse de valor e ir por su autógrafo. En el Deux Moulins, el famoso café de Amelie en donde insistí en parar en nuestro camino de regreso, Matías pudo mostrarle su video del acróbata urbano al niño parisino que acompañaba a su padre mientras éste bebía una cerveza. La suerte o el destino nos llevó otro día al punto específico dentro de los amplios Buttes-Chaumont donde coincidiríamos con esos parisinos que hablaban español y que a bien tuvieron ofrecernos paté de hígado de cenzontle. Aunque Matías no estaba todavía listo para esa excursión culinaria, yo no pude rechazar tampoco la copa de burdeaux graves que acompañó el ofrecimiento. Alguien no muy lejos cantaba: No woman no cry.
Francois Truffaut, uno de los directores más relevantes de la nouvelle vague francesa, inició su larga carrera internacional con Les Quatre Cients Coups, un homenaje agridulce a los últimos años de una niñez. Pero esa no fue la única vez que el realizador le dedicó tiempo a la infancia. En L´argent de poche (traducida al español como La Piel Dura), Truffaut exploró las vidas de un grupo de niños (en Thiers y no en Paris, ciertamente) sin sentimentalismo alguno y sin condescendencia. “Es pavoroso pensar que los niños están en peligro siempre”, expresa la esposa del profesor Richet cuando se dan cuenta de que un niño de apenas dos años ha caído, sin aparente lesión alguna, de un noveno piso. “Eso no es verdad del todo”, asegura él. “Un adulto hubiera muerto del impacto, pero un niño no; los niños son como una roca. Tropiezan por la vida sin quedar lastimados. Ellos se encuentran en estado de gracia y eso les permite tener la piel dura. Son mucho más resistentes que nosotros”. Yo no sé, por mi parte, si esto es, en verdad, cierto; pero lo que sí sé es que me gustaría que lo fuera. En todo caso, tengo la sospecha de que el estado de gracia al que hace referencia Truffaut mucho tiene que ver con la plena apropiación de ese espacio público que es la calle donde, como bien sabían los estudiantes de mayo del 68, surge a cada rato, combativa y libertaria y gozosa, la imaginación.
--crg
[una versión editada de este texto apareció en Clase Premier, una de las revistas de Aeroméxico, Diciembre 2009, 54]
Paris es la capital del amor, se sabe. Pero basta recordar le gamin en las novelas de Victor Hugo, esos niños de los barrios populares que caminan con libertad por las calles parisinas, para recordar lo obvio: Paris es también la capital de la infancia. Lejos de las ordenanzas urbanas que, a mediados de siglo XVIII, les prohibían a los niños jugar en lugares públicos con papalotes o bastones o bolos, y gracias en parte al interés de Napoleón III por crear espacios destinados al esparcimiento y la distracción, la ciudad de las luces goza de una geografía que incita la participación infantil en su agitada vida pública. Para niños de interior, acostumbrados a pasar largas horas frente a las pantallas de los videojuegos, o para niños que habitan en ciudades diseñadas para autos y no para peatones que, además, sufren de exceso de regulación o de problemas de seguridad, Paris puede ser todo un descubrimiento. De hecho, para esos niños Paris puede ser un regalo. En eso pensaba yo cuando, en conjunto con mi hijo Matías, decidimos pasar las vacaciones de verano en la capital francesa. Se trataba, habrá que especificarlo, del verano en que cumpliría 11 años: el final, en cierto sentido, de su propia niñez.
Los viajes pueden afianzar o destruir una relación, eso también es por todos sabido. Por eso es necesario poner algunas cuantas reglas desde el inicio. Las de Matías eran simples, aunque inapelables: nada de museos, ni de clases, ni de tours, ni de actividad alguna que pudiera parecer didáctica o académica o programada. Las mías eran todavía más simples: acatar las reglas de Matías. Se trataba después de todo, me lo repitió varias veces cuando me veía tentada a ceder a mi manía por las cosas ordenadas y los horarios, de sus vacaciones. Era su verano. ¿Y cuántas veces había visto yo niños con caras felices en el Louvre? Esta vez decidí, pues, hacerlo a su manera. Esta vez los dos nos prepararíamos, cada cual a su modo, para la adolescencia.
