CADÁVERES TEXTUALES
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Ha sido muy común referirse a la parte más importante de un escrito, o la más voluminosa en todo caso, como al cuerpo textual. Conectado a una variedad de apéndices, tales como el encabezado o los pies de página, y estructurado a través de párrafos o secciones más amplias, como los capítulos, se entendía que ese cuerpo era una especie de organismo con un funcionamiento interno propio y una conexión ya implícita o explícita con otros de su misma especie. Un organismo se define, después de todo, por su capacidad de intercambiar materia y energía con su entorno. Avalado por la conexión estable a una autoría específica, el organismo del que hablábamos cuando hablábamos del cuerpo textual era, en todo caso, un organismo vivo. Así, no pocos escritores, tanto hombres como mujeres, se acostumbraron a describir el proceso creativo como un tiempo de gestación y, a la publicación de una obra, como un parto. El cuerpo textual que era ya de por sí un organismo era, también y sobre todo, un ser vivo. Nadie daba a luz difuntos. O nadie aceptaba que lo hacía.
Las condiciones establecidas por las máquinas de guerra de la necropolítica contemporánea han roto, por fuerza, la equivalencia que unía al cuerpo textual con la vida. Un organismo no siempre es un ser vivo. Es más: en tanto ser vivo, a un organismo lo define, argumentaba bien Adriana Cavarero, el estado de vulnerabilidad de lo que siempre está a punto de morir. En circunstancias de violencia extrema, como por ejemplo en contextos de tortura, las argucias del necropoder logran transformar la natural vulnerabilidad del sujeto en un estado inerme que limita dramáticamente su quehacer y su agencia, es decir, su humanidad misma. Un organismo puede muy bien ser un ser muerto. No es exceso, pues, concluir que en tiempos de un neoliberalismo exacerbado, en los que la ley de la ganancia a toda costa ha creado condiciones de horrorismo extremo, el cuerpo textual se ha vuelto, como tantos otros organismos alguna vez con vida, un cadáver textual. Ciertamente, desde el psicoanálisis hasta el formalismo, por señalar solo dos grandes vertientes del pensamiento del siglo XX, han elaborado con anterioridad sobre el carácter mortuorio de la letra, el aura de duelo y melancolía que acompaña sin duda a todo texto, pero pocas veces como en el presente las relaciones entre el texto y el cadáver han pasado a ser tan estrechas, literalmente. La Comala de Rulfo, esa tierra liminal que tantos han considerado fundacional de cierta literatura fantástica mexicana, ha dejado de ser un mero producto o de la imaginación o del ejercicio formal para convertirse en la verdadera necrópolis en la que se genera el tipo de existencia, no necesariamente vida, que caracteriza a la producción textual de hoy. Hay, sin duda, atajos que van de Comala a Ciudad Juárez o Ciudad Mier. Y los caminos suben o bajan, liberan o entrampan, según uno vaya o uno venga, en efecto.
Toda genealogía de los cadáveres textuales de la necroescritura debe detenerse, al menos, en dos paradas del camino del siglo XX: el cadáver exquisito con el que los surrealistas jugaron por allá de mediados de la década de los años 20, y la muerte del autor que tanto Roland Barthes como Michel Foucault prescribieron a la literatura romántica que todavía consideraba, y considera, al autor como poseedor del lenguaje que utiliza y como eje o juez último de los significados de un texto. Ambas propuestas críticas, que incorporan de manera preponderante la experiencia mortuoria en los mismos títulos, privilegian una producción escritural que, con base en un principio de ensamblaje, es a la vez anónima y colectiva, espontánea, cuando no es que automática y, de ser posible, lúdica. Acaso sea más que una coincidencia lúgubre que Nicanor Parra y Vicente Huidobro hayan llamado quebrantahuesos a los cadáveres exquisitos. Lo que encontramos ahí, entre todos ellos, es la cita sin atribución, la frase abierta, la construcción de secuencias sonoras más que lógicas, la excavación, el reciclaje, entre muchas otras estrategias textuales. No es del todo azaroso, pues, que la cercanía con el lenguaje de la muerte, o lo que es lo mismo, con la experiencia del cadáver, ponga de relieve una materialidad y una comunidad textual en las que la autoría ha dejado de ser una función vital para ceder su espacio a la función de la lectura y la autoría del lector como autoridad última. ¿Cuánto es capaz de experimentar un cadáver?, se preguntaba no hace mucho Teresa Margolles. Solo los textos muertos, aptamente abiertos, se desviven. En tanto cadáver y en su condición de cadáver, el texto puede ser enterrado y exhumado; el texto puede ser diseccionado para su análisis forense o desaparecido, debido a la saña estética y/o política de los tiempos. El texto yace bajo la tierra o levita en el aire pero, por estar más allá de la vida, escapa a los dictados originalidad, verosimilitud, y coherencia que dominaron las autorías vitales del XX.
En El cadáver del enemigo. Violencia y muerte en la guerra contemporánea, un libro que no por discreto deja de ser fundamental para nuestro entendimiento de las relaciones entre la muerte y la escritura, Giovanni De Luna argumenta que el forense es, de hecho, el narrador por excelencia del mundo actual. Solo el forense logra “hacer hablar a los muertos”. Son los forenses lo que interrogan los cadáveres “para adentrarse en lo que fue su vida, en todo aquello que conformó su pasado y ha quedado atrapado en su cuerpo”.1 Así, “por medio de sus informes y anotaciones, los médicos preparan los cuerpos de los muertos para ofrecerlos como documentos a los historiadores [escritores]; a lo largo de un proceso en el que las marcas y las heridas se convierten en textos literarios (las fichas anamnésicas), los cadáveres abandonan su silencio y empiezan a hablar haciendo aflorar fragmentos documentales insustituibles”.2
Los escritos que se producen en condiciones de necropolítica son, en realidad, cadáveres textuales. Lejos de “darlos a luz”, los escritores, comportándose como forenses, los leen con cuidado, los interrogan, los excavan o los exhuman a través del reciclaje o la copia, los preparan y los recontextualizan, los detectan si han sido dados de alta como desaparecidos. Al final, con algo de suerte, los entierran en el cuerpo del lector, donde, como quería Antoine Volodine, post-exótico ejemplar, se convertirán en los sueños que nunca nos dejarán dormir ni vivir en paz. Sí hay cadáveres, habría que responderle a la mujer de Paraguay que, en el poema de Néstor Perlongher, pregunta ¿No hay nadie?
1Giovanni De Luna, El cadáver del enemigo. Violencia y muerte en la guerra contemporánea(Madrid: 451 Editores, 2007), 38.
2Ibid., 40.
2Ibid., 40.
--crg