[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
Llegué al campamento, sinceramente, porque estaba aburrida. Ese día no nos tocaba electricidad en casa y solo quedaba lo de siempre: oír las peroratas de los adultos o encender una vela para leer algo. Se me acabaron las velas, así que, con el abrigo sobre la espalda, salí a la calle.
Los había visto antes, por supuesto. Se establecieron ahí, a un costado de la colina, bajo un gran árbol de jacarandas, durante la primavera. Nadie les dijo nada porque eran, en realidad, muy limpios. Despejaron bien un terreno baldío para levantar ahí sus tiendas de campaña y, antes de ponerse a trabajar en sus hortalizas, colocaron tendederos entre los árboles que todavía quedaban en pie. Lo que necesitaban desechar, que era en realidad poco, lo vendían en los centros de reciclaje. De eso me di cuenta el día que bajé a vender toda una caja llena de latas de cerveza.
—¿Tomaste mucho ayer? —me dijo uno de ellos, bromeando. Tenía los ojos color de miel y por eso lo contesté.
—¡Cómo crees! —murmuré con un poco de risa, bajando la mirada—. Las junté todas durante un mes.
La recolección de las latas despertó su interés, supongo, porque luego se vino siguiéndome loma arriba hasta llegar a la puerta de mi casa.
—Aquí junto fue donde amaneció un cadáver, ¿verdad? —señalaba un punto en la calle apenas a unos metros de distancia.
Asentí con la cabeza.
—El disparo en la nuca, ¿no es cierto? —preguntó, aunque en realidad lo estaba afirmando.
—Sí, ya sabes —le dije y, luego, viendo con temor hacia las casas del otro lado de la calle, ya no pude decir más.
—Entiendo —dijo él. Y luego me extendió la mano. Yo la vi por un rato sin saber en realidad qué hacer. Estrechar una mano: qué propuesta más arcaica.
—Camarada —pronunció al final. Una gran sonrisa en sus labios. Era la primera vez que escuchaba esa palabra.
La siguiente ocasión en que lo vi me regaló una blusa blanca.
—Es de algodón natural —aseguró—. Así no tendrás que usar esos vestidos que destruyen la tierra.
Me volví a ver mis ropas: un pantalón, una camiseta, pantaletas, brasier. Todas mortíferas. Sonreí. La blusa parecía más bien un costal pero me quedó bien. De hecho, era la que llevaba puesta la noche en que tomé el abrigo y salí de casa a toda prisa, como si huyera de algo. Me movía más el hartazgo que la rabia en todo caso. Todos los días el mismo espectáculo. El mismo acontecimiento una y otra vez, todos los días. La queja. La resignación. La queja. La carrera rápida, de todos modos, duró poco. Disminuí el paso tan pronto como distinguí las sombras de los soldados; sus voces. Me extrañó ver el retén militar tan cerca. Estaba acostumbrada a verlo, en efecto, pero un poco más abajo, casi hasta llegar a la zona pavimentada. Me extrañó el sonido tan cercano de las aspas de los helicópteros. Imaginé lo peor. Supuse que habrían encontrado otro cadáver o muchos cadáveres en el mismo sitio en que había aparecido el ejecutado anterior. Pero no vi nada. Me detuve. Merodeé la zona con los ojos. En lugar de detenerme o preguntarme algo, los soldados me conminaron a avanzar. Cuando lo hice, no pude evitar una última mirada. El viraje del torso. Hubo, alguna vez, una mujer que hizo lo mismo que yo y se volvió famosa. Yo, en cambio, solo atiné a ver las mantas que colgaban de los muros y que contenían, en grandes letras rojas, la palabra venganza. La pronuncié varias veces, esa palabra. La dije en voz muy baja cada que el talón de mis zapatos tocaba el camino. Venganza. Entonces me acordé de la celebración. Algo se había celebrado, en efecto, en la zona pavimentada, hacia el otro lado de la ciudad, el día anterior. Había confeti en el lodo de las calles. Algo como un aroma de alimentos fritos se colaba en el aire. Un trozo de serpentina se me enredó en el tobillo.
Me detuve a verlo todo desde arriba, meditabunda. De noche, alumbrada por cientos de lámparas públicas, la ciudad es un enjambre de luciérnagas. Me gusta esa palabra: luciérnagas. La busqué en el diccionario y, luego, encontré una imagen en internet. Bonita, de verdad, la palabra luciérnagas, que alumbra. De día, la ciudad es otra cosa. De día, el enjambre es gris y lo que sobrevuela las casas y las calles no son más que moscas y cucarachas. Las gaviotas, que son aves de rapiña. Los helicópteros y sus aspas. Allá, no muy lejos, se divisan los cuatro muros fronterizos que, uno detrás del otro, enmarcan el espectáculo cotidiano del No Pasarán. Supongo que estamos encerrados aquí. Supongo que, en verdad, no saldremos.
Tal vez fue un súbito ataque de claustrofobia o, como ya lo decía, el aburrimiento, pero continué. Decidí que no pararía hasta llegar a los campamentos. La decisión pareció darme ánimos porque, a pesar del jadeo, retomé el ritmo anterior. En un par de ocasiones me tropecé con piedras y pensé que caería. No lo hice. Es difícil caer después de todo. Pasé por enfrente de las casas como una sombra. Supongo que eso era. Una sombra. La sombra de una sombra. Los perros y los gatos me miraron de soslayo. Asustados o divertidos, a saber. La sombra, en todo caso, se detuvo antes que yo. La sombra se enteró de todo mucho antes que yo. Y se quedó muda. Sus cuerpos formaban un mapa extraño sobre la superficie de la tierra. Sus cuerpos. Sus manos.
Regresé corriendo, naturalmente. Los soldados y los perros y los vecinos de enfrente espiaron mis pasos con recelo pero inmóviles. Acaso esperaban algo. Acaso siguen esperando algo. Yo entré a casa con la buena noticia de que, a raíz de los festejos, se había suspendido el raciocinio y tendríamos, luego entonces, televisión. Cuando lo dejé todo atrás —otra vez ese gesto de la mujer famosa— solo alcancé a ver sus nucas, alumbradas por los destellos de las imágenes. Un hombre de frac sonreía en el recuadro y me daba la cara. Los dientes muy blancos. El pelo engominado. Contamos contigo, anunciaba. Contamos, insistía. Entonces la mujer de Lot le dio, en definitiva, la espalda.
--crg