BAJO LAS FRONDAS DE LOS ÁRBOLES
No quedó piedra sobre piedra.
Tembló y al minuto el mar entró en nuestra casa
nos llegó hasta el cuello. Abracé
a mi hija y le dije: resiste.
Iloca. Como pudimos
mi nombre es Eloísa Fuensalida
arrancamos por el fango hacia las montañas.
No se sabe cuántos murieron.
La liberación de energía en el curso de una reorganización brusca de materiales de la corteza terrestre al superar el estado de equilibrio mecánico.
El mar se llevó los autos, las casas, todo, todo.
Estos escombros eran una iglesia
se llamaba El Buen Pastor. Teníamos misa
hoy.
No estamos hablando de estado de catástrofe como estado constitucional, estamos hablando de zonas afectadas por catástrofe lo que significa, desde el punto de visita de las facultades institucionales para responder a la crisis… que se entregan recursos extraordinarios y atribuciones extraordinarias (para esas localidades).
Los niños, cubiertos de polvo
miraban hacia todas partes desde las cunetas, abrazados
a sus peluches, o a sus familiares.
Ante la emergencia, las autoridades decidieron decretar
toque de queda
para evitar el pillaje y los saqueos.
El primer terremoto del que se tenga referencia ocurrió en China en el año 1177 A de C.
No puedo hablar, no puedo hablar.
En la Historia de Europa el primer terremoto aparece mencionado en el año 580 A de C, pero el primero claramente descrito data de mediados del siglo XVI.
La situación en los pobladas costeros augura un desastre mayor.
Las radios locales repiten llamadas de personas buscando
familiares
y decenas de oyentes confirman la presencia
de olas gigantes.
Los terremotos más antiguos conocidos en América ocurrieron en México, a fines del siglo XIV y en Perú en 1741, aunque no se tiene una clara descripción de sus efectos.
Sólo se salvaron los que se subieron a los árboles.
XII Destrucción total. Ondas visibles sobre el terreno. Perturbaciones de las cotas de nivel (ríos, lagos y mares). Objetos lanzados en el aire hacia arriba.
Cientos de casas inundadas. Cientos
de olas, de muertes.
Crisis de la ficción: islas que desaparecen, icebergs errantes, ciudades en ruinas.
Las aves negras sobre todo eso.
--crg
Sunday, February 28, 2010
Saturday, February 27, 2010
UNA MUJER QUE SABE LO QUE QUIERE
Siempre me ha llamado la atención la manera en que algunos personajes femeninos de Rulfo--especialmente en Pedro Páramo, aunque no sólo ahí--expresan su deseo. Suelen ser directas, carnales, imperativas. Véase si no. Estamos dentro de una de las páginas de la novela. Dentro de un cuarto sin techos La Incestuosa y Juan Preciado hablan. Donis, el hermano, se ha marchado ya. Esto es lo que se oye desde allá adentro:
"Ella me dijo: --Donis no volverá. Se lo noté en los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para irse. Ahora tú te encargarás de cuidarme. ¿O qué no quieres cuidarme? Vente a dormir aquí conmigo."
Recalco: ¿O qué no quieres cuidarme?
"-Aquí estoy bien.
-Es mejor que te subas a la cama. Allí te comerán las turicatas.
Entonces fui y me acosté con ella."
I rest my case.
--crg
Siempre me ha llamado la atención la manera en que algunos personajes femeninos de Rulfo--especialmente en Pedro Páramo, aunque no sólo ahí--expresan su deseo. Suelen ser directas, carnales, imperativas. Véase si no. Estamos dentro de una de las páginas de la novela. Dentro de un cuarto sin techos La Incestuosa y Juan Preciado hablan. Donis, el hermano, se ha marchado ya. Esto es lo que se oye desde allá adentro:
"Ella me dijo: --Donis no volverá. Se lo noté en los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para irse. Ahora tú te encargarás de cuidarme. ¿O qué no quieres cuidarme? Vente a dormir aquí conmigo."
Recalco: ¿O qué no quieres cuidarme?
"-Aquí estoy bien.
-Es mejor que te subas a la cama. Allí te comerán las turicatas.
Entonces fui y me acosté con ella."
I rest my case.
--crg
Wednesday, February 24, 2010
CUANDO SALÍ DEL TÚNEL LA MAÑANA ERA SÓLO MEDIO GRIS
Esta vez sí, murmura, y oprime el timbre con suavidad.
Se ha tocado el cabello (es un tic), se ha mordido los labios. Luego, cuando la perilla ha dado la vuelta, ha parpadeado. Dos, tres veces.
El silencio suele ser una boa adusta que se muerde la cola, oblicuamente.
"Ya tu cuerpo comprende lo que significa ser tu cuerpo", dice él. "Cuídate, chiquita", añade.
"I just want to take the pill", dice ella.
--crg
Esta vez sí, murmura, y oprime el timbre con suavidad.
Se ha tocado el cabello (es un tic), se ha mordido los labios. Luego, cuando la perilla ha dado la vuelta, ha parpadeado. Dos, tres veces.
El silencio suele ser una boa adusta que se muerde la cola, oblicuamente.
"Ya tu cuerpo comprende lo que significa ser tu cuerpo", dice él. "Cuídate, chiquita", añade.
"I just want to take the pill", dice ella.
--crg
Tuesday, February 23, 2010
EL BESO
Colocó la mano tras mi nuca y luego jaló con fuerza. La lengua, una cosa suave y dúctil entre los labios. Una cosa roja. El aliento y el sudor: ese leve ruido.
El estremecimiento que provoca la segunda mano sobre la mandíbula, abierta. El quehacer de los labios. Succionar. Introducir. Merodear. El loco latir del corazón y el gemido, instantáneo.
La palabra comisura. La frase: dedo que remonta. Esto es un diente, callado. El verbo morder. El verbo lamer. Los sinónimos: absorber, aspirar, beber.
Los labios sobre los ojos, la frente, las sienes. Los labios rosas y suaves sobre las orejas. Los labios sobre el cuello, el hombro, la clavícula. El sutil azoro de la cabellera. El rubor de las muelas.
--crg
Colocó la mano tras mi nuca y luego jaló con fuerza. La lengua, una cosa suave y dúctil entre los labios. Una cosa roja. El aliento y el sudor: ese leve ruido.
El estremecimiento que provoca la segunda mano sobre la mandíbula, abierta. El quehacer de los labios. Succionar. Introducir. Merodear. El loco latir del corazón y el gemido, instantáneo.
La palabra comisura. La frase: dedo que remonta. Esto es un diente, callado. El verbo morder. El verbo lamer. Los sinónimos: absorber, aspirar, beber.
Los labios sobre los ojos, la frente, las sienes. Los labios rosas y suaves sobre las orejas. Los labios sobre el cuello, el hombro, la clavícula. El sutil azoro de la cabellera. El rubor de las muelas.
--crg
EL DIVINO DESOLLADOR
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Primera Confesión: Siempre me gustaron los títulos de las obras de Max Ernst. En algunas ocasiones llegué incluso a pensar que las veía con cuidadosa atención, que las observaba en todo detalle, nada más para postergar el instante en que descubriría el nombre de las mismas. El asunto era que las palabras con que Ernst terminaba sus pinturas o sus collages o fotomontajes no describían las obras en cuestión, sino que más bien las trastocaban, subvirtiéndolas por dentro. Me desdigo: los títulos no terminaban las obras, sino que las continuaban pero de otra manera, convirtiéndolas así en lo que eran: dos en lugar de una, o una, pero multiplicada en muchas. Ha sido por eso y no por otra cosa que suelo pensar en Ernst como un autor narrativo. Mis pobres evidencias no sólo incluían sus dotes como titulador, sino también, acaso sobre todo, esa sapiencia para sugerir el desarrollo de una historia plural y frágil del mero choque generado entre la palabra y la imagen. Yuxtaponer es el nombre del juego. Y el juego, por supuesto, no es una narrativa lineal.
UN FANTASMA METICULOSO EN EXCESO
Segunda Confesión: Encuentro miles de posibilidades en frases como: “El imán asociativo de lo insólito”. Pienso en la alucinación, por supuesto, y luego, de inmediato, en la labor crítica de la epifanía. Pienso en el sueño; pero sobre todo en la revelación de la pesadilla. Pienso en los recortes de la realidad que, al mostrarla en pedazos, no pueden sino de-mostrarla en la denuncia. He ahí la cuestión técnica del collage y el fotomontaje; y he ahí también la cuestión filosófica de su quehacer. Ver en pedazos es, literalmente, ver en pedazos. Ver en destrucción es, por necesidad, ver insólita, críticamente. Así nos obliga a ver el Desollador, ese Divino. Ver en las elipsis; completar o zambullirse en los puntos suspensivos del cosmos. Re-encuadrar. Las palabras de Ernst fueron, en cambio. “La explotación sistemática de la coincidencia casual, o artificialmente provocada, de dos o más realidades de diferente naturaleza sobre un plan en apariencia inapropiado… y el chispazo de poesía, que salta al producirse el acercamiento de esas realidades”. Faltó mencionar la violencia. Falta la presencia del tajo. Y la sangre. Y el grito o el susurro, que laten.
