EL REGRESO DE LA CRESTA DE ILIÓN
Un texto de Ana Lucia Trevisan, desde Sao Paulo: La Cresta de Ilión: La palabra femenina en la frontera, Revista Literis, Julho 2010, Vol. 5.
--crg
Thursday, September 30, 2010
PEQUEÑA TRADUCCIÓN MATUTINA
Gennady Aygi, Field-Russia, trans. from chuvash from Peter Franc.
AFTER THE BLIZZARDS
I with quietness at evening
(soul as if in snowdrifts)
know this: you are in the Land
and so--the breath in the snows
and the shadow among them is such
(soul like repose of the field)
as looking into eyes we say "miraculous"
and sliding over itself
(and even more quietly)
as in open happiness
DESPUÉS DE LAS TORMENTAS DE NIEVE
Yo con la quietud en la tarde
(el alma como la nieve acumulada después de la ventisca)
sé esto: estás en la Tierra
y por eso--el aliento de las nieves
y la sombra entre ellas es tal
(el alma como el reposo del campo)
como si mirara dentro de los ojos cuando decimos "milagrosos"
y deslizándose sobre sí misma
(y todavía más quietamente)
como en la felicidad abierta
--crg
Gennady Aygi, Field-Russia, trans. from chuvash from Peter Franc.
AFTER THE BLIZZARDS
I with quietness at evening
(soul as if in snowdrifts)
know this: you are in the Land
and so--the breath in the snows
and the shadow among them is such
(soul like repose of the field)
as looking into eyes we say "miraculous"
and sliding over itself
(and even more quietly)
as in open happiness
DESPUÉS DE LAS TORMENTAS DE NIEVE
Yo con la quietud en la tarde
(el alma como la nieve acumulada después de la ventisca)
sé esto: estás en la Tierra
y por eso--el aliento de las nieves
y la sombra entre ellas es tal
(el alma como el reposo del campo)
como si mirara dentro de los ojos cuando decimos "milagrosos"
y deslizándose sobre sí misma
(y todavía más quietamente)
como en la felicidad abierta
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Wednesday, September 29, 2010
PEQUEÑA TRADUCCIÓN BAJO UNA LUZ QUE TODAVÍA PARECE DEL MEDIODÍA
Fanny Howe, "Catholic", in The Best American Poetry 2004, guest editor Lyn Hejinian.
6.
For some meditation, contemplation, prayer indicate that there is an emptiness already built into each body and it is that which (paradoxically) makes these persons feel at home in the cosmos.
8.
The taste and smell of an action, comes from its objective. This is the strange thing about relationship. What you desire is what creates your quality. You are not made by yourself, but by the thing that you want. It is the sense of a mutually seductive world that an itinerant life provides. Because you are always watching and entering, your interest in fixtures grows weary and your strongest tie is to stuff off to the side traveling with you.
11.
Passions are eliminations, but they are critical to the body´s survival, because they attract, command, and absorb; they make vigilant. Hope and fear, there are the two passions that loom behind the others. I know a man driven by fear, and another one deluded by hope.
15.
In some form or other, the deformity of the form is always potential as opposed to immanent. Perfection requires attention.
20.
I can´t believe I can see. I can´t believe I can hear. I can´t believe I can speak or think. What are commodities but evidence of lost people. You cannot love a bathrobe so what can you love about your own texture.
>>>>>
6.
Para algunos la meditación, la contemplación y la oración indican de que hay un vacío dentro de cada cuerpo y es esto lo que (paradójicamente) hace que estas personas se sientan a gusto en el cosmos.
8.
El sabor y el aroma de una acción dependen de su objetivo. Esto es lo extraño acerca de las relaciones. Lo que tú deseas es lo que produce tu calidad. Tú no te creas a ti mismo; es la cosa deseada la que te produce. Una vida itinerante provee la sensación de un mundo mutuamente seductor. Porque siempre estás viendo y entrando, tu interés por los enseres fijos disminuye y tu lazo más fuerte es con cosas desechadas que viajan contigo.
11.
Las pasiones son eliminaciones, pero son fundamentales para la supervivencia del cuerpo porque atraen, ordenan y absorben; nos vuelven vigilantes. La esperanza y el miedo son las dos pasiones que se quedan al final. Conozco a un hombre motivado por el miedo; y otro burlado por la esperanza.
15.
En una forma u otra, la deformidad de la forma siempre es potencial y no inmanente. La perfección requiere atención.
20.
No puedo creer que veo. No puedo creer que oigo. No puedo creer que hablo o pienso. Qué son la mercancías sino evidencias de la gente que perdimos. No puedes amar una bata de baño porque qué amarías de tu propia textura.
--crg
Fanny Howe, "Catholic", in The Best American Poetry 2004, guest editor Lyn Hejinian.
6.
For some meditation, contemplation, prayer indicate that there is an emptiness already built into each body and it is that which (paradoxically) makes these persons feel at home in the cosmos.
8.
The taste and smell of an action, comes from its objective. This is the strange thing about relationship. What you desire is what creates your quality. You are not made by yourself, but by the thing that you want. It is the sense of a mutually seductive world that an itinerant life provides. Because you are always watching and entering, your interest in fixtures grows weary and your strongest tie is to stuff off to the side traveling with you.
11.
Passions are eliminations, but they are critical to the body´s survival, because they attract, command, and absorb; they make vigilant. Hope and fear, there are the two passions that loom behind the others. I know a man driven by fear, and another one deluded by hope.
15.
In some form or other, the deformity of the form is always potential as opposed to immanent. Perfection requires attention.
20.
I can´t believe I can see. I can´t believe I can hear. I can´t believe I can speak or think. What are commodities but evidence of lost people. You cannot love a bathrobe so what can you love about your own texture.
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6.
Para algunos la meditación, la contemplación y la oración indican de que hay un vacío dentro de cada cuerpo y es esto lo que (paradójicamente) hace que estas personas se sientan a gusto en el cosmos.
8.
El sabor y el aroma de una acción dependen de su objetivo. Esto es lo extraño acerca de las relaciones. Lo que tú deseas es lo que produce tu calidad. Tú no te creas a ti mismo; es la cosa deseada la que te produce. Una vida itinerante provee la sensación de un mundo mutuamente seductor. Porque siempre estás viendo y entrando, tu interés por los enseres fijos disminuye y tu lazo más fuerte es con cosas desechadas que viajan contigo.
11.
Las pasiones son eliminaciones, pero son fundamentales para la supervivencia del cuerpo porque atraen, ordenan y absorben; nos vuelven vigilantes. La esperanza y el miedo son las dos pasiones que se quedan al final. Conozco a un hombre motivado por el miedo; y otro burlado por la esperanza.
15.
En una forma u otra, la deformidad de la forma siempre es potencial y no inmanente. La perfección requiere atención.
20.
No puedo creer que veo. No puedo creer que oigo. No puedo creer que hablo o pienso. Qué son la mercancías sino evidencias de la gente que perdimos. No puedes amar una bata de baño porque qué amarías de tu propia textura.
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Tuesday, September 28, 2010
PEQUEÑA TRADUCCIÓN VESPERTINA
Gennady Aygi, Field-Russia, trans. from chuvash by Peter Franc.
YOU-AND-FOREST
I was hiding you burying you then
in forest illumination
as if building a nest out of you
(I did not know that both fingers and birds were playing
and coming into being
for a music unkown to me:
timidly-supple to pulse in air-clots of trembling
so--to touch: as if not to touch)
TÚ-Y-EL BOSQUE
Te estaba escondiendo enterrándote entonces
en la iluminación del bosque
como si construyera un nido de ti
(no sabía que los dedos y los pájaros estaban tocando
y convirtiéndose
para una música que yo desconocía:
tímidamente-ágil al palpar en trémulos coágulos de aire
así que--tocar: como si fuera no tocar)
--crg
Gennady Aygi, Field-Russia, trans. from chuvash by Peter Franc.
