ALLÍ TE COMERÁN LAS TURICATAS/ II
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
La mujer me miraba con sus grandes ojos negros y, angustiada, contestaba cosas que yo no podía traducir. Me desesperé, naturalmente. Intenté incorporarme para salir y seguir buscando el regreso a la vereda del monasterio, pero ella me atajó. Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes de que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, una cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día. Es difícil saber a veces cómo pasa el tiempo. Me volvía a sentar, sin remedio. El hombre apareció entonces y se colocó junto a ella. Algo le dijo. Algo discutieron frente a mí, como si estuvieran solos. Al final, él desapareció por un rato y luego volvió con un plato hondo entre las manos. Con movimientos rápidos y hoscos, colocó el plato sobre la mesa que era una puerta. Se trataba de una sopa caliente donde naufragaban apenas unos cubos de papa y unos huesos blancos. Una cuchara de plata vieja me ayudó a llevarme el líquido caliente a la boca abierta. Sonreí. La sensación de bienestar que llegaba al estómago me obligó a verlos con agradecimiento. Ahí estaban los dos, detenidos el uno dentro de los brazos del otro, viéndome, esperando un veredicto.
—¡Qué rica! —exclamé, como si me entendieran. Y ellos, a juzgar por las expresiones de sus rostros, lo hicieron. Algo se dijeron entonces con algarabía y algo me dijeron en el mismo tono antes de ir hacia el equipal donde descansaban sus ropas. Me estaban ofreciendo un par de sábanas raídas y, por el gesto, supuse que me invitaban a dormir. Les dije que no con la cabeza; se los agradecí, colocando la mano derecha sobre el corazón e intentando una pequeña inclinación del torso. Por más que quise no encontré las señas adecuadas para hacerles entender que alguien me esperaba allá arriba, no muy lejos de ahí, dentro de un cuarto rentado.
—Hay alguien del otro lado del bosque —dije varias veces, cada vez en tono más bajo, hasta que la frase se transformó en un puro eco.
Ellos no me entendieron o fingieron no entenderme y me llevaron del codo hacia la cama de otate que yacía en un extremo de la casa, la parte donde sí había techo. Juntos los dos, como si se tratara de un par de ancianos preocupados por el bienestar de un hijo pequeño, me empujaron hasta que no me quedó más remedio que sentarme y, luego, acostarme, sobre las sábanas raídas. La almohada era una jerga que envolvía pochote o una lana tan dura o tan sudada que se había endurecido como leño. Supuse que la palabra con la que se despedían de mí era “descansa” y que alguien dentro de mí los entendía a la perfección porque, en efecto, cerré los ojos. No supe cuál de los dos depositó un beso pequeño, un beso más bien efímero, sobre la frente. Tampoco supe quién fue el que me tocó los labios.
Esa noche soñé otra vez con los monociclistas que llegaban a través de un jardín de árboles frutales en largas limusinas negras. Como si no hubiera pasado el tiempo, pensé de nueva cuenta que tenían su encanto. Los veía y no dejaba de sonreír: Una serenata que era solamente una coreografía. Los monociclistas se movían de un lado a otro con extraña presteza, desarrollando un plan preconcebido con arabescos exactos.
El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. Allá afuera aclaraba el día. El día desbarataba las sombras. Las deshacía. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Cuando desperté ya los dos estaban alrededor de la mesa tomando algo caliente de un par de jarros. Seguían desnudos y hablaban. No paraban de hablar. Hablaban en el mismo tono en que lo habían hecho a lo largo de la noche. Supuse que parte de su charla se refería al extraño huésped en que me había convertido porque, en cuanto se dieron cuenta que había abierto los ojos, vinieron a saludarme.
—Esta mesa es una puerta —dije, sabiendo que no me entenderían, confirmando lo obvio. Irritada. Tenía que salir de ahí pero no sabía cómo. Ellos no parecían lo suficientemente fuertes como para detenerme, pero justo como el día anterior yo no sólo me sentía débil sino también pesada. Algo me ataba al asiento de la silla sobre la que descansaba. Algo brotaba de las plantas de mis pies. Algo me retenía ahí, junto a ese hombre y esa mujer. Miré el jarro de líquido caliente con desconfianza y, a ellos, con suspicacia u odio. Luego, sabiéndome derrotada, miré por la apertura del techo: el cielo era igual a sí mismo. Las nubes, no más que un antifaz. ¿Qué se sentiría quedarse a vivir en ese sitio para siempre? La pregunta, por sí misma, me espantó. Traté de incorporarme de nueva cuenta pero, como había ocurrido con las anteriores, no pude. La mujer, de repente, se hincó frente a mí, colocando su frente sobre mis muslos. Por un momento imaginé que rezaba, pero sólo murmuraba algo incomprensible. Sayula, alcancé a reconocer esa palabra. Contla. Era evidente que trataba de comunicarme algo de cierta importancia. Me tomó de la mano y, como si me hubiera convertido en una inválida o una convaleciente, me llevó con gran lentitud a la cama de ocote junto al piso, y ahí me depositó. Me recargué contra la pared de adobe y abracé las piernas dobladas. Coloqué la barbilla sobre las rodillas. En esa posición observé cómo se fue vistiendo mientras continuaba con su perorata o confesión. Una falda de lana. Una camiseta blanca. Un abrigo largo. Una bufanda de colores. Un gorro. No supe cuánto tardó todo eso. Cuando hubo terminado parecía otra mujer. Alguien distinto. Tal vez lo era. Esa otra persona tomó un atado con sus pocas pertenencias y cruzó la misma puerta que, no hacía tanto, había tocado yo con cierto entusiasmo. La vi partir en silencio. Del otro lado de la puerta estaba la línea de montañas y, luego, la más remota lejanía. Me costó un esfuerzo enorme alzar una mano, decirle adiós. Inmediatamente después, caí otra vez sobre las sábanas raídas.
Supuse que caí dormida en el acto porque, al despertar, era ya de noche y yo no hacía otra cosa más que volver a contar el sueño de los monociclistas. Un cierto encanto, repetía esa frase y los veía. Los seguía viendo.
—No volverá — me interrumpió una voz masculina que venía de lejos —. Se lo noté en los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para irse — aseguró con pesadumbre, con ira. ¿Tragaba saliva? Luego guardó silencio por un rato tan largo que pensé que se había quedado dormido. Pero él carraspeó un par de veces antes de continuar.
—Ahora tú te encargarás de cuidarme —dijo.
Como antes bajo la niebla, no supe qué hacer. Iba a contestarle algo pero las palabras se me quedaban, pesadas, en el estómago, negándose a ascender. La boca. No hice otra cosa más que oírlo perpleja, en silencio.
—¿O qué, no quieres cuidarme? — preguntó, iracundo—. Vente a dormir aquí conmigo.
—Aquí estoy bien —le contesté, sintiendo bajo mi cabeza la textura de leño de la almohada. Todavía me alcanzó el tiempo para recordar las paredes de adobe del monasterio. La noria vacía. Los tordos a lo lejos. Todavía pude recordar los tantos años que había pasado allá afuera entre monociclistas, sonriendo.
—Es mejor que te subas a la cama —insistió—. Allí te comerán las turicatas.
Sus palabras no tenían sentido, eso era cierto. Pero cuando intenté voltear el torso para incorporarme, las vi: formaban una larga columna que avanzaba en sigilo pero sin tregua. Las hormigas son, a veces, un ejército en marcha. La palabra pequeñísima. El adverbio lentamente. Iba a gritar, pero me contuve a tiempo. Las parejas que han vivido cerca por mucho tiempo tienden a comportarse así, pensé.
Entonces fui y me acosté con él.
—Donis —dije, antes de abrazarlo. Antes de caer, dormida.
--crg
Tuesday, August 30, 2011
Sunday, August 28, 2011
UN BARCO A VENUS
¡Qué gusto encontrar la primera novela de Carlos Zermeño en la red!
Dice la descripción: Darren Crownsley, interno en el hospital Vania Valtrei con clave G283.4672-7A, tiene en su expediente reportes falsificados que lo declaran clínicamente loco. Otto, un alumno de preparatoria, es percibido por sus compañeros como el inadaptado social que pasa las clases retraído en su pupitre. Xocátl Ehueyán está dispuesto a dar la vida por defender a su pueblo de la gente de metal; y Alset_1, Alset_2, hermanos gemelos, deberán decidir quién de los dos puede ser el único Alset. Cuatro universos cuya conexión sería imposible en cualquier lugar fuera de esta novela, que llevará al lector en un viaje introspectivo entre caminos de filosofías ya construidas y veredas que invitan a generar otras propias. Una advertencia: si se emprende con éxito el viaje, la travesía durará poco, porque el libro se lee de un tirón.
--crg
¡Qué gusto encontrar la primera novela de Carlos Zermeño en la red!
Dice la descripción: Darren Crownsley, interno en el hospital Vania Valtrei con clave G283.4672-7A, tiene en su expediente reportes falsificados que lo declaran clínicamente loco. Otto, un alumno de preparatoria, es percibido por sus compañeros como el inadaptado social que pasa las clases retraído en su pupitre. Xocátl Ehueyán está dispuesto a dar la vida por defender a su pueblo de la gente de metal; y Alset_1, Alset_2, hermanos gemelos, deberán decidir quién de los dos puede ser el único Alset. Cuatro universos cuya conexión sería imposible en cualquier lugar fuera de esta novela, que llevará al lector en un viaje introspectivo entre caminos de filosofías ya construidas y veredas que invitan a generar otras propias. Una advertencia: si se emprende con éxito el viaje, la travesía durará poco, porque el libro se lee de un tirón.
