Tuesday, March 30, 2010

AGENCIA TRÁGICA

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

Suele ser difícil escribir sobre el dolor. Los riesgos al tratar de aprehender sus contextos sociales y de encarnar sus quiebres y recovecos humanos, como lo recordara Susan Sontag en Regarding the Pain of Others, van desde el amarillismo fácil hasta la sentimentalidad achacosa —formas de interpretación que, en lugar de provocar una respuesta implicada o una empatía activa, más bien transforman cualquier escena de sufrimiento en un estereotipo o una pétrea lejanía. Se trata de mecanismos interpretativos que por lo regular se rinden ante el estado de las cosas o, peor aún, que lo reproducen ya en su crudeza o en su impotencia o en su verticalidad. Contra este tipo de construcciones, emergieron hacia el último cuarto del siglo XX estudios que privilegiaron la perspectivas de los más débiles y, en su caso, el de las víctimas. En su afán por ofrecer la otra versión, la perspectiva alternativa, la mirada que iba de abajo para arriba, muchos de estos análisis transformaron al sufriente en un héroe incluso a pesar de sí mismo. Así, enfatizando la agencia social —capacidad del ciudadano de producir su propia historia a través de estrategias tales como la resistencia, el acomodo o la negociación—, estos estudios se convirtieron, queriéndolo o no así, en narrativas de heroísmo: relatos más bien lineales y positivos en los que el agente no sólo aparece como proactivo sino que también se orienta hacia resultados concretos, por no decir que oportunos. ¿Y qué se hace entonces con el individuo que lo intenta pero no lo logra y, habiéndolo no logrado, entonces desiste? ¿Dónde se coloca a la persona que, devastada por el sufrimiento, sólo atina a enunciarlo y, aún entonces, entrecortadamente? Los estudios acerca del sufrimiento social, un campo interdisciplinario del que se fue oyendo más y más hacia finales del XX, han intentado, de hecho, buscar respuestas a este tipo de preguntas. Entre otras cosas, a mí me han hecho pensar en otro tipo de agencia. Sin ser pasivo, pues un acto siempre es un acto, este agente clama por una denominación alternativa: trágico.

Como término que necesariamente remite a La poética de Aristóteles y que a menudo representa el fatalismo en el discurso común (pues en una tragedia, el héroe es destruido), la tragedia exhibe “la relación entre el sufrimiento y el gozo en un universo que con frecuencia es percibido, en mejores términos, como adverso, y en peores términos, como radical en su hostilidad hacia la vida humana”. Tanto si es celebrada como un deleite dionisiaco, al estilo de Nietzche, como si es lamentada como un mundo que lucha contra la voluntad de la humanidad, la tragedia incluye el importante concepto de purificación, “por piedad y temor”, en términos de Aristóteles; el proceso a través del cual las limitaciones humanas son reconocidas y aceptadas. Sin embargo, como ha señalado Karl Jaspers, la tragedia funciona cuando revela “alguna verdad particular en cada agente y, al mismo tiempo, las limitaciones de esta verdad, con [el] fin de revelar la injusticia en todo”. Este poder revelador ha conducido a Raymond Williams, con Bertold Brecht en mente, a percibir la tragedia a través de las lentes tanto del sufrimiento como de la afirmación.

“Tenemos que ver no sólo que el sufrimiento es evitable sino que no es evitado. Y no sólo que el sufrimiento nos destruye sino que no necesita destruirnos... Contra el temor de una muerte general y contra la pérdida de conexión, un sentido de vida se afirma, aprendido tan cerca del sufrimiento como nunca en el gozo, una vez que las conexiones son establecidas.” Estos elementos trágicos; es decir, el énfasis en el sufrimiento y en los límites de la experiencia humana que subrayan el encuentro de fuerzas antagónicas capaces de alterar las jerarquías que las mantienen en su sitio, han demostrado ser particularmente útiles para el análisis social de las revoluciones.

En el México moderno, donde las generaciones posrevolucionarias han convertido la Revolución de 1910, con más o menos éxito, en una épica oficial y fundamental, muy poca atención seria se ha prestado a sus trágicos orígenes y a sus trágicos sujetos. Las narrativas dolientes, en las cuales, como en la tragedia, “el detalle del sufrimiento es insistente, así sea por violencia o por la reconfiguración de las vidas por un nuevo poder en el Estado”, proporcionan esa oportunidad al lector. Como han señalado los estudiosos que trabajan en el campo emergente e interdisciplinario de los estudios del sufrimiento social, el sufrimiento es una acción, una experiencia social y cultural que implica los más ominosos aspectos de los procesos de modernización y globalización. Al considerar que las formas locales de sufrimiento, establecidas históricamente, “merecen atención seria”, estos expertos evaden las representaciones de quienes sufren como víctimas inadecuadas, pasivas o fatalistas. Así, en lugar de privilegiar “los devastadores daños que la fuerza social puede infligir en la experiencia humana”, los estudios más recientes hacen hincapié en las distintas maneras en que los sufrientes identifican, soportan y desenmascaran las fuentes de su desgracia.

Mi comprensión del agente trágico, más una aproximación que un concepto en sí, pretende vislumbrar lo que parece tener sentido común en tantas narraciones de padecimientos del hospital psiquiátrico: que el sufrimiento destruye pero también confiere dignidad, un estatus moral más alto, a quien sufre. Como en una ocasión dijo Jorge Luis Borges: “Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas corresponde a la victoria”.

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Sunday, March 28, 2010

NEWTON EN TUCSON



La inquietud que produce ver a un hombre recostado bajo las frondas de un árbol. El verbo yacer. La imagen obtusa de una manzana.

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Tuesday, March 23, 2010

¿QUÉ PAÍS ES ÉSTE, AGRIPINA?

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

La pregunta que funciona como título de este texto proviene, claro está, de ese maravilloso cuento de Juan Rulfo intitulado “Luvina”. Recordarán los que lo hayan leído que Agripina es la esposa del ex maestro rural que, bebiendo cerveza tras cerveza, le narra a otro hombre, otro posible visitante de Luvina, cómo perdió su vida y sus ilusiones cuando vivió allá, en ese pueblo triste y pedregoso, ubicado sobre la Cuesta de la Piedra Cruda, donde las ráfagas continuas de un viento negro no dejaban ni siquiera crecer a las dulcamaras “esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas a la tierra, agarradas con todas sus manos a los despeñaderos de los montes”.