YOU-AND-FOREST
I was hiding you burying you then
in forest illumination
as if building a nest out of you
(I did not know that both fingers and birds were playing
and coming into being
for a music unkown to me:
timidly-supple to pulse in air-clots of trembling
so--to touch: as if not to touch)
TÚ-Y-EL BOSQUE
Te estaba escondiendo enterrándote entonces
en la iluminación del bosque
como si construyera un nido de ti
(no sabía que los dedos y los pájaros estaban tocando
y convirtiéndose
para una música que yo desconocía:
tímidamente-ágil al palpar en trémulos coágulos de aire
así que--tocar: como si fuera no tocar)
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PEQUEÑA TRADUCCIÓN DIURNA
Gennady Aygi, Field-Russia, Trans. from chuvash by Peter France
PHLOX (AND: ABOUT A CHANGE)
at times--we think: love
(yet there is only silence):
seems a single circle--of light--and quietness
for no one--since long ago:
already--with us--distant!
so now all summer already
(and more than till autumn)
you--as if unseen--you: in open whiteness
in shining unconcerned!
and living such a life (if I remember it as action)
looking as if blindly
I know (as I feel the hurts of children)
that yes: a little
in my passing: playing--of life
you--like a certain circle
(from distances as if distance)
like a weak "god" in the mind (and therefore henceforth
already in free "eternity")--are lovely
PHLOX (Y: ACERCA DE UN CAMBIO)
a veces--pensamos: amor
(y sin embargo sólo hay silencio):
parece un círculo único--de luz--y quietud
para nadie--desde hace tanto:
ya--con nosotros--distante!
así que ahora con todo el verano ya
(y todavía más hasta el otoño)
tú--como algo no visto--en la abierta blancura
en el brillo despreocupado!
y viviendo tal vida (si la recuerdo como acción)
mirando acaso ciegamente
sé (como siento las heridas de los niños)
que sí: un poco
al pasar:jugar--a través de la vida
tú--como cierto círculo
(de las distancias como distancia)
como un débil "dios" en la mente (y luego entonces y por consiguiente
ya en la "eternidad")--eres adorable.
--crg
Gennady Aygi, Field-Russia, Trans. from chuvash by Peter France
PHLOX (AND: ABOUT A CHANGE)
at times--we think: love
(yet there is only silence):
seems a single circle--of light--and quietness
for no one--since long ago:
already--with us--distant!
so now all summer already
(and more than till autumn)
you--as if unseen--you: in open whiteness
in shining unconcerned!
and living such a life (if I remember it as action)
looking as if blindly
I know (as I feel the hurts of children)
that yes: a little
in my passing: playing--of life
you--like a certain circle
(from distances as if distance)
like a weak "god" in the mind (and therefore henceforth
already in free "eternity")--are lovely
PHLOX (Y: ACERCA DE UN CAMBIO)
a veces--pensamos: amor
(y sin embargo sólo hay silencio):
parece un círculo único--de luz--y quietud
para nadie--desde hace tanto:
ya--con nosotros--distante!
así que ahora con todo el verano ya
(y todavía más hasta el otoño)
tú--como algo no visto--en la abierta blancura
en el brillo despreocupado!
y viviendo tal vida (si la recuerdo como acción)
mirando acaso ciegamente
sé (como siento las heridas de los niños)
que sí: un poco
al pasar:jugar--a través de la vida
tú--como cierto círculo
(de las distancias como distancia)
como un débil "dios" en la mente (y luego entonces y por consiguiente
ya en la "eternidad")--eres adorable.
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ELOGIO A LA COINCIDENCIA
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
¡Cómo me gustaría poder narrarles ahora una historia llena de coincidencias! Escribir, por ejemplo, la bola de papel que Olmo 1900 aventó a la vía pública con tan poco cuidado cayó a un lado de la banqueta y, empujada por el sucio viento de septiembre, avanzó tumbo a tumbo sobre baches y topes, de manera veloz, hasta llegar
(coincidencia #1)
a los zapatos de cobalto de Una Mujer Sin Nombre, quien
(coincidencia #2)
se encontraba en esos momentos a la espera de un mensaje divino que le resolviera el acertijo de su destino. Eso, por lo demás, se le notaba en la mirada horizontal con la que auscultaba el texto impredecible del asfalto. Cuando recogió la bola de papel y empezó a leer su contenido, pues, la Mujer Sin Nombre tuvo la imperiosa necesidad de buscar una banca donde sentarse y, por lo mismo, se dirigió a un parque. Magnolias. Cedros. Álamos. Ahí terminó de leer la misiva pensando, de la manera más ardua posible, en su significado. Levantó la vista, observó las nubes, se dijo: que extraño este azul en el cielo y, justo cuando acababa de hilar la oración completa, una ráfaga de ese mismo viento sucio de septiembre
(coincidencia #3)
le arrebató el papel arrugado de entre las manos. La Mujer Sin Nombre, quien se encontraba especulando todavía sobre el extrañísimo azul de este cielo, tardó en reaccionar y, cuando salió corriendo tras el papel, sólo alcanzó a ver cómo un perro callejero
(coincidencia #4)
lo tomaba entre sus fauces. El pobre, se dijo la cansadísima Mujer Sin Nombre mientras dejaba de correr, debe tener tanta hambre que confundió la tinta con carne de cerdo. Pero el perro que, aunque hambriento en verdad no tenía un pelo de tonto, pronto se dio cuenta de que el papel sabía a papel y la tinta a tinta y, después de correr un par de cuadras más, lo dejó ir con la misma falta de cuidado que mostrara Olmo un par de horas antes. De ahí lo barrió la escoba de una viejecita muy disciplinada quien momentos después lo llevó, junto con una montaña de polvo y otros tantos desperdicios, a su bote de basura, lugar donde permaneció sin ser visto por unas diez horas más. La medida del tiempo es aproximada. A la siguiente mañana, cuando la viejecita disciplinada sacó la basura, el papel encontró la manera
(coincidencia #5)
de salir volando antes de llegar al interior del enorme camión. Como si supiera el destino de su propia trayectoria, el papel volvió al parque donde
(coincidencia #6)
cayó sobre el regazo de La Mujer Bi-Nominal quien se encontraba ahí ponderando, como la otra Mujer Inominada, algo sobre los manglares, los tres últimos días del invierno, el uso del punto y coma y, claro está, el destino. La Mujer de los Dos Nombres, pues, leyó la nota y, como se encontraba en denso trance de resignificación personal, sólo esbozó una sonrisa enigmática cuando, a paso lento, depositó el papel en el bote de basura más cercano. Se iba ya. Iba a hacer otra cosa. Todo habría sido distinto, pero. Luego, como si algo la jalara por el antebrazo
(coincidencia #7)
la Mujer Bi-Nominal volvió al bote y tomó el papel arrugado. Musitó: Lucinda. Y en ese momento se dio cuenta de que no sabía su dirección ni tenía manera de encontrarla y, por eso, le apostó silenciosamente a la sabiduría del tiempo. La sabiduría del tiempo, por cierto, actuó de manera más que rápida porque, con lo distraída que andaba, la Mujer Binominal no tardó en caer, como le había pasado a la propia Lucinda un poco antes, en la madriguera de los cómics
(coincidencia #8)
un lugar al que se llegaba por una escalera muy estrecha que conducía, sin metáfora alguna, hacia abajo. Revisó, eso sí, algunas publicaciones y, mientras se sobaba el tobillo, hasta tuvo tiempo de reírse. Cuando no pudo más y decidió sentarse al lado de una pila de revistas de colores fue que la vió. Lucinda sólo supo decir o, mejor, exclamar:
—Y tú ¿qué andas haciendo por aquí? —como si el aquí se refiriera a un cine o un parque o algún lugar definitivamente público donde no pudiera pasar nada más natural que encontrar a alguien que se conoce vagamente pero que no se tiene manera de localizar. La Mujer Bi-Nominal se volvió a ver su entorno con cuidado. Aquí, se dijo. Una madriguera. Aspiró el aroma a papel manoseado y eso le gustó. Puso atención a los murmullos que su conversación provocaba en algunas esquinas. Momentos después, al tanto de que todo mensaje emitido llega inevitablemente a su destino, sonrió. Tocó el papel arrugado, lo extrajo de su bolsillo y lo colocó frente a sus ojos.
—Esto es para ti. Naturalmente…
>
Todo eso, lo repito ahora, me hubiera gustado. Mi imaginación romántica, proclive a finales-felices y metanarrativas varias, se habría regodeado con una historia de ese tipo. Pero si las novelas se hacen de coincidencias, todo lo demás se alimenta, por el contrario, de la ausencia de ellas. He aquí la verdadera relación de los hechos:
La bola de papel efectivamente avanzó tumbo a tumbo sobre baches y topes a través de la Ciudad Sin Nombre. El tiempo borró los trazos de tinta. El agua la destruyó. Nadie alcanzó a leer la misiva.