HE AQUÍ LA SED QUE ME CORRESPONDE
Tercera Confesión: Estoy leyendo las tres novelas gráficas que Max Ernst publicó entre 1929 y 1935, a saber, La mujer 100 cabezas, Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo y Una semana de bondad. Leo con una calma que no me asegura el traslado en avión ni la frenética búsqueda de un equipaje que parece andar extraviado. Leo con la calma, pues, de quien aguarda, engatusando, el momento de la trepidante manifestación de la epifanía. La pesadilla atroz. La puerta.
ARRASTRADA POR EL SILENCIO, UN APUERTA SE ABRE HACIA ATRÁS
Los datos: Los collages de Max Ernst fueron sobre todo emblemáticos hasta el inicio de la segunda década del siglo XX. Más tarde tomaron un cariz más narrativo, coincidiendo con los tiempos en que se inventaba el cine sonoro y se reunían las tiras cómicas en las así llamadas historietas. Por la misma época aparecieron también las novelas gráficas de Lyn Ward, God’s Man, publicada en 1929, y He Done Her Wrong, de Milton Gross, que vio la luz en 1930. El método ernstiano, el cual dio pie a la elaboración de las novelas publicadas por Atalanta en el 2008 y epilogadas con mucha claridad por Juan Antonio Ramírez, se basa al menos tres momentos distintivos: la yuxtaposición de los personajes y las cosas, su ubicación en un escenario, y la incorporación de un anclaje verbal. Ernst trabajó con imágenes extraídas de antiguos grabados en madera. También hizo buen uso de manuales didácticos y de publicaciones de divulgación científica, sin dejar de prestar atención a las ilustraciones de relatos bíblicos y cuentos épicos, así como viejos folletines novelescos. Sus readymades se confabulan para producir esas habitaciones abigarradas, esas alas de espanto o asombro, esa agua que fluye, inundando. Sus mujeres desnudas y tenues. Sus monstruos.
TODOS MIS COLIBRÍES TIENEN UNA COARTADA Y MI CUERPO SE CUBRE DE CIEN VIRTUDES PROFUNDAS
Las novelas, como bien lo apunta el epilogador Juan Antonio Ramírez, se deslizan sobre una estructura hecha de círculos concéntricos: “Este procedimiento narrativo puede compararse a un sistema solar, con los collages de cada capítulo girando a distinta velocidad en torno a una o varias imágenes que constituirán el núcleo temático predominante de esa parte de la historia. La agrupación de cada uno de estos sistemas en otro más amplio daría lugar al relato total”. Hay, en cada una de las novelas, pues, una anécdota. Hay, en efecto, ese “significado que se desdobla en el tiempo”. El desdoblamiento, sin embargo, no aclara tanto como sugiere. El lector adivina, enlaza, concatena. “Como cuando miramos lo que sucede a través de una cerradura”, así se leen.
PERO ¿POR QUÉ SE MODELA UN CUERPO DE ATLETA? ¿POR QUÉ SE UNTA DE UNA BABA VISCOSA? LA CABELLERA: “PARA ESTRANGULARTE MEJOR, HIJA MÍA”.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Primera Confesión: Siempre me gustaron los títulos de las obras de Max Ernst. En algunas ocasiones llegué incluso a pensar que las veía con cuidadosa atención, que las observaba en todo detalle, nada más para postergar el instante en que descubriría el nombre de las mismas. El asunto era que las palabras con que Ernst terminaba sus pinturas o sus collages o fotomontajes no describían las obras en cuestión, sino que más bien las trastocaban, subvirtiéndolas por dentro. Me desdigo: los títulos no terminaban las obras, sino que las continuaban pero de otra manera, convirtiéndolas así en lo que eran: dos en lugar de una, o una, pero multiplicada en muchas. Ha sido por eso y no por otra cosa que suelo pensar en Ernst como un autor narrativo. Mis pobres evidencias no sólo incluían sus dotes como titulador, sino también, acaso sobre todo, esa sapiencia para sugerir el desarrollo de una historia plural y frágil del mero choque generado entre la palabra y la imagen. Yuxtaponer es el nombre del juego. Y el juego, por supuesto, no es una narrativa lineal.
UN FANTASMA METICULOSO EN EXCESO
Segunda Confesión: Encuentro miles de posibilidades en frases como: “El imán asociativo de lo insólito”. Pienso en la alucinación, por supuesto, y luego, de inmediato, en la labor crítica de la epifanía. Pienso en el sueño; pero sobre todo en la revelación de la pesadilla. Pienso en los recortes de la realidad que, al mostrarla en pedazos, no pueden sino de-mostrarla en la denuncia. He ahí la cuestión técnica del collage y el fotomontaje; y he ahí también la cuestión filosófica de su quehacer. Ver en pedazos es, literalmente, ver en pedazos. Ver en destrucción es, por necesidad, ver insólita, críticamente. Así nos obliga a ver el Desollador, ese Divino. Ver en las elipsis; completar o zambullirse en los puntos suspensivos del cosmos. Re-encuadrar. Las palabras de Ernst fueron, en cambio. “La explotación sistemática de la coincidencia casual, o artificialmente provocada, de dos o más realidades de diferente naturaleza sobre un plan en apariencia inapropiado… y el chispazo de poesía, que salta al producirse el acercamiento de esas realidades”. Faltó mencionar la violencia. Falta la presencia del tajo. Y la sangre. Y el grito o el susurro, que laten.
HE AQUÍ LA SED QUE ME CORRESPONDE
Tercera Confesión: Estoy leyendo las tres novelas gráficas que Max Ernst publicó entre 1929 y 1935, a saber, La mujer 100 cabezas, Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo y Una semana de bondad. Leo con una calma que no me asegura el traslado en avión ni la frenética búsqueda de un equipaje que parece andar extraviado. Leo con la calma, pues, de quien aguarda, engatusando, el momento de la trepidante manifestación de la epifanía. La pesadilla atroz. La puerta.
ARRASTRADA POR EL SILENCIO, UN APUERTA SE ABRE HACIA ATRÁS
Los datos: Los collages de Max Ernst fueron sobre todo emblemáticos hasta el inicio de la segunda década del siglo XX. Más tarde tomaron un cariz más narrativo, coincidiendo con los tiempos en que se inventaba el cine sonoro y se reunían las tiras cómicas en las así llamadas historietas. Por la misma época aparecieron también las novelas gráficas de Lyn Ward, God’s Man, publicada en 1929, y He Done Her Wrong, de Milton Gross, que vio la luz en 1930. El método ernstiano, el cual dio pie a la elaboración de las novelas publicadas por Atalanta en el 2008 y epilogadas con mucha claridad por Juan Antonio Ramírez, se basa al menos tres momentos distintivos: la yuxtaposición de los personajes y las cosas, su ubicación en un escenario, y la incorporación de un anclaje verbal. Ernst trabajó con imágenes extraídas de antiguos grabados en madera. También hizo buen uso de manuales didácticos y de publicaciones de divulgación científica, sin dejar de prestar atención a las ilustraciones de relatos bíblicos y cuentos épicos, así como viejos folletines novelescos. Sus readymades se confabulan para producir esas habitaciones abigarradas, esas alas de espanto o asombro, esa agua que fluye, inundando. Sus mujeres desnudas y tenues. Sus monstruos.
TODOS MIS COLIBRÍES TIENEN UNA COARTADA Y MI CUERPO SE CUBRE DE CIEN VIRTUDES PROFUNDAS
Las novelas, como bien lo apunta el epilogador Juan Antonio Ramírez, se deslizan sobre una estructura hecha de círculos concéntricos: “Este procedimiento narrativo puede compararse a un sistema solar, con los collages de cada capítulo girando a distinta velocidad en torno a una o varias imágenes que constituirán el núcleo temático predominante de esa parte de la historia. La agrupación de cada uno de estos sistemas en otro más amplio daría lugar al relato total”. Hay, en cada una de las novelas, pues, una anécdota. Hay, en efecto, ese “significado que se desdobla en el tiempo”. El desdoblamiento, sin embargo, no aclara tanto como sugiere. El lector adivina, enlaza, concatena. “Como cuando miramos lo que sucede a través de una cerradura”, así se leen.
PERO ¿POR QUÉ SE MODELA UN CUERPO DE ATLETA? ¿POR QUÉ SE UNTA DE UNA BABA VISCOSA? LA CABELLERA: “PARA ESTRANGULARTE MEJOR, HIJA MÍA”.
--crg
Monday, February 22, 2010
CONFIGURACIÓN
Un fragmento no es una ruina, es un germen. Los frutos de Nelumbo nucifera (planta acuática de la familia de las Nymphaceas) obtenidos de ejemplares de herbario han germinado después de estar almacenados durante 100-200 años. Toda dicción humana es siempre figuración.