El primer gran acierto fue hospedarnos un par de días en el Jeu du Paume, un hotelito de apenas 31 habitaciones en la céntrica l´ile Saint Luis. Su ubicación estratégica nos permitió acometer nuestros primeros paseos sabiendo que, si nos vencía el cansancio provocado por el jet lag, podríamos encontrar con facilidad y rapidez nuestro camino de regreso. Así fue como entramos por primera vez juntos a Notre Dame. A Matías lo dejaron boquiabierto los vitrales del recinto religioso y, sobre todo, las fauces abiertas de las gárgolas, pero ambas produjeron poca mella en comparación con el gusto que expresó al presenciar las complicadísimas suertes que un grupo de patinadores urbanos, de variada extracción étnica, emprendía en el puente adyacente a la iglesia. Supe que el plan por transformarlo en un “niño de exterior” estaba surtiendo efecto cuando insistió en quedarse a ver las acrobacias que realizaba un performer callejero con fuego y música. Adquirir la resortera con luz que habría de lanzar una y otra vez a los cielos nocturnos de Paris sólo aumentó el placer de hallarse, por fin, libre al aire libre.
El Jeu du Paume nos presentó, además, otra ventaja: está justo enfrente de un expendio de helados berthillion, los tradicionales en el gusto parisino. Así fue del todo fácil convencerlo de salir una y otra vez del hotel, ya para caminar por la orilla del Sena o, a decir verdad, para dormir en las tumbonas de sus “playas”, o para escuchar conciertos de jazz sobre el puente Louis Philippe.
Mudarnos al St, Paul, un hotel en el distrito 6 que ha estado bajo el cuidado de una misma familia por ya cuatro generaciones, nos permitió merodear las calles alrededor de la muy cercana Sorbona y, sobre todo, pasear con calma en los Jardines de Luxemburgo. Nuestra tarea, entre una cosa y otra, fue descubrir la mejor crepería. Como la categoría panteón no trasgedía en sentido estricto las reglas del verano de Matías, no pude evitar leerle un cuento corto de Julio Cortázar antes de visitar su tumba en Montparnasse. La caminata nos condujo también a uno de esos grandes almacenes donde, a cambio del interludio literario, hube de adquirir la cámara fotográfica que llenó las expectativas de ambos: tenía una pantalla frente a los ojos, ciertamente, pero una ciudad entera se movía frente a ella y Matías, observador como suelen ser los niños cuando hay algo que ver, no perdió la oportunidad de llevarse consigo las fisuras, los instantes, los grafitis, los performers y las nubes de Paris.
Nos esperamos a nuestra corta estancia en el St. James Paris, un club privado pero también un chateau-hotel en el selecto distrito 16, para pagar nuestro tributo a los grandes monumentos parisinos. Aunque el buen sentido nos decía que deberíamos quedarnos a disfrutar de la amplia habitación y, por mi parte, del bar-biblioteca, hicimos bien en emprender la caminata hasta la torre Eiffel y, luego, al otro día, hasta el Arco del Triunfo. Los turistas somos una plaga, se sabe. La mañana del cumpleaños número 11 de Matías nos sorprendió frente al generoso buffet del St. James, bajo los techos altísimos de ese edificio que la familia Thiers mandó construir en 1892 para servir de residencia a estudiantes y académicos universitarios.