Y así.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
¡Cómo me gustaría poder narrarles ahora una historia llena de coincidencias! Escribir, por ejemplo, la bola de papel que Olmo 1900 aventó a la vía pública con tan poco cuidado cayó a un lado de la banqueta y, empujada por el sucio viento de septiembre, avanzó tumbo a tumbo sobre baches y topes, de manera veloz, hasta llegar
(coincidencia #1)
a los zapatos de cobalto de Una Mujer Sin Nombre, quien
(coincidencia #2)
se encontraba en esos momentos a la espera de un mensaje divino que le resolviera el acertijo de su destino. Eso, por lo demás, se le notaba en la mirada horizontal con la que auscultaba el texto impredecible del asfalto. Cuando recogió la bola de papel y empezó a leer su contenido, pues, la Mujer Sin Nombre tuvo la imperiosa necesidad de buscar una banca donde sentarse y, por lo mismo, se dirigió a un parque. Magnolias. Cedros. Álamos. Ahí terminó de leer la misiva pensando, de la manera más ardua posible, en su significado. Levantó la vista, observó las nubes, se dijo: que extraño este azul en el cielo y, justo cuando acababa de hilar la oración completa, una ráfaga de ese mismo viento sucio de septiembre
(coincidencia #3)
le arrebató el papel arrugado de entre las manos. La Mujer Sin Nombre, quien se encontraba especulando todavía sobre el extrañísimo azul de este cielo, tardó en reaccionar y, cuando salió corriendo tras el papel, sólo alcanzó a ver cómo un perro callejero
(coincidencia #4)
lo tomaba entre sus fauces. El pobre, se dijo la cansadísima Mujer Sin Nombre mientras dejaba de correr, debe tener tanta hambre que confundió la tinta con carne de cerdo. Pero el perro que, aunque hambriento en verdad no tenía un pelo de tonto, pronto se dio cuenta de que el papel sabía a papel y la tinta a tinta y, después de correr un par de cuadras más, lo dejó ir con la misma falta de cuidado que mostrara Olmo un par de horas antes. De ahí lo barrió la escoba de una viejecita muy disciplinada quien momentos después lo llevó, junto con una montaña de polvo y otros tantos desperdicios, a su bote de basura, lugar donde permaneció sin ser visto por unas diez horas más. La medida del tiempo es aproximada. A la siguiente mañana, cuando la viejecita disciplinada sacó la basura, el papel encontró la manera
(coincidencia #5)
de salir volando antes de llegar al interior del enorme camión. Como si supiera el destino de su propia trayectoria, el papel volvió al parque donde
(coincidencia #6)
cayó sobre el regazo de La Mujer Bi-Nominal quien se encontraba ahí ponderando, como la otra Mujer Inominada, algo sobre los manglares, los tres últimos días del invierno, el uso del punto y coma y, claro está, el destino. La Mujer de los Dos Nombres, pues, leyó la nota y, como se encontraba en denso trance de resignificación personal, sólo esbozó una sonrisa enigmática cuando, a paso lento, depositó el papel en el bote de basura más cercano. Se iba ya. Iba a hacer otra cosa. Todo habría sido distinto, pero. Luego, como si algo la jalara por el antebrazo
(coincidencia #7)
la Mujer Bi-Nominal volvió al bote y tomó el papel arrugado. Musitó: Lucinda. Y en ese momento se dio cuenta de que no sabía su dirección ni tenía manera de encontrarla y, por eso, le apostó silenciosamente a la sabiduría del tiempo. La sabiduría del tiempo, por cierto, actuó de manera más que rápida porque, con lo distraída que andaba, la Mujer Binominal no tardó en caer, como le había pasado a la propia Lucinda un poco antes, en la madriguera de los cómics
(coincidencia #8)
un lugar al que se llegaba por una escalera muy estrecha que conducía, sin metáfora alguna, hacia abajo. Revisó, eso sí, algunas publicaciones y, mientras se sobaba el tobillo, hasta tuvo tiempo de reírse. Cuando no pudo más y decidió sentarse al lado de una pila de revistas de colores fue que la vió. Lucinda sólo supo decir o, mejor, exclamar:
—Y tú ¿qué andas haciendo por aquí? —como si el aquí se refiriera a un cine o un parque o algún lugar definitivamente público donde no pudiera pasar nada más natural que encontrar a alguien que se conoce vagamente pero que no se tiene manera de localizar. La Mujer Bi-Nominal se volvió a ver su entorno con cuidado. Aquí, se dijo. Una madriguera. Aspiró el aroma a papel manoseado y eso le gustó. Puso atención a los murmullos que su conversación provocaba en algunas esquinas. Momentos después, al tanto de que todo mensaje emitido llega inevitablemente a su destino, sonrió. Tocó el papel arrugado, lo extrajo de su bolsillo y lo colocó frente a sus ojos.
—Esto es para ti. Naturalmente…
>
Todo eso, lo repito ahora, me hubiera gustado. Mi imaginación romántica, proclive a finales-felices y metanarrativas varias, se habría regodeado con una historia de ese tipo. Pero si las novelas se hacen de coincidencias, todo lo demás se alimenta, por el contrario, de la ausencia de ellas. He aquí la verdadera relación de los hechos:
La bola de papel efectivamente avanzó tumbo a tumbo sobre baches y topes a través de la Ciudad Sin Nombre. El tiempo borró los trazos de tinta. El agua la destruyó. Nadie alcanzó a leer la misiva.
Y así.
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Monday, September 27, 2010
EL ESTRECHO ATAÚD
Va el cuento posporno que publicó Playboy Septiembre 2010: El estrecho ataúd.
Es un Rulfo mío de mí.
--crg
Va el cuento posporno que publicó Playboy Septiembre 2010: El estrecho ataúd.
Es un Rulfo mío de mí.
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Friday, September 24, 2010
LAS AVENTURAS DE LA INCREÍBLEMENTE PEQUEÑA: Una Fotonovela Diurna
a. Habría que preguntarse si algún día dejará de ir a Hu. Decir: Algún día conocerá el bautismo.
b.Habría que iniciar, por ejemplo. Bajar la vista. Hace como si.
c. La gravedad de los huesos cuando caen de pie sobre la tierra. Partirse en dos o en tres. Quebrarse en muchas.
d. La súplica se hace en la inmensidad del muro. La súplica se hace bajo tu mano. El conjuro.
e. Habría que avizorar, por ejemplo.
f. Me llamo cuerpo que no está. Me llamo Agua Bendita. Vivo dentro de un fresco que ha sobrevivido cientos de años.
g. La compañía es lo que permanece en secreto. Y la salida. Todo eso que no se ve.
h. De pronto. De repente. De súbito. Todo quiere decir lo mismo.
i. Perder el camino, equivocar la salida, desviar la mirada. Eso es el aquí: un rezo.
j. Los violentos pliegues de la tela cuando el torso se eleva. Habría que volver el rostro, por ejemplo. Manifestarse. Iniciar.
--crg
a. Habría que preguntarse si algún día dejará de ir a Hu. Decir: Algún día conocerá el bautismo.
b.Habría que iniciar, por ejemplo. Bajar la vista. Hace como si.
c. La gravedad de los huesos cuando caen de pie sobre la tierra. Partirse en dos o en tres. Quebrarse en muchas.
d. La súplica se hace en la inmensidad del muro. La súplica se hace bajo tu mano. El conjuro.
e. Habría que avizorar, por ejemplo.
f. Me llamo cuerpo que no está. Me llamo Agua Bendita. Vivo dentro de un fresco que ha sobrevivido cientos de años.
g. La compañía es lo que permanece en secreto. Y la salida. Todo eso que no se ve.
h. De pronto. De repente. De súbito. Todo quiere decir lo mismo.
i. Perder el camino, equivocar la salida, desviar la mirada. Eso es el aquí: un rezo.
j. Los violentos pliegues de la tela cuando el torso se eleva. Habría que volver el rostro, por ejemplo. Manifestarse. Iniciar.
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Tuesday, September 21, 2010
LUZ MARÍA DÁVILA ES MI BICENTENARIO II
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Yo quiero a los culpables. Mientras no haya culpables es como si se estuvieran llevando a mis muchachos todos los días. Eso le diría al Señor Presidente hoy, siete meses después. Le diría que yo confío. Que quiero confiar. No he sido irrespetuosa o grosera. Le volvería a decir que, si hubieran sido sus hijos, si sus hijos estuvieran ahora en un cementerio, habría buscado hasta por debajo de las piedras. Necesitamos poner a trabajar los tres niveles de gobierno. Es su deber acabar con la impunidad.