La dificultad ontológica rompe el contrato entre el autor y el lector al hacer este último preguntas vacías. Semillas de esta especie encontradas en una zona pantanosa (en condiciones anaeróbicas, ausencia de oxígeno) de China germinaron después de haber permanecido enterradas durante 340 a 430 años. Los Nuevos Vándalos, los Hoolingans de Ensueño, los Profanadores de Manos Íntimas, los Ladrones de Bisutería. Se ha informado de la existencia de semillas viables de esta misma especie después de más de 1 000 años de enterramiento, aunque ésto último no ha sido corroborado. Espesura te estás por/ romper; suelta/ tu intangible. El fragmento es una ruina y un germen. Lo que uno podría saber: siempre menos de lo que el lenguaje podría decir.
--crg
Un fragmento no es una ruina, es un germen. Los frutos de Nelumbo nucifera (planta acuática de la familia de las Nymphaceas) obtenidos de ejemplares de herbario han germinado después de estar almacenados durante 100-200 años. Toda dicción humana es siempre figuración.
La dificultad ontológica rompe el contrato entre el autor y el lector al hacer este último preguntas vacías. Semillas de esta especie encontradas en una zona pantanosa (en condiciones anaeróbicas, ausencia de oxígeno) de China germinaron después de haber permanecido enterradas durante 340 a 430 años. Los Nuevos Vándalos, los Hoolingans de Ensueño, los Profanadores de Manos Íntimas, los Ladrones de Bisutería. Se ha informado de la existencia de semillas viables de esta misma especie después de más de 1 000 años de enterramiento, aunque ésto último no ha sido corroborado. Espesura te estás por/ romper; suelta/ tu intangible. El fragmento es una ruina y un germen. Lo que uno podría saber: siempre menos de lo que el lenguaje podría decir.
--crg
Sunday, February 21, 2010
EL INICIO DE LA REALIDAD
Faltan los zapatos aquí; el eco que producen en la noche vacía. Faltan las voces que, sonámbulas, señalan la presencia ondulante del humo. Falta el azoro. El reconocimiento, hondo como el túnel de donde procede. Esa cierta apagada risa. Falta el momento del flash, esto: el inicio de la realidad.
--crg
Faltan los zapatos aquí; el eco que producen en la noche vacía. Faltan las voces que, sonámbulas, señalan la presencia ondulante del humo. Falta el azoro. El reconocimiento, hondo como el túnel de donde procede. Esa cierta apagada risa. Falta el momento del flash, esto: el inicio de la realidad.
--crg
Tuesday, February 16, 2010
MIS HORAS CON LAS HORMIGAS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace no mucho, una persona que no conozco me envió, también por razones desconocidas, un mensaje en el que hablaba de hormigas. En realidad, para ser precisa, el desconocido no “hablaba” de hormigas en el mensaje. Lo que hacía era copiar un párrafo completo de un libro del escritor francés LeClezio, el cual incluía una descripción bastante dramática del quehacer cotidiano de estos insectos. El mensaje concluía con alguna nota críptica acerca de una fobia padecida por mucho tiempo y unos cuantos comentarios dispersos en los que se creaba un paralelo entre las hormigas y las ciudades contemporáneas. Algo así creo recordar en todo caso. Dejar el mensaje de lado fue fácil, quiero decir, pero no el tema que había conminado a su emisor a saltar del libro de LeClezio al teclado con algo que, a la distancia, todavía tiene el sello de alguna inefable urgencia o fantasía.
Bajo la influencia de ese mensaje recordé, por ejemplo, el gran hormiguero que aterraba a los estudiantes de una de las muchas escuelas primarias a las que asistí. Creo rememorar que ésta se encontraba en el norte, un lugar de veranos fieros. El hormiguero, que dominaba el patio trasero de una escuela semi-rural, no sólo era motivo de intensa curiosidad y callado escrutinio entre los avezados que se atrevían a aproximarse, sino que también constituía el eje de una serie de ensoñaciones más bien sadomasoquistas entre los estudiantes. ¿No era casi una leyenda la historia de la maestra cruel que castigaba a los estudiantes obligándolos a arrodillarse por horas enteras sobre el hormiguero manteniendo, además, los brazos en cruz? La imagen aún ahora me resulta delirante, pero la primera vez que la escuché no pude dejar de mirar a la maestra del caso —una mujer ya no tan joven que, además de usar minifalda, definía las cejas con la presteza de un látigo y adornaba la parte superior de su cabeza con una restiradísima cola de caballo— con justificado temor. Si la pregunta era si yo estaba dispuesta a creer que la mujer sería capaz de una crueldad así, mi callada respuesta fue, desde el principio, una resonante afirmación. Nunca, sin embargo, me tocó presenciar tan inclemente pena. Lo que sí veía por horas enteras era el ir y venir de las hormigas, desde el agujero ignoto del hormiguero hasta los sitios donde encontraban lo que andaban buscando: pedazos de hojas, semillas, fragmentos de objetos pequeñísimos, presas. Me gustaba, a veces, después de horas de inmóvil observación, trazarles nuevos caminos con la ayuda de alguna rama y ver su desconcierto. Me gustaba colocar obstáculos en su camino o buscar una piedra que pudiera tapar la entrada su hogar subterráneo. Hacía esas cosas nada más para comprobar su tenacidad y su reciedumbre, supongo, porque las hormigas siempre se salían con la suya. Poco a poco, con una parsimonia que tenía que ver más con la confianza en sí mismas que con la lentitud, las hormigas recuperaban el camino, avanzaban alrededor o sobre los obstáculos y escarbaban alrededor de la roca que de manera por demás efímera había cubierto la entrada de su hormiguero.
Pero luego vinieron a la memoria, por supuesto, las escenas de Marabunta, aquella película que convierte una de las características básicas de las hormigas —su sentido de la cooperación dentro de una sociedad altamente estratificada que se dedica con ahínco a sobrevivir el invierno, por ejemplo— para retratar el miedo atroz del imperialista ante una naturaleza (extranjera) que no puede controlar. No recuerdo quién la dirigió ni los actores que trabajaron en ella (aunque una rápida búsqueda en google me dice que la película data de 1954 y que el actor principal fue Charlton Heston), pero recordé a la perfección las horrísonas escenas en que el contingente de hormigas, vulnerables por separado, transforman su socialidad en una arma letal. La moraleja: el imperialista que intentó trasladar su civilización a la selva se verá derrotado ante la acción conjunta de los pequeños bichos mancomunados. La sutileza, como se sabe, no fue una característica formidable de los años 50.
Luego, como si las relaciones desiguales del imperialismo estuvieran de alguna e íntima forma relacionadas con el desequilibrio que produce, o del que parte, el deseo, recordé los versos que López Velarde les dedica a las hormigas, ese “encono en [sus] venas voraces”. Hay un hormigueo dentro del cuerpo y otro, tal vez más agudo, dentro de los versos, cuando el poeta anota las detalles de una boca: “y tu boca, que es cifra de eróticos denuedos,/ tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno/ tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo/ como réproba llama saliéndose del horno”. El barullo de cosa diminuta que en la película era motivo de angustia si no es que de puro terror, se transforma en la pluma de Velarde en algo poderoso, ciertamente, pero suave. Ya ha dicho Velarde que sus “hormigas… han de huir de mis pobres y trabajados dedos” cuando le ruega a la Amada que las deje hacer, a esas hormigas, algo cerca o en la proximidad de su boca: “Antes de que deserten mis hormigas, Amada/ déjalas caminar camino de tu boca”.
Pero tal vez no guardo en mi memoria recuerdo más punzante de hormiguero alguno como el que crecía dentro de la casa del personaje de Zapatos Italianos, una de las novelas de Henning Mankell. El hombre había vivido ya 12 años solo, en una remota isla de perenne invierno, cuando se materializa esa mujer que, tiempo atrás, él había abandonado. La mujer lo busca porque está a punto de morir y porque, en esas circunstancias, desea que el hombre le cumpla una promesa: visitar un lago. La realización de la promesa los lleva a los dos a un viaje en el que se aparecen, entre otros tantos seres, una hija cuya existencia él desconocía, una colección de chicas heridas y salvajes, los habitantes de bosques tan remotos que producen su propio lenguaje. Al final, la mujer va a morir en la casa del hombre, justo en la habitación donde pervive un hormiguero. La escena, por sí misma, es desconcertante. Pero lo resulta aún más cuando, ya fallecida ella, el hombre decide deshacerse del hormiguero sólo para encontrar, dentro de ese laberinto, una botella con un mensaje también dentro: “Hasta aquí llegamos tú y yo”, había escrito ella detrás de una vieja fotografía. “No más lejos”, añade el sobreviviente, “pero hasta aquí habríamos llegado tú y yo”. El cambio de tiempo verbal sólo añade una pizca de sal a la melancolía de toda esa escena de por sí poblada ya de hormigas.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace no mucho, una persona que no conozco me envió, también por razones desconocidas, un mensaje en el que hablaba de hormigas. En realidad, para ser precisa, el desconocido no “hablaba” de hormigas en el mensaje. Lo que hacía era copiar un párrafo completo de un libro del escritor francés LeClezio, el cual incluía una descripción bastante dramática del quehacer cotidiano de estos insectos. El mensaje concluía con alguna nota críptica acerca de una fobia padecida por mucho tiempo y unos cuantos comentarios dispersos en los que se creaba un paralelo entre las hormigas y las ciudades contemporáneas. Algo así creo recordar en todo caso. Dejar el mensaje de lado fue fácil, quiero decir, pero no el tema que había conminado a su emisor a saltar del libro de LeClezio al teclado con algo que, a la distancia, todavía tiene el sello de alguna inefable urgencia o fantasía.