Según el hombre que cuenta su historia en Luvina, y para quien contarla es una especie de “baño de alcanfor” para su cabeza, un buen día se encontró en ese lugar junto con su familia: “Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento...Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos”.

Es justo ahí, preso sin duda de la extrañeza, acaso prefigurando de una buena vez su porvenir y el nuestro, que el hombre le pregunta a su mujer:

“—¿En qué país estamos, Agripina?”

Y es ahí, en esa Plaza —una palabra que viene del latin plattea y que alguna vez quiso decir, en efecto, “lugar ancho y espacioso dentro de un poblado, al que suelen afluir varias calles”, pero que ahora bien sabemos que significa otra cosa bastante distinta —que ella le da su escueta, muda, monumental, respuesta:

“Y ella se alzó de hombros.”

Soy parte de una generación que nació justo después del así llamado milagro mexicano y que creció, eso sí de puro milagro, en las décadas subsecuentes: años de crisis y descaro, corrupción rampante y deterioro. A mí todavía me tocó, por ejemplo, la devaluación que llevó al peso de 12.50 por dólar, a su doble: 25. Y me tocaron todas las otras también, hasta llegar a una irrisoria suma que incluía más ceros de los que puedo recordar ahora. Me tocó asistir de pura casualidad al concierto que daba un raro personaje en los patios de mi universidad frente un número reducidísimo de estudiantes para quienes “no tengo tiempo de cambiar mi vida/ la máquina me ha vuelto una sombra borrosa” no sólo tenía todo el sentido del mundo sino que era, además, algo incontestable. Me tocó, en todas las acepciones del término, el temblor del 85 justo en la Ciudad de México. Supe, con la rabia y la frustración del caso, de las represiones selectivas del salinismo, como sigo al tanto de las muertes de periodistas y activistas sociales en fechas más recientes. Como muchos a mediados de los 80, emigré al norte porque para una graduada de la UNAM, y para colmo en la carrera de sociología, las esperanzas de vida en un país comprometido con los principios del neoliberalismo no eran muchas. La violencia de nuestra historia contemporánea, quiero decir, nunca me ha sido ajena. Pocas veces durante todos esos años, sin embargo, se me ocurrió repetir la pregunta que le hace el ex maestro rural a Agripina, su esposa, apenas un momento después de verse abandonado en Luvina.

Pero los años pasan (como suelen anotar los narradores) y la realidad que, siendo como ha sido siempre, voraz e injusta, se me ha vuelto cada vez más extraña. Frente a la muerte impune de los 49 niños de la guardería ABC me siento, en efecto, como en esa plaza rodeada de ráfagas negras. Desde ahí repito la pregunta: “¿En qué país estamos, Agripina?”. Frente a la muerte impune de estudiantes en Ciudad Juárez y, más recientemente, en Monterrey, la misma pregunta: “¿En qué país estamos, Agripina?”. Frente a una guerra espuria que organizó un Presidente para quien su legitimidad política ha sido más importante que el bienestar y la protección de la población civil, la misma pregunta: “¿En qué país estamos, Agripina?”.

En el cuento de Rulfo, Agripina se alza de hombros no una, sino dos veces. La segunda después de salir de una iglesia en la que había entrado nada más para rezar. Luego, poco a poco, todavía entre tragos de cerveza, el ex maestro rural va describiendo Luvina: es un lugar triste, eso ya lo sabemos, donde viven apenas “los puros viejos y los que todavía no han nacido”, “mujeres sin fuerza, casi trabadas de tan flacas”, “mujeres solas, o con un marido que anda donde solo Dios sabe”, y los muertos, por supuesto, nuestros muertos. Más tarde, ya casi a punto de empezar con el mezcal, el hombre se acuerda de la única vez en que vio la sonrisa de los habitantes de Luvina. Fue cuando les sugirió que buscaran un sitio mejor y les dijo, además, que el gobierno los ayudaría. Lejos de alzarse de hombros, y mostrando, de hecho, “sus dientes molenques” a través de una risa que se antoja torva, le contestaron:

“—También nosotros lo conocemos [al gobierno]. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno”.

La frase da para mucho, en efecto. Da para tanto. Pero heme aquí, en el centro de otra plaza donde todo se vuelve remolino e intemperie. Aquí. No escribo como analista política porque no lo soy. Escribo desde más adentro. Escribo como lo que alcanzo a ser a veces: una escritora. “¿Qué país es éste, Agripina?”, me preguntas desde tan lejos. Es el país en el que nos convertimos, Juan. Acaso por callar. Acaso por no escuchar las voces de los otros. Acaso por cerrar los ojos.

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Monday, March 22, 2010

RELACIÓN ENTRE IMAGEN Y TEXTO



Cuando escriba: "este es un árbol magnífico", tal vez me creas, tal vez no. Cuando escriba: "este es el aire que todo lo limpia", sentirás sobre el rostro el soplo del si mismo. Cuando escriba: "alguien yace perdido dentro de la espiral de un ojo", caminarás a paso lento dentro de una iglesia de altos techos cóncavos una cierta tarde de abril. Pero cuando escriba: "Estos son los escalones que llevan al abismo", tendrás que ver estos escalones y, tendrás, luego, que subirlos. La rodilla. La planta del pie. La articulación. Desde ahí escribo. Hasta ahí.

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Sunday, March 21, 2010

PRIMAVERAS NEGRAS



Son de inicio del XIX, se sabe. Se refieren, alegóricamente, al tiempo que todo lo devora y todo lo destruye. Goya las pintó sobre las paredes de su casa y con el tiempo (que todo lo devora y todo lo destruye) se les conoció como las pinturas negras.

De negro vestían antier algunos de los estudiantes de la Facultad de Ciencias Antropológicas, que es donde se imparte la carrera de literatura en la Universidad de Yucatán, cuando llevaron a cabo tres performances como respuesta a su lectura crítica de Yo, la peor de todas, de Mónica Lavín; La corte de los ilusos, de Rosa Beltrán, y Nadie me verá llorar, de mi autoría. Tres novelas. Tres mundos de ficción.