--crg
Saturday, August 27, 2011
EL BOTÍN DE LIMA
César Calvo, Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonia
Luis Valcárcel, Machu Picchu
Hiram Bingham, Lost City of the Incas. Machu Picchu
José Watanabe, Cosas del cuerpo
Elma Murrugarra, Cuentos de domingo
Octavio Vicens, La distancia
Julia Wong Komt, Un pequeño bordado sobre la vergüenza
José Antonio Villarán, La distancia es siempre la misma
Miguel Vitagliano, El otro de mí
Antonio José Ponte, Las comidas profundas
Enrique Prochazka, Un único desierto
Mario Montalbetti, Llantos Elíseos
José Watanabe, Banderas detrás d la niebla
Agathós, No.1, Fanzine de historietas de Águeda
Miguel Vitagliano, Cuarteto para autos viejos
Gustavo Faverón Patriau, El anticuario
Mauricio Málaga, El malabarista
Gabriela Wiener, Nueva lunas
Pierre Castro, Un hombre feo
Rodrigo Núñez Carballo, Sueños Bárbaros
--crg
César Calvo, Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonia
Luis Valcárcel, Machu Picchu
Hiram Bingham, Lost City of the Incas. Machu Picchu
José Watanabe, Cosas del cuerpo
Elma Murrugarra, Cuentos de domingo
Octavio Vicens, La distancia
Julia Wong Komt, Un pequeño bordado sobre la vergüenza
José Antonio Villarán, La distancia es siempre la misma
Miguel Vitagliano, El otro de mí
Antonio José Ponte, Las comidas profundas
Enrique Prochazka, Un único desierto
Mario Montalbetti, Llantos Elíseos
José Watanabe, Banderas detrás d la niebla
Agathós, No.1, Fanzine de historietas de Águeda
Miguel Vitagliano, Cuarteto para autos viejos
Gustavo Faverón Patriau, El anticuario
Mauricio Málaga, El malabarista
Gabriela Wiener, Nueva lunas
Pierre Castro, Un hombre feo
Rodrigo Núñez Carballo, Sueños Bárbaros
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Tuesday, August 23, 2011
ALLÍ TE COMERÁN LAS TURICATAS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Había soñado que alguien tocaba a la puerta y se presentaba con una pequeña tarjeta donde se alcanzaba a ver el dibujo de un monociclo. Era de noche. Justo en ese momento un par de autos con los faros encendidos atravesaba el jardín de árboles frutales. De las limusinas bajaban una serie de hombres delgados que, de inmediato, se montaban en sus monociclos. Pronto estaban ya moviéndose dentro de una coreografía que no dejaba de tener su encanto. Una serenata, entendía yo por fin, sonriendo. Una serenata en monociclos.
Eso le alcancé a decir, susurrando, en medio de la noche, justo cuando me despertó el ruido que provocaba la lluvia al tocar el techo. Luego me volví a dormir. Cuando logré despertar otra vez, la cama estaba vacía. Una nota en su lugar: Bajé al monasterio.
Habíamos ido a ese pueblo remoto en la cima de una montaña para visitar, en efecto, un antiguo monasterio del siglo XVI. Las ruinas de un monasterio, sería más preciso decir. Todo se reducía, tal como lo habíamos visto el tarde anterior, a unas cuantas paredes de adobe, un par de cuartos con algunas reliquias de piedra y madera. Una noria ya seca en el centro de un patio. Algunas flores. Pero el lugar, lejano de todo y rodeado de pinos, tenía su magnetismo. Un raro encanto. Pude entender a la perfección que se levantara temprano y que cerrara con mucho cuidado la puerta de la habitación que habíamos rentado con tal de ir de regreso a ese sitio. Supuse que querría tomar fotografías o hacer los dibujos del caso. Tal vez solo quería admirar las ruinas a solas, rodearse de su silencio. Las parejas que han pasado mucho tiempo cerca suelen comportarse así. Por eso dejé pasar un rato antes de vestirme y tomar café y salir en la misma dirección. Por eso me estiré con gusto y, al enfrentar el paisaje, me sonreí. El aire de la sierra sobre la cara. Las manos dentro de los bolsillos. El ruido de las botas al caer sobre el pastizal seco, amarillo. Pensaba en todo eso mientras avanzaba por la vereda terriza que terminaba, eso lo habíamos comprobado el día anterior, justo ante las pesadas puertas del monasterio.
Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.
No supe en qué momento me perdí. Primero llegó la niebla a cubrirlo todo y, luego, de inmediato casi, la vereda desapareció bajo mis pies. A momentos me resultaba casi imposible ver la punta de las botas. Si seguí avanzando fue porque no se me ocurrió hacer otra cosa. Uno nunca sabe en realidad qué cosa hacer exactamente entre la niebla. Cuando por fin pasó, cuando abrió su manto y pude distinguir algo otra vez, el paisaje no había cambiado. Ahí estaba la línea de montañas y, más allá, la más remota lejanía. Los pinos seguían señalando algún punto del cielo. Los pájaros, que parecían tordos, volaban y cantaban al mismo tiempo. Lo que no alcanzaba a divisar, lo que ya no estaba por ningún lugar, era el monasterio al que me dirigía. Caminé todavía más, como si todavía me encontrara bajo la niebla, confiando en que pronto retomaría la vereda. Caminé al mismo paso veloz, primero con la boca cerrada, aspirando y exhalando por la nariz pero, al cabo de un rato, el corazón latiendo con prisa a causa de la altura, no tuve más remedio que abrir los labios. Resoplar es un verbo atroz. Por un momento pensé que me echaría a llorar o que caería de rodillas sobre el pastizal o que vomitaría a causa del esfuerzo. Iba a gritar su nombre cuando divisé una casucha a lo lejos. Era una cabaña de cuya chimenea emergía un humo blancuzco que me recordó mi estado de agotamiento. Incluso así, extenuada y miedosa, tuve fuerzas para correr. Ir es siempre ir a un encuentro. No dudé en tocar a la puerta. Supuse que ahí me dirían cómo regresar al monasterio o al poblado de donde había partido no hacía mucho. Supuse tantas cosas. Pero la mujer que abrió la puerta me miró con espanto y, luego, cuando se recuperó, dijo unas palabras que no entendí. Yo repetí mi nombre y extendí la mano. Aprisa, con una emoción que apenas podía controlar, le describí mi situación. Ella guardó silencio al inicio y, luego, mirándome con lo que parecía ser una paciencia infinita, volvió a decir algo que fui incapaz de comprender. Fue ella la que se dio cuenta primero que no hablábamos la misma lengua. Fue ella la que colocó su mano derecha sobre mi hombro mientras volvía la cabeza hacia en interior del recinto y se dirigía a un hombre que pronto estuvo también bajo el dintel de la puerta. Sus palabras me resultaron igualmente indescifrables. De todos modos, con ayuda de señas, me invitaron a entrar. Y entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Y en la otra mitad un hombre y una mujer. Fue entonces que noté que ambos iban desnudos.
—¿Pero cómo es que no tienen frío? —fue lo único que alcancé a balbucir antes de que ella colocara un vaso de leche sobre la mesa que era, apenas lo notaba entonces, una puerta. Dudé en tomarlo, pero ella me conminó a hacerlo. Cuando me resistí, colocó el vaso bajo mis labios y gruñó algo. El hombre nos miraba con atención desde su puesto frente a la chimenea. Un par de avecillas entraron por el agujero del techo y, luego de posarse momentáneamente sobre una escoba, salieron otra vez, en silencio. No sabía donde estaba y tenía miedo. Miedo y curiosidad. Miedo y un cansancio mayúsculo. Miedo y ganas de entender qué hacían ese hombre y esa mujer desnudos, dentro de una cabaña medio derruida que estaba cerca de un monasterio rodeado de bosque y de la lejanía. No sabía donde estaba y el miedo me obligaba a revisar con todo cuidado el contorno destrozado del interior de la cabaña. Una nuez. Una nuez seca o vacía.
Supuse que ellos tendrían sus preguntas también. Al menos ella. En todo caso fue ella la que se sentó frente a mí al otro lado de la mesa y, mientras volteaba de cuando en cuando, con aparente nerviosismo, hacia el lugar donde ya no estaba el hombre, se puso a hablar. Por las señas y el tono de la voz entendí que quería que viera las manchas sobre su cuerpo, especialmente sobre la cara. Parecía que entenderlo, o que al menos aparentara que lo entendía, era de alguna relevancia para ella. Llegó incluso a tomar mi mano y dirigirla hasta su mentón para que comprobara que ahí había algo. Hubo un momento en que colocó su cabeza sobre la mesa para que pudiera ver mejor lo que, de cualquier manera, no distinguía. Entonces moví el rostro de arriba hacia abajo, admitiéndolo, confirmando que ahí había algo, y entonces ella se calmó. Su charla continuó pero en un tono distinto ahora. De algo se quejaba, eso me quedaba claro. Se señalaba los senos y, luego, dirigía la mirada a su pubis mientras abría las piernas. Algo decía en voz muy baja que le causaba un temblor apenas perceptible en los labios. Algo le producía las lágrimas chiquitas que luego le escurrían por las mejillas huecas. Debía tener hambre o tener muchos años. Fue el instinto, supongo, el que arrojó mi mano hacia la de ella, tocándola. Pocas veces había estado tan desorientada en mi vida. El miedo del inicio había dado lugar a un miedo distinto. Sentía frío, en efecto, y el cansancio, que no había amainado con la casa y la leche y la plática, me jalaba hacia el piso. Estar exhausta es esto, pensé, tener raíces.
—¿Desde cuándo estás aquí? —le pregunté a sabiendas de que no obtendría respuesta—. ¿Quién es ese hombre? —insistí—. ¿Te tiene aquí a la fuerza?
[continuará]
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Había soñado que alguien tocaba a la puerta y se presentaba con una pequeña tarjeta donde se alcanzaba a ver el dibujo de un monociclo. Era de noche. Justo en ese momento un par de autos con los faros encendidos atravesaba el jardín de árboles frutales. De las limusinas bajaban una serie de hombres delgados que, de inmediato, se montaban en sus monociclos. Pronto estaban ya moviéndose dentro de una coreografía que no dejaba de tener su encanto. Una serenata, entendía yo por fin, sonriendo. Una serenata en monociclos.
Eso le alcancé a decir, susurrando, en medio de la noche, justo cuando me despertó el ruido que provocaba la lluvia al tocar el techo. Luego me volví a dormir. Cuando logré despertar otra vez, la cama estaba vacía. Una nota en su lugar: Bajé al monasterio.