Bajo la influencia de ese mensaje recordé, por ejemplo, el gran hormiguero que aterraba a los estudiantes de una de las muchas escuelas primarias a las que asistí. Creo rememorar que ésta se encontraba en el norte, un lugar de veranos fieros. El hormiguero, que dominaba el patio trasero de una escuela semi-rural, no sólo era motivo de intensa curiosidad y callado escrutinio entre los avezados que se atrevían a aproximarse, sino que también constituía el eje de una serie de ensoñaciones más bien sadomasoquistas entre los estudiantes. ¿No era casi una leyenda la historia de la maestra cruel que castigaba a los estudiantes obligándolos a arrodillarse por horas enteras sobre el hormiguero manteniendo, además, los brazos en cruz? La imagen aún ahora me resulta delirante, pero la primera vez que la escuché no pude dejar de mirar a la maestra del caso —una mujer ya no tan joven que, además de usar minifalda, definía las cejas con la presteza de un látigo y adornaba la parte superior de su cabeza con una restiradísima cola de caballo— con justificado temor. Si la pregunta era si yo estaba dispuesta a creer que la mujer sería capaz de una crueldad así, mi callada respuesta fue, desde el principio, una resonante afirmación. Nunca, sin embargo, me tocó presenciar tan inclemente pena. Lo que sí veía por horas enteras era el ir y venir de las hormigas, desde el agujero ignoto del hormiguero hasta los sitios donde encontraban lo que andaban buscando: pedazos de hojas, semillas, fragmentos de objetos pequeñísimos, presas. Me gustaba, a veces, después de horas de inmóvil observación, trazarles nuevos caminos con la ayuda de alguna rama y ver su desconcierto. Me gustaba colocar obstáculos en su camino o buscar una piedra que pudiera tapar la entrada su hogar subterráneo. Hacía esas cosas nada más para comprobar su tenacidad y su reciedumbre, supongo, porque las hormigas siempre se salían con la suya. Poco a poco, con una parsimonia que tenía que ver más con la confianza en sí mismas que con la lentitud, las hormigas recuperaban el camino, avanzaban alrededor o sobre los obstáculos y escarbaban alrededor de la roca que de manera por demás efímera había cubierto la entrada de su hormiguero.
Pero luego vinieron a la memoria, por supuesto, las escenas de Marabunta, aquella película que convierte una de las características básicas de las hormigas —su sentido de la cooperación dentro de una sociedad altamente estratificada que se dedica con ahínco a sobrevivir el invierno, por ejemplo— para retratar el miedo atroz del imperialista ante una naturaleza (extranjera) que no puede controlar. No recuerdo quién la dirigió ni los actores que trabajaron en ella (aunque una rápida búsqueda en google me dice que la película data de 1954 y que el actor principal fue Charlton Heston), pero recordé a la perfección las horrísonas escenas en que el contingente de hormigas, vulnerables por separado, transforman su socialidad en una arma letal. La moraleja: el imperialista que intentó trasladar su civilización a la selva se verá derrotado ante la acción conjunta de los pequeños bichos mancomunados. La sutileza, como se sabe, no fue una característica formidable de los años 50.
Luego, como si las relaciones desiguales del imperialismo estuvieran de alguna e íntima forma relacionadas con el desequilibrio que produce, o del que parte, el deseo, recordé los versos que López Velarde les dedica a las hormigas, ese “encono en [sus] venas voraces”. Hay un hormigueo dentro del cuerpo y otro, tal vez más agudo, dentro de los versos, cuando el poeta anota las detalles de una boca: “y tu boca, que es cifra de eróticos denuedos,/ tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno/ tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo/ como réproba llama saliéndose del horno”. El barullo de cosa diminuta que en la película era motivo de angustia si no es que de puro terror, se transforma en la pluma de Velarde en algo poderoso, ciertamente, pero suave. Ya ha dicho Velarde que sus “hormigas… han de huir de mis pobres y trabajados dedos” cuando le ruega a la Amada que las deje hacer, a esas hormigas, algo cerca o en la proximidad de su boca: “Antes de que deserten mis hormigas, Amada/ déjalas caminar camino de tu boca”.
Pero tal vez no guardo en mi memoria recuerdo más punzante de hormiguero alguno como el que crecía dentro de la casa del personaje de Zapatos Italianos, una de las novelas de Henning Mankell. El hombre había vivido ya 12 años solo, en una remota isla de perenne invierno, cuando se materializa esa mujer que, tiempo atrás, él había abandonado. La mujer lo busca porque está a punto de morir y porque, en esas circunstancias, desea que el hombre le cumpla una promesa: visitar un lago. La realización de la promesa los lleva a los dos a un viaje en el que se aparecen, entre otros tantos seres, una hija cuya existencia él desconocía, una colección de chicas heridas y salvajes, los habitantes de bosques tan remotos que producen su propio lenguaje. Al final, la mujer va a morir en la casa del hombre, justo en la habitación donde pervive un hormiguero. La escena, por sí misma, es desconcertante. Pero lo resulta aún más cuando, ya fallecida ella, el hombre decide deshacerse del hormiguero sólo para encontrar, dentro de ese laberinto, una botella con un mensaje también dentro: “Hasta aquí llegamos tú y yo”, había escrito ella detrás de una vieja fotografía. “No más lejos”, añade el sobreviviente, “pero hasta aquí habríamos llegado tú y yo”. El cambio de tiempo verbal sólo añade una pizca de sal a la melancolía de toda esa escena de por sí poblada ya de hormigas.
--crg
Monday, February 15, 2010
UN TÚNEL MUY LARGO
PRIMERA VERSIÓN:
Un vestido de seda. Los guantes. Las medias. La capa. Los zapatos. Me preparo meticulosamente y salgo. El ruido, ya sabe, el choque de diente sobre hueso. La cercanía de los brazos, los pechos, las piernas, los labios. Ese raspar. Ese rasgar. La respiración, agitada. La respiración cuando se va poco a poco. Muy poco a poco. Lo que la gente dice cuando dice la palabra estertor. El último. Alguien va sobre la banqueta. El ruido de los tacones afiladísimos. Y esta prisa por registrar, no lo acontecido, sino lo pasado. Lo que ha, literalmente, pasado. Entonces veo mis uñas sobre el teclado—sucias de mugre, de carne. Aprenda a no fiarse de nadie con las uñas sucias, por favor. Yo sé lo que le digo. Aprenda a no fiarse. La confianza no le dará un mejor entendimiento de la gente. La confianza sólo la dejará sin cabeza ahí abajo, sobre la banqueta, en la fotografía del periódico de mañana.
SEGUNDA VERSIÓN:
Tacón. Escalera. Puerta. Banqueta. Árbol. Eco. Cielo. Ojo. Olor. Cielo. Deseo. Uña. Diente. Objeto. Sangre. Grito. Murmullo. Horizonte. Estertor. Cicatriz. Siempre, al final, la cicatriz.
--crg
PRIMERA VERSIÓN:
Un vestido de seda. Los guantes. Las medias. La capa. Los zapatos. Me preparo meticulosamente y salgo. El ruido, ya sabe, el choque de diente sobre hueso. La cercanía de los brazos, los pechos, las piernas, los labios. Ese raspar. Ese rasgar. La respiración, agitada. La respiración cuando se va poco a poco. Muy poco a poco. Lo que la gente dice cuando dice la palabra estertor. El último. Alguien va sobre la banqueta. El ruido de los tacones afiladísimos. Y esta prisa por registrar, no lo acontecido, sino lo pasado. Lo que ha, literalmente, pasado. Entonces veo mis uñas sobre el teclado—sucias de mugre, de carne. Aprenda a no fiarse de nadie con las uñas sucias, por favor. Yo sé lo que le digo. Aprenda a no fiarse. La confianza no le dará un mejor entendimiento de la gente. La confianza sólo la dejará sin cabeza ahí abajo, sobre la banqueta, en la fotografía del periódico de mañana.
SEGUNDA VERSIÓN:
Tacón. Escalera. Puerta. Banqueta. Árbol. Eco. Cielo. Ojo. Olor. Cielo. Deseo. Uña. Diente. Objeto. Sangre. Grito. Murmullo. Horizonte. Estertor. Cicatriz. Siempre, al final, la cicatriz.