Las voces. Los gestos. La entrega.
Lo que, ya nacido, continua a punto de nacer.
Enunciar. Contradecir. Añorar.
El escenario como el interior de una cabeza donde la lectura se realiza.
(Algo así)
El privilegio de estar ahí, oyendo con los ojos, saboreando con la nariz.

Pero otros estudiantes, de otras facultades, en otras ciudades del país, no. Ya no.

Son del inicio del XIX y del inicio del XXI, las pinturas negras: estas primaveras. Se refieren, alegóricamente, al tiempo y a lo que destruye y a lo que devora.

-crg

Tuesday, March 16, 2010

LA PSIQUIATRIZACIÓN DEL SEXO

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

En la novela de Margaret Atwood, Alias Grace, Simon Jordan, un joven psiquiatra educado en Estados Unidos y Europa, entrevista a Grace Marks, una supuesta asesina canadiense cuyo diagnóstico como enferma mental ayudó a intercambiar su sentencia de muerte por una vida en prisión. Cuando el psiquiatra y la loca se reunían en celdas cerradas, mirándose uno al otro de reojo con gran suspicacia, un diálogo altamente dinámico se establecía entre ambos. Con suficiente confianza en sí mismo y armado con las teorías en boga de mediados del siglo XIX (libre asociación de ideas, degeneración, incluso hipnotismo), el doctor Jordan procede a formular preguntas. Pobre y confinada, la ex sirvienta doméstica las responde. ¿O acaso lo hace? A medida que la novela evoluciona, sin embargo, el joven psiquiatra, quien con éxito reúne información detallada acerca de la historia de vida de su paciente, se siente cada vez más inseguro y perplejo. ¿Cuánto sabe? ¿Cuán seguro puede sentirse acerca de lo que sabe? Las dudas aumentan y, al hacerlo, el doctor Jordan se siente cada vez menos convencido de saber quién es el zorro y quién es el ganso en esta historia. La falta de certeza de Jordan proviene del hecho de que, a diferencia del lector, él no tiene acceso a las palabras que Grace Marks oculta de manera tan intencional. Esto es, desde luego, ficción. No obstante lo bien documentada y bien investigada que sea, Alias Grace es sólo una novela. Sin embargo, gran parte del ambiente tenso, del inquietante interludio entre paciente y psiquiatra, de la oscuridad de forma y del giro de las frases que caracterizan a la relación entre el doctor Jordan y Grace Marks transpira con siniestra facilidad en los expedientes médicos del Manicomio General La Castañeda —al menos en los que he ido leyendo al paso de los años que son los que pertenecen a las primeras tres décadas del siglo XX.

Los médicos que trabajaban en La Castañeda debieron haber experimentado también una inquietante sensación de desconocimiento cuando entrevistaban a las internas (entonces todavía no se les conocía como pacientes). Como en las instituciones de salud mental en Europa y Estados Unidos, los médicos observaban a las dementes a través de las lentes de los modelos normativos de feminidad que las representaban como ángeles domésticos y detectaban signos de enfermedad mental cuando las conductas femeninas se desviaban de la norma. Los psiquiatras, quienes en su mayoría habían recibido su educación en el México porfiriano, infundieron sus diagnósticos, así entonces, con nociones normativas de género y clase, y detectaron signos de enfermedad mental en casos donde la conducta humana se desviaba de los modelos aprobados por los modelos de la domesticidad femenina en un escenario modernizador. De allí se derivan sus repetitivas y de alguna manera alarmadas referencias a mujeres “caprichosas” y “sexualmente promiscuas” que, de acuerdo con algunos, “no respetaban ni obedecían a nadie”. Sin embargo, cuando las mujeres expusieron la compleja naturaleza de su condición, es decir, las causas físicas y espirituales de la misma, su evolución y su representación social, se presentaron a sí mismas como legítimas, aunque inquietas, ciudadanas de la nueva era. De hecho, las narrativas que las mujeres construyeron a medida que interactuaban con los médicos del hospital psiquiátrico revelaron su capacidad para interpretar y renombrar los mundos domésticos y sociales de los que formaban parte y, con ello, obligaron a médicos y lectores por igual a ver esos mundos a través de sus ojos.

Ahora bien, a pesar de que los interrogatorios oficiales incluían preguntas que buscaban revelar anormalidades en los hábitos de todos los internos por igual, los médicos utilizaban diferentes métodos para formular preguntas dirigidas hacia hombres y hacia mujeres. De hecho, cuando trataban a las internas, la exploración del psiquiatra tomaba una evidente ruta sexual. Como en las cárceles mexicanas, los expertos cuestionaban con regularidad a las internas sobre su historia sexual en un intento por encontrar la verdadera fuente de desviación y desequilibrio mental. Los médicos de La Castañeda eran, en eso, implacables. Su interés por obtener conocimiento científico sobre el sexo femenino —información que legitimizaba las lentes que, en primer lugar, ellos empleaban para ver a las pacientes— los condujo a contribuir de manera importante a la producción de la categoría misma de sexo en el México revolucionario.

La cada vez más abundante literatura médica que vinculaba al sexo con las enfermedades femeninas sin duda informaba, si no es que alentaba, los encuentros entre los médicos del hospital psiquiátrico y las pacientes. A medida que se acumulaban las preguntas, los psiquiatras demandaban revelaciones e inducían —a veces poco a poco, otras veces de forma abrupta— la confesión femenina. Atentos a los detalles, los médicos organizaban después la información recibida en ciertos diagnósticos, uno de los cuales era la locura moral. A pesar de que no eran numerosos, pues los diagnósticos de esta condición sumaban apenas alrededor de 2% de los expedientes del hospital psiquiátrico en 1910, era bastante común como factor contribuyente en otros, tales como alcoholismo, histeria y sífilis cerebral, condiciones asociadas todas ellas con un dudoso “sentido moral”. Bajo el diagnóstico de “locura moral” se escondía, pues, una sospecha y un juicio y, también, esa curiosidad entre escandalizada y morbosa que provocan las revelaciones más íntimas. Ahí estaban pues, “la mujer que hablaba mucho” y el médico que, más que nunca, se volvía todo oídos. Ahí tomaba lugar eso que me ha dado en llamar la psiquiatrización del sexo.