La voz de Luz María Dávila es asombrosamente suave. Su figura, tal como la describiera la periodista Sandra Rodríguez Nieto en el reportaje que publicó en El Diario un par de días después de la matanza de 17 jóvenes en la colonia Villa de Salvárcar, es menuda. He visto las fotografías que Julio Aguilar le tomó en ese entonces pero, aún así, me cuesta trabajo reconocerla cuando abre la puerta de su casa. Es una mujer bajita, en efecto. El cabello rizado y corto. El asomo apenas de las canas. Y si uno no supiera que sus únicos dos hijos fueron acribillados en una de esas “equivocaciones” mortales que abundan en las ciudades bajo la ley del narco, sería difícil asociar la delicadeza de sus movimientos durante la bienvenida, la calma con que emergen las palabras de sus labios, toda su contención emocional, con el duelo de una madre.
Villas de Salvárcar no está el fin del mundo pero sí en Ciudad Juárez. No se trata de un barrio marginal lleno de casas hechizas o sin servicios urbanos, sino de la colonia de calles pavimentadas y casas de cemento a la que el la familia de Luz María Dávila eligió mudarse hace nueve años, buscando un mejor futuro para sus dos hijos. Con el sueldo de su marido, un guardia de seguridad de una maquiladora, y el salario que ella misma ha ganado como trabajadora de “fábrica”, fueron remodelando la casa poco a poco. Instalaron, por ejemplo, una cocina integral de estilo “americano” y convirtieron lo que era una recámara, en la sala de la casa. Construyeron más.
Eran buenos muchachos, mis muchachos. Quien diga lo contrario, miente. Vea la casa donde murieron. A media cuadra de aquí. Ahí los reuníamos para que no salieran a otros lados peligrosos. Los cuidábamos desde aquí. Salía a media calle de cuando en cuando para asegurarme, como todas, que estaban bien. No estaban solos. No estaban fuera de nuestro alcance.
A veces la voz se le quiebra mientras habla pero no tarda en recomponerse. Una lágrima o dos. Nada que no pueda limpiar con una servilleta o un rato de silencio. Los ojos, hacia abajo. La inmovilidad. Luego, en el momento menos pensado, otra vez en el centro de todo, su mirada. Esta cosa abierta. Esta forma de palpitar.
Yo sí hablaría con la esposa del Señor Presidente. Gente suya ha tratado de comunicarse conmigo, pero en la mañana, cuando estoy en el trabajo. Pero yo sí hablaría con ella, así, de mujer a mujer. De madre a madre. Ella debe comprender. Ella podría, tal vez, abrirle el corazón al Presidente. Hacerlo entender que no podemos continuar así. Que es su responsabilidad terminar con la impunidad. Con esto. Para eso es él el Presidente. Yo confío. Yo quiero confiar.
Le pregunto lo que me he preguntado todo el camino hasta llegar a Salvárcar: Algunos argumentan que repetir la historia de la violencia es ahondar en la violencia. Algunos dicen, en su nombre, en nombre de todas las víctimas, que es necesario ya empezar a hablar de las cosas buenas de Ciudad Juárez. Cuando se lo pregunto también le digo que, en mi opinión, su dignidad y su valentía son parte de esas “cosas buenas” de las que hay que empezar a hablar.
Hay que hablar de lo que está mal porque está mal. Porque si no lo hacemos nunca nadie va a agarrar a los culpables de tantas muertes. Las cosas no están bien aquí. No han estado bien aquí por muchos años. Ahora aquí andan en la colonia construyendo una biblioteca, un dispensario, un parque. Y eso está bien. Pero todo lo demás sigue igual. No es nada más para ahondar la herida contar todo esto. Es para cambiar las cosas que es necesario cambiar. Hay que trabajar a los tres niveles de gobierno. Es la responsabilidad del Presidente acabar con la impunidad.
Algo parecido había dicho Sandra Rodríguez la noche anterior, dentro de uno de los pocos bares que todavía permanecen abiertos en la zona céntrica de Ciudad Juárez, mientras apurábamos un par de cervezas y poníamos canciones de Lucha Reyes o Bob Dylan en una rocola. La impunidad como el origen del mal. Ya son al menos dos generaciones de muchachos creciendo en un ambiente donde es “natural” presenciar la muerte masiva de mujeres. Son ya dos o tres generaciones de hijos que desconocen el lazo con la madre que sale temprano a trabajar y regresa, si es que regresa, muy noche. El lazo del cuidado. El lazo del reconocimiento. Mientras ellos sepan que cualquier acción puede permanecer impune, las cosas no van a cambiar.
No soy periodista, le he dicho desde el inicio de nuestra conversación. Yo lo que quiero es conocerla; hablar con usted. Y ella, que hace apenas unos días ha recibido entrevistadores de Italia y de España, gente que, dice, sí puede reportar todo lo que ve y todo lo que oye porque no se quedarán a vivir aquí, ha abierto las puertas de su casa disculpándose porque sólo nos puede ofrecer un par de tamales, agua para nescafé. No soy periodista, le repito a modo de excusa cuando saca las fotografías de sus muchachos y las coloca sobre la mesa y no puedo sino echarme a llorar. Podría ser mi hijo, pienso. Son los rostros de tantos niños y adolescentes y jóvenes con los que me topo a diario en las calles, en los salones de clase. Que el dolor de Luz María Dávila le alcance todavía para consolarme, ofreciéndome una servilleta y su mirada abierta y su mano, me obliga a recomponerme. Volver a respirar.
Ya de camino de regreso, cuando ya hemos pasado frente al personal de seguridad que salvaguarda la casa de la masacre, frente a las pintas con las que se recuerda a algunos de los caídos, frente a la nueva biblioteca en cuyas paredes han quedado huellas de las manos de otros niños, le pregunto a Julio Aguilar cómo le hace. ¿Cómo se le hace para sobrevivir en esta ciudad tomando fotos de entre 10 y 14 cadáveres al día? Se ríe. Yo escribo con la luz, dice. Conforme pasa el día me deformo pero, a veces, cuando algo del paisaje me alcanza a conmover —una nube, una planta, la lluvia— pienso que todavía soy humano. Entonces estoy seguro de que sobreviviré. Yo me voy a morir haciendo esto, ¿sabes? No es por el dinero. Es porque yo escribo con la luz. Por eso.
Mientras avanzamos por las avenidas anchas y solas de Ciudad Juárez, mientras atravesamos esos boquetes que la violencia y la impunidad han ido abriendo en el tejido urbano de la ciudad, me pregunto por las horas de su domingo. El domingo de Luz María Dávila. La imagino armando las flores de papel con las que ahora pasa el tiempo que ya no disfruta con sus hijos. La imagino repitiendo en silencio las palabras que me ha dicho en voz alta: yo confío. Yo quiero confiar. Señor Presidente, es su responsabilidad.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Yo quiero a los culpables. Mientras no haya culpables es como si se estuvieran llevando a mis muchachos todos los días. Eso le diría al Señor Presidente hoy, siete meses después. Le diría que yo confío. Que quiero confiar. No he sido irrespetuosa o grosera. Le volvería a decir que, si hubieran sido sus hijos, si sus hijos estuvieran ahora en un cementerio, habría buscado hasta por debajo de las piedras. Necesitamos poner a trabajar los tres niveles de gobierno. Es su deber acabar con la impunidad.
La voz de Luz María Dávila es asombrosamente suave. Su figura, tal como la describiera la periodista Sandra Rodríguez Nieto en el reportaje que publicó en El Diario un par de días después de la matanza de 17 jóvenes en la colonia Villa de Salvárcar, es menuda. He visto las fotografías que Julio Aguilar le tomó en ese entonces pero, aún así, me cuesta trabajo reconocerla cuando abre la puerta de su casa. Es una mujer bajita, en efecto. El cabello rizado y corto. El asomo apenas de las canas. Y si uno no supiera que sus únicos dos hijos fueron acribillados en una de esas “equivocaciones” mortales que abundan en las ciudades bajo la ley del narco, sería difícil asociar la delicadeza de sus movimientos durante la bienvenida, la calma con que emergen las palabras de sus labios, toda su contención emocional, con el duelo de una madre.