--crg
Sunday, February 14, 2010
Saturday, February 13, 2010
Friday, February 12, 2010
LA RECLAMANTE
Discúlpeme, Señor Presidente, pero no le doy
la mano
usted no es mi amigo. Yo
no le puedo dar la bienvenida
Usted no es bienvenido
nadie lo es.
Luz María Dávila, Villas de Salvárcar, madre de Marcos y Jose Luis Piña Dávila de 19 y 17 años de edad.
No es justo
mis muchachitos estaban en una fiesta
y los mataron.
Masacre del sábado 30 de enero en Ciudad Juárez, Chihuahua, 15 muertos
Quiero que usted se disculpe por lo que dijo
Señor Presidente, que eran pandilleros…
¡Es mentira!
Uno estaba en la prepa y otro en la UACH; no estaban en la calle,
estudiaban y trabajaban.
Porque aquí
en Ciudad Juárez, póngase en mi lugar
Villas de Salvárcar, mi espalda, mi fulmínea paradoja
hace dos años que se están cometiendo asesinatos
se están cometiendo muchas cosas
cometer es un verbo fúlgido, un radioso vértigo, un letárgico tremor
se están cometiendo muchas cosas y nadie hace algo.
Y yo sólo quiero que se haga
justicia, y no sólo para mis dos niños
los difuntos remordidos, los fulmíneos masacrados, los fúlgidos perdidos
sino para todos. Justicia.
Encarar, espetar, reclamar, echar en cara, demandar, exigir, requerir, reivindicar
¡No me diga ‘por supuesto’, haga algo!
Si a usted le hubieran matado a un hijo,
usted debajo de las piedras buscaba al asesino
debajo de las piedras, debajo de piedras, debajo de
pero como yo no tengo los recursos
limosnas para las aves, mis huesos
mi carne
de tu carne mi carne
póngase en mi lugar, póngase
mis zapatos, mis uñas, mi calosfrío estelar
no los puedo buscar porque no tengo
recursos, tengo
muertos a mis dos hijos
Byagtor: entierro a cielo abierto que significa literalmente "dar limosnas a los pájaros".
Tengo mi espalda. Mi lágrima. Mi martillo.
No tengo justicia. Póngase
en su sitio: Villas de Salvárcar, ahí
donde mataron a mis dos hijos.
Usted no es mi amigo, ésta
es la mano que no le doy, póngase
Señor Presidente
en su lugar, le doy
mi espalda
mi sed, le doy, mi calosfrío ignoto, mi remordida ternura, mis fúlgidas aves, mis muertos
Y la mujer bajita, de suéter azul, salió del salón limpiándose las lágrimas.
[textos de Luz María Dávila, Ramón López Velarde, Sandra Rodríguez Nieto y crg]
--crg
Discúlpeme, Señor Presidente, pero no le doy
la mano
usted no es mi amigo. Yo
no le puedo dar la bienvenida
Usted no es bienvenido
nadie lo es.
Luz María Dávila, Villas de Salvárcar, madre de Marcos y Jose Luis Piña Dávila de 19 y 17 años de edad.
No es justo
mis muchachitos estaban en una fiesta
y los mataron.
Masacre del sábado 30 de enero en Ciudad Juárez, Chihuahua, 15 muertos
Quiero que usted se disculpe por lo que dijo
Señor Presidente, que eran pandilleros…
¡Es mentira!
Uno estaba en la prepa y otro en la UACH; no estaban en la calle,
estudiaban y trabajaban.
Porque aquí
en Ciudad Juárez, póngase en mi lugar
Villas de Salvárcar, mi espalda, mi fulmínea paradoja
hace dos años que se están cometiendo asesinatos
se están cometiendo muchas cosas
cometer es un verbo fúlgido, un radioso vértigo, un letárgico tremor
se están cometiendo muchas cosas y nadie hace algo.
Y yo sólo quiero que se haga
justicia, y no sólo para mis dos niños
los difuntos remordidos, los fulmíneos masacrados, los fúlgidos perdidos
sino para todos. Justicia.
Encarar, espetar, reclamar, echar en cara, demandar, exigir, requerir, reivindicar
¡No me diga ‘por supuesto’, haga algo!
Si a usted le hubieran matado a un hijo,
usted debajo de las piedras buscaba al asesino
debajo de las piedras, debajo de piedras, debajo de
pero como yo no tengo los recursos
limosnas para las aves, mis huesos
mi carne
de tu carne mi carne
póngase en mi lugar, póngase
mis zapatos, mis uñas, mi calosfrío estelar
no los puedo buscar porque no tengo
recursos, tengo
muertos a mis dos hijos
Byagtor: entierro a cielo abierto que significa literalmente "dar limosnas a los pájaros".
Tengo mi espalda. Mi lágrima. Mi martillo.
No tengo justicia. Póngase
en su sitio: Villas de Salvárcar, ahí
donde mataron a mis dos hijos.
Usted no es mi amigo, ésta
es la mano que no le doy, póngase
Señor Presidente
en su lugar, le doy
mi espalda
mi sed, le doy, mi calosfrío ignoto, mi remordida ternura, mis fúlgidas aves, mis muertos
Y la mujer bajita, de suéter azul, salió del salón limpiándose las lágrimas.
[textos de Luz María Dávila, Ramón López Velarde, Sandra Rodríguez Nieto y crg]
--crg
Thursday, February 11, 2010
LOS LEONES INVISIBLES
Los leones eran al mismo tiempo, presentes e invisibles, al mismo tiempo, visibles e invisibles. Se oía el rumor de la leche que robaban, el clamor de la miel y la carne que cortaban. Llevaron hacia afuera a la abuela oscura, la que tenía una guía de rositas alrededor del corazón. Y la comieron fríamente. Como en un simulacro. Y -como si hubiese sido un simulacro!- ella tornó a la casa y dijo: -Los leones rondaron siempre. Están delante de los paraísos y el rosal. Dijo: -Los leones están acá.
Marosa Di Giorgio, "Mesa de esmeralda", 1985
--crg
Los leones eran al mismo tiempo, presentes e invisibles, al mismo tiempo, visibles e invisibles. Se oía el rumor de la leche que robaban, el clamor de la miel y la carne que cortaban. Llevaron hacia afuera a la abuela oscura, la que tenía una guía de rositas alrededor del corazón. Y la comieron fríamente. Como en un simulacro. Y -como si hubiese sido un simulacro!- ella tornó a la casa y dijo: -Los leones rondaron siempre. Están delante de los paraísos y el rosal. Dijo: -Los leones están acá.
Marosa Di Giorgio, "Mesa de esmeralda", 1985
--crg
Wednesday, February 10, 2010
Tuesday, February 09, 2010
LA ESCRITURA DOLIENTE
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Existe una larga tradición de poesía documental en la escritura norteamericana. En el contexto del activismo social que se desarrolló durante la década de los 30 —justo después de la crisis del 29 y al inicio de la Gran Depresión, cuando Roosevelt estableció el pacto que aseguraba la intervención del Estado en la economía nacional mejor conocido como el New Deal— algunos poetas se alejaron de la práctica de la lírica íntima o personal para dedicarle especial atención tanto a su entorno social como a las formas utilizadas para implicarse en él. Se trata, pues, de una poesía eminentemente política que, sin embargo, no es convencional o simplista. Más, al menos en cuanto a temperamento se refiere, más Nicanor Parra que Ernesto Cardenal, para entendernos en latinoamericano. Más Zurita, aunque no en estilo o en método. Se trata de poetas que aprovecharon las prácticas y enseñanzas del modernismo norteamericano —entre ellos la ruptura de la linealidad en la forma— para incluir el documento histórico, la cita textual, la historia oral, el folclore e incluso los anuncios comerciales en la formulación de textos híbridos marcados por una pluralidad de voces y, luego entonces, por una subjetividad múltiple. De acuerdo con el ensayo que Michael Davidson le ha dedicado a la obra Testimonio de Charles Reznikoff (1894-1976), lo que verdaderamente diferencia a los poetas documentales de los experimentos con el collage y el pastiche propios del surrealismo o del dadaísmo de la época es que los primeros estuvieron interesados en poner en entredicho el récord social que salvaguardan distintas agencias públicas o gubernamentales. Así, continúa Davidson, los documentalistas lograron redirigir el énfasis de los modernistas “de la materialidad del lenguaje estético hacia la materialidad del discurso social”.