1 Basado en datos de 422 expedientes del Manicomio La Castañeda, 1910. Algunos de los grupos de diagnóstico más prominentes entre las pacientes eran: epilepsia, 27.72%; imbecilidad, 12.32%; demencia precoz, 8.53%; melancolía, 3.79%; alcoholismo, 3.31%; y locura moral, 1.65%.

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Sunday, March 14, 2010

TAN LEGIBLE COMO TU ROSTRO



What now took place with the birds--or was it with me?--happened by virtue of the place that I, so commanding, so solitary, had chosen out of melancholy in the middle of the afterdeck. All at once there were two seagulls populations, one the Eastern, the other the Western, left and right, so totally different that the name "seagulls" dropped away. Against the backdrop of the moribund sky, the birds on the left retained something of its brightness, glittered with every turn up and down, got along or avoided each other and seemed not to stop weaving an interrupted, unpredictable series of signs, an entire, unspeakably changing, fleeting winged web--but one that was legible.

Walter Benajamin, Seagulls.

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Friday, March 12, 2010

LO QUE SE ME OLVIDA



Érase una vez. Había un bosque. Los caminos de tierra bajo las plantas de los pies. La soberanía vive en La Intemperie: eso es cierto. Nómada la mano, que se alza hacia la piel. El cielo es, a veces, un cuerpo. Las raíces, enormes, bajo las plantas que son las plantas de los pies. Los muslos, que avanzan. Las pantorrillas. !Ah, las pantorrillas! A menudo no tengo casa o, si tengo casa, la casa carece de techo. Tomo todos los tordos. Los árboles se mueven de lugar. Vivía, ciertamente, dentro del nombre de ciertas plantas. Orquídea. Helecho. Lavanda. Había agua. Érase que se era. Respirar es una costumbre inaudita. Te inhalo/Te exhalo. Las aves negras. Las aves marías. Las sabes. Carezco de religión o de estío. ¿Había, de verdad, un bosque? Había un bosque, eso es definitivo. Alguien parpadeaba bajo las sombras de las ramas carnívoras. Alguien besaba, labiodentalmente. La verdad es que quiero un reino. Alguien caminaba sobre el agua, aproximándose. Lentamente es un adverbio muy largo. Serpenteaban las raíces bajo las plantas de sus pies. Los caminos de tierra: el placer de escribir eso: los caminos de tierra. Y luego la lluvia, que cae. Había una vez. O dos. Había un bosque. Desde ahí miraba todo esto.

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Wednesday, March 10, 2010

TRADUCIR



Lo dijo Blanchot: Pero hay otra clase de interrupción. Esta interrupción introduce la espera, que es lo que mide la distancia entre dos hablantes, no la distancia reducible, sino la distancia irreducible... Ahora lo que está en juego es esta cosa extraña entre nosotros.

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Tuesday, March 09, 2010

EROTOGRAFÍAS POMPEYANAS

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura. Esta es una versión completa del artículo]

La ortografía, como se sabe, es “la parte de la gramática normativa que fija las reglas para el uso de las letras y signos de puntuación en la escritura”. Otra fuente añade: “La ortografía se basa en la aceptación de una serie de convenciones por parte de la comunidad lingüística con el objetivo de mantener la unidad de la lengua escrita”. Lo que a mí me queda claro, luego entonces, es que la ortografía es una convención dinámica y tensa, puesto que en el “fijar” de las reglas se asume que participan integrantes, acaso disímiles, de “la comunidad lingüística”. También me queda claro que la lengua tiende a la dispersión y el no sé qué tan sano esparcimiento, puesto que se han creado organismos, tales como la Real Academia, para “mantener su unidad”.

No estoy muy segura del nivel de fiabilidad de mis fuentes (y aquí he de confesar que son fuentes wikipédicas) pero todo parece indicar que meterse con la ortografía no es un asunto menor. Más allá de una simple distracción o una analfabético devaneo, retar a la ortografía implica vérselas con las mismísimas fuerzas que mantienen a una lengua intacta. El mal ortógrafo puede bien ser un perfecto ignorante, pero mirado de otra forma, mirado desde los lentes del twitter, también podría ser guerrillero de las fuerzas centrífugas de la lengua escrita. ¿Y para qué querríamos una lengua que, parafraseando lo que le dijo López Velarde a la Diamantina (Patria), fuera siempre fiel a Sí Misma?

Aclaro: No es este un alegato a favor de las faltas de ortografía en general, aparezcan éstas sobre papel o sobre la pantalla. Lo que quiero hacer es sentar las bases para analizar uno de los métodos más comúnmente empleados por los twittescritores de la Pompeya mexicana de inicios de siglo XXI cuando contestan a la pregunta “¿Qué es lo que está pasando (con el lenguaje)?”.

Mi teoría es que, utilizando a la ortografía como un campo de acción, estos twittescritores alteran tanto el significado de palabras específicas así como de frases completas—ya de extracción popular, ya de una cultura libresca—para producir visiones críticas y lúdicas del cotidiano de donde surgen. Así, desde las oficinas donde laboran o dentro de esas habitaciones para solos, los twittescritores se las arreglan para producir la frase que, como el verso o el aforismo el poemínimo cuando lo es, continúe constatando que, si es lenguaje, entonces no es natural ni inamovible ni pétreo. Si es lenguaje es lúdico. Si es lenguaje, en manos del teclado y en pantallas disímiles, pues entonces es política. Tal vez @pellini tenía razón cuando aseguraba que “Ustedes son geniales, pero tienen un empleo mediocre y una vida triste”, pero sin duda está en lo correcto cuando añade: “Esa es la magia de tuíter.”. Arqueólogos de significados apenas ocultos y malabaristas de la frase bien hecha, los twittescritores son gente que ha aprendido bien, y para bien, el viejo adagio que reza que, sobre todo, hay que saber reírse de uno mismo.