Villas de Salvárcar no está el fin del mundo pero sí en Ciudad Juárez. No se trata de un barrio marginal lleno de casas hechizas o sin servicios urbanos, sino de la colonia de calles pavimentadas y casas de cemento a la que el la familia de Luz María Dávila eligió mudarse hace nueve años, buscando un mejor futuro para sus dos hijos. Con el sueldo de su marido, un guardia de seguridad de una maquiladora, y el salario que ella misma ha ganado como trabajadora de “fábrica”, fueron remodelando la casa poco a poco. Instalaron, por ejemplo, una cocina integral de estilo “americano” y convirtieron lo que era una recámara, en la sala de la casa. Construyeron más.
Eran buenos muchachos, mis muchachos. Quien diga lo contrario, miente. Vea la casa donde murieron. A media cuadra de aquí. Ahí los reuníamos para que no salieran a otros lados peligrosos. Los cuidábamos desde aquí. Salía a media calle de cuando en cuando para asegurarme, como todas, que estaban bien. No estaban solos. No estaban fuera de nuestro alcance.
A veces la voz se le quiebra mientras habla pero no tarda en recomponerse. Una lágrima o dos. Nada que no pueda limpiar con una servilleta o un rato de silencio. Los ojos, hacia abajo. La inmovilidad. Luego, en el momento menos pensado, otra vez en el centro de todo, su mirada. Esta cosa abierta. Esta forma de palpitar.
Yo sí hablaría con la esposa del Señor Presidente. Gente suya ha tratado de comunicarse conmigo, pero en la mañana, cuando estoy en el trabajo. Pero yo sí hablaría con ella, así, de mujer a mujer. De madre a madre. Ella debe comprender. Ella podría, tal vez, abrirle el corazón al Presidente. Hacerlo entender que no podemos continuar así. Que es su responsabilidad terminar con la impunidad. Con esto. Para eso es él el Presidente. Yo confío. Yo quiero confiar.
Le pregunto lo que me he preguntado todo el camino hasta llegar a Salvárcar: Algunos argumentan que repetir la historia de la violencia es ahondar en la violencia. Algunos dicen, en su nombre, en nombre de todas las víctimas, que es necesario ya empezar a hablar de las cosas buenas de Ciudad Juárez. Cuando se lo pregunto también le digo que, en mi opinión, su dignidad y su valentía son parte de esas “cosas buenas” de las que hay que empezar a hablar.
Hay que hablar de lo que está mal porque está mal. Porque si no lo hacemos nunca nadie va a agarrar a los culpables de tantas muertes. Las cosas no están bien aquí. No han estado bien aquí por muchos años. Ahora aquí andan en la colonia construyendo una biblioteca, un dispensario, un parque. Y eso está bien. Pero todo lo demás sigue igual. No es nada más para ahondar la herida contar todo esto. Es para cambiar las cosas que es necesario cambiar. Hay que trabajar a los tres niveles de gobierno. Es la responsabilidad del Presidente acabar con la impunidad.
Algo parecido había dicho Sandra Rodríguez la noche anterior, dentro de uno de los pocos bares que todavía permanecen abiertos en la zona céntrica de Ciudad Juárez, mientras apurábamos un par de cervezas y poníamos canciones de Lucha Reyes o Bob Dylan en una rocola. La impunidad como el origen del mal. Ya son al menos dos generaciones de muchachos creciendo en un ambiente donde es “natural” presenciar la muerte masiva de mujeres. Son ya dos o tres generaciones de hijos que desconocen el lazo con la madre que sale temprano a trabajar y regresa, si es que regresa, muy noche. El lazo del cuidado. El lazo del reconocimiento. Mientras ellos sepan que cualquier acción puede permanecer impune, las cosas no van a cambiar.
No soy periodista, le he dicho desde el inicio de nuestra conversación. Yo lo que quiero es conocerla; hablar con usted. Y ella, que hace apenas unos días ha recibido entrevistadores de Italia y de España, gente que, dice, sí puede reportar todo lo que ve y todo lo que oye porque no se quedarán a vivir aquí, ha abierto las puertas de su casa disculpándose porque sólo nos puede ofrecer un par de tamales, agua para nescafé. No soy periodista, le repito a modo de excusa cuando saca las fotografías de sus muchachos y las coloca sobre la mesa y no puedo sino echarme a llorar. Podría ser mi hijo, pienso. Son los rostros de tantos niños y adolescentes y jóvenes con los que me topo a diario en las calles, en los salones de clase. Que el dolor de Luz María Dávila le alcance todavía para consolarme, ofreciéndome una servilleta y su mirada abierta y su mano, me obliga a recomponerme. Volver a respirar.
Ya de camino de regreso, cuando ya hemos pasado frente al personal de seguridad que salvaguarda la casa de la masacre, frente a las pintas con las que se recuerda a algunos de los caídos, frente a la nueva biblioteca en cuyas paredes han quedado huellas de las manos de otros niños, le pregunto a Julio Aguilar cómo le hace. ¿Cómo se le hace para sobrevivir en esta ciudad tomando fotos de entre 10 y 14 cadáveres al día? Se ríe. Yo escribo con la luz, dice. Conforme pasa el día me deformo pero, a veces, cuando algo del paisaje me alcanza a conmover —una nube, una planta, la lluvia— pienso que todavía soy humano. Entonces estoy seguro de que sobreviviré. Yo me voy a morir haciendo esto, ¿sabes? No es por el dinero. Es porque yo escribo con la luz. Por eso.
Mientras avanzamos por las avenidas anchas y solas de Ciudad Juárez, mientras atravesamos esos boquetes que la violencia y la impunidad han ido abriendo en el tejido urbano de la ciudad, me pregunto por las horas de su domingo. El domingo de Luz María Dávila. La imagino armando las flores de papel con las que ahora pasa el tiempo que ya no disfruta con sus hijos. La imagino repitiendo en silencio las palabras que me ha dicho en voz alta: yo confío. Yo quiero confiar. Señor Presidente, es su responsabilidad.
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Monday, September 20, 2010
Tuesday, September 14, 2010
LUZ MARÍA DÁVILA ES MI BICENTENARIO
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace aproximadamente siete meses, las palabras con las que Luz María Dávila imprecara al presidente Calderón le dieron la vuelta a la nación. Apenas unos días antes, en lo que todavía se denomina como una “equivocación”, un comando había asesinado a 17 jóvenes que participaban de un convivio en Villas de Salvárcar, una colonia en el suroeste del centro urbano más peligroso de México, si no es que del mundo entero: Ciudad Juárez. Dos de esos jóvenes eran sus hijos: Marcos y José Luis Piña Dávila, de 19 y 17 años de edad respectivamente. Sus únicos hijos. Los piñitas; así les decían. La reacción de Luz María Dávila ante su pérdida personal y el dolor colectivo no sólo me conmovió como a tantos otros sino que también me hizo sentir una especie de sedimentado orgullo por ser conciudadana de esa mujer que, como Antígona, no se amedrentaba. Admiré, pues, de entrada, su valentía. Usted no es bienvenido, señor Presidente. Yo no le doy mi mano. Y luego, a medida en que desdoblaba su lenguaje, admiré incluso más su dignidad. Ya lo decía Borges: Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas corresponde a la victoria.
