Cada que aparece, el amor aparece por primera vez. Tal vez su astucia, la astucia del amor, consista precisamente en eso: en aparecer en repetidas ocasiones haciéndose pasar en cada una de ellas, sin embargo, como un fenómeno a la vez eterno e irrepetible, es decir, como una experiencia sin historia. Yo no sé si los historiadores que convergen en La más bella historia del amor, la serie de conversaciones sobre el amor que la periodista Dominique Simonnet ha transformado en un libro, han repetido las palabras “nunca antes” y “nunca después” como lo suelen hacer los enamorados justo al dar por iniciado (o terminado) el trance amoroso, pero lo cierto es que su exploración de documentos en los archivos más diversos ha puesto de manifiesto que, en tanto experiencia eminentemente histórica, el amor es más un activísimo campo de negociación y conflicto que el nirvana impoluto construido por la memoria selectiva de todos los enamorados. Así las cosas,todo parece indicar que para poder existir, para poder seguir adelante, ni los caballeros, ni las damas, ni, sobre todo, el amor, deben recordar.
Pero memoria, sobre todo una memoria colectiva y polifónica, es lo que estos historiadores y especialistas franceses tratan de construir en las conversaciones con Simonnet. Tal vez después de leerlo no nos enamoraremos ya más o tal vez insistamos en enamoraremos aunque sea de otra manera, pero el libro, que va dividido en tres grandes actos —el matrimonio, el sentimiento, el placer—, nos recuerda que cada gesto, cada ademán, cada epifánico e irrepetible momento es un momento que ha sido debatido y negociado por hombres y mujeres que también creyeron, en su día, ser únicos e irrepetibles en su enunciación del “nunca antes” y el “nunca después”.
También nos recuerda el libro que, contrario a estereotipos mediáticos del mundo actual, el amor y la revolución suelen hacer mala pareja—baste recordar, como lo señala Mona Ozuf, la historiadora y especialista en mujeres en la época revolucionaria, que los jacobinos desarrollaron una reticencia bastante marcada ante lo que interpretaban como flaqueza, cuando no fanatismo, femenino. En su ideal social, más apegado a nociones de virilidad espartana, había poco espacio para el amor y para las mujeres, que eran percibidas como sus aliadas naturales. De hecho, continúa Ozuf,
“las mujeres se volvieron hostiles a la Revolución. ¡Decepcionadas, asqueadas, volvieron a la casa, deseando que la política no llegase a su hogar!”.
Del siglo XIX heredamos, a decir de Alain Corbin, el miedo hacia la mujer, algo que se nota en el surgimiento de una separación cada vez más marcada entre la zorra y el ángel doméstico —los dos lentes a través de las cuales se interpreta el comportamiento femenino en relación, claro está, a la ansiedad que provoca entre los bienpensantes la fuerza particular asociada a los miembros de la Comuna y, en general, de las crecientes clases menesterosas. La otra gran herencia del siglo encorsetado fue, por supuesto, el territorio mismo de la sexualidad, cuya fecha de nacimiento se ubica hacia 1838, fecha en la cual se utilizó por primera vez el término scientia sexualis para designar aquello que está sexuado y con el que, años más tarde, se hablará de todo aquello que se refiera a la vida sexual. El flirteo, producto de la embestida urbana y de la aparición de oportunidades más variadas de socialización, no sólo les permitió a los jóvenes conciliar la virginidad, el pudor y el deseo sino que, acaso de mayor importancia, su énfasis en las miradas oblicuas y las caricias discretas dictó el inicio de una nueva época: una en que, por poner atención a las preliminares, se valoriza el placer femenino y en la que, por consecuencia, se erotiza a la pareja conyugal. La puerta del placer propiamente dicho, pues, se abrió poco a poco con las miradas lánguidas y los roces apenas perceptibles sobre la vestimenta. El flirteo, en apariencia inocuo o ingenuo, resultó ser más peligroso que cualquier otra proclamación.
La primera gran mutación que ofreció el siglo XX fue, de acuerdo a Anne Marie Sohn, el fin del matrimonio concertado. Lejos de ser un lujo o una anomalía, el amor se convirtió de esta manera en un motivo de orgullo y en la base misma de la felicidad de la pareja. De mano, pues, del amor, y no en su contra, se desarrolló una sexualidad bucal no reproductiva que, además de subrayar la necesidad de la higiene, ya no sólo se concentró en formas de placer masculino. De hecho, la liberación sexual que muchos ubican, como lo hace Pascal Bruckner, hacia la década de los sesenta, contribuyó a traer de regreso el ideaL masculino de la sexualidad a través de la hegemonía, cuando no la dictadura, del orgasmo. “De pronto”, asegura Bruckner, “el sexo se volvió terrorista. El placer estaba prohibido. Ahora se vuelve obligatorio. El ambiente corresponde a la prohibición, no ya por la ley sino por la norma”. En este contexto pansexual el amor se volvió, en efecto, obsceno.
La última parte de La más bella historia del amor le corresponde a la novelista Alice Ferney. El amor, desde su punto de vista, se ha convertido ahora en un trabajo. Más que una irrupción divina o una inexplicable y súbita emoción, más que una liberación o una redención, el amor, que también es definido como aquello que “existe entre dos individuos que son capaces de vivir juntos sin matarse”, es “una acción, una voluntad, una atención”. En una época en que todo parece posible, a cada quien le toca volver a inventarlo. Nunca antes; nunca después, en efecto.
No están incluidos en la lista de entrevistados de este libro, pero cabe aquí esta frase que Gilles Deleuze anota en Carta a un crítico severo, una de las secciones del volumen Conversaciones: "Después tuvo lugar mi encuentro con Félix Guattari, y el modo en que nos entendimos, nos completamos, nos despersonalizamos el uno al otro y nos singularizamos el uno mediante el otro, en suma, el modo en que nos quisimos".
Y lo repito: “en suma, el modo en que nos quisimos”.
* Cristina Rivera Garza, su último libro es El mal de la taiga
Cristina RiveraGarza (en facebook)
--crg