Habíamos ido a ese pueblo remoto en la cima de una montaña para visitar, en efecto, un antiguo monasterio del siglo XVI. Las ruinas de un monasterio, sería más preciso decir. Todo se reducía, tal como lo habíamos visto el tarde anterior, a unas cuantas paredes de adobe, un par de cuartos con algunas reliquias de piedra y madera. Una noria ya seca en el centro de un patio. Algunas flores. Pero el lugar, lejano de todo y rodeado de pinos, tenía su magnetismo. Un raro encanto. Pude entender a la perfección que se levantara temprano y que cerrara con mucho cuidado la puerta de la habitación que habíamos rentado con tal de ir de regreso a ese sitio. Supuse que querría tomar fotografías o hacer los dibujos del caso. Tal vez solo quería admirar las ruinas a solas, rodearse de su silencio. Las parejas que han pasado mucho tiempo cerca suelen comportarse así. Por eso dejé pasar un rato antes de vestirme y tomar café y salir en la misma dirección. Por eso me estiré con gusto y, al enfrentar el paisaje, me sonreí. El aire de la sierra sobre la cara. Las manos dentro de los bolsillos. El ruido de las botas al caer sobre el pastizal seco, amarillo. Pensaba en todo eso mientras avanzaba por la vereda terriza que terminaba, eso lo habíamos comprobado el día anterior, justo ante las pesadas puertas del monasterio.
Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.
No supe en qué momento me perdí. Primero llegó la niebla a cubrirlo todo y, luego, de inmediato casi, la vereda desapareció bajo mis pies. A momentos me resultaba casi imposible ver la punta de las botas. Si seguí avanzando fue porque no se me ocurrió hacer otra cosa. Uno nunca sabe en realidad qué cosa hacer exactamente entre la niebla. Cuando por fin pasó, cuando abrió su manto y pude distinguir algo otra vez, el paisaje no había cambiado. Ahí estaba la línea de montañas y, más allá, la más remota lejanía. Los pinos seguían señalando algún punto del cielo. Los pájaros, que parecían tordos, volaban y cantaban al mismo tiempo. Lo que no alcanzaba a divisar, lo que ya no estaba por ningún lugar, era el monasterio al que me dirigía. Caminé todavía más, como si todavía me encontrara bajo la niebla, confiando en que pronto retomaría la vereda. Caminé al mismo paso veloz, primero con la boca cerrada, aspirando y exhalando por la nariz pero, al cabo de un rato, el corazón latiendo con prisa a causa de la altura, no tuve más remedio que abrir los labios. Resoplar es un verbo atroz. Por un momento pensé que me echaría a llorar o que caería de rodillas sobre el pastizal o que vomitaría a causa del esfuerzo. Iba a gritar su nombre cuando divisé una casucha a lo lejos. Era una cabaña de cuya chimenea emergía un humo blancuzco que me recordó mi estado de agotamiento. Incluso así, extenuada y miedosa, tuve fuerzas para correr. Ir es siempre ir a un encuentro. No dudé en tocar a la puerta. Supuse que ahí me dirían cómo regresar al monasterio o al poblado de donde había partido no hacía mucho. Supuse tantas cosas. Pero la mujer que abrió la puerta me miró con espanto y, luego, cuando se recuperó, dijo unas palabras que no entendí. Yo repetí mi nombre y extendí la mano. Aprisa, con una emoción que apenas podía controlar, le describí mi situación. Ella guardó silencio al inicio y, luego, mirándome con lo que parecía ser una paciencia infinita, volvió a decir algo que fui incapaz de comprender. Fue ella la que se dio cuenta primero que no hablábamos la misma lengua. Fue ella la que colocó su mano derecha sobre mi hombro mientras volvía la cabeza hacia en interior del recinto y se dirigía a un hombre que pronto estuvo también bajo el dintel de la puerta. Sus palabras me resultaron igualmente indescifrables. De todos modos, con ayuda de señas, me invitaron a entrar. Y entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Y en la otra mitad un hombre y una mujer. Fue entonces que noté que ambos iban desnudos.
—¿Pero cómo es que no tienen frío? —fue lo único que alcancé a balbucir antes de que ella colocara un vaso de leche sobre la mesa que era, apenas lo notaba entonces, una puerta. Dudé en tomarlo, pero ella me conminó a hacerlo. Cuando me resistí, colocó el vaso bajo mis labios y gruñó algo. El hombre nos miraba con atención desde su puesto frente a la chimenea. Un par de avecillas entraron por el agujero del techo y, luego de posarse momentáneamente sobre una escoba, salieron otra vez, en silencio. No sabía donde estaba y tenía miedo. Miedo y curiosidad. Miedo y un cansancio mayúsculo. Miedo y ganas de entender qué hacían ese hombre y esa mujer desnudos, dentro de una cabaña medio derruida que estaba cerca de un monasterio rodeado de bosque y de la lejanía. No sabía donde estaba y el miedo me obligaba a revisar con todo cuidado el contorno destrozado del interior de la cabaña. Una nuez. Una nuez seca o vacía.
Supuse que ellos tendrían sus preguntas también. Al menos ella. En todo caso fue ella la que se sentó frente a mí al otro lado de la mesa y, mientras volteaba de cuando en cuando, con aparente nerviosismo, hacia el lugar donde ya no estaba el hombre, se puso a hablar. Por las señas y el tono de la voz entendí que quería que viera las manchas sobre su cuerpo, especialmente sobre la cara. Parecía que entenderlo, o que al menos aparentara que lo entendía, era de alguna relevancia para ella. Llegó incluso a tomar mi mano y dirigirla hasta su mentón para que comprobara que ahí había algo. Hubo un momento en que colocó su cabeza sobre la mesa para que pudiera ver mejor lo que, de cualquier manera, no distinguía. Entonces moví el rostro de arriba hacia abajo, admitiéndolo, confirmando que ahí había algo, y entonces ella se calmó. Su charla continuó pero en un tono distinto ahora. De algo se quejaba, eso me quedaba claro. Se señalaba los senos y, luego, dirigía la mirada a su pubis mientras abría las piernas. Algo decía en voz muy baja que le causaba un temblor apenas perceptible en los labios. Algo le producía las lágrimas chiquitas que luego le escurrían por las mejillas huecas. Debía tener hambre o tener muchos años. Fue el instinto, supongo, el que arrojó mi mano hacia la de ella, tocándola. Pocas veces había estado tan desorientada en mi vida. El miedo del inicio había dado lugar a un miedo distinto. Sentía frío, en efecto, y el cansancio, que no había amainado con la casa y la leche y la plática, me jalaba hacia el piso. Estar exhausta es esto, pensé, tener raíces.
—¿Desde cuándo estás aquí? —le pregunté a sabiendas de que no obtendría respuesta—. ¿Quién es ese hombre? —insistí—. ¿Te tiene aquí a la fuerza?
[continuará]
--crg
Thursday, August 18, 2011
NOT OTHERWISE SPECIFIED
Les Figues Press NOS Book Contest
(NOS = not otherwise specified)
A prize of $1,000 and publication by Les Figues Press will be given for the winning poetry or prose manuscript. Sarah Shun-lien Bynum* will judge. Submit a manuscript of 64-250 pages with a $25.00 entry fee by September 9th, 2011. Electronic submissions only. All entrants will receive one copy of a Les Figues TrenchArt Series title of their choosing.
Eligible submissions include: poetry, novellas, prose poems, innovative novels, anti-novels, short story collections, lyric essays, hybrids, and all forms not otherwise specified.
Please note: The winning manuscript will be published in a design and format reflective of its content, i.e., it will not be part of the TrenchArt series, with its tall and slim format.
The winning manuscript will be announced in December 2011, with a fall 2012 publication date.
SUBMISSION LINK: http://lesfiguespress.submishmash.com/submit
Yo digo que le entren, puesn.
--crg
Les Figues Press NOS Book Contest
(NOS = not otherwise specified)
A prize of $1,000 and publication by Les Figues Press will be given for the winning poetry or prose manuscript. Sarah Shun-lien Bynum* will judge. Submit a manuscript of 64-250 pages with a $25.00 entry fee by September 9th, 2011. Electronic submissions only. All entrants will receive one copy of a Les Figues TrenchArt Series
Eligible submissions include: poetry, novellas, prose poems, innovative novels, anti-novels, short story collections, lyric essays, hybrids, and all forms not otherwise specified.
Please note: The winning manuscript will be published in a design and format reflective of its content, i.e., it will not be part of the TrenchArt series, with its tall and slim format.
The winning manuscript will be announced in December 2011, with a fall 2012 publication date.
SUBMISSION LINK: http://lesfiguespress.submishmash.com/submit
Yo digo que le entren, puesn.
--crg
Tuesday, August 16, 2011
EL VERANO RECORRE LAS ISLAS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Judith Schalansky nunca ha estado ni estará en ninguna de las 50 islas que describe y explora en Atlas of Remote Islands, un libro escrito originalmente en alemán en el 2009 y publicado en una hermosa edición de pasta dura por Penguin en 2010. Cada pequeña sección incluye el mapa de la isla en cuestión, los datos básicos de longitud y latitud, el número de habitantes, una serie de líneas pespunteadas que representan las distintas distancias que las separan (o las unen, dependiendo del punto de vista) de otros puntos en el orbe, así como también una breve cronología de su historia. De Floreana, también conocida como las islas Galápagos en las costas de Ecuador, adonde fueron a parar un dentista harto de la civilización y una maestra en 1929, a Fangataufa, en el archipiélago de Tuamoto, en la que el gobierno francés hizo estallar alguna vez una devastadora bomba de hidrógeno, las islas muy reales que se abren en este libro son también producto de la más salvaje imaginación. Tropicales o cubiertas de hielo, ya desiertas o apenas habitadas por un puñado de daltónicos, las islas son sobre todo historias. He traducido con algo de libertad apenas dos, pero todas y cada una de ellas merecería un comentario aparte. Mientras eso pasa, aquí viaja la historia de un amor que inicia dentro de los linderos de un lenguaje desconocido, y la historia también de unos cuantos isleños a los que irrita “toda esa charla insulsa sobre las glorias del color”.
