[La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano
Milenio, sección de cultura]
Las manos se lanzan al aire y, oblicuas o no, se despiden. Todos los ciclos se cumplen, en efecto. Hace 7 años, un 28 de noviembre, inicié esta columna con un Elogio a la Siniestra (que es con la que escribo), el mismo artículo con el que vuelvo a darles las gracias a todos hoy. Ha sido un viaje largo y hermoso. Y seguimos, cómo no.
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“¿Estamos seguros de que la mano valga menos que el cerebro o el corazón?”, se preguntaba no hace mucho Don Alfonso Reyes en ese cuento-ensayo que es “La mano del comandante Aranda”. Me siento tentada a apostar la diestra, y también la siniestra, que es con la que escribo, a que no estamos seguros de eso en absoluto. En todo caso: sé que no lo estoy. La mano hace. Al contrario del cerebro o, incluso, del corazón, la mano existe en su concreto hacer. Material y, para colmo, femenina, la mano no puede escapar del aquí y ahora que la funda. Por eso la mano es lo mismo que la escritura. Y eso, que yo sepa, vale más que el cerebro y que el corazón, y más que las dos cosas juntas. En clara (y expresa) referencia a Maupassant y Nerval, Reyes se lanza en delirante persecución de esa diestra que, amputada del cuerpo del comandante Benjamín Aranda en acción de guerra, hace de las suyas en casa. No sólo le crecen las uñas, razón por la cual hay que contratar a la manicura, sino que, a medida que cobra más conciencia de sí, adquiere una independencia (que a otros les parecerá ingobernabilidad) y un carácter tan propios que casi se convence de que es una persona, “un inventor de su propia conducta”. Ahí anda La Diestra, pues, captando “formas fugitivas”, cambiando cosas de sitio o rompiendo ventanas sin obedecer a nadie, burlona y traviesa. Porque eso también es la mano: la algarabía del hacer que se hace a sí mismo. Esa extraña especie de humor. No por nada La Diestra del comandante “pellizcaba las narices de las visitas, abofeteaba en la puerta a los cobradores, se quedaba inmóvil, “haciendo el muerto”, para dejarse contemplar por los que aún no la conocían, y de repente les hacía una señal obscena”. No hace falta decirlo pero lo digo: la mano pronto se volvió incómoda. La familia se desmoralizó frente a su quehacer constante: el manco caía en extremos de melancolía, la señora se hizo recelosa y asustadiza, los hijos se volvieron negligentes. Porque la mano, cuando es mano de a de veras, también puede causar eso: incomodidad, zozobra, duda extrema. ¿Y qué más importante para la creación que salir de nuestros lugares favorables y ventajosos? ¿Qué mejor definición de la escritura (que es pura crítica) que la mismísima incomodidad?
También eso me gusta de la mano: su radical materialidad, sí, su quehacer y su travesura, por supuesto, pero, por sobre todas las cosas, ese movimiento continuo que le impide embonar. Su don, digámoslo así, de la oblicuidad: esa manera sinuosa y descreída de posarse sobre el mundo como si no existiera el plano frontal. Ver como uno ve cuando ve de lado: yéndose, o a punto. La fuga que eso implica: la mano cuando rebana el aire y dice adiós. Me gusta, quiero decir, que la mano se meta en todo (sin pedir permiso) y que, muy en el tenor de Deleuze, pueda preguntarse o se pregunte: “¿Por qué no tendría yo derecho a hablar de medicina sin ser médico si hablo de ella como un perro? ¿Por qué no podría hablar de la droga sin ser drogadicto si hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier cosa, incluso aunque se trate de un discurso completamente irreal o artificial, sin que se me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan?”.
En contra de los pensamientos que aspiran a convertirse en jueces de lo pensado, elitistas por vocación y jerarquizadores por mero instinto de réplica, autorizadores por gracia del poder que buscan ejercer, si es posible con violencia, Deleuze (y la mano de Deleuze) pasa a apoyar el pensamiento que se hace en términos de incertidumbre e improbabilidad. Un pensar no especializado ni especializador; un pensar que busca el punto de fuga que es, con frecuencia, el punto del placer; un pensar que es un pensar-con-otro, en su contra, y de vuelta. Un pensar que es, en verdad, un tocar y, aún más, un tocar por dentro. Un pensar que no avanza en dirección a la identidad (yo soy esto) sino en contrachoque a la identificación (yo deseo ser lo otro).
Lo confieso, pues, y así termino: yo deseo ser mi mano. Aunque, al contrario de Reyes que elogia a La Diestra, yo deseo ser mi mano izquierda. Mi propia siniestra. Todavía no creo, como lo creía Don Alfonso, que la Siniestra es la mano femenina del binomio. Tan lenta ella, tan llena de virtudes prehistóricas. En todo caso, y en esto sí coincido por completo con este habitante de mi inconsciente, es una verdadera suerte, sobre todo en estos tiempos, que “no tengamos dos manos derechas”.
--crg