Desde el Louis II, un hotel de paredes cubiertas con tapiz de oro viejo y enclavado en el corazón de Saint Germain, iniciamos nuestras escapadas hacia los bosques y los parques citadinos. Por ahí también descubrió Matías lo que habría de convertirse en uno de sus mayores placeres parisinos: rentar una de las muchas bicicletas que, por un precio módico, la ciudad pone a disposición de sus habitantes y manejarla por las calles sin temor a ser arrollados. Cargando baguettes y queso, así como la insustituible botella de orangina, nos dirigimos a las orillas del canal de Saint Martin, justo a la entrada del parque de la Villette, donde compartimos más de un juego de petanca con gente del lugar. El mismo equipaje nos acompañó a las laderas del Montmartre, donde Matías, después de observar con asombro las suertes que ejecutaba un hombre con un balón de fútbol en las escaleras del Sacre Cour, tuvo a bien pronunciar su primer declaración de amor a Paris. “Una de las mejores vacaciones de mi vida”, cedió sin un ápice de presión por mi parte justo después de armarse de valor e ir por su autógrafo. En el Deux Moulins, el famoso café de Amelie en donde insistí en parar en nuestro camino de regreso, Matías pudo mostrarle su video del acróbata urbano al niño parisino que acompañaba a su padre mientras éste bebía una cerveza. La suerte o el destino nos llevó otro día al punto específico dentro de los amplios Buttes-Chaumont donde coincidiríamos con esos parisinos que hablaban español y que a bien tuvieron ofrecernos paté de hígado de cenzontle. Aunque Matías no estaba todavía listo para esa excursión culinaria, yo no pude rechazar tampoco la copa de burdeaux graves que acompañó el ofrecimiento. Alguien no muy lejos cantaba: No woman no cry.
Francois Truffaut, uno de los directores más relevantes de la nouvelle vague francesa, inició su larga carrera internacional con Les Quatre Cients Coups, un homenaje agridulce a los últimos años de una niñez. Pero esa no fue la única vez que el realizador le dedicó tiempo a la infancia. En L´argent de poche (traducida al español como La Piel Dura), Truffaut exploró las vidas de un grupo de niños (en Thiers y no en Paris, ciertamente) sin sentimentalismo alguno y sin condescendencia. “Es pavoroso pensar que los niños están en peligro siempre”, expresa la esposa del profesor Richet cuando se dan cuenta de que un niño de apenas dos años ha caído, sin aparente lesión alguna, de un noveno piso. “Eso no es verdad del todo”, asegura él. “Un adulto hubiera muerto del impacto, pero un niño no; los niños son como una roca. Tropiezan por la vida sin quedar lastimados. Ellos se encuentran en estado de gracia y eso les permite tener la piel dura. Son mucho más resistentes que nosotros”. Yo no sé, por mi parte, si esto es, en verdad, cierto; pero lo que sí sé es que me gustaría que lo fuera. En todo caso, tengo la sospecha de que el estado de gracia al que hace referencia Truffaut mucho tiene que ver con la plena apropiación de ese espacio público que es la calle donde, como bien sabían los estudiantes de mayo del 68, surge a cada rato, combativa y libertaria y gozosa, la imaginación.
--crg
Saturday, December 05, 2009
Tuesday, December 01, 2009
ARTEMIO RODRÍGUEZ
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico Milenio, sección de cultura]
Conocí a Artemio Rodríguez (Tacámbaro, 1972) hace ya bastantes años, cuando fuimos compañeros de beca del Fonca —él en artes plásticas; yo, en poesía— allá por 1999. La suerte tuvo a bien colocarnos hombro con hombro en una de esas cenas de bienvenida y, mientras todo mundo se entretenía en sesudas conversaciones intelectualosas, Artemio y yo descubríamos nuestra impar pertenencia fronteriza. Él vivía por ese entonces en Los Ángeles y yo ya tenía un par de años viviendo en San Diego, así que cuando empezó a contar la hilarante historia de su primer cruce fronterizo (a pie, de la mano de polleros, con la adrenalina que da la falta de documentos) la risa tuvo mucho de complicidad. Reí, eso sí, por unas tres o cuatro horas seguidas, y no miento si digo que fue sin parar. No tardé mucho en darme cuenta de que el mismo sentido del humor que desplegó esa noche —alharaquiento y dolido, autoreflexivo y crítico— formaba parte intrínseca de los trazos de sus grabados. Un diablo pequeñísimo detrás de la espalda cansada de un campesino. Una referencia evidente a la guerra en Irak dentro de un cuadro de apariencia bucólica. Las cartas de la lotería. A los pocos días, y con la vocación lúdica que he entendido que también lo caracteriza, aceptó llevar a cabo los dibujos de los diplomas que los poetas de esa generación del Fonca se disponían a otorgar a los ganadores de un concurso apócrifo, ciertamente, pero divertidísimo.