UN LENGUAJE APRENDIDO EN SUEÑOS
Dicen que “en un pequeño pueblo en las laderas de Vosges, hubo un niño de seis años que tenía sueños en los que se le enseñaba un lenguaje completamente desconocido. El pequeño Marc Liblin pronto empezó a hablar ese idioma sin saber si existía o no de verdad. Se trataba de un niño dotado pero solo, con cierta sed de conocimiento. En su juventud se alimentaba de libros en lugar que de pan, por ejemplo. A los 33, habiéndose convertido ya en un outsider que vivía en los márgenes de la sociedad, se volvió el objeto de la atención de unos investigadores de la Universidad de Rennes. Querían descifrar y traducir su lenguaje. Por dos años, introdujeron los extraños sonidos que él hacía en computadoras gigantes. Todo en vano. Eventualmente, los investigadores decidieron visitar la zona de los bares en el muelle para ver si algún marinero había escuchado ese lenguaje alguna vez. Marc Liblin dio, de hecho, un performance en un bar de Rennes, un espectáculo que consistía en un monólogo que se desarrollaba frente a un grupo de tunecinos. El administrador del bar, un hombre que había estado en la marina, interrumpió la función diciendo que había escuchado esa lengua antes, en una de las más remotas islas de la Polinesia y que conocía una mujer que hablaba ese idioma. Se trataba de una mujer divorciada de un oficial del ejército que ahora vivía en los suburbios. El encuentro con la mujer de la Polinesia cambió la vida de Liblin, por supuesto. Cuando Meretuni Make abrió la puerta de su casa, Marc la saludó en el idioma que aprendió en sueños, y ella le contestó de inmediato en el viejo rapa de su patria. Marc Liblin, que nunca había estado fuera de Europa, se casó con la única mujer que entendía su lengua y, en 1983, se fue con ella a vivir a la isla donde se hablaba ese idioma”.
Es una historia de Rapa Iti, una isla austral de la Polinesia francesa también conocida como Rapa, anteriormente denominada isla Oparo. Se encuentra en el 27o 36’ S, 144o 20’ O. Mide 40 kilómetros cuadrados y tiene 482 habitantes. Está a 1, 180 km de Tahití; a 3, 620 km de Nueva Zelanda, a 1, 440 km de las islas Pitcairn. Fue avistada por primera vez en 1791, por George Vancouver. Marc Liblin murió en Rapa Iti, víctima de cáncer, el 26 de mayo de 1998, a la edad de 50 años. La historia no dice qué le pasó a la mujer.
ACROMATOPSIA
“Incluso los puercos en esta isla son de color blanco y negro. Es como si los hubieran creado especialmente para las 75 personas que viven en Pingelap que no pueden distinguir colores: ni el salvaje rojo crimson del atardecer, ni el azul del océano, ni el amarillo de las papayas maduras, ni el omnipresente verde profundo de la selva repleta de palmas y manglares. Una pequeña mutación del octavo cromosoma y el tifón Lienkieki, que devastó a las islas hace años, son los responsables de tal hecho. Sólo 20 habitantes de Pingelap sobrevivieron al tifón y la subsecuente hambruna; uno de ellos llevaba el gen recesivo que pronto se hizo notorio debido a la reproducción endémica. Hoy, 10% de la población de Pingelap es completamente daltónica, comparado con uno entre 30 mil que es el promedio en otros lugares. Se les reconoce por la forma en que inclinan las cabezas y parpadean constantemente, por la manera en que sus pestañas aletean y achican los ojos casi siempre, por las arrugas en la parte superior de la nariz. Evitan la luz, evaden el día, y con frecuencia sólo salen de sus chozas en el crepúsculo. Muchos dicen que recuerdan sus sueños y otros dicen que pueden reconocer los cardúmenes de peces en las aguas profundas del océano en la noche –los identifican con la ayuda de la pálida luz de la luna y el reflejo sobre sus aletas. El mundo puede ser gris, pero ellos insisten en que pueden ver cosas imposibles de discernir para aquellos que sí distinguen los colores: miles de tonos y de matices con frecuencia inimaginables. Las charlas insulsas sobre las glorias del color los enervan. El color, dicen, los distrae sólo de lo que es esencial: la riqueza de las figuras y las sombras, las formas y los contrastes”.
Esto en Pingelp, también conocida como las islas Carolina de la Micronesia. Se encuentra en el 6o 13’N y 160o 42 E. Mide 1.8 kms y tiene 250 habitantes. Está a 780 km de Bikini Atoll, a 1, 990 km de Papua Nueva Guinea y a 1,250 km de Banaba. El tifón Lienkieki devastó la isla en 1775, fue descubierta en 1792 por Thomas Musgrave y, en 1820, se detectaron los primeros casos de daltonismo. No fue sino hasta el año 2000 que el gen de la acromatopsia fue descodificado.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección cultura]
Judith Schalansky nunca ha estado ni estará en ninguna de las 50 islas que describe y explora en Atlas of Remote Islands, un libro escrito originalmente en alemán en el 2009 y publicado en una hermosa edición de pasta dura por Penguin en 2010. Cada pequeña sección incluye el mapa de la isla en cuestión, los datos básicos de longitud y latitud, el número de habitantes, una serie de líneas pespunteadas que representan las distintas distancias que las separan (o las unen, dependiendo del punto de vista) de otros puntos en el orbe, así como también una breve cronología de su historia. De Floreana, también conocida como las islas Galápagos en las costas de Ecuador, adonde fueron a parar un dentista harto de la civilización y una maestra en 1929, a Fangataufa, en el archipiélago de Tuamoto, en la que el gobierno francés hizo estallar alguna vez una devastadora bomba de hidrógeno, las islas muy reales que se abren en este libro son también producto de la más salvaje imaginación. Tropicales o cubiertas de hielo, ya desiertas o apenas habitadas por un puñado de daltónicos, las islas son sobre todo historias. He traducido con algo de libertad apenas dos, pero todas y cada una de ellas merecería un comentario aparte. Mientras eso pasa, aquí viaja la historia de un amor que inicia dentro de los linderos de un lenguaje desconocido, y la historia también de unos cuantos isleños a los que irrita “toda esa charla insulsa sobre las glorias del color”.
UN LENGUAJE APRENDIDO EN SUEÑOS
Dicen que “en un pequeño pueblo en las laderas de Vosges, hubo un niño de seis años que tenía sueños en los que se le enseñaba un lenguaje completamente desconocido. El pequeño Marc Liblin pronto empezó a hablar ese idioma sin saber si existía o no de verdad. Se trataba de un niño dotado pero solo, con cierta sed de conocimiento. En su juventud se alimentaba de libros en lugar que de pan, por ejemplo. A los 33, habiéndose convertido ya en un outsider que vivía en los márgenes de la sociedad, se volvió el objeto de la atención de unos investigadores de la Universidad de Rennes. Querían descifrar y traducir su lenguaje. Por dos años, introdujeron los extraños sonidos que él hacía en computadoras gigantes. Todo en vano. Eventualmente, los investigadores decidieron visitar la zona de los bares en el muelle para ver si algún marinero había escuchado ese lenguaje alguna vez. Marc Liblin dio, de hecho, un performance en un bar de Rennes, un espectáculo que consistía en un monólogo que se desarrollaba frente a un grupo de tunecinos. El administrador del bar, un hombre que había estado en la marina, interrumpió la función diciendo que había escuchado esa lengua antes, en una de las más remotas islas de la Polinesia y que conocía una mujer que hablaba ese idioma. Se trataba de una mujer divorciada de un oficial del ejército que ahora vivía en los suburbios. El encuentro con la mujer de la Polinesia cambió la vida de Liblin, por supuesto. Cuando Meretuni Make abrió la puerta de su casa, Marc la saludó en el idioma que aprendió en sueños, y ella le contestó de inmediato en el viejo rapa de su patria. Marc Liblin, que nunca había estado fuera de Europa, se casó con la única mujer que entendía su lengua y, en 1983, se fue con ella a vivir a la isla donde se hablaba ese idioma”.
Es una historia de Rapa Iti, una isla austral de la Polinesia francesa también conocida como Rapa, anteriormente denominada isla Oparo. Se encuentra en el 27o 36’ S, 144o 20’ O. Mide 40 kilómetros cuadrados y tiene 482 habitantes. Está a 1, 180 km de Tahití; a 3, 620 km de Nueva Zelanda, a 1, 440 km de las islas Pitcairn. Fue avistada por primera vez en 1791, por George Vancouver. Marc Liblin murió en Rapa Iti, víctima de cáncer, el 26 de mayo de 1998, a la edad de 50 años. La historia no dice qué le pasó a la mujer.
ACROMATOPSIA
“Incluso los puercos en esta isla son de color blanco y negro. Es como si los hubieran creado especialmente para las 75 personas que viven en Pingelap que no pueden distinguir colores: ni el salvaje rojo crimson del atardecer, ni el azul del océano, ni el amarillo de las papayas maduras, ni el omnipresente verde profundo de la selva repleta de palmas y manglares. Una pequeña mutación del octavo cromosoma y el tifón Lienkieki, que devastó a las islas hace años, son los responsables de tal hecho. Sólo 20 habitantes de Pingelap sobrevivieron al tifón y la subsecuente hambruna; uno de ellos llevaba el gen recesivo que pronto se hizo notorio debido a la reproducción endémica. Hoy, 10% de la población de Pingelap es completamente daltónica, comparado con uno entre 30 mil que es el promedio en otros lugares. Se les reconoce por la forma en que inclinan las cabezas y parpadean constantemente, por la manera en que sus pestañas aletean y achican los ojos casi siempre, por las arrugas en la parte superior de la nariz. Evitan la luz, evaden el día, y con frecuencia sólo salen de sus chozas en el crepúsculo. Muchos dicen que recuerdan sus sueños y otros dicen que pueden reconocer los cardúmenes de peces en las aguas profundas del océano en la noche –los identifican con la ayuda de la pálida luz de la luna y el reflejo sobre sus aletas. El mundo puede ser gris, pero ellos insisten en que pueden ver cosas imposibles de discernir para aquellos que sí distinguen los colores: miles de tonos y de matices con frecuencia inimaginables. Las charlas insulsas sobre las glorias del color los enervan. El color, dicen, los distrae sólo de lo que es esencial: la riqueza de las figuras y las sombras, las formas y los contrastes”.