Es interesante, sin duda, encontrarse en los laberintos de la neo-Pomepeya con escritores que, utilizando más comúnmente el soporte de papel, hacen una transición limpia a la frase de 140 caracteres: de los traducciones de Aurelio Assiain, por ejemplo, a las elucubraciones bien hechas de Isaí Moreno; del los juegos de palabras que desde el otro lado del charco produce Jorge Harmodio a los subrayados de Jordi Soler. Es posible encontrar en twitter lipogramas (Gael publicó uno hace un par de días, por ejemplo), palíndromos, ficciones súbitas, traducciones exactas, mini-ficciones. También es interesante descubrir a esos otros twittescritores que tal vez publican o no en papel, pero cuyo modo de escribir es, sobre todo, electrónico. Podrían pasar por ocurrencias o puntadas y, siéndolo, como lo podrían ser, todas estas frases de 140 caracteres o menos, son otra cosa: son escritura. Que la conciencia gramatical está ahí, activa y desafiante, anti-autoritaria y nada pueril, me queda claro en entradas como la de @hiperkarma: “De ahora en adelante, Usaré Mayúsculas Cuando Hable”. Dándole RT a una frase de @mutante, @hiperkarma se hace eco de las trasgresiones ortográficas así: “No pienso poner ni una coma y dar así una libertad inusitada a la interpretación del texto escrito”. Fue ella quien, desde Monterrey, respondió crítica y justamente el anuncio mal redactado de Gandhi: “Si tu límite de lectura son 140 caracteres. Te vamos a hacer leer. / Si su puntuación es mala, les enseñaré a escribir”.

Sus métodos aparentan ser simples pero tienen, sin duda, su chiste. Van los más recurrentes: el cambio/sustitución de letras dentro de una palabra, primero y, después, la re-ubicación/reemplazamiento de una palabra por otra dentro de una frase. En ambos casos el fin (buscado o no) es producir una proliferación de significados que desnaturaliza, cuestionándolo, el significado que ya nunca más será “original”. Con el simple cambio de la vocal “e” por la vocal “a”, la palabra “felicidad”, por ejemplo, puede devenir en “falicidad”, neovocablo a través del cual se asocia el falo con el significado positivo de la palabra inicial. En “Me rehuso a que no me reuses”, @diamandina borra la mudísima “h” de la segunda palabra que ahora, incluso sin guión entre sus partes, adquiere una dimensión erótica, si no es que sexual. En “Instrucciones para bailar matemáticamente: cuestión de seguir el algorritmo”, la incorporación de una segunda “erre” en la última palabra logra intercambiar, de manera por demás feliz, el ritmo del baile con la idea de método propio de la ciencia de los números. Un hastag de #pornolibros (yo lo seguí en @viajerovertical) lleva este ejercicio al paroxismo al cambiar letras en algunas palabras de ciertos títulos muy conocidos para producir un doble significado sexual. Culises, de Joyce, es uno de ellos, por ejemplo.

Existe un segundo método en el cual la palabra permanece intacta, pero cuyo cambio de posición en una frase bien conocida (un dicho popular, el título de alguna canción o película, por ejemplo) termina por producir resultados paródicos o epifánicos. @diamandina dijo alguna vez: “Engañifa. Albaricoque. No es por presumir, pero tengo felicidad de palabra”. La “facilidad” de la frase coloquial (tener facilidad de palabra) ha sido exponencialmente elevada a través de la “felicidad”, palabra que respeta las reglas de la ortografía, pero cuyo posicionamiento en esta oración no es “natural”.

Otros, como @viajerovertical, se vale de sus lecturas de filosofía para plantear cuestiones de teoría literaria “¿La experiencia se conserva o se disuelve en el texto?”, y para llevar a cabo reflexiones personales sobre la memoria y, entre otras cosas, el amor: “Qué dolor el idilio en que uno solo es los dos amantes y el jardín y el pájaro”. De las interacciones con el inglés, los twittescritores también cosechan sus frases de 140 caracteres. @diamandina lo logra otra vez, combinando las burbujas del champán con las del envoltorio de plástico en: “A manera de brindis hay que caminar sobre el bubble wrap”.

Lo que en sentido literal podría ser tomado como un error ya de conocimiento (el no saber las reglas ortográficas) o de mecánica (el típico “dedazo”), deviene en el universo de la twittescritura, gracias al ingenio y al roce continuo con el hacer de las palabras, en breves frases con gran poder evocativo y, en su caso, paródico. He aquí la razón por la cual he llamado erotografía a estos juegos con ortografías alternativas que tanto caracterizan a la los twittescritores de hoy: el roce, el cuerpo a cuerpo con las palabras de todos los días. El placer. Ah, el placer de volver a leer, por fin, algo fresco. Nota final: la erotografía no tiene nada que ver, que yo sepa, con la más bien aleatoria ortografía del twitter o twiter o tuiter o tuitah.

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Monday, March 08, 2010

LO QUE NECESITA UNA MUJER (en su día)



Dijo ella: un Jefe de Mantenimiento, un Administrador de Pequeñas Empresas Muy Privadas, un Conversador Profesional, un Sexoservidor, un Copiloto, un Editor de Textos de Última Hora, un Masajista, un Music/Video Dealer, un Fashionista, un Wake-Up Caller, un Compañero de Farra, un Lector de Textos en Voz Alta, una Colcha Humana, un Murmurante Semi-Nocturno, un Bebedor de Champaña, un Las-Manos-Más-Suaves.

Dijo él: !Ah, me la pones fácil!

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Thursday, March 04, 2010

TALLER DE POESÍA DOCUMENTAL GUARDERÍA ABC

Porque a la poesía le concierne.
A inicios de junio del 2009, murieron 49 niños y más de 70 sufrieron lesiones de gravedad como resultado de un trágico incendio ocurrido en la guardería ABC, en Hermosillo, Sonora.
Nadie ha sido consignado a las autoridades hasta el momento. Pero los dolientes han hablado y lo siguen haciendo. El periodista Diego Osorno se ha dado a la tarea de recoger los testimonios de los padres de estos 49 niños en su blog del diario Milenio: http://www.milenio.com/blog/Osorno

Con base en algunos de los preceptos de la poesía documental, especialmente su interés crítico en el discurso público y las políticas de documentación oficial, en este taller combinaremos los registros que ha producido la tragedia ocurrida en la Guardería ABC, privilegiando la voz de los dolientes que ha ido recogiendo el periodista Diego Osorno en su blog del periódico Milenio, con métodos como el collage, la yuxtaposición y la ruptura, para componer poemas del aquí y del ahora.