Conocidas en español son las grandes novelas sociales de la época, entre ellas las de John Dos Passos. También, aunque distribuidas con menor presteza, los textos y anotaciones y fotografías que componen Let Us Now Praise Famous Men (traducido por Círculo de Lectores en 1994 bajo el título Elogiemos ahora a hombres famosos), el libro que el narrador James Agee y el fotógrafo Walter Evans publicaron en 1941 en base a las ocho semanas que pasaron en Alabama, entrevistando a los blancos pobres de la región. Menos conocidos son los grandes poemas documentales de Muriel Rukeyser, The Book of the Dead; y el ya citado Testimony, de Charles Reznikoff. Lejos del gesto imperialista de intentar suplantar la voz de los otros con la voz propia, estos poetas se dieron a la tarea de documentar las luchas y sufrimientos de vastos sectores de la clase trabajadora norteamericana incorporando sus voces tal y como éstas aparecieron en documentos oficiales o en entrevistas orales o en registros del periódico. Rechazando de entrada el papel del poeta gurú que guía visionariamente a los desposeídos, tanto Rukeyser como Reznikoff investigaron y entrevistaron a los directamente involucrados en las luchas y tragedias cotidianas del capitalismo que les tocó vivir, incorporando luego su testimonio en textos por fuerza interrumpidos, trastocados, intervenidos.
Muriel Rukeyser —traductora alguna vez de Paz, por cierto— estaba convencida de que el verdadero poema conminaba una “respuesta total” por parte del lector. En The Life of Poetry, un libro que estuvo fuera de circulación por más de 20 años antes de volver a ser editado en 1996, Rukeyser afirmaba: “Un poema invita. Un poema requiere. Pero ¿a qué invita un poema? Un poema te invita a sentir. Más que eso: te invita a responder. Aún mejor: un poema invita una respuesta total. Esta respuesta es total, en efecto, pero se formula a través de la emociones. Un buen poema atrapará tu imaginación intelectual —esto quiere decir que cuando lo atrapes, lo atraparás intelectualmente también—, pero el camino es a través de la emoción, a través de eso que llamamos sentimiento”. Este tipo de poética hace entendible el interés que Rukeyser mostró por la tragedia ocurrida en la construcción de una planta hidroeléctrica en Virigina del Oeste, más específicamente en el puente de Gauley. Ahí, bajo la tierra, un grupo de mineros que, obedeciendo órdenes, rompían la roca que impedía el paso, contrajo la silicosis que los mataría en grandes números. The Book of the Dead, publicado en 1938, se hace cargo de este evento: lo registra, lo cuestiona, lo trae al caso, lo exprime, en resumen: se duele. Aún más: se conduele. Algo similar hizo Reznikoff, quien a la manera del nuevo historiador social o cultural, se sirvió del lenguaje registrado en los litigios legales para enjuiciar tanto el capitalismo como el sistema de jurisprudencia de sus tiempos en Testimony, publicado en 1934.
Aunque la poesía contemporánea norteamericana parecería dominada ya por la devoción a la epifanía íntima de convencionalidad o ya por el apego al experimento lingüístico de la era post-language, existe, contra toda probabilidad, un espacio para el poema documental. Acaso este legado modernista sea más evidente en el trabajo poético y político de Mark Nowak. En su reciente Coal Mountain Elementary (Coffee House Press, 2009), Nowak une esfuerzos con el fotógrafo Ian Teh para documentar las extremas circunstancias en las que viven, y mueren, los trabajadores de minas de carbón de Estados Unidos a China. Evitando su propia voz y a manera de DJ, Nowak samplea textos de periódicos en los que ha quedado registrada la voz de los dolientes, párrafos de documentos oficiales de las empresas en cuestión, y hasta las lecciones escolares incluidas en un libro de texto acerca de ciertas actividades cotidianas de los mineros. Así, en un trabajo de yuxtaposición constante, Nowak logra arrebatarle el sello de “naturalidad” al lenguaje oficial, cuestionando aptamente las relaciones de explotación que dominan el trabajo de los mineros de hoy.
Escribo estas notas todavía bajo el impacto de la masacre de Ciudad Juárez, donde hace apenas unos cuantos días un comando todavía sin identificar asesinó a 15 estudiantes que participaban de una fiesta. Escribo estas notas como una doliente más en esta guerra que nos ha sido impuesta, sin consulta alguna a la ciudadanía, por voluntad de un presidente más interesado en confirmar su legitimidad que en preservar la seguridad de la ciudadanía. Y como tal, como doliente y como escritora y como ciudadana, me pregunto qué podría la escritura si pudiera algo ante tanta y tan cotidiana masacre. Si la pregunta fuera cómo incidir sin pretender arrebatar la voz, cómo expresar sin caer en la reificación del dolor, acaso las lecciones de esta poesía documental podrían servir de algo. Si la escritura pudiera, se entiende. Si pudiese.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Existe una larga tradición de poesía documental en la escritura norteamericana. En el contexto del activismo social que se desarrolló durante la década de los 30 —justo después de la crisis del 29 y al inicio de la Gran Depresión, cuando Roosevelt estableció el pacto que aseguraba la intervención del Estado en la economía nacional mejor conocido como el New Deal— algunos poetas se alejaron de la práctica de la lírica íntima o personal para dedicarle especial atención tanto a su entorno social como a las formas utilizadas para implicarse en él. Se trata, pues, de una poesía eminentemente política que, sin embargo, no es convencional o simplista. Más, al menos en cuanto a temperamento se refiere, más Nicanor Parra que Ernesto Cardenal, para entendernos en latinoamericano. Más Zurita, aunque no en estilo o en método. Se trata de poetas que aprovecharon las prácticas y enseñanzas del modernismo norteamericano —entre ellos la ruptura de la linealidad en la forma— para incluir el documento histórico, la cita textual, la historia oral, el folclore e incluso los anuncios comerciales en la formulación de textos híbridos marcados por una pluralidad de voces y, luego entonces, por una subjetividad múltiple. De acuerdo con el ensayo que Michael Davidson le ha dedicado a la obra Testimonio de Charles Reznikoff (1894-1976), lo que verdaderamente diferencia a los poetas documentales de los experimentos con el collage y el pastiche propios del surrealismo o del dadaísmo de la época es que los primeros estuvieron interesados en poner en entredicho el récord social que salvaguardan distintas agencias públicas o gubernamentales. Así, continúa Davidson, los documentalistas lograron redirigir el énfasis de los modernistas “de la materialidad del lenguaje estético hacia la materialidad del discurso social”.
Conocidas en español son las grandes novelas sociales de la época, entre ellas las de John Dos Passos. También, aunque distribuidas con menor presteza, los textos y anotaciones y fotografías que componen Let Us Now Praise Famous Men (traducido por Círculo de Lectores en 1994 bajo el título Elogiemos ahora a hombres famosos), el libro que el narrador James Agee y el fotógrafo Walter Evans publicaron en 1941 en base a las ocho semanas que pasaron en Alabama, entrevistando a los blancos pobres de la región. Menos conocidos son los grandes poemas documentales de Muriel Rukeyser, The Book of the Dead; y el ya citado Testimony, de Charles Reznikoff. Lejos del gesto imperialista de intentar suplantar la voz de los otros con la voz propia, estos poetas se dieron a la tarea de documentar las luchas y sufrimientos de vastos sectores de la clase trabajadora norteamericana incorporando sus voces tal y como éstas aparecieron en documentos oficiales o en entrevistas orales o en registros del periódico. Rechazando de entrada el papel del poeta gurú que guía visionariamente a los desposeídos, tanto Rukeyser como Reznikoff investigaron y entrevistaron a los directamente involucrados en las luchas y tragedias cotidianas del capitalismo que les tocó vivir, incorporando luego su testimonio en textos por fuerza interrumpidos, trastocados, intervenidos.
Muriel Rukeyser —traductora alguna vez de Paz, por cierto— estaba convencida de que el verdadero poema conminaba una “respuesta total” por parte del lector. En The Life of Poetry, un libro que estuvo fuera de circulación por más de 20 años antes de volver a ser editado en 1996, Rukeyser afirmaba: “Un poema invita. Un poema requiere. Pero ¿a qué invita un poema? Un poema te invita a sentir. Más que eso: te invita a responder. Aún mejor: un poema invita una respuesta total. Esta respuesta es total, en efecto, pero se formula a través de la emociones. Un buen poema atrapará tu imaginación intelectual —esto quiere decir que cuando lo atrapes, lo atraparás intelectualmente también—, pero el camino es a través de la emoción, a través de eso que llamamos sentimiento”. Este tipo de poética hace entendible el interés que Rukeyser mostró por la tragedia ocurrida en la construcción de una planta hidroeléctrica en Virigina del Oeste, más específicamente en el puente de Gauley. Ahí, bajo la tierra, un grupo de mineros que, obedeciendo órdenes, rompían la roca que impedía el paso, contrajo la silicosis que los mataría en grandes números. The Book of the Dead, publicado en 1938, se hace cargo de este evento: lo registra, lo cuestiona, lo trae al caso, lo exprime, en resumen: se duele. Aún más: se conduele. Algo similar hizo Reznikoff, quien a la manera del nuevo historiador social o cultural, se sirvió del lenguaje registrado en los litigios legales para enjuiciar tanto el capitalismo como el sistema de jurisprudencia de sus tiempos en Testimony, publicado en 1934.