Esto en Pingelp, también conocida como las islas Carolina de la Micronesia. Se encuentra en el 6o 13’N y 160o 42 E. Mide 1.8 kms y tiene 250 habitantes. Está a 780 km de Bikini Atoll, a 1, 990 km de Papua Nueva Guinea y a 1,250 km de Banaba. El tifón Lienkieki devastó la isla en 1775, fue descubierta en 1792 por Thomas Musgrave y, en 1820, se detectaron los primeros casos de daltonismo. No fue sino hasta el año 2000 que el gen de la acromatopsia fue descodificado.
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Friday, August 12, 2011
Tuesday, August 09, 2011
MIS EMILYS DICKINSONS
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Decía Roberto Bolaño en el prólogo de Las aventuras de Huckleberry Finn (Ediciones DeBolsillo) que, "todos los novelistas americanos, incluidos los autores de lengua española, en algún momento de sus vidas consiguen vislumbrar dos libros en el horizonte, que son dos caminos, dos estructuras y, sobre todo, dos argumentos. En ocasiones dos destinos. Uno es Moby Dick, de Herman Melville, el otro es Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain". Se entiende que el horizonte del que habla Bolaño es el de la narrativa norteamericana en modo, digamos, universal, y que el tiempo al que se refiere es, sin duda, el siglo XIX, que es otro manera de decir el origen de la modernidad. Pero en esa bifurcación tan equidistante, tan bien comportada, tan dada a las comparaciones con aspiraciones a aparecer como naturales o inevitables, se le olvidaba a Bolaño la incómoda, la inclasificable, la con frecuencia alterada tercera vía. Se saltaba, por decirlo así, el tercer libro y, siguiendo a pie juntillas sus palabras, el tercer argumento y, sobre todo, el tercer destino. Se olvidaba de Emily Dickinson. Sí, Emily Dickinson, la poeta que pocas veces salió de casa y cuyos retratos suelen capturarla vestida de negro y con el cabello estrictamente recogido en un moño. La habitante de una cuarto de Amherst, donde leyó todo lo que había y podía leer, por cierto; la inédita. Habrá que recordar que ningún mapa de la literatura norteamericana de ese tiempo estaría completo sin la poeta que consideraba el “no” la más salvaje de todas las palabras. Junto a Allan Poe o Whitman, donde usualmente se le coloca en recuentos respetuosos de los cotos de género (literario), pero también, y por derecho propio, en el espacio que creara Bolaño para Twain y Melville, ahí Dickinson. Por ahí, a través de la escritura de Emily Dickinson, entra la revisión de formas poéticas heredadas del viejo mundo y la invención de otras nuevas. Por ahí entra la ruptura con la linealidad cronológica, la rima y ritmo singulares, la dislocación de los sentidos del verso, los experimentos con la puntuación, especialmente su memorable uso del guión largo. Por ahí entra el riesgo.
Eso lo sabía, y lo sabía muy bien, la poeta norteamericana Susan Howe cuando publicó, en 1985, My Emily Dickinson, el libro que se encarga de re-contextualizar la obra de Dickinson dentro de las tradiciones de lectura y escritura y re-escritura del siglo XIX norteamericano, recuperándola así para el campo de la experimentación. Se trata, sin duda, de un ensayo de poeta sobre poeta en su versión más rigurosa y más fina. Cualquiera que haya tenido la oportunidad de ver los manuscritos de Howe, una vasta colección de hojas amarillentas escritas a máquina que se hospedan en el Archivo de Poesía Moderna de las Colecciones Especiales de la biblioteca de la Universidad de California-San Diego, habrá podido registrar las múltiples huellas de los distintos niveles de revisión de la obra original. Susan Howe, autora ella misma de libros de poesía memorables que, al menos en sus versiones más recientes, tales como That, This, combinan iguales dosis de re-escritura, copia, reciclaje y autobiografía, se inmiscuyó en los documentos originales de Dickinson y, lejos de acudir al estereotipo de la escritura femenina como explicación omnipresente, aunque sin olvidar el omnipresente asunto del cuerpo sexuado como campo de producción, organizó una máquina interpretativa donde Dickinson es hábil lectora y sagaz, cuando no feroz, re-escritora de los libros de su tiempo. Las conexiones que va urdiendo Howe alrededor y a través de las obras de Dickinson tienen el añadido valor de extraer a la autora de Amherst del margen, donde a veces por comodidad se coloca a lo inclasificable y lo excéntrico, para ubicarla en el eje de una visión literaria que continúa viva y crítica hasta nuestros días. La reciente traducción al español de este importante libro, a cargo de Ana María Matute y en versión de ediciones Magenta, ha puesto por fin al alcance de los lectores hispanoamericanos no a una, sino a dos poetas norteamericanas imprescindibles.
Mientras Susan Howe trabajaba afanosamente en la composición de My Emily Dickinson, una autora de corte muy distinto y en otra lengua también merodeaba los linderos vitales y escriturales de la poeta norteamericana del XIX: Marguerite Duras. El año era 1987 y el título de la novela sigue siendo Emily L. Ahí, en la terraza de un café, hay una pareja. La mujer quiere escribir un libro sobre esa pareja, pero no sabe cómo o por qué. De esa imposibilidad que se lleva a cabo a finales de un verano, en el café de Ouillebeauf, nace la observación constante y densa que produce a otra pareja entrada ya en años, un capitán inglés y su esposa, esa extraña mujer que bebe con constancia y que, siendo poeta, rara vez menciona su trabajo. El lector sabe que la Emily del título durasiano es nuestra Emily porque una de las líneas recurrentes en la novela tiene su origen en uno de los poemas más famosos de Emily Dickinson: “there´s a certain slant of light”. Se trata, en la imaginación de la narradora francesa, de un poema necesariamente inacabado o, peor, de un poema y/o de una obra consumida por el fuego, quemada hasta lo más seco de sus cenizas, por un marido que rechaza, ¿qué se encela de?, la escritura que no lo menciona y que, al no mencionarlo, lo invisibiliza. A Emily L. se le podría leer como el manual de las relaciones imposibles de pareja, eso es cierto. Pero algo sucede cuando la lectora se topa con párrafos como el siguiente: “Te dije también que había que escribir sin corrección, no necesariamente deprisa, a toda velocidad, no, sino según uno mismo y según el momento que atraviesa uno mismo, en aquel momento, lanzar la escritura fuera, maltratarla casi, sí, maltratarla, no quitar nada de su masa inútil, nada, dejarla entera con el resto, no enjuiciar nada, ni rapidez ni lentitud, dejarlo todo en su estado de aparición.” Imposible no creer, con una convicción casi adolescente, que Emily L. es también, acaso sobre todo, el original de un libro que Marguerite Duras no publicara sino hasta 1992 y que lleva por título el escueto verbo Escribir. En efecto, Emily L. también es un ensayo, en modo de ficción y de escritora a escritora, sobre la práctica de la escritura.
Pero las respondencias baudelairianas que Emily Dickinson no deja de urdir con el presente siguen apareciendo. Hace apenas un par de meses, en mayo del 2011 por ejemplo, el compositor británico David Sylvian incluyó dos adaptaciones de poemas de Emily Dickinson—el misma que afectó tanto a Marguerite Duras y que constituyó un tema recurrente en Emily L., “there´s a certain slant of light”, así como también “I should not dare (to leave my friend)”—en un trabajo que ha sido muy bien recibido por la crítica: Died in the Wool. En colaboración con compositores e intérpretes como Dai Fujikura y Christian Fennesz, David Sylvian logra conjurar, que es otra forma de decir actualizar, el fraseo intermitente y el ambiente entre abstracto e íntimo de la poeta del XIX.
La proliferación contemporánea de la Dickinson, sin embargo, no cesa. Emily Dickinson visitó la Ciudad de México justo en el comienzo de este verano que es, desde su inicio, el más largo en siglos. La mujer, vestida de negro, llegó puntual a una lectura que se llevaba a cabo en la Casa del Poeta. La mujer se sentó como en su casa de Amherst y escuchó, en un silencio inmóvil, la voz del poeta mexicano Jorge Esquinca. Es otra, en efecto, la Emily Dickinson que va emergiendo en su libro en preparación, y es, ineludiblemente, la misma. Sus lectoras, que aguardamos el libro de Esquinca con entusiasmo, también.
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Decía Roberto Bolaño en el prólogo de Las aventuras de Huckleberry Finn (Ediciones DeBolsillo) que, "todos los novelistas americanos, incluidos los autores de lengua española, en algún momento de sus vidas consiguen vislumbrar dos libros en el horizonte, que son dos caminos, dos estructuras y, sobre todo, dos argumentos. En ocasiones dos destinos. Uno es Moby Dick, de Herman Melville, el otro es Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain". Se entiende que el horizonte del que habla Bolaño es el de la narrativa norteamericana en modo, digamos, universal, y que el tiempo al que se refiere es, sin duda, el siglo XIX, que es otro manera de decir el origen de la modernidad. Pero en esa bifurcación tan equidistante, tan bien comportada, tan dada a las comparaciones con aspiraciones a aparecer como naturales o inevitables, se le olvidaba a Bolaño la incómoda, la inclasificable, la con frecuencia alterada tercera vía. Se saltaba, por decirlo así, el tercer libro y, siguiendo a pie juntillas sus palabras, el tercer argumento y, sobre todo, el tercer destino. Se olvidaba de Emily Dickinson. Sí, Emily Dickinson, la poeta que pocas veces salió de casa y cuyos retratos suelen capturarla vestida de negro y con el cabello estrictamente recogido en un moño. La habitante de una cuarto de Amherst, donde leyó todo lo que había y podía leer, por cierto; la inédita. Habrá que recordar que ningún mapa de la literatura norteamericana de ese tiempo estaría completo sin la poeta que consideraba el “no” la más salvaje de todas las palabras. Junto a Allan Poe o Whitman, donde usualmente se le coloca en recuentos respetuosos de los cotos de género (literario), pero también, y por derecho propio, en el espacio que creara Bolaño para Twain y Melville, ahí Dickinson. Por ahí, a través de la escritura de Emily Dickinson, entra la revisión de formas poéticas heredadas del viejo mundo y la invención de otras nuevas. Por ahí entra la ruptura con la linealidad cronológica, la rima y ritmo singulares, la dislocación de los sentidos del verso, los experimentos con la puntuación, especialmente su memorable uso del guión largo. Por ahí entra el riesgo.