Luego de una breve charla sobre la historia de la poesía documental como una de las tendencias del modernismo norteamericano, el periodista Diego Osorno compartirá su experiencia como "documentador alternativo" de esta tragedia. Inmediatamente después, nos dedicaremos a componer/curar textos (los seleccionados por cada uno y traídos en usv) para producir poemas documentales sobre Guardería ABC.

Buscar en internet: artículos periodísticos sobre Guardería ABC (traerlos en usv).
Traer: textos adicionales (pueden ser textos poéticos, secciones de ensayos académicos, wikis, etc) también en usv.

Una selección de esto textos se publicará en un sitio creado para este fin en internet al final del taller.


Claustro de Sor Juana/Programa de Escritura Creativa
Imparte: Cristina Rivera Garza, con la participación del periodista Diego Osorno.
Marzo 23, 24 y 25, de 3:00 a 6:00 pm.


Informes e inscripciones: escrituraclaustro@gmail.com, tels: 51303305, 3310 y 3311, www.ucsj.edu.x

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Wednesday, March 03, 2010

MAX ERNST EN CAMPO ALASKA, 1946.

Max Ernst, como es bien sabido, nació en Brühl, en 1891. Ingresó eventualmente en la Universidad de Bonn, donde estudió filosofía y psiquiatría. Mejor conocido por frases como "En la rueda llamada del Veneno, encuentros ilimitados y robustas efervescencias", Ernst se alistó en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial. Atraído por la revolución dadaísta contra lo convencional, que ya había surgido en Suiza cuando dejó el ejército, Ernst se instaló en Colonia y comenzó a trabajar en el collage. En 1922 se trasladó a vivir a París, donde comenzó a pintar obras surrealistas en las que figuras humanas de gran solemnidad y criaturas fantásticas habitan espacios renacentistas realizados con detallada precisión (L'eléphant célèbes, 1921, Tate Gallery, Londres). En 1925 inventó el frottage (que transfiere al papel o al lienzo la superficie de un objeto con la ayuda de un sombreado a lápiz); más tarde experimentó con el grattage (técnica por la que se raspan o graban los pigmentos ya secos sobre un lienzo o tabla de madera). También recordado por frases como "Loplop, el superior de los pájaros, se ha hecho carne sin carne y vivirá entre nosotros", Ernst fue encarcelado tras la invasión de Francia por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. En la prisión trabajó en la decalcomanía, técnica para transferir al cristal o al metal pinturas realizadas sobre un papel especialmente preparado. Autor que sin duda viene a la memoria ante diálogos como "Preguntadle a este mono: ¿quién es la mujer 100 cabezas? A la manera de los padres de la Iglesia os responderá: Me basta con mirar a la mujer 100 cabezas para saberlo. Basta que pidáis una explicación, y ya no lo sabré", Ernst debutó como actor en 1939 con La edad de oro (L' Age D' Or), segundo filme surrealista del director español Luis Buñuel, donde interpreta el papel del cruel jefe de los bandidos. Dicho film causó un verdadero escándalo en Francia, y fue prohibida por más de 50 años. En 1941 emigró a Estados Unidos con la ayuda de Peggy Guggenheim, quien se convertiría en su tercera esposa en 1942.

Entre 1942, la fecha de su arribo a América, y 1953, año en que vuelve a establecerse en Francia, Ernst emprendió un viaje singular que lo llevaría al norte de México, apenas del otro lado de la frontera con Estados Unidos, justo a ese sitio donde da inicio el intrincado macizo de montañas conocido como La Rumorosa donde se encontraba ya entonces el conjunto de edificios llamado Campo Alaska. Poco se sabe de esta extravagante excursión que Ernst llevó a cabo solo, en 1946, puesto que en un mutismo cuidadosamente elegido y, por lo mismo, extraño, decidió expurgar de sus diarios y cuadernos de notas cualquier mención de su visita. El guía de Mr. Ernst en Campo Alaska, un ingeniero taciturno que poco ya recordaba del alemán, su lengua natal, no pudo dejar de hacer anotaciones, sin embargo, en hojas cuadriculadas partidas a la mitad. Una rápida pesquisa en los archivos locales me reveló que en un día indeterminado de marzo, "Mr. Ernst paseó cabizbajo por las lomas parcas, recogiendo aquí y allá piedras o alambres. A veces se detenía a ver el cielo azul, respirando hondo y sonriendo, se diría que a su pesar. Aunque se lo ofrecí con amabilidad, se negó a probar alimento durante la mañana y, en cambio, se entretuvo por horas armando figuras peculiares con los alambres que encontraba a su paso. Eso hizo por horas: caminaba, miraba el cielo y, mientras tanto, sus manos formaban las figuras que, luego, sin pensarlo demasiado, arrojaba otra vez hacia el camino pedregoso."

El guía de Mr. Ernst, como llamó a su invitado las dos veces que lo mencionó en sus papeles personales, no le otorgó demasiada importancia a las "peculiares figuras de alambre". Describió someramente algunos de sus contornos, en efecto, pero en ningún lugar dejó constancia de que las hubiera recogido del "camino pedregoso" o de que le hubieran gustado. Resulta evidente que el ingeniero alemán no tenía la menor idea de quién había sido el hombre canoso que un superior había tenido a bien poner a su cargo durante una jornada de 48 horas.