Aunque la poesía contemporánea norteamericana parecería dominada ya por la devoción a la epifanía íntima de convencionalidad o ya por el apego al experimento lingüístico de la era post-language, existe, contra toda probabilidad, un espacio para el poema documental. Acaso este legado modernista sea más evidente en el trabajo poético y político de Mark Nowak. En su reciente Coal Mountain Elementary (Coffee House Press, 2009), Nowak une esfuerzos con el fotógrafo Ian Teh para documentar las extremas circunstancias en las que viven, y mueren, los trabajadores de minas de carbón de Estados Unidos a China. Evitando su propia voz y a manera de DJ, Nowak samplea textos de periódicos en los que ha quedado registrada la voz de los dolientes, párrafos de documentos oficiales de las empresas en cuestión, y hasta las lecciones escolares incluidas en un libro de texto acerca de ciertas actividades cotidianas de los mineros. Así, en un trabajo de yuxtaposición constante, Nowak logra arrebatarle el sello de “naturalidad” al lenguaje oficial, cuestionando aptamente las relaciones de explotación que dominan el trabajo de los mineros de hoy.
Escribo estas notas todavía bajo el impacto de la masacre de Ciudad Juárez, donde hace apenas unos cuantos días un comando todavía sin identificar asesinó a 15 estudiantes que participaban de una fiesta. Escribo estas notas como una doliente más en esta guerra que nos ha sido impuesta, sin consulta alguna a la ciudadanía, por voluntad de un presidente más interesado en confirmar su legitimidad que en preservar la seguridad de la ciudadanía. Y como tal, como doliente y como escritora y como ciudadana, me pregunto qué podría la escritura si pudiera algo ante tanta y tan cotidiana masacre. Si la pregunta fuera cómo incidir sin pretender arrebatar la voz, cómo expresar sin caer en la reificación del dolor, acaso las lecciones de esta poesía documental podrían servir de algo. Si la escritura pudiera, se entiende. Si pudiese.
--crg
Friday, February 05, 2010
LAS AFUERAS/Edición Matutina
Letonia.- Letonia se apresta a subastar un pueblo fantasma que quedó abandonado después que las fuerzas armadas soviéticas se retiraron de la república báltica. El pueblo conocido como Skrunda-1 fue construido en torno de una base de radares que era parte del sistema de alarma anticipada de la Unión Soviética. Fue abandonado hace 12 años, poco después de la partida de los militares rusos. Los 70 inmuebles del pueblo incluyen edificios de apartamentos, escuela, hotel y hospital, en su mayoría en mal estado. El precio de base de la subasta, de unos 300.000 dólares, equivale al de un apartamento de cuatro habitaciones en Riga, la capital. Las autoridades dijeron que un solo comprador se quedará con todo.
[Lo que lee La Detective a la distraída, intentando evitar volver el rostro hacia la ventana, donde el revoloteo de las aves negras la hace pensar en un lugar vacío bajo un cielo muy gris donde una Detective lee a la distraída...]
--crg
Letonia.- Letonia se apresta a subastar un pueblo fantasma que quedó abandonado después que las fuerzas armadas soviéticas se retiraron de la república báltica. El pueblo conocido como Skrunda-1 fue construido en torno de una base de radares que era parte del sistema de alarma anticipada de la Unión Soviética. Fue abandonado hace 12 años, poco después de la partida de los militares rusos. Los 70 inmuebles del pueblo incluyen edificios de apartamentos, escuela, hotel y hospital, en su mayoría en mal estado. El precio de base de la subasta, de unos 300.000 dólares, equivale al de un apartamento de cuatro habitaciones en Riga, la capital. Las autoridades dijeron que un solo comprador se quedará con todo.
[Lo que lee La Detective a la distraída, intentando evitar volver el rostro hacia la ventana, donde el revoloteo de las aves negras la hace pensar en un lugar vacío bajo un cielo muy gris donde una Detective lee a la distraída...]
--crg
Tuesday, February 02, 2010
SÓLO CUENTO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El cuento, dice Rosa Beltrán en el prólogo con el que da inicio Sólo cuento, la antología recientemente editada por la UNAM, es un género que simula estar en extinción. El cuento, pues, finge, engaña, aparenta. De hecho, el cuento conscientemente aparenta una cosa mientras hace otra. Lo que el cuento hace, esto nos queda claro a los lectores de estas páginas, es lo que le da la gana. Supongo que por eso simula, para poder salirse con la suya. Para que no lo molesten con reglas de estilo y exigencias formales y, sobre todo, con expectativas. Recuerdo lo que aseguraba Poe: una composición artística organizada para provocar un efecto único (singular). Recuerdo lo que decía Cortázar: la novela gana por puntos, el cuento por knock-out. Recuerdo lo que decía Piglia: todo cuento es, en realidad, dos cuentos. En fin, como pueden ver, recuerdo bastantes cosas. Pero mejor, como el cuento, voy a simular. Fingiré que nada de eso pasa por mi cabeza mientras llevo a cabo este recorrido que empieza, válgame dios, en la república de Uzbekistán, en el Asia central soviética, de la mano fresca y enigmática de Sergio Pitol, y que después de pasar por cuanta región pudo o quiso, termina del otro lado del espejo, en la memoria rencorosa del personaje de uno de los pocos cuentos que ha escrito Jorge Volpi.
Pero mencioné lo del knock-out y lo del efecto singular y único por alguna razón (ninguna mención es inocente, se sabe). Lo mencioné porque quiero hoy hablar un poco de al menos dos de los cuentos de este libro que escapan de manera deliciosa, de golpe, de lo unívoco. Se trata de “Exilios”, de la argentina-madrileña Clara Obligado (quedo, en efecto, obligada a buscar sus otros textos luego de descubrir éste), y “La gente sencilla del campo”, de Luis Felipe Lomelí.
El inicio del primer párrafo: “El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid, procedente de Argentina” coloca al lector aparentemente (simuladamente) en el arranque de un relato realista que, sin duda (ahí está la temida fecha: 1976) seguirá los avatares de una mujer, como lo indica el título, en el exilio. Pero algo extraño sucede porque al inicio del segundo párrafo se dice: “El 5 de diciembre llegué a Madrid aterida de frío”. Para el inicio del cuarto párrafo la llegada a Madrid se hace en un vuelo de Iberia y, para el sexto, decidida ya a irse a Tanzania (porque le da lo mismo Madrid que Tanzania o la China), la mujer parece estar a la deriva. Para el séptimo párrafo la mujer (y el lector) regresan a terreno conocido: la desaparición de un hermano de una amiga o una mujer que apenas si se conocía. El hotel Mónaco. Un taxista. La ropa de verano. Ya en el octavo párrafo, cuando el lector se entera de que la narradora-personaje no dejó el aeropuerto de Uruguay para quedarse, en cambio, a practicar el sexo de una manera vehemente, eso dijo ella, con un desconocido que la invitó a regresar a Argentina, resulta inevitable preguntarse cosas. ¿Pero no había dicho que se había casado con el hombre del hotel Mónaco, un tipo no muy joven pero decente? ¿Y qué pasó, si algo pasó, en sus años en Tanzania? La fecha, sin embargo, ese 5 de diciembre de 1976, se sigue repitiendo aquí y allá al inicio de varios párrafos (se trata, sin duda, de una fecha ancla) (una fugaz búsqueda en google nos indica que ese día se llevó a cabo un juego memorable del Real Madrid, el PSOE tuvo una convención que mereció la primera plana de algunos periódicos y el número de desaparecidos se incrementó en argentina).
Entrelazados magistralmente todos estos párrafos que son, en realidad, inicios de vidas distintas, desorientan pero no confunden. Lo que le invade al lector es, sin embargo, la nostalgia por esos destinos que, apenas en el arranque, se cortan para desparecer o continuar en otras vidas distintas. Pero la nostalgia no es del tipo de las amargas porque, contadas con humor e incluyendo eventos ¿cómo decirlo? peripatéticos, esas nuevas vidas tienen el aura de las aventuras que todo mundo ha querido vivir pero no se ha atrevido. La nostalgia por las vidas posibles y el gusto por la aventura se ven luego arrasadas por la rabia porque, en efecto, alguien sí desapareció y la narradora no sabe dónde está y ni siquiera si se trataba de ella misma. Vapuleada, pues, en un vaivén que visita un rango bastante amplio de emoción, el cuento de Obligado no gana por knock-out ni produce un efecto singular. Diseminado sobre el papel, diluido por los cortes de los párrafos, negado y afirmado a la vez, el cuento estruja y, como lo anoté antes, desorienta. A la manera del hipertexto electrónico, el cuento produce la sensación de que cada cabo suelto en realidad es un cabo atado a una vida que todavía no sabemos. Ese todavía no saber, ese presentimiento, esa sospecha de lo que por no estar, está más ahí, es sólo parte de los efectos plurales que, punto a punto, lo hace avanzar en un horizonte literalmente horizontal.