La noticia de la masacre, una más en una escalada de violencia que no ha dejado de aumentar desde que el presidente Calderón impusiera unilateralmente una guerra del todo fallida sobre el país, dejó impávidos a muy pocos. Luz María Dávila, una trabajadora de una maquiladora de bocinas, había pronunciado palabras que, siendo como eran poderosas y trémulas, también eran básicas y certeras. Por esa razón, decidí entonces resaltar esas palabras suyas, mezclándolas con las de Sandra Rodríguez Nieto, una de las periodistas que reportó los eventos; así como con algunos adjetivos de Ramón López Velarde, el poeta que releía por enésima vez en ese entonces. Lo que resultó de ese primer encuentro apareció en mi blog el 12 de febrero. El texto respondió al título de La Reclamante: Discúlpeme, señor Presidente, pero no le doy/ la mano/ usted no es mi amigo. Yo/ no le puedo dar la bienvenida/ Usted no es bienvenido/ nadie lo es.// Luz María Dávila, Villas de Salvarcar, madre de Marcos y José Luis Piña Dávila de 19 y 17 años de edad.// No es justo/ mis muchachitos estaban en una fiesta/ y los mataron.// Masacre del sábado 30 de enero en Ciudad Juárez, Chihuahua, 15 muertos.// Quiero que usted se disculpe por lo que dijo/ señor Presidente, que eran pandilleros…/ ¡Es mentira!/ Uno estaba en la prepa y otro en la UACH;/ no estaban en la calle,/ estudiaban y trabajaban.// Porque aquí/ en Ciudad Juárez, póngase en mi lugar// Villas de Salvarcar, mi espalda, mi fulmínea paradoja// hace dos años que se están cometiendo asesinatos/ se están cometiendo muchas cosas// cometer es un verbo fúlgido, un radioso vértigo, un letárgico tremor// se están cometiendo muchas cosas y nadie hace algo./ Y yo sólo quiero que se haga justicia,/ y no sólo para mis dos niños// los difuntos remordidos, los fulmíneos masacrados, los fúlgidos perdidos// sino para todos. Justicia.// Encarar, espetar, reclamar, echar en cara, demandar, exigir, requerir, reivindicar.// ¡No me diga ‘por supuesto’, haga algo!/ Si a usted le hubieran matado a un hijo,/ usted debajo de las piedras buscaba al asesino// debajo de las piedras, debajo de piedras, debajo de// pero como yo no tengo los recursos// limosnas para las aves, mis huesos/ mi carne/ de tu carne mi carne// póngase en mi lugar, póngase/ mis zapatos, mis uñas, mi calosfrío estelar// no los puedo buscar porque no tengo/ recursos, tengo/ muertos a mis dos hijos.// Byagtor: entierro a cielo abierto que significa literalmente “dar limosnas a los pájaros”.// Tengo mi espalda. Mi lágrima. Mi martillo./ No tengo justicia. Póngase/ en su sitio: Villas de Salvárcar, ahí/ donde mataron a mis dos hijos.// Usted no es mi amigo, ésta/ es la mano que no le doy, póngase/ Señor Presidente/ en su lugar, le doy/mi espalda// mi sed, le doy, mi calosfrío ignoto, mi remordida ternura, mis fúlgidas aves, mis muertos// Y la mujer bajita, de suéter azul, salió del salón limpiándose las lágrimas.
En aquel entonces no sabía yo que una casualidad me llevaría a conocer personalmente a Sandra Rodríguez en la Ciudad de México y que, todavía un poco después, sería invitada a participar en un festival literario que me llevaría de regreso a Ciudad Juárez y, en consecuencia, a Luz María Dávila. En aquel entonces yo no sabía que, ante la insistencia de la pregunta acerca de los héroes del bicentenario, terminaría pensando en la conducta de esa mujer bajita de suéter azul como una que recupera, concentrándolas, siglos enteros de esas tradiciones de resistencia popular que han mantenido al país a flote ante la ineptitud de sus gobernantes. En aquel entonces no sabía yo, pues, que regresaría a su casa a preguntarle: Y a siete meses de su pérdida que es nuestra, Doña Luz María, ¿qué le diría usted ahora al Presidente?
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[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Hace aproximadamente siete meses, las palabras con las que Luz María Dávila imprecara al presidente Calderón le dieron la vuelta a la nación. Apenas unos días antes, en lo que todavía se denomina como una “equivocación”, un comando había asesinado a 17 jóvenes que participaban de un convivio en Villas de Salvárcar, una colonia en el suroeste del centro urbano más peligroso de México, si no es que del mundo entero: Ciudad Juárez. Dos de esos jóvenes eran sus hijos: Marcos y José Luis Piña Dávila, de 19 y 17 años de edad respectivamente. Sus únicos hijos. Los piñitas; así les decían. La reacción de Luz María Dávila ante su pérdida personal y el dolor colectivo no sólo me conmovió como a tantos otros sino que también me hizo sentir una especie de sedimentado orgullo por ser conciudadana de esa mujer que, como Antígona, no se amedrentaba. Admiré, pues, de entrada, su valentía. Usted no es bienvenido, señor Presidente. Yo no le doy mi mano. Y luego, a medida en que desdoblaba su lenguaje, admiré incluso más su dignidad. Ya lo decía Borges: Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas corresponde a la victoria.
La noticia de la masacre, una más en una escalada de violencia que no ha dejado de aumentar desde que el presidente Calderón impusiera unilateralmente una guerra del todo fallida sobre el país, dejó impávidos a muy pocos. Luz María Dávila, una trabajadora de una maquiladora de bocinas, había pronunciado palabras que, siendo como eran poderosas y trémulas, también eran básicas y certeras. Por esa razón, decidí entonces resaltar esas palabras suyas, mezclándolas con las de Sandra Rodríguez Nieto, una de las periodistas que reportó los eventos; así como con algunos adjetivos de Ramón López Velarde, el poeta que releía por enésima vez en ese entonces. Lo que resultó de ese primer encuentro apareció en mi blog el 12 de febrero. El texto respondió al título de La Reclamante: Discúlpeme, señor Presidente, pero no le doy/ la mano/ usted no es mi amigo. Yo/ no le puedo dar la bienvenida/ Usted no es bienvenido/ nadie lo es.// Luz María Dávila, Villas de Salvarcar, madre de Marcos y José Luis Piña Dávila de 19 y 17 años de edad.// No es justo/ mis muchachitos estaban en una fiesta/ y los mataron.// Masacre del sábado 30 de enero en Ciudad Juárez, Chihuahua, 15 muertos.// Quiero que usted se disculpe por lo que dijo/ señor Presidente, que eran pandilleros…/ ¡Es mentira!/ Uno estaba en la prepa y otro en la UACH;/ no estaban en la calle,/ estudiaban y trabajaban.// Porque aquí/ en Ciudad Juárez, póngase en mi lugar// Villas de Salvarcar, mi espalda, mi fulmínea paradoja// hace dos años que se están cometiendo asesinatos/ se están cometiendo muchas cosas// cometer es un verbo fúlgido, un radioso vértigo, un letárgico tremor// se están cometiendo muchas cosas y nadie hace algo./ Y yo sólo quiero que se haga justicia,/ y no sólo para mis dos niños// los difuntos remordidos, los fulmíneos masacrados, los fúlgidos perdidos// sino para todos. Justicia.// Encarar, espetar, reclamar, echar en cara, demandar, exigir, requerir, reivindicar.// ¡No me diga ‘por supuesto’, haga algo!/ Si a usted le hubieran matado a un hijo,/ usted debajo de las piedras buscaba al asesino// debajo de las piedras, debajo de piedras, debajo de// pero como yo no tengo los recursos// limosnas para las aves, mis huesos/ mi carne/ de tu carne mi carne// póngase en mi lugar, póngase/ mis zapatos, mis uñas, mi calosfrío estelar// no los puedo buscar porque no tengo/ recursos, tengo/ muertos a mis dos hijos.// Byagtor: entierro a cielo abierto que significa literalmente “dar limosnas a los pájaros”.// Tengo mi espalda. Mi lágrima. Mi martillo./ No tengo justicia. Póngase/ en su sitio: Villas de Salvárcar, ahí/ donde mataron a mis dos hijos.// Usted no es mi amigo, ésta/ es la mano que no le doy, póngase/ Señor Presidente/ en su lugar, le doy/mi espalda// mi sed, le doy, mi calosfrío ignoto, mi remordida ternura, mis fúlgidas aves, mis muertos// Y la mujer bajita, de suéter azul, salió del salón limpiándose las lágrimas.
En aquel entonces no sabía yo que una casualidad me llevaría a conocer personalmente a Sandra Rodríguez en la Ciudad de México y que, todavía un poco después, sería invitada a participar en un festival literario que me llevaría de regreso a Ciudad Juárez y, en consecuencia, a Luz María Dávila. En aquel entonces yo no sabía que, ante la insistencia de la pregunta acerca de los héroes del bicentenario, terminaría pensando en la conducta de esa mujer bajita de suéter azul como una que recupera, concentrándolas, siglos enteros de esas tradiciones de resistencia popular que han mantenido al país a flote ante la ineptitud de sus gobernantes. En aquel entonces no sabía yo, pues, que regresaría a su casa a preguntarle: Y a siete meses de su pérdida que es nuestra, Doña Luz María, ¿qué le diría usted ahora al Presidente?
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Tuesday, September 07, 2010
CORRER CON SUERTE
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Dice que no se lo esperaba. Literalmente dice: “Uno no espera nunca algo así”. Luego levanta la taza del té —una taza pequeñísima, de intrincados diseños orientales, de la que asciende un humo con aroma a jazmín— y se la lleva a los labios con una lentitud casi exasperante.
Dice que había decidido caminar esa noche porque sí. Eso lo dice después de titubear mucho, por mucho rato también.
—¿Le sirvo más té? —pregunta, con ánimo de interrumpir la conversación, deseando no tener que contar nada. Es asombroso lo que uno puede hacer con un solo brazo: levantar una jarra, servir té, alisarse la falda antes de sentarse, acomodarse el cabello.