Volví a ver a Artemio pocos años después, cuando organicé una exposición de su obra en mi casa de San Diego. Compramos vino, retiramos muebles, colgamos cuadros sobre las blanquísimas paredes e invitamos a los que se supondrían adquirirían los grabados: profesores universitarios. Cuando la muchedumbre alcohólica hubo partido, nos dimos cuenta que habíamos sostenido charlas interesantes y bebido bien, pero que sólo uno de los famosos y pudientes profesores universitarios se había decidido a sacar el proverbial cheque de su cartera. Fracasados pero contentos, nos tiramos en el suelo a platicar de cosas. Artemio hablaba de José Guadalupe Posadas con tanto entusiasmo como del libro de estampas medievales que acababa de descubrir en casa. Hablaba de su vida en Los Ángeles, es cierto, pero más todavía del paisaje rural de Michoacán. Decía, desde entonces, que regresaría. Ya en la mañana y antes de partir se dio a la tarea de plantar un cactus pequeñito en el jardín delantero de la casa. Creció tanto con el paso de los años que, no hace mucho, tuve que ordenar una poda radical.
Los años, como dicen los narradores, siguieron pasando. Y Artemio no se volvió a presentar en mi casa fronteriza hasta que no volví a tener casa en la frontera. Organizaba una cena con amigos en Tijuana, y Artemio, como se dice, pasaba por ahí. Trajo ejemplos de su trabajo más reciente, y la charla que solía concentrarse en los avatares de los mexicanos en Los Ángeles, ahora se deslizó hacia el sur, hacia ese lugar en Michoacán donde se esfuerza por establecer El Huerto, un taller de grabado y un centro cultural al mismo tiempo. Trajo también algunos de los libros que publica en La Mano Press, su taller-imprenta, y hasta el juego de cartas de lotería que a bien tuvo regalar a Matías, mi hijo. Esa fue una de las últimas noches que Yvonne Venegas, mi fotógrafa favorita, pasó en Tijuana antes de mudarse en definitiva a la Ciudad de México. Los grandes, grandísimos ojos de Lya, su hija, alumbraron la velada y ampararon la conversación.
Hace todavía menos tiempo Artemio me anunció que venía otra vez a San Diego. Esta vez llegaba al lugar que se ha ganado con el trabajo propio y el talento propio y el esfuerzo propio: las paredes del Museo de Arte de San Diego. Decir que fue gusto lo que me dio al ver ahí El Triunfo de la Muerte, el inmenso grabado que Artemio llevó a cabo durante una estancia en un prestigioso taller ubicado en Hawai donde plasma su visión carnal y estentórea, feroz y carcajienta del mundo contemporáneo, es decir poca cosa.
Las dimensiones son justas para acomodar una visión que es abarcativa (se me antoja aquí la palabra imperial, pero como que no va), moviéndose con singular flexibilidad del pasado más remoto hasta el presente de pacotilla. Los muertos se levantan de sus tumbas, efectivamente, para atormentar a los vivos. Y los vivos no se quedan atrás. Un contingente de esqueletos alza pancartas que invitan a la avaricia, el consumo, la envidia, la explotación. Un tambo de petróleo trae una vez más el tema de la guerra de nuestros tiempos a colación. Los hombres de a caballo de su grabado, como tantos hombres de la vida real, se sirven del sexo y de los recursos y del esfuerzo de las mujeres que yacen sobre el camino. Un perro le muerde los talones a un niño que huye, despavorido. Entre Brueghel y el Bosco y Posadas, la muerte que Artemio graba es, sin embargo, eminentemente fronteriza y contemporánea. Es la muerte de hoy. La muerte que nos toca.