Eso lo sabía, y lo sabía muy bien, la poeta norteamericana Susan Howe cuando publicó, en 1985, My Emily Dickinson, el libro que se encarga de re-contextualizar la obra de Dickinson dentro de las tradiciones de lectura y escritura y re-escritura del siglo XIX norteamericano, recuperándola así para el campo de la experimentación. Se trata, sin duda, de un ensayo de poeta sobre poeta en su versión más rigurosa y más fina. Cualquiera que haya tenido la oportunidad de ver los manuscritos de Howe, una vasta colección de hojas amarillentas escritas a máquina que se hospedan en el Archivo de Poesía Moderna de las Colecciones Especiales de la biblioteca de la Universidad de California-San Diego, habrá podido registrar las múltiples huellas de los distintos niveles de revisión de la obra original. Susan Howe, autora ella misma de libros de poesía memorables que, al menos en sus versiones más recientes, tales como That, This, combinan iguales dosis de re-escritura, copia, reciclaje y autobiografía, se inmiscuyó en los documentos originales de Dickinson y, lejos de acudir al estereotipo de la escritura femenina como explicación omnipresente, aunque sin olvidar el omnipresente asunto del cuerpo sexuado como campo de producción, organizó una máquina interpretativa donde Dickinson es hábil lectora y sagaz, cuando no feroz, re-escritora de los libros de su tiempo. Las conexiones que va urdiendo Howe alrededor y a través de las obras de Dickinson tienen el añadido valor de extraer a la autora de Amherst del margen, donde a veces por comodidad se coloca a lo inclasificable y lo excéntrico, para ubicarla en el eje de una visión literaria que continúa viva y crítica hasta nuestros días. La reciente traducción al español de este importante libro, a cargo de Ana María Matute y en versión de ediciones Magenta, ha puesto por fin al alcance de los lectores hispanoamericanos no a una, sino a dos poetas norteamericanas imprescindibles.
Mientras Susan Howe trabajaba afanosamente en la composición de My Emily Dickinson, una autora de corte muy distinto y en otra lengua también merodeaba los linderos vitales y escriturales de la poeta norteamericana del XIX: Marguerite Duras. El año era 1987 y el título de la novela sigue siendo Emily L. Ahí, en la terraza de un café, hay una pareja. La mujer quiere escribir un libro sobre esa pareja, pero no sabe cómo o por qué. De esa imposibilidad que se lleva a cabo a finales de un verano, en el café de Ouillebeauf, nace la observación constante y densa que produce a otra pareja entrada ya en años, un capitán inglés y su esposa, esa extraña mujer que bebe con constancia y que, siendo poeta, rara vez menciona su trabajo. El lector sabe que la Emily del título durasiano es nuestra Emily porque una de las líneas recurrentes en la novela tiene su origen en uno de los poemas más famosos de Emily Dickinson: “there´s a certain slant of light”. Se trata, en la imaginación de la narradora francesa, de un poema necesariamente inacabado o, peor, de un poema y/o de una obra consumida por el fuego, quemada hasta lo más seco de sus cenizas, por un marido que rechaza, ¿qué se encela de?, la escritura que no lo menciona y que, al no mencionarlo, lo invisibiliza. A Emily L. se le podría leer como el manual de las relaciones imposibles de pareja, eso es cierto. Pero algo sucede cuando la lectora se topa con párrafos como el siguiente: “Te dije también que había que escribir sin corrección, no necesariamente deprisa, a toda velocidad, no, sino según uno mismo y según el momento que atraviesa uno mismo, en aquel momento, lanzar la escritura fuera, maltratarla casi, sí, maltratarla, no quitar nada de su masa inútil, nada, dejarla entera con el resto, no enjuiciar nada, ni rapidez ni lentitud, dejarlo todo en su estado de aparición.” Imposible no creer, con una convicción casi adolescente, que Emily L. es también, acaso sobre todo, el original de un libro que Marguerite Duras no publicara sino hasta 1992 y que lleva por título el escueto verbo Escribir. En efecto, Emily L. también es un ensayo, en modo de ficción y de escritora a escritora, sobre la práctica de la escritura.
Pero las respondencias baudelairianas que Emily Dickinson no deja de urdir con el presente siguen apareciendo. Hace apenas un par de meses, en mayo del 2011 por ejemplo, el compositor británico David Sylvian incluyó dos adaptaciones de poemas de Emily Dickinson—el misma que afectó tanto a Marguerite Duras y que constituyó un tema recurrente en Emily L., “there´s a certain slant of light”, así como también “I should not dare (to leave my friend)”—en un trabajo que ha sido muy bien recibido por la crítica: Died in the Wool. En colaboración con compositores e intérpretes como Dai Fujikura y Christian Fennesz, David Sylvian logra conjurar, que es otra forma de decir actualizar, el fraseo intermitente y el ambiente entre abstracto e íntimo de la poeta del XIX.
La proliferación contemporánea de la Dickinson, sin embargo, no cesa. Emily Dickinson visitó la Ciudad de México justo en el comienzo de este verano que es, desde su inicio, el más largo en siglos. La mujer, vestida de negro, llegó puntual a una lectura que se llevaba a cabo en la Casa del Poeta. La mujer se sentó como en su casa de Amherst y escuchó, en un silencio inmóvil, la voz del poeta mexicano Jorge Esquinca. Es otra, en efecto, la Emily Dickinson que va emergiendo en su libro en preparación, y es, ineludiblemente, la misma. Sus lectoras, que aguardamos el libro de Esquinca con entusiasmo, también.
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Friday, August 05, 2011
NOTICIAS DESDE VERDE SHANGHAI
Alfredo Godínez Palacios escribió sobre Verde Shangahi en su columna "El guardián del diván" de la revista Sexenio: De cómo el recuerdo-memoria te puede volver loco.
Rafael Lemus escribió sobre Verde Shanghai en la revista Letras Libres: Verde Shanghai.
Daniel Emilio Pacheco escribió sobre Verde Shanghai en Hojeando Libros: Verde Shangai
Eve Gil escribió sobre Verde Shanghai en La Trenza de Sor Juana: Penetrar las palabras.
Pues eso.
--crg
Alfredo Godínez Palacios escribió sobre Verde Shangahi en su columna "El guardián del diván" de la revista Sexenio: De cómo el recuerdo-memoria te puede volver loco.
Rafael Lemus escribió sobre Verde Shanghai en la revista Letras Libres: Verde Shanghai.
Daniel Emilio Pacheco escribió sobre Verde Shanghai en Hojeando Libros: Verde Shangai
Eve Gil escribió sobre Verde Shanghai en La Trenza de Sor Juana: Penetrar las palabras.
Pues eso.
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Wednesday, August 03, 2011
LA CÁMARA VERDE
Los lenguajes extraídos, Periódico de Poesía 41, Agosto 2011
"¿Qué es el inglés hoy, ante las masivas migraciones globales, las devastaciones ecológicas, los giros y las revueltas en las identificaciones de género y trabajo? ¿Cómo podrá(n) la(s) dicción(es), los registro(s), la(s) inflexión(es), así como las varias situaciones afectivas que han y que se seguirán filtrando al “inglés”, ser tomadas en cuenta? ¿Qué implicaciones tiene escribir en este momento, precisamente en esta “América”? ¿De qué forma practicar y volver plural lo escrito y lo hablado: gramáticas, sintaxis, texturas, entonaciones...?"
Estas son preguntas que se hace la poeta coreano-americana Myung Mi Kim al final de su libro Commons. De manera por demás sintomática, éstas aparecen ahora mismo en la traducción al español que el poeta mexicano Hugo García Manríquez hace de esas preguntas en la glosa que ha decidido titular Registro fósil del polen. Originadas en inglés por una hablante, al menos, bilingüe, las preguntas podrían hacerse acerca de o dentro de los límites de otras lenguas, especialmente de aquellas que acompañan a los procesos de globalización tanto en el pasado como en el presente.
Los poetas que continuamente se mueven entre (al menos) dos idiomas tienen que plantearse, por fuerza o por gozo, por obligación o por placer, estas interrogantes. Pero estas son, en realidad, preguntas propias de todo aquel que vea en la poesía una práctica que trastoca los límites de lo real: los inmigrantes que han dejado la lengua materna atrás para adoptar una madrastra; los emigrantes que, a contracorriente, deciden continuar produciendo en una lengua que no practican en la vida diaria; los nativos que deciden poner en duda los hábitos de sus propias codificaciones; los que infiltran, subvierten, filtran, extirpan.