Una excursión tan extravagente como la que emprendió Max Ernst en 1946 me llevó a Campo Alaska a inicios del 2009. No iba sola, como Ernst en aquel primer año de la posguerra, sino en compañía de mi hijo y de una amiga a quien le gustaban estos viajes intempestivos. Si alguien me preguntara ahora por qué elegimos las ruinas de un viejo manicomio a los pies de unas montañas secas como lugar de pase de fin de semana, no tendría respuesta alguna para eso. Si existiera la interrogante, no me quedaría otra alternativa más que callar. Sucedió sin que lo pensáramos demasiado, eso es cierto. Yo había realizado una investigación de años sobre el Manicomio de La Castañeda, establecido en 1910 en la Ciudad de México, y desde entonces cualquier mención a hospitales psiquiátricos llamaba mi atención. Esto podría funcionar a manera de vulgar explicación. Las fotografías que aparecieron en internet, en todo caso, nos convencieron. Las ruinas parecían prodigiosas o míticas, una de las dos. Y el paisaje resultaba en verdad sobrecogedor. Después de vivir ya por varios años en la frontera norte del país, mi hijo y yo no habíamos visitado todavía el este de la región. Esto también lo mencionamos como posible justificación. Tan pronto como nos subimos al coche, buscando sin encontrar de inmediato la salida a Tecate, ya no preguntamos más. Las canciones de Demian Rice acompañaron un recorrido sin percances.

Llegamos un poco después de medio día y, tal como lo habían sugerido las imágenes de internet, los tres edificios que componían el complejo de Campo Alaska estaban en ruinas. Sin techos, traspasadas por pintas de colores, cubiertos aquí y allá por el blanco de la cal, el antiguo hospital para tuberculosos y la escuela primaria y la casa de gobierno que hospedaba durante el verano al equipo de Mexicali provocaban una extraña melancolía. El único edificio que la remodelación había logrado sacar de su natural deterioro era el manicomio, convertido ahora en museo. De un breve recorrido por sus salas logré recordar las argollas minúsculas pero fuertes que sobresalían de varios lugares del piso y las fotografías de la construcción del Camino Nacional, iniciado en 1916.

--¿Ve eso? --preguntó el vigilante del museo, señalando las argollas.
Incliné la cabeza para indicarle que, en efecto, las veía.
--De ahí los ataban --dijo en voz baja, como si en realidad no quisiera brindar ese tipo de información.
--A los furiosos, supongo --contesté, acuclillándome frente a una de las argollas y estirando la mano para poder tocarla.

El tiempo. El paso del tiempo.

--A todos en realidad. No siempre, pero a todos en realidad --aclaró--. Nunca hubo suficiente personal, sabe. Y pues estamos lejos de todo.

Miré alrededor. No era difícil comprobar lo que decía. El cielo tan azul. El ruido hosco de las ráfagas del viento. Estábamos lejos, ciertamente. Lejos incluso de nosotros mismos. La sensación pronto me provocó náuseas.

Los ecos de la voz de mi hijo me trajeron de regreso a donde estaba. Me incorporé y di las gracias. Busqué sus rastros afuera, pero ya caminaban más allá de las ruinas de los edificios. Me habían avisado que se iban a buscar piedras en formas de corazón--nunca supe a ciencia cierta quién decidió que ése sería el objetivo-- y fue por eso, porque supuse que tardarían, que me dirigí al coche, abrí la cajuela y saqué una de las botellas de vino que habíamos preparado para el viaje. No la abrí sino hasta que encontré el árbol perfecto y, bajo el árbol, la piedra redonda y suave. Sobre ella me senté a ver el cielo. Desde ahí estuve lo más lejos. Incesante, el ruido del viento. Altísimo, el cielo tan alto. La devastación. Hasta allá llegaban de cuando en cuando los ecos de los gritos alborozados cuando mis compañeros de excursión encontraban algo. Asumí, equivocadamente ahora lo sé, que serían las piedras. Cuando por fin regresaron, sudorosos y exultantes como les corresponde a los naturalistas de cepa, mi hijo traía las manos llenas de unos extraños alambres oxidados que parecían representar algo.

--Mira --dijo, extendiendo las manos con orgullo--. Te los regalo --añadió. Guardé silencio al observarlos con cuidado y, luego, al tocarlos. Guardé silencio cuando, después, los deposité en una caja cualquiera e intenté olvidarlos. "

--Podría ser algo así --me dije. Pero sacudí la cabeza y me puse a pensar en cosas más productivas o, al menos, reales.

La visita al archivo tampoco estaba en mis planes. Fui porque asesoraba una tesis sobre la historia de este manicomio y la responsabilidad, más que la curiosidad, me obligó a hacer una parada un poco más larga mientras paseaba por la ciudad capital. Recordé el viaje anterior, ocurrido casi un año atrás. Recordé la tarde fresca y el cielo alto. El súbito mareo que me había llevado a buscar una roca. En algún lugar de la cabeza aparecieron los figurines de alambre, pero no del todo. Supongo que fue el destino, o tal vez el azar, lo que me hizo tropezar con los documentos del ingeniero alemán de naturaleza taciturna que había dirigido algún tipo de trabajo en la apertura del Camino Nacional, como se le conoció por algún tiempo a la carretera Tijuana-Mexicali que atraviesa La Rumorosa. Mr. Ernst, había escrito en letra de molde, había estado ahí en 1946. Una visita intempestiva. Una llamada de atención de uno de sus superiores. Un engorroso encargo. Todo parecía indicar que, para él, para el ingeniero, Mr. Ernst había sido un dato algo interesante, pero no perturbador. Notó que había hecho figurillas con los alambres y que, luego, en un ademán que al ingeniero le pareció algo irregular, los arrojaba otra vez sobre camino pedregoso. Años después, demasiados como para ser reales, mi hijo había caminado por los mismos sitios. Yo no lo vi inclinarse sobre la extraña figura, ni sonreír cuando finalmente las fue juntando una a una. Yo no lo vi pero de lejos, desde la roca a donde había ido para estar lo más lejos, escuché el sonido de su sorpresa. El eco de su hallazgo. Recordado por frases como "Soy el Dios sin mujer. Soy el Dios hambriento. Hasta en imagen, debo morir", o "Mi esposo celestial se ha vuelto loco. Pero yo guardo en mi santuario la cabeza y los brazos que han tocado el trueno", Ernst, Mr. Ernst, queda pues, aquí.

--crg

Tuesday, March 02, 2010

BREVES MENSAJES DESDE POMPEYA

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano MIlenio, sección de cultura]

Son varias las razones que explican mi reciente adicción al Twitter. Si he leído bien los ensayos teóricos acerca de este fenómeno de comunicación instantánea que se establece a través de mensajes escritos en no más de 140 caracteres, esas razones también son complejas. Todos los caminos parten esta vez de Pompeya, y no de Roma. Nuestra cuna no es ya más esa ciudad eterna donde las ruinas yacen, capa sobre capa, en un gesto de circular totalidad. Nuestra cuna es, aquí y ahora, esa otra ciudad petrificada en la gloria de un instante: Pompeya. Corte. Tajo. Interrupción.