Dice que no sintió sino que, al inicio, presintió su aparición. Hace un hincapié en la diferencia: sentir y presentir son cosas opuestas o distintas. Algo como un súbito estado de alerta, un latigazo de adrenalina, un silencio ensordecedor: eso la embargó. Éstas son mis palabras; no las suyas. Y después, casi de inmediato, describe la irrupción del zumbido: una abeja tal vez; la mosca que, enloquecida, da vueltas dentro de su propio frasco. Un enjambre.
—Corrí —dice—, sin saber por qué. Corrí como loca. Corrí, yo que nunca corro.
Este es el momento en que yo me llevo la diminuta taza a la boca y, por segundos apenas, el aroma a jazmín me hace pensar en las calles estrechas del barrio de una ciudad legendaria cuyo nombre no conozco. Bajo la vista. Guardo silencio. La espero.
—Y empecé a gritar —susurra—. ¿Se imagina?
Le digo que sí con la cabeza. El gesto, acompañado de la sonrisa muda, quiere decir que me resulta fácil imaginar eso: una mujer que grita en la calle, pidiendo auxilio. Le digo que sí, y la calmo.
—Pero no había nada cerca de mí o detrás. Nadie. Hasta los fantasmas debieron pensar que estaba loca.
Supongo que a ella eso le preocupa. Esto: dar la apariencia de estar loca. Supongo que a una mujer que tiene la delicadeza y el buen gusto de escoger el tipo de tazas en las que ahora tomamos este té delicioso, este té traído, con toda seguridad, del oriente en pesados barcos fantasmáticos, le debe preocupar lo que los vivos y los muertos piensen de su estado mental. De su normalidad.
—¿Y entonces sobrevino el ataque?
La mujer se detiene. El mundo se detiene. Suspendida, la taza parece un ingrávido objeto surrealista en el centro de la habitación.
—Sobrevenir —murmura. Qué bonita palabra.
Parpadeo. No puedo evitar la sonrisa. Si no estuviera tratando de obtener información sobre los ataques de la Mujer Vampiro, la Verídica, seguramente me detendría a considerar todas y cada una de las posibilidades de uso y desuso del sobrevenir, ese verbo. Lo enunciaría con ella una y otra vez hasta que la carcajada se volviera batiente y nada en el mundo importara, nada, excepto la palabra misma. Luego la partiríamos en dos, en mil pedazos. Jugaríamos con las sílabas, acentuándolas en los lugares más incómodos o silenciándolas a fuerza. Podríamos, incluso, traducirla a otros idiomas o retorcerla hasta que soltara el jugo. Haría eso y más, estoy segura, pero tengo una misión. Soy presa de una curiosidad.
—El ruido —dice—, el sonido me rodeó. Un batir de alas o de tela. Eso parecía aquello. Golpes que no dolían, ¿me explico? Una gran turbación. Un no saber qué estaba pasando. Todo negro. Y, luego, todo más negro aún.
Está tratando de recordar. Ve hacia la pared y ve en dirección al parque donde aconteció todo. Se ve caminar y, luego, correr, y trata de ver más allá. Su contexto. Árboles. Ramas. Raíces. Gotas de lluvia o de sudor. Nubes. Aire. Hojas sobre el pavimento. Un rato después se da por vencida.
—Luego ya no supe —concluye.
Un batir de alas o de tela. Golpes que no dolían. La turbación. Repito sus palabras mentalmente intentando darles un orden del que carecen. ¿A quién no le ha sucedido algo así? Un no saber qué estaba pasando. A todo eso, en otro encuadre, dentro de otro tipo de conversación, se le llama de otra manera. A todo eso, a veces, se le llama amor.
—Debió haber visto algo más —murmuro apenas, incapaz de dejar la historia así, a medias. Y ella, como si despertara en ese momento de un mal sueño, sonríe.
—Vi muchas cosas más, en efecto —asegura con los ojos súbitamente abiertos—. Las flores, por ejemplo. Los perros. Las hojas sobre el pavimento —enumera—. Pero nada de eso importa, ¿no es cierto?
Sobre el rojo damasco del sofá, la mujer se queda quieta, aún más. Su brazo izquierdo: una lápida de yeso. Su cuello: vendas blancas alrededor. Sus mejillas: rasguños, moretones, inflamación. Me ve verla.
—¿Tuve suerte, verdad? —parece que pregunta pero en realidad lo afirma. Parpadeo de nueva cuenta. Asiento. Sobrevenir, qué bonita palabra. Analgésico. Jazmín. Barco. La cabeza, de repente, llena de sustantivos. Esta vez corrió con suerte, sin duda. Pero eso, por pudor, porque el aroma del té ya me lleva hacia ese barrio de calles estrechísimas dentro de un país sin nombre, no se lo digo. Pudo haber sido, en efecto, peor.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Dice que no se lo esperaba. Literalmente dice: “Uno no espera nunca algo así”. Luego levanta la taza del té —una taza pequeñísima, de intrincados diseños orientales, de la que asciende un humo con aroma a jazmín— y se la lleva a los labios con una lentitud casi exasperante.
Dice que había decidido caminar esa noche porque sí. Eso lo dice después de titubear mucho, por mucho rato también.
—¿Le sirvo más té? —pregunta, con ánimo de interrumpir la conversación, deseando no tener que contar nada. Es asombroso lo que uno puede hacer con un solo brazo: levantar una jarra, servir té, alisarse la falda antes de sentarse, acomodarse el cabello.
Dice que no sintió sino que, al inicio, presintió su aparición. Hace un hincapié en la diferencia: sentir y presentir son cosas opuestas o distintas. Algo como un súbito estado de alerta, un latigazo de adrenalina, un silencio ensordecedor: eso la embargó. Éstas son mis palabras; no las suyas. Y después, casi de inmediato, describe la irrupción del zumbido: una abeja tal vez; la mosca que, enloquecida, da vueltas dentro de su propio frasco. Un enjambre.
—Corrí —dice—, sin saber por qué. Corrí como loca. Corrí, yo que nunca corro.
Este es el momento en que yo me llevo la diminuta taza a la boca y, por segundos apenas, el aroma a jazmín me hace pensar en las calles estrechas del barrio de una ciudad legendaria cuyo nombre no conozco. Bajo la vista. Guardo silencio. La espero.
—Y empecé a gritar —susurra—. ¿Se imagina?
Le digo que sí con la cabeza. El gesto, acompañado de la sonrisa muda, quiere decir que me resulta fácil imaginar eso: una mujer que grita en la calle, pidiendo auxilio. Le digo que sí, y la calmo.
—Pero no había nada cerca de mí o detrás. Nadie. Hasta los fantasmas debieron pensar que estaba loca.
Supongo que a ella eso le preocupa. Esto: dar la apariencia de estar loca. Supongo que a una mujer que tiene la delicadeza y el buen gusto de escoger el tipo de tazas en las que ahora tomamos este té delicioso, este té traído, con toda seguridad, del oriente en pesados barcos fantasmáticos, le debe preocupar lo que los vivos y los muertos piensen de su estado mental. De su normalidad.
—¿Y entonces sobrevino el ataque?
La mujer se detiene. El mundo se detiene. Suspendida, la taza parece un ingrávido objeto surrealista en el centro de la habitación.
—Sobrevenir —murmura. Qué bonita palabra.
Parpadeo. No puedo evitar la sonrisa. Si no estuviera tratando de obtener información sobre los ataques de la Mujer Vampiro, la Verídica, seguramente me detendría a considerar todas y cada una de las posibilidades de uso y desuso del sobrevenir, ese verbo. Lo enunciaría con ella una y otra vez hasta que la carcajada se volviera batiente y nada en el mundo importara, nada, excepto la palabra misma. Luego la partiríamos en dos, en mil pedazos. Jugaríamos con las sílabas, acentuándolas en los lugares más incómodos o silenciándolas a fuerza. Podríamos, incluso, traducirla a otros idiomas o retorcerla hasta que soltara el jugo. Haría eso y más, estoy segura, pero tengo una misión. Soy presa de una curiosidad.
—El ruido —dice—, el sonido me rodeó. Un batir de alas o de tela. Eso parecía aquello. Golpes que no dolían, ¿me explico? Una gran turbación. Un no saber qué estaba pasando. Todo negro. Y, luego, todo más negro aún.