Algo parecido hacen los muchachos que abandonan la ciudad de Monterrey para pasar unas cuantas horas en el desierto. Uno de ellos tiene una cita y, junto con él, la lectora sabe que tiene que regresar a tiempo. Si hubiera llegado a tiempo y se hubiera cumplido la cita, no habría necesidad alguna de escribir el cuento (esto es algo que anota sabiamente Piglia en sus tesis sobre el cuento: es el desfase y la promesa incumplida lo que constituye el suelo fértil del cuento), así que es lógico entrar en ese viaje alebrestado y medio etílico pensando que algo sucederá para atrasar su llegada y justificar, así, la existencia del cuento. Lo que sucede, por cierto, no es algo en particular (no hay un efecto único o singular), sino nada en general. Los muchachos conversan. La conversación es larga y sinuosa y toca todos los temas, desde el efecto de Platero y yo hasta las albinas nalgas de uno de los conversadores. Con un lenguaje coloquial que cualquier jovencito entendería y abundando en el uso de las onomatopeyas, la conversación continua, infatigable. La conversación y el recorrido por carretera y, más tarde, a pie, sobre la superficie del desierto. La conversación atraviesa el desierto. Los muchachos no dejan de hablar incluso cuando descubren que están perdidos y no tienen la menor idea (ellos dirían, claro, ni la puta idea) de cómo regresar. La sencilla gente de campo que finalmente encuentran no ayuda en mucho (y esto es ser amable con ellos), de ahí a que sean sencilla y de campo y gente. Sin sentido de triunfo o de conclusión, los muchachos se separan momentáneamente sabiendo que pronto podrán continuar una conversación que se presiente, no, más bien que se sabe ahora a ciencia cierta, inacabable.
La escritura de Lomelí, como la de Obligado, no nos dejan partir a gusto. Sus palabras nos invitan a recorrer una trayectoria, a experimentar el paso del tiempo, a medir lo mensurable en cada momento, sin promesa alguna de solución o de clímax. Estos cuentos simulan, en efecto, ser la vida misma: sin manual, sin parapeto, sin punto de inicio o punto final.
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El cuento, dice Rosa Beltrán en el prólogo con el que da inicio Sólo cuento, la antología recientemente editada por la UNAM, es un género que simula estar en extinción. El cuento, pues, finge, engaña, aparenta. De hecho, el cuento conscientemente aparenta una cosa mientras hace otra. Lo que el cuento hace, esto nos queda claro a los lectores de estas páginas, es lo que le da la gana. Supongo que por eso simula, para poder salirse con la suya. Para que no lo molesten con reglas de estilo y exigencias formales y, sobre todo, con expectativas. Recuerdo lo que aseguraba Poe: una composición artística organizada para provocar un efecto único (singular). Recuerdo lo que decía Cortázar: la novela gana por puntos, el cuento por knock-out. Recuerdo lo que decía Piglia: todo cuento es, en realidad, dos cuentos. En fin, como pueden ver, recuerdo bastantes cosas. Pero mejor, como el cuento, voy a simular. Fingiré que nada de eso pasa por mi cabeza mientras llevo a cabo este recorrido que empieza, válgame dios, en la república de Uzbekistán, en el Asia central soviética, de la mano fresca y enigmática de Sergio Pitol, y que después de pasar por cuanta región pudo o quiso, termina del otro lado del espejo, en la memoria rencorosa del personaje de uno de los pocos cuentos que ha escrito Jorge Volpi.
Pero mencioné lo del knock-out y lo del efecto singular y único por alguna razón (ninguna mención es inocente, se sabe). Lo mencioné porque quiero hoy hablar un poco de al menos dos de los cuentos de este libro que escapan de manera deliciosa, de golpe, de lo unívoco. Se trata de “Exilios”, de la argentina-madrileña Clara Obligado (quedo, en efecto, obligada a buscar sus otros textos luego de descubrir éste), y “La gente sencilla del campo”, de Luis Felipe Lomelí.
El inicio del primer párrafo: “El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid, procedente de Argentina” coloca al lector aparentemente (simuladamente) en el arranque de un relato realista que, sin duda (ahí está la temida fecha: 1976) seguirá los avatares de una mujer, como lo indica el título, en el exilio. Pero algo extraño sucede porque al inicio del segundo párrafo se dice: “El 5 de diciembre llegué a Madrid aterida de frío”. Para el inicio del cuarto párrafo la llegada a Madrid se hace en un vuelo de Iberia y, para el sexto, decidida ya a irse a Tanzania (porque le da lo mismo Madrid que Tanzania o la China), la mujer parece estar a la deriva. Para el séptimo párrafo la mujer (y el lector) regresan a terreno conocido: la desaparición de un hermano de una amiga o una mujer que apenas si se conocía. El hotel Mónaco. Un taxista. La ropa de verano. Ya en el octavo párrafo, cuando el lector se entera de que la narradora-personaje no dejó el aeropuerto de Uruguay para quedarse, en cambio, a practicar el sexo de una manera vehemente, eso dijo ella, con un desconocido que la invitó a regresar a Argentina, resulta inevitable preguntarse cosas. ¿Pero no había dicho que se había casado con el hombre del hotel Mónaco, un tipo no muy joven pero decente? ¿Y qué pasó, si algo pasó, en sus años en Tanzania? La fecha, sin embargo, ese 5 de diciembre de 1976, se sigue repitiendo aquí y allá al inicio de varios párrafos (se trata, sin duda, de una fecha ancla) (una fugaz búsqueda en google nos indica que ese día se llevó a cabo un juego memorable del Real Madrid, el PSOE tuvo una convención que mereció la primera plana de algunos periódicos y el número de desaparecidos se incrementó en argentina).
Entrelazados magistralmente todos estos párrafos que son, en realidad, inicios de vidas distintas, desorientan pero no confunden. Lo que le invade al lector es, sin embargo, la nostalgia por esos destinos que, apenas en el arranque, se cortan para desparecer o continuar en otras vidas distintas. Pero la nostalgia no es del tipo de las amargas porque, contadas con humor e incluyendo eventos ¿cómo decirlo? peripatéticos, esas nuevas vidas tienen el aura de las aventuras que todo mundo ha querido vivir pero no se ha atrevido. La nostalgia por las vidas posibles y el gusto por la aventura se ven luego arrasadas por la rabia porque, en efecto, alguien sí desapareció y la narradora no sabe dónde está y ni siquiera si se trataba de ella misma. Vapuleada, pues, en un vaivén que visita un rango bastante amplio de emoción, el cuento de Obligado no gana por knock-out ni produce un efecto singular. Diseminado sobre el papel, diluido por los cortes de los párrafos, negado y afirmado a la vez, el cuento estruja y, como lo anoté antes, desorienta. A la manera del hipertexto electrónico, el cuento produce la sensación de que cada cabo suelto en realidad es un cabo atado a una vida que todavía no sabemos. Ese todavía no saber, ese presentimiento, esa sospecha de lo que por no estar, está más ahí, es sólo parte de los efectos plurales que, punto a punto, lo hace avanzar en un horizonte literalmente horizontal.
Algo parecido hacen los muchachos que abandonan la ciudad de Monterrey para pasar unas cuantas horas en el desierto. Uno de ellos tiene una cita y, junto con él, la lectora sabe que tiene que regresar a tiempo. Si hubiera llegado a tiempo y se hubiera cumplido la cita, no habría necesidad alguna de escribir el cuento (esto es algo que anota sabiamente Piglia en sus tesis sobre el cuento: es el desfase y la promesa incumplida lo que constituye el suelo fértil del cuento), así que es lógico entrar en ese viaje alebrestado y medio etílico pensando que algo sucederá para atrasar su llegada y justificar, así, la existencia del cuento. Lo que sucede, por cierto, no es algo en particular (no hay un efecto único o singular), sino nada en general. Los muchachos conversan. La conversación es larga y sinuosa y toca todos los temas, desde el efecto de Platero y yo hasta las albinas nalgas de uno de los conversadores. Con un lenguaje coloquial que cualquier jovencito entendería y abundando en el uso de las onomatopeyas, la conversación continua, infatigable. La conversación y el recorrido por carretera y, más tarde, a pie, sobre la superficie del desierto. La conversación atraviesa el desierto. Los muchachos no dejan de hablar incluso cuando descubren que están perdidos y no tienen la menor idea (ellos dirían, claro, ni la puta idea) de cómo regresar. La sencilla gente de campo que finalmente encuentran no ayuda en mucho (y esto es ser amable con ellos), de ahí a que sean sencilla y de campo y gente. Sin sentido de triunfo o de conclusión, los muchachos se separan momentáneamente sabiendo que pronto podrán continuar una conversación que se presiente, no, más bien que se sabe ahora a ciencia cierta, inacabable.
La escritura de Lomelí, como la de Obligado, no nos dejan partir a gusto. Sus palabras nos invitan a recorrer una trayectoria, a experimentar el paso del tiempo, a medir lo mensurable en cada momento, sin promesa alguna de solución o de clímax. Estos cuentos simulan, en efecto, ser la vida misma: sin manual, sin parapeto, sin punto de inicio o punto final.
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