Hubo, alguna vez, eso es cierto, un homo psychologicus. Se trataba de ese ser humano de las sociedades industriales que construyó gruesos muros para separar lo privado de lo público y proteger así una noción silenciosa y profunda, individual y estable, del yo. Porque tenía un secreto, el homo psychologicus inventó el psicoanálisis, por ejemplo. Tener un rico “mundo interior” y una “historia propia” fueron, en esa época, cosas de suyo importantes. Escribir largos libros laberínticos (libros, en este sentido, romanos) que llegaban, sin embargo, a un final bien establecido, no sólo era especial para el escritor que firmaba el relato con su nombre, desligando así al autor del narrador y del personaje, sino también para el lector que, en silencio, en otra habitación del mundo privado, recibiría el mensaje que lo alertaría sobre los recovecos propios. Se narraba, pues, para ser o porque se era alguien extraordinario. Se leía por igual cantidad de razones. Uno de los máximos representantes de ese mundo —francés, por cierto, y de apellido de Mallarmé— llegó a argumentar que la vida existía par ser contada en un libro. A juzgar por el peso del papel, los libros eran objetos bastante engorrosos en esa época.

Pero el homo psychologicus, como se sabe, ya fue. En su lugar se ha ido formando, no del lento quehacer de la ruina romana, sino del imperioso instante de Pompeya, el homo technologicus: un ser poshumano que habita los espacios físicos y virtuales de las sociedades informáticas para quien el yo no es ni secreto ni una hondura ni mucho menos uno interioridad, sino, por el contrario, una forma de visibilidad. Conectado siempre a digitalidades diversas, el technologicus escribe dentro de habitaciones transparentes bordeadas de pantallas y, de hecho, acompañado con frecuencia de gente. Ahí, pues, escribe esa vida que sólo existe para que aparezca inscrita en fragmentos de circulación constante en esa exterioridad —para usar un término vintage— conocida como soporte Web 2.0.

Se trata, en ambos casos, de escribir la vida. Pero en la iracunda competencia entre la ficción y la no-ficción (como nombran estas cosas en el ex-imperio de Estados Unidos) la no-ficción va ganando, y por goliza. En plena era de la muerte de la muerte del autor, vale más que a uno le digan, por ejemplo, “te quiero non-fiction”, a que le espeten en la cara su infame contrario. Una extraña pero sugerente combinación entre el culto a la personalidad y una noción alterdirigida del yo dentro de un régimen de visibilidad total ha provocado que cientos de miles de millones de seres poshumanos se lancen raudos y veloces a transmitir mensajes escritos sobre lo que les acontece en ese justo y pompéyico instante. Sin trama totalizadora ni objetivo teleológico alguno, esos pedazos de escritura cruzan el espacio cibernético sin otro fin más que el aparecer donde aparecen, es decir, frente a la vista legitimadora de su otro igual. Leer es, en efecto, una forma de constatar. No hay secreto.

Porque soy una DM (Digital Migrante), he llegado al twitter con algunos años de atraso. Eso no le resta, sin embargo, ni intensidad ni placer a mi nueva twitadicción. De mis alebrestadas exploraciones por esta Pompeya mexicana del siglo XXI rescato la diseminación horizontal de la información (me he enterado de más minucias culturales y políticas a través de la lectura y los subrayados de mi comunidad twittera —desde los links de Alberto Chimal o Ernesto Priego a los comentarios de Yuri Herrera o Irma Gallo—que en cualquier otro medio); el ejercicio crítico del periodismo ciudadano (la información producida y propagada acerca del terremoto de Chile me basta como ejemplo); y sobre todo, las formas de escritura que responden con creces a la pregunta/abracadabra de todo twitt: ¿Qué le está pasando (al lenguaje)?

Por malformaciones del oficio, busco escritura en todo lo que hago. Contra todo pronóstico eso también lo he encontrado en el twitt. Tengo la impresión, por ejemplo, de que a twittescritores como @diamandina y @franklozanodr les importa escribir y aparecer en la pantalla, en ese orden. Más que informar sobre lo que les pasa (aunque lo hacen), estos dos escritores de Guadalajara (es lo más que pude colegir de sus sitios) escriben lo que le pasa al lenguaje. Sus textos nos permiten ser testigos de lo que le sucede cuando Oulipo ha tomado el mando y la sociedad entera se atiene a la máxima de los 140 golpes de extensión. Analizar con justicia lo que hacen me llevaría páginas enteras, pero anoto aquí la manera jocosa y deslumbrante en que ambos desensamblan el lenguaje popular, con frecuencia cambiando letras que convierten una palabra en varias más o re-posicionando palabras dentro de una oración que se convierte, así entonces, en una oración ya desconocida. En su “Me haces falta de sobra”, de @diamandina, o en “Que-herida”, que aparece en este instante en mi pantalla dentro de una cajita horizontal firmada por @franklozanodr, no sólo hay un profundo conocimiento de los giros cotidianos del lenguaje sino una lúdica subversión de la sintaxis y la ortografía que me indican que ahí hay escritura y, por lo tanto, pongo atención, implicándome. En un terreno que no alcanza a cubrir el aforismo pero al que no llega del todo el poemínimo, @diamandina escribe: “Desde 1998 te estaba esperando en 2010”, “El acto malabárico de poner en movimiento tantos celos al mismo tiempo”, “Reaccionaria: preferiría no preferir no hacerlo”, “Mis planes tienen una agilidad sorprendente para dar vuelta en bu”. De @franklozanodr: “Recuerdas ese jardín. No lo tuvimos”. “Yo en realidad tengo una piedra en el corazón, y oídos sordos”. “Y rueda la piedra, gira en su pértiga sonámbula hasta su conversión en polvo”. Llevo días ya citándolos a la menor provocación y eso, válgame dios, voy a decir una reverenda barbaridad (cosa que se me da, a decir verdad), eso es algo que no hice ni siquiera con Tolstoi.

--crg