De entre todos ellos, llega a la Cámara Verde de agosto Craig Santos Pérez, un poeta nacido en Guam pero residente en California que, tanto en su labor creativa como editorial y docente, ha explorado con singular rigor y punto de vista crítico los distintos procesos a través de los cuales se incorporan los territorios (y los lenguajes) más lejanos. Tanto en sus plaquettes constellations gathered along the ecliptic (Shadowbox Press, 2007), all with ocean views (Overhere Press, 2007), and preterrain (Corollary Press, 2008), pero sobre todo en sus dos libros más recientes from unincorporated territory [hacha], publicado por Tinfish Press in 2008, y from unincorporated territory [saina], publicado por Omnidawn Publishing en 2010, Craig Santos Pérez ha intentado crear un “espacio extraído”, no tanto des-territorializado como re-territorializado, en el espacio del cuerpo y de la página. Ahí, entre el océano de palabras en inglés, encontrarán sus sitios movedizos y procesionales algunas del nativo Chamorro que no logró aprender (ni olvidar del todo) en los sistemas escolares de las Islas del Pacifico. La selección que se presenta aquí viene de su primer libro y se mueve del inglés hacia el español gracias a las labores de traducción de John Pluecker y Marco Antonio Huerta, ambos poetas por derecho propio, ambos compartiendo ese espacio fronterizo que une y tensa los límites que van desde Tamaulipas, en el noreste de México, y Texas. Ambos, pues, en el continuo proceso de construcción de sus propios “espacios extraídos”. Más de Craig Santos Pérez, aquí: http://craigsantosperez.wordpress.com
Desasido de género alguno y obediente sólo a la regla de sus 140 caracteres, el lenguaje de Twitter se expande, eso es cierto, y también se resiste en sus casos más felices a una simple incorporación a formatos más familiares o legibles. La experimentación lúdica entre y con lenguajes varios no es nueva en la obra del narrador tijuanense Rafael Saavedra (Tijuana, 1967). Autor de una obra ya extensa que incluye pero no está limitada a Lejos del Noise (Moho, 2006) y Crossfader. B-sides, hidden tracks & remixes (relatos, Atemporia Heterodoxos/Nortestación Editorial 2009), Rafa se define a sí mismo (con justa razón y en orden más o menos de importancia) como tijuanero, fanzinero, dj, creador de programas de radio alternativo, bloguero, entre otras cosas. Por todo eso, no es de extrañarse que su participación en Twitter venga signada por un experimento que involucra el trabajo colectivo, la lectura señera, la intervención a ultranza, la re-escritura o re-composición, el reciclaje y, faltaba más, la diversión. A expresa invitación de La Cámara Verde, Rafa nos mandó una serie de sus tuitmix/poetry. Su metodología, tal como él mismo la señala, no es complicada pero sí rigurosa: “1) Leo el timeline de Twitter, 2) Selecciono una palabra o una frase por tuit, 3) Hago una mezcla al azar con ellas, 4) Reviso, y 5) Tuiteo una suerte de verso descompuesto (en colaboración con la gente que sigo y me sigue)”.
Vamos hacia agosto y se trata ya del verano más largo en siglos. Todas la estaciones están incorporadas a un largo calendario de actividades y deberes y deber seres, eso se sabe. Pero, de entre todas, acaso el verano sea la estación más lejana, el lugar extraído por excelencia. Va esta Cámara Verde con el deseo de que así sea.
Julio, 2011
Metepec/Ciudad de México
[mientras escuchaba Tricky, Mixed Race, Come to me]
--crg
Los lenguajes extraídos, Periódico de Poesía 41, Agosto 2011
"¿Qué es el inglés hoy, ante las masivas migraciones globales, las devastaciones ecológicas, los giros y las revueltas en las identificaciones de género y trabajo? ¿Cómo podrá(n) la(s) dicción(es), los registro(s), la(s) inflexión(es), así como las varias situaciones afectivas que han y que se seguirán filtrando al “inglés”, ser tomadas en cuenta? ¿Qué implicaciones tiene escribir en este momento, precisamente en esta “América”? ¿De qué forma practicar y volver plural lo escrito y lo hablado: gramáticas, sintaxis, texturas, entonaciones...?"
Estas son preguntas que se hace la poeta coreano-americana Myung Mi Kim al final de su libro Commons. De manera por demás sintomática, éstas aparecen ahora mismo en la traducción al español que el poeta mexicano Hugo García Manríquez hace de esas preguntas en la glosa que ha decidido titular Registro fósil del polen. Originadas en inglés por una hablante, al menos, bilingüe, las preguntas podrían hacerse acerca de o dentro de los límites de otras lenguas, especialmente de aquellas que acompañan a los procesos de globalización tanto en el pasado como en el presente.
Los poetas que continuamente se mueven entre (al menos) dos idiomas tienen que plantearse, por fuerza o por gozo, por obligación o por placer, estas interrogantes. Pero estas son, en realidad, preguntas propias de todo aquel que vea en la poesía una práctica que trastoca los límites de lo real: los inmigrantes que han dejado la lengua materna atrás para adoptar una madrastra; los emigrantes que, a contracorriente, deciden continuar produciendo en una lengua que no practican en la vida diaria; los nativos que deciden poner en duda los hábitos de sus propias codificaciones; los que infiltran, subvierten, filtran, extirpan.
De entre todos ellos, llega a la Cámara Verde de agosto Craig Santos Pérez, un poeta nacido en Guam pero residente en California que, tanto en su labor creativa como editorial y docente, ha explorado con singular rigor y punto de vista crítico los distintos procesos a través de los cuales se incorporan los territorios (y los lenguajes) más lejanos. Tanto en sus plaquettes constellations gathered along the ecliptic (Shadowbox Press, 2007), all with ocean views (Overhere Press, 2007), and preterrain (Corollary Press, 2008), pero sobre todo en sus dos libros más recientes from unincorporated territory [hacha], publicado por Tinfish Press in 2008, y from unincorporated territory [saina], publicado por Omnidawn Publishing en 2010, Craig Santos Pérez ha intentado crear un “espacio extraído”, no tanto des-territorializado como re-territorializado, en el espacio del cuerpo y de la página. Ahí, entre el océano de palabras en inglés, encontrarán sus sitios movedizos y procesionales algunas del nativo Chamorro que no logró aprender (ni olvidar del todo) en los sistemas escolares de las Islas del Pacifico. La selección que se presenta aquí viene de su primer libro y se mueve del inglés hacia el español gracias a las labores de traducción de John Pluecker y Marco Antonio Huerta, ambos poetas por derecho propio, ambos compartiendo ese espacio fronterizo que une y tensa los límites que van desde Tamaulipas, en el noreste de México, y Texas. Ambos, pues, en el continuo proceso de construcción de sus propios “espacios extraídos”. Más de Craig Santos Pérez, aquí: http://craigsantosperez.wordpress.com
Desasido de género alguno y obediente sólo a la regla de sus 140 caracteres, el lenguaje de Twitter se expande, eso es cierto, y también se resiste en sus casos más felices a una simple incorporación a formatos más familiares o legibles. La experimentación lúdica entre y con lenguajes varios no es nueva en la obra del narrador tijuanense Rafael Saavedra (Tijuana, 1967). Autor de una obra ya extensa que incluye pero no está limitada a Lejos del Noise (Moho, 2006) y Crossfader. B-sides, hidden tracks & remixes (relatos, Atemporia Heterodoxos/Nortestación Editorial 2009), Rafa se define a sí mismo (con justa razón y en orden más o menos de importancia) como tijuanero, fanzinero, dj, creador de programas de radio alternativo, bloguero, entre otras cosas. Por todo eso, no es de extrañarse que su participación en Twitter venga signada por un experimento que involucra el trabajo colectivo, la lectura señera, la intervención a ultranza, la re-escritura o re-composición, el reciclaje y, faltaba más, la diversión. A expresa invitación de La Cámara Verde, Rafa nos mandó una serie de sus tuitmix/poetry. Su metodología, tal como él mismo la señala, no es complicada pero sí rigurosa: “1) Leo el timeline de Twitter, 2) Selecciono una palabra o una frase por tuit, 3) Hago una mezcla al azar con ellas, 4) Reviso, y 5) Tuiteo una suerte de verso descompuesto (en colaboración con la gente que sigo y me sigue)”.
Vamos hacia agosto y se trata ya del verano más largo en siglos. Todas la estaciones están incorporadas a un largo calendario de actividades y deberes y deber seres, eso se sabe. Pero, de entre todas, acaso el verano sea la estación más lejana, el lugar extraído por excelencia. Va esta Cámara Verde con el deseo de que así sea.
Julio, 2011
Metepec/Ciudad de México
[mientras escuchaba Tricky, Mixed Race, Come to me]
--crg
Tuesday, August 02, 2011
SIEMPRE ES OTRO EL QUE QUIERE
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Me dijo que quería que le diera el corazón para romperlo y darme el suyo. Lo miré por un largo rato sin decir nada. Un popote de plástico entre los labios. La mosca contra el ventanal. Supongo que lo meditaba bien o que consideraba, al menos, algunas de las posibilidades. El dolor, por ejemplo. El lugar donde pasaría la recuperación. Los días libres que tendría que pedir en mi trabajo. Eso sin tomar en cuenta el engorroso asunto de las compatibilidades. Los estudios. Los idas y venidas al laboratorio. De repente, sin que existiera una verdadera decisión de por medio, me desabotoné la blusa y señalé, con una pequeña navaja de bolsillo, el lugar de la incisión. La temporada se prestaba para los grandes gestos.
—Sería aquí, ¿verdad? —dije. Debí haber tenido una cara angelical durante el proceso.
El sonrió, complacido. Y luego empujó un poco mi mano hacia la derecha.
—Aquí —corrigió. ¡La delicadeza de su gesto! Nunca antes una mano más verosímil o más leve. Sus cinco dedos.
Las ganas de sacarme el corazón se multiplicaron en el acto. Lo besé. Es mejor decir: tomé su boca. Labios contra labios, dientes. Introduje mi lengua por la hendedura de su boca y, luego, embarrada de su saliva, procedí a besar su ojo derecho, su oreja, su mejilla. Besar es en realidad lamer a veces. La lengua sobre su cuello y, luego, sobre la nuca y, más tarde, sobre las vértebras cervicales. Una. Dos. Tres. Temblaba. Cuando comprobé que temblaba, arremetí con más fuerza. El trepidar de la sangre. El latir bajo la piel de las sienes o de las muñecas. Más que una decisión, un contagio. Le pedí que levantara su brazo para pasar la lengua sobre los vellos de la axila.
—Aquí —dijo luego, señalándose el pecho. Y guió la mano que todavía empuñaba la navaja de bolsillo hacia su tetilla izquierda. Ir de un punto a otro. Dirigirse a. Deslizarse por. Los mapas se hacen de líneas pequeñísimas.
No dejaba, mientras tanto, de considerar la posibilidad. Lo besaba, eso es cierto, con cierta voracidad. Lo tocaba palmo a palmo, la mano convertida en una especie de marca de agua sobre la misiva de su torso y de su tórax y de su escápula anterior, y no dejaba, mientras eso sucedía, de considerar la posibilidad. Los corazones se rompen todo el tiempo después de todo, me decía. Hay miles de canciones al respecto. Hay poemas. La industria cinematográfica se alimenta de eso. La mano sobre su espina dorsal, el glúteo medio, el trocanter mayor. Incluso cuando nadie los pide con antelación, se rompen. Incluso cuando el corazón se queda ahí, solitario cazador, latiendo entre las vértebras dorsales, las costillas y el esternón, se rompe. La pelvis contra la pelvis; el abrazo de las piernas. A cada rato, en efecto. Por razones nimias. Sobre todo cuando no hay nada con que sustituirlo, cuando no hay nada que poner en su lugar, sobre todo en esas circunstancias, se rompe. Ve uno a tanta gente con la caja torácica en vilo por las calles. ¿Por qué no darle el corazón en esas circunstancias a alguien que me lo pedía con cierto decoro y que, al hacerlo, me decía sin tapujos lo que haría con él?