Está tratando de recordar. Ve hacia la pared y ve en dirección al parque donde aconteció todo. Se ve caminar y, luego, correr, y trata de ver más allá. Su contexto. Árboles. Ramas. Raíces. Gotas de lluvia o de sudor. Nubes. Aire. Hojas sobre el pavimento. Un rato después se da por vencida.
—Luego ya no supe —concluye.
Un batir de alas o de tela. Golpes que no dolían. La turbación. Repito sus palabras mentalmente intentando darles un orden del que carecen. ¿A quién no le ha sucedido algo así? Un no saber qué estaba pasando. A todo eso, en otro encuadre, dentro de otro tipo de conversación, se le llama de otra manera. A todo eso, a veces, se le llama amor.
—Debió haber visto algo más —murmuro apenas, incapaz de dejar la historia así, a medias. Y ella, como si despertara en ese momento de un mal sueño, sonríe.
—Vi muchas cosas más, en efecto —asegura con los ojos súbitamente abiertos—. Las flores, por ejemplo. Los perros. Las hojas sobre el pavimento —enumera—. Pero nada de eso importa, ¿no es cierto?
Sobre el rojo damasco del sofá, la mujer se queda quieta, aún más. Su brazo izquierdo: una lápida de yeso. Su cuello: vendas blancas alrededor. Sus mejillas: rasguños, moretones, inflamación. Me ve verla.
—¿Tuve suerte, verdad? —parece que pregunta pero en realidad lo afirma. Parpadeo de nueva cuenta. Asiento. Sobrevenir, qué bonita palabra. Analgésico. Jazmín. Barco. La cabeza, de repente, llena de sustantivos. Esta vez corrió con suerte, sin duda. Pero eso, por pudor, porque el aroma del té ya me lleva hacia ese barrio de calles estrechísimas dentro de un país sin nombre, no se lo digo. Pudo haber sido, en efecto, peor.
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Monday, September 06, 2010
EL ESTRECHO ATAÚD
[en Playboy, 95, Septiembre 2010]
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Meses después, recordaría las dos preguntas: “¿No sientes el golpetear de la lluvia?” y luego, como un eco en súbita retirada, aquella otra interrogante acerca de la ilusión: “¿La ilusión?”, había enunciado a manera duda, “Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido”.
Un acto privado entre dos personas: abrir un paraguas, cruzar una calle, cerrar la puerta de un taxi. Esto al inicio.
Un acto privado entre dos personas: quitarse la ropa, morder un pezón, lamer una espalda, gemir. Esto en medio.
Aquí, dentro de esta página, debe existir un hombre que muerde el pezón de una mujer. Y debe estar aquí también la mujer, gimiendo, boca arriba. Dentro del pabellón de su oreja y, luego, dentro túnel del oído, las palabras: me haces daño. En efecto, la mujer gime dentro de esta página y repite las palabras: me haces daño. Es ella. Y es él quien, sin dejar de succionar los pezones alternativamente, sin dejar de caer con todo el peso de sus palmas abiertas sobre las palmas abiertas de la mujer, se coloca entre sus piernas.
--¿Qué te hago qué? --le murmura al oído, los cabellos enredados entre la saliva. La respiración.
--Daño --balbucea ella, moviéndose a su ritmo, entregándole su pecho. Las rodillas erguidas.
Un acto privado entre dos personas: la palabras que se intercambian en voz muy baja dentro de un taxi. Las gotas de lluvia. El lento quehacer de los limpiabrisas. Las yemas de los dedos de una mano sobre la piel blanquísima del dorso de otra mano. Esto al final.
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Tú sabes cómo hablan de raro allá arriba; pero se les entiende.
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Habían hablado de sus sueños, naturalmente. Al cruzar la calle, apenas unos segundos después de abrir el paraguas, mencionaron, entre otras, la sensación de mantenerse en el aire sin ningún punto de apoyo.
--¿Te gusta eso? --masculló él, mientras la tomaba por el codo. Un leve jalón. El ruido del tráfico --¿Te gusta levitar?
--La sensación de levitar --lo corrigió ella, volviéndose a ver las luces de los coches que les pasaban de cerca. Salpicar. Chapotear. Remojar.
No les gustaba volar en sueños, eso les quedó claro muy pronto. De eso hablaron incluso antes de salir de la habitación llena de gente cuando, luego de escuchar la conversación de otros, se toparon haciendo el mismo gesto: los ojos hacia el techo. La búsqueda infructuosa de algo más. Estas son tus manos, y tiemblan. El ruido de los pasos y las voces y las copas alrededor. En los sueños que se contaron mientras entretenían un líquido dorado en un par de vasos largos había ciudades sin nombre, cuerpos desnudos, cables de teléfono, historias sin principio ni fin. Estas son tus pestañas, abriéndose y cerrándose a la luz. Había, en esos sueños, colores que nunca habían visto en ningún otro lugar.
--Mira --uno de los dos había murmurado eso antes de dirigir los ojos hacia la puerta.
2. f. Med. Sensación de mantenerse en el aire sin ningún punto de apoyo.
[el final de este cuento en el número de septiembre de la revista Playboy].
--crg
[en Playboy, 95, Septiembre 2010]
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Meses después, recordaría las dos preguntas: “¿No sientes el golpetear de la lluvia?” y luego, como un eco en súbita retirada, aquella otra interrogante acerca de la ilusión: “¿La ilusión?”, había enunciado a manera duda, “Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido”.
Un acto privado entre dos personas: abrir un paraguas, cruzar una calle, cerrar la puerta de un taxi. Esto al inicio.
Un acto privado entre dos personas: quitarse la ropa, morder un pezón, lamer una espalda, gemir. Esto en medio.
Aquí, dentro de esta página, debe existir un hombre que muerde el pezón de una mujer. Y debe estar aquí también la mujer, gimiendo, boca arriba. Dentro del pabellón de su oreja y, luego, dentro túnel del oído, las palabras: me haces daño. En efecto, la mujer gime dentro de esta página y repite las palabras: me haces daño. Es ella. Y es él quien, sin dejar de succionar los pezones alternativamente, sin dejar de caer con todo el peso de sus palmas abiertas sobre las palmas abiertas de la mujer, se coloca entre sus piernas.
--¿Qué te hago qué? --le murmura al oído, los cabellos enredados entre la saliva. La respiración.
--Daño --balbucea ella, moviéndose a su ritmo, entregándole su pecho. Las rodillas erguidas.
Un acto privado entre dos personas: la palabras que se intercambian en voz muy baja dentro de un taxi. Las gotas de lluvia. El lento quehacer de los limpiabrisas. Las yemas de los dedos de una mano sobre la piel blanquísima del dorso de otra mano. Esto al final.
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Tú sabes cómo hablan de raro allá arriba; pero se les entiende.
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Habían hablado de sus sueños, naturalmente. Al cruzar la calle, apenas unos segundos después de abrir el paraguas, mencionaron, entre otras, la sensación de mantenerse en el aire sin ningún punto de apoyo.
--¿Te gusta eso? --masculló él, mientras la tomaba por el codo. Un leve jalón. El ruido del tráfico --¿Te gusta levitar?
--La sensación de levitar --lo corrigió ella, volviéndose a ver las luces de los coches que les pasaban de cerca. Salpicar. Chapotear. Remojar.
No les gustaba volar en sueños, eso les quedó claro muy pronto. De eso hablaron incluso antes de salir de la habitación llena de gente cuando, luego de escuchar la conversación de otros, se toparon haciendo el mismo gesto: los ojos hacia el techo. La búsqueda infructuosa de algo más. Estas son tus manos, y tiemblan. El ruido de los pasos y las voces y las copas alrededor. En los sueños que se contaron mientras entretenían un líquido dorado en un par de vasos largos había ciudades sin nombre, cuerpos desnudos, cables de teléfono, historias sin principio ni fin. Estas son tus pestañas, abriéndose y cerrándose a la luz. Había, en esos sueños, colores que nunca habían visto en ningún otro lugar.
--Mira --uno de los dos había murmurado eso antes de dirigir los ojos hacia la puerta.
2. f. Med. Sensación de mantenerse en el aire sin ningún punto de apoyo.
[el final de este cuento en el número de septiembre de la revista Playboy].
--crg
Sunday, September 05, 2010
UNA CHICA QUE HABLA CON LAS PLANTAS ENCONTRÓ UNA PUERTA EN UNA VENTANA
Las imágenes de Carlos Maiques, desde Valencia. Un regalazo de domingo.
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Las imágenes de Carlos Maiques, desde Valencia. Un regalazo de domingo.
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Friday, September 03, 2010
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