Pero Artemio, justo como aquella noche de becarios, también me volvió a hacer reír con los chaneques —esa gente menuda— que roba burros por las noches, y con los trazos que llenan la superficie del Grafico Móvil, el vehículo del 47 convertido en pieza de arte y estudio sobre ruedas. ME VES Y SUFRES. Sus relaciones con la literatura son bien conocidas —recuerdo que aquella noche de la expo en mi casa mostró también los grabados con los que había ilustrado Woodcuts of Women, el libro de relatos de Dagoberto Gilb— y el trabajo que ha hecho con las escenas cotidianas que José Rubén Romero describió en Tacámbaro forman ya una especie de haikús del grabado.
Me da gusto ver el ir y venir de Artemio por la frontera, moviéndose con tanta ligereza por las orillas de Los Ángeles como por las lomas del “rancho”, como le llama a su espacio en Michoacán. Me da gusto que su visión siga tan fresca y crítica, tan lúdica y pertinaz como la que descubrí una noche de mucha risa tantos años atrás. Me da un gusto enorme comprobar que este mundo no sólo le pertenece a los advenedizos del odio y los oportunistas de ocasión, sino que está aquí, entre gente de bien, gente de trabajo, gente de lucha que sabe reír y reunirse a platicar y, por supuesto, brindar. ¡Salud!
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico Milenio, sección de cultura]
Conocí a Artemio Rodríguez (Tacámbaro, 1972) hace ya bastantes años, cuando fuimos compañeros de beca del Fonca —él en artes plásticas; yo, en poesía— allá por 1999. La suerte tuvo a bien colocarnos hombro con hombro en una de esas cenas de bienvenida y, mientras todo mundo se entretenía en sesudas conversaciones intelectualosas, Artemio y yo descubríamos nuestra impar pertenencia fronteriza. Él vivía por ese entonces en Los Ángeles y yo ya tenía un par de años viviendo en San Diego, así que cuando empezó a contar la hilarante historia de su primer cruce fronterizo (a pie, de la mano de polleros, con la adrenalina que da la falta de documentos) la risa tuvo mucho de complicidad. Reí, eso sí, por unas tres o cuatro horas seguidas, y no miento si digo que fue sin parar. No tardé mucho en darme cuenta de que el mismo sentido del humor que desplegó esa noche —alharaquiento y dolido, autoreflexivo y crítico— formaba parte intrínseca de los trazos de sus grabados. Un diablo pequeñísimo detrás de la espalda cansada de un campesino. Una referencia evidente a la guerra en Irak dentro de un cuadro de apariencia bucólica. Las cartas de la lotería. A los pocos días, y con la vocación lúdica que he entendido que también lo caracteriza, aceptó llevar a cabo los dibujos de los diplomas que los poetas de esa generación del Fonca se disponían a otorgar a los ganadores de un concurso apócrifo, ciertamente, pero divertidísimo.
Volví a ver a Artemio pocos años después, cuando organicé una exposición de su obra en mi casa de San Diego. Compramos vino, retiramos muebles, colgamos cuadros sobre las blanquísimas paredes e invitamos a los que se supondrían adquirirían los grabados: profesores universitarios. Cuando la muchedumbre alcohólica hubo partido, nos dimos cuenta que habíamos sostenido charlas interesantes y bebido bien, pero que sólo uno de los famosos y pudientes profesores universitarios se había decidido a sacar el proverbial cheque de su cartera. Fracasados pero contentos, nos tiramos en el suelo a platicar de cosas. Artemio hablaba de José Guadalupe Posadas con tanto entusiasmo como del libro de estampas medievales que acababa de descubrir en casa. Hablaba de su vida en Los Ángeles, es cierto, pero más todavía del paisaje rural de Michoacán. Decía, desde entonces, que regresaría. Ya en la mañana y antes de partir se dio a la tarea de plantar un cactus pequeñito en el jardín delantero de la casa. Creció tanto con el paso de los años que, no hace mucho, tuve que ordenar una poda radical.