Pensé en el regadero de sangre. Las moscas. Las miradas de los pordioseros y de los niños. El súbito arribo de la ambulancia.
—Pero si me das tu corazón, qué pondrás ahí —pregunté, verdaderamente intrigada. Las preguntas clave suelen surgir justo en el penúltimo momento. El dedo índice sobre su pecho, estático. La mirada directamente sobre sus rodillas. Un hueco es un hueco es.
La interrogante pareció incomodarlo. Bajó el brazo y desenrolló la camiseta hasta volver a cubrir una vez más su axila. Luego de carraspear un poco, se incorporó.
—Pues me pondré otro —dijo como al descuido, tratando de ocultar cierto tono de hartazgo en la voz. Fue entonces que aprovechó para encender un cigarrillo.
—Pero ¿de quién? —pregunté a mi vez. Tal vez era el sabor de su sudor dentro de mi boca lo que me forzaba a seguir adelante. Un ejército en marcha. Un regimiento decidido a conquistar una ciudad. El lema: No hay que tomar prisioneros. Los trenes a veces se descarrilan de esa manera.
—De alguien; no sé —mencionó en voz muy baja. Balbucir, eso es lo que hacía. La mirada en el techo o el cielo, imposible saberlo a ciencia a cierta. Su mano, de repente, sobre mi cerviz. Una mujer que se inclina—. Haces demasiadas preguntas —añadió.
—Pero con eso dentro de ti —dije y alcé la cabeza al mismo tiempo—, ¿cómo podrás? —no fui capaz de seguir. El pudor suele causar más interrupciones de las que creemos. La vergüenza. La vergüenza que, según el diccionario, no es más que una “turbación del ánimo, que suele encender el color del rostro, ocasionada por alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena”. Del latín verecundîa.
—¿Cómo podré qué? — preguntó, tomándome el rostro con ambas manos, obligándome a verlo de frente —. ¿Cómo podré quererte así, quieres decir?
Tuve que asentir. Lo único que puedo argumentar a mi favor es que lo hice en silencio y que pensaba, mientras tanto, en otra cosa. Pensaba, de hecho, más que nada, en su barbilla. Pensaba en lo hermosa que era, desde ese ángulo preciso, su barbilla. El nacimiento abrupto del vello. La boca.
— Siempre es otro el que quiere — aseguró —. Siempre es así, ¿no te habían dicho?
Dejó mi rostro de lado entonces y sonrió. Luego, se incorporó de la mesa sin dejar su cigarrillo. Expulsó el humo. El humo formó cuerpos que chocaron contra el ventanal. La mosca se asustó. Un popote rodó por el suelo. Todo pasó tan rápido que apenas si pude abotonarme la blusa y colocar la navaja de bolsillo en el interior de mi bolsa.
La vergüenza también designa las partes externas de los órganos humanos de generación. Eso dice el diccionario. Las definiciones son absurdas con frecuencia, juro que eso fue lo único que pensé cuando crucé el umbral de la puerta y subí el cuello de mi abrigo y coloqué la mano derecha sobre el pecho que latía. Aún.
[mientras escuchaba “You look so fine”, en versión de Garbage y Fun Lovin’ Criminals Mix]
--crg
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Me dijo que quería que le diera el corazón para romperlo y darme el suyo. Lo miré por un largo rato sin decir nada. Un popote de plástico entre los labios. La mosca contra el ventanal. Supongo que lo meditaba bien o que consideraba, al menos, algunas de las posibilidades. El dolor, por ejemplo. El lugar donde pasaría la recuperación. Los días libres que tendría que pedir en mi trabajo. Eso sin tomar en cuenta el engorroso asunto de las compatibilidades. Los estudios. Los idas y venidas al laboratorio. De repente, sin que existiera una verdadera decisión de por medio, me desabotoné la blusa y señalé, con una pequeña navaja de bolsillo, el lugar de la incisión. La temporada se prestaba para los grandes gestos.
—Sería aquí, ¿verdad? —dije. Debí haber tenido una cara angelical durante el proceso.
El sonrió, complacido. Y luego empujó un poco mi mano hacia la derecha.
—Aquí —corrigió. ¡La delicadeza de su gesto! Nunca antes una mano más verosímil o más leve. Sus cinco dedos.
Las ganas de sacarme el corazón se multiplicaron en el acto. Lo besé. Es mejor decir: tomé su boca. Labios contra labios, dientes. Introduje mi lengua por la hendedura de su boca y, luego, embarrada de su saliva, procedí a besar su ojo derecho, su oreja, su mejilla. Besar es en realidad lamer a veces. La lengua sobre su cuello y, luego, sobre la nuca y, más tarde, sobre las vértebras cervicales. Una. Dos. Tres. Temblaba. Cuando comprobé que temblaba, arremetí con más fuerza. El trepidar de la sangre. El latir bajo la piel de las sienes o de las muñecas. Más que una decisión, un contagio. Le pedí que levantara su brazo para pasar la lengua sobre los vellos de la axila.
—Aquí —dijo luego, señalándose el pecho. Y guió la mano que todavía empuñaba la navaja de bolsillo hacia su tetilla izquierda. Ir de un punto a otro. Dirigirse a. Deslizarse por. Los mapas se hacen de líneas pequeñísimas.
No dejaba, mientras tanto, de considerar la posibilidad. Lo besaba, eso es cierto, con cierta voracidad. Lo tocaba palmo a palmo, la mano convertida en una especie de marca de agua sobre la misiva de su torso y de su tórax y de su escápula anterior, y no dejaba, mientras eso sucedía, de considerar la posibilidad. Los corazones se rompen todo el tiempo después de todo, me decía. Hay miles de canciones al respecto. Hay poemas. La industria cinematográfica se alimenta de eso. La mano sobre su espina dorsal, el glúteo medio, el trocanter mayor. Incluso cuando nadie los pide con antelación, se rompen. Incluso cuando el corazón se queda ahí, solitario cazador, latiendo entre las vértebras dorsales, las costillas y el esternón, se rompe. La pelvis contra la pelvis; el abrazo de las piernas. A cada rato, en efecto. Por razones nimias. Sobre todo cuando no hay nada con que sustituirlo, cuando no hay nada que poner en su lugar, sobre todo en esas circunstancias, se rompe. Ve uno a tanta gente con la caja torácica en vilo por las calles. ¿Por qué no darle el corazón en esas circunstancias a alguien que me lo pedía con cierto decoro y que, al hacerlo, me decía sin tapujos lo que haría con él?
Pensé en el regadero de sangre. Las moscas. Las miradas de los pordioseros y de los niños. El súbito arribo de la ambulancia.
—Pero si me das tu corazón, qué pondrás ahí —pregunté, verdaderamente intrigada. Las preguntas clave suelen surgir justo en el penúltimo momento. El dedo índice sobre su pecho, estático. La mirada directamente sobre sus rodillas. Un hueco es un hueco es.
La interrogante pareció incomodarlo. Bajó el brazo y desenrolló la camiseta hasta volver a cubrir una vez más su axila. Luego de carraspear un poco, se incorporó.
—Pues me pondré otro —dijo como al descuido, tratando de ocultar cierto tono de hartazgo en la voz. Fue entonces que aprovechó para encender un cigarrillo.
—Pero ¿de quién? —pregunté a mi vez. Tal vez era el sabor de su sudor dentro de mi boca lo que me forzaba a seguir adelante. Un ejército en marcha. Un regimiento decidido a conquistar una ciudad. El lema: No hay que tomar prisioneros. Los trenes a veces se descarrilan de esa manera.
—De alguien; no sé —mencionó en voz muy baja. Balbucir, eso es lo que hacía. La mirada en el techo o el cielo, imposible saberlo a ciencia a cierta. Su mano, de repente, sobre mi cerviz. Una mujer que se inclina—. Haces demasiadas preguntas —añadió.
—Pero con eso dentro de ti —dije y alcé la cabeza al mismo tiempo—, ¿cómo podrás? —no fui capaz de seguir. El pudor suele causar más interrupciones de las que creemos. La vergüenza. La vergüenza que, según el diccionario, no es más que una “turbación del ánimo, que suele encender el color del rostro, ocasionada por alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena”. Del latín verecundîa.
—¿Cómo podré qué? — preguntó, tomándome el rostro con ambas manos, obligándome a verlo de frente —. ¿Cómo podré quererte así, quieres decir?
Tuve que asentir. Lo único que puedo argumentar a mi favor es que lo hice en silencio y que pensaba, mientras tanto, en otra cosa. Pensaba, de hecho, más que nada, en su barbilla. Pensaba en lo hermosa que era, desde ese ángulo preciso, su barbilla. El nacimiento abrupto del vello. La boca.
— Siempre es otro el que quiere — aseguró —. Siempre es así, ¿no te habían dicho?
Dejó mi rostro de lado entonces y sonrió. Luego, se incorporó de la mesa sin dejar su cigarrillo. Expulsó el humo. El humo formó cuerpos que chocaron contra el ventanal. La mosca se asustó. Un popote rodó por el suelo. Todo pasó tan rápido que apenas si pude abotonarme la blusa y colocar la navaja de bolsillo en el interior de mi bolsa.
La vergüenza también designa las partes externas de los órganos humanos de generación. Eso dice el diccionario. Las definiciones son absurdas con frecuencia, juro que eso fue lo único que pensé cuando crucé el umbral de la puerta y subí el cuello de mi abrigo y coloqué la mano derecha sobre el pecho que latía. Aún.
[mientras escuchaba “You look so fine”, en versión de Garbage y Fun Lovin’ Criminals Mix]
--crg
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