Como una posible respuesta, o un conjunto de posibles respuestas, a la violencia global que en México tomó la forma del horror como método de control social por los narcotraficantes y el Estado, Cristina Rivera Garza publicó en 2011, en la editorial Sur+, el libro de ensayos Dolerse: Textos desde un país herido. Cuatro años después, ante la permanencia de la violencia social y la confirmación de la violencia económica mediante las últimas reformas neoliberales iniciadas más de veinte años atrás, el libro se ha reeditado con más ensayos y un libro complementario, titulado puntualmente Con/Dolerse, en el que quince escritores y escritoras fuimos invitados a pensar alrededor del primer volumen. En mi ensayo incluido en ese volumen, Dolerse me sirvió como fundamento para pensar el cuerpo como un espacio común y doliente; años después, en una segunda vuelta, el libro me lleva a pensar otro aspecto: la escritura como potencia.
El abandono del Estado deja a los ciudadanos en la intemperie, los deja descubiertos al tiempo, es decir, a la violencia contemporánea del sistema económico conocido como neoliberalismo y que no es otras cosa que el capitalismo en su raíz: la administración de la vida (y de la muerte) mediante la ampliación del margen de ganancia a costa de vidas que se asumen como prescindibles. Se trata del intercambio entre la vida y su monetarización: ¿cuánto vale una vida, cuánto vale la preservación de la vida?
Casi al inicio de Dolerse, Rivera Garza explica la temporalidad histórica a la que responde la escritura de su libro: «En su indiferencia y descuido, en su noción instrumental de lo político e incluso de lo público, el Estado sin entrañas produjo así el cuerpo desentrañado: esos pedazos de torsos, esas piernas y esos pies, ese interior que se vuelve exterior, colgando».
Este es nuestro tiempo: el de la extracción de las vidas y la acumulación de las ganancias que se basa en la acumulación de los cuerpos y los cadáveres. Este es nuestro tiempo: esta, nuestra intemperie.
En otro de los ensayos que integran el libro, Rivera Garza dice: «como doliente y como escritora y como ciudadana, me pregunto qué podría la escritura si pudiera algo ante tanta y tan cotidiana masacre. Si la pregunta fuera cómo incidir sin pretender arrebatar la voz, cómo expresar sin caer en la reificación del dolor».
Como posible respuesta, en ese ensayo, ofrece las enseñanzas de la poesía documental y el valor del testimonio movilizado por la re-escritura. A lo largo del libro ofrece otras respuestas: la comunalidad, la corporalidad doliente (que a su modo conversa y anticipa la vulnerabilidad organizada que Judith Butler ha propuesto recientemente), la memoria a través del cuerpo, la conversación. Pienso en otra posibilidad, presente en los ensayos pero, creo, no declarada del todo: ¿qué puede hacer la escritura? Atemperar.
Atemperar es pensar con tranquilidad, sopesar. En su origen etimológico, atemperar está formado del sufijo ad- y el sustantivo tempus (hacia el tiempo); sopesar como quien lleva la reflexión a su estado temporal, podríamos pensar: hacia la calma. Sin embargo, atemperar comparte genealogía léxica con temporal, no en el sentido de perteneciente al tiempo, sino perteneciente a las sienes, al pensamiento. Atemperar, entonces, es instituir doblemente en el pensamiento y en el tiempo. Ante el estado de emergencia en que vivimos, puede parecer cínico recurrir al tiempo para pedir espacio al pensamiento, pero no me refiero solamente al tiempo como una extensión de nuestra vida, sino a su contrario: la situación de la catástrofe. Atemperar sería entonces guardar de la intemperie (lo que está expuesto al tiempo), pero sin extraerlo de ella; escribir como quien se guarece, sostiene Rivera Garza; escribir para entrar, guarecido, al tiempo.
El ensayo completo de Roberto Cruz Arzabal, Escribir es atemperar aquí.
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