Los años, como dicen los narradores, siguieron pasando. Y Artemio no se volvió a presentar en mi casa fronteriza hasta que no volví a tener casa en la frontera. Organizaba una cena con amigos en Tijuana, y Artemio, como se dice, pasaba por ahí. Trajo ejemplos de su trabajo más reciente, y la charla que solía concentrarse en los avatares de los mexicanos en Los Ángeles, ahora se deslizó hacia el sur, hacia ese lugar en Michoacán donde se esfuerza por establecer El Huerto, un taller de grabado y un centro cultural al mismo tiempo. Trajo también algunos de los libros que publica en La Mano Press, su taller-imprenta, y hasta el juego de cartas de lotería que a bien tuvo regalar a Matías, mi hijo. Esa fue una de las últimas noches que Yvonne Venegas, mi fotógrafa favorita, pasó en Tijuana antes de mudarse en definitiva a la Ciudad de México. Los grandes, grandísimos ojos de Lya, su hija, alumbraron la velada y ampararon la conversación.
Hace todavía menos tiempo Artemio me anunció que venía otra vez a San Diego. Esta vez llegaba al lugar que se ha ganado con el trabajo propio y el talento propio y el esfuerzo propio: las paredes del Museo de Arte de San Diego. Decir que fue gusto lo que me dio al ver ahí El Triunfo de la Muerte, el inmenso grabado que Artemio llevó a cabo durante una estancia en un prestigioso taller ubicado en Hawai donde plasma su visión carnal y estentórea, feroz y carcajienta del mundo contemporáneo, es decir poca cosa.
Las dimensiones son justas para acomodar una visión que es abarcativa (se me antoja aquí la palabra imperial, pero como que no va), moviéndose con singular flexibilidad del pasado más remoto hasta el presente de pacotilla. Los muertos se levantan de sus tumbas, efectivamente, para atormentar a los vivos. Y los vivos no se quedan atrás. Un contingente de esqueletos alza pancartas que invitan a la avaricia, el consumo, la envidia, la explotación. Un tambo de petróleo trae una vez más el tema de la guerra de nuestros tiempos a colación. Los hombres de a caballo de su grabado, como tantos hombres de la vida real, se sirven del sexo y de los recursos y del esfuerzo de las mujeres que yacen sobre el camino. Un perro le muerde los talones a un niño que huye, despavorido. Entre Brueghel y el Bosco y Posadas, la muerte que Artemio graba es, sin embargo, eminentemente fronteriza y contemporánea. Es la muerte de hoy. La muerte que nos toca.
Pero Artemio, justo como aquella noche de becarios, también me volvió a hacer reír con los chaneques —esa gente menuda— que roba burros por las noches, y con los trazos que llenan la superficie del Grafico Móvil, el vehículo del 47 convertido en pieza de arte y estudio sobre ruedas. ME VES Y SUFRES. Sus relaciones con la literatura son bien conocidas —recuerdo que aquella noche de la expo en mi casa mostró también los grabados con los que había ilustrado Woodcuts of Women, el libro de relatos de Dagoberto Gilb— y el trabajo que ha hecho con las escenas cotidianas que José Rubén Romero describió en Tacámbaro forman ya una especie de haikús del grabado.
Me da gusto ver el ir y venir de Artemio por la frontera, moviéndose con tanta ligereza por las orillas de Los Ángeles como por las lomas del “rancho”, como le llama a su espacio en Michoacán. Me da gusto que su visión siga tan fresca y crítica, tan lúdica y pertinaz como la que descubrí una noche de mucha risa tantos años atrás. Me da un gusto enorme comprobar que este mundo no sólo le pertenece a los advenedizos del odio y los oportunistas de ocasión, sino que está aquí, entre gente de bien, gente de trabajo, gente de lucha que sabe reír y reunirse a platicar y, por supuesto, brindar. ¡Salud!
--crg
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